2 DE NOVIEMBRE
He sido cordialmente invitado a formar parte del realismo visceral. Por supuesto, he aceptado. No hubo ceremonia de iniciación. Mejor así.
3 DE NOVIEMBRE
No sé muy bien en qué consiste el realismo visceral. Tengo diecisiete años, me llamo Juan García Madero, estoy en el primer semestre de la carrera de Derecho. Yo no quería estudiar Derecho sino Letras, pero mi tío insistió y al final acabé transigiendo. Soy huérfano. Seré abogado. Eso le dije a mi tío y a mi tía y luego me encerré en mi habitación y lloré toda la noche. O al menos una buena parte. Después, con aparente resignación, entré en la gloriosa Facultad de Derecho, pero al cabo de un mes me inscribí en el taller de poesía de Julio César Álamo, en la Facultad de Filosofía y Letras, y de esa manera conocí a los real visceralistas o viscerrealistas e incluso vicerrealistas como a veces gustan llamarse. Hasta entonces yo había asistido cuatro veces al taller y nunca había ocurrido nada, lo cual es un decir, porque bien mirado siempre ocurrían cosas: leíamos poemas y Álamo, según estuviera de humor, los alababa o los pulverizaba; uno leía, Álamo criticaba, otro leía, Álamo criticaba, otro más volvía a leer, Álamo criticaba. A veces Álamo se aburría y nos pedía a nosotros (los que en ese momento no leíamos) que criticáramos también, y entonces nosotros criticábamos y Álamo se ponía a leer el periódico.
El método era el idóneo para que nadie fuera amigo de nadie o para que las amistades se cimentaran en la enfermedad y el rencor.
Por otra parte no puedo decir que Álamo fuera un buen crítico, aunque siempre hablaba de la crítica. Ahora creo que hablaba por hablar. Sabía lo que era una perífrasis, no muy bien, pero lo sabía. No sabía, sin embargo, lo que era una pentapodia (que, como todo el mundo sabe, en la métrica clásica es un sistema de cinco pies), tampoco sabía lo que era un nicárqueo (que es un verso parecido al falecio), ni lo que era un tetrástico (que es una estrofa de cuatro versos). ¿Que cómo sé que no lo sabía? Porque cometí el error, el primer día de taller, de preguntárselo. No sé en qué estaría pensando. El único poeta mexicano que sabe de memoria estas cosas es Octavio Paz (nuestro gran enemigo), el resto no tiene ni idea, al menos eso fue lo que me dijo Ulises Lima minutos después de que yo me sumara y fuera amistosamente aceptado en las filas del realismo visceral. Hacerle esas preguntas a Álamo fue, como no tardé en comprobarlo, una prueba de mi falta de tacto. Al principio pensé que la sonrisa que me dedicó era de admiración. Luego me di cuenta que más bien era de desprecio. Los poetas mexicanos (supongo que los poetas en general) detestan que se les recuerde su ignorancia. Pero yo no me arredré y después de que me destrozara un par de poemas en la segunda sesión a la que asistía, le pregunté si sabía qué era un rispetto. Álamo pensó que yo le exigía respeto para mis poesías y se largó a hablar de la crítica objetiva (para variar), que es un campo de minas por donde debe transitar todo joven poeta, etcétera, pero no lo dejé proseguir y tras aclararle que nunca en mi corta vida había solicitado respeto para mis pobres creaciones volví a formularle la pregunta, esta vez intentando vocalizar con la mayor claridad posible.
—No me vengas con chingaderas, García Madero —dijo Álamo.
—Un rispetto, querido maestro, es un tipo de poesía lírica, amorosa para ser más exactos, semejante al strambotto, que tiene seis u ocho endecasílabos, los cuatro primeros con forma de serventesio y los siguientes construidos en pareados. Por ejemplo... —y ya me disponía a darle uno o dos ejemplos cuando Álamo se levantó de un salto y dio por terminada la discusión. Lo que ocurrió después es brumoso (aunque yo tengo buena memoria): recuerdo la risa de Álamo y las risas de los cuatro o cinco compañeros de taller, posiblemente celebrando un chiste a costa mía.
Otro, en mi lugar, no hubiera vuelto a poner los pies en el taller, pero pese a mis infaustos recuerdos (o a la ausencia de recuerdos, para el caso tan infausta o más que la retención mnemotécnica de éstos) a la semana siguiente estaba allí, puntual como siempre.
Creo que fue el destino el que me hizo volver. Era mi quinta sesión en el taller de Álamo (pero bien pudo ser la octava o la novena, últimamente he notado que el tiempo se pliega o se estira a su arbitrio) y la tensión, la corriente alterna de la tragedia se mascaba en el aire sin que nadie acertara a explicar a qué era debido. Para empezar, estábamos todos, los siete aprendices de poetas inscritos inicialmente, algo que no había sucedido en las sesiones precedentes. También: estábamos nerviosos. El mismo Álamo, de común tan tranquilo, no las tenía todas consigo. Por un momento pensé que tal vez había ocurrido algo en la universidad, una balacera en el campus de la que yo no me hubiera enterado, una huelga sorpresa, el asesinato del decano de la facultad, el secuestro de algún profesor de Filosofía o algo por el estilo. Pero nada de esto había sucedido y la verdad era que nadie tenía motivos para estar nervioso. Al menos, objetivamente nadie tenía motivos. Pero la poesía (la verdadera poesía) es así: se deja presentir, se anuncia en el aire, como los terremotos que según dicen presienten algunos animales especialmente aptos para tal propósito. (Estos animales son las serpientes, los gusanos, las ratas y algunos pájaros.) Lo que sucedió a continuación fue atropellado pero dotado de algo que a riesgo de ser cursi me atrevería a llamar maravilloso. Llegaron dos poetas real visceralistas y Álamo, a regañadientes, nos los presentó aunque sólo a uno de ellos conocía personalmente, al otro lo conocía de oídas o le sonaba su nombre o alguien le había hablado de él, pero igual nos lo presentó.
No sé qué buscaban ellos allí. La visita parecía de naturaleza claramente beligerante, aunque no exenta de un matiz propagandístico y proselitista. Al principio los real visceralistas se mantuvieron callados o discretos. Álamo, a su vez, adoptó una postura diplomática, levemente irónica, de esperar los acontecimientos, pero poco a poco, ante la timidez de los extraños, se fue envalentonando y al cabo de media hora el taller ya era el mismo de siempre. Entonces comenzó la batalla. Los real visceralistas pusieron en entredicho el sistema crítico que manejaba Álamo; éste, a su vez, trató a los real visceralistas de surrealistas de pacotilla y de falsos marxistas, siendo apoyado en el embate por cinco miembros del taller, es decir todos menos un chavo muy delgado que siempre iba con un libro de Lewis Carroll y que casi nunca hablaba, y yo, actitud que con toda franqueza me dejó sorprendido, pues los que apoyaban con tanto ardimiento a Álamo eran los mismos que recibían en actitud estoica sus críticas implacables y que ahora se revelaban (algo que me pareció sorprendente) como sus más fieles defensores. En ese momento decidí poner mi grano de arena y acusé a Álamo de no tener idea de lo que era un rispetto; paladinamente los real visceralistas reconocieron que ellos tampoco sabían lo que era pero mi observación les pareció pertinente y así lo expresaron; uno de ellos me preguntó qué edad tenía, yo dije que diecisiete años e intenté explicar una vez más lo que era un rispetto; Álamo estaba rojo de rabia; los miembros del taller me acusaron de pedante (uno dijo que yo era un academicista); los real visceralistas me defendieron; ya lanzado, le pregunté a Álamo y al taller en general si por lo menos se acordaban de lo que era un nicárqueo o un tetrástico. Y nadie supo responderme.
La discusión no acabó, contra lo que yo esperaba, en una madriza general. Tengo que reconocer que me hubiera encantado. Y aunque uno de los miembros del taller le prometió a Ulises Lima que algún día le iba a romper la cara, al final no pasó nada, quiero decir nada violento, aunque yo reaccioné a la amenaza (que, repito, no iba dirigida contra mí) asegurándole al amenazador que me tenía a su entera disposición en cualquier rincón del campus, en el día y a la hora que quisiera.
El cierre de la velada fue sorprendente. Álamo desafió a Ulises Lima a que leyera uno de sus poemas. Éste no se hizo de rogar y sacó de un bolsillo de la chamarra unos papeles sucios y arrugados. Qué horror, pensé, este pendejo se ha metido él solo en la boca del lobo. Creo que cerré los ojos de pura vergüenza ajena. Hay momentos para recitar poesías y hay momentos para boxear. Para mí aquél era uno de estos últimos. Cerré los ojos, como ya dije, y oí carraspear a Lima. Oí el silencio (si eso es posible, aunque lo dudo) algo incómodo que se fue haciendo a su alrededor. Y finalmente oí su voz que leía el mejor poema que yo jamás había escuchado. Después Arturo Belano se levantó y dijo que andaban buscando poetas que quisieran participar en la revista que los real visceralistas pensaban sacar. A todos les hubiera gustado apuntarse, pero después de la discusión se sentían algo corridos y nadie abrió la boca. Cuando el taller terminó (más tarde de lo usual) me fui con ellos hasta la parada de camiones. Era demasiado tarde. Ya no pasaba ninguno, así que decidimos tomar juntos un pesero hasta Reforma y de allí nos fuimos caminando hasta un bar de la calle Bucareli en donde estuvimos hasta muy tarde hablando de poesía.
En claro no saqué muchas cosas. El nombre del grupo de alguna manera es una broma y de alguna manera es algo completamente en serio. Creo que hace muchos años hubo un grupo vanguardista mexicano llamado los real visceralistas, pero no sé si fueron escritores o pintores o periodistas o revolucionarios. Estuvieron activos, tampoco lo tengo muy claro, en la década de los veinte o de los treinta. Por descontado, nunca había oído hablar de ese grupo, pero esto es achacable a mi ignorancia en asuntos literarios (todos los libros del mundo están esperando a que los lea). Según Arturo Belano, los real visceralistas se perdieron en el desierto de Sonora. Después mencionaron a una tal Cesárea Tinajero o Tinaja, no lo recuerdo, creo que por entonces yo discutía a gritos con un mesero por unas botellas de cerveza, y hablaron de las Poesías del Conde de Lautréamont, algo en las Poesías relacionado con la tal Tinajero, y después Lima hizo una aseveración misteriosa. Según él, los actuales real visceralistas caminaban hacia atrás. ¿Cómo hacia atrás?, pregunté.
—De espaldas, mirando un punto pero alejándonos de él, en línea recta hacia lo desconocido.
Dije que me parecía perfecto caminar de esa manera, aunque en realidad no entendí nada. Bien pensado, es la peor forma de caminar.
Más tarde llegaron otros poetas, algunos real visceralistas, otros no, y la barahúnda se hizo imposible. Por un momento pensé que Belano y Lima se habían olvidado de mí, ocupados en platicar con cuanto personaje estrafalario se acercaba a nuestra mesa, pero cuando empezaba a amanecer me dijeron si quería pertenecer a la pandilla. No dijeron «grupo» o «movimiento», dijeron pandilla y eso me gustó. Por supuesto, dije que sí. Fue muy sencillo. Uno de ellos, Belano, me estrechó la mano, dijo que ya era uno de los suyos y después cantamos una canción ranchera. Eso fue todo. La letra de la canción hablaba de los pueblos perdidos del norte y de los ojos de una mujer. Antes de ponerme a vomitar en la calle les pregunté si ésos eran los ojos de Cesárea Tinajero. Belano y Lima me miraron y dijeron que sin duda yo ya era un real visceralista y que juntos íbamos a cambiar la poesía latinoamericana. A las seis de la mañana tomé otro pesero, esta vez solo, que me trajo hasta la colonia Lindavista, donde vivo. Hoy no fui a la universidad. He pasado todo el día encerrado en mi habitación escribiendo poemas.
4 DE NOVIEMBRE
Volví al bar de la calle Bucareli pero los real visceralistas no han aparecido. Mientras los esperaba me dediqué a leer y a escribir. Los habituales del bar, un grupo de borrachos silenciosos y más bien patibularios, no me quitaron la vista de encima.
Resultado de cinco horas de espera: cuatro cervezas, cuatro tequilas, un plato de sopes que dejé a medias (estaban semipodridos), lectura completa del último libro de poemas de Álamo (que llevé expresamente para burlarme de él con mis nuevos amigos), siete textos escritos a la manera de Ulises Lima (el primero sobre los sopes que olían a ataúd, el segundo sobre la universidad: la veía destruida, el tercero sobre la universidad: yo corría desnudo en medio de una multitud de zombis, el cuarto sobre la luna del DF, el quinto sobre un cantante muerto, el sexto sobre una sociedad secreta que vivía bajo las cloacas de Chapultepec, y el séptimo sobre un libro perdido y sobre la amistad) o más exactamente a la manera del único poema que conozco de Ulises Lima y que no leí sino que escuché, y una sensación física y espiritual de soledad.
Un par de borrachos intentaron meterse conmigo pero pese a mi edad tengo suficiente carácter como para plantarle cara a cualquiera. Una mesera (se llama Brígida, según supe, y decía recordarme de la noche que pasé allí con Belano y Lima) me acarició el pelo. Fue una caricia como al descuido, mientras iba a atender otra mesa. Después se sentó un rato conmigo e insinuó que tenía el pelo demasiado largo. Era simpática pero preferí no contestarle. A las tres de la mañana volví a casa. Los real visceralistas no aparecieron. ¿No los volveré a ver más?
5 DE NOVIEMBRE
Sin noticias de mis amigos. Desde hace dos días no voy a la facultad. Tampoco pienso volver al taller de Álamo. Esta tarde fui otra vez al Encrucijada Veracruzana (el bar de Bucareli) pero ni rastro de los real visceralistas. Es curioso: las mutaciones que sufre un establecimiento de esta naturaleza visitado por la tarde o por la noche e incluso por la mañana. Cualquiera diría que se trata de bares diferentes. Esta tarde el local parecía mucho más cochambroso de lo que en realidad es. Los personajes patibularios de la noche aún no hacen acto de presencia, la clientela es, cómo diría, más huidiza, más transparente, también más pacífica. Tres oficinistas de baja estofa, probablemente funcionarios, completamente borrachos, un vendedor de huevos de caguama con la cestita vacía, dos estudiantes de prepa, un señor canoso sentado a una mesa comiendo enchiladas. Las meseras también son diferentes. A las tres de hoy no las conocía aunque una de ellas se me acercó y me dijo de golpe: tú debes ser el poeta. La afirmación me turbó pero también, debo reconocerlo, me halagó.
—Sí, señorita, soy poeta, ¿pero usted cómo lo sabe?
—Brígida me habló de ti.
¡Brígida, la camarera!
—¿Y qué fue lo que le dijo? —dije sin atreverme todavía a tutearla.
—Pues que escribías unas poesías muy bonitas.
—Eso ella no puede saberlo. Nunca ha leído nada mío —dije ruborizándome un poco pero cada vez más satisfecho del giro que iba tomando la conversación. También pensé que Brígida sí pudo haber leído algunos de mis versos: ¡por encima de mi hombro! Esto ya no me gustó tanto.
La camarera (de nombre Rosario) me preguntó si le podía hacer un favor. Hubiera debido decir «depende», como me ha enseñado (hasta la extenuación) mi tío, pero yo soy así y dije órale, de qué se trata.
—Me gustaría que me hicieras una poesía —dijo.
—Eso está hecho. Cualquier día de éstos te la hago —dije tuteándola por primera vez y ya embalado pidiéndole que me trajera otro tequila.
—Yo te invito la copa —dijo ella—. Pero la poesía me la haces ahora.
Intenté explicarle que un poema no se escribía así como así.
—¿Y a qué se debe tanta prisa?
La explicación que me dio fue un tanto vaga; según parece se trataba de una promesa hecha a la Virgen de Guadalupe, algo relacionado con la salud de alguien, un familiar muy querido y muy añorado que había desaparecido y vuelto a aparecer. ¿Pero qué pintaba un poema en todo eso? Por un instante pensé que había bebido demasiado, que llevaba muchas horas sin comer y que el alcohol y el hambre me estaban desconectando de la realidad. Pero luego pensé que no era para tanto. Precisamente una de las premisas para escribir poesía preconizadas por el realismo visceral, si mal no recuerdo (aunque la verdad es que no pondría la mano en el fuego), era la desconexión transitoria con cierto tipo de realidad. Sea como sea lo cierto es que a aquella hora los clientes en el bar escaseaban, por lo que las otras dos camareras poco a poco se fueron acercando a mi mesa y ahora me hallaba rodeado en una posición aparentemente inocente (realmente inocente) pero que a cualquier espectador no avisado, un policía, por ejemplo, no se lo parecería: un estudiante sentado y tres mujeres de pie a su lado, una de ellas rozando su hombro y brazo izquierdos con su cadera derecha, las otras dos con los muslos pegados al borde de la mesa (borde que seguramente dejaría marcas en esos muslos), sosteniendo una inocente conversación literaria pero que, vista desde la puerta, podría parecer cualquier otra cosa. Por ejemplo: un proxeneta en plena plática con sus pupilas. Por ejemplo: un estudiante rijoso que no se deja seducir.
Decidí cortar por lo sano. Me levanté como pude, pagué, dejé un cariñoso saludo para Brígida y me fui. En la calle el sol me cegó durante unos segundos.
6 DE NOVIEMBRE
Hoy tampoco he ido a la facultad. Me levanté temprano, tomé el camión con destino a la UNAM, pero me bajé antes y dediqué gran parte de la mañana a vagar por el centro. Primero entré en la Librería del Sótano y me compré un libro de Pierre Louys, después crucé Juárez, compré una torta de jamón y me fui a leer y a comer sentado en un banco de la Alameda. La historia de Louys, pero sobre todo las ilustraciones, me provocaron una erección de caballo. Intenté ponerme de pie y marcharme, pero con la verga en ese estado era imposible caminar sin provocar las miradas y el consiguiente escándalo no ya sólo de las viandantes sino de los peatones en general. Así que me volví a sentar, cerré el libro y me limpié de migas la chamarra y el pantalón. Durante mucho rato estuve mirando algo que me pareció una ardilla y que se desplazaba sigilosamente por las ramas de un árbol. Al cabo de diez minutos (aproximadamente) me di cuenta que no se trataba de una ardilla sino de una rata. ¡Una rata enorme! El descubrimiento me llenó de tristeza. Ahí estaba yo, sin poder moverme, y a veinte metros, bien agarrada a una rama, una rata exploradora y hambrienta en busca de huevos de pájaros o de migas arrastradas por el viento hasta la copa de los árboles (dudoso) o de lo que fuere. La congoja me subió hasta el cuello y tuve náuseas. Antes de vomitar me levanté y salí corriendo. Al cabo de cinco minutos a buen paso la erección había desaparecido.
Por la noche estuve en la calle Corazón (paralela a mi calle) viendo un partido de fútbol. Los que jugaban eran mis amigos de infancia, aunque decir amigos de infancia tal vez sea excesivo. La mayoría todavía está en prepa y otros han dejado de estudiar y trabajan con sus padres o no hacen nada. Desde que yo entré en la universidad el foso que nos separaba se agrandó de golpe y ahora somos como de dos planetas distintos. Pedí que me dejaran jugar. La iluminación en la calle Corazón no es muy buena y la pelota apenas se veía. Además, cada cierto tiempo pasaban automóviles y teníamos que parar. Recibí dos patadas y un pelotazo en la cara. Suficiente. Leeré un poco más a Pierre Louys y después apagaré la luz.
7 DE NOVIEMBRE
La Ciudad de México tiene catorce millones de habitantes. No volveré a ver a los real visceralistas. Tampoco volveré a la facultad ni al taller de Álamo. Ya veremos cómo me las arreglo con mis tíos. He terminado el libro de Louys, Afrodita, y ahora estoy leyendo a los poetas mexicanos muertos, mis futuros colegas.
8 DE NOVIEMBRE
He descubierto un poema maravilloso. De su autor, Efrén Rebolledo (1877-1929), nunca me dijeron nada en mis clases de literatura. Lo transcribo:
El vampiro
Ruedan tus rizos lóbregos y gruesos
por tus cándidas formas como un río,
y esparzo en su raudal, crespo y sombrío,
las rosas encendidas de mis besos.
En tanto que descojo los espesos
anillos, siento el roce leve y frío
de tu mano, y un largo calosfrío
me recorre y penetra hasta los huesos.
Tus pupilas caóticas y hurañas
destellan cuando escuchan el suspiro
que sale desgarrando las entrañas,
y mientras yo agonizo, tú sedienta,
finges un negro y pertinaz vampiro
que de mi sangre ardiente se sustenta.
La primera vez que lo leí (hace unas horas) no pude evitar encerrarme con llave en mi cuarto y proceder a masturbarme mientras lo recitaba una, dos, tres, hasta diez o quince veces, imaginando a Rosario, la camarera, a cuatro patas encima de mí, pidiéndome que le escribiera un poema para ese ser querido y añorado o rogándome que la clavara sobre la cama con mi verga ardiente.
Ya aliviado, he tenido ocasión de reflexionar sobre el poema.
El «raudal crespo y sombrío» no ofrece, creo, ninguna duda de interpretación. No sucede lo mismo con el primer verso de la segunda cuarteta: «en tanto que descojo los espesos anillos», que bien pudiera referirse al «raudal crespo y sombrío» uno a uno estirado o desenredado, pero en donde el verbo «descoger» tal vez oculte un significado distinto.
«Los espesos anillos» tampoco están muy claros. ¿Son los rizos del vello púbico, los rizos de la cabellera del vampiro o son diferentes entradas al cuerpo humano? En una palabra, ¿la está sodomizando? Creo que la lectura de Pierre Louys aún gravita en mi ánimo.
9 DE NOVIEMBRE
He decidido volver al Encrucijada Veracruzana, no porque espere encontrar a los real visceralistas sino por ver una vez más a Rosario. Le he escrito unos versitos. Hablo de sus ojos y del interminable horizonte mexicano, de las iglesias abandonadas y de los espejismos de los caminos que conducen a la frontera. No sé por qué, creo que Rosario es de Veracruz o de Tabasco, incluso puede que de Yucatán. Acaso lo mencionó ella. Puede que sólo sea imaginación mía. Tal vez la confusión esté propiciada por el nombre del bar y Rosario no sea ni veracruzana ni yucateca sino del DF. En todo caso, he creído que unos versos que evoquen tierras diametralmente distintas de las suyas (en el supuesto de que sea veracruzana, algo de lo que estoy cada vez más dudoso) resultarán más prometedores, al menos en lo que a mis intenciones respecta. Después pasará lo que tenga que pasar.
Esta mañana he deambulado por los alrededores de La Villa pensando en mi vida. El futuro no se presenta muy brillante, máxime si continúo faltando a clases. Sin embargo lo que me preocupa de verdad es mi educación sexual. No puedo pasarme la vida haciéndome pajas. (También me preocupa mi educación poética, pero es mejor no enfrentarse a más de un problema a la vez.) ¿Tendrá novio Rosario? ¿Si tiene novio, será un tipo celoso y posesivo? Es demasiado joven para estar casada, pero tampoco puedo descartar esa posibilidad. Creo que le gusto, eso resulta evidente.
10 DE NOVIEMBRE
Encontré a los real visceralistas. Rosario es de Veracruz. Todos los real visceralistas me dieron sus respectivas direcciones y yo a todos les di la mía. Las reuniones se celebran en el café Quito, en Bucareli, un poco más arriba del Encrucijada, y en la casa de María Font, en la colonia Condesa, o en la casa de la pintora Catalina O’Hara, en la colonia Coyoacán. (María Font, Catalina O’Hara, esos nombres evocan algo en mí, aunque todavía no sé qué.)
Por lo demás todo terminó bien, aunque estuvo a punto de acabar en tragedia.
Las cosas sucedieron así: llegué a eso de las ocho de la noche al Encrucijada. El bar estaba lleno y la concurrencia no podía ser más miserable y patibularia. En un rincón incluso había un ciego que tocaba el acordeón y cantaba. Pero yo no me arredré y me acodé en el primer hueco que vi en la barra. Rosario no estaba. Se lo pregunté a la camarera que me atendió y ésta me trató de veleta, de caprichoso y de presumido. Con una sonrisa, eso sí, como si no le pareciera mal del todo. Francamente no entendí qué quería decir. Después le pregunté de dónde era Rosario y me dijo que de Veracruz. También le pregunté de dónde era ella. Del mero DF, dijo. ¿Y tú? Yo soy el jinete de Sonora, le dije de golpe y sin venir a cuento. En realidad nunca he estado en Sonora. Ella se rio y así hubiéramos podido seguir de plática durante un buen rato, pero se tuvo que ir a atender una mesa. Brígida, en cambio, sí que estaba y cuando ya iba por mi segundo tequila se acercó y me preguntó qué pasaba. Brígida es una mujer de rostro ceñudo, melancólico, ofendido. La imagen que tenía de ella era distinta, pero aquella vez estaba borracho y ahora no. Le dije qué hubo, Brígida, tantos años. Intentaba dar una impresión de desenvoltura, incluso de alegría, aunque no puedo decir que me hallara alegre. Brígida me cogió una mano y se la llevó al corazón. Al principio di un salto y mi primera intención fue apartarme de la barra, tal vez salir corriendo del bar, pero me aguanté.
—¿Lo sientes? —dijo.
—¿Qué?
—Mi corazón, pendejo, ¿no lo sientes latir?
Con las yemas de los dedos exploré la superficie que se me ofrecía: la blusa de lino y los pechos de Brígida enmarcados por un sostén que adiviné muy pequeño para contenerlos. Pero ni rastro de latidos.
—No siento nada —dije con una sonrisa.
—Mi corazón, buey, ¿no lo escuchas latir, no sientes cómo se rompe de a poco?
—Oye, perdona, no escucho nada.
—Cómo vas a escuchar con la mano, cabrón, sólo te pido que sientas. ¿No sienten nada tus dedos?
—La verdad... no.
—Tienes la mano helada —dijo Brígida—. Qué dedos más bonitos, cómo se nota que no has tenido que trabajar nunca.
Me sentí mirado, estudiado, taladrado. A los borrachines patibularios que estaban en la barra les había interesado la última observación de Brígida. Preferí de momento no enfrentarme a ellos y declaré que se equivocaba, que por supuesto tenía que trabajar para pagarme los estudios. Brígida ahora aprisionaba mi mano como si estuviera leyendo las líneas de mi destino. Eso me interesó y me despreocupé de los potenciales espectadores.
—No seas víbora —dijo—. Conmigo no necesitas mentir, te conozco. Eres un hijito de papá, pero tienes grandes ambiciones. Y tienes suerte. Llegarás a donde te propongas. Aunque aquí veo que te extraviarás varias veces, por culpa tuya, porque no sabes lo que quieres. Necesitas una piel que esté contigo en las buenas y en las malas. ¿Me equivoco?
—No, perfecto, sigue, sigue.
—Aquí no —dijo Brígida—. Estos mamones chismosos no tienen por qué enterarse de tu destino, ¿verdad?
Por primera vez me atreví a mirar abiertamente a los lados. Cuatro o cinco borrachines patibularios seguían con atención las palabras de Brígida, uno incluso contemplaba mi mano con fijeza sobrenatural, como si se tratara de su propia mano. Les sonreí a todos, no fuera a ser que se enfadaran, dándoles a entender de esa manera que yo no tenía nada que ver en ese asunto. Brígida me pellizcó el dorso. Tenía los ojos ardientes, como si estuviera a punto de iniciar una pelea o de echarse a llorar.
—Aquí no podemos hablar, sígueme.
La vi cuchichear con una de las meseras y luego me hizo una seña. El Encrucijada Veracruzana estaba lleno y sobre las cabezas de los parroquianos se elevaba una nube de humo y la música de acordeón del ciego. Miré la hora, eran casi las doce, el tiempo, pensé, se había ido volando.
La seguí.
Nos metimos en una especie de bodega y cuarto trastero estrecho y alargado en donde se apilaban las cajas de botellas y los implementos de limpieza del bar (detergentes, escobas, lejía, un utensilio de goma para limpiar los cristales, una colección de guantes de plástico). Al fondo, una mesa y dos sillas. Brígida me indicó una. Me senté. La mesa era redonda y su superficie estaba cubierta de muescas y nombres, la mayoría ininteligibles. La camarera permaneció de pie, a pocos centímetros de mí, vigilante como una diosa o como un ave de rapiña. Tal vez esperaba a que yo le pidiera que se sentara. Conmovido por su timidez, así lo hice. Para mi sorpresa, procedió a sentarse sobre mis rodillas. La situación era incómoda y sin embargo a los pocos segundos noté con espanto que mi naturaleza, divorciada de mi intelecto, de mi alma, incluso de mis peores deseos, endurecía mi verga hasta un límite imposible de disimular. Brígida seguramente se apercibió de mi estado pues se levantó y, tras volver a estudiarme desde lo alto, me propuso un guagüis.
—Qué... —dije.
—Un guagüis, ¿quieres que te haga un guagüis?
La miré sin comprender, aunque como un nadador solitario y exhausto la verdad poco a poco se fue abriendo paso en el mar negro de mi ignorancia. Ella me devolvió la mirada. Tenía los ojos duros y planos. Y una característica que la distinguía de entre todos los seres humanos que yo hasta entonces conocía: miraba siempre (en cualquier lugar, en cualquier situación, pasara lo que pasara) a los ojos. La mirada de Brígida, decidí entonces, podía ser insoportable.
—No sé de qué hablas —dije.
—De mamártela, mi vida.
No tuve tiempo para responder y tal vez fue mejor así. Brígida, sin dejar de mirarme, se arrodilló, me abrió la cremallera y se metió mi verga en la boca. Primero el glande, al que propinó varios mordisquitos que no por leves fueron menos inquietantes y después el pene entero sin dar muestras de atragantarse. Al mismo tiempo, con su mano derecha fue recorriendo mi bajo vientre, mi estómago y mi pecho dándome a intervalos regulares unos pescozones cuyos morados aún conservo. El dolor que sentí probablemente contribuyó a hacer más singular mi placer pero al mismo tiempo evitó que me viniera. De tanto en tanto Brígida levantaba los ojos de su trabajo, sin por ello soltar mi miembro viril, y buscaba mis ojos. Yo entonces cerraba los míos y recitaba mentalmente versos sueltos del poema «El vampiro» que más tarde, repasando el incidente, resultaron no ser en absoluto versos sueltos del poema «El vampiro» sino una mezcla diabólica de poesías de origen vario, frases proféticas de mi tío, recuerdos infantiles, rostros de actrices adoradas en mi pubertad (la cara de Angélica María, por ejemplo, en blanco y negro), paisajes que giraban como arrastrados por un torbellino. Al principio intenté defenderme de los pescozones, pero al comprobar la inutilidad de mis esfuerzos dediqué mis manos a la cabellera de Brígida (teñida de color castaño claro y no muy limpia, según pude comprobar) y a sus orejas, pequeñas y carnosas, aunque de una dureza casi sobrenatural, como si en ellas no hubiera ni un solo gramo de carne o grasa, sólo cartílago, plástico, no, metal apenas reblandecido, en donde colgaban dos grandes aros de plata falsa.
Cuando el desenlace era inminente y yo, ante la conveniencia de no gemir, alzaba mis puños y amenazaba a un ser invisible que reptaba por las paredes de la bodega, la puerta se abrió de golpe (pero sin ruido), apareció la cabeza de una camarera y de sus labios salió una escueta advertencia:
—Aguas.
Brígida cesó de inmediato en su cometido. Se levantó, me miró a los ojos con una expresión de quebranto y después, tironeándome del saco, me llevó hasta una puerta que yo hasta entonces no había advertido.
—Hasta otra, mi vida —dijo con una voz mucho más ronca de lo usual mientras me empujaba al otro lado.
De golpe y porrazo me encontré en los servicios del Encrucijada Veracruzana, una habitación rectangular, larga, estrecha y lóbrega.
Caminé unos pasos a la deriva, aún aturdido por la celeridad de los hechos que acababan de ocurrir. Olía a desinfectante y el suelo estaba húmedo, en algunos tramos encharcado. La iluminación era escasa, por no decir nula. En medio de dos lavamanos desportillados vi un espejo; me miré de reojo; el azogue correspondió con una imagen que me erizó los pelos. En silencio, procurando no chapotear sobre el suelo por el que fluía, lo vi en ese momento, un delgado río procedente de uno de los retretes, me volví a acercar al espejo picado por la curiosidad. Éste me devolvió un rostro cuneiforme, de color rojo oscuro, perlado de sudor. Di un salto hacia atrás y estuve a punto de caerme. En uno de los excusados había alguien. Lo sentí rezongar, maldecir. Un borrachín patibulario, sin duda. Entonces alguien me llamó por mi nombre:
—Poeta García Madero.
Vi dos sombras junto a los urinarios. Estaban envueltas en una nube de humo. ¿Dos maricones, pensé, dos maricones que conocen mi nombre?
—Poeta García Madero, acérquese, hombre.
Aunque lo que la lógica y la prudencia me indicaban era que buscara la puerta de salida y sin más dilación me marchara del Encrucijada, lo que hice fue dar dos pasos en dirección a la humareda. Dos pares de ojos brillantes, como de lobos en medio de un vendaval (licencia poética, pues yo nunca he visto lobos; vendavales sí, y no se ajustan demasiado a la estola de humo que envolvía a los dos tipos) me observaron. Los escuché reír. Ji ji ji. Olía a marihuana. Me tranquilicé.
—Poeta García Madero, le cuelga el aparato.
—¿Qué?
—Ji ji ji.
—El pene... Lo llevas colgando.
Manoteé mi bragueta. Efectivamente, con las prisas y el susto no había acertado a guardarme el pajarito. Enrojecí, pensé en mentarles la madre pero me contuve, alisé mis pantalones y di un paso en dirección a ellos. Me parecieron conocidos e intenté penetrar la oscuridad que los envolvía y descifrar sus rostros. Fue en vano.
Entonces una mano y después un brazo surgieron del huevo de humo que los protegía y me ofrecieron la bacha de marihuana.
—No fumo —dije.
—Es mota, poeta García Madero. Golden Acapulco.
Negué con la cabeza.
—No me gusta —dije.
El ruido proveniente de la habitación de al lado me sobresaltó. Alguien levantaba la voz. Un hombre. Después alguien gritaba. Una mujer. Brígida. Imaginé que el dueño del bar le estaría pegando y quise acudir en su defensa, aunque la verdad es que Brígida no me importaba mucho (en realidad, no me importaba nada). Cuando estaba a punto de dar media vuelta en dirección a la bodega las manos de los desconocidos me sujetaron. Entonces vi salir sus rostros de la humareda. Eran Ulises Lima y Arturo Belano.
Di un suspiro de alivio, casi aplaudí, les dije que los había estado buscando durante muchos días y luego hice otro intento de acudir en ayuda de la mujer que gritaba, pero no me dejaron.
—No te metas en problemas, esos dos siempre están así —dijo Belano.
—¿Quiénes dos?
—La mesera y su patrón.
—Pero le está pegando —dije, y en efecto, el sonido de las bofetadas ahora era claramente audible—. Eso no lo podemos permitir.
—Ah, qué poeta García Madero —dijo Ulises Lima.
—No lo podemos permitir, pero a veces los ruidos nos engañan. Hágame caso y confíe en mí —dijo Belano.
Tuve la impresión de que sabían muchas cosas del Encrucijada y hubiera querido hacerles algunas preguntas al respecto, pero no lo hice por no parecer indiscreto.
Al salir de los lavabos la luz del bar me hirió los ojos. Todo el mundo hablaba a gritos. Otros cantaban siguiendo la melodía del ciego, un bolero o eso me pareció, que hablaba de un amor desesperado, un amor que los años no podían aplacar, aunque sí volver más indigno, más innoble, más atroz. Lima y Belano llevaban tres libros cada uno y parecían estudiantes como yo. Antes de salir nos acercamos a la barra, hombro con hombro, pedimos tres tequilas que nos tomamos de un solo trago y luego salimos riéndonos a la calle. Al abandonar el Encrucijada miré hacia atrás por última vez con la vana esperanza de ver aparecer a Brígida en la puerta de la bodega, pero no la vi.
Los libros que llevaba Ulises Lima eran:
Manifeste électrique aux paupières de jupes, de Michel Bulteau, Matthieu Messagier, Jean-Jacques Faussot, Jean-Jacques N’Guyen That, Gyl Bert-Ram-Soutrenom F. M., entre otros poetas del Movimiento Eléctrico, nuestros pares de Francia (supongo).
Sang de satin, de Michel Bulteau.
Nord d’été naître opaque, de Matthieu Messagier.
Los libros que llevaba Arturo Belano eran:
Le parfait criminel, de Alain Jouffroy.
Le pays où tout est permis, de Sophie Podolski.
Cent mille milliards de poèmes, de Raymond Queneau. (Este último estaba fotocopiado y los cortes horizontales que exhibía la fotocopia más el desgaste propio de un libro manoseado en exceso, lo convertían en una especie de asombrada flor de papel, con los pétalos erizados hacia los cuatro puntos cardinales.)
Más tarde nos encontramos con Ernesto San Epifanio, que también llevaba tres libros. Le pedí que me los dejara anotar. Eran éstos:
Little Johnny’s Confession, de Brian Patten.
Tonight at Noon, de Adrian Henri.
The Lost Fire Brigade, de Spike Hawkins.
11 DE NOVIEMBRE
Ulises Lima vive en un cuarto de azotea de la calle Anáhuac, cerca de Insurgentes. El habitáculo es pequeño, tres metros de largo por dos y medio de ancho y los libros se acumulan por todas partes. Por la única ventana, diminuta como un ojo de buey, se ven las azoteas vecinas en donde, según dice Ulises Lima que dice Monsiváis, se celebran todavía sacrificios humanos. En el cuarto sólo hay un colchón en el suelo, que Lima enrolla por el día o cuando recibe visitas y utiliza como sofá; también hay una mesa minúscula cuya superficie cubre del todo su máquina de escribir y una única silla. Los visitantes, obviamente, deben sentarse en el colchón o en el suelo o permanecer de pie. Hoy éramos cinco: Lima, Belano, Rafael Barrios y Jacinto Requena, y la silla la ocupó Belano, el colchón Barrios y Requena, Lima se mantuvo de pie todo el rato (incluso a veces dando vueltas por su cuarto) y yo me senté en el suelo.
Hablamos de poesía. Nadie ha leído ningún poema mío y sin embargo todos me tratan como a un real visceralista más. ¡La camaradería es espontánea y magnífica!
A eso de las nueve de la noche apareció Felipe Müller, que tiene dieciocho años y que por lo tanto, hasta mi irrupción, era el más joven del grupo. Luego salimos todos a cenar a un café chino y estuvimos hasta las tres de la mañana caminando y hablando de literatura. Coincidimos plenamente en que hay que cambiar la poesía mexicana. Nuestra situación (según me pareció entender) es insostenible, entre el imperio de Octavio Paz y el imperio de Pablo Neruda. Es decir: entre la espada y la pared.
Les pregunté dónde podía comprar los libros que ellos llevaban la otra noche. La respuesta no me sorprendió: los roban en la Librería Francesa de la Zona Rosa y en la librería Baudelaire, de la calle General Martínez, cerca de la calle Horacio, en la Polanco. También quise saber algo acerca de los autores y entre todos (lo que lee un real visceralista es leído acto seguido por los demás) me instruyeron sobre la vida y la obra de los eléctricos, de Raymond Queneau, de Sophie Podolski, de Alain Jouffroy.
Felipe Müller me preguntó, tal vez un poco picado, si sabía francés. Le contesté que con un diccionario me las podía arreglar. Más tarde le hice la misma pregunta. ¿Tú sí que sabes francés, mano? Su respuesta fue negativa.
12 DE NOVIEMBRE
Encuentro en el café Quito con Jacinto Requena, Rafael Barrios y Pancho Rodríguez. Los vi llegar a eso de las nueve de la noche y les hice una seña desde mi mesa en la cual llevaba unas tres horas provechosamente invertidas en la escritura y en la lectura. Me presentan a Pancho Rodríguez. Es tan bajito como Barrios, pero con cara de niño de doce años aunque en realidad tiene veintidós. Casi a la fuerza, simpatizamos. Pancho Rodríguez habla hasta por los codos. Gracias a él me entero de que antes de la llegada de Belano y Müller (que aparecieron en el DF después del golpe de Pinochet y por lo tanto son ajenos al grupo primigenio), Ulises Lima había sacado una revista con poemas de María Font, de Angélica Font, de Laura Damián, de Barrios, de San Epifanio, de un tal Marcelo Robles (del que no he oído hablar) y de los hermanos Rodríguez, Pancho y Moctezuma. Según Pancho, uno de los dos mejores poetas jóvenes mexicanos es él, el otro es Ulises Lima, de quien se declara su mejor amigo. La revista (dos números, ambos de 1974) se llamaba Lee Harvey Oswald y la financió íntegramente Lima. Requena (que aún no pertenecía al grupo) y Barrios corroboran las palabras de Pancho Rodríguez. Allí estaba la simiente del realismo visceral, dice Barrios. Pancho Rodríguez no es de la misma opinión. Según él, Lee Harvey Oswald debió continuar, la cortaron justo en el mejor momento, cuando la gente empezaba a conocernos, dice. ¿Qué gente? Pues los otros poetas, claro, los estudiantes de Filosofía y Letras, las chavitas que escribían poesía y que acudían semanalmente a los cien talleres abiertos como flores en el DF. Barrios y Requena no están de acuerdo, aunque hablan con nostalgia de la revista.
—¿Hay muchas poetisas?
—Decirles poetisas queda un poco gacho —dijo Pancho.
—Se les dice poetas —dijo Barrios.
—¿Pero hay muchas?
—Como nunca antes en la historia de México —dijo Pancho—. Levantas una piedra y encuentras a una chava escribiendo de sus cositas.
—¿Y cómo Lima fue capaz de financiar él solo Lee Harvey Oswald? —pregunté.
Me pareció prudente no insistir por el momento en el tema poetisas.
—Ah, poeta García Madero, un tipo como Ulises Lima es capaz de hacer cualquier cosa por la poesía —dijo Barrios soñadoramente.
Después hablamos sobre el nombre de la revista, que a mí me pareció genial.
—A ver si lo he entendido. Los poetas, según Ulises Lima, son como Lee Harvey Oswald. ¿Es así?
—Más o menos —dijo Pancho Rodríguez—. Yo le sugerí que le pusiera Los Bastardos de Sor Juana, que suena más mexicano, pero nuestro carnal se muere por las historias de los gringos.
—En realidad Ulises creía que ya existía una editorial que se llamaba así, pero estaba equivocado y cuando se dio cuenta de su error decidió ponerle a su revista ese nombre —dijo Barrios.
—¿Qué editorial?
—La P.-J. Oswald, de París, la que publicó un libro de Matthieu Messagier.
—Y el cabrón de Ulises pensaba que la editorial francesa se llamaba Oswald por el asesino. Pero ésta era la Pe Jota Oswald y no la Ele Hache Oswald y un día se dio cuenta y entonces decidió apropiarse del nombre.
—El nombre del francés debe ser Pierre-Jacques —dijo Requena.
—O Paul-Jean Oswald.
—¿Su familia tiene dinero? —pregunté.
—No, la familia de Ulises no tiene dinero —dijo Requena—. En realidad, su familia es su madre, ¿no? Yo al menos no conozco a nadie más.
—Yo conozco a toda su familia —dijo Pancho—. Yo conocí a Ulises Lima mucho antes que todos ustedes, mucho antes que Belano, y su mamá es su única familia. Y les aseguro que no tiene luz.
—¿Y cómo pudo financiar dos números de una revista?
—Vendiendo mota —dijo Pancho. Los otros dos se quedaron callados, pero no lo desmintieron.
—No me lo puedo creer —dije.
—Pues es así. La luz viene de la marihuana.
—Carajo.
—La va a buscar a Acapulco y luego la reparte entre sus clientes del DF.
—Cállate, Pancho —dijo Barrios.
—¿Por qué me voy a callar? ¿Que el chavo este no es un chingado real visceralista? ¿Por qué me voy a callar, entonces?
13 DE NOVIEMBRE
Hoy he seguido a Lima y a Belano durante todo el día. Hemos caminado, hemos tomado el metro, camiones, un pesero, hemos vuelto a caminar y durante todo el rato no hemos dejado de hablar. De vez en cuando ellos se detenían y entraban en casas particulares y yo entonces me tenía que quedar en la calle esperándolos. Cuando les pregunté qué era lo que hacían me dijeron que llevaban a cabo una investigación. Pero a mí me parece que reparten marihuana a domicilio. Durante el trayecto les leí los últimos poemas que he escrito, unos once o doce, y creo que les gustaron.
14 DE NOVIEMBRE
Hoy fui con Pancho Rodríguez a casa de las hermanas Font.
Llevaba unas cuatro horas en el café Quito, ya había ingerido tres cafés con leche y mi entusiasmo por la lectura y la escritura comenzaba a languidecer cuando apareció Pancho y me pidió que lo acompañara. Accedí encantado.
Las Font viven en la colonia Condesa, en una elegante y bonita casa de dos pisos con jardín y patio trasero de la calle Colima. El jardín no es nada del otro mundo, hay un par de árboles raquíticos y el césped no está bien cortado, pero el patio trasero es otra cosa: los árboles allí son grandes, hay plantas enormes, de hojas de un verde tan intenso que parecen negras, una pileta cubierta de enredaderas (en la pileta, no me atrevo a llamarla fuente, no hay peces pero sí un submarino a pilas, propiedad de Jorgito Font, el hermano menor) y una casita completamente independiente de la casa grande, que en otro tiempo probablemente hizo las veces de cochera o de establo y que actualmente comparten las hermanas Font.
Antes de llegar Pancho me puso sobre aviso:
—El papá de Angélica está un poco chalado. Si ves algo raro no te asustes, tú haz lo mismo que hago yo y como si lloviera. Si se pone pesado, lo abaratamos y ya está.
—¿Lo abaratamos? —dije sin saber muy bien qué era lo que me proponía—. ¿Entre tú y yo? ¿En su propia casa?
—Su mujer nos quedaría eternamente agradecida. El tipo está completamente tocadiscos. Hace cosa de un año ya se pasó una temporadita en la casa de la risa. Pero eso no se lo digas a las Font, al menos no les digas que yo te lo dije.
—Así que el tipo está loco —dije yo.
—Loco y arruinado. Hasta hace poco tenían dos coches, tres sirvientas y daban fiestas por todo lo alto. Pero no sé qué cables se le cruzaron al pobre diablo y un día perdió la chaveta. Ahora está en la ruina.
—Pero mantener esta casa debe costar dinero.
—Es de propiedad y es lo único que les queda.
—¿Qué hacía el señor Font antes de enloquecer? —pregunté.
—Era arquitecto, pero muy malo. Él fue el que diagramó los dos números de Lee Harvey Oswald.
—Carajo.
Cuando tocamos el timbre salió a abrirnos un tipo calvo, de bigotes y con pinta de desquiciado.
—Es el padre de Angélica —me susurró Pancho.
—Me lo imagino —dije.
El tipo se acercó a la puerta de calle a grandes zancadas, nos miró con una mirada que expelía odio concentrado y yo me alegré de estar al otro lado de la reja. Tras dudar unos segundos, como si no supiera qué hacer, abrió la puerta y se abalanzó hacia nosotros. Yo di un salto hacia atrás pero Pancho extendió los brazos y lo saludó efusivamente. El hombre entonces se detuvo y extendió una mano vacilante antes de franquearnos la entrada. Pancho echó a andar rápidamente hacia la parte trasera de la casa y yo lo seguí. El padre de las Font volvió a la casa grande hablando solo. Mientras nos internábamos por un pasillo lleno de flores que comunicaba exteriormente el jardín delantero con el trasero Pancho me explicó que otro de los motivos de desasosiego del pobre señor Font era su hija Angélica:
—María ya perdió la virginidad —dijo Pancho—, pero Angélica todavía no, aunque está a punto, y el viejo lo sabe y eso lo enloquece.
—¿Cómo lo sabe?
—Misterios de la paternidad, supongo. El caso es que se lo pasa todo el día pensando en quién será el gandalla que desvirgue a su hija y eso resulta excesivo para un hombre solo. Yo en el fondo lo entiendo, si estuviera en su lugar me pasaría lo mismo.
—¿Pero tiene a alguien en mente o sospecha de todos?
—Sospecha de todos, por supuesto, aunque hay dos o tres descartados: los jotos y su hermana. El viejo no es tonto.
No entendí nada.
—El año pasado Angélica ganó el premio de poesía Laura Damián, ¿te das cuenta?, con sólo dieciséis años.
En mi vida había oído hablar de ese premio. Según me contó Pancho después, Laura Damián era una poetisa que murió antes de cumplir los veinte años, en 1972, y sus padres instauraron el premio en su memoria. Según Pancho el premio Laura Damián era uno de los más apreciados por la gente especial del DF. Lo miré como preguntándole con los ojos qué clase de imbécil eres tú, pero Pancho, tal como esperaba, no se dio por aludido. Después levanté la vista al cielo y creí notar que una cortina se movía en una de las ventanas del segundo piso. Tal vez sólo fuera una corriente de aire, pero no dejé de sentirme observado hasta que traspuse el umbral de la casita de las hermanas Font.
Allí sólo estaba María.
María es alta, morena, de pelo negro y muy lacio, nariz recta (absolutamente recta) y labios finos. Parece de buen carácter aunque no es difícil adivinar que sus enfados pueden ser prolongados y terribles. La encontramos de pie en medio de la habitación, ensayando pasos de danza, leyendo a Sor Juana Inés de la Cruz, escuchando un disco de Billie Holiday y pintando con aire distraído una acuarela en donde aparecen dos mujeres con las manos entrelazadas, a los pies de un volcán, rodeadas de riachuelos de lava. Su recibimiento es frío al principio, como si la presencia de Pancho le resultara molesta pero la tolerara por respeto a su hermana y porque en equidad la casita del patio no es sólo suya sino de ambas. A mí ni me mira.
Para colmo me permito hacer una observación un tanto banal acerca de Sor Juana, lo que la predispone aún más en mi contra (un albur nada oportuno sobre los archifamosos versos: Hombres necios que acusáis / a la mujer sin razón, / sin ver que sois la ocasión / de lo mismo que culpáis y que luego intenté vanamente remediar recitando aquellos de Detente, sombra de mi bien esquivo, / imagen del hechizo que más quiero, / bella ilusión por quien alegre muero, / dulce ficción por quien penosa vivo).
Así que de pronto allí estábamos los tres, sumidos en un silencio tímido u hosco, depende, y María Font ni siquiera nos miraba aunque yo de vez en cuando la miraba a ella o miraba su acuarela (o mejor dicho la espiaba a ella y espiaba su acuarela) y Pancho Rodríguez, a quien la hostilidad de María o de su padre parecía no importarle nada, miraba los libros silbando una canción que por lo que pude escuchar nada tenía que ver con lo que estaba cantando Billie Holiday, hasta que por fin apareció Angélica y entonces comprendí a Pancho (¡él era uno de los que pretendía desvirgar a Angélica!) y casi comprendí al padre de las Font, aunque para mí, debo admitirlo francamente, la virginidad no tiene ninguna importancia (yo mismo, sin ir más lejos, soy virgen. A menos que considere la fellatio interrumpida de Brígida como un desvirgamiento. ¿Pero eso es hacer el amor con una mujer? ¿No tendría simultáneamente que haberle lamido el sexo para considerar que en efecto hicimos el amor? ¿Para que un hombre deje de ser virgen debe introducir su verga en la vagina de una mujer y no en su boca o en su culo o en su axila? ¿Para considerar que de verdad he hecho el amor debo previamente eyacular? Todo esto es complicado).
Pero a lo que iba. Apareció Angélica y a juzgar por la manera en que saludó a Pancho quedó claro, al menos para mí, que éste tenía ciertas posibilidades sentimentales con la poetisa laureada. Fui presentado fugazmente y dejado otra vez de lado.
Entre ambos desplegaron un biombo que dividía la habitación en dos y luego se sentaron en la cama y los oí hablar en susurros.
Me acerqué a María e hice unas cuantas observaciones sobre la calidad de su acuarela. Ni siquiera me miró. Opté por otra táctica: hablé del realismo visceral y de Ulises Lima y Arturo Belano. Consideré asimismo (intrépidamente: los susurros al otro lado del biombo me ponían cada vez más nervioso) como una obra real visceralista la acuarela que tenía ante mis ojos. María Font me miró por primera vez y sonrió:
—Me importan un carajo los real visceralistas.
—Pero yo pensé que tú formabas parte del grupo, quiero decir del movimiento.
—Ni loca... Si al menos hubieran buscado un nombre menos asqueroso... Soy vegetariana. Todo lo que suene a vísceras me produce náuseas.
—¿Qué nombre le hubieras puesto tú?
—Ay, no sé. Sección Surrealista Mexicana, tal vez.
—Creo que ya existe una Sección Surrealista Mexicana en Cuernavaca. Además lo que nosotros pretendemos es crear un movimiento a escala latinoamericana.
—¿A escala latinoamericana? No me hagas reír.
—Bueno, a largo plazo eso es lo que queremos, si no he entendido mal.
—¿Y tú de dónde has salido?
—Soy amigo de Lima y Belano.
—¿Y cómo es que nunca te he visto por aquí?
—Es que los conocí hace poco...
—Tú eres el chavo del taller de Álamo, ¿verdad?
Enrojecí, la verdad es que no sé por qué. Admití que allí nos conocimos.
—Así que ya existe una Sección Surrealista Mexicana en Cuernavaca —dijo María pensativamente—. Tal vez debería irme a vivir a Cuernavaca.
—Lo leí en el Excélsior. Son unos viejitos que se dedican a pintar. Un grupo de turistas, creo.
—En Cuernavaca vive Leonora Carrington —dijo María—. ¿No te estarás refiriendo a ella?
—Nooo —dije. No tengo idea de quién es Leonora Carrington.
Oímos entonces un gemido. No era de placer, eso lo supe en el acto, sino de dolor. Caí entonces en la cuenta de que desde hacía un rato no se oía nada al otro lado del biombo.
—¿Estás bien, Angélica? —dijo María.
—Claro que estoy bien, sal a dar un paseo, por favor, y llévate al tipo ese —respondió la voz ahogada de Angélica Font.
Con un gesto de desagrado y hastío María arrojó los pinceles al suelo. Por las manchas de pintura que pude apreciar en las baldosas comprendí que no era la primera vez que su hermana le pedía un poco más de intimidad.
—Ven conmigo.
La seguí hasta un rincón apartado del patio, junto a un alto muro cubierto de enredaderas, en donde había una mesa y cinco sillas metálicas.
—¿Tú crees que están...? —dije y me arrepentí de inmediato de mi curiosidad que quería compartida. Por suerte María estaba demasiado enojada como para tomármelo en cuenta.
—¿Cogiendo? No, ni pensarlo.
Durante un rato permanecimos en silencio. María tamborileaba con los dedos sobre la superficie de la mesa y yo me crucé de piernas un par de veces y me dediqué a estudiar la flora del patio.
—Bueno, qué esperas, léeme tus poemas —dijo.
Leí y leí hasta que se me durmió una pierna. Al finalizar no me atreví a preguntarle si le había gustado. Después María me invitó un café en la casa grande.
En la cocina, cocinando, encontramos a su madre y a su padre. Los dos parecían felices. Me los presentó. El padre ya no tenía aspecto de desquiciado y se mostró bastante amable conmigo; preguntó qué estudiaba, si podía compaginar las leyes con la poesía, qué tal estaba el bueno de Álamo (parece que se conocen o que en su juventud fueron amigos). La madre habló de cosas vagas que apenas recuerdo: creo que mencionó una sesión de espiritismo en Coyoacán, a la que había asistido hacía poco, y el ánima en pena de un cantante de rancheras de los cuarenta. No sé si lo decía en broma o en serio.
Junto a la tele encontramos a Jorgito Font. María no le dirigió la palabra ni me lo presentó. Tiene doce años, el pelo largo y viste como un mendigo. A todo el mundo trata con el apelativo de naco. A su madre le dice mira, naca, no voy a hacer esto, a su padre, escucha, naco, a su hermana, mi buena naca o mi paciente naca, y a mí me dijo quihubo, naco.
Los nacos, hasta donde sé, son los indios urbanos, los indios citadinos, pero tal vez Jorgito lo emplee con otra acepción.
15 DE NOVIEMBRE
Hoy, nuevamente en casa de las Font.
Las cosas, con ligeras variantes, han sucedido exactamente igual que ayer.
Pancho y yo nos encontramos en el café chino El Loto de Quintana Roo, cerca de la Glorieta de Insurgentes, y tras tomar varios cafés con leche y algunas cosas más sólidas (que pagué yo), partimos rumbo a la colonia Condesa.
Una vez más el señor Font acudió al llamado del timbre y su estado en nada se diferenciaba del de ayer, antes al contrario progresaba a grandes pasos en el camino de la locura. Los ojos se le salían de las órbitas cuando aceptó la mano jovial que Pancho, impertérrito, le ofreció; a mí no dio señales de reconocerme.
En la casita del patio sólo estaba María: pintaba la misma acuarela que ayer y sostenía en la mano izquierda el mismo libro que ayer, pero en el tocadiscos sonaba la voz de Olga Guillot y no la de Billie Holiday.
Su saludo fue igual de frío.
Pancho, por su parte, repitió la rutina del día anterior y tomó asiento en un silloncito de mimbre, mientras esperaba la llegada de Angélica.
Esta vez me cuidé de expresar cualquier juicio de valor sobre Sor Juana y me dediqué primero a observar los libros y luego, a un lado de María pero guardando una prudente distancia, la acuarela. Ésta había experimentado cambios sustanciales. Las dos mujeres en la falda del volcán, que recordaba en una actitud hierática, al menos seria, ahora se daban pellizcos en los brazos; una de ellas reía o simulaba reír; la otra lloraba o simulaba llorar; en los riachuelos de lava (pues seguían siendo de color rojo o bermejo) flotaban envases de jabón para lavadoras, muñecas calvas y cestas de mimbre repletas de ratas; los vestidos de las mujeres estaban rotos o mostraban parcheaduras; en el cielo (o al menos en la parte superior de la acuarela) se gestaba una tormenta; en la parte inferior María había transcrito el parte meteorológico del día para el DF.
El cuadro era horroroso.
Después llegó Angélica, radiante, y entre ella y Pancho volvieron a desplegar el biombo separador. Estuve un rato pensando mientras María pintaba: ya no me quedaba la menor duda de que Pancho me arrastraba hasta la casa de las Font para que la entretuviera mientras él y Angélica se dedicaban a sus asuntos. No me pareció muy justo. Antes, en el café chino, le había preguntado si se consideraba un real visceralista. Su respuesta fue ambigua y extensa. Habló de la clase obrera, de la droga, de Flores Magón, de algunas figuras señeras de la Revolución Mexicana. Luego dijo que ciertamente sus poemas aparecerían en la revista que próximamente iban a sacar Lima y Belano. Y si no me publican, que se vayan a chingar a su madre, dijo. No sé por qué pero tengo la impresión de que lo único que le interesa a Pancho es acostarse con Angélica.
—¿Estás bien, Angélica? —dijo María cuando empezaron, calcados a los de ayer, los gemidos de dolor.
—Sí, sí, estoy bien. ¿Puedes salir a dar una vuelta?
—Claro —dijo María.
Una vez más nos instalamos resignadamente junto a la mesa metálica, bajo la enredadera. Yo tenía, sin motivo aparente, el corazón destrozado. María se puso a contarme historias de su infancia y de la infancia de Angélica, unas historias decididamente aburridas que se notaba que las contaba únicamente para matar el tiempo y que yo fingía que me interesaban. La escuela, las primeras fiestas, la prepa, el amor que ambas mostraban por la poesía, las ganas de viajar, de conocer otros países, Lee Harvey Oswald, en donde ambas publicaron, el premio Laura Damián que obtuvo Angélica... Llegado a este punto, no sé por qué, tal vez porque María se calló durante un momento, quise saber quién había sido Laura Damián. Fue pura intuición. María dijo:
—Una poeta que murió muy joven.
—Eso ya lo sé. A los veinte años. ¿Pero quién era? ¿Cómo es que nunca he leído nada de ella?
—¿Has leído a Lautréamont, García Madero? —dijo María.
—No.
—Pues entonces es normal que no sepas nada de Laura Damián.
—Ya sé que soy un ignorante, perdona.
—No he querido decir eso. Sólo que eres muy joven. Además, el único libro publicado de Laura, La fuente de las musas, está en edición no venal. Es un libro póstumo sufragado por sus padres, que la querían mucho y eran sus primeros lectores.
—Deben tener mucho dinero.
—¿Por qué crees eso?
—Si son capaces de conceder de su propio bolsillo un premio anual de poesía, es que tienen mucho dinero.
—Bueno, sin exagerar. A Angélica no le dieron mucho. En realidad la importancia del premio es más de prestigio que económica. Y tampoco el prestigio es excesivo. Ten en cuenta que es un premio que sólo se concede a poetas menores de veinte años.
—La edad que tenía Laura Damián al morir. Qué morboso.
—No es morboso, es triste.
—¿Y tú fuiste a la entrega del premio? ¿Lo dan los padres en persona?
—Claro.
—¿En dónde?, ¿en su casa?
—No, en la facultad.
—¿En qué facultad?
—En Filosofía y Letras. Laura estudiaba allí.
—Carajo, qué morboso.
—Yo no le veo el morbo por ninguna parte. Me parece que el único morboso eres tú, García Madero.
—¿Sabes una cosa? Me jode que me digas García Madero. Es como si yo te dijera Font.
—Todos te llaman así, no veo por qué yo tendría que llamarte de otra forma.
—Bueno, es igual, cuéntame más cosas de Laura Damián. ¿Tú nunca te has presentado al premio?
—Sí, pero ganó Angélica.
—¿Y antes de Angélica, quién lo ganó?
—Una chava de Aguascalientes que estudia Medicina en la UNAM.
—¿Y antes?
—Antes no lo ganó nadie porque el premio no existía. El año que viene tal vez me vuelva a presentar o tal vez no.
—¿Y qué harás con el dinero si ganas?
—Me iré a Europa, seguramente.
Durante unos segundos ambos permanecimos en silencio, María Font pensando en países desconocidos y yo pensando en todos los hombres desconocidos que le harían el amor sin piedad. Cuando me di cuenta me sobresalté. ¿Me estaba enamorando de María?
—¿Cómo murió Laura Damián?
—La atropelló un coche en Tlalpan. Era hija única, sus padres quedaron destrozados, creo que la madre incluso intentó suicidarse. Debe ser triste morirse tan joven.
—Debe ser tristísimo —dije imaginando a María Font en brazos de un inglés de dos metros, casi albino, que le metía una lengua larga y rosada por entre sus labios delgados.
—¿Sabes a quién tendrías que preguntarle cosas de Laura Damián?
—No, ¿a quién?
—A Ulises Lima. Él era amigo de ella.
—¿Ulises Lima?
—Sí, no se separaban casi nunca, estudiaban juntos, iban al cine juntos, se prestaban libros, vaya, eran muy buenos amigos.
—No tenía idea —dije.
Escuchamos un ruido proveniente de la casita y durante un rato ambos permanecimos a la expectativa.
—¿Qué edad tenía Ulises Lima cuando Laura Damián murió?
María tardó en responderme.
—Ulises Lima no se llama Ulises Lima —dijo con la voz enronquecida.
—¿Quieres decir que ése es su nombre literario?
María hizo una señal afirmativa con la cabeza, la vista perdida en los intrincados dibujos de la enredadera.
—¿Cómo se llama, entonces?
—Alfredo Martínez o algo así. Ya lo he olvidado. Pero cuando lo conocí no se llamaba Ulises Lima. Fue Laura Damián la que le puso el nombre.
—Carajo, qué noticia.
—Todos decían que estaba enamorado de Laura. Pero yo creo que nunca se acostaron. Me parece a mí que Laura murió virgen.
—¿A los veinte años?
—Claro, por qué no.
—No, si está claro.
—Qué triste, ¿verdad?
—Pues sí, es triste. ¿Y qué edad tenía entonces Ulises o Alfredo Martínez?
—Uno menos, diecinueve o dieciocho.
—Y le sentaría como un tiro la muerte de Laura, supongo.
—Se enfermó. Estuvo, dicen, al borde de la muerte. Los médicos no sabían qué tenía, sólo que se les estaba yendo para el otro barrio. Yo lo fui a ver al hospital y estaba para el arrastre. Pero un día se puso bien y ahí se acabó todo, tan misteriosamente como había empezado. Después Ulises dejó la universidad y fundó su revista, ¿la conoces, verdad?
—Lee Harvey Oswald, sí, la conozco —mentí. Acto seguido me pregunté por qué cuando estuve en el cuarto de azotea de Ulises Lima no me habían dejado ver un número, aunque sólo fuera para hojearlo.
—Qué nombre más horrible para una revista de poesía.
—A mí me gusta, no lo encuentro tan malo.
—Es de pésimo gusto.
—¿Qué nombre le hubieras puesto tú?
—No sé. Sección Surrealista Mexicana, tal vez.
—Interesante.
—¿Sabes que fue mi papá el que compuso toda la revista?
—Algo así me dijo Pancho.
—Es lo mejor de la revista, el diseño. Ahora todos odian a mi papá.
—¿Todos? ¿Todos los real visceralistas? ¿Y por qué lo iban a odiar? Al contrario.
—No, no los real visceralistas, los otros arquitectos de su estudio. Supongo que le envidian el carisma que tiene con los jóvenes. El caso es que no lo tragan y ahora se lo están haciendo pagar. Por lo de la revista.
—¿Por Lee Harvey Oswald?
—Claro, como mi papá la compuso en el estudio, ahora lo hacen responsable de lo que pueda pasar.
—¿Pero qué puede pasar?
—Mil cosas, se ve que tú no conoces a Ulises Lima.
—No, no lo conozco —dije—, pero me estoy haciendo una idea.
—Es una bomba de tiempo —dijo María.
En ese momento me di cuenta que ya había oscurecido y que no podíamos vernos, sólo escucharnos.
—Mira, tengo que decirte algo, hace un momento te mentí. Nunca he tenido en mis manos la revista y me muero por echarle un vistazo, ¿me la puedes prestar?
—Claro, te la puedo regalar, tengo varios números.
—¿Y me podrías prestar también un libro de Lautréamont?
—Sí, pero ése me lo tienes que devolver sin falta, es uno de mis poetas favoritos.
—Lo prometo —dije.
María entró en la casa grande. Me quedé solo en el patio y por un momento me pareció mentira que afuera estuviera el DF. Luego sentí voces en la casita de las Font y una luz se encendió. Pensé que eran Angélica y Pancho, pensé que al cabo de un rato Pancho saldría al patio a buscarme, pero no pasó nada. Cuando María volvió con dos ejemplares de la revista y con los Cantos de Maldoror, también se dio cuenta de que en la casita estaban las luces encendidas y durante unos segundos permaneció expectante. De pronto, cuando menos lo esperaba, me preguntó si yo aún era virgen.
—No, claro que no —mentí por segunda vez aquella tarde.
—¿Y te costó mucho dejar de serlo?
—Un poco —dije después de pensar un momento mi respuesta.
Noté que su voz otra vez había enronquecido.
—¿Tienes novia?
—No, claro que no —dije.
—¿Y con quién lo hiciste, entonces? ¿Con una puta?
—No, con una muchacha de Sonora a la que conocí el año pasado —dije—. Sólo nos vimos tres días.
—¿Y no lo has hecho con nadie más?
Estuve tentado de contarle mi aventura con Brígida, pero finalmente decidí que era mejor no hacerlo.
—Con nadie más —dije y me sentí fatal.
16 DE NOVIEMBRE
He llamado a María Font por teléfono. Le dije que quería verla. Le supliqué que nos viéramos. Nos citamos en el café Quito. Cuando llega, a eso de las siete de la tarde, varios tipos la siguen con la mirada desde que entra hasta que se sienta en la mesa en donde la aguardo.
Está preciosa. Viste una blusa oaxaqueña, bluejeans muy ceñidos y sandalias de cuero. Al hombro lleva un morral de color marrón oscuro, con dibujos de caballitos de color crema en los bordes, lleno de libros y papeles.
Le pedí que me leyera un poema.
—No seas pesado, García Madero —dijo ella.
No sé por qué, su respuesta me entristeció. Tenía, creo, una necesidad física de escuchar de sus labios uno de sus poemas. Pero tal vez el ambiente no fuera el más indicado, el café Quito es un hervidero de voces, gritos, risas. Le devolví el libro de Lautréamont.
—¿Ya lo has leído? —dijo María.
—Claro —dije—, me he pasado toda la noche sin dormir, leyendo, también leí Lee Harvey Oswald, es una revista estupenda, qué lástima que ya no salga. Tus textos me encantaron.
—¿Y todavía no te has ido a la cama?
—Todavía no, pero me siento bien, superdespierto.
María Font me miró a los ojos y sonrió. Una mesera se acercó y le preguntó qué iba a tomar. Nada, dijo María, ya nos íbamos. En la calle le pregunté si tenía algo que hacer y me dijo que nada, que lo único que pasaba era que el café Quito no era de su agrado. Caminamos por Bucareli hasta Reforma, cruzamos y nos internamos por la avenida Guerrero.
—Éste es el barrio de las putas —dijo María.
—No tenía idea —dije yo.
—Cógeme del brazo, no sea que me confundan.
La verdad es que al principio no advertí ninguna señal que singularizara aquella calle de las que acabábamos de dejar. El tráfico era igual de denso y la muchedumbre que circulaba por las aceras en nada se diferenciaba de la que fluía por Bucareli. Pero luego (tal vez influido por la advertencia de María) fui percibiendo algunas discordancias. Para empezar, la iluminación. El alumbrado público en Bucareli es blanco, en la avenida Guerrero era más bien de una tonalidad ambarina. Los automóviles: en Bucareli era raro encontrar un coche estacionado junto a la acera, en la Guerrero abundaban. Los bares y las cafeterías, en Bucareli eran abiertos y luminosos, en la Guerrero, pese a abundar, parecían replegados sobre sí mismos, sin ventanales a la calle, secretos o discretos. Para finalizar, la música. En Bucareli no existía, todo era ruido de máquinas o de personas, en la Guerrero, a medida que uno se internaba en ella, sobre todo entre las esquinas de Violeta y Magnolia, la música se hacía dueña de la calle, la música que salía de los bares y de los coches estacionados, la que salía de las radios portátiles y la que caía por las ventanas iluminadas de los edificios de fachadas oscuras.
—Me gusta esta calle, algún día voy a vivir aquí —dijo María.
Un grupo de putitas adolescentes estaba detenido junto a un viejo Cadillac estacionado en el bordillo. María se detuvo y saludó a una de ellas:
—Qué hay, Lupe, me alegro de verte.
Lupe era muy delgada y tenía el pelo corto. Me pareció tan hermosa como María.
—¡María! Híjoles, mana, cuánto tiempo —dijo y luego le dio un abrazo.
Las que acompañaban a Lupe siguieron recostadas sobre el capó del Cadillac y sus ojos se posaron sobre María escrutándola parsimoniosamente. A mí apenas me miraron.
—Pensé que te habías muerto —dijo María de golpe. La brutalidad de su afirmación me dejó helado. La delicadeza de María tiene estos cráteres.
—Bien viva que estoy. Pero casi. ¿No es verdad, Carmencita?
La llamada Carmencita dijo «ixtles» y siguió estudiando a María.
—La que se rindió fue Gloria, ¿la conociste, no? Qué sacón de onda, mana, pero a esa ruca nadie la quería.
—No, no la conocí —dijo María con una sonrisa en los labios.
—Se la cargaron los tiras —dijo Carmencita.
—¿Y se ha hecho algo? —dijo María.
—Nelson —dijo Carmencita—. ¿Para qué? La ruca estaba lurias con sus historias secretas. Le entraba a todano, así que ni modo.
—Pues qué triste —dijo María.
—¿Y a ti cómo te va en la uni? —dijo Lupe.
—Más o menos —dijo María.
—¿Todavía te balconea el toro ese?
María se rio y me miró.
—Aquí la carnal es bailarina —dijo Lupe a sus amigas—. Nos conocimos en La Danza Moderna, la escuela que está en Donceles.
—Bájale de pasas a tu cake —dijo Carmencita.
—Es verdad, Lupe rolaba por la Escuela de Danza —dijo María.
—¿Y cómo es que ahora se dedica a este jale? —dijo una que hasta ese momento no había hablado, la más bajita de todas, casi una enana.
María la miró y se encogió de hombros.
—¿Te vienes a tomar un café con leche con nosotros? —dijo.
Lupe consultó su reloj en la muñeca derecha y luego miró a sus amigas.
—Es que estoy trabajando.
—Sólo un rato, luego vuelves —dijo María.
—A la goma el trabajo, ahí nos vemos —dijo Lupe y echó a andar con María. Yo las seguí.
Torcimos en Magnolia, a la izquierda, hasta la avenida Jesús García. Luego caminamos otra vez hacia el sur, hasta Héroes Revolucionarios Ferrocarrileros, en donde nos metimos en una cafetería.
—¿Este chavo es el que ahora te agasaja? —oí que le decía Lupe a María.
María volvió a reírse.
—Es sólo un amigo —dijo, y a mí—: Si aparece por aquí el chulo de Lupe, nos tendrás que defender a las dos, García Madero.
Pensé que bromeaba. Luego sopesé la posibilidad de que hablara en serio y la situación se me pintó francamente atractiva. En aquel momento no imaginaba otro incidente mejor para quedar bien ante los ojos de María. Me sentí feliz, con toda la noche a nuestra disposición.
—Mi hombre es grueso —dijo Lupe—. No le gusta que ande rolando por ahí con desconocidos —era la primera vez que hablaba mirándome directamente a mí.
—Pero yo no soy una desconocida —dijo María.
—No, mana, tú no.
—¿Sabes cómo conocí a Lupe? —preguntó María.
—No tengo ni idea —dije.
—En la Escuela de Danza. Lupe era la amiguita de Paco Duarte, el bailarín español. El director de la Escuela.
—Iba a verlo una vez a la semana —dijo Lupe.
—No tenía idea de que estudiaras danza —dije.
—Yo no estudio nada, sólo iba a pisar —dijo Lupe.
—No me refería a ti sino a María —dije.
—Desde los catorce años —dijo María—. Muy tarde ya para ser una buena bailarina. Qué le vamos a hacer.
—Pero si tú bailas superbién, mana. Superraro, pero es que allí todos están medio zafados. ¿Tú la has visto bailar? —dije que no—. Te quedarías prendado de ella.
María hizo un gesto negativo con la cabeza. Cuando llegó la mesera pedimos tres cafés con leche y Lupe pidió además una torta de queso sin frijoles.
—No los digiero bien —explicó.
—¿Cómo sigues del estómago? —dijo María.
—Más o menos, a veces me duele mucho, otras veces me olvido de que existe. Son los nervios. Cuando no lo puedo soportar me doy un prix y asunto solucionado. ¿Y tú qué? ¿Ya no vas a la Escuela de Danza?
—Menos que antes —dijo María.
—Esta mensa me pilló una vez en la oficina de Paco Duarte —dijo Lupe.
—Casi me morí del ataque de risa —dijo María—. La verdad es que no sé por qué me puse a reír. Igual estaba enamorada de Paco y fue en realidad un ataque de histeria.
—Huy, no lo creo, mana, ese gabacho no era tu tipo.
—¿Y qué estabas haciendo con el tal Paco Duarte? —dije yo.
—La neta, pues nada. Lo conocía de una vez en la avenida y como él no podía venir ni yo podía ir a su casa, él está casado con una gringa, pues iba yo a verlo a la Escuela de Danza. Además, creo que eso era lo que le gustaba al muy puerco. Cogerme en su oficina.
—¿Y tu chulo te dejaba aventurarte tan lejos de tu zona? —dije.
—¿Y tú qué sabes cuál es mi zona, chavo? ¿Tú qué sabes si tengo chulo o no tengo chulo?
—Oye, perdona si te he ofendido, pero María hace un momento dijo que tu chulo era un tipo violento, ¿no?
—Yo no tengo chulo, chavito. ¿Qué te crees, que por estar conversando conmigo ya me puedes insultar?
—Cálmate, Lupe, nadie te está insultando —dijo María.
—Este buey ha insultado a mi hombre —dijo Lupe—. Si él te llega a oír te da cran, chavito, te vence en un tris tras. Seguro que a ti te gustaba la verga de mi hombre.
—Oye, yo no soy homosexual.
—Todos los amigos de María son putos, eso es sabido.
—Lupe, no te metas con mis amigos. Cuando ésta estuvo enferma —me dijo María—, entre Ernesto y yo la llevamos a un hospital para que la curaran. Hay que ver qué pronto olvidan los favores algunas personas.
—¿Ernesto San Epifanio? —dije yo.
—Sí —dijo María.
—¿Él también estudia danza?
—Estudiaba —dijo María.
—Ay, Ernesto, qué buenos recuerdos tengo de él. Me acuerdo que me levantó él solito y me metió en volandas en un taxi. Ernesto es puto —me explicó Lupe—, pero es fuerte.
—No fue Ernesto el que te metió en el taxi, cabrona, fui yo —dijo María.
—Esa noche pensé que me iba a morir —dijo Lupe—. Estaba puestísima y de pronto me encontré con mareos y vomitando sangre. Cubos de sangre. Yo creo que en el fondo no me hubiera importado morirme. Lo único que hacía era acordarme de mi hijo y de la promesa rota y de la Virgen de Guadalupe. Había inflado hasta que salió la luna, poco a poco, y como no me encontraba bien la enana que viste hace un rato me convidó un poco de flexo. En mala hora, el cemento debía estar babeado o yo ya estaba muy mal, el caso es que me empecé a morir en un banco de la plaza San Fernando y fue entonces cuando apareció aquí mi cuatacha y su amigo el puto angelical.
—¿Tienes un hijo, Lupe?
—Mi hijo se murió —dijo Lupe mirándome fijamente a los ojos.
—¿Pero qué edad tienes entonces?
Lupe me sonrió. Su sonrisa era grande y bonita.
—¿Qué edad me calculas?
Preferí no arriesgarme y no dije nada. María le pasó una mano por el hombro. Ambas se miraron y se sonrieron o se guiñaron un ojo, no sé.
—Un año menos que María. Dieciocho.
—Las dos somos Leo —dijo María.
—¿Tú qué signo eres? —preguntó Lupe.
—No sé, la verdad es que nunca me ha preocupado eso.
—Pues entonces eres el único mexicano que no sabe su signo —dijo Lupe.
—¿En qué mes naciste, García Madero? —dijo María.
—En enero, el 6 de enero.
—Eres Capricornio, como Ulises Lima.
—¿El famoso Ulises Lima? —dijo Lupe.
Le pregunté si lo conocía. Temí que me dijeran que Ulises Lima también iba a la Escuela de Danza. ¡Me vi a mí mismo, en una microfracción de segundo, bailando en las puntas de los pies en un gimnasio vacío! Pero Lupe dijo que sólo de oídas, que María y Ernesto San Epifanio hablaban a menudo de él.
Después Lupe se puso a hablar de su hijo muerto. El bebé tenía cuatro meses cuando murió. Había nacido enfermo y Lupe le había prometido a la Virgen que dejaría la calle si su hijo se curaba. Los tres primeros meses mantuvo la promesa y el niño, según ella, pareció mejorar. Pero al cuarto mes tuvo que volver a hacer la calle y el niño se murió. Me lo quitó la Virgen por haber roto mi juramento. Por aquel tiempo Lupe vivía en un edificio de Paraguay, cerca de la plaza de Santa Catarina, y le dejaba el niño a una vieja para que se lo cuidara por las noches. Una mañana, al volver, le dijeron que su hijo se había muerto. Y eso fue todo, dijo Lupe.
—La culpa no es tuya, no seas supersticiosa —dijo María.
—¿Cómo no va a ser mía, quién rompió su promesa, quién dijo que iba a dejar esta vida y luego no cumplió?
—¿Y por qué entonces la Virgen no te mató a ti y sí a tu niño?
—La Virgen no mató a mi hijo —dijo Lupe—. Se lo llevó, que es bien distinto, mana. A mí me castigó sin su presencia, a él se lo llevó a una vida mejor.
—Ah, bueno, si lo ves así no hay ningún problema, ¿verdad?
—Claro, así está todo solucionado —dije yo—. ¿Y ustedes cuándo se conocieron, antes o después del niño?
—Después —dijo María—, cuando ésta iba de torpedo loco por la vida. Yo creo que querías morirte, Lupe.
—Si no hubiera sido por Alberto hubiera felpado —suspiró Lupe.
—Alberto es tu... novio, supongo —dije yo—. ¿Lo conoces? —le pregunté a María y ésta hizo un gesto afirmativo con la cabeza.
—Es su padrote —dijo María.
—Pero la tiene más grande que tu amiguito —dijo Lupe.
—¿No te estarás refiriendo a mí, verdad? —dije yo.
María se rio.
—Se está refiriendo a ti, por supuesto, estúpido —dijo.
Me puse colorado y luego me reí. María y Lupe también se rieron.
—¿De qué tamaño la tiene Alberto? —dijo María.
—Del mismo que su cuchillo.
—¿Y de qué tamaño es su cuchillo? —dijo María.
—Así.
—No exageres —dije yo aunque más me hubiera valido cambiar de conversación. Para intentar remediar lo irremediable, dije—: No hay cuchillos tan grandes —me sentí peor.
—Ay, mana, ¿y cómo estás tan segura con eso del cuchillo? —dijo María.
—Tiene el cuchillo desde los quince años, se lo regaló una puta de la Bondojo, una ruca que ya se murió.
—¿Pero tú le has medido la cosita con el cuchillo o hablas sólo a tientas?
—Un cuchillo tan grande es un estorbo —insistí yo.
—Se lo mide él, no necesito medírselo yo, a mí qué más me da, se lo mide él mismo y se lo mide a cada rato, una vez al día, lo menos, dice que para comprobar que no se le ha achicado.
—¿Tiene miedo de que se le reduzca la pilila? —dijo María.
—Alberto no tiene miedo de nada, es un gandalla de los de verdad.
—¿Entonces por qué lo del cuchillo? La verdad es que yo no lo entiendo —dijo María—. ¿Y nunca, por casualidad, se ha cortado?
—Alguna vez, pero adrede. El cuchillo lo maneja muy bien.
—¿Quieres decirme que tu pinche padrote a veces se hace cortes en el pene por gusto? —dijo María.
—Pues sí.
—No me lo puedo creer.
—La neta. Le da por ahí, no todos los días, ¿eh?, sólo cuando está nervioso o muy pasado. Pero medírsela, lo que se dice medírsela, pues casi siempre. Dice que es bueno para su hombría. Dice que es una costumbre que aprendió en el tambo.
—Ese cabrón debe ser un psicópata —dijo María.
—Tú es que eres muy delicada, mana, y no entiendes estas cosas. ¿Qué tiene de malo, digo yo? Todos los pinches hombres siempre están midiéndose la verga. El mío lo hace de verdad. Y con un cuchillo. Además, es el cuchillo que le regaló su primera piel, que para él más bien fue como una madre.
—¿Y de verdad lo tiene tan grande?
María y Lupe se rieron. La imagen de Alberto se fue agrandando y adquiriendo un carácter amenazador. Ya no deseé que apareciera por allí ni defender a todo trance a las muchachas.
—Una vez, en Azcapotzalco, en un garito dedicado al asunto, hicieron un reventón de mamadas y había una ruca de por ahí que las ganaba todas. No había ninguna pulga que pudiera tragarse enteras las vergas que la ruca aquella se tragaba. Entonces Alberto se levantó de la mesa en donde estábamos y dijo espérenme un momentito, que voy a solucionar un negocio. Los que estaban en nuestra mesa le dijeron ya rugiste, Alberto, se ve que lo conocían. Yo mentalmente supe que la pobre ruca ya estaba derrotada. Alberto se plantó en medio de la pista, se sacó el vergajo, lo puso en acción con un par de golpecitos y se lo metió en la boca a la campeona. Ésta era dura de verdad y le hizo el esfuerzo. Poquito a poco empezó a tragarse la verga entre las exclamaciones de asombro. Entonces Alberto la cogió de las orejas y se la metió entera. Para luego es tarde, dijo y todos se rieron. Hasta yo me reí aunque la verdad es que también sentía algo de vergüenza y algo de celos. En los primeros segundos la ruca pareció que aguantaba, pero luego se atragantó y empezó a ahogarse...
—Carajo, qué bestia es tu Alberto —dije.
—Pero sigue contando, ¿qué pasó? —dijo María.
—Pues nada. La ruca empezó a golpear a Alberto, a intentar separarse de él, y Alberto empezó a reírse y a decirle so, yegua, so, yegua, como si estuviera montando una yegua brava, ¿me entiendes, no?
—Claro, como si estuviera en un rodeo —dije.
—A mí eso no me gustó nada y le grité déjala, Alberto, que la vas a desgraciar. Pero yo creo que él ni me oyó. Mientras tanto la cara de la ruca cada vez estaba más congestionada, roja, con los ojos muy abiertos (cuando hacía los guagüis los cerraba) y empujaba a Alberto por las ingles, lo tironeaba desde los bolsillos hasta el cinturón, digamos. Inútilmente, claro, porque a cada tirón que ella daba para separarse Alberto le daba otro de las orejas para impedírselo. Y él llevaba todas las de ganar, eso se veía enseguida.
—¿Y por qué no le mordió el aparato? —dijo María.
—Porque era un reventón de amigos. Si lo llega a hacer, Alberto la hubiera matado.
—Tú estás loca, Lupe —dijo María.
—Tú también, todas estamos locas, ¿no?
María y Lupe se rieron. Yo quise saber el final de la historia.
—No pasó nada —dijo Lupe—. La vieja no pudo más y se puso a vomitar.
—¿Y Alberto?
—Él se retiró un poco antes, ¿no? Se dio cuenta de lo que venía y no quiso que le manchara los pantalones. Así que dio un salto como de tigre, pero para atrás, y no le cayó encima ni una gotita. La gente del reventón lo aplaudió a rabiar.
—¿Y tú estás enamorada de ese energúmeno? —dijo María.
—Enamorada, lo que se dice enamorada, pues no sé. Lo quiero un chingo, eso sí. Tú también lo querrías si estuvieras en mi lugar.
—¿Yo? Ni loca.
—Es muy hombre —dijo Lupe con la mirada perdida más allá de los ventanales—, ésa es la mera verdad. Y me comprende mejor que nadie.
—Te explota mejor que nadie, querrás decir —dijo María echándose hacia atrás y golpeando la mesa con las manos. Del golpe las tazas saltaron.
—Cámara, no te pongas así, mana.
—Es verdad, no te pongas así, ella es dueña de hacer con su vida lo que quiera —dije yo.
—Tú no te metas, García Madero, tú ves estas cosas desde fuera, no entiendes una mierda de lo que estamos hablando.
—Tú también las ves desde fuera. Carajo, tú vives con tus padres, tú no eres una puta, perdona, Lupe, lo digo sin ánimo de ofender.
—No, si tú a mí no me ofendes, chavito —dijo Lupe.
—Cállate, García Madero —dijo María.
La obedecí. Durante un rato los tres nos mantuvimos en silencio. Después María se puso a hablar del Movimiento Feminista y citó a Gertrude Stein, a Remedios Varo, a Leonora Carrington, a Alice B. Toklas (tóclamela, dijo Lupe, pero María no le hizo el menor caso), a Unica Zürn, a Joyce Mansour, a Marianne Moore y a otras cuyos nombres no rec