Primer turno de madrugada
Cuenta tú. No, cuente usted. O tú cuentas. ¿O ha de empezar acaso el actor? ¿O los espantapájaros, todos a la vez? ¿O vamos a esperar a que los ocho Planetas se hayan apelotonado en el signo del Acuario? ¡Hágame el favor de empezar usted! Al fin que en aquella ocasión fue su perro. Sí, pero antes que mi perro, ya su perro y el perro del perro. Alguien tiene que empezar: tú o él o usted o yo... Hace muchas puestas de sol, mucho antes de que nosotros fuéramos, ya el Vístula fluía día tras día, sin reflejarnos, y desembocaba sin cesar.
El que aquí lleva la pluma se llama de momento Brauxel, dirige una mina que no produce ni potasa, ni mineral, ni carbón, y ocupa, sin embargo, en galerías de extracción y en tajos parciales, en cobertizos y corredores laterales, en la caja de paga y en la expedición, ciento treinta y cuatro trabajadores y empleados: de un turno al siguiente.
Irregular y peligroso corría el Vístula anteriormente. Así, pues, se llamó a mil terraplenadores y se excavó, en mil ochocientos noventa y cinco, de Einlage hacia el norte, entre las lenguas de tierra de las aldeas Schiewenhorst y Nickelswalde, el llamado corte. Al dar al Vístula una nueva desembocadura como tirada a cordel, se redujo el peligro de inundación.
El que aquí lleva la pluma escribe las más de las veces Brauksel como Castrop-Rauxel y, en ocasiones, como Haksel. Cuando se le antoja, Brauxel escribe su nombre como Weichsel [Vístula]. Dictan el placer del juego y la meticulosidad, y no se contradicen.
Corrían los diques del Vístula de horizonte a horizonte y, bajo la vigilancia del comisario para la regulación de los diques, en Marienwerder, habían de resistir a la crecida primaveral y a los aguaceros de Santo Domingo. ¡Y ay cuando había ratones en el dique!
El que aquí lleva la pluma, dirige una mina y escribe su nombre diversamente, se ha dispuesto sobre el tablero despejado del pupitre, con setenta y tres colillas, producto del fumar de los dos últimos días, el curso del Vístula antes y después de su regulación: montoncitos de tabaco y ceniza harinosa representan el río y sus tres desembocaduras; las cerillas quemadas son los diques y lo contienen.
Hace muchas muchas puestas de sol: he aquí que viene del Kulmisch, donde en cincuenta y cinco junto a Kokotzko el dique había cedido a la altura del cementerio de los menonitas —aún varias semanas después permanecían los ataúdes atrapados en los árboles—, el comisario para la regulación de los diques, aunque él a pie, a caballo o en barca, con su levita y nunca sin la botellita de aguardiente de arroz en espacioso bolsillo, él, Wilhelm Ehrenthal, quien en versos antiguos y sin embargo festivos había escrito aquella «Epístola contemplativa del Dique» que al poco tiempo de su aparición había sido remitida con amable dedicatoria a todos los condes del dique, a todos los alcaldes rurales y a todos los predicadores menonitas; él, aquí nombrado para no volver a nombrársele más, inspecciona río arriba y río abajo las obras de contención, las presas y las defensas, ahuyenta del dique a lechones, porque según ordenanza de la policía rural, párrafo octavo, de noviembre de mil ochocientos cuarenta y siete, le está prohibido a todo ganado, ya sea de pluma o de pezuña, pacer en el dique o hurgar en él.
A mano izquierda se ponía el sol. Brauxel rompe una cerilla: la segunda desembocadura del Vístula se originó sin auxilio de los terraplenadores el dos de febrero de mil ochocientos cuarenta, cuando el río, por haberse acumulado el hielo, se abrió paso a través de la lengua de tierra abajo de Plehnendorf, se llevó dos aldeas, y permitió la fundación de dos nuevos lugares: las aldeas de pescadores de Neufähr-Este y Neufähr-Oeste. En cuanto a nosotros, sin embargo, por muy abundantes que las dos Neufähr fueran en cuentos, chismes locales y acontecimientos inauditos, nos ocupamos ante todo de las dos aldeas a este y oeste de la desembocadura primera, aunque más reciente: Schiewenhorst y Nickelswalde eran o son, a derecha e izquierda del corte del Vístula, las dos últimas aldeas con servicio de balsa, porque quinientos metros río abajo sigue el mar mezclando aún actualmente su agua de un cero coma ocho por ciento de sal con el desagüe gris-ceniza de la anchurosa República de Polonia.
Palabras de conjuro: «El Vístula es un ancho río, que en el recuerdo se hace cada vez más ancho, navegable a pesar de sus numerosos bancos de arena...», murmura Brauchsel ante sí, deja que sobre el tablero de su pupitre convertido en delta plástico del Vístula un resto de goma de borrar circule como balsa entre diques de cerillas y pone, ahora que el turno de madrugada acaba de bajar y el día empieza sonoro de gorriones, a Walter Matern —acento sobre la última sílaba—, de nueve años de edad, sobre la corona del dique de Nickelswalde, de cara al sol que se está poniendo; rechina los dientes.
¿Qué ocurre cuando el hijo de un molinero, de nueve años de edad, está de pie sobre el dique, contempla el río, está expuesto al sol y rechina los dientes cara al viento? Esto le viene de su abuela, que por espacio de nueve años estuvo clavada a la silla y sólo podía mover los globos de los ojos.
Pasan muchas cosas a la deriva, y Walter Matern las ve. De Montau hasta Käsemark , la crecida. Aquí, poco antes de la desembocadura, el mar ayuda. Se dice que había ratones en el dique. Siempre que se rompe un dique suelen decir que había ratones en él. Los menonitas dicen que los católicos del país polaco han puesto de noche ratones en el dique. Otros pretenden haber visto al conde del dique montado en su corcel blanco. Pero la compañía de seguros no cree ni en los ratones ni en los condes de Güttland. Al romperse el dique a causa de los ratones, el corcel blanco con el conde del dique saltó, tal como la leyenda lo prescribe, a la avenida del río, pero de poco sirvió, porque el Vístula se llevó río abajo a todos los jurados del dique. Y el Vístula se llevó río abajo los ratones católicos del país polaco. Y se llevó asimismo a los menonitas rudos, con ganchos y ojetes pero sin bolsas, y a los menonitas más finos, con botones, ojales y otras cosas diabólicas; se llevó a los tres evangélicos y al maestro de Güttland, el socialista. Se llevó al ganado mugiente y las cunas talladas de Güttland, y se llevó todo Güttland: las camas y los armarios de Güttland, los relojes y los canarios de Güttland; se llevó al predicador de Güttland —éste era rudo y tenía ganchos y ojetes— y se llevó también a la hija del predicador, y de ésta se dice que era bonita.
Todo esto y otras cosas más iban pasando a la deriva. ¿Qué es lo que empuja ante sí un río como el Vístula? Todo lo que pasa por el puente: madera, vidrio, pactos entre Brauxel y Brauchsel, sillas, huesecillos y también puestas de sol. Lo que estaba olvidado desde hacía tiempo vuelve a hacerse presente, como el nadador de pecho o espalda: vino Adalberto. Adalberto viene a pie. En esto le alcanza el hacha. Pero Swantopolk se deja bautizar. ¿Qué será de las hijas de Mestwin? ¿Se escapa una, descalza? ¿Quién se la lleva consigo? ¿El gigante Miligedo con su maza de plomo? ¿Perkunos, rojo como el fuego? ¿El pálido Pikollos, que mira siempre de abajo para arriba? El muchacho Potrimpos ríe y mastica su espiga de trigo. Se talan árboles. Los dientes rechinantes, y la hija del Duque Kynstute, que se fue al convento: doce caballeros sin cabeza y doce monjas sin cabeza, helos aquí bailando en el molino: el molino va al paso, el molino va aprisa, con las almas piadosas hace muy buena harina: el molino va al paso, el molino va aprisa, se sirvió con los doce en la misma escudilla: el molino va al paso, el molino va aprisa: eran doce bailando con las doce monjitas: el molino va al paso, el molino va aprisa, para la Candelaria echan pedos y risas: el molino va al paso, el molino va aprisa... pero al arder el molino de dentro para afuera, al parar los carruajes para llevarse a los caballeros y a las monjas sin cabeza, cuando mucho más adelante —puestas de sol— San Bruno atravesó las llamas y el ladrón Bobrowski con su compinche Materna, del que todo proviene, prendió fuego a casas previamente marcadas —puestas de sol puestas de sol— Napoleón antes y después: he aquí que la ciudad fue sitiada conforme a arte, porque probaron repetidas veces y con éxito variable cohetes de Congreve; en tanto que en la ciudad y en los muros, en los bastiones del Lobo, del Oso y del Caballo bayo, en los bastiones del Renegado, del Agujero de la Virgen y de los Conejos, los franceses tosían bajo Rapp, escupían los polacos con su Príncipe Radzivil, y se enronquecía el cuerpo de ejército del manco Capitán de Chambure. Pero el cinco de agosto vino el aguacero de Santo Domingo, subió el agua sin escaleras a los bastiones del Caballo bayo, del Renegado y de los Conejos, mojó la pólvora, hizo que los cohetes de Congreve perecieran siseando, y llevó muchos peces, especialmente lucios, a las callejas y las cocinas: todo el mundo se hartó a maravilla, pese a que los almacenes de la Calle del Lúpulo hubieran ardido —puestas de sol—. Todo lo que le va bien al Vístula, lo que da color a un río como el Vístula: puestas de sol, sangre, barro y ceniza. Y pensar que se lo había de llevar el viento. No todas las órdenes se cumplen: los ríos que quieren subir al cielo desembocan en el Vístula.
Segundo turno de madrugada
Aquí, sobre el tablero del pupitre de Brauxel, así como sobre el dique de Schiewenhorst, corre día tras día. Y de pie sobre el dique de Nickelswalde está Walter Matern y rechina los dientes, porque se pone. Barridos, los diques se van estrechando. Únicamente están pegados al borde superior del dique las vergas de los molinos de viento, unos campanarios chatos y los álamos —éstos los hizo plantar Napoleón para su artillería—. Nada más él está sobre sus pies. O a lo sumo el perro. Pero éste se ha ido, y está ora aquí ora allí. Detrás de él, ya en la sombra y bajo el espejo del agua, está el Islote y huele a mantequilla, a cuajada y a queserías, huele, tonificante y hasta dar náuseas, a leche. Con sus nueve años, esparrancado y con las rodillas rojo-moradas de marzo, Walter Matern está de pie, abre diez dedos, entorna los ojos, deja que se hinchen y ganen perfil todas las cicatrices de su cabeza rapada —cicatrices de caída, de riñas y de rasguños de alambradas de púas—, rechina con los dientes hacia la derecha y hacia la izquierda —esto le viene de su abuela— y busca con la mirada una piedra.
Arriba en el dique no hay piedras. Pero él busca, con todo. Encuentra bastones secos. Pero un bastón seco no es posible contra el viento. Y él quiere necesita y quiere lanzar. Podría silbar a Senta, ora aquí ora allá, llamándola, pero no silba, no hace más que rechinar —esto embota el viento— y quiere lanzar. Podría atraer con un ¡eh! y ¡eh! la mirada de Amsel desde abajo del dique, pero tiene la boca llena de cerezas, y no de ¡ehs! y ¡ehs! —y quiere necesita quiere con todo, pero tampoco tiene piedra alguna en los bolsillos; por lo regular suele llevar siempre en uno u otro bolsillo una o dos.
Las piedras se llaman aquí guijarros. Los evangélicos dicen guijarros; los contados católicos, guijarros. Los menonitas rudos, guijarros. Los finos, guijarros. También Amsel, pese a que le guste hacer excepciones, dice guijarro cuando quiere decir una piedra; y Senta, si se le dice: ¡trae un guijarro!, trae una piedra. Kriwe dice guijarro, Cornelio Kabrun, Beister, Folchert, Augusto Sponagel y la comandante Von Ankum, todos ellos lo dicen. Y el predicador Daniel Kliewe de Pasewark dice a sus feligreses, rudos y finos: «Y el pequeño David que coge un guijarro, y le dispara al gigantón, a Goliat...», porque un guijarro es una piedra manejable, del tamaño de un huevo de paloma.
Pero Walter Matern no encuentra ni en un bolsillo ni en otro. A la derecha, sólo migajas y semillas de girasol, y en el de la izquierda, entre bramantes y restos de langosta —mientras arriba rechina, mientras el sol desaparece, mientras el Vístula corre y arrastra algo de Güttland y algo de Montau, Amsel encorvado y nubes sin cesar, mientras Senta contra el viento y las gaviotas con el viento, los diques recortados contra el horizonte, mientras se va —se va se va— encuentra su cortaplumas. Las puestas de sol duran más en las regiones del este que en las del oeste; eso lo sabe cualquier niño. El Vístula se extiende de un horizonte al de enfrente. He aquí que del desembarcadero de Schiewenhorst despega ya la balsa de vapor y, oblicua y encarnizadamente, quiere llevar contra el río dos vagones de mercancías del ferrocarril de vía estrecha a Nickelswalde y, sobre el riel, a Stutthof. En este momento, el pedazo de cuero llamado Kriwe vuelve su cara de vaqueta fuera del viento y, sin pestañas, anda buscando a lo largo del borde superior opuesto del dique. Tiene ahora algo fijo en el ojo, que no se baja, pero tiene la mano en el bolsillo. Y deja deslizarse su mirada del talud, y he aquí algo cómicamente redondo, que se agacha y trata probablemente de quitarle algo al Vístula. Se trata de Amsel, a la pesca de andrajos —¿qué clase de andrajos?—. Eso lo sabe cualquier niño.
Pero el cuero de Kriwe no sabe lo que Walter Matern, buscando un guijarro, encontró en su bolsillo. Mientras Kriwe sustrae su cara al viento, el cortaplumas se va calentando en la mano de Walter Matern. Se lo ha regalado Amsel. Tiene tres hojas, un tirabuzón, una sierra y una lezna. Amsel, rojizo y regordete, y como para reventarse de risa cuando llora. Amsel pesca en el lodo, en el fondo del dique, porque, habiendo avenida desde Montau hasta Käsemark, el Vístula, pese a que vaya bajando por pulgadas, llega hasta el borde superior del dique y acarrea cosas que antes estaban en Palschau.
Fuera. Se ha escondido del otro lado, detrás del dique, dejando tras sí un rojo que va subiendo. En esto Walter Matern —lo que solamente puede saber Brauxel— cierra el puño en su bolsillo alrededor del cortaplumas. Senta, lejos y a la caza de ratones, es aproximadamente tan negra como el cielo, de la cima del dique de Schiewenhorst para arriba, es rojo. He aquí que un gato a la deriva queda retenido en la madera arrojada a la orilla. Las gaviotas se multiplican en pleno vuelo: papel de seda roto de chafa, es alisado, se extiende; y los vítreos ojos de cabeza de alfiler ven todo lo que allí va a la deriva, se atasca, corre, está de pie o existe simplemente, como las dos mil pecas de Amsel; también que lleva un casco como los que se llevaron frente a Verdún. Y el casco resbala, ha de volver al cogote, vuelve a resbalar, mientras Amsel va pescando del lodo estacas, rodrigones y trapos pesados como el plomo; en esto el gato se desprende, da vueltas en el agua y es presa de las gaviotas. Los ratones vuelven a agitarse en el dique. Y la balsa se va acercando más y más. He aquí que pasa a la deriva un perro amarillo muerto y se vuelve. Senta está cara al viento. Oblicua y encarnizadamente lleva la balsa dos vagones de mercancías. Pasa flotando un ternero ya sin vida. Ahora el viento tropieza, pero no cambia de dirección. Las gaviotas se detienen en el aire, vacilan. Ahora —mientras la balsa, el viento y el ternero y el sol detrás del dique y los ratones en el dique y las gaviotas sin moverse— Walter Matern ha sacado el puño con el cortaplumas del bolsillo, se lo ha llevado delante del jersey, y deja, frente al rojo creciente, que todos los nudillos se le pongan gredosos.
Tercer turno de madrugada
Cualquier niño entre Hildesheim y Sarstedt sabe lo que se extrae en la mina de Brauksel, situada entre Hildesheim y Sarstedt.
Cualquier niño sabe por qué el Regimiento de Infantería ciento veintiocho hubo de abandonar el año veinte en Bohnsack, al partir con el tren, juntamente con otros cascos de acero como el que lleva puesto Amsel, un montón de ropa de dril y algunas cocinas de campaña.
Ahí vuelve a estar el gato. Todos los niños lo saben: no es el mismo gato: solamente los ratones no saben y las gaviotas no saben. El gato está mojado mojado mojado. He aquí que algo pasa a la deriva: no se trata ni de un perro ni de una oveja, se trata de un armario. El armario no tropieza con la balsa. Y al extraer Amsel del lodo un rodrigón y al empezar el puño de Walter Matern a temblar sobre el cortaplumas, el camino queda despejado para el gato: va avanzando hacia el alta mar, que llega al cielo. El número de gaviotas disminuye, los ratones se mueven en el dique, el Vístula fluye, el puño con el cortaplumas tiembla, el viento es noroeste, los diques se van estrechando, el alta mar opone al río todo lo que tiene, el sol sigue poniéndose sin cesar, y sin cesar sigue la balsa llevándose a sí misma y dos vagones de mercancías: la balsa no zozobra, los diques no ceden, los ratones no se amedrentan, el sol no quiere volver atrás, el Vístula no quiere volver atrás, la balsa no quiere volver atrás, no quiere el gato, no quieren las gaviotas ni quieren las nubes, no quiere el Regimiento de Infantería, Senta no quiere volver con los lobos, sino ser buenabuenabuena... Tampoco Walter Matern quiere dejar volver al bolsillo aquel cortaplumas que le regaló Amsel, gordo pequeño y graso; antes bien, el puño con el cortaplumas logra ponerse algo más cretáceo todavía. Y arriba rechinan los dientes de izquierda a derecha. Se afloja, mientras fluye, viene, se pone, da vueltas, crece y decrece, el puño que contiene el cortaplumas, de tal modo que toda la sangre retenida se precipita ahora en la mano que ya no aprieta; Walter Matern echa la mano con el objeto que se ha calentado hacia atrás, sólo se sostiene sobre una pierna, pie, punta, sobre los cinco dedos del pie en un zapato con cordones, alza, sin calcetín en el zapato, su peso, deja resbalar todo su peso hacia la mano tras sí, no apunta, apenas rechina, y en aquel momento de puesta fluyente, impelente, perdido —ya que ni siquiera Brauchsel puede salvarle, porque olvidó, se olvidó de algo—, ahora, pues, que Amsel levanta la vista del nicho del fondo del dique y con el dorso de la mano izquierda y una parte de sus dos mil pecas se empuja el casco sobre el cogote, sobre otra parte de sus dos mil pecas, la mano de Walter Matern está muy adelante, vacía, y sólo muestra todavía las impresiones de un cortaplumas que tenía tres hojas, un tirabuzón, una sierra y una lezna, en cuyas tapas se habían encostrado arena de playa, un resto de mermelada, pinochas, harina de corteza y una traza de sangre de topo; cuyo valor de trueque habría sido un nuevo timbre de bicicleta; que nadie había robado, sino que Amsel lo había comprado con dinero ganado por él mismo en la tienda de su madre, para regalárselo luego a su amigo Walter Matern; que el verano pasado había clavado una mariposa a la puerta del cobertizo de Folchert, y había alcanzado bajo el pontón del embarcadero de la balsa de Kriwe, en el transcurso de un solo día, cuatro ratas, en las dunas por poco un conejo, y hacía dos semanas y antes de que Senta pudiera atraparlo, un topo. Además, muestra la palma de la mano impresiones de aquel mismo cuchillo con el que Walter Matern y Eduardo Amsel, cuando tenían ocho años y les había dado por ligarse con hermandad de sangre, se habían rasguñado el brazo, porque así se lo había contado Cornelio Kabrun, que había estado en el sudoeste alemán y estaba enterado de las costumbres de los hotentotes.
Cuarto turno de madrugada
Mientras tanto —porque mientras Brauxel descubre el pasado de un cortaplumas, y el propio cortaplumas obedece, en cuanto objeto lanzado, a la fuerza del impulso, a la del viento contrario y a la de su propia gravedad, queda tiempo suficiente, entre turno y turno, para sentar en cuenta una jornada de trabajo y decir mientras tanto—, mientras tanto, pues, Amsel se había empujado con el dorso de la mano el casco de acero sobre el cogote. Salvó de una mirada el talud del dique, captó con la misma mirada al lanzador y siguió con ella el objeto lanzado; y mientras tanto, afirma Brauxel, el cortaplumas había alcanzado aquel punto finito que le está puesto a todo objeto que tiende hacia arriba; lo ha alcanzado mientras el Vístula fluye, el gato es arrastrado a la deriva, la gaviota grita, la balsa viene, mientras la perra Senta es negra y el sol no acaba de ponerse.
Mientras tanto —porque es el caso que, cuando un objeto lanzado ha alcanzado aquel diminuto punto después del cual comienza el descenso, vacila un instante y da la impresión de estar parado—, mientras, pues, el cortaplumas está parado arriba, Amsel arranca su mirada del objeto-puntito —ya el cortaplumas cae rápidamente hacia atrás, hacia el río, porque está más expuesto al viento contrario— y vuelve a mirar a su amigo Walter Matern, quien, sin calcetín en el zapato con cordones, sigue balanceándose todavía sobre la punta del pie y de sus dedos, y tiene aún la mano derecha levantada y muy adelante de sí, en tanto que su brazo izquierdo rema y quiere mantenerle en equilibrio.
Mientras tanto —porque mientras Walter Matern se balancea sobre una pierna tratando de mantener el equilibrio, mientras el cortaplumas va cayendo hacia el río—, en la mina de Brauchsel ha bajado el turno de madrugada y ha subido el de noche, que se aleja en bicicleta, el guardián del pozo ha cerrado la caseta, y los gorriones han empezado el día en todos los canalones... Logró Amsel, entonces, con breve mirada y llamada inmediatamente consecutiva, hacer perder a Walter Matern el equilibrio a duras penas mantenido. Cierto que el muchacho arriba del dique de Nickelswalde no llegó a caer, pero sí empezó a tambalearse y a dar traspiés tan precipitadamente, que perdió de vista el cortaplumas antes de que éste tocara el agua corriente y se hiciera invisible.
—¡Oye, rechinador! —grita Amsel—. ¿Has vuelto a rechinar con los dientes y a lanzar como últimamente?
Walter Matern, al que aquí se interpela como rechinador, vuelve a estar esparrancado, con las rodillas tendidas, y se frota la palma de la mano derecha que sigue mostrando perfiles todavía candentes, en negativa, de un cortaplumas.
—Bien viste que tenía que tirar, ¿por qué me lo preguntas, pues?
—Pero no tiraste con un guijarro.
—Como que aquí no los hay.
—¿Con qué tiras, pues, si no tienes guijarros?
—Bueno, si hubiera tenido un guijarro, habría tirado con él.
—¿Y por qué no mandaste a Senta? Ella te lo hubiera traído.
—Sí, luego puede decir cualquiera «haber mandado a Senta». A ver, manda tú a un perro, cuando anda tras los ratones.
—¿Con qué tiraste, pues, si no tenías guijarro?
—¡Bah, déjate ya de preguntas! Con cualquier cosa. Ya lo viste.
—Tiraste con mi cortaplumas.
—¿Qué quiere decir cortaplumas? Lo regalado regalado está. Y si hubiera tenido un guijarro, pues no habría tirado con el cuchillo, sino con el guijarro.
—Pero hubieras dicho algo, una sola palabra, que aquí no tienes guijarros, y yo te habría echado uno, como que aquí sobran.
—¿Para qué hablar y parlotear, si ya se fue?
—Tal vez consiga uno nuevo por la Ascensión.
—Si tampoco lo quiero.
—¡Qué va! Si te lo daba, bien lo tomabas.
—¡A que no!
—¡A que sí!
—¿Va?
—¡Va!
Sellan luego la apuesta con un apretón de manos: húsares contra un lente. Amsel alarga su mano con las innúmeras pecas hacia lo alto del dique, Walter Matern la suya, con las marcas del cortaplumas, hacia abajo, y al encontrarse las manos Matern ayuda a Amsel a izarse hasta él, a lo alto del dique.
Amsel sigue amable: —Eres exactamente lo mismo que tu abuela del molino. También ella rechina siempre con el par de dientes que le quedan. Lo único que no hace es tirar. Pero, en cambio, pega con la cuchara.
Sobre el dique, Amsel es algo más pequeño que Walter Matern. Mientras habla, su pulgar señala por encima del hombro hacia donde, detrás del dique, quedan la aldea desgranada de Nickelswalde y el molino de viento de los Matern. Talud arriba, Amsel arrastra tras sí un voluminoso lío de estacas, rodrigones y andrajos retorcidos. Con el dorso de la mano ha de volver a levantarse constantemente el borde anterior del casco de acero. La balsa ha atracado en el pontón de Nickelswalde. Se oyen los dos vagones de mercancías. Senta se hace más grande, más pequeña, más grande y, negra, se va acercando. Pasa otra cabeza de ganado chico a la deriva. Fluye espaldudo el Vístula. Walter Matern se envuelve la mano derecha en el borde inferior deshilachado del jersey. Senta, sobre sus cuatro patas, está entre los dos. La lengua le pende palpitante a la izquierda. Tiene los ojos fijos en Walter Matern, por lo de los dientes. Esto le viene de su abuela, clavada nueve años en la silla y sólo los globos de los ojos.
Ahora se van: diversamente grandes arriba del dique, contra el embarcadero de la balsa. Negra la perra. Medio paso adelante: Amsel. Detrás: Walter Matern. Arrastra los andrajos de Amsel. Atrás del lío, mientras los tres se van haciendo pequeños sobre el dique, la hierba vuelve a enderezarse lentamente.
Quinto turno de madrugada
Así, pues, tal como estaba previsto, Brauksel se ha inclinado sobre el papel, en tanto que los demás cronistas se han inclinado asimismo, con apego a las fechas, sobre el pasado, empezando, con los documentos, a dejar fluir el Vístula. Le divierte todavía recordarlo exactamente: Hace muchos años, al venir el niño al mundo, aunque no podía rechinar todavía con los dientes, porque, al igual que todos los niños, vino al mundo sin ellos, la abuela Matern estaba sentada en el cuarto suspendido, clavada a la silla: hacía nueve años que no podía mover más que los globos de los ojos; sólo gimotear y babosear.
El cuarto suspendido estaba suspendido arriba de la cocina, tenía una ventana que daba al vestíbulo, por la que se podía vigilar el trabajo de las criadas, y una ventana atrás por la que se veía el molino de viento de los Matern, asentado con la rabadilla sobre el caballete, de modo que era un molino de viento de caballete original; esto lo era hace ya cien años. Los Matern lo habían hecho construir en mil ochocientos quince, poco después de la conquista de la ciudad y la fortaleza de Danzig por las victoriosas armas rusas y prusianas; como que Augusto Matern, abuelo de la abuela clavada a la silla, se las había sabido arreglar para mantener durante el prolongado sitio, llevado con pocas ganas, un doble negocio: por un lado empezó a fabricar en la primavera, contra buenos táleros de la Convención, escaleras de asalto; por otra parte, contra táleros de Laub y mejor moneda todavía de Brabante, se ingenió para comunicar al General Conde d’Heudelet por medio de cartitas pasadas de contrabando, que era curioso que en la primavera, en la que no se podían todavía cosechar manzanas, los rusos hicieran fabricar escaleras en grandes cantidades.
Cuando finalmente el Gobernador Conde Rapp hubo firmado la capitulación de la fortaleza, Augusto Matern contó en el apartado Nickelswalde el numerario y las piezas de dos tercios danesas, los rublos que subían rápidamente, los marcos hamburgueses, los táleros de Laub y de la Convención, el saquito de florines holandeses, así como los valores de Danzig recientemente adquiridos, se encontró bien provisto y se entregó al placer de la reconstrucción: el viejo molino, en el que se dice que después de la derrota de Prusia habría pernoctado la Reina Luisa en su huida, aquel histórico molino que había sufrido daños, primero en ocasión de un ataque danés desde el mar, y luego en un ataque nocturno de guerrillas del Cuerpo de Voluntarios del Capitán de Chambure, lo hizo derribar hasta el caballete, cuya madera era buena todavía, y construyó sobre el caballete antiguo el nuevo molino, que seguía asentado con la rabadilla sobre el caballete cuando la abuela Matern hubo de sentarse fijamente e inmóvil en la silla. Aquí quiere Brauxel conceder, antes de que sea demasiado tarde, que, con los medios adquiridos en parte penosa y en parte fácilmente, Augusto Matern no sólo construyó el nuevo molino de viento de caballete, sino que donó también a la capillita de Steegen, en donde había católicos, una Virgen a la que no le faltaba ciertamente el oro en hojuelas, pero que ni provocó peregrinaciones dignas de mención ni hizo milagros.
El catolicismo de la familia Matern dependía, como corresponde a una familia de molineros, del viento, y toda vez que en el Islote soplaba siempre algún airecillo aprovechable, también el molino de los Matern giraba todo el año y protegía del excesivo ir a misa, que irritaba a los menonitas. Únicamente los bautizos de los niños y los entierros, los casamientos y las grandes festividades llevaban a parte de la familia a Steegen; además, una vez al año, en ocasión de la procesión rural de Steegen del día de Corpus, le eran impartidas al molino, al caballete con todas sus cuñas, a la viga harinera y a la caja de la harina, al gran árbol de la casa lo mismo que a la rabadilla, pero especialmente a las aspas, bendición y agua bendita, lujo que en las aldeas menonitas rudas, como Junkeracker y Pasewark, los Matern nunca hubieran podido permitirse. En cambio, los menonitas de la aldea de Nickelswalde, que en el pingüe suelo del Islote cultivaban todos ellos trigo y dependían del molino católico, solían mostrarse como menonitas de clase más fina, o sea que tenían botones, ojales y bolsillos verdaderos en los que podía meterse algo. Únicamente el pescador y pequeño campesino Simón Beister era un verdadero menonita de ganchos y ojetes, rudo y sin bolsillos; de ahí que colgara del cobertizo de su barca un escudo pintado de madera, en el que podía leerse, en letras adornadas:
Con ganchos y ojetes
Alcanzarás el cielo eterno;
Con bolsillos y botones
Irás a dar en el infierno.
Y Simón Beister fue el único nickelswaldense que no llevaba su trigo al molino católico, sino que lo daba a moler al de Pasewark. No obstante, no fue necesariamente él quien el año trece, poco antes de estallar la gran guerra, instigó a un ordeñador depravado a que prendiera fuego al molino de caballete de los Matern. Crepitaba ya bajo el caballete y la rabadilla cuando Perkun, el joven perro pastor del mozo de molienda Pawel, pero al que todos llamaban Pablito, negro y con el rabo extendido, empezó a describir círculos cada vez más angostos alrededor del montículo, del caballete y del molino y, con secos ladridos entrecortados, hizo salir de la casa al mozo y al molinero.
Pawel o Pablo había traído al animal consigo desde Lituania, y exhibía a quien se lo pidiera una especie de árbol genealógico del que resultaba que la abuela paterna de Perkun había sido una loba lituana, rusa o polaca.
Y Perkun engendró a Senta; y Senta parió a Harras; y Harras engendró a Príncipe, y Príncipe tuvo historia... Pero, por el momento, la abuela Matern sigue sentada en su silla y no puede mover más que los globos de los ojos. Ha de contemplar inactiva cómo lleva la nuera las cosas de la casa, cómo las lleva el hijo en el molino, y cómo se lleva Laurita, la hija, con el mozo de molienda. Pero he aquí que al mozo se lo lleva la guerra, y a Laurita se le trastorna el espíritu: se la puede ver continuamente en la casa, en el huerto, en el molino, sobre los diques, en las ortigas detrás del cobertizo de Folchert, descalza en la playa y entre los arándanos del bosque costero, en busca de su Pablito, de quien nunca se sabrá si fueron los prusianos o los rusos los que lo mandaron bajo tierra. El perro Perkun es el único que acompaña a la doncella suavemente envejecida, con la que compartió el mismo amo.
Sexto turno de madrugada
Hace muchos muchos años —cuenta Brauxel con sus dedos—, cuando el mundo se encontraba en el tercer año de la guerra y Pablito se había quedado en los lagos mazurianos; cuando Laurita vagaba con el perro y el molinero Matern podía seguir cargando sacos de harina, porque oía mal de ambos lados, la abuela Matern estaba sentada, un hermoso día de sol en el que debía celebrarse un bautizo —al mozalbete tirador del cortaplumas de los turnos anteriores se le antepuso el nombre de Walter—, fija en la silla, movía los globos de los ojos de un lado para otro, y balbuceaba y babeaba, pero sin lograr articular palabra.
Estaba sentada en el cuarto suspendido, alcanzada por sombras vertiginosas. Brillaba y desaparecía en la penumbra, ora a plena luz, ora a oscuras. También pedazos de muebles, el remate del aparador, la tapa abollada del arca y el terciopelo rojo, no utilizado por nueve años, del reclinatorio tallado, se iluminaban, se desvanecían, mostraban perfiles o eran toscas masas oscuras: polvo brillante y crepúsculo sin polvo alrededor de la abuela y de sus muebles. Su pequeña cofia y la copa azul, de vidrio, sobre el aparador. Las mangas con flecos del salto de cama. El suelo de madera, recién fregado, en el que la móvil tortuga del tamaño más o menos de la mano, que en su día le había regalado el mozo de molienda Pablo, cambiaba de rincón, se iluminaba y sobrevivía al mozo de molienda, confiriendo a mordiscos un perfil semicircular a verdes hojas de lechuga. Y todas las hojas de lechuga esparcidas por el cuarto suspendido, con sus festones de mordiscos de tortuga, brillaban al vivo vivo vivo; porque afuera, detrás de la casa, el molino de viento de caballete de los Matern molía trigo convirtiéndolo en harina a una velocidad del viento de ocho metros por segundo, y con sus cuatro aspas tapaba el sol cuatro veces en tres segundos y medio.
Al mismo tiempo que en el cuarto de la abuela se ponían las cosas endemoniadamente brillantes y oscuras, el recién nacido era llevado por la calzada, a través de Pasewark y Junkeracker, a Steegen, para recibir el bautismo, y los girasoles de la valla que cerraba el huerto de los Matern por el lado de la calzada se iban haciendo cada vez más grandes, se adoraban mutuamente y se veían glorificados sin interrupción por el mismo sol que las aspas del molino de viento apagaban cuatro veces en tres segundos y medio, porque es el caso que el molino de viento de caballete no se había introducido entre los girasoles y el sol, sino, y aun sólo en las mañanas, entre la abuela clavada a la silla y un sol que en el Islote no brillaba siempre, pero sí a menudo.
¿Cuántos años hacía que la abuela permanecía clavada a la silla?
Nueve años de cuarto suspendido.
¿Cuánto tiempo hacía que permanecía detrás de asteres, flores de escarcha, arvejas y enredaderas?
Nueve años, brillantes oscuros brillantes, a un lado del molino de viento de caballete.
¿Quién la había fijado tan firmemente a la silla?
Eso se lo hizo la nuera, Ernestina, que antes de casarse se apellidaba Stange.
¿Cómo pudo suceder?
La evangélica de Junkeracker había empezado por desalojar a Tilde Matern, que entonces no era todavía abuela sino más bien vigorosa y potente, de la cocina; se había instalado luego a sus anchas en la estancia y, en adelante, limpiaba los cristales de las ventanas el día de Corpus. Cuando Stina quiso expulsar a su suegra de los establos, la primera trifulca fue entre las gallinas, con la consiguiente pérdida de plumas: las dos mujeres se liaron a cubetazos.
Eso hubo de tener lugar, calcula Brauxel, en mil novecientos cinco, porque cuando dos años después seguía sin darle a Stina Matern deseos de manzanas verdes y pepinos agrios y seguía teniendo sus días imperturbablemente conforme al calendario, dijo Tilde Matern a su nuera, de pie ante ella con los brazos cruzados en el cuarto suspendido: siempre he pensado que las evangélicas tienen en el agujero el ratón del demonio. Y éste lo corroe todo; que ya nada puede salir, y no hace más que apestar.
A continuación de estas palabras se llegó a una guerra de religión en la que se luchó con cucharones de madera y que terminó, para la católica, en la silla, porque es el caso que aquel sillón de roble colocado entre la chimenea de azulejos y el reclinatorio acogió a una Tilde Matern herida de un ataque de apoplejía. Hacía pues nueve años que permanecía sentada en dicho asiento, excepto en los momentos en que, por razones de limpieza, era levantada en vilo por Laurita y las criadas el tiempo preciso de satisfacer una necesidad.
Cuando hubieron transcurrido los nueve años y quedó demostrado, pues, que las evangélicas no albergaban en su seno ratón diabólico alguno que todo se lo come y nada deja germinar, sino que, antes bien, algo había dado fruto, había venido al mundo como hijo y se le había cortado el cordón umbilical, la abuela, mientras en Steegen se bautizaba con tiempo favorable, seguía sentada inconmovible en el cuarto suspendido. Debajo del cuarto, en la cocina, había en el horno un ganso silbando en su propia grasa. Esto lo hacía el ganso en el tercer año de la gran guerra, en que los gansos se habían hecho tan raros que se contaba a la especie entre las especies en vías de extinción. Laurita Matern, la del lunar, el pecho aplanado y el pelo rizoso; Laurita, que no había conseguido marido —porque Pablito se había ido bajo tierra y sólo había dejado tras sí a su perro negro—; Laurita, que había de vigilar el ganso, no estaba en la cocina, ni rociaba el ganso, ni lo volvía, ni pronunciaba a su intención fórmula consagrada alguna, sino que estaba, antes bien, formando hilera con los girasoles detrás del vallado —éste había sido enjabelgado de nuevo en la primavera por el nuevo mozo de molienda— y hablaba, primero amable y luego preocupada, dos frases irritadas y acto seguido nuevamente con confianza, con alguien que no estaba del otro lado del vallado, que no pasaba con botas engrasadas y sin embargo crujientes, que no llevaba pantalones bombachos y que, con todo, se llamaba Pablo o Pablito y había de devolverle algo a la Laurita Matern de la mirada acuosa, algo que le había quitado. Pero Pablo no devolvía nada, pese a que la hora era propicia —mucha calma, a lo sumo un zumbido— y el viento, con una velocidad de ocho metros por segundo, calzaba el número preciso para pisar el molino arriba del caballete de tal modo que éste giraba una insignificancia más aprisa que el viento y, con una sola molienda, convertía el trigo de Miehlke —para él se estaba precisamente moliendo— en harina de Miehlke lista para ensacar.
Porque, pese a que en la capillita de madera de Steegen se bautizara a un hijo del molinero, no por esto estaba el molino parado. Cuando el viento era propicio a la molienda, había que moler. El molino sólo distingue entre días con viento y días sin viento de molienda. Laurita Matern sólo sabía de días en que Pablito pasaba y se paraba junto al vallado, y días en que no pasaba nada ni nadie se paraba en el vallado. Y como aquel día el molino molía, Pablito pasó y se detuvo. Perkun daba ladridos entrecortados. A lo lejos, detrás de los álamos de Napoleón y de las granjas de Folchert, Miehlke, Kabrun, Beister, Mombert y Kriwe, detrás de la escuela plana y de la Central de Jarros y Leche de Lührmann, las voces de las vacas se iban relevando. En esto, Laurita decía, amable: —Pablito —varias veces—, Pablito —decía, mientras en el horno, sin rociar, sin fórmulas y sin ser vuelto, el ganso se iba poniendo más reseco y más dominical—: Tú, devuélveme eso. No seas malo, tú. No seas así, tú. Devuélvemelo, que lo necesito. Dámelo, y no me digas que no. Anda, devuélvemelo.
Nadie devolvió nada. El perro Perkun volvió la cabeza sobre el cuello y siguió con la mirada, gimoteando bajito, al que se alejaba. Entre las vacas, la leche iba aumentando. El molino de viento estaba sentado con la rabadilla sobre el caballete y molía. Los girasoles se rezaban unos a otros plegarias de girasoles. El aire zumbaba. Y el ganso en el horno empezó a quemarse, primero poco a poco y luego tan rápidamente y con tanto olor a chamusquina que, en su cuarto suspendido sobre la cocina, la abuela Matern movía en círculo los globos de los ojos con mayor rapidez que lo hacían las aspas del molino. Mientras en Steegen salían de la capillita bautismal, mientras en el cuarto suspendido la tortuga del tamaño de una mano pasaba de una tabla fregada a otra, aquella, deslumbrante oscura deslumbrante, empezó, a causa de la chamusquina de ganso que subía hasta el cuarto suspendido, a burbujear, babosear y resoplar. Primero le salieron por las ventanas de la nariz unos pelos como los que todas las abuelas suelen tener en ella; pero cuando el acre olor llenó el cuarto atravesado por ráfagas deslumbrantes e hizo vacilar a la tortuga y encogerse las hojas de lechuga, ya no le salieron pelos de las ventanas de la nariz, sino vapor. Un rencor de nueve años se descargó. La locomotora de la abuela se puso en marcha. Vesubio y Etna. La abuela desencadenada echó por las narices el elemento preferido del infierno: fuego; contribuyó, cual dragón, al juego de luz violenta y sombra oscura y, en medio de la iluminación alternante, volvió a probar, después de nueve años, el seco rechinar de dientes. Lo logró: de izquierda a derecha, embotados por la chamusquina, los últimos muñones que le quedaban se frotaron, y finalmente se mezcló al resoplo del dragón, al vaho, al aliento ígneo y al rechinar de dientes un crujir y un romperse: aquella silla de roble que habían ensamblado tiempos prenapoleónicos y había soportado a la abuela por espacio de nueve años seguidos, salvo en las breves pausas impuestas por razones de limpieza, cedió y cayó en pedazos en el preciso momento en que la tortuga se veía levantada de las tablas del suelo y lanzada sobre la espalda. Al mismo tiempo saltaron, a manera de red, varios azulejos del horno. Abajo reventó el ganso y dejó derramarse el relleno. El asiento se desintegró en polvo de madera, más fino de lo que hubiera podido molerlo el molino de viento de caballete de los Matern; el polvo se levantó en nubes, se multiplicó como monumento pomposamente iluminado del carácter efímero de las cosas y envolvió a la abuela Matern, quien por cierto no había seguido el ejemplo de la silla ni se había convertido en polvo ancestral. Lo que aquí se posaba sobre las hojas arrugadas de lechuga, sobre la tortuga de espaldas, sobre los muebles y las tablas del suelo, no era más que polvo de la madera de roble; en tanto que ella, la terrible, no se posaba, sino que, rechinante y electrizada, se mantenía de pie, alcanzada por el alterno juego candente oscuro de las aspas del molino, en medio del polvo y el moho, rechinaba de izquierda a derecha y, a partir del rechinar, dio el primer paso: pasó de candente a oscura, andaba candente andaba oscura, salvó a la tortuga que ya casi no podía con su alma y cuyo vientre era de un bello amarillo-azufre, dio, después de nueve años de asiento inmóvil, pasos seguros, no resbaló en las hojas de lechuga, abrió la puerta del cuarto suspendido, bajó, hecha un dechado de abuela en zapatillas de fieltro, por la escalera a la cocina; se encontraba ahora sobre baldosas y virutas, apoyada con las dos manos en un anaquel, y trataba de salvar, con ardides culinarios de abuela, el ganso bautismal que se estaba quemando lamentablemente. Y logró efectivamente salvarlo un poco, raspando y apagando lo chamuscado y cambiando al ganso de postura. Pero todo el mundo que en Nickelswalde tuviera oídos oyó a la abuela, mientras salvaba, gritar desaforadamente y con terrible claridad, con voz que le salía de una garganta sobradamente reposada: —¡Holgazana, tú, holgazana! ¿Dónde estás, tú, holgazana? ¡Laurita, holgazana! ¡Espera un poco, tú, holgazana! ¡Maldita holgazana! ¡Holgazana, tú, holgazana!
Y hela ya aquí armada del cucharón de madera dura fuera de la cocina chamuscada, en medio del jardín zumbante, con el molino a la espalda. A la izquierda pisó las fresas, y a la derecha la coliflor; después de muchos años volvía a estar por vez primera entre las habas, pero luego, inmediatamente a continuación, detrás de los girasoles y entre ellos, y levantando cada vez el brazo derecho muy en alto y apoyada en todos sus movimientos por las aspas regulares del molino de viento de caballete, empezó a descargar sobre la pobre Laurita y también sobre los girasoles, pero no sobre Perkun, el cual, negro, desapareció corriendo entre las espalderas de las habas.
A pesar de los golpes, y por más que no hubiese allí Pablito alguno, Laurita gimoteaba en su dirección: —¡Ay, Pablito, ayúdame, socórreme, Pablito...! —pero lo único que la alcanzaba eran los golpes lígneos y la canción de la abuela desencadenada: —¡Holgazana, más que holgazana! ¡Holgazana condenada, tú!
Séptimo turno de madrugada
Brauksel se pregunta si no habrá puesto acaso en la fiesta de resurrección de la abuela un poco demasiado de aparato infernal. ¿No habría sido milagro suficiente que la buena mujer se hubiera levantado simplemente y, con las piernas algo tiesas, hubiera ido a la cocina a salvar el ganso? ¿Era necesario resoplar vapor y escupir fuego? ¿Era necesario que saltaran azulejos del horno y que las hojas de lechuga se encogieran? ¿No podía acaso prescindirse de la tortuga moribunda y del sillón desintegrado en polvo?
Si Brauksel, hombre objetivo actualmente y partidario de la economía del libre mercado, ha de contestar estas preguntas afirmativamente y ha de insistir en el fuego y el vapor, tendrá que aducir sus razones. No hay más que una razón del acompañamiento pomposo de la fiesta de resurrección de la abuela: los Matern, sobre todo la rama rechinante de la familia, desde el bandido medieval Materna hasta la abuela, que era una Matern de pura cepa —se había casado con su primo—, y hasta el neófito Walter Matern, tenían un sentido innato de las escenas grandes e inclusive espectaculares. Y es lo cierto que, en mayo del año diecisiete, la abuela Matern no se levantó sencillamente y se dirigió en forma natural a la cocina para salvar el ganso, sino que disparó previamente los fuegos artificiales que se acaban de describir.
Ha de añadirse además lo siguiente: mientras la abuela Matern trataba de salvar el ganso y la emprendía acto seguido con el cucharón contra la pobre Laurita, venían rodando desde Steegen, pasando por Junkeracker y Pasewark, los tres coches de dos caballos con la compañía bautismal hambrienta. Y por mucha comezón que le dé a Brauxel el comentar el banquete bautismal subsiguiente —toda vez que el ganso no alcanzó, hubo que traer vino de Weissau y carne adobada de la bodega—, tiene que dejar, con todo, que la compañía bautismal se siente a la mesa sin testigos. Nadie sabrá jamás cómo los Romeike y los Kabrun, cómo Miehlke y la viuda Stange se hartaron en el tercer año de guerra con ganso chamuscado, vino de Weissau, carne adobada y calabaza en vinagre. Brauxel lo siente sobre todo a causa de la gran presentación de la desencadenada y nuevamente ágil abuela Matern; a la única que le está permitido entresacar del idilio aldeano es a la viuda Amsel, porque es la madre de nuestro regordete Eduardo Amsel, quien durante los cuatro primeros turnos de madrugada anduvo pescando en el Vístula en crecida estacas, rodrigones y andrajos pesados como el plomo, y al que ahora, lo mismo que a Walter Matern, hemos de bautizar retrospectivamente.
Octavo turno de madrugada
Hace muchos muchos años —porque a Brauksel nada le gusta tanto como contarse cuentos— vivía en Schiewenhorst, aldea de pescadores a la izquierda de la desembocadura del Vístula, el negociante Alberto Amsel. Vendía petróleo, lona, depósitos de agua fresca, cuerdas, redes, cajas para anguilas, nasas, toda clase de utensilios de pesca, alquitrán, pinturas, papel de vidrio, estambres, tela encerada, pez y sebo, pero trabajaba también herramientas, desde el hacha hasta el cortaplumas y tenía además en depósito pequeños bancos de cepillar, piedras de esmeril, cámaras de bicicleta, lámparas de carburo, poleas, tornos y virolas. La galleta se apilaba frente a chalecos de corcho; una guindola, a la que sólo faltaba ponerle el nombre, enmarcaba el gran bote de vidrio con los bombones de malta; un aguardiente de grano, llamado «bolillo», se llenaba a partir de una ventruda damajuana de vidrio verde; ofrecía también telas al metro, retales, así como vestidos nuevos y usados, y además percheros, máquinas de coser usadas y bolas de naftalina. Y sin embargo, pese a las bolas, a la brea y al petróleo, a la goma laca y al carburo, a lo primero que olía la tienda de Alberto Amsel —amplia construcción de madera sobre una base de cemento— era, en forma pronunciada, a agua de Colonia, y luego, antes de que pudiera hablarse de naftalina, a pescado ahumado; porque es el caso que, al lado de su comercio al por menor, Alberto Amsel pasaba por mayorista de pescado, tanto de río como de mar; unas cajas del pino más ligero, doradas y llenas hasta no caber más de platija ahumada, de anguilas ahumadas, de sardinas ahumadas sueltas y en paquete, lampreas, merluzas y salmón del Vístula suave o fuertemente ahumado, ostentaban en las tablas frontales, en letras marcadas al fuego, el nombre de la casa A. Amsel-Pescado fresco-Pescado ahumado-Schiewenhorst-Gran Werder, y eran abiertas en el Mercado de Danzig, que estaba construido de ladrillo y situado entre las calles del Espliego y de los Hidalgos, entre la iglesia de los Dominicos y el Paseo de la Ciudad Vieja, con palanquetas: saltaba con estallido seco la madera de las tapas. Los clavos chillaban al ser arrancados de las tablas laterles. Y a través de ventanas neogóticas en ojiva caía una luz de mercado sobre el pescado recién ahumado.
Además de esto y como buen negociante que planeaba mirando al futuro y se preocupaba por los ahumaderos de pescado del delta del Vístula y a lo largo de la lengua de tierra, Alberto Amsel daba ocupación a un albañil de chimeneas, el cual, desde Plehnendorf hasta Einlage, o sea en todas las aldeas a lo largo del brazo muerto del Vístula a las que las chimeneas de los ahumaderos conferían un curioso aspecto de ruina, encontraba trabajo en abundancia: en un lugar había que ayudar a una chimenea que tiraba mal; en otro había que construir de nuevo una de aquellas potentes chimeneas de ahumadero que se elevaban muy por encima de los pescadores. Todo esto en nombre de Alberto Amsel, al que no sin razón se decía rico. El rico Amsel, se decía, o bien: «El judío Amsel». Por supuesto, Amsel no era judío. Y si bien tampoco era menonita, se decía, con todo, buen evangélico, tenía en la iglesia de pescadores de Bohnsack un lugar fijo, ocupado domingo tras domingo, y se casó con Carlota Tiede, hija pelirroja de campesino, con propensión a jamona, de Gross-Zünder, lo que quiere decir: ¿cómo iba Alberto Amsel a ser judío, si el rico campesino Tiede, que sólo iba de Gross-Zünder a Käsemark en carruaje de cuatro caballos y botas de charol, que entraba y salía del Consejo Territorial como Pedro por su casa, que hacía que sus hijos sirvieran en la caballería o, mejor dicho, en los húsares bastante caros de Langfuhr, le dio a su hija por esposa?
Más adelante dirían muchos que el viejo Tiede sólo había dado su hija al judío Amsel porque, lo mismo que muchos otros campesinos, negociantes, pescadores y molineros —también el molinero Matern de Nickelswalde—, estaba muy endeudado con él por el mantenimiento de su carruaje de cuatro caballos. Se decía además, como con afán de querer demostrar algo, que Alberto Amsel se había opuesto categóricamente, frente a la Comisión Provincial de Regulación de Mercados, a la cría excesiva de puercos.
Brauksel, que está mejor enterado, traza ahora una raya provisional al pie de todos los supuestos; porque, ya fueran el amor o los pagarés lo que llevó a Carlota a su casa, ya se sentara los domingos en la iglesia de pescadores de Bohnsack como judío bautizado o como cristiano bautizado, es lo cierto que Alberto Amsel, el activo comerciante de orillas del Vístula —espaldudo cofundador por lo demás de la Unión Gimnasta de Bohnsack 05, asociación registrada, y barítono potente del coro de la iglesia— llegó a orillas de los ríos Somme y Mame a teniente de reserva varias veces condecorado y cayó el año diecisiete, apenas dos meses antes del nacimiento de su hijo Eduardo, cerca de la fortaleza de Verdún.
Noveno turno de madrugada
Walter Matern, empujado por Aries, vio la luz de este mundo en abril. Los Peces de marzo, ágiles y aventajados, sacaron a Eduardo Amsel del socavón materno. En mayo, cuando el ganso se chamuscó y la abuela Matern se levantó, fue bautizado el hijo del molinero. Esto se hizo católicamente. Y desde fines de abril fue rociado el hijo del difunto negociante Alberto Amsel en la iglesia de pescadores de Bohnsack conforme al buen rito evangélico y, según es allí costumbre, mitad con agua del Vístula y mitad con agua del Báltico.
Digan los demás cronistas, quienes desde hace nueve turnos de madrugada escriben con Brauksel a quien más, lo que quieran en discrepancia de la opinión de éste, es lo cierto que en materia del neófito de Schiewenhorst tendrán que darme la razón: Eduardo Amsel, o Eddi Amsel, Haseloff, Hocicodeoro, etcétera, es, de todos los personajes que han de animar este folleto conmemorativo —la mina de Brauchsel hace ya casi diez años que no extrae ni carbón, ni mineral ni potasa—, el héroe más móvil, con excepción de Brauxel.
Su oficio consistió desde el principio en inventar espantajos. Y no es que tuviera nada contra los pájaros; en cambio éstos, de cualquier especie de vuelo o pluma que fuesen, sí tenían algo contra él y su ingenio inventor de espantajos. Lo identificaron inmediatamente después del bautismo; las campanas no habían cesado todavía. Sin embargo, Eduardo Amsel estaba tendido, repleto, bajo el tieso cojín bautismal, y no daba a conocer si los pájaros le importaban algo o no. La madrina de bautismo se llamaba Gertrudis Karweise y no dejó luego de tejerle puntualmente para cada Navidad, año tras año, calcetines de lana. Sobre sus brazos robustos, el neófito era llevado al frente de la multicefálica compañía bautismal, invitada a un banquete bautismal interminable. La viuda Amsel, de soltera Tiede, había permanecido en la casa, vigilaba el arreglo de la mesa, daba en la cocina las últimas instrucciones y probaba las salsas. En cambio, todos los Tiede de Gross-Zünder, con excepción de los cuatro hijos que vivían peligrosamente en la caballería —más adelante cayó el segundo de los menores— caminaban pesadamente, en buena tela, detrás del cojín bautismal. El cortejo iba a lo largo del Vístula: los pescadores de Schiewenhorst, Cristián Glomme y señora Marta Glomme, nacida Liedke; Heriberto Kienast y su esposa Juana, antes Probst; Carlos Jacobo Ayke, cuyo hijo Daniel Ayke había encontrado la muerte en el Doggerbank, al servicio de la marina imperial; la viuda de pescador Brigita Kabus, cuya balandra conducía su hermano Jacobo Nilenz; y, entre las nueras de Ernesto Guillermo Tiede, que con tacón alto de ciudad iban de rosa, verde pálido y violeta, y ceñidas de negro brillante, el anciano pastor Blech —sucesor de aquel célebre diácono que, en calidad de cura de Santa María, había escrito la crónica de la ciudad de Danzig desde mil ochocientos siete hasta mil ochocientos catorce, o sea, pues, durante la época de los franceses—. El propietario del ahumadero en grande Federico Bollhagen, de Neufähr-Oeste, iba al lado del capitán retirado Bronsard, quien durante la época de guerra había encontrado como inspector de presas una misión en Plehnendorf. A Augusto Sponagel, fondista de Wesslinken, la comandante Von Ankum le sobrepasaba en una cabeza. Toda vez que desde principios del quince ya no había ningún Dirk Enrique von Ankum, propietario de Klein-Zünder, Sponagel llevaba a la comandante del rígido brazo en ángulo recto que le era ofrecido. La cola de la comitiva, detrás del matrimonio Busenitz, que regentaba en Bohnsack un negocio de carbón, la formaban el inválido alcalde rural Erich Lau y Margarita Lau, en estado muy avanzado de gravidez, quien, siendo hija del alcalde rural Momber, de Nickelswalde, no se había casado fuera de su condición. El inspector de diques Haberland había tenido que despedirse ya, toda vez que estaba de riguroso servicio, ante el mismo portal de la iglesia. Es posible que prolongaran además el cortejo una sesentena de niños, todos demasiado rubios y en vestidos demasiado solemnes.
Por caminos de arena, que sólo escasamente cubrían las raíces rastreras de los pinos de la playa, la comitiva avanzaba a lo largo de la orilla derecha del río hacia los coches de dos caballos y el de cuatro caballos del viejo Tiede, quien, pese al tiempo de guerra y a la escasez de caballos, se las había arreglado para conservarlos. Arena en los zapatos. El capitán Bronsard reía fuerte, hasta sofocarse, y había luego de toser un buen rato. Las conversaciones sólo habían de iniciarse después del banquete bautismal. El bosque de la orilla olía a Prusia. El río, brazo muerto del Vístula que sólo conseguía algo de empuje más abajo, gracias al aflujo del Motlau, apenas se movía. El sol brillaba prudentemente sobre los vestidos de los días de fiesta. Las nueras de Tiede tiritaban rosa verde pálido y violeta y envidiaban los chales de las viudas. Es posible que el abundante negro-viuda, la gigantesca comandante y el andar monumentalmente oscilante del inválido favorecieran un acontecimiento que se había venido preparando desde el principio: apenas abandonada la iglesia de pescadores de Bohnsack, se levantan en nube arriba de la plazuela de la iglesia las gaviotas, que por lo regular apenas se dejan ahuyentar. Nada de palomas, porque las iglesias de pescadores mantienen gaviotas, y no palomas. Ahora se elevan de los juncales de la orilla y del estanque de los patos, oblicua o derechamente, pardillos, golondrinas marinas y cercetas. Se han ido todas las cogujadas. De los pinos del bosque de la orilla se escapan las cornejas. Los estorninos y los mirlos abandonan el cementerio y los huertos frente a las casas enjalbegadas de los pescadores. De las lilas y el espino de flores rojas, las nevatillas, los paros, los petirrojos, los pinzones y los tordos, todos los que nombra la canción; en bandadas los gorriones de los canalones y los alambres; las golondrinas de los establos y las grietas: todo lo que pertenece a la familia de los pájaros levanta el vuelo, se desbanda, se dispara vocingleramente con la velocidad de la flecha tan pronto como brilla el cojín bautismal, se deja llevar por el viento marino sobre el río, forma una nube negra que el espanto arrastra de un lado para otro y en la que pájaros que por lo regular se evitan mutuamente se juntan ahora sin discriminación, azuzados por un mismo horror: gaviotas y cornejas, la pareja de azores entre pájaros canoros de manchas variadas, y la urraca, la urraca.
Y quinientos pájaros, sin contar los gorriones, huyen en masa entre el sol y la comitiva bautismal. Y quinientos pájaros proyectan sobre los invitados al bautismo, el cojín bautismal y el recién bautizado, una sombra ominosa.
Y quinientos pájaros —¿quién contaría los gorriones?— hacen que los invitados, desde el inválido alcalde rural Lau hasta los Tiede, se agrupen y, primero en silencio y luego murmurando y con mirada atónita, se empujen de atrás para adelante y apresuren más y más el paso. Augusto Sponagel tropieza en las raíces de los pinos. Entre el capitán Bronsard y el pastor Blech, que sólo insinúa un levantamiento de brazos y un intento rutinario de apaciguamiento, se precipita al frente la gigantesca comandante, con la falda recogida como en un chubasco, y arrastra a todos los demás: a los Glomme y a Kienast y señora, a Ayke y a la Kabus, a Bollhagen y el matrimonio Busenitz; inclusive el inválido Lau y su embarazada esposa, que más adelante ha de dar a luz, no por cierto asustada, una niña normal, mantienen jadeantes el paso. La única que se rezaga es la madrina de los brazos fornidos, con el neófito y el cojín bautismal ladeado, y es la última en alcanzar los coches de dos caballos y el de cuatro caballos de los Tiede, que esperan entre los primeros álamos de la calzada de Schiewenhorst.
¿Chilló el neófito? No lloró, pero tampoco dormía. ¿Disolviose la nube de los quinientos pájaros y los incontables gorriones inmediatamente después de la partida precipitada y nada festiva de los carruajes? Por largo rato, todavía, la nube no encontró reposo sobre el lento río: ora flotaba sobre Bohnsack, ora en punta sobre el bosque de la orilla y las dunas, luego, amplia y fluida, sobre la otra orilla, dejando caer una corneja en un prado pantanoso, en donde se destacaba gris y fija. No fue sino al entrar los carruajes de dos y cuatro caballos en Schiewenhorst cuando la nube se desintegró en especies y volvió a la plazuela de la iglesia, al cementerio y los jardines, a los establos, los juncales y las lilas, a los pinos... pero hasta la noche, cuando ya los invitados al bautizo, hartados y bebidos, cargaban la larga mesa con los codos, se mantuvo viva la inquietud en muchos corazones de pájaros de diversos tamaños; porque el espíritu inventor de espantajos de Eduardo Amsel se había comunicado, tendido todavía en el cojín bautismal, a todos los pájaros. En adelante ya sabían de él.
Décimo turno de madrugada
¿Quién desea saber, a fin de cuentas, si el negociante y teniente de reserva Alberto Amsel había sido judío? Porque no es probable que la gente de Schiewenhorst, Einlage y Neufähr le llamara un judío rico sin fundamento alguno. ¿Y el nombre? ¿No es acaso típico? ¿Qué? El pájaro[1] parece derivarse del holandés, porque a principios de la Edad Media avenaron unos colonos holandeses las tierras bajas del Vístula y trajeron consigo peculiaridades lingüísticas, los molinos de viento y sus nombres.
Después que durante turnos de madrugada liquidados Brauksel ha aseverado que A. Amsel no había sido judío, diciendo literalmente: «Por supuesto, Amsel no era judío», puede ahora pretender demostrar con el mismo derecho —porque todo origen es discrecional— que: por supuesto, Alberto Amsel era judío. Descendía de una familia de sastres de viejo arraigo en Preussisch-Stargard, a la que había tenido que dejar tempranamente, ya a los dieciséis años de edad, en dirección de Schneidemühl, Fráncfort sobre el Oder y Berlín, porque la casa de su padre estaba llena de hijos, viniendo catorce años más tarde —cambiado, ortodoxo, acaudalado— a la desembocadura del Vístula, por Schneidemühl, Neustadt y Dirschau. Cuando Alberto Amsel se empadronó ventajosamente, el corte aquel que había hecho de Schiewenhorst una aldea ribereña no contaba todavía ni un año.
Empezó pues su negocio. ¿Por qué otra cosa hubiera podido empezar? Cantó en el coro de la iglesia. ¿Por qué, siendo barítono, no hubiera debido cantar? Fundó pues con otros un club gimnástico, y entre todos los habitantes de la aldea era él, Alberto Amsel, el que más convencido estaba de que no era judío: el nombre de Amsel proviene de Holanda; mucha gente se llama Pico, e inclusive un célebre explorador africano se había llamado Ruiseñor; únicamente Águila es un nombre típicamente judío, pero en ningún caso Mirlo. Por espacio de catorce años, el hijo del sastre se había dedicado a olvidar su origen y sólo accesoriamente, pero con el mismo éxito, a reunir una fortuna bien evangélica.
En esto, un joven precoz llamado Otto Weininger escribió en mil novecientos tres un libro. El tal libro, único, tenía por título Sexo y carácter, fue editado en Viena y Leipzig y se esforzaba, en el curso de seiscientas páginas, en negar el alma a la mujer. Toda vez que en la época de la emancipación el tema se reveló como de actualidad, y sobre todo porque en su capítulo trece, con el título de «El judaísmo», el libro único en cuestión negaba también el alma a los judíos, en cuanto raza femenina, la nueva publicación alcanzó enormes tiradas, llegando a hogares en los que habitualmente sólo se leía la Biblia. Y así llegó también el golpe de genio de Weininger al hogar de Alberto Amsel.
Tal vez el negociante no habría abierto el grueso libro si hubiera sabido que un señor Pfennig se empeñaba en denunciar a Otto Weininger como plagiario; porque ya en 1906 apareció un folleto que atacaba severamente al difunto Weininger —el joven se había quitado la vida con su propia mano— y a su colega Swoboda. Inclusive S. Freud, que había designado al fallecido Weininger como un joven sumamente dotado, no pudo pasar por alto, por mucho que desaprobara el tono del maligno folleto, el hecho documentado: la idea central de la bisexualidad de Weininger no era original, sino que se le había ocurrido primero a un señor Fliess. Sin saberlo, pues, Alberto Amsel abrió el libro y leyó en Weininger —quien en una nota al pie se consideraba como perteneciente al judaísmo—: El judío carece de alma. El judío no canta. El judío no practica deporte alguno. El judío ha de superar el judaísmo que lleva dentro... Y Alberto Amsel superó: superó cantando en el coro de la iglesia, superó no sólo fundando la Unión Gimnasta de Bohnsack 05, sino presentándose debidamente equipado en el gimnasio, practicando en las paralelas y en la barra fija, en el salto de altura y de distancia, en la carrera de relevos, e introduciendo a derecha e izquierda de las tres desembocaduras del Vístula, no obstante la oposición —nuevamente como fundador y precursor—, el juego de pelota a pala[2], tipo de deporte relativamente nuevo.
Brauksel, que es quien aquí lleva la pluma lo mejor que puede, nada sabría, al igual que los demás habitantes del Islote, de la pequeña ciudad de Preussisch-Stargard ni del abuelo sastre de Eduardo Amsel, si Carlota Amsel, antes Tiede, hubiera guardado silencio. Muchos años después del luctuoso día de Verdún abrió la boca.
El joven Amsel, de quien en adelante habremos de ocuparnos, aunque con pausas, había acudido desde la ciudad al lado de su madre moribunda, y ésta, que padecía diabetes, le había susurrado en su desvarío al oído: —Ay, hijito mío. Perdona a tu pobre madre. El Amsel, al que tú no conoces, pero que fue tu propio padre, era circunciso, como dicen. Ojalá no te pesquen, ahora que son tan severos con las leyes.
En la época de las leyes severas —pero que en el territorio del Estado Libre no se aplicaban todavía—, Eduardo Amsel heredó el negocio y la fortuna, casa e inventario, juntamente con un estante de libros: Los reyes de Prusia, Los grandes prusianos, El viejo Federico, Anécdotas, El conde Schlieffen, El coral de Leuthen, Federico y Catalina, La Barbarina, y el libro de Otto Weininger, único en su género, que Amsel, en tanto que los demás se le fueron perdiendo uno tras otro, en adelante había de llevar siempre consigo. Leía en él a su manera, leía también las notas al margen que su padre gimnasta y cantante le había inscrito, salvó el libro en los malos tiempos y cuidó de que hoy y en todo momento pueda consultársele sobre el pupitre de Brauxel: Weininger ha suministrado ya al que aquí lleva la pluma más de una ocurrencia. El espantajo se hace a imagen del hombre.
Undécimo turno de madrugada
El cabello de Brauchsel crece. Mientras escribe o dirige la mina, va creciendo. Crece mientras come, anda, duerme, respira o retiene la respiración, mientras baja el turno de madrugada y sube el de noche y los gorriones empiezan el día. Es más, mientras el peluquero va acortando conforme al deseo y con fríos dedos el pelo de Brauksel, porque el año toca a su fin, el pelo va creciendo bajo las propias tijeras. Algún día, Brauksel, como Weininger, habrá muerto, pero su pelo, las uñas de los dedos de sus manos y las de los dedos de sus pies le sobrevivirán por algún tiempo, lo mismo que este manual sobre la confección de espantajos eficaces seguirá leyéndose cuando el que lleva la pluma haya dejado, desde mucho antes, de existir.
Hablábamos ayer de leyes severas. Pero, en el momento de nuestro relato apenas incipiente, las leyes son todavía benignas, y no castigan en absoluto el origen de Amsel; Carlota Amsel, antes Tiede, nada sabe de la terrible diabetes; Alberto Amsel no era, «por supuesto», judío; Eduardo Amsel es asimismo buen evangélico, ostenta el cabello pelirrojo de crecimiento rápido de su madre y se mueve regordete, en posesión ya de todas sus pecas, alrededor de redes de pescar: contempla el mundo, de preferencia, a través de redes de pescar. ¿Qué tiene de extraño, pues, que el mundo se le presente pronto como con dibujo reticulado y cercado con rodrigones?
¡Espantajos! Aquí se sostiene que el pequeño Eduardo Amsel no tenía inicialmente —y apenas a los cinco años y medio confeccionó su primer espantajo digno de mención— la intención de construirlos. Pero la gente del pueblo y los agentes viajeros de paso, que recorrían el Islote ofreciendo seguros contra incendios o presentando muestras de semillas, lo mismo que los campesinos que regresaban del notario, todos los que veían hacer revolotear sus figuras sobre el dique junto al embarcadero de Schiewenhorst pensaban en esa dirección, y Kriwe decía a Heriberto Kienast: «¡Santo Dios! Mira aquí lo que ha hecho el hijo de Amsel, ¡un verdadero espantajo!». Lo mismo que ya antes del bautizo, tampoco después de él tenía Eduardo Amsel nada contra los pájaros; pero, en cambio, todo lo que a derecha e izquierda del Vístula se deja llevar por el viento con la ligereza del pájaro tenía algo contra sus productos, llamados espantajos. Pese a que cada día confeccionaba uno, éstos nunca se parecían entre sí. Lo que ayer hiciera con un pantalón rayado, un arrapiezo de cuadros grandes en forma de chaqueta, un sombrero sin ala, una escalera defectuosa y quebradiza y un brazo de ramas frescas de sauce, lo desmontaba a la mañana siguiente y, con los mismos elementos, fabricaba un nuevo monstruo de otro sexo y otra fe —una figura, en todo caso, que mantenía los pájaros a distancia.
Si bien todas estas construcciones efímeras revelaban siempre de nuevo la diligencia y la fantasía del constructor, era sin embargo el sentido despierto de Eduardo Amsel por la realidad multiforme, y su ojo curioso, arriba de las mejillas gordas, lo que equipaba y hacía funcionar sus productos con detalles bien observados y los convertía en espantajos. Se distinguían de los demás espantajos corrientes que se balanceaban en los jardines y campos alrededor no sólo formalmente, sino también en cuanto al efecto: es lo cierto, en todo caso, que si los demás espantajos corrientes sólo se anotaban frente a los pájaros éxitos insignificantes apenas dignos de mención, sus objetos, en cambio, poseían la virtud de provocar pánico entre aquéllos.
Sus espantajos parecían estar dotados de vida y, si se contemplaban el tiempo suficiente, estaban ya perfectamente vivos durante la confección y también, como torsos, al ser desmontados. Arrancaban y tomaban impulso sobre el dique y, corredores del dique, hacían señas, amenazaban, atacaban, pegaban, saludaban de una orilla a otra, se dejaban llevar por el viento, conversaban con el sol, bendecían el río y sus peces, contaban los álamos, rebasaban las nubes, rompían puntas de campanario, querían asaltar el cielo, hundir la balsa y perseguirla y ahuyentarla, y no eran nunca anónimos sino que representaban al pescador Juan Lickfett, al pastor Blech, una vez y otra y otra al balsero Kriwe, quien con la boca abierta mantenía la cabeza inclinada, al capitán Bronsard, al inspector Haberland; en fin, a todos cuantos la tierra llana brindaba. Así, pese a que tenía su terruño en Klein-Zünder y raramente posaba de modelo en la balsa, la huesuda comandante Von Ankum adquirió carta de ciudadanía en el dique de Schiewenhorst como gigantona, coco de pájaros y niños, y se mantuvo allí por espacio de tres días.
Poco más tarde, cuando Eduardo Amsel empezó a ir a la escuela, fue el joven maestro normal de la escuela de Nickelswalde —porque Schiewenhorst no la tenía— el que hubo de aguantar cuando su pecoso alumno lo plantó, en forma de frágil espantajo, en la gran duna a mano derecha de la desembocadura del río. Amsel colocó la contrafigura del maestro entre los nueve pinos encorvados por el viento de la cresta de la duna y le puso plásticamente a los pies, calzados con zapatos de lona, el Islote llano como la palma de la mano, desde el Vístula hasta el Nogat, y además la tierra baja, hasta las torres de la ciudad de Danzig, hasta las colinas y los bosques atrás de ésta, amén del río, desde la desembocadura hasta el horizonte, y el alto mar hasta la península presentida de Hela, comprendidos los barcos anclados en la rada.
Duodécimo turno de madrugada
El año toca a su fin. Se trata de un fin de año especial, porque, debido a la crisis de Berlín, la fiesta de San Silvestre sólo puede celebrarse con cohetes, pero no con petardos. Además no hace mucho que aquí, en la Baja Sajonia, fue llevado a su última morada Hinrich Kopf, uno de los padres beneméritos de la patria, razón adicional para no soltar buscapiés a medianoche. Preventivamente y de acuerdo con el consejo obrero, Brauxel ha hecho fijar en la caseta, en el edificio de la administración, en el banco de suspensión y en el lugar de carga sendos anuncios: «Se recomienda a los obreros y empleados de la Casa Brauxel & Co. —Exportación e Importación— celebrar la fiesta de San Silvestre en silencio y conforme al carácter serio de las circunstancias». Tampoco podía el que aquí lleva la pluma dejar de citarse a sí mismo, por cuanto hizo imprimir pulcramente en papel de tina la frasecita «El espantajo se confecciona a imagen del hombre» y la envió como saludo de Navidad a clientes y amigos.
El primer año de escuela deparó a Eduardo Amsel muchas cosas. Regordete hasta el ridículo y salpicado de pecas, al presentarse ahora diariamente a la vista de dos aldeas, le correspondió el papel de cabeza de turco. Comoquiera que los juegos de los muchachos se llamaran, tenía que jugarlos o, mejor dicho, se los jugaban a él. Sin duda, cuando la horda le arrastraba a las ortigas atrás del cobertizo de Folchert, le ataba a un poste con una cuerda reblandecida que olía a brea, o bien, aunque sin mucha fantasía, le torturaba en forma que sí dolía, el pequeño Amsel lloraba, pero, a través de las lágrimas, que como es sabido proporcionan una óptica borrosa pero más que precisa, sus ojitos gris verdosos hundidos en la grasa no querían renunciar, con todo, a observar, apreciar y percibir objetivamente los movimientos típicos. Dos o tres días después de una de tales palizas —podía acaso ocurrir que entre diez golpes saltara al lado de otras injurias y apodos, con o sin intención, la palabrita «¡chueta!»— se encontraba en el bosque costero, entre dunas o directamente en la playa, lamida por las olas, la misma escena de la paliza, reproducida en un solo espantajo de muchos brazos.
A estas palizas y reproducciones subsiguientes de palizas anteriores había de poner fin Walter Matern. Él, que por mucho tiempo había participado en las primeras y era inclusive el que con o sin intención había introducido la palabrita «chueta», se detuvo un día en medio de los golpes, posiblemente porque hubiera descubierto en la playa un espantajo ciertamente saqueado pero que no por ello golpeaba con menos ciego furor en torno suyo y no le era totalmente desemejante sino que, antes bien, le multiplicaba por nueve los puños; dejó que ambos puños reflexionaran, si se nos pasa la expresión, por espacio de cinco puñetazos, y volvió luego a aporrear; pero ya no era ahora el pequeño Amsel quien había de aguantar cuando los puños de Walter Matern se emancipaban, sino que éste la emprendía contra los demás verdugos, y lo hacía con tal fervor y acompañamiento regular de rechinamiento de dientes, que seguía boxeando en el suave aire estival detrás del cobertizo de Folchert cuando ya nadie quedaba aquí, fuera del pestañeante Amsel.
Las amistades contraídas durante o después de palizas, esto lo sabemos todos de películas que quitan la respiración, han de confirmarse todavía a menudo y con gran suspenso. También a la amistad Amsel-Matern le habrán de ser impuestas todavía en este libro —y de ahí que se alargue— muchas pruebas. Ya desde el principio tuvieron los puños de Walter Matern, en beneficio de la joven amistad, harto que hacer, porque los pilluelos pescadores y campesinos no acertaban a comprender el pacto de amistad súbitamente sellado y persistían, apenas terminada la escuela, en arrastrar como de costumbre al recalcitrante Amsel tras el cobertizo de Folchert. Porque lento corría el Vístula, lentamente se iban estrechando los diques, lentamente se sucedían las estaciones, lentamente pasaban las nubes, lentamente se esforzaba la balsa, lentamente se iba pasando en la tierra llana de la lámpara de petróleo a la luz eléctrica, y sólo en forma vacilante quería comprenderse en las aldeas de uno y otro lado del Vístula que quien quería llegar al pequeño Amsel tenía que cruzar primero unas palabritas con Walter Matern. El secreto de esta amistad empezó lentamente a obrar milagros. Una figura, representativa de numerosas y coloreadas situaciones de joven amistad en el campo, se mantuvo en su singularidad por muchos años, entre las figuras estereotipadas de la vida rural —campesino, mozo, pastor, maestro, cartero, buhonero, propietario de quesería, inspector de la cooperativa lechera, guarda forestal e idiota de la aldea— sin ser fotografiada: en algún lugar entre las dunas, con el bosque costero y sus trochas a la espalda, trabaja Amsel. Desplegadas y dispuestas en perspectiva yacen tendidas prendas de vestir de confección diversa. No predomina moda alguna. Sujetos con montoncitos de arena y maderas flotantes, el terliz del ejército prusiano descalabrado y el rígido botín manchado de la última crecida no se los puede llevar el viento: camisas de dormir, levitas, pantalones sin asiento, trapos de cocina, jubones, uniformes de gala, cortinas con mirillas, corpiños, baberos, libreas cocheras, fajas, sostenes, tapices roídos, relleno de corbatas, banderitas de la fiesta de los tiradores y un equipo de manteles huelen y atraen moscas. La oruga multiarticulada de sombreros de fieltro y terciopelo, gorras, cascos, casquetes, gorros de dormir, quepis, bonetes y sombreros de paja se retuerce, quiere morderse la cola, ofrece cada miembro de su largo, está bordada con moscas y aguarda su empleo. Los rayos del sol hacen que todas las estacas, los fragmentos de escaleras, rodrigones, bastones de paseo lisos o nudosos y los simples garrotes, tales como el mar y el río los arrojan, proyecten sombras diversamente alargadas, ambulantes y que siguen el curso del tiempo. Y además una montaña de bramantes, alambre de flores, cordaje a medio pudrir, cuero quebradizo, velos deshilachados, asaduras de lana y fajinas de paja, tales como resbalan, negras de moho, de los tejados caducos de los graneros rurales. Botellas barrigudas, cubos de ordeñar carentes de fondo, azulejos de urinario y soperas forman un montón aparte. Y entre todas las provisiones, sorprendentemente ágil, Eduardo Amsel. Suda, pisa descalzo cardos costeros, pero no lo nota, gime, gruñe, se ríe un poco a socapa, planta aquí un rodrigón, le echa al frente una lata atravesada, echa a continuación alambre —no ata, sino que echa las cosas una junto a otra, y aguantan admirablemente—, deja que una cortina rojo-parda bordada en plata dé tres vueltas y media alrededor de rodrigón y lata, permite que fajinas de paja, enmarañadas entre sí, se conviertan arriba del barrilito de mostaza en cabeza, da la preferencia a una gorra de visera, cambia la gorra de estudiante por el sombrero del cuáquero, pone la oruga de gorras y sombreros en desorden, también las moscas coloreadas de la playa, quiere dar la victoria por un momento a un gorro de dormir, pero acaba confirmando la función arriba de la coronilla a un calentador de café al que la última crecida ha conferido una forma más rígida. Se da cuenta oportunamente de que le falta todavía al todo una chaqueta, una chaqueta brillante por detrás; escoge entre los harapos y arrapiezos mohosos y le echa sobre los hombros a la hechura, abajo del calentador de café, sin ni siquiera fijarse mucho en ello, la chaqueta. Y helo aquí plantando ya a la izquierda una escalerita fatigada, dos garrotes de la altura de un hombre, cruzados, a la derecha; triza un pedazo de vallado de huerto de tres ripias de ancho en un arabesco helicoidal, apunta brevemente, lanza y acierta con terliz rígido, media con cinturón crujiente, confiere con asaduras de lana a esta figura, batidor de su grupo, cierto mando militar, y se encuentra acto seguido, cargado de tela, cubierto de cuero, fajado con cordaje, tocado con siete gorras y glorificado con una aureola de moscas, delante, al lado, a sudoeste y a estribor de su pelotón perdido, que se va convirtiendo más y más en grupo espantapájaros; porque de las dunas, de la avena costera y de la pineda de la playa ahuyenta pájaros corrientes y otros —desde el punto de vista ornitológico— más raros. Causa y efecto: los apelotona, muy arriba del lugar de trabajo de Eduardo Amsel, en una nube. Con escritura ornitológica van escribiendo su miedo en forma cada vez más estrecha, más empinada y más crespamente entremezclada. Este texto contiene la raíz cra, ostenta el marucrú de la paloma silvestre, y termina, cuando lo hace, en pi, pero lleva como fermento mucho ubú, mucho oec, el reech de los patos y el mugir bovino del avetoro. No hay horror alguno, provocado por la creación de Eduardo Amsel, que no encuentre expresión. ¿Pero quién es el que hace la ronda arriba de las crestas de las dunas por las que se escurre el agua y mantiene la paz necesaria a la labor ornitófoba del amigo?
Estos puños son los de Walter Matern. Cuenta siete años de edad y mira con mirada gris por sobre el mar, como si éste le perteneciera. La joven perra Senta les ladra a las olas asmáticas del Báltico. Perkun ya no lo hay. Perkun engendró a Senta. Senta, del linaje de Perkun, parirá a Harras. Harras, del linaje de Perkun, engendrará a Príncipe. Y Príncipe, del linaje Perkun-Senta-Harras —y en el origen de todo aúlla la loba lituana—, hará historia... pero, por el momento, Senta le ladra al débil Báltico. Y él está de pie, descalzo, en la arena. Con la sola voluntad y mediante un ligero vibrar de las rodillas hasta las plantas logra hundirse más profundamente en la duna. No tardará la arena en llegar al pantalón arremangado, de dril, que el agua de mar pone rígido. En esto, Walter Matern salta fuera de la arena, lanza arena al viento, se ha alejado de la duna, y Senta de las breves olas, han husmeado probablemente algo, y se lanzan, él pardo y verde en dril y lana, y ella negra y tendida, por sobre la próxima cresta de duna, en la avena de la playa, vuelven a emerger uno tras otro lentamente y aburridos, después que el mar flojo ha chapaleado seis veces en la playa, en otro lugar totalmente distinto. No fue probablemente nada. Bolas de aire. Sopas de viento. Ni siquiera un conejo.
Arriba, en cambio, donde desde la Putziger Ecke nadan en dirección de la albufera unas nubes de tamaño bastante igual ante un guardapolvo azul, los estridentes pájaros enronquecidos no quieren cesar de confirmar los espantajos casi listos de Eduardo Amsel cual espantajos ya terminados.
Decimotercer turno de madrugada
En el terreno de la explotación todo permaneció gratamente tranquilo durante el fin de año. Los aprendices, bajo la vigilancia del capataz de minas Wernicke, dispararon desde el armazón de la jaula unos bonitos cohetes que imitaban el signo de nuestra empresa, el motivo bien conocido del pájaro. Fue de lamentar, con todo, que la capa de nubes estuviese demasiado baja para que la magia pudiera desplegarse en todo su esplendor.
Hacer figuras. Este juego de las dunas, la cima del dique o algún claro abundante en arándanos de la pineda costera, adquirió un sentido adicional cuando, un atardecer —la balsa había terminado ya su servicio—, el balsero Kriwe llevó al alcalde rural de Schiewenhorst y a su hijita, en cuadros rojos y blancos, a la linde del bosque, en donde Eduardo Amsel, protegido siempre por su amigo Walter Matern y la perra Senta, había alineado al pie de unas dunas silvestres escarpadas, pero sin colocarlos en formación estricta, seis o siete de sus productos más recientes.
El sol bajaba sobre Schiewenhorst. Los amigos proyectaban unas sombras alargadas. Si a pesar de todo la sombra de Amsel se veía más llena, el sol poniente puede suministrar aquí la prueba de cuán gordo era el rapaz; más adelante habrá de engordar más aún.
Ninguno de los dos se movió al acercarse el correoso Kriwe oblicuo y el inválido campesino Lau, con la hijita y tres sombras en remolque. Senta esperó y rastrilló brevemente. Con mirada vacía —esto lo habían practicado a menudo—, miraron desde la cresta de la duna, por encima de los espantajos alineados y del prado en declive en el que abundan los topos, en dirección del molino de los Matern. Estaba éste asentado con la rabadilla en el caballete y se encontraba levantado en conjunto, por un montículo redondo, hacia el viento, pero no iba.
Pero ¿quién estaba allí al pie del montículo y llevaba a la derecha un saco que se doblaba sobre el hombro? Era el blanco molinero Matern, que estaba de pie bajo el saco. También él fijo, como las aspas, como los dos en la cresta de la duna y como Senta, aunque por otros motivos.
Kriwe alargó lentamente el brazo izquierdo con un dedo pardo cuero nudoso. Eduvigis Lau, vestida de domingo aun los días de semana, hurgaba en la arena con un zapato negro de charol con hebilla. El índice de Kriwe señalaba la exposición de Amsel: —¡Santo Dios! Aquí tienes lo que te decía —y su dedo pasaba de un espantajo a otro. La cabeza aproximadamente octogonal del campesino Lau seguía a sacudidas el dedo correoso y permaneció hasta el final de la presentación —eran siete espantajos—, rezagada en dos espantajos.
—¡Qué cosas hace el rapaz! ¡Aquí no va a quedar ni un solo pájaro!
Toda vez que el zapato de charol con hebilla hurgaba, el movimiento se comunicó al borde del vestido y a los lazos de las trenzas, que eran del mismo color. El campesino Lau se rascó bajo la gorra y empezó a recorrer de nuevo pesadamente, con lentitud solemne ahora, la hilera de los siete espantajos en sentido inverso. Amsel y Walter Matern estaban sentados en la cresta de la duna, dejaban bambolear las piernas con irregularidad y tenían la mirada pendiente de las aspas inmóviles del molino de viento a caballete. Los calcetines con tira de elástico de Amsel le estrangulaban las gordas pantorrillas abajo de la rodilla: la carne rosada formaba unos abultamientos de muñeca. El blanco molinero permanecía rígido al pie del montículo. Sobre su hombro derecho, el saco de quintal se veía doblado. Al molinero se le podía ver, pero él estaba totalmente ausente. —Podría preguntar al rapaz, si te parece, lo que vale una de estas cosas, si es que vale algo —nadie puede hacer más lentamente que sí con la cabeza de lo que lo hizo el campesino y alcalde rural Erich Lau. Para su hijita siempre era domingo. Con la cabeza inclinada, Senta seguía todos los movimientos, y aun a menudo los anticipaba, porque la perra era demasiado joven para no anticiparse a las indicaciones hechas sin apresuramiento. Cuando Amsel fue bautizado y los pájaros dieron una primera señal, Eduvigis Lau nadaba todavía en las aguas maternas. La arena de playa estropea los zapatos de charol con hebilla. Kriwe, en zuecos, se volvió a medias hacia la cresta de la duna, escupió a un lado un jugo pardo que en la arena se convirtió en bola: —Oye, tú, muchacho, aquí alguien quisiera saber lo que costaría una de estas cosas para el jardín, si es que vale algo.
El lejano molinero blanco, con el saco doblado, no lo dejó caer, Eduvigis Lau no sacó de la arena el zapato de charol con hebilla, pero Senta, en cambio, dio un brinco breve y levantó polvo al dejarse caer Eduardo Amsel de lo alto del dique. Dio dos volteretas. Acto seguido, y con el impulso de las dos volteretas, estaba de pie entre los dos hombres en chaqueta de lana y delante, muy cerca, del hurgador zapato con hebilla de Eduvigis Lau.
Aquí empezó el lejano molinero blanco a subir paso a paso la cresta del montículo del molino. El zapato de charol con hebilla dejó de hurgar, y una risa sofocada de migajas secas de panecillo empezó a agitar el vestido de cuadros rojo-blancos y los lazos de cuadros rojo-blancos de las trenzas. Iba a procederse a una compra. Amsel volvió el pulgar hacia abajo y señaló los zapatos de charol con hebilla. El persistente movimiento negativo de cabeza del campesino Lau hizo invendibles los zapatos o los sustrajo provisionalmente al negocio. La propuesta de trueque fue sustituida por el resonar de moneda contante. Mientras Amsel y Kriwe, raramente el alcalde rural, calculaban doblando los dedos y volviendo a enderezarlos, Walter Matern seguía sentado en lo alto del dique y, a juzgar por el ruido que hacía con los dientes, tenía objeciones contra un negocio que más adelante motejó de «chalaneo».
Kriwe y Eduardo Amsel se pusieron de acuerdo más aprisa de lo que el campesino Lau pudiera asentir con la cabeza. La hija volvía ya a hurgar con el zapato. Un espantajo había de valer cincuenta peniques. El molinero se había ido. El molino molía. Senta sobre sus patas. Por tres espantajos pidió Amsel un florín. Pedía además, no sin motivo, ya que el negocio había de ampliarse, tres pedazos de andrajos por espantajo y, de propina, los zapatos de charol con hebilla de Eduvigis Lau, tan pronto como se los pudiera considerar como gastados.
¡Oh, día sobrio y solemne, en el que se hace el primer negocio! Al día siguiente, el alcalde local hizo llevar con el barco de pasaje los tres espantajos a través del río, a Schiewenhorst, y los mandó plantar en su trigo, detrás de la línea del ferrocarril. Toda vez que Lau, lo mismo que muchos campesinos del Islote, cultivaba trigo ya sea de Epps o de Kujav, o sea dos clases sin arista y expuestas, por consiguiente, a la voracidad de los pájaros, los espantajos tuvieron ocasión sobrada de acreditarse. Con sus calentadores de café, sus cascos de fajina de paja y sus correas cruzadas, habrían podido pasar por los tres últimos granaderos del primer Regimiento de la Guardia después de la batalla de Torgau que, según dice Schlieffen, había sido sangrienta. Ya tan tempranamente confirió Amsel forma a su preferencia por la exactitud prusiana; en todo caso, los tres tipos producían su efecto: en el trigo veraniego que ya empezaba a dorarse y por encima del campo antes ruidosa y aladamente saqueado se hizo un silencio de muerte.
La cosa se divulgó. No tardaron en venir campesinos de ambas orillas, de Junkeracker y Passewark, de Einlage y Schnakenburg, de más lejos del interior del Islote: de Jungfer, Scharpau y Ladekopp. Kriwe hacía de intermediario; pero Amsel no subió provisionalmente los precios y, después de que Walter Matern le hiciera reproches, sólo aceptó cada segundo pedido y, luego, cada tercero. Se decía a sí mismo y a los clientes que no le gustaba la labor chapucera, y que no quería crear más de un espantajo por día o, a lo sumo, dos. Declinó toda ayuda. Únicamente Walter Matern podía ayudarle, llevándole al lugar materias primas de ambas orillas y protegiendo como antes al artista y su obra con dos puños y un perro negro.
Brauxel podría además añadir que Amsel no tardó en reunir los medios para alquilar por una renta módica el cobertizo medio derruido de Folchert, pero que se dejaba todavía cerrar. En este apartado hecho con tablas, pues, que era objeto de mala fama, porque alguien se había ahorcado por algún motivo en algún tiempo de alguna de sus vigas, o sea bajo un techo que habría inspirado a todo artista, se acumulaba todo aquello que en manos de Amsel había de cobrar vida como espantajo. En tiempo de lluvia, el cobertizo hacía las veces de taller. Rebosaba actividad, porque Amsel trabajaba con su capital y se había comprado en la tienda de su madre, o sea a precio de mayoreo, martillos, dos serruchos, un taladro, unas tenazas, un escoplo y aquel cortaplumas que tenía tres hojas, una lezna, un sacacorchos y una sierra. Lo regaló a Walter Matern. Y Walter Matern lo lanzó dos años más tarde en lugar de una piedra, al no encontrar ninguna de éstas arriba del dique de Nickelswalde, al Vístula en riada. De lo que ya nos enteramos.
Decimocuarto turno de madrugada
Los señores deberían tomar ejemplo del diario de Amsel y llevar sus libros ordenadamente. ¿Cuántas veces no ha descrito ya Brauchsel a los dos coautores el proceso del trabajo? Dos viajes, por cuenta de la casa, nos juntaron y brindaron ocasión, en un tiempo en que a los señores nada les faltaba, de tomar notas y de elaborar un plan de trabajo amén de diversos esquemas. En lugar de esto, no hacen más que acumularse las preguntas: «¿Cuándo ha de quedar listo el manuscrito? ¿Ha de tener la página de manuscrito treinta y dos o treinta y cuatro líneas? ¿Está usted realmente de acuerdo con la forma de carta, o debo dar la preferencia a una forma moderna, por ejemplo a la nueva escuela francesa? ¿Bastará si describo el Striessbach como arroyuelo entre Hochstriess y Leegstriess? O bien, ¿han de mencionarse las referencias históricas, tales como la disputa acerca de los límites entre la Ciudad de Danzig y el convento cisterciense de Oliva? ¿Acaso la carta de confirmación del Duque Swantopolk, nieto de Subislao Primero, que fundó el convento, del año mil doscientos treinta y cinco? En ella se menciona el Striessbach en conexión con el lago de Saspe, «Lacum Saspi usque in rivulum Strieza...». ¿O bien el acta de confirmación de Mestvin Segundo, del año mil doscientos ochenta y tres, en la que el arroyo fronterizo Striessbach se describe como: «Praefatum rivulum Striess usque in Vislam...»? ¿O bien la carta de confirmación de todas las posesiones de los conventos de Oliva y Sarnowitz, del año mil doscientos noventa y uno? En ésta el Striessbach se escribe en una ocasión «Stricze», en tanto que en otro lugar se dice: «... prefatum fluuium Strycze cum utroque littore a lacu unde scaturit descendendo in Wislam...».
El otro coautor tampoco anda corto con preguntas, y esparce en todas las cartas el deseo de un anticipo: «... se me permitirá tal vez recordar el trabajo del manuscrito...». Bien está: el señor actor tendrá su anticipo. Pero, para los señores, el diario de Amsel debería ser sagrado, si no como original, al menos como fotocopia.
El cuaderno de bitácora le habrá estimulado. En todos los buques, inclusive en una balsa de pasaje, hay que llevarlo. Kriwe: un cuero quebradizo, reseco, con ojos gris-de-marzo, sin pestañas y ligeramente de través, que sin embargo le permitían conducir el barco de pasaje de vapor de embarcadero a embarcadero, oblicuamente contra la corriente, o sea también de través. Carruajes, pescaderas con sus cestos de platija, el pastor, escolares, viajeros, agentes con muestrarios, los vagones de pasajeros y de mercancías del ferrocarril de vía estrecha del Islote, ganado de matadero y ganado de cría, bodas y entierros, con sarcófago y coronas, todo esto lo llevaba el balsero Kriwe, de través, de un lado del río al otro, y registraba todos los incidentes en el cuaderno de bitácora. Entre el embarcadero y la proa de la balsa de pasaje, reforzada con lámina, no habría podido deslizarse ni un penique, tan cerca y sin golpes era Kriwe capaz de atracar. Además, la mayor parte del tiempo era, para los amigos Walter Matern y Eduardo Amsel, un agente de ventas que no pedía corretaje alguno y apenas algo de tabaco, a cuenta de las transacciones llevadas a buen fin. Una vez terminado el servicio de la balsa de pasaje, conducía a los amigos a lugares que sólo Kriwe conocía. Aconsejaba a Amsel que estudiara lo que de espantable había en un sauce; como que las teorías estéticas de Kriwe y Amsel, que posteriormente pasaban todas al diario, se resumían en que «todos los modelos habían de tomarse con preferencia de la naturaleza». Bajo el nombre de Haseloff, Amsel amplió años después en el mismo diario la frase: «Todo lo que se deja rellenar pertenece a la naturaleza: por ejemplo, la muñeca».
Sin embargo, el sauce hueco junto al que Amsel condujo a los amigos se sacudía y estaba todavía por rellenar. El molino, aplanado en el fondo, molía. El último tren de vía estrecha tomaba lentamente la curva y tocaba la campana más aprisa de lo que corría. La mantequilla se derretía. La leche se agriaba. Cuatro pies descalzos, dos botas aceitosas. Primero césped y ortigas, luego trébol. Dos vallas salvadas, tres verjas abiertas, otra valla por salvar. A ambos lados del arroyo, los sauces daban un pequeño paso hacia delante y uno hacia atrás, se volvían, tenían caderas, ombligos; y un sauce —porque aun entre sauces hay siempre el uno— era hueco hueco hueco, hasta que tres días más tarde Amsel lo rellenó: está en cuclillas, rechoncho y risueño, sobre los dos talones, estudia el interior de un sauce, porque Kriwe ha dicho... Y de dentro del sauce, en el que está acurrucado y se siente curioso, inspecciona atentamente los sauces a izquierda y derecha del arroyo; especialmente uno de tres cabezas, que tiene un pie en el seco y se refresca el otro en el agua, porque el gigante Miligedo, el de la maza de plomo, se lo pisó hace siglos: ése es el que Amsel aprovecha como modelo. Y el sauce aguanta, si bien parece que vaya a echar a correr, sobre todo por cuanto ahora la neblina —tan temprana es la hora, falta un siglo para empezar la escuela— se viene arrastrando desde el río por los prados y se traga los troncos de los sauces junto al arroyo: pronto ya sólo nadará por sobre la niebla y mantendrá el diálogo la cabeza de tres cabezas del que está posando como modelo.
En esto abandona Amsel su escondrijo, pero no quiere irse a la casa junto a su madre, la que da vueltas, entre sueños, a sus libros de comercio y lo vuelve a contar todo de memoria; sino que quiere ser testigo a la hora del chupaleche, de la que Kriwe ha hablado. Walter Matern también quiere. Senta no está, porque Kriwe había dicho: —Muchacho, guárdate de llevar al animal, porque podría fastidiar o excitarse en el momento preciso.
Sin ella, pues. Entre los dos hay un vacío que tiene cuatro patas y un rabo. Andan de puntillas por prados grises, miran tras sí en el vaho enmarañado, se disponen ya a silbar: ¡Aquí! ¡Alerta! ¡Alerta!, pero guardan silencio, porque Kriwe ha dicho... Monumentos ante ellos: vacas en una sopa ondulante. Cerca de las vacas, exactamente entre el linar de Beister y los sauces a ambos lados del arroyo, se tienden en el rocío y esperan. El gris ostenta matices graduados, desde los diques y desde el bosque costero. Arriba del vaho y de los álamos de la calzada a Pasewark, Steegen y Stutthof se cruzan las aspas del molino de viento de caballete de los Matern. Una obra aplanada de marquetería. Tan de mañana, ningún molinero muele trigo para convertirlo en harina. Ningún gallo todavía, pero ya pronto. Vagos y sin embargo más cercanos, los nueve pinos de la gran duna, doblados regularmente y conforme al viento de noroeste a sudeste. Sapos —¿o son acaso bueyes?—. Sapos o bueyes mugen. Las ranas, más esbeltas, rezan. Mosquitos al unísono. Algo, aunque ninguna avefría, llama o se anuncia. Todavía ningún gallo. Las vacas, islas en el vaho, respiran. El corazón de Amsel salta sobre un techado de lámina. El corazón de Walter Matern hunde una puerta. Una vaca muge cálidamente. Las otras vacas, al tiempo, con el vientre. ¿Qué es este ruido en la niebla? Los corazones sobre lámina contra puertas, ¿qué llama a quién? Nueve vacas, sapos bueyes mosquitos... Y de repente —pues no precedió signo alguno— silencio. Fuera las ranas, fuera sapos bueyes mosquitos, nada llama oye responde a alguien, las vacas se tienden, y Amsel y el amigo, casi sin latidos, aprietan las orejas en el rocío, en el trébol. ¡Ya vienen! Del arroyo viene un chapoteo. Así sollozan los trapos de fregar, pero regularmente y sin gradación: chup chup chis, chup chup chis. ¿Acaso cocos? ¿Monjas sin cabeza? ¿El duende Barstucken de Gakko? ¿Quién vive? ¿Balderle Asmodeo Beng? ¿El caballero Peege Peegood? ¿El incendiario Bobrowski y su compinche Materna, del que todo proviene? ¿La hijita de Kynstute, llamada Tula? Helas aquí que brillan: llenas de lodo y embarradas, once quince diecisiete anguilas pardas de río quieren bañarse en el rocío, ésta es su hora, se deslizan se aprietan se disparan por sobre el trébol y fluyen en dirección. El trébol permanece aplastado bajo una huella babosa. Siguen rígidas las gargantas de los sapos bueyes mosquitos. Las ranas, esbeltas, se abstienen. Como que nada llama, nada sigue. Las vacas están tumbadas, cálidas, sobre sendos costados blanquinegros. Las ubres se exponen: descoloridas amarillentas matutinamente tensas: nueve vacas, treinta y seis pezones, dieciocho anguilas. Éstas encuentran el camino y se aferran chupando, prolongan negro-pardas unos pezones de manchas rosadas: chupetean aflojan vuelven a chupar, sed. Al principio las anguilas tiemblan. ¿Quién da gusto a quién? Luego, las vacas, una tras otra, dejan de posar las pesadas cabezas sobre el trébol. Fluye la leche. Las anguilas se hinchan. Vuelven a mugir los sapos. Los mosquitos empiezan. Las ranas esbeltas. Ningún gallo todavía, pero Walter Matern tiene la voz en remojo. Quisiera ir allí y coger con la mano. La cosa sería fácil, demasiado fácil. Pero Amsel no quiere, tiene otros propósitos y ya planea. En esto, las anguilas se deslizan nuevamente hacia el arroyo. Las vacas suspiran. El primer gallo. El molino echa lentamente a andar. El trenecito toca la campana en la curva. Amsel decide confeccionar otro espantajo.
Y éste fue vistoso: una vejiga de puerco se consiguió por nada, porque los Lickfett habían matado. Tensa e hinchada proporcionó la ubre. La piel ahumada de verdaderas anguilas se rellenó con paja y alambre torcido, se cosió y se aplicó a la vejiga de puerco: todo al revés, de modo que las anguilas, a manera de gruesos mechones de pelo, arrancaban cabeza abajo de la ubre y serpenteaban en el aire. Así es como la cabeza de Medusa se levantó, soportada por dos palos formando horquilla, sobre el trigo de Karweise.
Y exactamente tal como Karweise había comprado el espantajo —más adelante se le colgó a manera de manto sobre los dos palos en horquilla la piel agujereada de una vaca muerta—, Amsel dibujó en su diario el nuevo espantajo: una vez como proyecto —sin manto y más impresionante—, y la otra vez cual producto acabado, con la necia piel adicional.
Decimoquinto turno de madrugada
¡El señor actor crea dificultades! Mientras Brauxel y el joven escriben día tras día —el uno acerca del diario de Amsel y el otro acerca de su prima y a ella misma—, aquél ha contraído a principios de año una gripe ligera. Tiene que suspender el trabajo, no le atienden como debieran, siempre ha sido muy susceptible en esta época del año, y pide que se le permita, una vez más, recordar el anticipo prometido. ¡Ya se le mandó, señor actor! Póngase en cuarentena, señor actor; su manuscrito saldrá ganando con ella. ¡Oh, gusto sencillo de poder ser aplicado! Había un diario en el que, con bella letra Sütterlin recién aprendida, Amsel registraba todo lo que había gastado en la confección de espantajos de huerto y campo. La vejiga de cerdo no había costado nada. La piel inservible de vaca se la proporcionó Kriwe a cambio de dos barras de tabaco de mascar.
¡Oh, saldo, bella palabra redondeada! Había un diario en el que, con números ventrudos y angulosos, Amsel contabilizaba lo que había percibido de la venta de diversos espantajos de huerto y de campo —las anguilas aplicada