I
Cuando por fin acordaron que fuera el azar quien decidiera por ellos, mandaron llamar al notario. Don Álvaro Medina y Sotogrande, con el sueño pegado a los párpados, y un malhumor de todos los demonios, no tuvo más remedio que cruzar la ciudad de madrugada. Un alba cochambrosa acababa de ser barrida por el día cuando entró en la casa donde con tanta urgencia le solicitaban. En el puño derecho seguía oprimiendo un pañuelo perfumado con menta y hojas tiernas de lima sin decidirse a guardarlo por si volvía a acosarle algún olor desafecto. Durante todo el camino había tratado de evitar así los malos efluvios que sin darle tregua arremetían contra su olfato delicadísimo con el tormento de sus pestilencias. No le era fácil dilucidar si le molestaba más el hedor de las salazones putrefactas, el de las aguas corruptas, la fetidez excremental o la que procedía de la sudoración de los cuerpos hacinados bajo los pórticos. Pero estaba seguro de que la inmoralidad de aquella hora intempestiva acentuaba sus intensidades hostiles, al no poderlas contrarrestar con ninguna esencia agradable. Nadie bienoliente se atrevería a cruzar la ciudad de madrugada, si no fuera, como en su caso, por estricta necesidad.
Por fortuna, a lo largo de su ya dilatada vida, había sido solicitado muy pocas veces tan temprano y en todas se había tratado de casos de vida o muerte. Sin embargo, de pronto le entró la sospecha de que el asunto por el que habían ido en su busca con tanta premura podía esperar momentos más adecuados. El portero de los Fortaleza, al ayudarle a bajar del coche, le informó de que no era don José Joaquín quien le reclamaba, como había creído cuando le llevaron el aviso, sino sus hijos, y de aquellos tarambanas no cabía esperar nada bueno. Incluso se le ocurrió que en ausencia del padre serían capaces de pedirle que levantara acta de cualquier gansada o nadería, impropia de su dignidad. Pero, si en vez de marcharse, se limitó a soltar en voz baja un rosario de tacos mientras seguía al criado hacia el interior de la casa, fue porque ya que de todos modos le habían sacado de la cama, más le valía tener en cuenta la importancia de aquella familia y quedarse. La excusa le permitió aligerar la carga de su enfado y acabó por aceptar que era la curiosidad lo que verdaderamente le impulsaba a no irse. Pese a que en diversas ocasiones había visitado a los Fortaleza, siempre había sido recibido en el mismo gabinete. Quizá ahora podría entrar en los que en más de una ocasión, en conversaciones de hombres solos, había oído llamar «santos lugares». Y eso le compensara en parte el trastorno del madrugón. En la tertulia del Casino se permitiría sonreír con el cómplice menosprecio del buen conocedor cuando alguien hiciera referencia a la garçonnière de los hermanos Fortaleza y dentro de nada sabría qué especie de mosca o tábano les había picado.
Hacía tiempo que las peripecias de Gabriel y Miguel de Fortaleza constituían la pulpa de infinitas conversaciones. Sin el recuento de sus escándalos la vaciedad de muchas tertulias hubiera sido difícil de llenar. Gracias a sus vidas disipadas disminuía el aburrimiento de las sobremesas de la colonia. Incluso el padre Taltavull había encontrado en ellas materia admonitoria suficiente para urdir con ejemplos reales los sermones solemnes que, con un éxito nunca visto, predicó en la catedral durante la última Cuaresma. El notario no necesitó hacer esfuerzo alguno para recordar las afirmaciones del claretiano cuando tronaba desde el púlpito que entre las paredes de las habitaciones adonde precisamente él se dirigía ahora «se encierran los siete pecados capitales y toda iniquidad tiene su asiento». La voz del padre Taltavull, rebosante de indignación sacrosanta, como escribió el cronista de El Diario de la Marina, parecía retumbar otra vez entre los muros de Casa Fortaleza, traída por las sanguijuelas de su memoria. También él, que asistió con su familia a los sermones que congregaban a la flor y nata de la capital, creyó, como mucha gente, que el predicador manejaba una información de primera mano, Dios sabe si obtenida en el confesionario, que ponía en evidencia el comportamiento de la mayoría de jóvenes de la alta sociedad habanera, entre quienes los tunantes de Casa Fortaleza se llevaban la palma. Los malos ejemplos que ofrecían tenían que ver con hechos que él había oído contar en otras ocasiones, pero modulados por la voz que peroraba desde el púlpito producían un efecto muy diferente. El padre Taltavull aludió, en primer lugar, a las timbas que «los viernes, días consagrados especialmente al culto del Sagrado Corazón» —subrayó con énfasis, y para mayor inri—, reunían a un numeroso grupo de personas que no sólo eran capaces de jugarse las cosechas de caña, el producto íntegro de los cafetales o de los campos de tabaco, sino también ingenios, fincas o haciendas y dejar en la miseria a sus familias. Además, cuando ya lo habían perdido todo, seguían dispuestos a apostar propiedades más sagradas, esposas e hijas menores de edad. Después enumeró los desafíos que allí se habían originado, los conciliábulos secretos, las sociedades sospechosas, ligadas a la francmasonería o al espiritismo, que la Iglesia condenaba sin paliativos. Y por último, en una traca final —los cohetes estallaban directamente en las mejillas de arroz del auditorio más púdico—, el claretiano aseguró que las orgías del tiempo de los romanos eran peccata minuta comparadas con las desvergüenzas a las que aquellos jóvenes vivían entregados. La mesa de billar, dijo, sólo por poner un ejemplo —uno de tantos ejemplos condenables como podía poner—, había sido utilizada en más de una ocasión a modo de altar sacrílego sobre el que demi-mondaines diversas, nacidas en la isla o fuera de la isla, venidas de París o de Nueva Orleans —la procedencia de las lujuriosas le daba igual—, u otras pecadoras todavía de más ínfima condición, escoria de los barracones, rameras de piel tan negra como sus almas, habían exhibido sus vergüenzas y abierto sus bocas nefandas a la puntería del oro acuñado…
El criado llamó con discreción a la puerta de la garçonnière y don Álvaro Medina y Sotogrande compuso la mueca más agradable que supo. Con la boca algo torcida precipitó una sonrisa e inclinó un poco la cabeza. No le fue difícil disimular, acostumbrado como estaba al trato de poderosos de variada estofa, pero fue en vano porque allí no había nadie. El mismo criado, que al ver que no contestaban había abierto la puerta, le hizo pasar y le pidió que esperara un momento. El notario puso mucho empeño en observar el conjunto de aquel salón grande y rectangular que, separado por una mampara de cristales tornasolados con escenas mitológicas de vulcanos y fraguas, se abría a otro espacio. En el centro reconoció en seguida, con regocijo, la mesa de billar. De las paredes colgaban cuadros de paisajes. Dos marinas de gran tamaño, repletas de náufragos que luchaban contra la fuerza del temporal, le llamaron especialmente la atención. ¿De dónde habría sacado la gente que aquel sitio estaba forrado de tapices llenos de odaliscas y tenía el techo pintado con escenas de harenes? Los desnudos de los pobres náufragos, lejos de cualquier concupiscencia, mal podían ser confundidos con carne tentadora y mucho menos sus desesperados movimientos con danzas lascivas. El mobiliario combinaba piezas isabelinas con otras coloniales. Eran lujosos sólo en parte porque el abigarramiento de muebles y objetos prestaba al espacio un impropio aire de almoneda e inducía a confusión: un exquisito jarro de porcelana de Sèvres hacía compañía a un bibelot de barro, una máscara africana tallada con machete ornaba una consola junto a una escribanía de plata inglesa y un cáliz auténtico, trabajado con incrustaciones de piedras preciosas. En una esquina, arrinconados contra la pared y medio cubiertos con tela de sarga, se amontonaban baúles, cajas y embalajes diversos. El notario no supo si es que esperaban un lugar, difícil de encontrar allí, o, por el contrario, acababan de cederlo. Lo que más le gustó a don Álvaro fue la parte destinada a biblioteca. Una espléndida librería, con puertas de cristales adornados por una cenefa de guirnaldas, encerraba centenares de volúmenes encuadernados cuidadosamente. Por su aspecto se parecían más a los devocionarios y misales que a las publicaciones pornográficas que, importadas de París, vía Nueva York, según decían, llenaban la biblioteca de los hermanos Fortaleza. El notario tuvo que hacer un esfuerzo para no comprobar qué escondían en realidad sus páginas y para alejarse de la tentación de abrir la librería, anduvo hacia el otro extremo de la sala y, un tanto decepcionado, se sentó en un sillón. El único elemento que podía inducirle a sospechar posibles deliquios era el exceso de chaises-longues. Abundaban de varios tipos, en forma de canapés imperio y en la de rústicas mecedoras de junco. Pero en el fondo se daba cuenta de lo poco fiable de sus conjeturas. También en su casa, amueblada de manera conveniente y alejada de cualquier concupiscencia, las había y él solía utilizarlas para una casta digestión. Quizá aquella estancia no fuera más que la antesala, una especie de preludio de zonas más íntimas y a buen seguro más viciosas, a las que no le sería permitido entrar. El olor a madera y a cuero, mezclado con el aroma del tabaco, le resultaba agradable y no necesitaba sustituirlo por ningún otro. Se guardó, por fin, el pañuelo en el bolsillo y miró el reloj de leontina: pasaban unos minutos de las seis. Las voces de los criados, iniciando el ritmo de un lunes laborable al compás de estropajos y bayetas sobre las baldosas del patio, le llegaban mezcladas con otras más próximas. Por su rotundidad y el tono, dedujo que debían de ser los hermanos Fortaleza discutiendo y se imaginó una vez más que estaban acompañados. Las escenas pecaminosas aludidas por el padre Taltavull adquirieron entonces mayor consistencia y le sobrevino un escalofrío. Según de qué le hiciesen dar fe, su prestigio podría verse comprometido y quién sabe si él mezclado de manera absurda en algún asunto turbio. Todavía estaba a tiempo de reconducir la situación marchándose. ¿No había temido, en cuanto entró, que tanta prisa acabaría en una broma pesada? Además, no sólo le obligaban a madrugar sino que se permitían el lujo de no recibirle de inmediato, como si fuera él quien hubiese ido a solicitarles un favor. Se levantó dispuesto a irse. Hizo sonar la campanilla de plata que encontró sobre la consola para que acudiera el criado. Si se iba, podría asegurar ante todos que había sido él quien había plantado a aquellos tarambanas al enterarse de que no era el viejo Fortaleza quien le había mandado llamar. Omitiría, claro está, la espera que le sacaba de quicio. Oyó pasos y se dirigió decidido hacia la puerta que acababa de abrirse.
—Diga a los señores que me marcho. Me aseguraron que se trataba de un caso extremo… y hace un buen rato que he llegado y nadie se ha dignado notificarme todavía por qué he tenido que molestarme…
—Disculpe, señor —sonreía con aire servil el hombre que acababa de entrar y que tenía aspecto más de administrador que de criado porque era blanco y de edad algo avanzada—, le ruego que no se marche, y que tenga la amabilidad de acompañarme. Los señoritos le recibirán en seguida en la sala de juegos.
Los hermanos Fortaleza se levantaron de las poltronas y tendieron la mano al notario deseándole, pese a que ya era de día, todavía buenas noches. Contrariamente a lo que don Álvaro había sospechado, estaban solos y no observó restos de alcohol en sus rostros ni en las copas que se alineaban en una bandeja, limpias y vacías, sobre un mueble licorero que también contenía botellas. Tampoco parecía que hubiesen pasado la noche en blanco, dedicados a algunos de los ejercicios corporales en los que las extremidades masculinas tienden a representar un papel importante. En todo caso, habían actuado con tanta discreción que nada inducía a suponerlo: ni olores comprometidos ni indicios de juego. Pero la apreciación del notario, hecha con rapidez al mismo tiempo que saludaba con toda la amabilidad de que se sentía capaz, que no era demasiada, había sido en parte errónea. Un cubilete de cuero y una baraja española descansaban sobre una mesa cuyo tapete, de un bragado verde impúdico, podía pasar difícilmente desapercibido. En aquella habitación, de dimensiones mucho más reducidas que la primera, con las paredes pintadas al fresco, sí creyó reconocer las odaliscas de las que tanto había oído hablar, pero no le parecieron tan impúdicas como decían, especialmente cuando comprobó que no eran tales sino pastoras que danzaban bajo la mirada complaciente de un par de faunos.
Gabriel, el mayor de los hijos de don José Joaquín de Fortaleza y de su esposa María de las Mercedes Borrell, que habían llegado a diez, aunque solamente sobrevivían cuatro, tomó la palabra. Antes de mandarle llamar, antes de enviar a buscarle —se corrigió como si tratara de encontrar una expresión más precisa—, en las largas negociaciones que les habían mantenido en vela, no habían resuelto todavía quién actuaría de portavoz. Iban a hacerlo cuando les anunciaron su llegada y por eso le habían hecho esperar. Pero el tiempo perdido, por el que, naturalmente, le pedía disculpas, sería recuperado en seguida ya que si sólo hablaba uno se ahorrarían interrupciones, repeticiones innecesarias e incluso silencios enojosos atribuibles en aquellas horas a las trampas del sueño… Le había tocado hablar a él en nombre de su hermano, sin embargo, antes de continuar quería que Miguel, ahora que contaban con la presencia del señor notario, y acentuó el tratamiento con cortesía, hiciera constar que estaba de acuerdo, lo mismo que él manifestaba que había aceptado sin ningún tipo de coacción…
—Si lo prefieres habla tú, ya sabes que no tengo interés en llevar la voz cantante —subrayó con ironía—. Es cierto que empecé estudios de leyes, pero no los he terminado —añadió, dirigiéndose a don Álvaro.
Miguel de Fortaleza movió la cabeza negativamente. Fumaba con indolencia y parecía más pendiente del cigarro que de las puntualizaciones de su hermano, que ahora se paseaba por la sala…
—Le hemos llamado, señor notario, no porque yo ponga en duda la palabra de Miguel o Miguel la mía, sino porque si usted da fe de lo que aquí suceda, la trascendencia del hecho, cuya repercusión será fundamental para nuestros descendientes, quedará refrendada. Sólo su valioso testimonio, señor notario —dijo mirándole con atención—, podrá disipar las malevolencias ajenas y nos servirá, más que cualquier otra prueba, de que hemos tomado una resolución de común acuerdo después de haberla sopesado durante horas, evaluando pros y contras, ventajas e inconvenientes. No es producto, por tanto, de la improvisación, ni consecuencia de una noche de juerga. Como usted puede comprobar, los dos estamos sobrios…
El notario no entendía a qué venía aquella perorata reiterativa, con cierto aire de pieza retórica, que Gabriel de Fortaleza, atento a las pausas y a la entonación, parecía recitarle adrede. Si lo que deseaban era hacer testamento, como podía deducirse de la alusión a sus descendientes, no veía el motivo de tanto apremio, ya que ninguno de los dos parecía enfermo, por lo menos a simple vista. Además, ciertas decisiones, como las testamentarias, tenían también su horario: las doce de la mañana o las cinco de la tarde era lo apropiado y no esos momentos casi crepusculares, de final de borrachera o de inicio de trabajos forzados…
—Nos hemos atrevido a llamarle, señor notario, conscientes incluso de la hora intempestiva —seguía Gabriel de Fortaleza—, porque uno de nosotros deberá emprender un viaje mientras que el otro se quedará aquí para hacerse cargo, en el futuro, de los negocios de la familia, tal y como desea nuestro padre. Hemos discutido durante los últimos días y toda esta noche a quién le correspondía quedarse y a quién irse, pero no nos hemos puesto de acuerdo. A los dos nos tienta mucho más viajar que continuar aquí, con el compromiso de cambiar de vida y costumbres y la obligación de casarse renunciando al régimen de libertad que hasta ahora hemos disfrutado a placer. Le aseguro que no hemos escatimado horas para analizar, aquilatar y valorar todas las pruebas aportadas por cada uno de nosotros y hemos llegado a la conclusión de que los dos tenemos justificaciones sobradas para preferir correr mundo. Yo, por ejemplo, quiero dedicarme a la pintura y creo que he dado pruebas de mi interés copiando del natural o retratando diversos modelos que no siempre, como se ha dicho con ánimo difamatorio, han sido desnudos femeninos. Nuestro padre, aunque es aficionado a las Bellas Artes, se opone a que un hijo suyo sea sólo pintor, tal vez porque no quiere hacer una inversión tan rotunda en materia artística, y considera que ésta no es una carrera digna cuando se es rico. Las razones de Miguel no son menos poderosas. Si se va a tiempo, antes de que sea demasiado tarde, podrá conjurar las tentaciones y alejarse de las malas compañías que le han llevado a caer en el vicio del juego. Debilidad compartida son las mujeres… Cierto que las hay en todas partes y muy tentadoras, pero en Europa, concretamente en Francia, que es el país adonde yo quisiera dirigirme, porque me han hablado de una academia de pintura estupenda, no hay mulatas, que son para mí el principal obstáculo para practicar la castidad…
Gabriel de Fortaleza dejó de pasearse. Miró al notario con ojos compungidos, como si quisiera darle a entender que se sentía oprimido por el peso de todas aquellas culpas. Don Álvaro no se atrevía a preguntar detalles, pero gozaba con aquella confesión, lástima que su profesionalidad le impidiera prolongar el disfrute difundiéndola entre sus amigos…
—Comprenderá, señor notario, que los dos deseemos huir lejos sin que por ello renunciemos a volver y un día, lo más tarde posible, naturalmente, pretendamos heredar la fortuna de nuestro padre, hoy por hoy vinculada sólo a los hijos que le den descendencia legítima, fruto de un matrimonio a su gusto… Usted debe de saberlo ya que nuestro padre nos ha dicho que el testamento obra en su poder…
Medina asintió con un cierto orgullo, pero se puso a la expectativa:
—Señores, su señor padre me honra con su confianza… No sé lo que ustedes pretenden…
Gabriel de Fortaleza continuó sin darse por aludido:
—Hoy por hoy, si nuestro padre muriera, todos sus bienes, tierras, ingenios, fincas, almacenes, casas, valores, acciones, irían a parar a Custodio, exceptuando una dote para Ángela. Custodio se opondría a repartir nada. Estamos seguros de que su mujer, que nos desprecia casi tanto como nosotros a ella, encontraría sobradas justificaciones para arramblar con todo, y eso no nos parece justo. Nuestra cuñada es más falsa que Judas, cuando no anda entre sotanas con el pretexto de las obras pías, se entretiene difamándonos ante nuestro padre. Los dos, señor notario, estamos de acuerdo en impedir con todas nuestras fuerzas que sean exclusivamente los hijos de esa meapilas, enclenques, criados con agua bendita, los que se lo queden todo y nos arrebaten la parte que nos corresponde. Y como la única manera de evitarlo pasa por la obligación de casarnos, hemos decidido llegar a un pacto. De momento, sólo uno de nosotros contraerá matrimonio, pero se comprometerá ante el otro a repartir equitativamente la parte de la herencia que le toque. De este modo sólo uno habrá de sacrificarse, y eso nos ha parecido preferible a la inmolación de ambos. Queremos que levante acta de nuestra decisión, tomada libremente, y que dé fe del destino que ante usted decida el azar. Tenemos dados nuevos y estrenamos baraja. Ni los dados están trucados ni las cartas marcadas. Yo proponía probar fortuna con los dados, pero Miguel es partidario de confiársela a las cartas. En prueba de buena voluntad me avengo…
Miguel interrumpió por primera vez a su hermano para pedirle al notario que examinara la baraja. Fue el mismo Gabriel de Fortaleza quien se acercó a la mesa de juego, tomó el mazo y se lo entregó a Medina, que lo dio por bueno. Luego, con una sonrisa le pidió que quitara ochos y nueves. El notario separó las cartas que no servían y dejó las válidas sobre el tapete. Miguel de Fortaleza se levantó de la poltrona y fue a sentarse junto a la mesa de juego. Gabriel guardó el cubilete con los dados y esperó a que don Álvaro Medina ocupase la silla que le ofrecía.
—Le ruego que baraje y que corte —dijo con solemnidad. Después, dirigiéndose a su hermano, le recordó que habían pactado respetar el orden de edad para escoger cartas y tendió su mano grande y peluda. Lo mismo hizo Miguel después, con habilidad de tahúr y gesto ávido.
El notario dio fe de que el perdedor, Miguel de Fortaleza, aceptaba quedarse en La Habana dispuesto a contraer un matrimonio a gusto de su padre. E hizo estampar la firma de los dos hermanos sobre el documento en que Miguel se comprometía a dividir con Gabriel su futura herencia en partes iguales.
II
Hacía por lo menos tres meses que antes de sentarse frente al escritorio repetía los mismos gestos. Primero comprobaba si tenía tinta y suficiente papel. Luego abría el cajón, sacaba un retrato y un camafeo. Después bajaba la llama del quinqué y de puntillas salía de la habitación para ver si había acertado con la disminución de la luz. Trataba de evitar que alguien, familiar o criado, sospechando que estuviera insomne, entrara en su alcoba y aunque fuera para ofrecerle un refresco apetecido en aquellas noches tan bochornosas, prefería pasar calor a que descubrieran que estaba escribiendo o, al menos, en disposición de escribir. Cuando hubo constatado que, en efecto, la llama con la que había de alumbrarse era tan mínima que se confundía con la almilla que quemaba bajo la hornacina de la Virgen, volvió a entrar, cerró la puerta y se sentó. Con sumo cuidado abrió el camafeo, tomó un mechón de cabellos de color caoba y lo olió. El perfume había ido desvaneciéndose y por eso más que aspirar adivinó una lejana esencia de jazmines. Después retiró el finísimo papel que cubría el retrato y lo acercó a la llama del quinqué. Mirándolo desde tan cerca, parecía que lo utilizara como un espejo para buscar en él su propia imagen. Pero en seguida empezó a escribir:
Cuando vengas, cuando llegues a esta casa que ya te espera, haré multiplicar los espejos para que tu imagen lo invada todo. Me vengaré, así, de todos estos meses de alejamiento, de la pena que me causa no tener de ti más que un pequeño retrato que, como siempre que te escribo, preside mis cartas y no se separa de mí ni un solo instante, pues incluso cuando duermo lo tengo debajo de la almohada. El último correo, que zarpó para Cádiz hace casi una semana, se llevó un fajo de cartas para ti, en todas te pedía otro retrato y otro más si fuera posible. Los necesito para poderlos colgar en mi habitación, en mi gabinete, en el cuarto de estar, para que todo el mundo, mi familia, mis amigos, puedan verte. Quisiera, además, mandarle uno a mi hermano Gabriel que, desde hace unos meses, está en París donde aprende a pintar. Cuando sea un pintor famoso, le pediré que te retrate, o, mejor, que nos retrate juntos. Mientras tanto, me gustaría que al menos pudiera ver cómo eres e irse haciendo a la idea de que muy pronto tendrá una nueva hermana. Estoy seguro de que él hubiera coincidido conmigo en la elección e, igual que yo, no hubiera tenido ninguna duda en escogerte a ti entre las demás candidatas, aunque Gabriel dice que no serviría para hombre casado, pero eso también lo pensaba yo de mí mismo antes de ver tu fotografía.
Dejó de escribir y volvió a contemplar a la muchacha que sonreía tímidamente desde el otro lado del mar, en su lejana Mallorca. No era guapa ni fea, más bien corriente, pero tenía ojos profundos y eso le daba un punto de singular atractivo…
A mi hermana también le gustaría tener una copia. Me la pide desde que le he hecho caer en la cuenta de vuestro parecido. Yo lo descubrí en seguida, a primera vista, cuando mi padre me dio tu retrato recién llegado. Desde entonces procuro mirar a Ángela más a menudo para deleitarme con vuestra semejanza. No sé si se debe a que pertenecemos a una misma familia o si es fruto de la casualidad que a veces, sin saber por qué, se complace en estas coincidencias.
A continuación tomó el quinqué y levantándose se acercó a una cornucopia que pendía de la pared junto a un tocador en el otro extremo de la habitación, y se miró durante un largo rato, primero de frente, después de perfil. Hizo una reverencia al espejo, se echó a reír, volvió a sentarse y continuó apresuradamente:
Aunque tú, querida mía, sobrepasas en atractivos a mi hermana, con quien estoy seguro de que te llevarás muy bien. Ángela es la encargada, ya que mi madre falta, como te dije, desde que yo tenía siete años, de que todo esté a punto cuando llegues, convertida ya en la señora de Fortaleza. Pero no quiero hablarte de ella, sino de ti, de ti que todo lo ocupas. Pronto, aunque no tan deprisa como yo quisiera, podré llenarte de besos. Besos que ahora te mando. ¿Podrás notarlos? O, como el perfume del mechón de tu pelo que siempre llevo conmigo, ¿perderán intensidad, a causa de la distancia? Sólo me miro en ti, sólo a ti quiero verte. Es necesario que reconozcas que en mis circunstancias tiene doble mérito: si en vez de escogerte a ti me hubiera inclinado por cualquier otra candidata de aquí, la comunicación sería mucho más directa y la presencia ayudaría a la vista. A ti he de contemplarte sobre todo con los ojos del corazón, porque los de la cara sólo me sirven para mirar el retrato que ni siquiera es de cuerpo entero… Con los ojos del corazón intento sumergirme en ti, adentrarme en tu alma para saber hacia qué caminos debo dirigir mi vida para complacerte. Te busco entre los trazos de tu caligrafía, persigo con mis dedos la forma que tu mano ha dado a cada una de las letras, intentando encontrar el misterio de tu persona, las señas que incluso tú desconoces de ti misma. A veces me sorprendo contemplándome en los reflejos oscilantes que tú me has ofrecido y en ellos recupero otro espejo y me miro en él a tu lado. Tus cartas, que me sé de memoria, han pasado a formar parte de mí mismo. Me he bebido tus palabras, primero muerto de sed, a grandes sorbos, y después una por una, como si paladeara hasta la última gota del licor más exquisito.
Escríbeme todos los días. Escríbeme muy largo, sólo la correspondencia puede ayudarnos a acortar las distancias y a acelerar el tiempo. Ya sé que tenemos que esperar a que zarpe el correo para poder enviar nuestras cartas y confiar en personas extrañas, ignorantes de nuestra prisa, para que puedan llegarnos. Pero precisamente por eso, por todas esas dificultades y obstáculos, te pido que me escribas más a menudo más y más largo. Desgraciadamente, no sólo es el espacio lo que nos separa —una infinita distancia, un mar inmenso—, sino también, ya te lo dije, el tiempo que transcurre de manera diferente, mucho más perezoso aquí que en tu tierra. Por eso, cuando con los ojos del corazón te contemplo sentada, inclinada dulcemente sobre el papel, en la penumbra de tu cuarto, aquí todavía la luz lo invade todo.
Escríbeme, vida mía. Aunque, gracias a Dios, no falta demasiado para que podamos encontrarnos sin que tengamos que separarnos nunca más, sigue escribiéndome. Hazlo durante la travesía, en el barco que te llevará hasta aquí, convertida, por poderes, en mi mujer.
No te arrepentirás, amor mío, de esta boda. Te lo aseguro. Comprendo que sea duro dejar la tierra propia, abandonar para siempre familia y amigos, como un día hizo el abuelo que, aunque nacido como tú, en Mallorca, llegó a considerar a Cuba su patria e invirtió en obras benéficas parte de su fortuna. Además, todos en casa estamos dispuestos a ayudarte, a facilitar tu adaptación a las nuevas costumbres que no son tan diferentes a las de Mallorca y en las que, estoy seguro, sabrás desenvolverte en seguida. La gente, aquí, ya te lo he dicho, tiene un carácter amable y es de trato suave. Mi hermana ha amaestrado y hasta diría que domado para ti, durante estos meses, a una doncella, escogida entre las esclavas más dispuestas y voluntariosas de nuestra casa, y espera sólo que sea de tu agrado, como espero que lo sean las obras del ala norte de Casa Fortaleza, que ocuparemos tú y yo, y los muebles que están a punto de llegar. Serás recibida como una princesa y tratada como una reina y estoy seguro de que muy pronto no sólo te acostumbrarás a la nueva situación sino que te parecerá que has vivido entre nosotros desde siempre.
El hecho de nuestro parentesco te ayudará, ya lo verás. Procedemos de una misma familia. Tenemos unas mismas raíces y eso nos facilitará a todos la convivencia. Además, ésta es una tierra acogedora. Una naturaleza espléndida ofrece flores de todo tipo y colores que son pura delicia a la vista y al olfato. Haré que cubran de flores el suelo de tu habitación para que cuando llegues pises sólo la suavidad de los pétalos y su perfume te ayude a olvidar las incomodidades del viaje.
Dejó de escribir cuando se dio cuenta de que acababa de hacer otra promesa, y pese a que intentaba evitar la tentación de ofrecer cosas por el gusto de sentirse generosa, solía caer en ella, olvidando que aunque no pudiera prometer en su nombre, debería, en cambio, cumplir cuanto prometiera. Por los espejos no tenía por qué preocuparse, había muchos en los salones de los Fortaleza. Su abuelo mandó hacer de encargo los seis que colgaban del salón verde porque le gustaba ver a su mujer multiplicada en las paredes y la abuela, que era presumida, le pidió más para poder comprobar en cualquier lugar de la casa hasta qué punto acertaban las modistas de La Habana. La cuestión de las flores no era demasiado complicada. Lo único que tenía que hacer era acordarse cuando llegara la hora. Ella misma se encargaría de llenar con ramos de fragancias diversas la habitación de la forastera y mandaría cubrir el suelo de pétalos blancos, de pétalos de rosa, de jazmines, de flores de toronja. A nadie le extrañaría. Al volver del convento se había hecho cargo del gobierno de la casa en sustitución de su madre y nada tenía de raro que su hermano pequeño, el predilecto, al que siempre cobijó, le pidiera que cuidara también de los preparativos de la boda y supervisara todos los detalles. Al principio se lo tomó como un entretenimiento más que como una obligación, pero a medida que pasaban los meses y la fecha de la llegada de la forastera se acercaba, creyó que acabaría por sucumbir bajo el peso de aquella carga. Apenas si podía dar abasto. Durante el día corría de un lado para otro; supervisaba las obras como si fuera un capataz; recibía a carpinteros, tapiceros o importadores de muebles, les enmendaba la plana en conocimientos artesanales; escogía muestras de tejidos para paramentos, mosquiteras, butacas, canapés, poltronas, sillas o camas, tratando de imaginar cómo debían de ser los gustos de su futura cuñada; perseguía a bordadoras, costureras y sastres a quienes había encargado coser el ajuar del novio, que trabajaban a destajo para poder cumplir con el plazo convenido. Y de noche… De noche se encerraba en su habitación y, sin que nadie la viera, escribía cartas en nombre de su hermano, incapaz de garrapatear una sola línea con soltura. Cartas que él se limitaba a enviar con desgana, con aburrimiento a ratos, y otros sorprendido por todo cuanto su hermana había llegado a imaginar en su nombre, sin preocuparse de si se correspondía o no con sus sentimientos. Acostumbrado a las mulatas de formas exuberantes, la muchachita del retrato le parecía menos atractiva que un arenque. Si la había aceptado era porque, puestos a sacrificarse, lo mismo le daba casarse con una candidata o con otra y, ya que se trataba de complacer a su padre, en atención a la herencia más le valía satisfacerle del todo.
Ángela de Fortaleza releyó cuanto había escrito antes de continuar, como solía hacer siempre después de una interrupción, para retomar el hilo y no repetirse. Ahora, después de casi siete meses de correspondencia, escribía con mucha más fluidez y sin apenas incorrecciones. Ya no tenía necesidad de consultar manuales de estilo epistolar, ni de acudir a prontuarios para buscar las expresiones más adecuadas y hasta había perdido el hábito de plagiar cartas ajenas. Los volúmenes encuadernados con pastas y cantos dorados que contenían Les lettres de madame de Sévigné, L’histoire d’Abelard et Heloïse, Les liaisons dangereuses, que consiguió encontrar entre los libros de sus hermanos, habían vuelto a ocupar su sitio en los estantes de la biblioteca. Hasta el cuaderno donde apuntaba las frases que más le gustaban y donde hacía acopio de citas por si podían serle de utilidad, fue arrinconado en el cajón del escritorio. Escribía sin más ayuda que la que podía encontrar en sí misma, estimulada por su capacidad de escoger palabras y la facilidad con que éstas se iban acoplando a sus intenciones. Pero no se lo tomó como mérito propio sino más bien como constatación tardía de una evidencia: las palabras estaban al alcance de todos y cualquiera podía utilizarlas gratis. Pronto abandonó la costumbre de las primeras cartas, escritas con premura, cuando tardaba horas en corregir un mismo párrafo, enmendando aquí y allá los borradores, sin atreverse a pasarlos a limpio por el temor de tener que acabar rompiendo la página que tanto esfuerzo le había costado. Ahora ya no escribía en sucio, sino directamente en unas hojas de papel liláceo, de manera espontánea y sin apenas cambios. Escribía aquello que ella misma hubiera querido recibir, lo que hubiera deseado poder leer, dirigido a su misma persona. Tal vez por eso venció tan pronto la pereza que le daba tener que enfrentarse con su obligación nocturna, que acabó por convertirse en el momento más agradable del día y procuraba prolongarlo todo lo posible, porque durante ese rato notaba que sus nervios se relajaban, que el cansancio y el sueño acumulados desaparecían y acababa por sentirse mucho más tranquila, despierta y eficiente que por la mañana. De noche se abandonaba por entero al placer de encontrarse consigo misma para correr en busca de una lejana desconocida que muy pronto dejaría de serlo. En el diálogo aplazado de sus cartas hechas también de palabras no escritas, de blancos y de silencios, fue descubriendo un ámbito propicio para las intimidades, un espacio de confortables sombras entre las que se sentía protegida puesto que, bien mirado, aunque el destinatario fuera su hermano era a ella a quien iban dirigidas, a quien respondían y ella quien las esperaba.
Me alejo voluntariamente y sin ningún esfuerzo de todo cuanto no seas tú. Vivo sumergido en los preparativos de la llegada de la señora de Fortaleza.
Sonrió porque esta vez no mentía ni exageraba en absoluto. Lo único que necesitaba rectificar de aquel último párrafo era la desinencia personal del verbo o al menos así la denominaba el señor Ventura, el preceptor de sus hermanos, de quien aprendió nociones de gramática. Pero ésa era una partícula insignificante, apenas una letra impuesta por la necesidad de seguir interpretando su papel. ¿No había ella acaso representado la figura de un gentilhombre en un auto sacramental de Calderón? ¿No le habían dicho que en el teatro de Shakespeare los muchachos hacían de dama joven porque a las mujeres les estaba prohibido salir a escena? ¿Y no podía ser considerado su caso semejante? Sin embargo, seguía aún matizando su interpretación, adecuándola a su personaje.
No quisiera que vieras en mí un ser frágil. No quisiera que vieras en mí un ser débil,
corrigió y borró lo que había escrito. Tomó otro pliego y comenzó de nuevo:
No quiero que veas en esta decisión la de un ser débil que esconde en su necesidad de amar una falta de iniciativa o de interés por la acción, rasgos que se avendrían mal con mi condición de varón, sino, al contrario, el deseo de luchar por complacerte y sobre todo de llegar a ser mejor. Al prometerme a ti, como ya sabes, hice tabla rasa del pasado y me comprometí también delante de mi padre a enmendar mis defectos, a huir de los vicios y sobre todo a evitar las tentaciones del juego.
Los párrafos más difíciles, los que le costaba más escribir, eran los que aludían al comportamiento de su hermano. Le parecía que si Miguel no le impedía hablar de ello era porque tal vez había aceptado el compromiso de su reforma moral y, a la vez, consideraba que tenía que poner en antecedentes a su futura cuñada de cuáles eran las verdaderas aficiones de Miguel. El hecho de referirse a la realidad le impedía dejarse llevar, alejarse de todo lo que no le gustaba. En cambio, los párrafos que hablaban de amor le salían con una gran facilidad, con sólo mover la pluma, aunque ella no había recibido ni enviado nunca ninguna carta amorosa. Su correspondencia anterior se limitaba a la mantenida, durante sus estancias en el ingenio de la Deleitosa de la Esperanza, con un grupo de amigas de su edad y con algunas monjas clarisas, además de las cartas dirigidas a su hermano Gabriel, a quien contestaba en seguida con un montón de preguntas sobre la vida en París. Pero ni unas ni otras tenían nada que ver con el apasionamiento que destilaban las que enviaba a su futura cuñada, aunque se tratara de una pasión fingida. Pronto se dio cuenta del efecto que iban produciendo en aquella enamorada lejana, a la que provocaban si no un incendio —que hubiera resultado impropio y nada elegante en una señorita decente y poco experimentada— por lo menos la yesca necesaria para arder en breve. Notaba entre líneas un humo de turbación que le permitía adivinar que, de un momento a otro, el alma de aquella jovencita sería consumida por la voracidad del fuego amoroso… Ángela de Fortaleza, excitada por su poder, por su capacidad de seducción, pasaba muchas horas saboreando ese deseo de complacer a la que había de ser la mujer de su hermano, enamorándola hasta la médula. En el fondo no hacía otra cosa que cumplir con su palabra. Al aceptar la petición de Miguel prometiéndole que nadie sabría nunca que era ella quien escribía, se comprometió a utilizar todos los recursos para que Isabel Forteza acabase por acudir de buen grado, llamada por la fuerza de sus poderosos reclamos, a abandonarse en los brazos de sus palabras.
Durante aquellos meses Ángela de Fortaleza no vivió para otra cosa ni tuvo más obsesión que el noviazgo de su hermano y su futura boda que, más de una vez, en alguna larga madrugada, inclinada sobre el papel, confundió con la propia.
Ya no soy yo. Desde que te escribo soy otro. Soy tú. Puedes creerlo. Es cierto. Mi yo se diluye en tu persona. Se confunde con la tuya… Cuanto me rodea me es ajeno. Sólo tú me interesas. Quisiera decirte tantas cosas… Aunque, bien mirado, sólo una… Una sola. En un susurro, para siempre. Para siempre y dejar de escribir.
III
María Forteza, aunque no pensara en casarse y tener que dejar Mallorca le diera el mismo pavor que ir al infierno, se tomó como un menosprecio la decisión de su padre. Procuró, no obstante, que nadie notara su disgusto y puso el mayor cuidado en disimularlo, pero después de pasarse las noches mortificando las tablas de su cama de tanto moverse, dando vueltas a las mismas opuestas conclusiones —su padre la quería demasiado para renunciar a su cercanía o la consideraba indigna de una buena boda—, decidió averiguarlo directamente. Una tarde, aprovechando un momento en que el viejo José Forteza entró en la cocina donde ella andaba trasteando, le dijo que quería hablar con él. Su padre le contestó que ya lo estaba haciendo. Sonriéndole, entornó aún más aquellas dos chispas que tenía por ojos y le pidió que lo acompañara a la azotea donde solía subir al atardecer a tomar el fresco. Entre cortinas de sábanas movidas por el viento, pasearon arriba y abajo. Mientras el día se iba diluyendo y se perdían en la neblina los perfiles azulados de las montañas, María escuchaba en silencio las justificaciones de su padre que comenzó la conversación sin preguntar de qué quería que hablasen, seguro de haber adivinado el motivo.
Con la respiración a ratos entrecortada y grumosa a causa de la tos —el invierno había sido duro y el hombre padecía de los bronquios—, José Forteza advirtió a su hija que se hacía cargo de su disgusto, aunque también su hermana Isabel tenía motivos para estar descontenta. Quién sabe si pensaba que la había escogido