El verano del inglés

Fragmento

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1.

Me pide usted que se lo cuente todo porque de lo contrario no se encargará del caso. Acepto su propuesta y le escribo comenzando desde el principio, para que pueda tener entera noticia de mi persona. Me hago cargo de hasta qué punto necesita conocer incluso aquellos aspectos a simple vista nimios o superfluos, ya que en ellos pudieran encontrarse las claves para argumentar una buena defensa.

Me dice usted que medite sobre los hechos, repasándolos sin temor cuantas veces sea necesario, y se los describa con todo detalle. No dude de que voy a obedecerle cumpliendo sus indicaciones una por una. Tengo, por desgracia, todo el tiempo del mundo. Y me lo voy a tomar. Comienzo, pues, desde el principio.

Con la antelación suficiente para que pudiera cambiar de planes, sin que eso le causara un perjuicio irreparable, llamé a mi prima María para decirle que ese verano no podría viajar con ella como acostumbraba.

Las razones que me lo impedían eran de peso: de una vez por todas había decidido acabar con el engorroso asunto del inglés. Ignoraba por entonces —principiaba el mes de febrero, lo recuerdo con exactitud— cuánto habría de lamentarlo. Bien al contrario, tenía la seguridad de que al menos por esa vez había tomado una determinación acertada. Ni por un momento imaginé, estúpida de mí, que sería la peor de mi vida. A veces las cosas resultan así de paradójicas, en especial cuando se tiene una estupenda intuición de mosquito, como la mía. Sin embargo, en mi descargo, debo señalar que no creo que nadie pudiera llegar a sospechar siquiera cuanto me ha ocurrido, sólo por querer aprender inglés. Los motivos que me llevaron a acabar con esa terrible carencia no sólo estaban perfectamente justificados sino que eran de una objetividad meridiana.

Pocos días antes de llamar a mi prima para que cancelara nuestro viaje a Perú, el hecho de no saber inglés me había dejado tirada en la cuneta de la multinacional en la que trabajaba. Lo que me había ocurrido era exactamente lo contrario de lo que aseguraba en las vallas publicitarias el anuncio de una popular academia de idiomas: «Laura consiguió ascender de categoría porque hablaba inglés». Después de mi fracaso, y tras varias noches de insomnio y pesadillas —soñaba que un gran pez apetitoso y plateado se me escabullía de entre las manos, dejándolas llenas de unas escamas que por más que frotaba permanecían adheridas a la piel—, me juré que la segunda oportunidad, a la que ya había aludido mi jefe, no me cogería desprevenida, así que decidí que no dedicaría ni un minuto de mis vacaciones a otra cosa que no fuera a estudiar inglés. Lo sentía por mi prima, y por las bellezas de Perú, por Gustavo y por Gladys Bueno, mis amigos de Arequipa, a los que había prometido visitar, pero mi decisión era irrevocable y el sueño premonitorio. Sólo el conocimiento del idioma de los yanquis, aunque sería mejor empezar por referirme al idioma de los hijos de la Gran Bretaña, mejoraría mi autoestima a la vez que mis posibilidades de progresar profesionalmente. Consulté con casi todas las instituciones dedicadas al aprendizaje de idiomas —del British Council al Instituto Americano, pasando por la Escuela Oficial y acabando por la ristra de academias que se dicen especializadas— para tratar de averiguar qué cursos ofrecían en agosto, el único mes que yo podía dedicar por entero a estudiar. Mi trabajo sin horario, o mejor sería decir mi trabajo de prácticamente catorce horas diarias, no me permitía otra opción. Pero no todos los centros oficiales estaban abiertos en agosto y las academias privadas, pese a que me garantizaban que con sus métodos el inglés dejaría de tener secretos para mí, no me merecieron excesiva confianza. Desistí de matricularme, por eso y por el agobio que me produjo el futuro calor de agosto que en febrero, los meteorólogos ya predecían que habría de ser insoportable a consecuencia del cambio climático. La alternativa consistía en un curso en Gran Bretaña o Estados Unidos, que además de darme la posibilidad de salir de Barcelona me permitiría, gracias al contacto directo con los hablantes nativos, la inmersión total que tan necesaria me era. Suponía que de una vez por todas podría renunciar a tener que repetir una de las pocas frases que era capaz de soltar: I’m sorry. I don’t speak English, antes de enmudecer de modo irrevocable, cabizbaja y desilusionada, pensando en todo lo que me perdía a consecuencia de mi desconocimiento de esa lengua franca que, nos guste o no, es el inglés.

Como mi obsesión era bien conocida por mis compañeros de trabajo, todos trataban de quitarle importancia diciéndome que no debía preocuparme tanto, al fin y al cabo la mía era una carencia generacional. Pero aun así me consolaba poco el mal de muchos. Al contrario, me dedicaba a imaginar la enorme cantidad de relaciones de todo tipo, amorosas, amistosas, comerciales, abortadas en el mundo por esa causa, y hasta tenía la seguridad de que algunos de los acontecimientos políticos de nuestro desgraciado país guardaban relación con el asunto. Estaba convencida de que si Aznar hubiera sabido suficiente inglés, nuestra participación en la guerra de Irak no habría tenido lugar. Fue su complejo de inferioridad lo que le impulsó a decirle a Bush yes, en vez de no, thanks, o de entrada no, darling. Cuando no sabes un idioma no puedes negociar, eso está claro, y tiendes a pasar por todo, sin darte cuenta de hasta qué punto aceptas las imposiciones del otro. Pensándolo bien, quizá nuestra participación en la guerra fue un efecto colateral de las carencias idiomáticas del entonces presidente. Su educación, como la mía, fue una consecuencia más del franquismo. Incluso entonces, aunque Franco hubiese muerto, los idiomas extranjeros eran considerados elementos de contaminación foránea. No estaba mal visto, sino todo lo contrario, no hablar más lengua que el español, el idioma del Imperio, en el que Carlos V, quizá uno de los pocos gobernantes alabados por políglotas cuando yo estudiaba, se dirigía a Dios, mientras que trataba a su caballo en alemán y ligaba con las damas en francés.

Las lenguas no fueron el fuerte de la educación de mi época y creo que tampoco de la actual, a juzgar por lo que dicen las encuestas. Guardo por algún cajón de la cocina unos recortes de prensa que me dio Jennifer, mi compañera de la inmobiliaria, con la buena intención de consolarme, en los que se asegura que un cincuenta y ocho por ciento de los estudiantes españoles es incapaz de mantener una conversación en una lengua ajena a la propia. Vamos, que no saben inglés, idioma que, según Jennifer, que es americana, también desconoce Bush a pesar de que sea el suyo… Pero ni con todos esos argumentos consiguió mermar mi obstinación. Le aseguré que tanto los estudiantes como Bush me traían al fresco, que por todos los medios quería solucionar mi problema, que detestaba parecerme a ellos y que lo mejor que podía hacer por mí, en vez de llenarme de recortes de periódico, era aconsejarme la mejor manera de aprender inglés. Jennifer me sugirió entonces que buscara una agencia de viajes especializada en turismo lingüístico. Ella misma me mencionó dos que conocía. Acudí enseguida a las direcciones que me dio y allí, en efecto, me ofrecieron una gran cantidad de posibilidades. El abanico era amplísimo: cursos en Estados Unidos, Escocia, País de Gales, Irlanda. El precio resultaba bastante caro pero eso a mí no me importaba. Mi sueldo es alto gracias al tanto por ciento de las comisiones sobre las ventas de pisos. En cambio lo que me preocupaba era tener que compartir el curso con gente de edades diferentes a la mía. Descartados los niños —nunca imaginé que los cursos para enanos fueran tan numerosos y variados—, que tenían clases especiales destinadas en exclusiva, no me podían garantizar que mis condiscípulos no fueran adolescentes, jóvenes, o al menos más jóvenes que yo, algo que, de un tiempo a esta parte, viene siendo normal en cualquier lugar. Y eso no me apetecía nada. Entiendo que mi exigencia de un grupo reducido de alumnos de entre cuarenta y cinco y cincuenta años era mucho pedir, aunque la persona que me atendió se hizo perfecto cargo de mi situación y hasta me insinuó que a ella le ocurriría lo mismo. Puestos a escoger, hubiera excluido del curso a los jóvenes, cuyas neuronas, sin duda mucho más ágiles que las mías ya maduras, habrían de hacer que me sintiera ridícula al primer envite.

Aconsejada por Jennifer, rebusqué en el almacén de Internet y fue allí donde di con una oferta que parecía cortada a mi medida. Tras pulsar el ábrete sésamo de la dirección de una página web, obtenida a través de un link, encontré lo que me pareció del todo idóneo a mi situación. Una profesora especializada en la enseñanza del inglés para extranjeros ofrecía sus servicios del tipo «aprenda inglés en casa del profesor». Una modalidad que consideré de lo más conveniente. Además, la cuantía del curso, tres mil libras que Mrs. Annie Grose exigía a cambio de pensión completa y clases particulares full time, no me pareció en absoluto excesiva, teniendo en cuenta los precios de la mayoría de los cursos.

Tuve la sensación, igual que Jennifer, de que eso era exactamente lo que andaba buscando, porque esa modalidad me permitiría hablar inglés las veinticuatro horas del día sin interrupción y a la vez empaparme de la vida inglesa en sus detalles más íntimos. La profesora, cuya fotografía tamaño carné ofrecía la página, tenía un aspecto agradable, rubia, de ojos claros, carirredonda, exhibía una sonrisa bonachona. En un breve currículum constaba el año de su nacimiento: 1945. Que tuviera sesenta años, casi once más que yo, me parecía estupendo. Así comprendería mejor las dificultades que el aprendizaje de idiomas comporta cuando uno es mayor. El hecho de que fuera mujer facilitaba las cosas, al menos también en apariencia. Si hubiera sido un hombre, quizá no me habría atrevido a enviar, tal y como pedía a los interesados, una carta de solicitud, un currículum y una foto de cuerpo entero, requisitos tal vez un poco extraños de entrada, aunque a Jennifer le parecieron justificados.

Mi amiga argumentó que consideraba de lo más natural que Mrs. Grose quisiera saber por adelantado con quién tendría que convivir durante cuatro semanas las veinticuatro horas, y que tanto la fotografía como los datos personales en los que tenían que anotarse gustos, aficiones, estado civil y hasta el número de hijos, en caso de tenerlos, cargas familiares, etcétera, eran requisitos indispensables para tratar de descubrir de antemano si alguna incompatibilidad podía hacer inviable la relación, adelantándose a lo que después sería irreparable.

Sin embargo a mí me quedaron algunas dudas, en especial con respecto a la fotografía de cuerpo entero. ¿Por qué no se conformaba Mrs. Grose con una fotografía tamaño carné como todo el mundo, incluida la policía de fronteras? ¿No era de carné la suya? Jennifer, que tenía respuesta para todo, me dijo que así la profesora sabría si algún defecto físico o discapacidad aquejaba a su futura alumna o alumno con antelación. De esta manera Grose, sin salirse de los límites de lo políticamente correcto, tan importantes en el mundo anglosajón, descartaba tales eventualidades. Quizá no le gustasen las personas delgadas, o los demasiado altos o gordos. Los gordos, decía Jennifer, pueden causar verdaderos estragos domésticos, hundir sofás, romper sillas, descalabrar camas, además de comer como limas. Quizá Mrs. Grose no tuviese un mobiliario adecuado para doscientos kilos ni presupuesto para los excesivamente comedores, o, por el contrario, detestara a los enanos. Porque vamos a ver, ¿qué causas pueden llevar a que un liliput no desee aprender inglés? ¿Y por qué razón Mrs. Grose está obligada a convivir con un liliput si pref

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