Cuál Bolaño
Quien ansíe hallar en estas páginas a Roberto Bolaño, al verdadero Roberto Bolaño —como si un libro fuese el registro público de la personalidad, las notas secretas de un psicoanalista o una máquina de rayos X— de seguro terminará decepcionado, pues en los textos reunidos en A la intemperie no cabe un solo Bolaño, acaso porque la idea de un Bolaño unívoco sea imposible o intolerable, sino decenas de Bolaños distintos, de Bolaños contradictorios y mal amalgamados, de Bolaños vivos y muertos, de Bolaños acerbos y generosos, de Bolaños punzantes y meditabundos, de Bolaños jugando al escondite y Bolaños sentenciosos como ancianos, de Bolaños ardilla y Bolaños tigre de Bengala, de Bolaños chilenos y Bolaños mexicanos —e incluso de Bolaños de Blanes— y, en fin, de Bolaños circunspectos y prudentes y Bolaños hirientes e iracundos. ¿Una autobiografía intelectual? Difícilmente. ¿Un espejo o un ovillo de sus intereses, sus pasiones, sus placeres culpables, odios singulares? Un catálogo, tal vez, como el que enumera las conquistas de Don Juan, donde se enhebran sus lecturas pasadas y presentes, sus recelos e infatuaciones, su tentación un tanto pueril por provocar a rivales y enemigos —y conseguir enfurecerlos—, así como un inventario de escritores muertos, a los que admiraba, y de escritores vivos, casi siempre coetáneos o más jóvenes, a quienes leía con tanta suspicacia como devoción. ¿Bolaño de cuerpo entero? Mejor: Bolaño lanzando la piedra sin esconder la mano, señalando a sus héroes y villanos —y a sus compañeros de batallas—, pontificando aquí y seduciendo allá, manoteando acá y suspirando acullá, incisivo y desgarbado, escribiendo sin tregua, sin tregua alguna, hasta que se le agotaron los años.
Imaginémoslo frente a su mesa de trabajo en Blanes: fantasmas y libros revolotean a su alrededor mientras él perturba el silencio de la página, obligado a pergeñar la mayor parte de estos textos con el digno objetivo de ganarse la vida y mantener a su familia —también se valía de los infinitos premios literarios concedidos por los ayuntamientos españoles— y aspirar a concentrarse en esas otras líneas, las de Estrella distante o Nocturno de Chile, las de Los detectives salvajes o 2666 —cuatro obras maestras en un suspiro—, que de veras le importaban y pasarían a la historia, pero a la vez concibiendo éstas, sus piezas de ocasión, sus colaboraciones periodísticas y sus conferencias (en España las llaman bolos), como tubos de ensayo o conejillos de indias, pequeños experimentos de concentración y eficacia argumentativa, miniaturas como las bagatelas de Beethoven o los valses de Chopin, argamasa entre los ladrillos, nunca mejor dicho, de sus monumentos narrativos.
A la intemperie, las páginas que se presentan ahora, nos permite esa mezcla de curiosidad y espionaje que los millenials llaman estalqueo: la ocasión de escudriñar cuanto Bolaño pensaba —o acaso no pensaba, pero sí escribía— sobre sus caballitos de batalla, sus próceres y enemigos literarios, con una mirada hacia su extravagante mundo interior, con solo ojear y hojear este volumen. Al entrar aquí, lector, te conviertes en voyeur: perverso mirón de los días y las horas de Bolaño o, más bien —insisto—, de los Bolaños que convivían en Bolaño. Si todos somos legión, esta recopilación constata que él lo era a manos llenas, como todos los grandes escritores que se han ocupado de su entorno tanto como de sí mismos. Escribir piezas de ocasión para ganarse la vida: una profesión como cualquier otra. Escribir piezas de ocasión que nunca te traicionen y nunca dejen de representar lo mejor y lo peor de ti mismo: la apuesta de Bolaño concentrada en esta recopilación. Fragmentos, borrones, esbozos, bosquejos: ideas para la acción o reflexiones para el futuro. Un laboratorio abierto frente a nuestros ojos. Material en bruto para ensamblar, contra viento y marea, su obra mayor.
Bolaño, lo sabemos, era un chileno con acento español; sabemos, también, que su vida estaba en otra parte: el México de su juventud, ese infierno y ese paraíso perdido al cual, sabio y previsor, jamás quiso regresar. De su mítica etapa mexicana, cuando era un guerrillero y una sibila al lado de Mario Santiago y los demás miembros de su cofradía de barbajanes, poetas y sicarios, A la intemperie rescata su valoración del movimiento estridentista lanzado por Manuel Maples Arce, Germán List Arzubide y otros poetas revolucionarios en 1923, clara inspiración de su propio batallón infrarrealista, así como un recuento de la nueva poesía latinoamericana, ambos publicados en la revista Plural en 1976 y 1977, pero no, claramente, la Plural de Octavio Paz, a quien entonces ansiaba abofetear, sino en la que había caído en manos de Jaime Labastida tras el golpe de Estado contra Excélsior. A partir de allí, unas cuantas reseñas dispersas y luego un hiato de dos décadas: quizás nada en este libro sea más significativo que ese prístino silencio que brilla aquí como un elefante en medio de la estancia. Dos décadas en las que el belicoso y fantasmagórico poeta se transforma, sin que nadie pudiese anticiparlo, en uno de los escasos novelistas que han sacudido los cimientos de su empeño.
Debemos esperar a los noventa para que, como ese olvidado sobreviviente japonés de la Segunda Guerra, Bolaño resucite de entre los muertos. Pero quizás este nuevo Bolaño sea otro, un impostor o un travesti, el Bolaño que publica tímidamente La pista de hielo (1993) y luego, con más brío, La literatura nazi en América y, ya dueño de todos sus recursos, esa novelita perfecta que es Estrella distante (ambas de 1996) y que no tardará en convertirse, al fin, en el Bolaño que mejor conocemos con la inagotable Los detectives salvajes (1998). A partir de entonces, sus textos breves se multiplican como una epidemia o un cáncer: aparecen por doquier, en medios españoles y medios mexicanos y medios chilenos y al cabo en medios del mundo entero. El primero de ellos, «¿Quién es el valiente?», suena casi a una poética: el recuento de los libros que robó en México entre los dieciséis y los diecinueve: de Pierre Louÿs a Samuel Pepys —clásicos raros— a Rulfo y Arreola —su eterna pasión mexicana—, pasando por Gilberto Owen o José Juan Tablada —otros raros— y por La caída, de Camus: ¿quién hubiera dicho que en el existencialista francés encontraría el abismo moral que trasladaría a sus grandes relatos y novelas? En ese mismo artículo rememora también los libros que encontró en Chile, a los veinte, poco antes del golpe de Estado: aquí Bolaño es un punto más previsible, pues serán los mismos autores que defenderá siempre, Parra y Lihn, frente a las decenas de compatriotas de quienes hará mofa o escarnio, por ejemplo en los textos que publicó tras su escandalosa visita a Chile en 1999, donde yo tuve la ocasión de verlo batirse en público por primera vez. Bolaño era, claramente, un chileno a disgusto, que acaso sea la única forma de ser chileno o de ser escritor. Luego, otro atisbo de poética: sus «Consejos sobre el arte de escribir cuentos», una más de sus potentes y jocosas enumeraciones borgianas, que yo aquí sigo para referirme al conjunto de textos reunidos en A la intemperie.
Con una buena dosis de mala fe, que busca emular la suya, éstos se podrían dividir en las siguientes categorías: 1) Textos memoriosos, quizás los menos, donde repasa episodios de sus vidas pasadas, en donde Bolaño se persigue a sí mismo, incluyendo algunas desopilantes crónicas de viaje, en especial de esas excursiones de turismo literario que se veía forzado a realizar y que tanto esfuerzo le costaban (canceló decenas de invitaciones en el último segundo). 2) Pullas, troleos y bullyings variopintos, sobre todo contra escritores chilenos (con lúcidos análisis perdonavidas de monstruos como Neruda o Donoso). 3) Artículos bicéfalos, que son más bien pequeños cuentos o relatos, ácidos o tiernos, disfrazados de columnas o reflexiones al desgaire. 4) Atisbos de una poética propia. («Mi cocina literaria es, a menudo, una pieza vacía en donde ni siquiera hay ventanas.») 5) Lúcidas y chispeantes relecturas de clásicos inesperados: Burroughs, Daudet, Swift, Turgueniev, Borges, Dick. 6) Heroicas y militantes defensas de escritores desconocidos o menospreciados o no tan apreciados como él querría: Wilcock, Tomeo, Aira, Castellanos Moya, Lamborghini. 7) Elogios hiperbólicos y amorosos hacia sus amigos, que aparecen citados una y otra vez, como si Bolaño no pudiera dejar de invitarles un gin tonic o un café: Fresán, Cercas, Vila-Matas, Lemebel, Villoro, Boullosa, Brodsky, Pauls. («A veces eso es un amigo: la silueta de un dinosaurio que atraviesa un pantano y a la que no podemos asir ni llamar ni advertirle nada.») 8) Textos que no caben en ninguna de las categorías anteriores (desde una vindicación de Thomas Harris, el de Hannibal Lecter, a reflexiones sobre artistas tan improbables como Braque o Il Sodoma). Y 9) Sus discursos oficiales, como el pronunciado cuando obtuvo el Premio Rómulo Gallegos, en la época en que el Premio y Venezuela aún existían, o su burlona y truncada despedida de nosotros, los jóvenes que entonces lo admirábamos, en Sevilla, justo una semana antes de morir.
Tenemos, pues, al Bolaño maledicente y al Bolaño sonriente y osado, al Bolaño erudito y al Bolaño adivino, al Bolaño apacible y al Bolaño iracundo como profeta bíblico, al Bolaño locuaz y al Bolaño taciturno: que cada lector elija al suyo. Apostado en su sillón de brazos, con el cabello tan ensortijado como sus múltiples personalidades, Bolaño, entretanto, atisba el humo de su cigarro y, con esa socarrona dulzura que conserva en ultratumba, nos recuerda: «La literatura, al contrario que la muerte, vive en la intemperie, en la desprotección, lejos de los gobiernos y las leyes, salvo la ley de la literatura que sólo los mejores entre los mejores son capaces de romper.»
JORGE VOLPI
Guadalajara,
25 de noviembre de 2018
Nota de los editores
A la intemperie recopila las colaboraciones en prensa, los discursos y conferencias y otros textos de no ficción escritos por Roberto Bolaño entre 1975 y el momento de su muerte en 2003. La mayor parte de ellos —los datados entre los años 1998 y 2003— fueron publicados en 2004 en Entre paréntesis. El lector los encontrará aquí, junto con los textos publicados en las décadas anteriores y algún otro que quedó fuera de la recopilación antes mencionada por diferentes motivos, organizados atendiendo en primera instancia a la naturaleza de los textos. A este criterio responden los tres grandes apartados: «Colaboraciones periodísticas», que engloba las piezas publicadas por el autor en revistas y diarios españoles y latinoamericanos; «Conferencias y discursos» y «Lecturas y relecturas», apartado misceláneo que engloba las reseñas, los prólogos y otros trabajos similares. El orden cronológico en el que aparecen las piezas dentro de cada sección es el de escritura, lo que permite conocer qué temas de la actualidad política, social o cultural interesaban a Roberto Bolaño en cada momento.
Al final del volumen el lector puede encontrar los datos de procedencia de cada uno de los textos incluidos en este libro.
Colaboraciones periodísticas
El estridentismo
Yo no pienso, yo muerdo. Para Alain Jouffroy, el artista de vanguardia es el primero en arriesgarse, el primero en tirarse al agua. El que pone la maquinita peluda del amor y la aventura a toda velocidad. Para Alain Jouffroy, y en esto se toca con los situacionistas, el artista de vanguardia es el que, por sobre todo, subvierte la cotidianidad, transformando y transformándose. Yo no muerdo, yo me araño. Y se necesitaba tener un espíritu muy heroico para sobrevivir y crear y difundir una poesía nueva en el México de 1928: un movimiento que no antecede a la revolución, pero que se va extinguiendo con esta revolución. Los sabrosos veinte, la visión de Huidobro jugando chirlitos con Reverdy, Pablo de Rokha construyendo una de las más hermosas ballenas de este siglo —la que muchos años después le daría un revólver para que se suicidara—. Alberto Hidalgo haciendo antologías con Borges (el primero murió riéndose de su pobreza y su olvido; el segundo todavía hace chistes públicos de un humor macabro). Girondo era bailarín y pudo ser actor de Hollywood. Vallejo pensaba en Rita. Oquendo de Amat escribía a los diecisiete años sus cinco metros de poesía y ya no escribiría nunca más. Martín Adán ponía coma final a La casa de cartón, y pululaban por América unos jóvenes que tenían facha de terroristas (además, lo eran), y que hacían poesía. Ante esa obra lo que se escribe, por ejemplo, por los cuarenta o cincuenta (para no hablar de los sesenta, en donde la cosa parece, hasta nueva orden, que volviera a brotar), se ve definitivamente asqueroso, pero por suerte (suerte para los malos, como dijo el Bosco y Billy the Kid) surge un grupo de poetas y/o ensayistas que se encargan de darle algunos retoques a la historia, quedando todos al final dentro de la misma familia. Yo ya me cansé de arañarme; mejor me voy. En México los estridentistas se van, los «contemporáneos» se quedan, la paz vuelve a casa.
Del período 1921-1928 quedan sin embargo libros que son útiles. Algunos como Andamios interiores y Poemas interdictos, de Maples Arce, y Esquina, de List Arzubide, nos sirven para comenzar a ver de una manera diferente la tradición de la poesía mexicana. Estrellas bailadoras que sólo tuvieron una edición, pero que nos esperan en la garganta tibia de una hada muerta hace mucho. Y Avión (1917-poemas-1923), de Luis Quintanilla, poeta «casi» estridentista. Quedan también revistas de las que sólo conocemos los nombres (aquí la palabra quedan es nada más una manera de decir): Actual, Irradiador, Horizonte.
«No sólo se gastan los partidos en el poder, sino también las escuelas artísticas. Los procedimientos de la creación se agotan y cesan de herir los sentimientos del hombre: es el signo inconfundible de que una escuela está madura para entrar en el cementerio de las posibilidades agotadas: es decir, en la Academia. La creación viva no puede salir adelante sin desviarse de la tradición oficial, de las ideas y sentimientos canonizados, de las imágenes y giros impregnados de la lacra de la costumbre. Cada nueva orientación busca un nexo más directo y sincero entre las palabras y las percepciones. La lucha contra la simulación en el arte se transforma siempre, más o menos, en lucha contra la falsedad de las relaciones sociales. Porque es evidente que si el arte pierde el sentido de la hipocresía social, cae inevitablemente en el preciosismo.»
«Cuanto más rica y compleja es una tradición cultural nacional, más brutal es la ruptura»: León Trotski.
Los estridentistas no pudieron sostener esas barricadas ácidas de la nueva poesía, pero nos enseñaron más de una cosa sobre los adoquines. A los versos de Maples Arce escritos en 1922.
Y 200 estrellas de vicio a flor de noche
escupen pendejadas y besos de papel
podemos meditarlos con estos de José Peguero escritos hace tres meses:
Corre corre Valerina
Que me da el Rimbaud
Que me da el Rimbaud
MANIFIESTO ESTRIDENTISTA
Irreverentes, afirmales, convencidos, excitados a la juventud intelectual del estado de Puebla, a los no contaminados de reaccionarismo letárgico, a los no identificados con el sentir medio colectivo del público unisistematizal y antropomorfo para que vengan a engrosar las filas triunfales del estridentismo.
Y afirmemos:
Primero: Un profundo desdén hacia la ranciolatría ideológica de algunos valores funcionales, encendidos pugnazmente en un odio caníbal para todas las inquietudes y todos los deseos renovadores que conmueven la hora insurreccional de nuestra vida mecanística.
Segundo: La posibilidad de un arte nuevo, juvenil, entusiasta y palpitante, estructuralizado novidimensionalmente, superponiendo nuestra recia inquietud espiritual al esfuerzo regresivo de los manicomios coordinados con reglamentos policiacos, importaciones parisienses de reclamo y pianos de manubrio en el crepúsculo.
Tercero: La exaltación del tematismo sugerente de las máquinas, las explosiones obreriles que estrellan los espejos de los días subvertidos. Vivir emocionalmente. Palpitar con la hélice del tiempo. Ponerse en marcha hacia lo futuro.
Cuarto: La justificación de una necesidad espiritual contemporánea. Que la poesía sea poesía de verdad, no babosadas como las que escribe Gabrielito Sánchez Guerrero, caramelo espiritual de chiquillas engomadas. Que la pintura sea también pintura de verdad con una sólida concepción del volumen. La poesía, una explicación sucesiva de fenómenos ideológicos, por medio de imágenes equivalentistas orquestalmente sistematizadas. La pintura, explicación de un fenómeno estático, tridimensional, redactado en dos latitudes por planos colorísticos dominantes.
Caguémonos:
Primero: En la estatua del general Zaragoza, bravucón insolente de zarzuela, William Duncan del filme intervencionista del imperio, encaramado sobre el pedestal de la ignorancia. Horror a los ídolos populares. Odio a los panegiristas sistemáticos. Es necesario defender nuestra juventud que han enfermado los merolicos exegísticos con nombramiento oficial de catedráticos.
Charles Chaplin es angular, representativo y democrático.
Segundo: En don Felipe Neri del Castillo, fonógrafo interpretativo del histerismo primaveral tergiversado, que hace catrinas de pulque con cenizas de latines para embriagar a sus musas rezanderas; en don Manuel Rivadeneyra y Palacio, momia presupuestiva de veinte reales diarios; en don José Miguel Sarmiento, recitador de oficio en toda clase de proxenetismos familiares en que la primavera y el «jazz band» se zangolotean en los espejos, y en algunos estanquilleros literarios, como don Delfino C. Moreno y don Enrique Gómez Haro.
Tercero: En nuestro compatriota Alfonso XIII, el Gaona de los tenderos usuarios, Tío Sam de los intelectuales de alpargata, salud de los enfermos, consuelo de los afligidos, rosa mística, vaso espiritual de elección, agente viajero de una camotería de Santa Clara, ¡la gran cháchara!
Proclamando:
Como única verdad, la verdad estridentista.
Defender el estridentismo es defender nuestra vergüenza intelectual. A los que no estén con nosotros se los comerán los zopilotes. El estridentismo es el almacén de donde se surte todo el mundo. Ser estridentista es ser hombre. Sólo los eunucos no estarán con nosotros. Apagaremos el sol de un sombrerazo. Feliz año nuevo.
¡VIVA EL MOLE DE GUAJOLOTE!
Puebla, enero, 1 de 1923
Manuel Maples Arce, Germán List Arzubide, Salvador Gallardo, M. N. Lira, Mendoza, Salazar, Molina; siguen doscientas firmas.
En el número 62 se publicarán las entrevistas que concedieron a Plural Arqueles Vela, Manuel Maples Arce y Germán List Arzubide.
La nueva poesía latinoamericana: ¿crisis o renacimiento?
JORGE ALEJANDRO BOCCANERA[1]: Abordar un tema tan espinoso presupone referirse a un arte inmerso en un contexto sociopolítico en crisis y a la incomunicación y desconocimiento de obras que de ello derivan. En todos los casos eludiré cualquier mención a tal o cual generación, término sumamente arbitrario, para ir a las voces que en los últimos diez años, aproximadamente, se perfilan con cierta importancia.
Por aquellos libros que tuve oportunidad de leer y por conversaciones personales con distintos poetas latinoamericanos, deduzco una poesía que se desarrolla con aciertos y altibajos, en grado a establecer según de qué país se trate. El caso de la nueva poesía chilena es significativo. Enriquecida por el ascenso de la Unidad Popular, lo que obviamente produjo un vasto movimiento intelectual, pareciera que los jóvenes comienzan a observar con más detenimiento las obras de grandes poetas como Huidobro y De Rokha. Aunque algunos caen bajo las influencias de poetas posteriores como Gonzalo Rojas, Teillier, Lihn, y sobre todo bajo la influencia de Parra y sus artefactos. Algunas voces se alejan de estos alineamientos, en especial los novísimos, para intentar una obra de características propias. Tal es el caso de Gonzalo Millán, Oliver Welden y Bruno Montané.
En el Perú aparece a comienzos de esta década el grupo Hora Zero, que amenazó en su momento con romper —salvo Vallejo— todos los moldes existentes en materia poética. De ese movimiento sobresalen el poeta Jorge Pimentel y un poeta cercano al grupo, Enrique Verástegui, quien escribía por esos años en un periódico limeño: «Los muchachos del setenta son los nuevos bárbaros, los Acilas que desaforadamente irrumpen en la conquista de un paraíso que se perdió en los ajetreos de las academias de la lengua», para continuar más adelante expresando que «la poesía del setenta no sublima al hombre, lo expresa. La poesía del setenta no reprime al cuerpo, lo libera. La poesía del setenta marca el inicio de nuestra contemporaneidad en el paraíso del placer». Si bien no existe una gran obra que respalde de alguna manera los manifiestos petardistas de este grupo, su irrupción produce una saludable agitación dentro del anquilosado ambiente intelectual. A los nombres mencionados habría que agregar los de Mario Montalbetti, Marco Martos, Elqui Burgos, Hildebrando Pérez, Edgar O’Hara, Manuel Morales y Carlos Orellana.
En la Argentina aparece en el año 64 la revista La Rosa Blindada (nombre de uno de los libros de González Tuñón), que de algún modo continuaría la militancia cultural de una publicación que data del 58 y que se llamó Nueva Expresión. En La Rosa Blindada encontramos poetas que habían pertenecido al grupo El Pan Duro y a otros como Alberto Szpunberg, Julio Huasi, Eduardo Romano y Ramón Plaza. Habría que agregar a otros poetas que sitúan su obra en estos años, como Roberto Santoro, Juana Bignozzi, Roberto Díaz y Gianni Siccardi. Los voceros de la literatura se multiplican a partir del 60 —Agua Viva, Cero, Cuadernos de Poesía, Eco Contemporáneo, Hoy en la Cultura, Ensayo Cultural, Sunda, Tiempos Modernos, Testigo, Zona de la Poesía Americana, Barrilete, Momento, El Escarabajo de Oro, El Lagrimal Trifurca, Suburbio, Buenos Aires Tango y Nuevos Aires, entre otras— para declinar a fines del 74, como una muestra más de la asfixia cultural acentuada por la represión ejercida por el entonces agónico gobierno de Isabel M. de Perón y que continúa hasta nuestros días. Los poetas surgidos a partir del 70 están influidos por la poesía de Vallejo, González Tuñón, José Portogalo, Mario Jorge de Lellis, Nicolás Olivari; de poetas que además de situarse en un entorno urbano, tienen una relación estrecha con el tango, como es el caso de Manzi, Discépolo, Castillo y posteriormente Homero Expósito; del carácter irónico-crítico de la obra de Mario Benedetti (emparentada en su lenguaje narrativo y en su establecer un interlocutor con la poesía del argentino Humberto Constantini); del realismo sentimental de Gelman y de diversos autores extranjeros. De este grupo formado en una misma atmósfera intelectual sobresalen los nombres de Vicente Muleiro, Daniel Freidemberg, Julio Ricardo, Adrián Desiderata, María del Carmen Colombo, Hugo Diz, José Cedrón y Marta Molina.
El caso de Brasil, donde intuyo una poesía fresca y vigorosa, no voy a tocarlo por conocerlo a través de poesías leídas en diversas antologías, lo cual no me parece suficiente para dar una opinión. En cuanto a la poesía centroamericana, considero importantes las voces de los nicaragüenses Beltrán Morales y Gioconda Belli, del salvadoreño Alfonso Quijada Urías, de los costarricenses Alfonso Chase y Diana Ávila y del panameño Manuel Orestes Nieto. A esta larga —y desde luego incompleta— lista habría que agregar los nombres de dos poetas ecuatorianos, Cazón Vera y Fernando Nieto Cadena, que considero importantes en el mapa de la poesía latinoamericana.
ROBERTO BOLAÑO: Si por panorama general entendemos a una promoción emergente de jóvenes poetas que vienen a llenar algunos huecos surgidos en el aparato oficial de la literatura latinoamericana, a mí me parece definitivamente mediocre. Ahora que si por panorama general entendemos un movimiento al menos estéticamente al margen del aparato oficial o un subpanorama ética y estéticamente al margen, un estado de ánimo común a muchos jóvenes, una interpretación transformadora (y esto es más contradictorio que el diablo) de una realidad cotidiana sangrienta, en donde es imposible verdaderamente crear sin subvertir, en donde es imposible subvertir sin ser apaleado, en donde es imposible ser apaleado sin adoptar por el momento, aunque sólo sea visceralmente, posturas de rechazo total a situaciones culturales burguesas (y cualquier postura de rechazo total significa comenzar a experimentar y pensar nuevas formas de acción, a intuir nuevas sensaciones), el panorama general se me presenta como el segundo cartucho de dinamita de la poesía latinoamericana en lo que va de este siglo: el primero fue la vanguardia de los veinte: Huidobro, Vallejo, De Rokha, Oquendo de Amat, César Moro, Maples Arce, Alberto Hidalgo, Borges, Girando, Martín Adán, etcétera. Por un lado escriben los jóvenes decentes, los de la cotidianidad de toilette, los caligrafistas, los que buscan un estatus de escritor. Por el otro están los anarquistas, los poetas narrativos y los nuevos líricos marxistas, los vagabundos, los que viven poesía, los que se pasean vestidos de erizos por la cotidianidad pequeñoburguesa, a los que les importa un comino el oficio de escritor. Dos líneas bastante numerosas, bastante heterogéneas. Para aclarar un poco, dentro de la primera tendencia (y decir tendencia es un decir) puedo mencionar a los hijos de Paz, en México; a los hijos de Girri, en Argentina; a los pésimos parrianos, a los peores nerudianos, a los definitivamente perversos rokhianos, en Chile; a los Cobo Borda trepadores (como diría Scott Fitzgerald), de Colombia; a los jóvenes poetas de la República del Este, de Venezuela; a los hijos de Stalin y Westphalen, del Perú; a los exterioristas católicos, de Nicaragua, etcétera. Dentro de la otra tendencia sólo puedo manejar un hit parade internacional, que agruparía gente muchas veces contraria entre sí, pero emparentada en un primer punto: la poesía ya no como un cubículo universitario, ya no como un flujo circular de información, sino como experiencia viva, lenguaje vivo, autopista de cabellos largos. Me es inevitable mezclar poetas de los que ya no espero nada o casi nada, gente que después de haber dado dos saltos mortales se cayó del trapecio o bajó a recibir su cheque o su beca, o tuvo miedo, o se le acabó la inspiración, qué sé yo: con poetas de los que espero todo o casi todo, tránsfugas, iconoclastas, adolescentes, personajes fidelísimos que entran como Pedro en su casa tanto al país de los cronopios como a las redes subterráneas de Bakunin y Barbarella. Los nombro indistintamente (para su curiosidad y regocijo): Hinostroza, Bruno Montané, Luis Rogelio Nogueras, Mara Larrosa, José Peguero, Orlando Guillén, Waldo Rojas, Julián Gómez, José Rosas Ribeyro, Enrique Verástegui, Mario Santiago, Gonzalo Millán, Rubén Medina, José de Jesús Sampedro, Óscar Málaga, Fernando Nieto Cadena, Jorge Pimentel, Juan Ramírez Ruiz, Beltrán Morales, Víctor Casaus, Cuauhtémoc Méndez, David Malfavón, Eloy Jáuregui, Fanor Téllez, Vladimiro Herrera y Antonio Cisneros. De los uruguayos sólo conozco mayores de cuarenta. Poeta joven que aparece es asesinado por la dictadura. Ibero Gutiérrez, por ejemplo. De Argentina puedo decir lo mismo que de Uruguay, con la salvedad de que recién ahora estoy empezando a leer, gracias a Jorge Alejandro, a algunos poetas de las promociones recientes. Imagino que la urgencia de sobrevivir es mayor casi siempre a la urgencia de escribir poesía; ya no hablo de difundirla, aunque sea a niveles subterráneos. Se me vienen muchos nombres a la cabeza: Paco Urondo, a quien todos conocemos, muerto en la guerrilla: Diana Bellesi, a quien sólo unos pocos conocemos (¿dónde está Diana?, nos preguntó Hinostroza, no sé, le dije), perdida en esa especie de flipper electrónico que es el cono sur. Pienso en el gueto de poetas peruanos en el edificio de Georges Mandel en París, llamado también El Rincón de los Bonzos Melenudos. Pienso en los nuevos poetas chilenos (hablo de muchachos que no pasan de los veintiún años) creándose una tradición poética a partir de sus propios nervios.
J. A. B.: El caso de la poesía cubana lo tratamos aparte porque es bien distinto. Apoyada por una fecunda actividad desarrollada por medio de múltiples talleres literarios, donde se trabaja a fin de lograr no sólo el auditorio, sino la autocrítica basada en el análisis riguroso, y con posibilidades varias de publicación en la Colección David, revista Pluma, El Caimán Barbudo, etcétera, alcanza un nivel significativo en las voces de Sigifredo Álvarez Conesa, Víctor Casaus, Francisco Garzón Céspedes y Luis Rogelio Nogueras, entre otros.
R. B.: Creo una cosa: si bien ahora el panorama general de la nueva poesía latinoamericana es en un cincuenta por ciento clandestino, dentro de poco tiempo lo será en un cien por ciento. En una época de crisis, el poeta se lanza a los caminos. De esta inmersión obligatoria en mundos nuevos renace la poesía, la verdadera poesía, o se va todo al carajo.
ANTECEDENTES DE LA NUEVA POESÍA
J. A. B.: Los antecedentes de esta poesía constituyen la historia de la poesía latinoamericana, sustentada en esos pilares literarios llamados Vallejo y Neruda y, por qué no, Guillén, Drummond de Andrade, González Tuñón, Lezama Lima, De Rokha y en el caso de cierta corriente anglosajona descubierta por ahí, transmitida indirectamente por Cardenal y Parra. Habría que agregar, en el caso de la poesía argentina, la importancia del grupo El Pan Duro, que estableció una posición definida con respecto a la realidad que le tocaba vivir y de algún modo a la poesía que lo había antecedido. En el prólogo de su antología, aparecida en el 63, decían que partían de una «poesía eminentemente popular, donde el tema como objetivo debe estar enraizado en la pasión, el dolor, las alegrías y las luchas del hombre común», agregando la síntesis de «la verdad del mundo, más la verdad interior del creador, suma de la que obtendremos ni más ni menos que la verdad del mundo, sutilizada, enriquecida, profundizada». De este grupo se destacan Héctor Negro, Rosario Mase y un poeta que se perfila como una de las voces de mayor importancia en la poesía de lengua castellana, Juan Gelman. En el caso de la poesía peruana habría que referirse a una corriente enmarcada dentro de las características de la poesía anglosajona, surgida en el rechazo de otras formas que son predominantes en la década del 30, como el social-realismo y cierta tendencia afrancesada. De la corriente anglosajona influida por poetas como Pound, Eliot, Ginsberg y Lowell sobresale el poeta Antonio Cisneros, que lleva adelante una poesía fresca y contundente, basada en elementos como la cotidianidad, el humor, la ironía, el predominio de la imagen sobre la metáfora y un lenguaje narrativo a veces, que confluyen en la integración del mundo doméstico e individual y el mundo histórico social del hombre del siglo XX. También se destaca, aunque con cierto formalismo, la obra de otro poeta que comienza a publicar junto a Cisneros, el poeta César Calvo, y que de algún modo también constituye un antecedente inmediato. Y como puntos de referencia, no ya tan cercanos, habría que agregar los nombres de poetas de la valla de Alejandro Romualdo, Gonzalo Rose y Javier Sologuren. El antecedente de los poetas nicaragüenses de hoy es fácilmente rastreable en la obra fecunda de los poetas Pablo Antonio Cuadra, Coronel Urtecho, Joaquín Pasos y Carlos Martínez Rivas. El Salvador tiene la continuidad de un grupo conformado en las voces de Manho Argueta, Roberto Cea, Góchez Sosa y el siempre presente Roque Dalton. El Ecuador cuenta con la revitalizada poesía de Jorge Enrique Adoum, quien pese a incursionar en otros terrenos como el teatro y la novela no ha descuidado su trabajo en la poesía, llevando adelante una obra que se ha despojado ya de algunos indicios que lo emparentaron con el lenguaje nerudiano, para abordar un lenguaje acorde con el tiempo y las circunstancias. Los antecedentes de la poesía cubana habría que situarlos primero en la tarea fundamental de José Martí, luego en las voces mayores de Guillén, Lezama Lima y Eliseo Diego, para encontrar el antecedente más inmediato en la poesía de aquellos jóvenes que prácticamente están formados al irrumpir la revolución, como Fernández Retamar, Félix Pita Rodríguez y Fayad Jamís. El caso de la poesía costarricense de hoy estaría ligado de alguna manera a la obra interrumpida de Jorge Debravo, muerto en un accidente cuando más se esperaba de su voz, ubicada por un lenguaje coloquial en la densidad de lo sencillo. Cabría agregar que existe una interinfluencia que sobrepasa los límites geográficos y que también constituye un antecedente de esta nueva poesía.
R. B.: ¡Santo cielo! Si yo me pusiera extremista diría que los únicos antecedentes para muchos de nosotros son una cadena de carnicerías, una colección de fotos de poetas surrealistas, una monomanía por las carreteras, nuevamente una cadena de carnicerías, informaciones enajenadas con el método cut-up, complots experimentales, canciones de rock ’n’ roll (sobre todo Sympathy for the Devil), Vietnam y la guerrilla, el sexo y los cómics, muchas nubes negras y veloces. Antecedente quiere decir, más o menos, acción, dicho o circunstancia que sirve para juzgar algo posterior. Bueno, creo que los antecedentes de los nuevos poetas latinoamericanos no son primordialmente literarios. Ni nacionales. No existen antecedentes puramente nacionales. En el caso concreto de los chilenos nuestras raíces no se circunscriben a la herencia que tal o cual generación haya podido darnos. Nuestra posición dentro de la joven poesía chilena es desde todos los puntos de vista opuesta a la de nuestros primos mayores, los chunchulitos del 70. No bebemos de Parra ni de Neruda (tampoco caemos en el ridículo de aquellos que después de haber aplaudido a Parra como el renovador de la poesía latinoamericana, lo acusan ahora de fascista y niegan toda su poesía. Nosotros creemos que tanto Parra como los que hoy lo excomulgan han sido unos poetas pequeñoburgueses hasta la médula que en su momento hicieron cosas bastante importantes, sobre todo Nicanor). Le ponemos más atención a Pablo de Rokha y a Vicente Huidobro.
Nuestras experiencias, entre ellas el acto de escribir desesperadamente en un callejón sin salida, nos han orillado a reencontrar antiguos tótems, largo tiempo ocultos (ninguneados o manipulados por la tradición oficial), y a tomar de ellos lo más corrosivo, lo más fresco.
AVANCES Y RETROCESOS
J. A. B.: El avance de esta poesía lo constituye su continuidad, pese a todo, su búsqueda incesante, el abandono de ciertas formas anacrónicas como lo discursivo, la autocompasión, los falsos nominalismos y otros vicios que derivan de un desprecio al oficio, lo que además provocaría repeticiones de climas poéticos, actitudes seudoheroicas con mensajes confusos, cacofonías que llegan a cacafonías, falta de manejo en el ritmo y un acatamiento servil —sin capacidad de recreación de las voces de poetas considerados mayores—. Para esto el antídoto lo constituye la palabra, escapando de un lenguaje declamatorio para insertarse en un lenguaje coloquial y antirretórico, donde la esperanza y la desesperanza aparecen encubiertas bajo formas que mejor expresan el yo colectivo, como el absurdo, la ironía y el remplazo del psicologismo por el sociologismo. Entre los vicios, encontraríamos también una falta de vivencia que determina un miedo al sentimiento, la consiguiente adjetivación ampulosa que en suma no nos dice nada y una inclinación por la referencia cultural. A propósito de esto dice Carlos Garayar en un artículo publicado en la revista Hipócrita Lector: «No hay prácticamente poeta que no intercale entre sus versos alguna mención a París, Bach, Florencia, el budismo, Botticelli o cosa parecida. Si en la poesía norteamericana esto tiene, como decíamos, origen y representatividad, en la poesía peruana requiere una explicación que va más allá de señalar la relación epigonal». A esto habría que agregar el uso de citas en otros idiomas: inglés, francés, alemán, desconocidos en su mayoría por estos poetas jóvenes.
El caso de la poesía argentina, bastante desconocida por cierto, establece un desarrollo sin rupturas con el pasado. Una maduración natural y la consiguiente decantación, que confluyen en una integración de aquellas voces importantes dentro del mapa poético, para abordar por medio de un lenguaje conversacional la problemática del hombre fragmentado e incomunicado de hoy.
El peligro lo constituye el hecho de quedarse en cierto pintoresquismo o regionalismo, es decir en una atomización temática. De todos modos la nueva poesía latinoamericana avanza. Sin hacer hincapié en rótulos o falsos nominalismos —poesía rebelde, protestataria loxodrómica, planetaria, de la resistencia, antipoesía (término usado por Tuñón en el año 33, en un poema que casi le cuesta la cárcel), combativa, etcétera—. Sólo la palabra desalienada dará testimonio de este tiempo por alienante que sea. Ya se ha resuelto la dicotomía entre poesía social y poesía pura, entendiendo que toda poesía es social en la medida en que trabaje con elementos sociales como el lenguaje y se remita a experiencias y relaciones entre los hombres, de tipo social. El movimiento de esta nueva poesía es pendular y consiste en el contraste entre lo que existe y lo inexistente. Esto sería «negar a la poesía afirmándola, afirmar a la vida negándola con sumo sarcasmo y amarga brutalidad» (Fernando Alegría en América Latina en su literatura). Instintivamente el poeta hace suyo el mensaje que alguna vez expresara el líder norteamericano Julius Lester: «Resistir es detener la inhumanidad de los otros y afirmar la propia humanidad», y lo canta en pos de un mundo donde el intento de amor más saludable sea la lucha de todos los días por mejorarlo. Se establece entonces una confrontación de valores sustentada en una ideología del egoísmo y una solidaridad, una ideología de la servidumbre y una capacidad de polemizar, luchar, una ideología menefreghista contra una conciencia creativa. Es decir una confrontación de lenguajes diferentes. Un lenguaje impuesto como cotidiano por una cultura de masas, que se torna repetitivo, perdiendo así su capacidad de creación y atomizándose cada vez más, hasta que el hablante no se entiende a sí mismo, y cuando se reinterpreta lo hace según principios que son ajenos, y un lenguaje que cumple su misión histórica de mitificador y creativo, para una mejor comunicación entre los hombres.
R. B.: La renovación de nuestro lenguaje poético no se da meramente como una búsqueda formal, sino como el resultado de un choque formidable entre una realidad cada día más exasperantemente poética y nuestras ganas de jugar un rato con ella, de interpretarla, de transformarla, por lo pronto aunque sea sólo para ver qué nos pasa. La poesía de lo que se mueve y me rodea extiende mi poesía al infinito, diría Bakunin.
Quizá el movimiento de poetas más importante de estos últimos años, no sólo para Perú sino para América Latina, haya sido el grupo Hora Zero. Creado por Jorge Pimentel y Juan Ramírez Ruiz, en 1970 se lanzaron con un manifiesto en donde desconocían casi todo lo que se había escrito antes de ellos y volvían a poner vigentes dos actitudes: la iconoclastia y la fe ciega en el poder de la poesía. A partir de esa contradicción llegan a la poesía integral, de Juan Ramírez Ruiz, y a los poemas proletarios alucinógenos de Jorge Pimentel. Además de ellos Hora Zero tuvo poetas tan buenos como José Cerna, Jorge Nájar, Eloy Jáuregui, Enrique Verástegui e Isaac Rupay. Pero al igual que todo movimiento que se divide y que para colmo no logra salir de sus fronteras nacionales, éste se ahogó. La maquinaria oficial utiliza muchas formas para neutralizar algo que en determinado momento la amenaza. A la gente se la compra o se la hace desaparecer. Juan Ramírez Ruiz trató de romper el cerco y establecer contacto con grupos de poetas jóvenes del resto de América, testimonio de eso son unas cuantas cartas que le mandó a Mario Santiago. Allí lo que él planteaba era la unión mediante una revista rotatoria de los diferentes poetas, más o menos marginales, más o menos de vanguardia, de algunos países latinoamericanos. El proyecto no cuajó. Ahora muchos horazerianos ya no quieren ni oír hablar de Hora Zero. Los pobrecitos piensan que pueden salvarse solos (Hora Zero en uno de sus momentos más afiebrados trató de salvar al Perú; las profecías, los alucinantes juegos estadísticos, las advertencias ecológicas, los recortes de nota roja de Jorge Pimentel, en Kenacort y Valium 10, son prueba de ello).
Es aleccionador el fin de los nadaístas colombianos: todos pasaron, después del enfrentamiento con el poder cultural, de una onda satánica a una onda mística. De Gonzalo Arango no queda nada, de Jan Arb tampoco. Quizás dos o tres poemas de Jotamario. La comparación con Hora Zero se puede hacer de esta manera: después de la derrota los nadaístas devienen místicos y los horazerianos escritores de oficio. Hora Zero es el primer avance y el primer retroceso de importancia de la joven poesía latinoamericana de los setenta.
Otras tendencias de poetas jóvenes, me refiero a los que hacían poesía coloquial, con el pretexto de reflejar una cotidianidad fresca y sencilla sólo le rindieron tributo a una cotidianidad pequeñoburguesa, sin trascender nunca, tanto en forma como en contenido, al animal de la costumbre. De eso solamente quedan malas fotografías.
Los jóvenes poetas chilenos hicieron humor blanco cuando quisieron copiar el humor negro de Parra. El mismo Parra terminó haciendo un lamentable y mediocre humor blanco. El humor blanco es la broma más cruel que la nueva poesía chilena se jugó a sí misma hasta el 11 de septiembre de 1973.
Cuando el ambiente no es sólo indiferente u hostil, sino francamente criminal, como en el caso de Chile o Argentina, al poeta no le queda otra que entrar en organizaciones clandestinas (hacer poesía a balazos, como diría Dalton), o irse del país. Europa está llena de argentinos, chilenos, uruguayos, que obviamente no están allí de vacaciones.
Pero todo se prolonga de una forma o de otra. Dos poetas jóvenes que mucho le deben a Hora Zero son Mario Santiago, mexicano, y Bruno Montané, chileno. En Mario se cumple el poema integral con toda su unidad (su capacidad de estilo, su locura metafórica) y todo su poder fragmentario, el asalto simultáneo a diferentes zonas de la realidad. En Bruno el desgarrado coloquialismo horazeriano se mueve por paisajes de alucinación y lucidez, con estructuras rítmicas y juegos de sensaciones llevados hasta las últimas. Tipos como Pimentel, que ahora tranquilamente encerrado en Lima prepara sus próximas batallas; como Mario, que es una especie de Netzahualcoyotl con la imaginación de Pantagruel, y como Bruno Montané, que es la serenidad en persona, no me defraudarán en lo que pienso tiene de viva nuestra poesía.
POSIBLE VANGUARDIA Y CONTEXTO SOCIOPOLÍTICO
J. A. B.: La vanguardia está constituida por la continuidad de aquellas voces que desarrollan una poesía que escapa tanto del populismo (que sólo busca la rutinaria satisfacción de la masa) como del hermetismo esteticista. En mi opinión la tarea es, luego de entender que pueden coexistir la vanguardia y el compromiso, la exposición lúcida de los sentimientos de la gente, lo que constituye un acto de lucha.
La manera de vivir de esta poesía es el sobrevivir de cada día, con la vitalidad del grito, la frescura de la ironía, el respaldo del oficio y la esperanza en un mundo más justo. Así irrumpe repartiendo salud y agitación —usando palabras de Fernando Alegría— y cae «como ladrillo al agua».
Ya dijimos que esta poesía surge de un contexto sociopolítico en profunda crisis, hostil y apoético. La tecnificación avanza con pasos agigantados, existe el conflicto chino-soviético, son derrocados varios gobiernos populares latinoamericanos (Allende y Torres) y la revolución peruana deja poco a poco de ser una opción para el mundo progresista. Estamos, al decir del poeta Ariel Canzani, en la era de Tata Bomba, aumenta la carrera armamentista y se van liberando pueblos como Vietnam y Angola. Con estas perspectivas nace una poesía muchas veces escéptica y siempre marginada. El golpe es asimilado con diferentes actitudes. Existen los que se repliegan y oponen un yo exacerbado, los que siguen centrando su temática en un ingenio escapista y anacrónico, los que no pierden la calma y tratan, en el conocimiento de los puntos de contacto entre los hombres, que éste se identifique en la complicidad que imponen distintas instancias como el amor, la lucha, etcétera. Los poetas de hoy son conscientes de la tarea que les ha tocado en suerte, una ardua tarea que no por estar marginada de las culturas oficiales es menos importante. Aunque, reconozcamos, como dice Luis Gregorich, que existen algunos incentivos culturales, «premios nacionales, municipales y regionales que contribuyen a su manera a mantener a la literatura dentro de los límites requeridos, donde los premiados de hoy son los jurados de mañana; que premian a los jurados de ayer; ahora participantes; jurados de derecha premian a participantes de derecha; jurados profesores premian a participantes que son sus discípulos; no se puede premiar a comunistas ni a individuos huraños». De este parágrafo debemos excluir certámenes como el Premio Casa de las Américas de Cuba.
De esta década, que aún no ha dicho su última palabra, seguramente emergerá una poesía que, integrando la vivencia al oficio, expondrá el lenguaje y la problemática del hoy y aquí. En la actualidad observo cierta saturación en los lineamientos hasta ahora predominantes y un escepticismo que intenta implantarse como la característica prioritaria de los libros publicados últimamente. Pese a ello América Latina seguirá produciendo una poesía con el nivel que alguna vez le dictaron las voces mayores. Y para aquellos que no comprenden a la poesía como integrante de un proyecto de vida, les expreso la respuesta que le dio un poeta chileno a otro presumido y pésimo: «Usted cuando se encuentre con la poesía ¡se va a llevar un susto!».
R. B.: Vivimos la aparición de formas nuevas, condicionadas por factores económicos, formas marginales que poco a poco vamos reconociendo como poesía. Un aire de poesía desligado de los medios sociales donde tradicionalmente se mueve la poesía. Vivimos la aparición de una poesía del lado salvaje de las calles. El humor blanco, el exteriorismo, los versos de la otredad, los versos clase obrera sólo representan a un sector (el sector oficial, reconocido) famélico en imaginación y rico en seguridad; la poesía conversacional se queda muda cuando ve pasar por la calle a los niños rojos, a los niños salvajes de Whitman, a los que sin darse cuenta aúllan. En oposición al poeta joven que teme enormemente arriesgarse, que quiere llegar lo antes posible a un estatus dentro del mercado, está el kamikaze de los Flujos de Mario Santiago o del «Camino pedregoso» de Pimentel. El digno y lúdico muchacho de la calle con el rostro embarrado de imaginación. Mientras cualquier chavo sueñe y le cuente sus sueños a una chava habrá vanguardia en la joven poesía. Pero es hora de sacar a la vanguardia de sus territorios marginales, de sus territorios de sueños, y lanzarla en una lucha de poder a poder contra el aparato oficial, reaccionario hasta los huesos. Para eso hay que organizarse, ensayar nuevos canales de comunicación, experimentar, estar siempre en la disposición de arriesgarse en mundos desconocidos, proponer frenéticamente, cotidianamente afilar la capacidad de asombro y de amor. La subversión de la cotidianidad no puede circunscribirse a los ámbitos puramente socioeconómicos, la revolución y la vida deben ser la ética y la estética (una-sola-cosa) de cualquier proyecto de vanguardia. En este sentido creo que podemos hablar ya de renacimiento, la cosa vuelve a moverse en algunas partes, los jóvenes se arriesgan, salen como lunáticos a las calles a vivir su propia película bogartiana, crean movimientos estrambóticos y sanísimos en medio de una inteligentsia primero indiferente y después asustada. Ejemplo de esto es el infrarrealismo en México, definido por amigos y enemigos como la peste, y eso que recién empieza, que recién está en la etapa que Rubén Medina designa como de «descubrimiento de sensaciones marginales», «el poema lanzado, de formas múltiples, a la aventura». El núcleo central de una posible vanguardia debe ser la aventura, creo yo. Y prefiero al muchacho que lee a De Rokha en vez de a Valéry, el que lee a Kerouac y no a Fuentes, el que escribe en una máquina de sueños: Dinero Gratis o Thanatos Go Home.
Aventura de los nervios, aventura de los párpados, aventura del camino, aventura de la revolución, aventura del amor.
Más o menos como el que está tirado en una esquina, sudando y descansando un poco, y algún teórico sicoanalista de la universidad le grita pequeñoburgués con mala conciencia. Y él se sonríe casi como un buda armado.
¿Quién es el valiente?
Los libros que más recuerdo son los que robé en México DF, entre los dieciséis y los diecinueve años, y los que compré en Chile cuando tenía veinte, en los primeros meses del golpe de Estado. En México había una librería extraordinaria. Se llamaba Librería de Cristal y estaba en la Alameda. Sus paredes, incluso el techo, eran de vidrio. Vidrio y vigas de hierro. Examinada desde fuera, parecía imposible poder robar un libro allí. Sin embargo, la tentación de hacer la prueba pudo más que la prudencia y al cabo de un tiempo lo intenté. El primer libro que cayó en mis manos fue un pequeño tomo de Pierre Louÿs, con hojas delgadas como papel de Biblia, no sé ahora si Afrodita