1. El primer demonio
—¿Lo notas? Su alma todavía tiene que estar en la habitación.
Arturo pronunció esa frase consciente de que dos de sus tres acompañantes no se iban a enterar de la misa la media, y volvió a repetirla, esta vez en alemán. Los dos SS expresaron perplejidad en su idioma de rígidos acentos, y junto al camarada español que estaba a su lado, se emplearon en contemplar la muerte horrible, pálida y objetiva que se alzaba ante ellos. A vista de pájaro, la colosal y blanquísima maqueta de Germania, la metrópolis que Hitler proyectaba construir sobre Berlín para ser la capital del futuro Reich, se extendía sobre una plataforma que ocupaba toda la sala. Avenidas de siete kilómetros para desfiles, arcos de triunfo de más de cien metros de altura, estaciones de ferrocarril con fachadas de cuatrocientos metros de longitud..., ministerios, óperas, plazas, museos, prisiones..., todo diseñado a la medida de la gigantomanía del Führer, y, al fondo, la Volkshalle, la Sala del Pueblo, con una capacidad para ciento ochenta mil personas, con su cúpula dieciséis veces más grande que la de San Pedro coronada por una gran águila. Allí, frente a su entrada principal, ligeramente escorado a la derecha, como un macabro Gulliver, yacía el cadáver de un hombre. Estaba de espaldas, con su brazo izquierdo estirado y crispado sobre uno de los inmuebles de escayola, y su sangre salpicaba la blancura de los edificios circundantes en una composición abstracta.
Antes de ver su rostro, Arturo sabía ya de quién se trataba: la persona que llevaban buscando desde hacía una hora por toda la Cancillería. Se miró la punta de las botas, como si no hubiera nada mejor que ver, y volvió a contemplar durante unos segundos la maqueta iluminada por focos que, mediante un mecanismo automático, simulaban el sol en su arco diario. A continuación posó el fusil ametrallador, se quitó las botas y, ante la mirada atónita de sus acompañantes, se subió a la plataforma y entró en la maqueta. Unos raros escrúpulos le habían asaltado inmediatamente antes de subirse y le impidieron ensuciar la blancura de los edificios. Ni siquiera notaba ya el olor de unos calcetines que llevaba puestos desde hacía tres semanas, así que con cuidado de no aplastar nada, avanzó por el eje principal sorteando el arco de triunfo e incluso las pequeñas miniaturas de automóviles que circulaban quietos por la avenida, hasta llegar al cadáver. Se agachó a la altura de su pecho y le dio la vuelta. No hacía mucho que le habían liquidado, el olor a cobre de la sangre caliente era muy particular. Se fijó con atención; el hombre tenía uno de esos semblantes crispados que se veían en ciertos martirologios. La cuchillada limpia que le habían asestado en el corazón era suficiente motivo para tal aspecto. Arturo rebuscó entre sus ropas de civil la documentación o algo que acreditase su identidad. En el bolsillo del pantalón encontró una cartera, y en su interior su Ausweis; comparó el gesto desencajado con los rasgos finos y bien cincelados de la foto, y comprobó que el nombre era el mismo que les había proporcionado el oficial al mando: Ewald von Kleist, nacido en Múnich, 1897. Fallecido en Berlín, 1945, completó Arturo mentalmente. Corroborando su epitafio, en algún lugar sobre su cabeza los terremotos de baja intensidad provocados por los bombardeos afirmaban que, efectivamente, se hallaban en Berlín, un Berlín que estaba siendo tragado por una guerra atroz y borradora. Hacía ademán de seguir registrando el cuerpo, cuando a sus espaldas oyó un crujido que le hizo darse la vuelta. Descubrió a su paisano avanzando hacia él; ya se había llevado por delante una ópera, dos Volkswagen, un Wanderer, e iba directo a por el arco de triunfo. Arturo le fulminó con una mirada que hizo que se le congelase el paso y se le descolgara la mandíbula.
—Coño, Manolete, ¿para qué me quito las botas? —gruñó Arturo al comprobar el rastro de huracán que había dejado.
—Lo siento, mi teniente, creí que me iba a necesitar...
—Sí —le cortó con rudeza—, te voy a necesitar para pelar guardias hasta que las ranas bailen...
Arturo contempló al soldado Francisco Ramírez, alias Manolete; daba un poco de pena ver sus brazos flotando en un uniforme demasiado ancho, y decir que era feo era hablar en su favor, pero, a juzgar por los meses escasos que llevaban juntos en aquel fregado, era innegable que el guripa Ramírez, al igual que el torero Manolete, se ponía donde había que ponerse. Meneó la cabeza resignado.
—Eres más burro que un arado. Venga, tira para acá, y ojito con pisar más uvas.
Manolete avanzó como si estuviese debajo del agua, se arrodilló junto a Arturo y echó un vistazo.
—A éste le han dado bien el pasaporte —comentó—. Le han metido el pincho por debajo de las costillas y hacia arriba.
—Por lo que parece.
—¿Y es el cacho carne que buscamos?
Arturo le miró con cansancio; era una definición cruda pero exacta. Le mostró la documentación. Manolete leyó con dificultad, silabeando las letras.
—Es el doiche —confirmó—. ¿Y quién puede haber hecho el estropicio?
—A saber, en esta ciudad cualquiera puede hacer cualquier cosa. Lo único seguro es que no se encuentra un muerto aquí por nada.
—Más razón que un santo, mi teniente. Y entonces, ¿qué hacemos?
—De momento, seguir fisgando.
Siendo realistas, su labor debía haber finalizado con el hallazgo, pero una curiosidad poliédrica le urgió a explorar el cuerpo de manera metódica y minuciosa. Mientras lo hacía, recordó el requerimiento del puesto de mando apenas una hora antes de todos los hombres que custodiaban la nueva Cancillería del Reich, tanto de la Dienststelle y el Begleitkommando como de la Kripo, a fin de peinar el edificio en la búsqueda del tal Ewald von Kleist, de poco más o menos uno noventa de estatura, cuarenta y ocho años, corpulento, moreno, sin pormenorizar más. El oficial que les había mandado, en su calidad de correa de transmisión de las órdenes, se había empeñado en no dejar traslucir sus emociones, pero a juzgar por la lividez de su rostro aquélla era una de esas misiones cuyo fracaso implicaría un despojamiento de galones, cuando no un consejo de guerra. A pesar del secreto con que habían tratado la identidad del interfecto, Arturo pudo conjeturar su calidad por la llegada que había protagonizado la noche anterior junto con cuatro individuos más en un enorme Opel Admiral, todo pintado de negro —incluso los faros, que sólo tenían una franja maquilada que proyectaba una astilla de luz de un amarillo turbio— y sin ningún distintivo, escoltado por un destacamento de las Waffen-SS. Al hilo de esas reflexiones, Arturo fue sacando de sus bolsillos marcos del Reich y pfennigs, inútiles ya, un cortaúñas, una pequeña navaja, una fina pitillera de plata acanalada, una cartulina repleta por las dos caras de notas y tachaduras... Arturo se tomó su tiempo y repasó la cartulina; era el programa de una boda en cuyos intersticios habían escrito ideas, ecuaciones, esquemas, esbozos, abreviaturas... sin una idea de organización, un punto central. Se tropezó un par de veces con lo que podía ser un eje sintético, una extraña palabra encerrada en un círculo: WuWa. No tenía anotaciones explicativas ni adicionales, pero estaba dibujada con una letra perfilada que podía indicar su trascendencia en medio de la velocidad caótica del resto del galimatías. Arturo andaba sopesando toda la información cuando un oficial entró en la sala como una exhalación; se había olvidado de los otros dos SS que le acompañaban, pero ellos no se habían olvidado de la cadena de mando. Un acto reflejo le hizo guardar la cartulina con rapidez. Al instante, el Untersturmführer Franz Schädle, jefe de la guardia de la Cancillería, se plantó en el borde de la maqueta superando la sorpresa al descubrir las botas, una de pie y otra volcada. Arturo se volvió hacia él. La tensión de los tendones laterales de su garganta indicaba un barril de pólvora en su interior.
—¿Qué hace, soldado? —ladró.
Arturo se irguió e hizo el saludo alemán con precaución de no encender ninguna mecha.
—Comprobaba la identidad del muerto, mein Untersturmführer.
—¿Es nuestro hombre?
—Sí, mein Untersturmführer.
—Muy bien, aquí termina su labor. Retírense.
Manolete y Arturo se apresuraron en dar cumplimiento a las órdenes y bajaron de la plataforma. Arturo se puso las botas con rapidez y a continuación hizo un breve informe de la batida por el edificio, tras el cual abordó los aspectos más accesorios, estado del cadáver, inspección de ropa, enseres... obviando, sin una causa concreta, la cartulina. Cuando terminó, el oficial ordenó a los miembros de las SS que retirasen el cadáver; lo hicieron sin ningún atisbo de método, aplastando edificios sin miramientos, como si fuese más importante ocultar la víctima que descubrir al victimario. Seguidamente conminó a Manolete y a Arturo a levantar el campo y regresar a sus rondas maquinales, previa orden de que hicieran uso de la principal facultad de la memoria: olvidar. Tras ejecutar la salva nazi, abandonaron la planta baja de la Cancillería y se internaron en las vastas estancias cubiertas de mármol y separadas por puertas que llegaban hasta el techo. Aquel monumento al poder, levantado para intimidar e impresionar a los visitantes, ofrecía ahora un aspecto fantasmal; se habían retirado todos los cuadros, tapices, muebles..., los techos tenían grietas enormes, las ventanas estaban tapadas con maderas... Sus botas resonaban por los amplios corredores.
—Aquí hay tela que cortar, ¿eh, mi teniente? —sugirió Manolete.
—No es asunto nuestro.
—Pero no me diga que no es raro.
—Te repito que no es responsabilidad nuestra.
—Claro, la responsabilidad era verde y se la comió un burro. En fin... —suspiró Manolete—, pero sí podemos hacer algo.
—Acabar la ronda.
—Eso aparte. Me refiero a que podríamos ir a fumarnos un pitillito a los jardines.
—¿Estás loco? Allí se nos van a congelar las pelotas.
—Total, para lo que las utilizamos... Ande, mi teniente, que a mí esta casa me da mal fario.
Arturo no acabó de responder, parecía ensimismado; en menoscabo de su anterior indiferencia, no podía quitarse de la cabeza el cuerpo que habían dejado abajo. Se le ocurrió que, necesariamente, los oficiales tendrían que informar de los hechos en el Führerbunker de la Cancillería, y que una de las entradas más cercanas se hallaba en los jardines. No era sólo curiosidad: todo lo que aconteciera en aquel lugar era de su incumbencia, sobre todo si esa incumbencia se dedicaba a acuchillar. Se encogió de hombros.
—No nos vendrá mal un poco de aire fresco.
Manolete sonrió como un niño ante una tarta de cumpleaños y se dirigieron a los jardines. En cuanto salieron, los dientes del frío se hincaron en su carne y se subieron los cuellos de sus capotes grises; el vapor hizo visible su respiración. Las fuentes, el pabellón de té, las estatuas, el invernadero..., todo se había volatilizado entre trozos de hormigón, árboles arrancados de cuajo y enormes cráteres. A lo lejos, der Amis, los aviones estadounidenses, seguían empeñados en demoler Berlín —por la noche les tocaba a der Tommys, los británicos—, y en los jardines rompía, como en una playa siniestra, el fragor de sus bombardeos. Un leve olor a chamuscado hablaba de toda aquella histeria y desintegración. Saludaron a los guardias apostados ante la casamata de la salida de emergencia del Führerbunker; Manolete sacó un pitillo y Arturo le pidió uno.
—Pero, mi teniente, si usted no fuma.
—Pues hoy sí fumo.
Arturo apartó el fusil ametrallador, cogió el pitillo y dejó que se lo encendiera. En aquel mundo necesario, le había apetecido hacer algo sin finalidad práctica, un residuo de la vida normal. A la tercera calada empezó a toser.
—Estaba visto, lo suyo no es el fumeque.
—Tienes razón —corroboró Arturo apagando el cigarrillo y devolviéndoselo—. ¿Qué día es hoy?
—¿Hoy? —Manolete soltó el humo de manera desordenada—. 14 de abril.
—¿Y qué se sabe de éstos? —Arturo apuntó con su barbilla al cielo.
—Los americanos andan por el Elba, y dicen que los ruskis ya están dando leña en Seelow.
—O sea, que unos cerca y otros más cerca.
—En nada nos pican a la puerta.
Arturo miró el cubo de hormigón de la salida del búnker; allí, a doce metros de profundidad, se escondía ahora el antiguo amo de Europa, Adolf Hitler.
—Y de ése ni pío, ¿no?
—Desde hace un par de meses, mi teniente, pero yo ya creo que ni da ni toma... Y en nada nos van a crecer los enanos, se lo digo yo.
—En fin, a mal tiempo buena cara, Manolete.
—Lo crea o no, ésta es mi mejor cara, mi teniente.
Arturo contempló la mueca de irónica resignación que se dibujó en su rostro de Picio y sonrió con cierta tristeza. Luego estudió el búnker. Sabía que cuando Manolete miraba aquel cubo no le impresionaba, incluso sentía algo de desprecio, porque no era capaz, al contrario que él, de valorar su importancia histórica. La enorme diana en que el mundo había convertido a Berlín tenía su centro allí. La entronización del mal, la derogación del humanismo, la extinción de la humanidad, el vértigo de los dos últimos años de la derrota alemana, todo confluía allí, en su masa fortificada. Y en su insondable y humeante abismo, der Führer, en la última estación de su huida de la realidad, seguía soñando con su Germania, la ciudad babilónica que sería la capital de un imperio germano que duraría mil años, construida para que en un futuro el tamaño de sus ruinas fuesen el testamento de su grandeza, mientras sobre su cabeza el futuro ya le había alcanzado, un futuro de incendios y escombros y miles de toneladas de bombas. Arturo escupió de lado y observó a Manolete.
—¿Qué cojones hacemos aquí? —le preguntó fatigado, descreído.
Era una pregunta retórica, pero no contaba con la sencillez de Manolete, su profunda lógica.
—No tenemos ningún sitio adonde ir, mi teniente.
En ese instante, de la puerta del búnker comenzó a brotar un remolino de uniformes negros, pretorianos de las SS que custodiaban a cuatro civiles de sombreros oscuros y gabardinas grises. Arturo les identificó como a los individuos que habían llegado la noche anterior con el muerto; el rostro de uno de ellos era difícil de olvidar, rasgos fofos, muy pálidos, y sin cejas. Sus ojos se quedaron enganchados una fracción de segundo en los de Arturo; eran unos ojos negros, achinados por el frío, y en cuyo interior se vislumbraba un abismo. El grupo desapareció con rapidez en el interior de la Cancillería.
—Aquí va a haber verbena, mi teniente —murmuró Manolete con pesimismo.
Arturo no pronunció palabra, se hallaba pendiente de un sexto sentido a flor de piel que hacía brillar con fuerza en su memoria aquella palabra, WuWa. Se quitó el casco y se lo volvió a poner, se ajustó la correa del fusil ametrallador, miró al cielo.
—Sí —terminó por responder vagamente, distraído—, y me temo que no va a acabar bien...
Una brisa perfumada, como si hubiera soplado por encima de kilómetros de campos llenos de lilas, cubrió por unos momentos el olor a chamuscado de Berlín. Terminó la frase.
—Pero ¿tú sabes de algo que termine bien, Manolete?...
2. Tres millones de almas
El enorme gorila, enflaquecido por la escasa alimentación, observaba a los cinco soldados desde el interior de su jaula, sentado, con la más concentrada de las expresiones. Éstos, hombro con hombro en posturas desaliñadas, le devolvían la mirada con idéntica curiosidad. A poca distancia, sobrevolando la mañana ligeramente nublada, se hallaba la enorme torre antiaérea del búnker del Zoo. Y al fondo, en un ángulo del Tiergarten, se distinguía la ruina más espectacular de Berlín: el gigantesco Reichstag, la sede del Parlamento.
—¿Y es muy fiero? —le preguntó Arturo al encargado de cuidar a los monos, un anciano que más que viejo era antiguo.
—No, no mucho, sólo ruge fuerte alguna vez. Seguro que Iván es más fiero.
Iván era el mote de los soldados rusos.
—¿Qué dice? —se interesó Manolete.
—Que no te acerques mucho porque el bicho este ya se ha merendado a algún berlinés —le tomó el pelo Arturo.
—Ya será menos —respondió chulesco.
En ese instante el gorila pareció bostezar y a continuación soltó un bramido que les hizo saltar a todos y agotar la lista de santos e improperios. Luego volvió a observarles con gesto fruncido.
—Coño, tenía razón —afirmó Manolete.
—Venga, no se diga, que no somos ursulinas —se defendió el cabo Hermógenes Guardiola, alias Saladino, por su tez oscura debido a los años que había servido en Marruecos.
—Pero, Saladino, si tú eres un saltapatrás —se choteó el soldado Gonzalo Cremada, alias el Ninfo, por lo guapo que era.
—Pues tú no te has visto la cara de susto, Ninfito —le refregó Manolete.
—Menuda banda —salmodió Arturo con fingida resignación—, vosotros sí que estáis para que os echen cacahuetes...
Se volvieron a enzarzar pero siempre dentro del buen clima que compartían, una mezcla de camaradería, subordinación y cierta democracia, como correspondía a los pocos españoles que permanecían en el atolladero de Berlín. Era 15 de abril, un domingo frío y luminoso, y aunque Arturo sabía que aquélla era una definición civil, que no tenía sentido en aquellos tiempos porque la guerra no tenía domingos, se sorprendía de que el zoo del Tiergarten —un inmenso y frondoso parque ahora convertido en un solar arruinado— mantuviese aquella apariencia de normalidad, con berlineses aquí y allá visitando las jaulas de los babuinos, de las aves tropicales, de los canguros, de los osos... Berlín, como todas las ciudades asediadas, se esforzaba en mantener la distribución de sus periódicos, el correo, la recogida de basuras, sus cines y teatros, la circulación del transporte público, en presentarse en punto en sus oficinas. Ellos mismos, en cuanto tenían ocasión, procuraban escaquearse de sus deberes y quedar para sellar los vínculos de su amistad a base de coñac, naipes, café, rancho o putas. Arturo llevaba ya casi un mes en la ciudad, merced a un error administrativo que le había destinado a la defensa de la capital, y que a la vista de los acontecimientos de momento le había salvado la vida. Manolete había sido usufructuario de la misma lotería. Y a Ramiro, Ninfo y Saladino los había conocido en un acto en la Embajada española, ya que servían en diversas delegaciones oficiales. Era una de esas connivencias que se forjan en situaciones al rojo vivo y por tanto mucho más perdurables, y que Arturo agradecía porque llevaba tiempo sin sentir aquella soledad habitual, la sensación de estar en la barquilla de un globo y flotar a cientos de metros sobre la humanidad. Consciente de la introspección que lo había aislado durante toda su vida, y que en el peor de los casos le volvía irascible, se sorprendía de que por primera vez los demonios no habitasen en su interior, unos demonios que ahora estaban ocupados con la ciudad de Berlín, concediéndole una tregua en su hoguera personal. Incluso tenía una amante, Silke, una cálida y dulce berlinesa —cuyo marido, un conductor de Panzers, había sido dado por desaparecido en Kursk— con la que compartía un amor tibio, con aduanas, que sólo dejaba pasar la comprensión, cierta confianza y una compañía estable. ¿Se sentía feliz? Pensándolo con calma, más bien culpable de ser feliz.
—A propósito, Arturo, ¿tú tienes algo pendiente en la Embajada? —se interesó Ramiro, flaco como hilo de zurcir, muy discreto.
—No, ¿por qué?
—Porque hoy estabas en la agenda del secretario. Y no me preguntes cómo lo sé porque no tendría que saberlo.
Arturo respingó como si se hubiera quemado.
—Pues no, no creo. ¿Y tú no sabes nada?
—Sólo que estabas en lista.
—Ya.
Manolete también lo había escuchado y abrió la boca como un pez fuera del agua: había sido asaltado por el mismo pensamiento. Se acercó a Arturo de refilón.
—A ver si ahora algún chupatintas ha encontrado el borrón y se acabaron las vacaciones —susurró.
—No, esto lo llevan los doiches, y si no estamos ya jugándonos las pestañas es que no se han enterado.
Respiró hondo. Incluso él quería creerse sus palabras.
—Del amo y del mulo, cuanto más lejos más seguro, mi teniente —insistió Manolete.
Arturo impostó una sonrisa. Se dirigió al grupo.
—Y qué, ¿al final os vais a llevar a Chita de vinos?
—No lo acabo de ver yo jugando al mus —apuntó el Ninfo.
—Mejor que tú seguro que juega —se choteó Saladino.
—Puede, pero yo por lo menos respeto las reglas, moro mierda, no como otros...
—¿Reglas?... —se admiró Saladino, como si el juego limpio fuera una afrenta a todos sus antepasados—. Pero ¿tú qué te crees, que esto es Güinbledón?
La franqueza e ingenuidad con la que había respondido provocó la hilaridad del grupo. Todos tenían claro que la tragedia marchaba a su lado, por lo que siempre agradecían una sonrisa.
—¿Y hay sitio donde comer? —preguntó Ramiro circunspecto.
—Sólo hay que seguir a éste —Manolete apuntó a Saladino—, que ve un potaje en una noche negra y sin bengalas.
—A ver... —se defendió Saladino—, con el rancho científico, o sea, rácano, que nos dan... Tengo localizado un garito en la noséquéstrasse que no pone sólo salchichas.
—Vale, entonces yo invito y tú pagas —concluyó el Ninfo—. ¿Cómo nos organizamos?
Por rutina, todos miraron a Arturo, que era quien ostentaba virtualmente la mayor graduación. Pero éste no contestó, tenía la mirada sonámbula de quien sólo se está escuchando a sí mismo.
—¿Mi teniente...? —le apremió el Ninfo con suavidad.
—Sí, disculpad... —esbozó una levísima sonrisa de cortesía; buscó rápidamente en su reserva de mentiras—. Me temo que hoy no os podré acompañar, me acabo de acordar de que tengo asuntos en la Embajada que no admiten dilación. Tendrá que ser otro día.
Romper la disciplina de grupo le supuso una pitada colectiva que bordeaba la insubordinación, pero Arturo no tenía en cuenta aquellas oscilaciones en el tratamiento entre oficiales y tropa, por otra parte tan comunes cuando se comparten fatigas. Cortó por lo sano.
—Vale, como sigáis os empaqueto.
Fue mano de santo. Ramiro, el único que había guardado la distancia jerárquica, se le acercó solapadamente para recordarle con sutilidad que ni quitaba ni ponía rey, pero que él servía a su señor. Arturo le tranquilizó asegurándole que sería una tumba; también tuvo que limar la tensión de Manolete, a quien su firmeza anterior se le antojaba de cartón piedra.
—Voy a ver por si acaso —le resumió sin argumentos lógicos.
—Pues venga, detrás de mí al trote cochinero —dispuso Saladino.
—Pero antes habrá que despedirse de Chita, ¿no? —les detuvo el Ninfo.
Manolete buscó al cuidador; su rostro arrugado como una verruga parecía no haber conocido nunca la juventud.
—Pregúntele cómo se llama el bicho —le pidió a Arturo.
Arturo lo hizo.
—¿Qué dice? —le interrogó Manolete.
—Dice que no tiene nombre.
—Ah, pues qué raro, ¿no?
Todos guardaron un extraño silencio mientras contemplaban al descomunal primate. Su cuerpo y su mirada hablaban de la reluciente vegetación de una selva violenta, pródiga, asfixiante, donde no había miramientos, ni piedad, ni justicia, y donde un asesinato fascinante y colectivo era el pan de cada día. Aquel animal vaciaba de sentido la expresión madre naturaleza, negaba a los hombres, a su civilización.
—No, no es raro... —concluyó Arturo—, qué va a ser raro...
Arturo se dirigió a buen paso hacia la Embajada española, en el barrio diplomático del Tiergarten. En ausencia de un embajador ya evacuado por enfermedad, el conde de Bailén, primer secretario, había clausurado oficialmente el edificio dos semanas atrás, partiendo también él hacia Suiza con todos sus funcionarios, claves y documentación, pero aún permanecía en él un retén semiclandestino, cinco personas que se ocupaban de los últimos asuntos con la diplomacia alemana y de la repatriación de la colonia española. La Lichtensteinallee no se hallaba lejos, pero sí lo suficiente como para que Arturo pudiese comprobar hasta la extenuación lo mucho que se le había torcido la guerra a Alemania. Edificios tronchados, destripados; anchas calles y avenidas llenas de baches y escombros; manzanas enteras volatilizadas... El fragor sordo y continuo procedente del este era de tal intensidad que, en los distritos orientales de la capital, a pesar de hallarse a sesenta kilómetros del frente, las casas temblaban y los cuadros se caían de las paredes. No obstante, la defensa no era la principal preocupación de unos berlineses demacrados por la falta de víveres y la tensión, como podía confirmar Arturo en cada esquina, sino la de llenar las despensas antes de que la ciudad fuese sitiada, soportando las largas colas del racionamiento frente a las panaderías y las tiendas de alimentación. Ya en la Lichtensteinallee, Arturo salvó un embudo en medio de la calle y se plantó frente a la enorme y familiar uve del edificio, con el escudo del águila de San Juan y el yugo con las flechas presidiendo una fachada hundida parcialmente por una bomba. Llamó a la puerta y no tardó en abrir Matías, un mecanógrafo rubio y espigado al que Arturo le expuso una necesidad ficticia de consultar unas dudas sobre los haberes del ejército alemán en su época de divisionario. Matías le hizo pasar hasta la escalera de honor y después le guió por un edificio vacío hasta el despacho del secretario de la Embajada. Le conminó a esperar unos instantes en la entrada mientras era anunciado. Al poco volvió a salir y le informó —hablaba muy bajo y Arturo tuvo que esforzarse para oírle— de que el secretario le esperaba, rogándole que le permitiese guardarle el casco y las armas. Arturo no opuso ninguna objeción e incluso le entregó la Tokarev que se había traído como souvenir de Rusia. Entró en el despacho; era una habitación pequeña, fría y desnuda que producía cierta incomodidad al tiempo que un respeto debido. Sentado tras una mesa bajo un retrato del Caudillo le aguardaba Francisco Maciá, en aquel momento el máximo representante de la diplomacia española en el Reich. Vestía un traje de corte impecable y despertaba la misma impresión sobria y aséptica que su despacho. Arturo se acercó a la mesa y le saludó militarmente; Maciá se irguió alisándose el traje, salió de detrás de ella y le tendió la mano, dándole la bienvenida con una levísima sonrisa de ensayada cortesía. Arturo juzgó que el secretario era no mucho de todo, alto pero no mucho, fuerte sin llegar a robusto, bien parecido aunque no exactamente guapo. Éste le acercó una silla, le invitó a sentarse y volvió tras la mesa.
—Es una afortunada casualidad que se haya acercado usted a la Embajada precisamente hoy —comenzó con estudiada lentitud—. Ya me han comunicado que tiene un problema con las soldadas, pero yo le iba a hacer llamar para otro asunto.
Arturo se reacomodó en la silla, se desabrochó parcialmente el capote de lana y rayón, y mantuvo una máscara de mansedumbre.
—Usted dirá.
—¿Puedo ofrecerle primero un café? Es café café, no se preocupe.
—Hace tiempo que ni lo huelo. Se lo agradecería.
Maciá efectuó una rápida llamada por una línea interior y retomó su discurso.
—Bien, antes de empezar querría aclarar algunas cosas —carraspeó—. Usted se ha ganado una merecida reputación en el seno de la extinta División Azul a raíz de los desafortunados incidentes acaecidos en el sitio de Leningrado. No obstante, ¿cuál no fue mi sorpresa cuando desde España me encomendaron este pequeño asunto con órdenes expresas de que fuese el teniente Arturo Andrade Malvido quien se encargase de él? Es evidente que en el palacio de Santa Cruz saben quién es usted, lo que no me resultó tan evidente fue que yo pudiese localizarle, y más teniendo en cuenta la repatriación de la División. Puedo asegurarle que mi sorpresa se convirtió en desconcierto cuando me informaron de que usted se hallaba en Berlín y, si seguía vivo, debería ponerme en contacto de inmediato —hizo una pausa—. Por lo tanto, mi primera pregunta es: ¿qué hace usted aquí todavía?
Era una buena pregunta. Arturo recapituló mentalmente los últimos dos años de su vida. Tras resolver los tenebrosos crímenes que se sucedieron en la División, gracias a los cuales había sido rehabilitado en el grado de teniente, había sobrevivido milagrosamente a la masacre sufrida a manos de los soviéticos en Krasny Bor —más de dos mil españoles habían caído en las primeras veinticuatro horas; y todavía tenía pesadillas con la salvaje lucha cuchillo en mano que había librado con uno de ellos—, y más adelante a la hemorragia de la batalla por la orilla occidental del río Ishora. A esas alturas de la guerra, finales de 1943, cualquier tipo de ideología que hubiera albergado el régimen en España había sido condenada a una búsqueda insaciable de poder, su conquista y su conservación, por lo que todo el altar ricamente decorado de la lucha contra el comunismo y la hermandad germano-española estaba siendo desmontado por la amenaza de la aplastante superioridad militar soviética, la presión británica y norteamericana y la alarmante debilidad del Eje. El vuelo ya constante de las Furias sobre Alemania provocaba que las ratas empezaran a abandonar el barco, y durante el repliegue de la Wehrmacht, desde el extremo más lejano de su avance oriental y occidental hasta el mismo corazón del Reich, España había pasado de la no beligerancia a la neutralidad y de ahí a un si te he visto no me acuerdo. La primera víctima fue la División Azul, que había sido repatriada dejando dos pequeños contingentes voluntarios para salvar la ropa, la Legión Azul y la Escuadrilla Azul, más adelante también demasiado peligrosos para la salud patria, y finiquitados en apenas unos meses permitiendo quedarse únicamente a los guripas que quisieran alistarse por su cuenta en la Wehrmacht o las SS, acerca de los cuales el Estado español se lavaba las manos. Llegado a este punto, ni siquiera Arturo sabía exactamente por qué continuaba al borde de aquel abismo. No tenía motivos ideológicos ni presiones jerárquicas, podía haber cogido aquel tren en Nikolajevska y regresar a Madrid para reintegrarse tranquilamente a un plácido quietismo militar. Sin embargo, había preferido enrolarse en la Legión y, más tarde, en la brigada belga de las SS de Léon Degrelle, la Wallonie, como simple granadero, luchando con gran quebranto en Pomerania contra las vanguardias soviéticas. Trasladado a Potsdam, allí se había encontrado con la Unidad Ezquerra, un grupo de combate que los alemanes le habían encargado formar al capitán Miguel Ezquerra, y que encuadrado en las Waffen-SS sería destinado a la defensa de Berlín, tras el cual, mediante algún sortilegio burocrático, había terminado sirviendo en la Cancillería. ¿Por qué?, se preguntaba, ¿por qué continuaba dando vueltas como una mula atada a una muela? No tenía certidumbres; quizás la guerra se había convertido ya en un estado de conciencia, un estado primitivo e hipnótico que le mantenía atado a una sensación de misterio, peligro y belleza. Quizás.
—Debemos impedir que las hordas de mongoles invadan Europa, luchar hasta el último segundo contra el bolchevismo —mintió finalmente.
Maciá le miró como si estuviera intentando reconocerse en los añicos de un espejo. Si sacó alguna conclusión, se la guardó para él.
—En estos tiempos tan críticos y difíciles es muy loable que haya hombres como usted —respondió—. La patria está al tanto de su elevado espíritu y se siente orgullosa, teniente. Esta batalla puede que esté perdida, pero seguiremos luchando en esta Cruzada donde, cuando y siempre que sea necesario contra los enemigos de España. Y ahí es donde entra usted de nuevo.
—¿En qué puedo ser útil?
Maciá no perdió tiempo; arrió la bandera neutral e izó otra negra con dos tibias y una calavera.
—Iré al grano —dijo poniendo las manos sobre una carpeta de cuero—. Alemania tiene perdida esta guerra, y la situación de España en el momento presente es, cuando menos, delicada. Por un lado, el país depende del petróleo que le suministra Estados Unidos, y por otro hay entre los Aliados desafectos que han interpretado mal nuestro empeño en luchar contra el comunismo, incluso al lado de los alemanes, y que están empeñados en tomar represalias. A esto debemos añadir que dentro de España existen ciertos elementos... —Arturo supo que había obviado su continuación: falangistas—, ciertos logreros y oportunistas que continúan intrigando en contra del Caudillo. Así las cosas, la patria ha de tener cuidado porque todo compromete; incluso su presencia aquí, luchando por el Reich, la compromete. De hecho, usted no existe.
Maciá le miró con gravedad, aguardando el efecto de sus palabras.
—Soy consciente —convino Arturo.
—Créame, eso añade más quilates a su oro. Sin embargo, los buenos nadadores siempre se ahogan, y con esto quiero decir que hay que ser previsores. Usted habrá oído los rumores...
—¿Qué rumores?
—WuWa —respondió Maciá con un tono grave.
Arturo sostuvo su mirada una fracción de segundo más de lo conveniente. Colocó el puño en su boca y carraspeó.
—¿A qué se refiere?
Justo cuando Maciá se disponía a contestar picaron a la puerta. El secretario dio su permiso y Matías entró con una bandeja y dos tazas de café, que dejó humeando sobre la mesa. A su lado colocó un azucarero y dos cucharillas. Junto con el sabroso olor del café, Arturo olfateó otro aceitoso, proveniente de las manos de Matías, que seguramente habría estado trasteando en su Underwood. Pidió permiso para retirarse y cerró la puerta con cuidado.
—WuWa —repitió Maciá acercándose su taza—, las Wunderwaffen, las armas maravillosas.
Arturo congeló el gesto de echarse azúcar en el café. Se reprochó no haber relacionado la palabra escrita en la cartulina que guardaba en el bolsillo con aquel desesperado mito nazi.
—Pero eso es un cuento chino —continuó con el repertorio de ademanes para endulzar su café.
—Eso parece. Goebbels lleva advirtiendo desde hace meses de la existencia de nuevas e increíbles armas que cambiarán el curso de la guerra. Asegura que la Wehrmacht está esperando a tener a los rusos más cerca para hacerles caer en una trampa, pero aparte de los cohetes V1 y V2 y de los cazas a reacción Me-262 no se ha visto nada maravilloso y, por supuesto, las antedichas no están cambiando nada.
—No es más que una invención del señor Goebbels para dar moral a la población.
—Lo más probable. Incluso cuando Mussolini visitó en abril del año pasado al Führer en el castillo de Klessheim, y tuvimos constancia por el mismo Ciano de lo que allí le aseguró Hitler... —abrió uno de los cajones de su mesa y sacó un folio que centró sobre la carpeta de cuero—, cito literalmente: «Tenemos aeroplanos a reacción, tenemos submarinos no interceptables, artillería y carros colosales, sistemas de visión nocturna, cohetes de una potencia excepcional y una bomba cuyo efecto asombrará al mundo... —aquí titubeó—. Todo esto se acumula en nuestros talleres subterráneos con rapidez sorprendente. El enemigo lo sabe, nos golpea, nos destruye, pero a su destrucción responderemos con el huracán y sin necesidad de recurrir a la guerra bacteriológica, para la cual nos encontramos igualmente a punto. No hay una sola de mis palabras que no tenga el sufragio de la verdad...». Repito, incluso cuando supimos de esta entrevista, no se le dio demasiado crédito.
El silencio ulterior a las palabras de Maciá se elevó como durante la consagración de una hostia. Arturo no dejó de remover el café en el sentido de las agujas del reloj. Dio un corto sorbo.
—Un café excelente —ponderó—. ¿Y bien?
—Como digo, todo esto no tendría vuelta de hoja si no fuera porque nuestro servicio de información en Italia nos remitió hace poco cierto informe acerca de un tal Luigi Romersa.
—¿Debo conocerle?
—No necesariamente. Es un periodista, fue enviado por el Duce en octubre con una misión especial: viajar a Alemania e informarle de cuánto había de verdad en las palabras de Hitler.
—¿Y cuánta verdad había?
Maciá se rascó la barbilla en un gesto de especulación.
—Bien, he aquí el problema: que sobran opiniones y faltan criterios. Los datos son imprecisos, genéricos... Nuestros agentes afirman que el tal Luigi regresó impresionado hablando de fábricas subterráneas tan grandes como ciudades llenas de artefactos prodigiosos y de cómo fue testigo de la prueba de una misteriosa bomba, denominada bomba disgregadora, capaz de destruirlo todo en kilómetros a la redonda.
—Ya —asintió Arturo con escepticismo, dando un sorbo—. Otro cuento de hadas, supongo.
Maciá guardó el folio en el cajón y movió la cabeza como si llevase mucho tiempo sin hacerlo.
—Bien, nosotros debemos ser consecuentes con los hechos, y éstos son que en Normandía el SHAEF informó de la destrucción de veinticinco carros de combate británicos por un solo Tiger, un extraño modelo. Los Me-262 volaron el puente de Remagen sobre el Rin a base de bombas que parecían buscar el blanco. La infantería norteamericana descubrió a un francotirador que disparaba de noche y les causaba bajas reales, es decir, que podía ver en la oscuridad. Son casos aislados, excepcionales, pero están comprobados, son hechos —repasó la línea de sus cejas y continuó—: A la luz de estos datos también cobraría sentido la extraña seguridad con la que Mussolini afirmó en su alocución de diciembre en Milán, su último discurso público, que los alemanes atacarían de forma inminente las ciudades de los Aliados con bombas capaces de arrasarlas enteras. Y en febrero de este año, también en su último discurso radiado, Hitler pide a Dios que le perdone por hacer uso de un arma demoledora y definitiva.
—¿Y por qué no la ha utilizado ya? —preguntó Arturo categórico.
Maciá evaluó su interrogación con calma. Respondió con otra pregunta.
—¿Se ha preguntado por qué el pueblo alemán resiste de esta manera tan irracional, tan feroz?
—Supongo que por un lado disciplina y por otro miedo a los rusos.
—Puede ser. ¿Y por qué los Aliados han multiplicado sus misiones de bombardeos tan cerca ya del final y han ordenado a sus generales que se den prisa en tomar Berlín?
—Ganas de acabar la guerra.
—También puede ser que la Wehrmacht necesite tiempo para ultimar lo que tenga que ultimar. O que ya lo tengan listo y aguarden a que los rusos estén más a tiro, y que todo esto ya se lo hayan olido los Aliados, y por ello estén nerviosos y actúen en consecuencia...
Guardó un silencio que remitía a una de esas ausencias que lo condicionan todo: la bomba disgregadora. Arturo terminó su recio café, el mismo que estaba enfriándose en la taza intacta de Maciá.
—¿Para qué me ha llamado, señor secretario?
—Es muy sencillo, teniente: para tener un criterio en vez de una opinión. Nuestro deber es salvaguardar la integridad de España, y si hay alguna posibilidad por pequeña que sea de que el nuevo orden en el que deberá moverse la patria no sea el que está previsto, nosotros debemos considerarla. Dios siempre está del lado del ejército más fuerte, y España siempre está del lado de Dios, ¿estamos de acuerdo?
Arturo lo juzgó una muestra sofisticadísima de cinismo.
—Totalmente —contestó tendencioso.
—Usted se halla ahora destinado en la Cancillería y es de los que saben mirar, pero también de los que no tienen miedo a ver. Durante el tiempo que la delegación permanezca aún en Berlín será nuestros ojos y nuestros oídos, y nos mantendrá al tanto de cualquier cosa que tenga relación con el asunto que nos atañe. Por descontado, si usted regresa a España todo esto se le tendrá en cuenta en su debido momento.
—Comprendido. Estoy a sus órdenes.
Maciá abandonó entonces el arquetipo de diplomático; era evidente que tenía una inteligencia llena de matices, o al menos creaba la ilusión de ello, y Arturo adivinó que no le iba a costar nada pasar a un tono más cálido sin patéticos gestos de intimidad ni intentos de falsa amistad.
—Muy bien, teniente, ¿necesita usted algo?
—¿Presumo que si lo necesito puedo recurrir a usted?
Maciá reflexionó sobre su pregunta con el mismo cuidado con que se manejaría una pluma que perdiese tinta.
—Dentro de nuestras limitaciones, y de una manera no oficial, sí puede —concluyó; luego abrió otro de los cajones y extrajo un grueso sobre color manila que colocó justo en el centro de la carpeta de cuero—. Son dólares, seguro que le podrán ayudar en una situación apurada. Matías también le hará entrega de una radio para ponerse en contacto con nosotros cuando todo se ponga imposible; le sugiero que la guarde en lugar seguro. Y a propósito, teniente, no me quedaría a gusto si no le comentase una cosa más.
—Le escucho.
Las siguientes palabras de Maciá le sorprendieron por su franqueza.
—Mire, esta ciudad se va a convertir en un infierno. Aquí hay tres millones de almas condenadas. Y a no ser que ocurra un milagro, los rusos van a vengarse por lo que los nazis les hicieron durante la ocupación; de hecho, ya han demostrado las abominaciones de que son capaces en Prusia, en Silesia, en Pomerania... Usted estuvo en Pomerania, ¿no es verdad?
Arturo recordó las inmensas caravanas, la riada homérica de mujeres y niños, famélicos, aterrorizados, que huían de los frontoviki soviéticos; el clima inmisericorde; las atrocidades, los saqueos, las llamas, la sangre a borbotones de una lucha febril y sin cuartel, siempre en retirada a través de bosques cubiertos de nieve.
Asintió sin replicar y Maciá lo interpretó como un gesto para que siguiera.
—Además, en la ciudad hay trescientos mil extranjeros trabajando, esclavos, caballos de Troya, y entre ellos muchos rojos españoles esperando para resarcirse de la guerra que perdieron. Créame, aunque Hitler esté en las últimas, lo único que les contiene es el hábito de saltar cuando restalla el látigo, y en cuanto acumulen el suficiente valor para darse cuenta de que ya no hay nadie para manejarlo van a saquear, robar, asesinar, violar... Lo harán, y lo harán a conciencia, no le quepa duda. La delegación no se va a quedar mucho tiempo, cinco o seis días más a lo sumo. Tenemos un avión en Tempelhof preparado para evacuarnos a Dinamarca en cuanto las cosas se pongan feas. Con esto quiero decirle que si al final considera la lealtad a los alemanes como una cuestión de fechas, y atendiendo a su calidad especial, siempre habrá un hueco en ese avión para usted.
Arturo esbozó una sonrisa esfumada. Definitivamente, se replanteó, lo de Maciá no era un refinado cinismo, sino únicamente una manera de adelantarse a los hechos.
—Muchas gracias, señor secretario. Lo tendré en cuenta. Aunque de momento, creo que Berlín es un lugar tan bueno como cualquier otro para esparcir mis cenizas.
—Es su decisión. En fin, creo que sólo nos queda lo suyo...
La desorientación de Arturo fue el tercer invitado de aquella reunión.
—Sí —encadenó Maciá—, sus haberes...
—Ah, es cierto...
—Si todavía desea informarse sobre ellos —Arturo no adivinó si su «todavía» iba con segundas—, hable con Matías. Bien, ¿necesita algo más? ¿He olvidado algo?
Arturo tenía claro que la franqueza sólo es una virtud cuando se manifiesta hacia los superiores jerárquicos.
—Comida —dijo sin vacilar—. Si pudiesen proporcionarme algo de comida se podría aguantar mecha.
—Por supuesto.
Maciá acompañó su respuesta con el gesto de a quien no le importa que le pongan ciertos puntos sobre las íes, y se levantó con desenvoltura, dejando clara su calidad sin remarcarla. Se planchó el traje con una mano y extendió la otra. Arturo se cuadró primero militarmente y luego le dio la mano.
—Pues vista, suerte y al toro, teniente.
Que Maciá citase el lema de García Morato, el famoso as de la aviación nacional durante la guerra civil, no confortó demasiado a Arturo, visto el calamitoso final que había tenido. Guardó el sobre y con él, bien lo supo en ese momento, cualquier esperanza de ser salvado.
Sin necesidad de comentárselo y junto con su impedimenta, el esbelto Matías le hizo entrega de una pesada radio, que Arturo se colgó como una mochila, así como —tras confirmar la orden de Maciá— de un paquete con comida. Para salvar las apariencias, se consideró obligado a hacer una consulta acerca de las soldadas que todavía podía deberle el ejército alemán, y a continuación se dejó conducir hasta la puerta. En el exterior se encontró con un frío que le ensartó como una pica y con aquel malestar casi físico en el aire. Se colgó la Schmeisser del cuello, comprobó el estado de su Tokarev, y dejó que su imaginación contemplase a las Furias que, con sus alas de diosas negras, permanecían posadas en las cornisas de Berlín. Los antiguos tenían tanto miedo a aquellas feroces deidades que no se atrevían a nombrarlas, y las llamaban con ironía las Euménides, las bondadosas. Pero Arturo no temía llamarlas por su nombre, una por una, mientras le