… a pesar de que tengo la característica de recibir esos golpes bruscos, ahora son siempre bienvenidos; después de la primera sorpresa, siempre siento al instante que […] mi capacidad de recibir golpes es lo que me hace escritora. […] Siento que he recibido un golpe, pero no se trata, como ocurría siendo niña, simplemente de un golpe asestado por un enemigo oculto tras el algodón en rama de la vida cotidiana; es, o llegará a ser, una revelación de un determinado orden; es una muestra de la existencia de algo real que se encuentra detrás de las apariencias; y yo lo hago real al expresarlo en palabras. Sólo expresándolo en palabras le doy el carácter de algo íntegro, y esta integridad significa que ha perdido el poder de causarme daño; me produce un gran placer juntar las partes separadas. Tal vez se deba a que, al hacerlo, elimino el dolor.
VIRGINIA WOOLF, Momentos de vida
Los mentirosos dicen la verdad, pero ¿por qué necesitan cincuenta horas para una sola frase?
HANS MAGNUS ENZENSBERGER,
Tumulto
Últimas noticias sobre el periodismo
La mesa es enorme, negra, de madera maciza; hay un armario ancho donde he colocado la ropa de verano que ha venido conmigo, en dos maletas que el avión dejó en otro sitio durante veinticuatro horas; hay una mesa auxiliar en la que he colocado los libros que quiero tan sólo para leer, no para trabajar, y los numerosos papeles, kilos y kilos, de documentación. Se diría que vengo a hacer una tesis doctoral o un trabajo para unas oposiciones al Estado, pero lo cierto es que no sé viajar sin papeles; sé que son innecesarios o superfluos, pero están ahí como si el pasado que constituyen hablara conmigo, como si ese pasado me dictara lo que mi memoria ha olvidado.
Escribo en la región de Umbría, Italia, cerca de un pueblo que se llama Umbertide, al lado de Perugia, en un castillo del siglo XV acondicionado para que vivan en él escritores o artistas, y me puse ante el ordenador la misma tarde en que llegué.
Es agosto de 2015. El País está a punto de cumplir cuarenta años, yo tengo sesenta y seis. Vengo de un semestre cargado de emociones nuevas que parecen antiguas y, más concretamente, de una entrevista en el mar de Mármara con el escritor Orhan Pamuk. Mis manos tienen arrugas, pecas, acaso como el oficio de periodista. Pero éste es invencible, así lo siento mientras escribo aún, mando mis textos al periódico, espero las respuestas. El ordenador, cada vez más veloz (antes la máquina de escribir), me ayuda a sentir, a pensar, a decir palabras que no sabía que existieran. Escribir a la velocidad ágil de la vida, escucho todavía aquellos latidos de la casa en la que mi madre canta, mi padre aún no ha vuelto, mis hermanos están fuera, trabajan, regresan luego con sus tarteras vacías tintineando. Yo sueño que escribo, veloz, mis dedos se deslizan por un teclado que no existe. Este chico está loco, madre, ¿ves qué sonidos hace, como si estuviera dando a las teclas?
Esa velocidad feliz incluía entonces, incluye ahora, la certeza de que quien escribe es otro y yo mismo a la vez, como si el texto fuera el espejo del cuerpo, el alma cubierta por carne, ocio, oficio, felicidad o calamidades. Cuando leo soy el que lee, pero cuando escribo soy el que se mira escribir: como si nunca tuviera edad, o tuviera siempre la misma.
Estoy en un castillo medieval, el de Civitella Ranieri; me acompañan doce personas cuyos nombres tengo anotados, algunos son conocidos en sus países, otros lo serán; un jurado los elige entre cientos de aspirantes a pasar aquí tres meses, cuatro, escribiendo, componiendo, pintando; a mí me han elegido como invitado de la dirección de Civitella Ranieri, no he tenido que pasar por ese arco de las elecciones juradas, no sé si estaré mucho o poco tiempo, nunca sé cuánto tiempo voy a estar en los sitios, jamás sé si he llegado, incluso; y me voy antes, me voy siempre, pero no sé todavía si en realidad he venido, la vida me reclamará en otra parte, es posible que esté en la otra parte a la que me ha reclamado la vida. Y a donde vaya quizá me reclamen otra vez estas horas, nunca estaré en un sitio fijo ni sabré siquiera que estoy en un sitio fijo, donde estoy navego, solo, como un barco de papel. Aquí estoy, eso lo sé, pero es provisional el aire. Todo es provisional, yo mismo, esta ropa, la ropa de la cama, la mesa oscura, la quietud balsámica del lugar, la perfección del café, el silencio que parece una puerta de oro, los suelos de color granate sobre los que camino descalzo como si mis pies hubieran nacido acostumbrados a esta tersura.
Estoy en una habitación espaciosa; escribo, como si estuviera imitando a Julio Cortázar, ante una pared que tan sólo tiene un espejo chico al que nunca me he mirado; tampoco me he mirado en el aún más pequeño del cuarto de baño, y no me he mirado en ningún sitio, acaso para que persista en mí la sensación de que soy otro usurpando el lugar de otro que también soy yo.
La pared de mi cuarto es como aquella que Cortázar tenía en su escritorio de Saignon, de color amarillo pálido, como de tierra batida o de albero, lisa como una mano vieja; aquí hay una lámpara de los sesenta, de color azul, y hay otra, de pie, coronada por un cono amplio del color de la pared; hay un hermoso sillón de cuero marrón desgastado sobre el que han dispuesto una especie de sábana blanca que se desliza y que le da a este sitio en el que vivo el aire de un lugar provisional que está siendo habitado por alguien a quien no le corresponde hasta que llegue el verdadero dueño del aposento, un monje medieval o un libertino de estos contornos. Yo me siento aquí el otro del que escribe Borges; a veces me reclaman la actualidad o las personas y entonces me dispongo a ser yo mismo, pero contesto al teléfono como si estuviera en otro tiempo y en otro sitio, avergonzado de estar escondido tras la identidad de alguien. También acudo a las conversaciones del grupo, a las cenas, a los hallazgos casuales en medio de los senderos por los que transitamos para huir de los cuartos a los que nos convocan el arte o la escritura, como si fuéramos seres furtivos que están usurpando un carácter o un oficio. Me da vergüenza decir que soy escritor, porque aquí se supone que vine porque soy otra cosa. Soy un periodista, he venido para recordar cómo lo he sido, para ello me levanto cada mañana, y con estos pies de periodista, y estas manos de periodista, soporto ahora que una mosca enorme, que debe de ser como las moscas del Medievo, me acose por el cuello cuando yo escribo, ahora mismo, la palabra mosca.
Aquí estoy, pues, soy yo ante la mesa, un periodista visitando su vida por persona interpuesta en un cuarto medieval de un castillo de la región italiana de Umbría.
Entre los libros que traigo está Una memoria de «El País», el libro que publiqué en 1996 sobre los primeros veinte años del periódico. De alguna manera, este que escribo ahora podría ser la inconsecuente continuación de aquél, aunque su propósito no sea el mismo: en aquél aparecieron detalles, anécdotas, sucesos, de una época muy concreta del periódico, cuando éste se iba haciendo y cuando todo parecía manejable, por la memoria y por la vida cotidiana, por lo que se iba haciendo. Aquella hechura la sugirió Jesús de Polanco, que fue quien tuvo la idea de que hiciéramos esa memoria en concreto; intentamos Juan Arias y yo recopilar impresiones, vidas personales, sucesos vistos desde otras perspectivas, y aquel batiburrillo naufragó en la abundancia. Fue entonces cuando Jesús contó su propuesta: que se convirtiera en una especie de cuaderno de bitácora, eso dijo, de lo que se había vivido, desde la perspectiva de uno de los autores, que habría de ser yo.
Traigo también un libro del italiano Furio Colombo, un manual de periodismo internacional que se titula Últimas noticias sobre el periodismo, pues de las penúltimas horas del periodismo espero escribir. Encima de esta mesa donde tecleo con la velocidad que me dan la mente y otros elementos atrevidos de mi cuerpo hay una impresora, una taza de café ya vacía, muchos cuadernos y un libro abierto por la entrevista que en 1982 le hizo la Paris Review a Guillermo Cabrera Infante; en otro lado está anotada una conversación, singular, que Luis Harss sostuvo en 1964 con Gabriel García Márquez cuando la famosa novela Cien años de soledad era un proyecto muy avanzado; también hay, en un extremo de la mesa, un libro mío, de conversaciones, titulado como mi madre habría descrito mi vida, una existencia en la que me pasaría Toda la vida preguntando, y hay muchos folios en blanco que me han sido entregados por la organización de Civitella por si necesito utilizar la impresora.
Algo que hay es silencio; un silencio absoluto, casi espectral, como nunca lo había escuchado; pongo música y bajo el volumen por si traspasan las melodías o los acordes estas paredes inmensas e interrumpo al compositor en su tarea o le doy un golpe indiscreto en la mano a la dibujante de cómics o les quito a las poetas la felicidad de haber creado la mejor palabra para el poema que se les ocurrió mientras se estaban duchando en el baño blanco; no hablo conmigo mismo, ni con nadie, como si estuviera guardando luto por la voz universal y también por la voz chiquita o cotidiana que me acompaña a diario por Madrid, por Canarias o por los otros territorios por los que generalmente transito; ese silencio, al que no estoy acostumbrado, es lo que verdaderamente aquí me hace otro; siendo ese otro escribo como si estrujara mi cerebro para que hable. En esa atmósfera que regala el silencio cualquier cosa es posible, hasta que piense que en efecto no puedo ser yo si hay tanto silencio.
A veces, a lo lejos, se oye el sonido de un claxon; ayer, mientras caminaba por estos contornos secos que hoy regó la lluvia, me entretuve escuchando el sonido más habitual y estridente, la voz natural del verano, esa chicharra que parece una garganta rota y única y que te persigue como un perro vivaz por todo el sendero.
Estoy descalzo. Hoy ha llovido. Aquí me siento como un enviado especial de mí mismo, asistiendo como un periodista veterano a las ceremonias y a los ritos domésticos que había dejado atrás cuando aún era un muchacho y cumplía mis años en el colegio mayor, compartiendo el pan y la mermelada. Aquí desayunamos por nuestra cuenta, en cocinas oscuras y medievales, guardamos nuestros yogures en neveras comunes, nuestras habitaciones tienen nombre (la mía se llama MARIPOSA, en mayúsculas y en castellano), y almorzamos y cenamos a horas muy precisas; el desayuno es libre, pues; el almuerzo se nos entrega en tarteras chinas y consta de comidas italianas casi siempre, como las cenas, que se sirven en la mesa de mármol que hay en el jardín, o en la mesa de madera de la cocina cuando llueve o amenaza lluvia. Un seminario de monjes no tendría, supongo, una disciplina distinta, pero aquí no hay rezos, ni imagino a ninguno de los doce que me acompañan con la tentación siquiera privada de rogar nada a su Dios particular. Es una atmósfera que me divierte; trato de pensar si mi impresión es la de haber envejecido entre los que vienen o la de haber rejuvenecido; soy el mayor, me sigue la poeta Rosanna Warren, que nació en 1953, y la más joven es la dibujante egipcia Deena, que tiene veintiún años y que me parece que dará mucho que hablar en el mundo.
Me siento joven aquí, pero soy un jubilado español que ha venido a Umbría a reconstruir su vida hasta que el paréntesis de cierre lo ponga la propia historia personal que no está escrita en ningún lado, pero que en algún lado tendrá dispuesto un telón en cuyo color o circunstancias procuro no pensar, aunque la vida me acribille con la sensación de que de esta guerra, como decía Blas de Otero, no se salva ni Dios, lo asesinaron.
El más inútil de los objetos que me rodean, el que más disiente de esta atmósfera medieval que preside el cuarto, la biblioteca, las cocinas, las puertas, el castillo entero, es la impresora, negra como la baquelita del viejo teléfono de la casa de mis padres. Hasta el momento he necesitado imprimir tan sólo un poema de Manuel Vázquez Montalbán y un artículo de Antonio Muñoz Molina; sobre la mesa, en mi lado derecho, hay un cuaderno en el que anoto cosas sobre lo que voy leyendo. Lo más bello de este lugar en el que escribo es el ventanillo medieval que mira hacia un bellísimo bosque de cipreses al que en este momento le está dando el sol de la tarde, que es el primer sol que se ve en este día que amaneció lluvioso como el llanto de los niños.
Este espacio, el de la ventana, es lo más vital de todo el sitio, pues te asomas y está la vida, los árboles moviéndose, el paso de la sombra leve del tiempo. Aquí dentro hay camisas, zapatos, libros, literatura, la ansiedad por recordar qué hubo antes de este instante preciso en que la vida se para y se hace medieval como la oscuridad en la que está la historia; pues para eso estoy aquí, para recordar cómo fue mi vida con otros, cómo sigue siendo la vida en el oficio que elegí cuando no podía concebir ni un día sin línea en este trabajo.
La solidaridad de los asmáticos
Fui invitado aquí cuando tenía sesenta y cinco años, la edad de un jubilado. Y era, en efecto, un jubilado, esa sensación de caminar como un jubilado que abandona la oficina de empleo como si desanduviera el camino hasta la escuela misma, hasta la infancia: el tiempo entero, esa cifra innumerable de la vida que se acaba cuando el hombre, al otro lado de la mesa, te dice: «Bien, ha llegado usted al final. Éstos son sus documentos». Un papel, adiós. La acera por la que me propuse caminar era un camino a ninguna parte, pero en Madrid brillaba el sol de octubre. Me invitó aquí, a Civitella, el poeta Mark Strand, que murió en 2014, en su casa, rodeado de vasos que tintineaban como mariposas tímidas y azules. Quedamos en que veríamos un partido del Barça algún día. Con nosotros estaba su compañera Maricruz Bilbao, galerista de arte, ella sonreía. Maricruz me llevó a entrevistar a Francis Bacon a Londres (en junio de 1990); ella sonreía también mientras aquel gran artista difícil me decía que había pensado que en ese momento ya no tenía ganas de darme la entrevista que habíamos acordado: alegó que padecía justo entonces un ataque de asma e hizo ademán de sacar su Ventolín, una maniobra que yo descubrí tan a tiempo que pude sacar también el mío. Esa solidaridad entre asmáticos rompió el hielo, o hizo posible la respiración mutua, y nos hizo sentarnos bajo un tríptico enorme ante el que hicimos una entrevista que estaba llena de mensajes (eso me dijeron) para su novio, o exnovio, español; nunca pude confirmar este particular con la persona de la que se dijo que era su novio, pero resultaba tan plausible que eso fuera cierto (la entrevista estaba llena de confesiones incomprensibles, entre las cuales, recuerdo, estaba su evocación del color negro de la sangre de los toros, y de algunos cuadros igualmente oscuros de Goya, su pintor favorito), que no era imprescindible investigarlo.
En aquella reunión de la que recuerdo caras y nombres, y la sonrisa de Maricruz Bilbao, me dijeron que viniera invitado a Civitella Ranieri, donde estoy. Pensé entonces que era una buena idea, ya que jubilación viene del júbilo de tener el tiempo plenamente libre, aunque sepas que ya te queda (mucho) menos tiempo de la vida en general. De hecho, nunca me sentí jubilado; seguía pendiente de los encargos que recibía del periódico, donde continuaba luchando por creer, en efecto, que los papeles de la jubilación marcaban lo que decía la burocracia pero no lo que explicaba la biología.
Entré de nuevo en El País cuando tenía cincuenta y siete años, creyendo verdaderamente que tenía muchos menos, o que aún tenía los años que había cumplido trece años antes, cuando me fui a dirigir Alfaguara; la inercia de esa actitud me hizo competir luego, ya en el periódico, como si fuera un chiquillo, con las consecuencias que eso tiene en una redacción ya formada, donde todo el mundo cumple una tarea y donde los que las distribuyen (las tuyas también) no han de tener en cuenta tus deseos sino sus realidades. Un compañero me dijo un día: «Tú quieres escribir; los otros quieren escribir. Todos tienen derecho a escribir. ¿Qué hago con ellos? ¿Los tiro por un barranco?».
Esa situación tuvo altibajos, pero yo la viví con la ansiedad que da paso a la paranoia. Él tenía razón; debía esperar mi turno, pero, sobre todo, ¿seguía siendo el tiempo de mi turno?
Los años son implacables, tanto como las palabras o como las fronteras. Y hay un momento en que las fronteras las ponen los años y éstos se convierten en palabras en un papel. Ser periodista desde que andas y dejar de ser periodista cuando ya te duelen las rodillas… La despedida es un fantasma con cuya posibilidad trabajas, vives, piensas, andas y te acuestas: ¡dejar de ser periodista!
Al borde de esa edad en que la administración (y no sólo la del periódico) te dice que acabó tu espacio en el mundo de las plantillas formales, siempre se espera el anuncio con un hueco en el estómago: y después ¿qué? Cuando me llegó ese momento aún no habían ocurrido en el periódico los despidos que causaron el mayor estruendo social de la historia de El País; por lo tanto yo no podía comparar esa situación con las que vivieron luego otros compañeros a los que de manera mucho más tajante les cambió la vida. Y su situación fue peor, claro; pero mientras está pasando lo que te sucede, o lo que te podría suceder, tú no tienes ni idea de que al otro le está yendo peor. La vida es una sucesión de egoísmos, y de eso no se salva ni Dios, lo tengo comprobado.
La papeleta del final administrativo de mi relación con el periódico se aproximaba, pues, inexorablemente. Primero llega como un anuncio etéreo, una palabra o dos sobre la posibilidad de que eso ocurra, y después todo adquiere el nivel definitivo de los papeles.
Hasta que supe de veras que la edad es un imponderable que siempre te recuerdan los otros, seguí creyendo que esas cosas no pasan. Igual que siempre he pensado que algo detendrá en el último instante una mala noticia, pensaba que alguna ley prolongaría la edad del trabajo hasta tiempo indefinido antes de que mi caso particular viera la sentencia del tiempo. Creía tener, pues, energía para seguir, a pesar de lo que manifestaban la edad y el curso imperioso y deslenguado de la vida laboral. Ésta se parece a una montaña; cuanto más la subes, más te cansa, pero no quieres que se acabe. No es verdad que sea júbilo: es cansancio y miedo a que ocurra el cansancio final, el tuyo y el que te comunican otros.
Coleccionista de palabras
En mi infancia fui el que no salía de casa, el rostro pálido del barrio, el niño que estaba en cama, el chiquillo que no podía andar descalzo. Un enclenque que no se atrevía. Ahora imagino que ese retraimiento para los gestos marcó mi vida en ese momento también en relación con las palabras. Mi padre mentía, eso lo supe muy pronto; y yo también he sido muy mentiroso, pero nunca por escrito, creo que nunca he mentido por escrito. Un hombre me enseñó a inventar cuentos; eso me llevó a sentir que la mentira es un juego. Pero no escrito. Acaso por eso, desde que murió mi madre y sentí que debía contar esa pérdida, sólo he escrito recuerdos, la parte de verdad íntima que tienen los recuerdos.
Aprendí a leer gracias a la radio y gracias a mi madre, así que ya sabía lo que era leer y escribir, y lo hacía con gusto y habitualmente, como si eso me hiciera respirar mejor. Esa costumbre de leer y de escribir sigue, como si fuera a la vez un gozo y una penitencia: me da vergüenza de mí mismo si no leo, me siento desperdiciado como persona si no escribo; me desordeno si no escribo, me siento sucio, como inservible, si no leo. Por eso le pedí a mi padre palabras, lectura, que me trajera una revista, una cualquiera, algo que durara leyendo. Él me traía revistas, cuentos, papel; era su manera de decirme: sigue sabiendo; dejaba lo que trajera sobre la cama, venía hasta la cabecera, me ponía la mano en la frente y, aunque ése no fuera un síntoma de la enfermedad que padecía, él señalaba en voz alta, como si le diera la noticia al aire:
—Juanillo no tiene fiebre.
Luego se iba, como si terminara una misión; así hago yo. Cumplo una tarea, me voy. Soy periodista. El periodismo nos da esa facultad: ves y te vas a contarlo. Mi padre venía, ponía su mano en mi frente, consideraba hecha la caricia y se iba. Muchos años después, mucho tiempo después de pensar que yo escribía por mí mismo, porque tuve vocación de escribir y de cumplir encargos, supe que escribía del mismo modo en que mi padre hacía fincas, para cumplir, para dejar hechas las cosas que estaban sin hacer. Ahora soy otra vez él, pero hace más de veinte años que él no lo sabe, no lo puede saber. El tiempo siempre te devuelve al padre.
Empecé a escribir gracias a esos papeles, a aquellas revistas, a los cuentos que él me trajo. Mi madre hablaba, contaba cuentos, cantaba. De los dos soy consecuencia. De la alegría y del silencio. Respiré gracias a ellos, pues respirar era escribir, leer, y a veces escribía también para leer. De hecho ahora escribo como si respirara, me sucede en este mismo instante, en Umbría, Italia.
Mientras mis dedos se deslizan sobre la superficie de este aparato siento la misma velocidad feliz que sentía cuando era el niño que soñaba con la letra escrita (a mano, a máquina, propia o ajena) como si fuera un regalo de los dioses, o simplemente un regalo de Reyes. Soñaba con escribir y a veces emitía el sonido de las letras cayendo ágiles sobre el papel de la máquina de escribir que aún no tenía. Hasta que al fin la tuve, y entonces esas letras sonaban a la vez que imaginaba o sentía. El milagro de escribir que era a la vez el milagro de respirar.
Esperaba en casa a que mi padre llegara con esa revista o con papel de escribir, para cumplir las dos cosas más audaces que acometí en la infancia y en seguida en la adolescencia, la lectura y la escritura, consecutivamente, obsesivamente.
Escribía y paraba el tiempo, para que no pasaran maldades en la casa. Escribía para convertir el día de hoy, tan soleado, en el día de mañana, con el mismo sol. Escribía contra las nubes grises que se posaban sobre mis pulmones y sobre mi pecho como aves tristes, las aves del cansancio, del asma y del silencio, y escribía a favor de mi madre, para que siguiera cantando en el patio bajo los helechos. Ella cantaba y yo escribía, elementos de la misma lucha por estimular a la vida a seguir su camino antes de que yo mismo supiera que también la vida se acababa.
Escribía para respirar mejor. Y ésa era una sensación no sólo placentera sino vital, gozosa. Una medicina de papel y lápiz.
—¿Ya estás mejor?
Yo coleccionaba palabras, era un niño solitario adrede. En casa no había nadie, sino mi madre, y yo estaba envuelto en palabras que ahora saltan otra vez, como si fueran pajaritos de pecho colorado que vienen a verme a la ventana medieval de este castillo.
Luego vinieron las palabras escritas. Ellas llenaron mi silencio, donde vivo ahora, en Umbertide. Sólo hay nubes ligeras, árboles, verde alrededor, y silencio. En realidad, es una manera inquietante de la soledad: saberte tan habitado de recuerdos y tan solo, escribiendo. No hay espejos grandes en la habitación, y tampoco hay teléfono. Detrás del jardín hay nubes, más jardín, el infinito verde de Umbría.
El destino era una revista
Me traían palabras, cuentos, la radio y las manos, la gente que venía a verme, todo me traía palabras, yo era un coleccionista de palabras. Palabras azules, grises, palabras monótonas como montañas, alegres como el sonido nocturno de la platanera. El silencio inmenso de la casa y de pronto las palabras. El Capitán Trueno, el Coyote, el Cachorro, Destino, los periódicos viejos, los recortes, las manos llenas de la sal del pescado y mi madre hablando. El reino de las palabras como una ventana abierta. Escucho gritar a la mujer que lleva pescado sobre su cabeza, la cesta blanca, ella grita. «¡Mayitas!» Al pescado lo llama mayitas. Aquí rememoro, al trasluz, el pasado del oficio. Y en esto llega mi padre con una revista en la mano, la deja sobre la cama, el papel huele a limpio.
La primera vez que le pedí a mi padre una revista él me trajo Destino, que se editaba en Barcelona. Él no sabía qué traía, ni me dijo nunca quién le proporcionó en la librería ese ejemplar. Lo cierto es que nunca leí tantas veces los mismos textos. Miguel Delibes, Néstor Luján, Josep Pla, Gonzalo Torrente Ballester, el joven Francisco Umbral, el prometedor José-Miguel Ullán… Todos los escritores que entonces alternaban la ficción con la literatura periodística de principios de los años sesenta, cuando yo tendría doce o catorce años, estaban concentrados en esa revista que no sólo fue mítica e imprescindible en la historia del periodismo español sino también en la historia del periodismo que se vivió en mi casa y que en ese momento exacto se inauguraba con la solemnidad de lo inesperado.
Parece el destino y lo fue.
En aquel entorno de olores a hierba y a platanera, junto a aquella cocina de petróleo, en un lugar que olía a la humedad del barranco en el que los inviernos eran azotes de frío casi acuoso, aquélla fue la lectura que me hizo periodista, partidario de este oficio invencible que ahora ejerzo todavía como si hubiera sido impulsado por el viento apacible de aquella revista.
Antes había venido la radio, el aparatoso receptor sobre la mesa de noche, la antena artesana entre mis dedos desnudos, la voz que me acompañó con el poder que tienen las palabras que no sabes de dónde provienen. La radio misteriosa inu