La novia gitana (Inspectora Elena Blanco 1)

Fragmento

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Al principio parece un juego. Alguien ha encerrado al niño en un lugar oscuro y él tiene que intentar salir de allí por sus propios medios. Lo primero sería encontrar el interruptor de la luz, pero el niño no lo busca porque piensa que la puerta se va a abrir en cualquier momento.

La puerta no se abre.

También puede ser un concurso de resistencia, gana el que pasa más tiempo en silencio, el que no pide ayuda. El niño pega la oreja a la puerta de madera, desportillada. Oye un ruido ensordecedor, una moto que arranca y se aleja. Entonces comprende que está solo. Si empezara a gritar, notaría el eco de su voz en ese espacio lóbrego, lleno de polvo y humedad; pero está tan asustado que no le sale ni el llanto.

Ahora sí tiene que encontrar el interruptor de la luz. Tantea la pared. Evita los obstáculos, despacio, para no caerse. Hay una bombilla en el techo, tiene que haberla. La habitación cuenta con una ventana estrecha y alargada, en la parte superior de la pared, pero el sol se ha puesto hace una hora y ya solo quedan las primeras sombras de la noche.

No sabe por qué lo han encerrado.

En sus pasos de sonámbulo por la oscuridad tropieza con lo que parece una lavadora. Podría probar a ver si funciona, por lo menos le acompañaría el ruido del agua dando vueltas en el tambor; pero no lo hace. Sigue explorando el lugar, acariciando la pared con una mano, como un ciego. Quiere encontrar el interruptor, pero sus dedos golpean el mango de una herramienta. Es una pala que cae al suelo con estrépito.

El niño rompe a llorar y tarda un poco más de la cuenta en oír un gruñido sordo que proviene de un rincón. No está solo. Hay un animal escondido; no es la primera vez que lo escucha, sabe que por las noches ronda la zona: sus gemidos, sus aullidos son tan fuertes que ha llegado a pensar que era un lobo. Es solo un perro que se ha colado en la nave que hay en la finca, la que se ve desde la ventana de su habitación y a la que nunca le han dejado entrar. Es allí donde lo han encerrado, en la nave prohibida, por eso no reconoce el espacio y no es capaz de manejarse en la oscuridad.

Casi puede ver dos puntitos luminosos en la negrura del fondo. Retrocede por puro instinto. Tiene la impresión de que los puntitos luminosos avanzan hacia él, pero no sabe si es el miedo el que crea esa imagen. No es posible que únicamente se vean dos pequeños destellos. Y, de pronto, deja de verlos. Ahora siente un dolor intenso, agudo, en la pierna. El animal le está mordiendo.

El niño usa las dos manos para apartarlo de su cuerpo. Nota un nuevo ataque y aparta la cara del animal con el pie. Las patadas y los manotazos lo hacen recular. El niño oye jadeos y después nada. No se escucha nada y el silencio le parece mucho más aterrador.

Con sigilo retrocede hasta la puerta, preparado para contener el ataque, si al perro le da por lanzarse de nuevo, y al hacerlo su mano encuentra el interruptor de la luz. Le parece increíble no haberlo localizado antes, pero por alguna razón se saltó justo esa parte de la pared.

Una bombilla torcida cuelga del techo. Ilumina lo suficiente como para comprender que la nave es un almacén de cajas con mantas viejas, cintas de casete, libros, herramientas de labranza, una lavadora, una bicicleta oxidada con una sola rueda y unos cuantos trastos más.

El perro está debajo de una pila con un grifo, un pequeño lavabo. Es un perro callejero al que le falta una pata.

Sin apartar la vista del animal, el niño coge la pala que encontró antes, la que cayó al suelo. El perro gruñe. El niño levanta la pala. Le sorprende ser capaz de manejar ese peso con tanta desenvoltura. Debe de ser el instinto de supervivencia, algo le ha insinuado que en ese encierro no pueden convivir los dos.

El animal se incorpora y cojea lastimosamente hasta el niño. Lo hace de un modo tan remolón que no resulta amenazador. Pero luego empieza a morderle el tobillo como si fuera un hueso al que hay que sacarle hasta la última gota de tuétano. El niño descarga un palazo y el animal se desploma con un leve gañido. Golpea la cabeza del perro varias veces, hasta que ya no puede con el peso de la herramienta. Se sienta en el suelo y se pone a llorar.

Le duele el tobillo, tiene marcados los dientes del animal. También tiene el zapato manchado de sangre. Se lo quita y descubre la herida que el perro le hizo en su primer ataque. Con el miedo ni siquiera se había dado cuenta.

Entonces se va la luz.

El eco duplica los jadeos del niño y él se obliga a contenerlos para ver si es el perro el que respira; pero no es así. El perro está muerto.

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Capítulo 1

 

 

 

 

—¡Su-sa-na!, ¡Su-sa-na!, ¡Su-sa-na!

Las amigas de Susana gritan, aplauden, bailan entusiasmadas, igual que han hecho las de las otras quince o veinte novias que han coincidido hoy, viernes, en el Very Bad Boys, en la calle Orense. Ni un solo hombre entre el público, todo mujeres, celebrando despedidas de soltera o reuniones de amigas; unas se han puesto ridículas diademas con pollas en la frente; otras, bandas de miss cruzando el pecho con el nombre de la homenajeada; un grupo lleva camisetas con la foto de la futura esposa... Las amigas de Susana han sido discretas dentro de lo que cabe: solo tienen tutús rosas de bailarina alrededor de la cintura.

—¡Su-sa-na!, ¡Su-sa-na!, ¡Su-sa-na!

Susana llevaba rato temiendo el momento en que le tocara a ella ser el centro de atención y este ha llegado. Le han correspondido dos bailarines, uno rubio con aspecto de sueco, un vikingo; otro mulato, parece brasileño. Los dos empezaron vestidos de policías, aunque ahora estén casi desnudos, los dos son muy atractivos, de pechos amplios y piernas fuertes, musculados, con el pelo afeitado en los lados de la cabeza y más largo por arriba, depilados por completo y con la piel brillante por el aceite que deben de haberse untado antes de salir a actuar... Solo les queda puesto un pequeño tanga, rojo el del mulato y blanco el del vikingo. Susana teme que le pidan que se los quite con los dientes, como han hecho varias de las novias que la han precedido en el escenario. Si su padre la viera... Por cosas así siente tanta ira hacia ella.

—No te preocupes, no te vamos a hacer nada —le susurra el mulato, tranquilizador, en buen castellano.

Susana no ha acertado, no es brasileño, es cubano.

Está sobre el pequeño escenario, la música es ensordecedora y la han sentado en una silla; los dos bailarines se alternan sobre ella, rozándola con sus genitales, bailando a su alrededor, pasando las manos por todo su cuerpo. Al entrar en el local, todas las invitadas hicieron la misma promesa: «lo que pasa en el Very Bad Boys se queda en el Very Bad Boys», ninguna de sus amigas contará lo que haya ocurrido allí a nadie, mucho menos a Raúl, el que dentro de un par de semanas va a ser su esposo. Está segura de que no va a acabar como una de las novias de antes, la del grupo de las pollas en la frente, se llamaba Rocío: todas pudieron ver cómo uno de los bailarines que la sacaron al escenario —uno vestido de bombero— se ponía nata montada sobre su órgano sexual y ella le pasaba la lengua a lo largo para retirarla, hasta que lo dejó completamente limpio para delirio de sus acompañantes. Ella no va a hacer eso, por mucho que nadie vaya a contarlo. Aunque las amigas la llamen reprimida, como han hecho siempre. Ellas la consideran una beata y su padre, poco más que una zorra, pero no es ni una cosa ni la otra.

No puede ver a sus compañeras, pero las imagina a todas gritando y riendo, a todas menos a una, Cintia. Después tendrá que hablar con ella, recordarle que esto no significa nada, que solo está haciendo lo que todo el mundo espera de una novia en su despedida de soltera.

El mulato cumple su palabra y ni él ni el sueco la ponen en la tesitura de hacer algo que no quiera o de negarse y cortar la diversión de todas. Supone que el vikingo y el cubano ven decenas de novias cada semana y saben hasta dónde pueden llegar con cada una en cuanto la miran. Bailan, terminan de desnudarse, se frotan un poco más contra ella y la ayudan a bajar del escenario, educados y respetuosos, pese al entorno.

Marta, la más lanzada de sus amigas, la que lo ha organizado todo y se empeñó en que Susana no podía casarse sin tener su despedida, le habla al oído.

—¿No te han propuesto que vayas al camerino?

—No.

—Eres una sosa, cuando yo me casé, después de la actuación, fui al camerino con el rubio que ha bailado contigo.

—¿Y qué hiciste?

—Imagínatelo... Eso mismo que estás pensando. Seguro que la tiene el doble de grande que Raúl, aunque a Raúl no se la he visto. La que iba antes que tú, la tal Rocío, se está tirando a sus dos bomberos y a tus dos policías, como si lo viera.

Susana no es así, no piensa follar con un bailarín de estriptis, por mucho que otras novias lo hagan o por mucho que lo hiciera hasta su amiga Marta; no le extraña que su matrimonio solo durara cinco meses. Mira alrededor, temerosa, no ve a la única del grupo que le interesa de verdad.

—¿Y Cintia?

—Se marchó cuando estabas arriba. ¿De dónde has sacado a una amiga tan aburrida?

Cintia es la única de las invitadas que no fue con ella al colegio, la distinta. Debería haber previsto que no congeniaría con las demás. Pero no podía no llamarla para la fiesta, no a ella; en todo caso, podía haber sido la única convidada. Lo que tenía que haber hecho son dos despedidas de soltera, una para Cintia y otra para el resto.

 

 

«¿Por qué te has marchado?»

En el taxi, camino de El Amante, al lado de la calle Mayor, donde van a tomar una copa porque según Marta es el sitio más de moda de Madrid, le ha mandado un wasap a su amiga, pero dos horas después Cintia no lo ha leído, todavía no se han puesto azules las aspas. Al salir de El Amante, vuelve a consultarlo, angustiada, deseando una respuesta.

En esas dos horas les han entrado varios grupos de chicos, las han invitado a copas, la han empujado al baño para compartir una raya de coca y ella se ha negado a aceptarla, han visto a uno que era futbolista, ya retirado, y se han sacado fotos con él. Las amigas por un lado, en grupo; la novia, por el otro, sola con él, abrazada por la cintura... El futbolista sí que le ha propuesto que se fueran juntos, quizá le haya gustado, quizá ha sido el morbo de acostarse con una novia el día de su despedida de soltera. Susana no ha tenido mayor problema en quitárselo de encima, es muy guapa —tanto que en algún momento fantaseó con ser modelo— y está acostumbrada a los moscones desde hace muchos años.

—Ahora nos vamos a un local clandestino que hay cerca de Alonso Martínez —propone Marta—. No cierra hasta por la mañana, tengo la contraseña para entrar.

—Ahora nos vamos a casa, que ya es hora —responde Susana. Y lo dice tan convencida que los intentos de las otras por estirar la noche son más empeños de justificar que la noche ha sido divertida que propuestas reales.

Al bajarse del taxi donde la dejan sus amigas para seguir su juerga, a dos manzanas de casa porque las calles del barrio son un lío y hay que dar muchas vueltas para que el coche la lleve hasta el portal, se da cuenta de que todavía lleva puesto el tutú rosa. Ya se lo quitará arriba. Coge el teléfono y comprueba otra vez que Cintia no ha leído el mensaje que le mandó al salir de la sala de los Boys. Le escribe otro.

«Ya llego a casa, agotada. No te habrás enfadado, ¿no? Te he echado de menos.»

Todo el mundo encuentra ridículo que Susana escriba los wasaps siguiendo fielmente las instrucciones de la Real Academia, sin faltas, sin abreviaturas, respetando los signos de puntuación. Cuando Cintia le conteste lo hará con emoticonos, sin vocales, en un galimatías que a veces le resulta imposible de descifrar. Susana se da cuenta de que en toda la noche apenas ha pensado en Raúl, pero no le sorprende ni le hace cambiar de opinión: se casará con él, aunque su padre deje de hablarle, aunque Cintia se enfade. No es amor, no tiene nada que ver con el amor.

En la calle de Ministriles, donde está el pequeño apartamento de Susana, no se ve un alma. A cualquiera le daría miedo caminar por allí de noche, por una acera oscura en la que el ayuntamiento parece que ha olvidado poner farolas. Pero ella está acostumbrada y no tiene ningún temor, no está dispuesta a vivir con miedo, como siempre ha querido su madre. No va a hacer caso a sus decenas de instrucciones y consejos, no le va a pasar nada, su familia ya ha agotado las dosis de mala suerte para varios siglos. Lo oyó decir en una película: nunca caen dos bombas en el mismo sitio, no hay lugar más seguro que el cráter de un obús.

Cuando siente el golpe en la cabeza y el pañuelo tapándole la boca, no tiene tiempo de reaccionar, le quedaban dos metros para llegar a su portal, ya estaba sacando la llave del bolso, soñaba con acostarse en su cama y comprobar si Cintia había leído sus mensajes... Solo nota que pierde la fuerza, que la arrastran y que la suben a la parte de atrás de un vehículo, tal vez una furgoneta. Nada más.

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Capítulo 2

 

 

 

 

La Quinta de Vista Alegre, en Carabanchel, es una espectacular finca de recreo que tuvo su máximo esplendor en el siglo XIX, cuando se convirtió en lugar de veraneo de la reina María Cristina de Borbón y, más tarde, en residencia del marqués de Salamanca, el constructor que impulsó el barrio de Salamanca en Madrid.

—No me he acercado para no meter la pata. En cuanto la he visto les he llamado —el guarda de seguridad de la Quinta de Vista Alegre está nervioso, deseando que los policías se hagan cargo del cuerpo que ha aparecido allí—. Es la primera vez que me encuentro con una muerta, pero tenía que pasar, esto está muy abandonado.

El subinspector Ángel Zárate lleva muy poco tiempo en la comisaría local, aún no había tenido ocasión de visitar la Quinta y ahora mira a todas partes sorprendido. Han pasado junto a un palacio y atraviesan unos jardines en los que parece haberse detenido el tiempo, en los que sorprendería menos encontrar a una dama vestida con ropas del siglo XIX que a una muerta del XXI.

—Es como el Retiro —comenta admirado.

—Mejor que el Retiro, lo que pasa es que no se cuida. Ya sabe cómo son los políticos, no hay dinero para lo que no los beneficia. Seguro que para sus banquetes y para ir en cochazos no han recortado nada. Aquí hay dos palacetes, el antiguo de la reina y el nuevo del marqués, también una residencia de ancianos y hasta ha habido un orfanato. Decían que iban a alquilar todo a la Universidad de Nueva York para que se instalase aquí y que lo arreglarían, pero nada, ya ve cómo está.

Le aburre la gente que habla mal de los políticos, aunque tengan razón. Es más fácil echarles la culpa que hacer algo para mejorar las cosas. Y los jardines no están mal cuidados, sino mucho mejor mantenidos que cualquier otro parque del distrito. Allí no hay ni pandillas, ni camellos, ni columpios rotos.

—¿Ha dicho que se llamaba...?

—Ramón, para servirle —se apresura a contestar el guardia. No da apellidos.

—¿Cuándo encontró el cadáver, Ramón?

—No hace ni media hora. Menos mal que fui hacia esa zona, la del antiguo orfanato de La Unión. Yo crecí allí, ¿sabe? La verdad es que llevo varios días mosca. Suele haber mendigos que se cuelan por la noche y los últimos días no venían.

—No entiendo la relación.

—Todo tiene siempre relación, señor inspector. Nada pasa porque sí; al final, una cosa lleva a la otra. ¿No ha oído eso que dicen de que el aleteo de una mariposa en Australia puede causar un terremoto aquí?

Lo último que esperaba Zárate era que el guarda de un parque le diera su propia versión del efecto mariposa. Y no le interesa, así que sigue andando al encuentro del cadáver.

—Mire, ahí viene su compañero. Y perdone si hablo demasiado, es la falta de compañía, paso los días solo y, desde que falleció mi esposa, también las noches. Aquí estamos los mendigos y yo. Y ahora la muerta, claro.

Aproximándose a él, ve a Alfredo Costa. Si su compañero tuviera que volver a aprobar las oposiciones para entrar en la policía, lo tendría muy difícil. Siempre le dice a Zárate que cuando tenía su edad estaba hecho una mula, pero ahora, más cerca de los cincuenta que de los cuarenta, no podría perseguir a la carrera ni a su abuela.

—¿Has visto el cadáver? —Zárate está ansioso, los policías jóvenes no tienen muchas oportunidades de investigar un asesinato. Como dice Salvador Santos, su mentor desde joven, el hombre que le animó y ayudó a entrar en el cuerpo: en Madrid se mata poco.

—Sí, lo he visto, pero no me he acercado —Costa ya está de vuelta y no comparte la opinión de Salvador, para él se mata demasiado y, sobre todo, demasiado a las horas en que él se encuentra de guardia—. Y tú tampoco deberías, que después llegan los de la Científica y nos tocan los cojones con lo de la destrucción de pruebas. CSI le ha hecho mucho daño a la policía, lo que yo te diga.

—¿Les has llamado?

—A la vez que a ti, deberían haber llegado ya.

Los dos se acercan al lugar que les señala el guarda de seguridad. Se quedan a algunos metros de la chica. Lleva algo alrededor de la cintura, algo rosa.

—¿Qué es?

—Un tutú. Cuando tengas hijas te hincharás a comprar gilipolleces como esa —Costa tiene dos niñas, de catorce y de diez; si se le escucha, se le quitan a uno las ganas de tener hijos para siempre.

—Yo quiero verlo más de cerca.

—No te metas en líos, ¿cuándo vas a aprender que lo mejor es mantenerse alejado de los problemas? Los ascensos llegan por antigüedad, no por pisar charcos.

Los de la Científica aparecen antes de que Zárate dé un paso hacia el cadáver. Por lo menos, el que viene es Fuentes, uno de los más veteranos. No se cree que está en una serie de televisión, como los otros.

—¿Sabéis quién es?

—No nos hemos arrimado.

—Joder —protesta—. ¿Y cómo sabéis que está muerta?

Los tres se aproximan a la chica, Zárate va observando todo mientras llega junto a ella: morena —si tuviera que apostar diría que gitana—, guapa, pero con la cara descompuesta, como si hubiera sufrido mucho. El tutú está sucio y manchado de sangre, como el resto de su ropa, hecha jirones.

El de la Científica es el primero que la toca, le abre un ojo para ver sus pupilas y se llevan la mayor de las sorpresas. Fuentes da un grito, pero no es por el gusano que sale reptando de la cuenca.

—¡Está viva! Rápido, el maletín.

Uno de sus ayudantes corre hacia él, pero la chica tiene un espasmo, el último. Quién sabe, tal vez, si hubieran llegado antes, podrían haberle salvado la vida. Fuentes suelta el aire y niega con la cabeza.

—Tranquilos, ya está muerta, no le quedaba mucho. Vamos a poner en el informe que la encontramos muerta, así os ahorro el marrón.

—¿Qué le ha pasado? ¿De dónde ha salido el gusano? —Zárate está, a su pesar, descompuesto.

—No toquéis nada, me temo que este caso no es para vosotros. Voy a llamar al comisario Rentero —avisa Fuentes.

Zárate mira alrededor, el parque ha dejado de ser un lugar maravilloso para convertirse en un infierno, en un sitio en donde a las muertas les salen gusanos de los ojos.

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Capítulo 3

 

 

 

 

—¿Una barrita con tomate, señora inspectora?

A Elena Blanco no le gusta nada que Juanito, el camarero rumano que la atiende a diario —eficaz, gamberro y barcelonista—, la llame inspectora en público, pero ya ha desistido de afeárselo.

—¿Tengo cara de querer una barrita con tomate?

No necesita decir nada más para que Juanito saque del frigorífico que hay bajo la barra una botella de grappa friulana joven, una Nonino, la que a ella le gusta por las mañanas, de aspecto transparente y cristalino, con un gusto seco y limpio. Dicen que la grappa no se debe tomar con el estómago vacío, pero Elena Blanco lleva años, muchos años, cerrando con esa bebida las noches en las que dormir no le ha parecido una prioridad.

—Estuvo aquí a primera hora Didí, el vigilante del aparcamiento de debajo de la plaza. Me pidió que le pusiera una copa de su grappa.

—Espero que no lo hicieras.

—No, le puse orujo y se lo bebió sin rechistar. Me contó que anoche una pareja estuvo echando un polvo en la tercera planta del parking.

—¿En un Land Rover rojo?

El rumano sonríe, le hacen gracia las cosas de Elena y por eso le comenta cada rumor detrás del que cree que está ella. De vez en cuando intenta ligársela, aunque ya sabe que es un esfuerzo inútil, tiempo tirado a la basura.

—¿No sería usted, inspectora...?

—No, es que siempre he pensado que, si tuviera que echar un polvo en la tercera planta del parking de debajo de mi casa, lo haría con un tío que tuviera un Land Rover rojo. Ya ves, las hay con suerte que cumplen mis fantasías. ¿Te ha dejado algo para mí Didí?

Juanito mira a todos lados antes de darle una bolsita, atento y preocupado, como si le estuviera entregando el mayor alijo de droga de los narcos colombianos.

—No te asustes, Juanito, que la policía soy yo y no te voy a detener.

—Debería tener cuidado.

—¿Con los Land Rover rojos o con los alijos?

—Con todo.

—No sé cómo te has decidido a cruzar Europa, con lo prudente que eres.

En la bolsa apenas hay unos gramos de marihuana, Didí la cultiva en el jardín de su casa de Camarma de Esteruelas. No tiene producción suficiente para atender a sus dos o tres clientes ni siquiera durante la primera mitad del año. A Elena le sobra, solo se fuma un porro algunas mañanas como la de hoy, esas que siguen a toda una noche bebiendo en bares, en las que visita los aparcamientos con propietarios de coches grandes. Es muy raro que suba a alguno a su casa.

—Cóbrame, Juanito, que me voy a dormir.

 

 

Vivir en la plaza Mayor es un lujo y un incordio. Un lujo porque al asomarte al balcón puedes imaginarte que la ciudad lleva cientos de años pasando por allí; cuatrocientos son los que acaba de cumplir la plaza. Dicen que se han hecho corridas de toros, procesiones, misas, autos sacramentales, juicios de la Santa Inquisición y hasta hogueras para quemar a los condenados. Desde el balcón de Elena se pueden ver, en escorzo y si uno se esfuerza un poco, los dibujos, sorprendentes y coloridos, de la Casa de la Panadería y los espectáculos que el ayuntamiento programa en fiestas. Por eso mismo es un incordio: desde los concursos de chotis en San Isidro hasta el mercadillo de Navidad, todo pasa por debajo de su casa. Ha llegado a ver una exhibición de doma de caballos jerezanos desde el balcón y sin pagar entrada. Ruido, ruido garantizado todo el año.

Los turistas que se concentran en la plaza, los que se hacen fotos con el Spiderman gordo, con los cuerpos de flamencas a los que ellos mismos ponen la cabeza, los que echan monedas a los hombres estatua o a la cabra con hocico de madera, no se creerían que detrás de esas viejas fachadas pudiera haber un piso como el de ella: moderno, minimalista, elegante, de más de doscientos metros cuadrados. Cuando lo heredó de su abuela no era más que el piso abigarrado de objetos de una anciana, ahora podría salir en cualquier revista de decoración.

Para Elena tiene un valor añadido: en un rincón oculto de uno de los balcones hay una cámara que no se ve desde la plaza, escondida de miradas ajenas. La cámara, situada sobre un trípode y protegida por un pequeño voladizo, enfoca siempre hacia el mismo sitio, el arco que da a la calle de Felipe III. Está programada para hacer una foto cada diez segundos y lleva así años, conectada a un ordenador. Elena comprueba que ha funcionado correctamente. Hay miles de fotos desde ayer por la mañana, la última vez que las analizó; ha sacado millones desde que instaló el sistema, aunque ha guardado muy pocas, más por curiosidad que porque le vayan a servir para nada.

Antes de sentarse delante del ordenador, pone música con su iPad. Lo mismo que siempre, una canción de Mina Mazzini: «Vorrei che fosse amore». Escucha, y canta por lo bajo, mientras se fuma el porro que ha liado con la marihuana de Didí. Se desnuda lentamente, el dueño del Land Rover le ha hecho un arañazo en el hombro, se mira en el espejo, a sus casi cincuenta años sigue teniendo prácticamente el mismo cuerpo que a los treinta, no necesita largas horas de gimnasio para mantener los kilos y las redondeces a raya. Se mete en la ducha.

Mientras siente caer el agua, piensa en que quizá hoy tenga suerte, quizá en una de esas miles de fotos aparezca la cara picada por la viruela que busca hace tanto tiempo. El teléfono suena, no se inmuta, lo deja sonar. Solo cuando vuelven a llamar, después de un primer intento fallido, sospecha que pueda ser algo urgente. Envuelta en una toalla, dejando charcos a su paso, contesta.

—¿Rentero? Hoy es mi día libre... ¿Quinta de Vista Alegre? No, no sé dónde está, pero seguro que el navegador sabe... ¿Carabanchel? Perfecto, tardo veinte minutos, o mejor pon treinta. Que me espere allí mi equipo.

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Capítulo 4

 

 

 

 

La previsión de media hora ha sido muy optimista teniendo en cuenta el tráfico de un lunes por la mañana en Madrid. La inspectora Blanco ha tardado casi una hora en llegar, puede ver ya a su equipo en acción y se siente orgullosa: están haciendo lo que ella habría ordenado.

—El cadáver no tiene mucho peor aspecto que tú... ¿Tuviste noche de jarana?

Buendía, el forense del equipo, es una de las pocas personas a las que Elena permite un comentario así. Lleva años trabajando con él, le fiaría su vida si fuera preciso, aunque espera que no lo sea: a Elena no le gusta dejar nada importante en manos de nadie que no sea ella misma.

De haber tenido algo más de margen, se habría maquillado mejor y habría tapado los efectos de la noche en vela. Solo le ha dado tiempo a ponerse unos vaqueros y una camiseta, a peinarse un poco y a tomarse una pastilla de paracetamol. Ahora sí que necesita un café más que una grappa, en cuanto pueda hará que vayan a buscarle uno.

—¿Ha llegado Rentero?

—Yo no lo he visto, no creo que venga... El cadáver está por allí.

La inspectora Elena Blanco, jefa de equipo de la Brigada de Análisis de Casos, nunca había estado en la Quinta de Vista Alegre. Admira fascinada —como todos los que han acudido esa mañana a ese lugar— los jardines, los palacios, las estatuas. Muy descuidados, pero quizá por ello mucho más atractivos, así se nota que no es una recreación a la manera de los parques de atracciones americanos, que allí hay historia de verdad, que quizá una reina de España plantara su culo en el mismo sitio en el que se ha sentado un policía viejo, que mira a todos los presentes como si aquello no le interesara lo más mínimo.

—¿Quién es?

—El agente Costa —le contesta Buendía—. Es uno de los policías que han respondido al aviso del cadáver. Está deseando marcharse, no como su compañero, un tal Ángel Zárate. Se mete por medio, quiere estar al tanto de todo. Ya ha tenido dos enganchadas con Chesca.

—¿Es joven ese Zárate?

—Poco más de treinta. Ya sabes cómo son los jóvenes. Está jodido porque le quitamos el caso.

—De buena gana se lo devolvería.

No es normal que la BAC se haga cargo de un caso que se inicia en ese momento. Ellos suelen entrar después. Son un departamento especial del cuerpo que se encarga de investigaciones que se tuercen, unas veces por incompetencia de los policías que las llevan o porque se sospeche que haya intereses personales de los agentes; otras, simplemente, porque se han ido embarullando de tal manera que es difícil deshacer los nudos... En Estados Unidos los considerarían una especie de superpolicías, en España no hay nada de eso, solo son los que se comen los marrones después que los demás, los que no tienen ya nadie en quien delegar. La única diferencia es que cuentan con más medios que cualquier otro departamento.

—¿Qué es lo que lleva el cadáver alrededor de la cintura? —como a todos, es lo primero que llama la atención a Elena.

—Un tutú de ballet. Dicen que puede ser...

—... de una despedida de soltera —completa la inspectora.

Gracias a la situación de su piso, esa es otra de las materias acerca de las que podría dar conferencias. Rara es la despedida de soltera que no pasa bajo su balcón. Al principio eran grupos de ingleses borrachos hasta las cejas, se les unieron las inglesas, igual de borrachas; después grupos de franceses, de italianos, de españoles... Lo de los tutús lo ha visto bastante, también velos de novias y lencería sobre la ropa. El no va más siguen siendo las pollas de plástico a modo de diadema.

—Chesca, Orduño, acercaos.

Ellos también son miembros de la BAC. Buenos policías, jóvenes, entusiastas, atléticos, a los que Elena recurre siempre que puede ser necesario usar los músculos además de la cabeza. Orduño procede de los Geos; Chesca era una agente de la Brigada de Homicidios y Desaparecidos. La inspectora Blanco los escogió personalmente, junto con Buendía, el forense, y Mariajo, su peculiar experta en informática; son las personas en las que más confía.

—A tus órdenes, inspectora —le ha costado a Elena que Orduño abandonara las formas militares, pero poco a poco lo va consiguiendo, por lo menos ya es capaz de tutearla.

—Echad a toda la gente que hay alrededor del cadáver. Lo dudo, pero si hay alguna pista que no haya sido pisoteada la quiero. Y es posible que la víctima estuviera en una despedida de soltera, a ver si nos enteramos de algo.

Órdenes precisas y claras, ya tendrán tiempo para elaborar teorías cuando se reúnan en las oficinas de la BAC. Todos saben cómo le gusta trabajar a Elena y todos la respetan.

—Inspectora, los policías que acudieron cuando se descubrió el cadáver...

—Ángel Zárate y su compañero, ¿no? Tranquila, Chesca, yo me encargo, ya me ha hablado Buendía de ellos.

Ha localizado a Zárate con la mirada, pero prefiere esperar antes de hablar con él, ver cómo se mueve. No le gusta enemistarse con sus compañeros, los policías a los que la BAC sustituye, pero sabe que es casi imposible evitarlo. Enemistarse con los demás policías es el mayor defecto de Chesca, es como si el resto del mundo fuera su contrincante y la BAC, su familia. Menos mal que Orduño suele ser mucho más diplomático.

—Ya estamos en marcha, Buendía. Y ahora cuéntame por qué nos ha llamado Rentero.

Buendía sabe que debe ser muy objetivo y directo con ella, no se anda por las ramas.

—El primero que se acercó al cadáver fue Fuentes, de la Científica. Es un buen policía, veterano, le conozco hace años. Al levantarle el párpado a la víctima observó que salía un gusano. No podía ser de descomposición porque la mujer acababa de expirar.

—¿Entonces?

—Cuestión de suerte: hace unos años, Fuentes trabajó en el asesinato de otra mujer exactamente en las mismas circunstancias, un asesinato ritual espeluznante. Ha temido que fuera lo mismo. Por eso llamó a Rentero y Rentero nos llamó a nosotros.

—Vaya, ya estamos con lo de los asesinos en serie. ¿No se puede prohibir que los agentes vean películas?

—No te lo tomes a broma, Elena. Me llevo el cadáver al anatómico forense para hacerle la autopsia esta misma mañana.

—Te sigo enseguida. Voy a hablar con ese tal Zárate.

No necesita acercarse, Zárate ya ha descubierto que es la que manda y llega hasta ella, para protestar por haber sido apartado.

—¿Es usted la jefa de este equipo? —la aborda altivo.

—Me han dicho que has sido tú el que ha respondido al aviso del cadáver —Elena ignora su pregunta para hacerle ver quién marca las reglas—. Soy la inspectora Blanco, jefa de equipo de la BAC.

—Entonces es cierto que la BAC existe...

Blanco se sorprende por su respuesta sarcástica, le mira y lo aprecia como un hombre muy atractivo: moreno, con el cuerpo trabajado en el gimnasio como la mayor parte de los agentes jóvenes... Si tuviera un todoterreno rojo y Elena se lo encontrara en una noche de diversión, no dudaría en llevarlo al aparcamiento de Didí.

—Somos nosotros quienes nos vamos a hacer cargo del caso.

—¿Por qué? Está en la jurisdicción de mi comisaría.

—¿Por qué? Pues porque la vida es injusta y porque sí, la BAC existe. Se lo comunicaremos a tus superiores. Haz el favor de no inmiscuirte en las tareas de recogida de pruebas.

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Capítulo 5

 

 

 

 

A Elena no le ha dado tiempo a ir a casa a cambiarse de ropa, se ha tenido que poner la bata, así como el gorrito y la mascarilla, con la que obligan a entrar en la sala de autopsias, sobre los mismos vaqueros y la camiseta con los que fue a la Quinta de Vista Alegre. No le gusta ir vestida así, en cualquier momento la llama Rentero y debe ir a algún restaurante de los caros o al bar de algún hotel de cinco estrellas, los lugares en donde su jefe se siente a gusto, en donde prefiere reunirse con ella.

—¿Has descubierto ya algo, Buendía?

—Te estábamos esperando para empezar —la recibe el forense con todo listo—. De momento solo la hemos examinado por fuera.

—¿Alguna pista sobre quién es la novia gitana? —por ahora la llaman así, por los rasgos, a falta de un nombre.

—Hay un tatuaje con una mariposa, se le han sacado fotos, cuando acabemos te las envío.

El tatuaje está en el omóplato derecho, no es demasiado llamativo. Una mariposa bonita, coloreada con rojo, verde, azul y negro.

—¿Alguna mariposa en concreto? Me refiero a si puede tener algún significado especial —de repente a Elena se le ha ocurrido que tal vez sea la misma mariposa en la que se convertiría el gusano que salió de su ojo. En el fondo, una mariposa y un gusano son lo mismo.

—No tengo ni idea de mariposas, nos enteraremos.

Buendía le muestra los dedos de la chica.

—Mira debajo de las uñas, hay restos de piel.

—¿Pueden ser de su asesino?

—O suyos, si se ha rascado, o de su novio, o de cualquiera —rebaja Buendía las expectativas de la inspectora—. Sacamos muestras y lo analizamos.

—¿La han violado? —Elena sabe que en los casos de violencia contra mujeres no es extraño que se haya abusado de ellas antes o inmediatamente después de su muerte.

—No. Lo indagaremos más a fondo, pero no parece que haya sido violada.

A Elena le gusta ver trabajar a Buendía: meticuloso, ordenado, con el pulso más firme que ha visto en su vida. A su alrededor se mueven, igual de eficaces, las dos auxiliares que siempre asisten a las autopsias con él, silenciosas, sin nombre.

—Mira aquí.

Buendía le señala tres pequeños agujeros en el cráneo unidos por un corte en forma de círculo. La muerta tiene esa zona de la cabeza afeitada. Una de las pocas cosas en las que Elena Blanco se fijó cuando vio su cadáver en la Quinta de Vista Alegre fue en su pelo, negro, largo y, de haber estado limpio de sangre, precioso...

—El corte circular es rudimentario y superficial, quizá un cuchillo afilado o un cúter, parece que solo sirve para unir las incisiones o marcar dónde debían hacerse. Seguramente han usado un taladro eléctrico, uno pequeño, de alta precisión, para hacerle los agujeros. Hay gusanos dentro.

—¿Dentro de los agujeros? —Elena está asqueada, aunque no lo demostrará delante de sus compañeros.

—Me temo que dentro del cráneo, pero eso no te lo voy a decir hasta que lo abra. No es agradable, mejor apártate.

Elena se siente obligada a quedarse, por muy desagradable que sea ver cómo seccionan el cráneo de una joven. Solo una llamada de móvil le permite alejarse unos segundos.

—¿Rentero? Por fin me llamas... ¿En el bar de la Facultad de Medicina en quince minutos?... Perfecto, allí nos vemos.

Todavía tiene tiempo de ver a Buendía usando el cincel de cráneo y la sierra circular con aspiración. Sus ayudantes ya tienen preparado un aparato con el que levantar la bóveda craneal.

—Bien...

Dentro solo hay gusanos, gusanos que han debido de comerse todo el cerebro de esa joven.

—Voy a tener que llamar a un entomólogo, a ver qué nos puede contar de esto —poco más puede decir Buendía.

 

 

Manuel Rentero, comisario, director adjunto operativo y número dos de la policía española, la está esperando sentado en una de las mesas de la cafetería de la Facultad de Medicina.

—¿Has hablado con tu madre? —le pregunta a modo de bienvenida.

No solo es su jefe, fue un buen amigo de su padre y, tras su muerte, ha mantenido la amistad con su madre. La ve más a menudo que la misma Elena.

—Seguro que eres tú el que me va a decir dónde está.

—¿No lo sabes? En el lago Como, siempre pasa allí el final de la primavera. ¿Cuánto hace que no vas a verla?

—Lo mismo aprovecho las vacaciones —Elena tiene que contenerse para no tirar en exceso de ironía, hace muchos años que no sigue las costumbres de su familia. De cualquier forma, no quiere herir a Rentero, aunque pertenezca a una clase tan alta como sus padres, trabaja y es un buen jefe—. Vengo de la autopsia de la chica de esta mañana. Le han hecho una barbaridad.

—¿Gusanos?

—¿Cómo lo sabes?

—Lo suponía. Susana Macaya, veintitrés años, medio gitana y medio paya —Rentero pone ante ella el historial de la muerta. Ya tiene nombre por el que llamarla: Susana—. Hubo un caso similar hace siete años.

—¿Similar o idéntico?

—La muerta de entonces se llamaba Lara, Lara Macaya, era hermana de Susana y también estaba a punto de casarse.

Elena Blanco no dice nada, pero acaba de convencerse de que ese caso es suyo y de que va a meter en la cárcel al que lo haya hecho. Para esto se hizo policía. Dos hermanas muertas a punto de casarse, con la cabeza llena de gusanos. Ahora entiende por qué han llamado a la BAC.

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Capítulo 6

 

 

 

 

—Entonces, aunque han llegado después, ¿ahora mandan ellos?

Zárate está frustrado y de buena gana obligaría a callarse al guarda de la Quinta de Vista Alegre, como si el pobre hombre tuviera la culpa de que a Costa y a él los hayan dejado de lado. Por allí andan los policías de la BAC, despreciando a los demás. La jefa ya no está, pero una más joven se mueve de un lado para otro mirando a los agentes uniformados como si fueran inferiores.

—Lo que importa es pillar al que se ha cargado a la chica, ¿no? Da igual si mandan ellos o nosotros, no es asunto suyo. Supongo que no hay cámaras.

—No, ni cámaras, ni nada. Solo yo. Y un jardinero que viene una vez cada quince días. Hace unos años instalaron riego por goteo en los jardines, antes venía más a menudo.

—¿Y vienen muchos visitantes?

—Apenas nadie, hay vecinos del barrio que quieren que se abra el parque al público, pero de momento, nada. Aquí dentro solo estoy yo y los mendigos que se cuelan.

—¿Ha habido algún robo o algo así?

—Esto es tranquilo, como mucho pequeños incendios en invierno. Los mendigos encienden hogueras, se emborrachan y a veces se les va de las manos o se pelean entre ellos. Pero no ha pasado nada grave, gracias a Dios.

—Y me decía que hace días que no aparecen los mendigos.

—Sí. Y me extraña. Hace buen tiempo, no es mal sitio para dormir. Yo intentaría hablar con ellos.

—Sé hacer mi trabajo —responde antipático—. Hablaré con ellos cuando corresponda.

No debería perder tan fácilmente la paciencia; Salvador Santos, su mentor, le insiste siempre en eso, en que sepa escuchar, en que no eche en saco roto lo que dicen los testigos, en que aprenda a distinguir el trigo de la paja. Sabe que tiene razón, pero hoy está enfadado, le fastidia que les hayan quitado el caso, que esa inspectora le haya tratado como si fuera un simple agente de movilidad.

Hace un rato encontraron el bolso de la chica, Zárate se ha enterado de su nombre, Susana Macaya, porque se lo escuchó decir por teléfono a uno de los de la brigada mientras se lo comunicaba a sus jefes. También les ha visto sacar moldes de huellas de zapatos, había unas grandes, de un hombre pesado, que parecían prometedoras; han guardado una bolsa de un supermercado de la que quizá puedan sacar impresiones digitales. Él no la hubiera recogido, tenía pinta de ser una bolsa que ha llevado el viento hasta allí, pero, claro, no la ha visto de cerca, tal vez hayan reparado en algo que él de lejos no ha sido capaz de apreciar. Debe reconocer que los agentes de la BAC trabajan bien, organizados, sin dejarse ni un centímetro por escrutar. Si no fueran tan prepotentes...

—Me han dicho que ya nos podemos marchar —Costa lo estaba deseando desde que encontraron el cadáver.

—Yo me quedo —se empeña Zárate.

—No te hacía tan gilipollas, el caso lo han cogido los de la BAC, olvídate de él.

—¿Tú sabes dónde tienen estos las oficinas?

—No, ni yo, ni nadie. Ni

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