El caso Paternostro

Fragmento

Corporativa

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Penguin Random House

libro-3

 

Esta novela es fruto exclusivo de la fantasía de su autor. Los personajes y lugares mencionados son invenciones del autor con la única finalidad de conferir veracidad a la narración. Cualquier analogía con hechos, lugares y personas, vivas o fallecidas, ha de considerarse completamente fortuita.

Las citas que aparecen en el curso de la novela proceden de Sunzi, El arte de la guerra, en traducción de Albert Galvany (Trotta, Madrid, 2001; novena edición, 2017).

En algunas ocasiones, los fragmentos aparecen en boca de los personajes, que pueden alterarlos apartándose por lo tanto del original.

libro-4

Se quel guerrier io fossi!

Se il mio sogno si avverasse!

¡Si fuera yo ese guerrero!

¡Si mi sueño se cumpliese!

A. GHISLANZONI, G. V ERDI

AIDA, ACTO I - ESCENA I

libro-5

1.
Jueves, 3 de junio

15.45 horas. Finca de las Margaritas, Castillo Corveglia

… lo mejor es atacar los planes del enemigo; en segundo lugar, atacar sus alianzas; a continuación, atacar sus tropas; y en último lugar, atacar sus fortificaciones.

Una molesta llovizna empapaba los campos sin pausa. Resonaba en el aire el concierto de las gotas en las hojas, de sus pequeños rebotes en los charcos, en la grava, en la techumbre que en otros tiempos cubría el abrevadero. El castillo de la finca estaba justo a las afueras del pueblo, como un paquidermo exhausto, demasiado indolente para buscar refugio, demasiado viejo para imaginar un futuro. Por detrás de la verja, surcos del tamaño de rieles marcaban el empedrado que conducía al interior. A un lado del postigo, el buzón. Por encima, las iniciales G. P. pintadas en esmalte con motivos florales. Debajo estaba escrito: ARTISTA.

Giò Paternostro.

Artista.

En el pueblo lo llamaban el Loco. El pintor, el ladrón. No faltaba quien lo llamaba Maestro. Otros decían: el de las Margaritas. Hubo un tiempo en el que nadie sabía a ciencia cierta cuánta gente vivía en el castillo. Fue en la época posterior a la de los psicodélicos, las obras blasfemas, los Caravaggios fluorescentes, por no hablar de las Vírgenes atadas como cabras, de las santas en éxtasis equívocos. Llegaban modelos de todas las edades para posar y hombres con las pupilas abiertas como toldos. Un ir y venir de perturbados al límite en busca de inspiración. Por la noche recorrían el pueblo pintados como cuadros, gritando, bailando en la plaza, borrachos, colocados. Al final llegaba la policía y desaparecían hasta el arresto sucesivo.

Hace treinta años, la finca era lo que se dice una propiedad rural, con su estupendo pajar, su establo, los animales y todo lo demás. Pero ese era un aspecto secundario, porque lo que realmente causaba impresión a quienes entraban por la puerta principal era la vista del espectacular campanario del siglo XII, con el edificio anexo construido entre los siglos XIII y XIV.

G. P. había instalado allí su atelier.

G. P.

El artista.

Hace treinta años. Más o menos.

Se decía que usaba poco los pinceles. Los dedos más que nada.

También hacía tatuajes.

Obras de arte grabadas en la piel, decía él.

Desde entonces la agricultura brillaba por su ausencia, a excepción de algunas plantas. De marihuana, en su mayoría.

Nada de arados, cosechadoras, semillas. Nada. En el patio yacía un tractor soldado al suelo por un monolito de herrumbre. Por todos lados, restos de algo carente ya de significado: esculturas antropomórficas, instalaciones abstractas, dólmenes de metal.

Y un automóvil alemán, nuevo y caro. Aparcado de cualquier forma.

No era el de Paternostro, que sin embargo estaba en la casa, desde donde llegaban las notas de una cancioncita gitana.

En la entrada, la luz de una bombilla que estaba a punto de rendirse a lo ineluctable se despedía de la vida a su manera: la claridad disminuía, se estremecía de repente, se iluminaba un instante por encima de su capacidad y volvía a un azul lívido para oscilar con pequeños respingos, a la espera de una nueva ráfaga de energía. En las paredes de ladrillo esmaltado, esas variaciones provocaban un eco de reflejos estroboscópicos siempre iguales; del techo descendía un velo al que no le daba tiempo a caer del todo porque un nuevo relámpago llenaba la habitación, se estrellaba contra el cristal y lanzaba un cono de luz hacia la pared opuesta, en un juego de rebotes cada vez más desgastados hasta llegar al suelo.

Donde se hallaba Paternostro.

G. P. el artista.

La bolsa con el logotipo del supermercado apenas vibraba.

En su conjunto, el lugar parecía tranquilo; el tamborileo de las gotas en la palangana tocaba un poco las pelotas, eso sí, pero por lo demás era un sitio tranquilo. Lo bastante.

G. P. inflaba la bolsa con un jadeo cansado.

El otro hombre estaba sentado enfrente de él, a horcajadas en una silla, con los brazos cruzados sobre el respaldo.

El tipo lanzó un bostezo, se levantó de la silla y se acercó al banco de trabajo. Un viejo mueble de solidísimo nogal. La mordaza todavía estaba sucia y goteaba. Abrió un cajón, revolvió entre las bolsas de polvillos coloreados apartando tubitos, frascos de aceite y disolventes.

—Dime, ¿dónde guardas la hierba? —preguntó sin darse la vuelta—. ¿Nos calzamos un porrete para despedirnos? —tiró del cajón izquierdo hasta volcarlo por el suelo. Su contenido se sumó a la montaña de cuadernos, bocetos y dibujos con tinta que había sobre los tablones—. Estoy hablando contigo. No sabes cuánto me cabrea tu comportamiento —cogió la bombilla y la arrancó del cable con toda la lámpara de araña: fin de la agonía estroboscópica—. ¿No tendrás algo para el dolor de cabeza?

La canción gitana lanzó un acorde y guardó silencio.

—Esta es una civilización decadente. Ni siquiera tenemos el sentido común de comprender que a veces quedarse callado es una gilipollez —se colocó frente a un gran lienzo, cogió el paquete de Lucky, se puso un cigarrillo en la boca, tosió y lo metió otra vez en el paquete.

—Hasta yo sería capaz de hacer esto si quisiera. Agarras el rojo y lo lanzas contra el lienzo, luego el verde, lo pintarrajeas y te vas por ahí diciendo que es el descubrimiento del nuevo mundo —estiró los brazos—. ¿No irás a decirme que te has comprado una casita como esta vaciando tubitos? —gritó. Desgarró el cuadro de una patada—. Te estoy hablando, capullo. ¿Has ganado toda tu pasta con estas gilipolleces?

Se acercó a la bolsa, se agachó y se la quitó de un tirón.

La cabeza de G. P. emergió para abandonarse de inmediato en un hombro. El pelo largo y escaso pegado a la cara por el moco, la sangre,

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