Nunca más volvió a verlo
Prólogo
Mi propuesta literaria está en relación directa con mi vida. Mi propuesta literaria es mi vida. […]
La propuesta literaria, el poema del poeta, es el poeta mismo. Siempre, ¿sabes? Siempre.
ROBERTO BOLAÑO
I. Sabe que subrayó los cuentos de B pero no qué frases, y de todos modos, piensa, muy a menudo una acaba olvidando por qué trazó una línea debajo de ciertas palabras o dibujó un signo de exclamación o escribió algo en el margen de la página. Esto piensa M mientras relee, en este volumen, las cuatro colecciones de relatos que ya había leído en unas ediciones que no tiene a mano. Lo que está subrayando ahora no pudo llamarle la atención entonces, piensa, porque lo que ahora le inquieta es la reiteración de una misma frase triste y ominosa. «Nunca más lo volvió a ver.» «Ya no nos volvimos a ver.» «Nunca más se volverán a ver.» «Como si […] nunca más se fueran a ver.» M se pregunta por qué un autor con tanto recurso estilístico y estructural, con una retórica tan desenfadada y fresca, con la desbordante imaginación de B, repitió tantas veces esa frase. No puede tratarse de un descuido ni de un acomodo formulaico, de eso está segura, sino de un gesto voluntario de despedida de alguien que se perdió en el camino o el deseo de desempolvar a unos amigos, escritores, enemigos, amantes, poetas del pasado que se atravesaron en su camino dejándole una herida en la memoria. En ese «nunca más» palpita algo que se resiste a la extinción. M puede intuirlo porque ella, que ahora escribe o intenta escribir el prólogo de este libro, ha perdido compañeras, colegas, amantes en el curso de su vida. Tal vez por eso esta frase resuena en ella, que alguna vez conoció a B, que alguna vez fue su amiga y luego su enemiga y luego ya no fue nada, nunca más volvió a verlo.
II. Cuando B todavía no era el célebre escritor internacional en el que pronto se iba a convertir, cuando recién empezaba a ser considerado uno de los grandes autores latinoamericanos en España, M leyó La literatura nazi en América, y deslumbrada por ese libro inclasificable que apareció como novela, consiguió su siguiente libro, Estrella distante, y lo terminó de una sentada. Era una novela tan llena de guiños a la dictadura chilena y a la vanguardia de la poesía chilena, tan llena de jóvenes sureños aspirantes a escritores que se volverían víctimas y victimarios, unos de otros, bajo ese régimen nefasto. Esa novela conmovió a M que también era chilena y escribía, aunque todavía no había publicado. M estaba intentando volverse escritora en Madrid y porque vivía de trabajos eventuales le propuso a la revista para la que todavía colaboraba entrevistar a ese notable escritor chileno aún desconocido en Chile. Así fue como M dejó su pequeña pieza cerca de la plaza de toros y se desplazó a Barcelona en un bus donde aprovechó de leer los cuentos de Llamadas telefónicas. De madrugada se tomó un tren de cercanías a Blanes, donde B la estaba esperando. Parecía contento de verla aun cuando nunca se habían conocido. Tomaron desayuno en un boliche desierto, o tal vez sólo fue ella quien desayunó un café y una barra de pan con aceite mientras él se fumaba el enésimo cigarrillo de la mañana y le daba sorbitos ocasionales a una manzanilla. B le apagó la grabadora que ella, diligente, había encendido para atrapar esa voz llena de acentos chilenos y chilangos y españoles y tal vez catalanes, aunque de esto último no estaba segura. Era él quien la interrogaba clavándole los ojos a través de sus grandes anteojos: quería saber de los escritores chilenos que todavía no había leído pero que pronto leería, y del campo literario chileno sobre el que tenía acertadas intuiciones. Ella respondió como pudo mientras terminaba su café, B pagó la cuenta y se encaminaron hasta el estudio de la calle del Loro donde comenzaría por fin la entrevista que se iba a publicar semanas después.
III. Era la primera entrevista que B concedía para el país que había dejado en 1968 y al que regresó brevemente en 1973. M recupera esa nota en su computadora para constatar que B le había hablado de un arresto ocurrido antes del golpe, no durante, no después, no como se cuenta en «Detectives» donde dos policías de una comisaría resultan ser antiguos compañeros de liceo de Belano y deciden salvarlo de un posible fusilamiento. El episodio se menciona también en «Compañeros de celda» y en «Carnet de baile» y reaparece en «Últimos atardeceres en la Tierra», donde B le cuenta a su padre que en Chile estuvieron a punto de matarlo. «Su padre lo miró y se sonrió» y preguntó: «¿Cuántas veces?», y cuando el hijo responde que dos el padre se ríe a carcajadas. El padre no se había creído ese cuento como sí lo hicieron algunos lectores por fuera de los libros. Esa historia generó especulación sobre si era o no cierta, pero no sería la única: los reseñistas ingenuos y los futuros biógrafos volverían a caer en la irresistible trampa que B les tendía al arrojarles pedazos desnudos de su biografía envueltos en otra ropa y al cargar cada relato de referencias exactas pero engañosas. Su voz literaria, tan personal, creaba ficciones de cercanía y autenticidad (autenticidad que el mismo B se encargaba de parodiar en «El gaucho insufrible», ese cuento escrito en homenaje a Borges). Dicho de otra manera, B se había ocultado en la pieza oscura de la ficción mientras sus lectores intentaban averiguar su paradero, vueltos, esos lectores, detectives privados.
IV. Cuando le preguntó por Chile, B no había publicado ninguno de los relatos sobre la supuesta detención. B sólo declaró que su voluntad de quedarse en el país obedecía a que la «bronca era tan anfetamínica que volver a México era como perder la dosis», pero que después de 1973 nunca había vuelto y no sabía si lo haría porque le tenía pánico a los aviones. M notó que a B le gustaba contradecirse, darle vueltas a sus afirmaciones con un extraño humor, hacerse preguntas sobre lo que acababa de decir, de la misma manera en que lo hacían algunos de sus personajes. «¿Volver a Chile? Sí, ahora que lo dices no sería una mala idea. ¡Me encantaría! Hace veinticuatro años que salí de Chile. ¿Veinticuatro ya? ¡Qué cantidad de años! Nunca volví.»
V. «Yo todo lo que escribo lo he vivido.» ¿Verdadero o falso? ¿Verdadero y falso?
VI. Los detectives literarios no concedían tregua, andaban frenéticos en busca de pistas biográficas y dieron, como era de esperar, con «Playa»: un cuento escrito en una sola eficaz oración que se despliega sobre cuatro páginas, una oración larga y resbalosa como culebra de mar que tuvo a bien colarse en Entre paréntesis donde no había escritos de ficción. Y porque apareció como crónica autobiográfica, y porque era un exadicto quien contaba su historia, y porque los detectives literarios seguían enredados en el juego de falsas identidades (medusas, aguamalas, nudosos cochayuyos, recitó M como en un conjuro), concluyeron que el autor había sido heroinómano y peor, que había muerto de una sobredosis.
VII. Febrero de 1998, murmura ya cerrando el archivo de la entrevista que le hizo en Blanes, o más bien el archivo de lo que se publicó de esa conversación que se extendió dos días y una noche (B insistió en que se quedara, M acabó aceptando dormir en la pequeña cama de su hijo). Se detiene en la fecha del documento escaneado, febrero, 1998, comprendiendo que B estaba a cinco años de que le fallara definitivamente el hígado. B le había dicho que estaba enfermo pero M no le preguntó de qué, ni siquiera creyó que fuera grave. B no le había dado los detalles que aparecen en ese ensayo autobiográfico que se publicó como cuento en El gaucho insufrible, poco después de su muerte. En «Literatura + enfermedad = enfermedad», otro texto extraordinario, salpicado de ironía o de humor negro, B detalla el deterioro progresivo de su cuerpo y apunta tres modos posibles de liberación que él ha puesto en práctica: la escritura (la poesía, sobre todo), el viaje, el sexo. En cierta medida, por no decir en gran medida, éstos son asuntos que atraviesan toda su obra. La de B, que hacía años se sabía condenado. La de B, que pudo haber recibido un trasplante pero estaba segundo en la lista. La de un B sensibilizado ante la precariedad del cuerpo, consciente del peligro que significaba vivir, del fracaso vital que permea toda existencia. A M no le sorprende que B se espejeara en el alucinado heroinómano de «Playa» o que pensara en el cáncer de Clara (y en la magistral fuga de la enferma en el cuento que lleva su nombre), que se detuviera en el corazón disfuncional del poeta Lihn y en el sida que acecha la industria pornográfica en el libro Putas asesinas, en las anemias de la pampa argentina así como en las misteriosas fiebres que sufren diversos personajes de estos cincuenta y dos cuentos. No le extraña tampoco que B le dedicara páginas enteras a las enfermedades mentales (qué cantidad de mujeres malas de la cabeza, piensa M, siempre hermosas, no hay ni una fea, pero hay tantas locas, y qué cantidad de suicidas). M, que es enferma e hipocondriaca, no sólo ha subrayado todos esos males sino que ha dibujado un círculo de tinta alrededor de ellos, así como de la palabra muerte que está también por todas partes, como hecho presente, como posibilidad futura.
VIII. Ahora repara en que hay muy poco futuro en estos cuentos, hay en ellos una crisis de futuridad. La violencia del mundo arrecia con tanta fuerza que en algunos relatos ya no queda nadie en pie o queda sólo uno y es un hombre derrotado. En «Prefiguración de Lalo Cura» sólo se exime, nadie se explica cómo, el actor porno Pajarito Gómez, y en ese otro cuento inolvidable y trágico, «El Ojo Silva», sólo se salva ese exiliado chileno que «no se vanagloriaba de haber participado en una resistencia más fantasmal que real», que «no frecuentaba los círculos de exiliados» de la izquierda chilena que lo despreciaba por homosexual. Ese hombre solitario llamado Ojo Silva intenta en vano salvar a dos niños castrados en un ritual religioso de la India, y es tal vez el personaje más heroico o más humano, que para B, sospecha M, vendría a ser lo mismo.
IX. El final que en efecto se avecinaba debió de apurar la vertiginosa, incesante, arriesgada, la deslumbrante escritura de B: en los años que le quedaban iba a producir cientos de páginas de poesía y de prosa (la enorme 2666 y novelas cortas y cuentos aún más cortos que se publicarían de manera póstuma), a los que se sumarían ocasionales ensayos y discursos y columnas en periódicos. Y aunque parte de esa escritura fue improvisada, el grueso de la obra respondía a un plan bosquejado de antemano. Ésta no era una presunción de M, que en su lectura discontinua de los años anteriores no había reparado en la existencia de dicho plan, pero que ya en la relectura del conjunto fue tomando nota de los hilos tendidos entre los textos. No era una conjetura de M, no, no, no, dice M levantando la voz y sus notas; era, ante todo, que el propio B le había descrito el «plan general» de su obra, plan que en 1998 calificó de «simétrico». Porque de La literatura nazi en América, ese «siamés gordo, lento y torpe: una mole enciclopédica», había salido Estrella distante, ese «siamés súper rápido y letal». Y de Los detectives salvajes, que acababa de entregarle a su primer editor, que se publicaría a fines de ese año, que recibiría un premio prestigioso y lanzaría a B a la estratosfera, de esa gran novela estaba saliendo Amuleto. Pero no sólo había novelas sacadas de novelas, sino novelas sacadas de cuentos («Músculos» es la versión breve, barcelonesa, de la trama romana de Una novelita lumpen) y también cuentos que parecían oportunos descartes o episodios desgajados o continuaciones argumentales que excedían el marco temporal de las obras maestras. Todo eso se lo había adelantado B en 1998, sonriendo con entusiasmo en su estudio, diciéndole que en sus colecciones de cuentos había (o habría, cuando los escribiera) «entradas y salidas del corpus mayor», con «personajes que aparecen en varios sitios, a veces como protagonistas, otras veces como referencia que hacen de ellos otros personajes». Era cierto: había un Amalfitano en «Otro cuento ruso» que podía o no prefigurar a un personaje clave de 2666. Y el Belano de Los detectives salvajes era narrador o narrado en al menos seis relatos, en compañía de Ulises Lima pero sobre todo en compañía de otros. B era tal vez el nombre más usado. Bolaño, en tanto, sólo aparece mencionado una vez en su «Encuentro con Enrique Lihn». M se pregunta, porque ya no está B para preguntarle, si usar ese apellido era parte de su cálculo.
X. Cada cuento, cada personaje debía, sin embargo, mantener su autonomía. Extrañamente, ese sistema de referencias cruzadas no producía una obra cerrada en sí misma, apretada, estéril, inmóvil, irrespirable, sino que funcionaba como una galaxia llena de planetas y asteroides y estrellas que giran en su órbita evitando caer en el sol negro que yace en su centro.
XI. «El arte, dijo, es parte de la historia particular mucho antes que de la historia del arte propiamente dicha. El arte, dijo, es la historia particular.» Esta máxima está puesta en boca del odontólogo de «Dentista» que a continuación agrega: «Creemos que el arte discurre por esta acera y que la vida, nuestra vida, discurre por esta otra, y no nos damos cuenta de que es mentira».
XII. Pero como nada es tan sencillo, como B ha hecho del claroscuro su arte, a los editores les ha tocado la tarea de identificar y separar lo que a propósito está situado en la frontera de los géneros: a la edición de estos Cuentos completos se le han restado dos discursos («Derivas de la pesada» y «Sevilla me mata») que antes aparecieron entre los cuentos de El secreto del mal. Los editores siempre recogiendo los platos rotos dejados por sus autores.
XIII. Esfuerzo fútil. Las distinciones de género (el literario y los otros, opina M) ya son cosa añeja, un tufo del pasado; ahora que se levantaron los vientos, discernir entre géneros sirve de muy poco, por no decir de nada, le sobran a esta escritura explosiva que se propuso derrumbar todas las fronteras.
XIV. «Las grandes obras de la literatura fundan un género o lo disuelven.» ¿Quién escribió esto?, ¿sería la misma persona que aseguró que un escritor no era un creador sino un destructor? No era capaz de recordarlo (su propia enfermedad le estaba borrando la memoria), pero le pareció que a B le iban bien estas líneas y las dejó en su prólogo.
XV. Su literatura era «un campo minado». Estaba segura de que esto lo había dicho B y de que ella había asentido como si entendiera la metáfora. No tenía ni la más remota idea de qué quería decir. Se conformó con esperar a que B aclarara la imagen, cosa que hizo a continuación con aire de oficial victorioso o de soldado invicto o de estratega redomado: esas minas, dijo, eran las pistas que él iba sembrando, pistas que estallarían en el rostro de lectores más puntillosos. (Puntillosos, puntillosos, repite M mientras escribe, ¿como los detectives literarios?) Pero eran tantas las claves urdidas en su obra, dijo B, que tal vez fuera mejor no buscarlas ni menos intentar descifrarlas porque uno podía acabar enloqueciendo. B se había reído con no poca maldad, a ella se le contagió su risa.
XVI. Veinte años después, es decir, en estos días, M descubre que no sólo existen conexiones internas sino también una relación secreta entre el primer cuento de este volumen y el último, hasta ahora desconocido. R, la editora, le explica esta relación que a su vez le ha explicado L, la compañera sentimental de B, la esposa, la madre de sus dos hijos, la viuda y la albacea, la lectora de sus primeros manuscritos. Y lo que le dice L a R, y R a M, por correo, es que ese cuento temprano y hasta ahora desaparecido, ese cuento titulado «El contorno del ojo» que M recibe en la versión impecablemente mecanografiada por B, es el que él mandó a un concurso literario en 1983. La trama, protagonizada por un oficial chino que por supuesto es poeta y está enfermo y se plantea el suicidio, obtuvo el tercer accésit en aquel concurso. Cuando se anunció a los ganadores, B se enteró de que uno de sus escritores predilectos, Antonio di Benedetto, se había presentado y obtenido el segundo accésit. B, que era joven y ajeno, y sobre todo desconocido, suponía que sólo gente como él se presentaba a los concursos locales, y quedó sorprendido y aterrado por la precariedad económica de ese gran autor. Porque Di Benedetto, convertido en Sensini en el primer cuento de Llamadas telefónicas, era un pobre escritor latinoamericano como B, un narrador exiliado en España como B, por más que el exilio de B fuera voluntario y el de Sensini fuera político. M busca la biografía del escritor argentino, descubre que había pasado varios años en la cárcel, que había sido torturado y sufrido simulacros de fusilamiento que no se relatan en la ficción, porque el asunto de «Sensini» es la desaparición forzada de su hijo y la ficcionalización de la amistad epistolar que surgió entre ambos escritores hasta que cesaron las cartas.
XVII. En el plano de lo real «El contorno del ojo» no sólo es el primer relato publicado por B en una edición de ayuntamiento ahora difícil de encontrar, sino que está en el origen de «Sensini». Pero en estos Cuentos completos es «Sensini» el cuento que abre y «El contorno del ojo» el cuento que cierra. Por lo demás, escribe R en su correo, se ha respetado un criterio cronológico siguiendo el orden en el que aparecieron las tres colecciones de cuentos que B preparó en vida —Llamadas telefónicas, Putas asesinas, El gaucho insufrible— y de El secreto del mal, libro posterior que aquí adquiere el título de «Cuentos póstumos». M duda de dicho ordenamiento, opina que hay cronologías en disputa dentro del libro: los cuentos podrían haberse ordenado, a) según las fechas de escritura, indicadas al final de cada texto, o b) por las fechas a las que los cuentos aluden en su interior. M se pregunta si a B le hubiera gustado alterar el orden en el que los relatos aparecen ahora, si hubiera elegido las opciones a o b u otra, o si hubiera ofrecido en el índice un orden alternativo, rayuelesco, que realizara un simulacro biográfico. Pero M no dice nada, no sugiere nada, no es ni la autora ni la albacea ni puede comunicarse con B mediante una ouija. Y no conoce a R, la editora que acaba de encargarle este prólogo.
XVIII. ¿Por qué se lo habría encargado a ella? ¿No habría nadie más que pudiera escribirlo? Alguno de los infinitos exégetas, filólogos o traductores, amigos íntimos, escritores oportunistas y periodistas a sueldo que ya habían escrito cerros, montañas, océanos de artículos a los que el suyo nunca se podría sumar. Pero tal vez la pregunta era otra: por qué había aceptado ella ese encargo.
XIX. Piensa: es una suerte no haber visto nunca a la editora, así, si no queda conforme, nunca me sucederá que no la vuelva a ver. Y piensa: además, ya no hace falta conocer a nadie cara a cara; con escribirse basta y siempre se puede recurrir a la voz. Y piensa, aunque no es un pensamiento suyo: que quien escucha con atención no necesita ver. Y piensa: tal vez por eso B llamaba tanto a sus amigos distantes. Llamaba de manera intempestiva, recuerda M, sin preocuparse de si una estaba ocupada o a punto de salir. Eran llamadas de larga distancia que ella no podía devolverle, largas llamadas en las que sobre todo hablaba él aspirando el humo de su cigarrillo, la carraspera indicando que estaba ahí, al otro lado de la línea. Esa voz sigue viva en sus relatos, leerlo es como escucharlo. Eso piensa.
XX. Esa noche, entre sueños, M ve que B se aleja caminando hacia atrás y levantando un dedo de advertencia. Abre la boca y mueve los labios pero no dice nada o tal vez ella se ha quedado sorda y sin embargo sabe, como sólo se sabe en los sueños, lo que dice. Despierta agitada creyendo por un instante que tras las cortinas movidas por la brisa se esconde un poeta infrarrealista o el propio B que viene a cobrarse una venganza.
XXI. Porque la única vez que se vieron en Blanes (se verían en Chile unos meses más tarde) B la acompañó a la parada del bus o tal vez a la estación del tren (debió de subirse al mismo tren en el que había llegado pero ella sólo consigue ver un bus) y la dejó en la pisadera y, con una sonrisa lejana que M no supo interpretar, B le advirtió que como no lo pusiera bien en su entrevista él le enviaría el ejército de los poetas infrarrealistas que darían cuenta de ella. M no supo si B hablaba en serio o le estaba tomando el pelo, o ambas cosas o ninguna de las anteriores. En todo caso, sintió esa advertencia como una amenaza innecesaria sin entender todavía que para B la literatura era peligrosa. Era el lugar de la traición.
XXII. ¿Estaba escribiendo este prólogo para no traicionar una amistad que había terminado mal? ¿Estaba amparándose bajo una figura que amenazaba con aplastarla?
XXIII. M no llegó a terminar el libro que estaba escribiendo, publicó algunos relatos en revistas que pronto desaparecieron y ya nadie se acuerda de ella, ya nadie la conoce (su mamá sí, su papá la reconoció antes de largarse, su hermana no le habla pero ésa es otra historia). M es una escritora sin obra a la que por supuesto nadie respeta, si es que alguna vez alguien la respetó (cosa que ella misma pone en duda). M se identifica con las figuras del fracaso que abundan en la obra de B: en los Cuentos completos encuentra a algunos de esos pésimos poetas, «Enrique Martín» y «Henri Simon Leprince», le fascina especialmente este último porque pese a su falta de talento Leprince se resiste a colaborar con el fascismo (al contrario de los escritores retratados de La literatura nazi en América) y se suma a la resistencia francesa para salvar a los contemporáneos que lo desprecian. Leprince es descrito como «un oportunista al revés»: no delata ni injuria ni le cobra su ayuda a nadie. Es un héroe marginal que acepta «que los buenos escritores necesitan a los malos escritores». ¿Será que ella es uno de esos «malos escritores» que los «buenos escritores» necesitan para servirles «como lectores o como escuderos» o peor, como teloneros o prologuistas? Y quién era ella, nada, nada, nadie, ni siquiera tenía un nombre (B tampoco, ¿o sí?). Con el látigo en la mano empieza a flagelarse pero mientras lo hace, desnuda ante el espejo, sintiendo que le corre una sangre tibia por la espalda, los muslos, las pantorrillas, recuerda que B no sentía gran simpatía por los escritores encumbrados «en la pirámide de la literatura» ni por los intelectuales esbirros del poder ni por los respetables críticos de periódicos conservadores ni por los profesores en universidades de élite que inventan teorías literarias como si la literatura no contuviera sus propias teorías, teorías libres, sórdidas mariposas amarillas.
XXIV. Aunque, a decir verdad, incluso a quienes carecían de aquella «respetabilidad» les tocó que B les faltara al respeto. Esto piensa M, pensando en el arrepentimiento del joven escritor que ataca a un consagrado que sólo ha intentado apoyarlo en «Una aventura literaria». Recuerda también «El viejo de la montaña», donde Belano y Lima hacen de las suyas hasta que son vetados por los poderes literarios establecidos en México y se tienen que largar.
XXV. Si ella no fuera una escritora sin obra hubiera emprendido, no ya este prólogo que B seguramente despreciaría o del que se burlaría si pudiera leerlo, sino un cuento, un grandioso cuento a-la-B. Porque el modo más comprometido de leer a un autor es copiando una por una sus palabras, su fraseo, su retórica (aunque la palabra, M lo sabe, no es retórica). Porque, como cree el novelista Álvaro Rousselot en el cuento homónimo, el mejor lector, uno del cual ningún autor debiera prescindir, es el que lo plagia. Pero M no tiene talento para la copia, no, ni para la escritura propia ni para la ajena, se dice completamente desmoralizada; le falta atrevimiento para asomarse al abismo, para saltarse las reglas y engarzar un hecho con otro y otro y otro sin fijarse en el exceso de palabras ni en la acumulación de eventos, vivencias, sueños inconexos, maneras de morir, listas de películas o de autores en antologías, por ejemplo. Le falta estar poseída por la obstinación arrolladora que a B le sobra. Le falta desentenderse de la resolución del relato y sumergirse en aquello que vibra por debajo de las palabras, ese trastorno, ese terremoto, esa cosa retorcida que a ella la deja sin aire. No sabe cómo se las arreglaba B para entrar por un extremo de la trama y salir por otro, manteniéndola en vilo, postergando siempre el cierre definitivo que tanto se parece a la muerte.
XXVI. Nunca más volver a verse resuena en M ahora que tiene la edad, o casi la edad, o apenas unos años más de los que tenía B la última vez que se toparon. Era noviembre de 1998 y B se había subido a un avión con destino a Santiago y había aterrizado como jurado estelar de un concurso hoy desaparecido. Presentaría la única novela que se publicó en Chile, La pista de hielo, de cuya edición se encargó M por expresa petición de B. Y aprovecharía de visitar a la familia chilena: M llevó a B y a L y a su hijo todavía pequeño (la hija aún no existía) a la casa de una tía que los recibió a todos en la cocina, en una mesa cubierta con mantelito de hule y paneras plásticas llenas de hallullas para la once, y M vio a B emocionado y tal vez acongojado por la pobreza de la tía que era la pobreza de la que él había salido y de la que ya se iba distanciando. Y B parecía contento de estar conociendo a todos los escritores y escritoras que sólo había oído nombrar en interminables y regadas cenas en las que él bebía sólo agua, y antes de que B partiera se sentaron juntos a otra cena que sería la última, una cena feliz o que a M le pareció perfecta y que terminó (qué paradoja) por distanciarlos.
XXVII. Pero esa es otra historia.
XXVIII. «Uno nunca termina de leer, aunque los libros se acaben», dice el narrador de otro cuento en una línea que parece un presagio, «de la misma manera que uno nunca termina de vivir, aunque la muerte sea un hecho cierto».
LINA MERUANE, 2018
LLAMADAS TELEFÓNICAS
¿Quién puede comprender mi terror mejor que usted?
CHEJOV
Para Carolina López
1. Llamadas telefónicas
Sensini[1]
La forma en que se desarrolló mi amistad con Sensini sin duda se sale de lo corriente. En aquella época yo tenía veintitantos años y era más pobre que una rata. Vivía en las afueras de Girona, en una casa en ruinas que me habían dejado mi hermana y mi cuñado tras marcharse a México y acababa de perder un trabajo de vigilante nocturno en un camping de Barcelona, el cual había acentuado mi disposición a no dormir durante las noches. Casi no tenía amigos y lo único que hacía era escribir y dar largos paseos que comenzaban a las siete de la tarde, tras despertar, momento en el cual mi cuerpo experimentaba algo semejante al jet-lag, una sensación de estar y no estar, de distancia con respecto a lo que me rodeaba, de indefinida fragilidad. Vivía con lo que había ahorrado durante el verano y aunque apenas gastaba mis ahorros iban menguando al paso del otoño. Tal vez eso fue lo que me impulsó a participar en el Concurso Nacional de Literatura de Alcoy, abierto a escritores de lengua castellana, cualquiera que fuera su nacionalidad y lugar de residencia. El premio estaba dividido en tres modalidades: poesía, cuento y ensayo. Primero pensé en presentarme en poesía, pero enviar a luchar con los leones (o con las hienas) aquello que era lo que mejor hacía me pareció indecoroso. Después pensé en presentarme en ensayo, pero cuando me enviaron las bases descubrí que éste debía versar sobre Alcoy, sus alrededores, su historia, sus hombres ilustres, su proyección en el futuro y eso me excedía. Decidí, pues, presentarme en cuento y envié por triplicado el mejor que tenía (no tenía muchos) y me senté a esperar.
Cuando el premio se falló trabajaba de vendedor ambulante en una feria de artesanía en donde absolutamente nadie vendía artesanías. Obtuve el tercer accésit y diez mil pesetas que el Ayuntamiento de Alcoy me pagó religiosamente. Poco después me llegó el libro, en el que no escaseaban las erratas, con el ganador y los seis finalistas. Por supuesto, mi cuento era mejor que el que se había llevado el premio gordo, lo que me llevó a maldecir al jurado y a decirme que, en fin, eso siempre pasa. Pero lo que realmente me sorprendió fue encontrar en el mismo libro a Luis Antonio Sensini, el escritor argentino, segundo accésit, con un cuento en donde el narrador se iba al campo y allí se le moría su hijo o con un cuento en donde el narrador se iba al campo porque en la ciudad se le había muerto su hijo, no quedaba nada claro, lo cierto es que en el campo, un campo plano y más bien yermo, el hijo del narrador se seguía muriendo, en fin, el cuento era claustrofóbico, muy al estilo de Sensini, de los grandes espacios geográficos de Sensini que de pronto se achicaban hasta tener el tamaño de un ataúd, y superior al ganador y al primer accésit y también superior al tercer accésit y al cuarto, quinto y sexto.
No sé qué fue lo que me impulsó a pedirle al Ayuntamiento de Alcoy la dirección de Sensini. Yo había leído una novela suya y algunos de sus cuentos en revistas latinoamericanas. La novela era de las que hacen lectores. Se llamaba Ugarte y trataba sobre algunos momentos de la vida de Juan de Ugarte, burócrata en el Virreinato del Río de la Plata a finales del siglo XVIII. Algunos críticos, sobre todo españoles, la habían despachado diciendo que se trataba de una especie de Kafka colonial, pero poco a poco la novela fue haciendo sus propios lectores y para cuando me encontré a Sensini en el libro de cuentos de Alcoy, Ugarte tenía repartidos en varios rincones de América y España unos pocos y fervorosos lectores, casi todos amigos o enemigos gratuitos entre sí. Sensini, por descontado, tenía otros libros, publicados en Argentina o en editoriales españolas desaparecidas, y pertenecía a esa generación intermedia de escritores nacidos en los años veinte, después de Cortázar, Bioy, Sabato, Mujica Lainez, y cuyo exponente más conocido (al menos por entonces, al menos para mí) era Haroldo Conti, desaparecido en uno de los campos especiales de la dictadura de Videla y sus secuaces. De esta generación (aunque tal vez la palabra generación sea excesiva) quedaba poco, pero no por falta de brillantez o talento; seguidores de Roberto Arlt, periodistas y profesores y traductores, de alguna manera anunciaron lo que vendría a continuación, y lo anunciaron a su manera triste y escéptica que al final se los fue tragando a todos.
A mí me gustaban. En una época lejana de mi vida había leído las obras de teatro de Abelardo Castillo, los cuentos de Rodolfo Walsh (como Conti asesinado por la dictadura), los cuentos de Daniel Moyano, lecturas parciales y fragmentadas que ofrecían las revistas argentinas o mexicanas o cubanas, libros encontrados en las librerías de viejo del DF, antologías piratas de la literatura bonaerense, probablemente la mejor en lengua española de este siglo, literatura de la que ellos formaban parte y que no era ciertamente la de Borges o Cortázar y a la que no tardarían en dejar atrás Manuel Puig y Osvaldo Soriano, pero que ofrecía al lector textos compactos, inteligentes, que propiciaban la complicidad y la alegría. Mi favorito, de más está decirlo, era Sensini, y el hecho de alguna manera sangrante y de alguna manera halagador de encontrármelo en un concurso literario de provincias me impulsó a intentar establecer contacto con él, saludarlo, decirle cuánto lo quería.
Así pues, el Ayuntamiento de Alcoy no tardó en enviarme su dirección, vivía en Madrid, y una noche, después de cenar o comer o merendar, le escribí una larga carta en donde hablaba de Ugarte, de los otros cuentos suyos que había leído en revistas, de mí, de mi casa en las afueras de Girona, del concurso literario (me reía del ganador), de la situación política chilena y argentina (todavía estaban bien establecidas ambas dictaduras), de los cuentos de Walsh (que era el otro a quien más quería junto con Sensini), de la vida en España y de la vida en general. Contra lo que esperaba, recibí una carta suya apenas una semana después. Comenzaba dándome las gracias por la mía, decía que en efecto el Ayuntamiento de Alcoy también le había enviado a él el libro con los cuentos galardonados pero que, al contrario que yo, él no había encontrado tiempo (aunque después, cuando volvía de forma sesgada sobre el mismo tema, decía que no había encontrado ánimo suficiente) para repasar el relato ganador y los accésits, aunque en estos días se había leído el mío y lo había encontrado de calidad, «un cuento de primer orden», decía, conservo la carta, y al mismo tiempo me instaba a perseverar, pero no, como al principio entendí, a perseverar en la escritura sino a perseverar en los concursos, algo que él, me aseguraba, también haría. Acto seguido pasaba a preguntarme por los certámenes literarios que se «avizoraban en el horizonte», encomiándome que apenas supiera de uno se lo hiciera saber en el acto. En contrapartida me adjuntaba las señas de dos concursos de relatos, uno en Plasencia y el otro en Écija, de veinticinco mil y treinta mil pesetas respectivamente, cuyas bases según pude comprobar más tarde extraía de periódicos y revistas madrileñas cuya sola existencia era un crimen o un milagro, depende. Ambos concursos aún estaban a mi alcance y Sensini terminaba su carta de manera más bien entusiasta, como si ambos estuviéramos en la línea de salida de una carrera interminable, amén de dura y sin sentido. «Valor y a trabajar», decía.
Recuerdo que pensé: qué extraña carta, recuerdo que releí algunos capítulos de Ugarte, por esos días aparecieron en la plaza de los cines de Girona los vendedores ambulantes de libros, gente que montaba sus tenderetes alrededor de la plaza y que ofrecía mayormente stocks invendibles, los saldos de las editoriales que no hacía mucho habían quebrado, libros de la Segunda Guerra Mundial, novelas de amor y de vaqueros, colecciones de postales. En uno de los tenderetes encontré un libro de cuentos de Sensini y lo compré. Estaba como nuevo —de hecho era un libro nuevo, de aquellos que las editoriales venden rebajados a los únicos que mueven este material, los ambulantes, cuando ya ninguna librería, ningún distribuidor quiere meter las manos en ese fuego— y aquella semana fue una semana Sensini en todos los sentidos. A veces releía por centésima vez su carta, otras veces hojeaba Ugarte, y cuando quería acción, novedad, leía sus cuentos. Éstos, aunque trataban sobre una gama variada de temas y situaciones, generalmente se desarrollaban en el campo, en la pampa, y eran lo que al menos antiguamente se llamaban historias de hombres a caballo. Es decir, historias de gente armada, desafortunada, solitaria o con un peculiar sentido de la sociabilidad. Todo lo que en Ugarte era frialdad, un pulso preciso de neurocirujano, en el libro de cuentos era calidez, paisajes que se alejaban del lector muy lentamente (y que a veces se alejaban con el lector), personajes valientes y a la deriva.
En el concurso de Plasencia no alcancé a participar, pero en el de Écija sí. Apenas hube puesto los ejemplares de mi cuento (seudónimo: Aloysius Acker) en el correo, comprendí que si me quedaba esperando el resultado las cosas no podían sino empeorar. Así que decidí buscar otros concursos y de paso cumplir con el pedido de Sensini. Los días siguientes, cuando bajaba a Girona, los dediqué a trajinar periódicos atrasados en busca de información: en algunos ocupaban una columna junto a ecos de sociedad, en otros aparecían entre sucesos y deportes, el más serio de todos los situaba a mitad de camino del informe del tiempo y las notas necrológicas, ninguno, claro, en las páginas culturales. Descubrí, asimismo, una revista de la Generalitat que entre becas, intercambios, avisos de trabajo, cursos de posgrado, insertaba anuncios de concursos literarios, la mayoría de ámbito catalán y en lengua catalana, pero no todos. Pronto tuve tres concursos en ciernes en los que Sensini y yo podíamos participar y le escribí una carta.
Como siempre, la respuesta me llegó a vuelta de correo. La carta de Sensini era breve. Contestaba algunas de mis preguntas, la mayoría de ellas relativas a su libro de cuentos recién comprado, y adjuntaba a su vez las fotocopias de las bases de otros tres concursos de cuento, uno de ellos auspiciado por los Ferrocarriles del Estado, premio gordo y diez finalistas a cincuenta mil pesetas por barba, decía textualmente, el que no se presenta no gana, que por la intención no quede. Le contesté diciéndole que no tenía tantos cuentos como para cubrir los seis concursos en marcha, pero sobre todo intenté tocar otros temas, la carta se me fue de la mano, le hablé de viajes, amores perdidos, Walsh, Conti, Francisco Urondo, le pregunté por Gelman al que sin duda conocía, terminé contándole mi historia por capítulos, siempre que hablo con argentinos termino enzarzándome con el tango y el laberinto, les sucede a muchos chilenos.
La respuesta de Sensini fue puntual y extensa, al menos en lo tocante a la producción y los concursos. En un folio escrito a un solo espacio y por ambas caras exponía una suerte de estrategia general con respecto a los premios literarios de provincias. Le hablo por experiencia, decía. La carta comenzaba por santificarlos (nunca supe si en serio o en broma), fuente de ingresos que ayudaban al diario sustento. Al referirse a las entidades patrocinadoras, ayuntamientos y cajas de ahorro, decía «esa buena gente que cree en la literatura», o «esos lectores puros y un poco forzados». No se hacía en cambio ninguna ilusión con respecto a la información de la «buena gente», los lectores que previsiblemente (o no tan previsiblemente) consumirían aquellos libros invisibles. Insistía en que participara en el mayor número posible de premios, aunque sugería que como medida de precaución les cambiara el título a los cuentos si con uno solo, por ejemplo, acudía a tres concursos cuyos fallos coincidían por las mismas fechas. Exponía como ejemplo de esto su relato Al amanecer, relato que yo no conocía, y que él había enviado a varios certámenes literarios casi de manera experimental, como el conejillo de Indias destinado a probar los efectos de una vacuna desconocida. En el primer concurso, el mejor pagado, Al amanecer fue como Al amanecer, en el segundo concurso se presentó como Los gauchos, en el tercer concurso su título era En la otra pampa, y en el último se llamaba Sin remordimientos. Ganó en el segundo y en el último, y con la plata obtenida en ambos premios pudo pagar un mes y medio de alquiler, en Madrid los precios estaban por las nubes. Por supuesto, nadie se enteró de que Los gauchos y Sin remordimientos eran el mismo cuento con el título cambiado, aunque siempre existía el riesgo de coincidir en más de una liza con un mismo jurado, oficio singular que en España ejercían de forma contumaz una pléyade de escritores y poetas menores o autores laureados en anteriores fiestas. El mundo de la literatura es terrible, además de ridículo, decía. Y añadía que ni siquiera el repetido encuentro con un mismo jurado constituía de hecho un peligro, pues éstos generalmente no leían las obras presentadas o las leían por encima o las leían a medias. Y a mayor abundamiento, decía, quién sabe si Los gauchos y Sin remordimientos no sean dos relatos distintos cuya singularidad resida precisamente en el título. Parecidos, incluso muy parecidos, pero distintos. La carta concluía enfatizando que lo ideal sería hacer otra cosa, por ejemplo vivir y escribir en Buenos Aires, sobre el particular pocas dudas tenía, pero que la realidad era la realidad, y uno tenía que ganarse los porotos (no sé si en Argentina llaman porotos a las judías, en Chile sí) y que por ahora la salida era ésa. Es como pasear por la geografía española, decía. Voy a cumplir sesenta años, pero me siento como si tuviera veinticinco, afirmaba al final de la carta o tal vez en la posdata. Al principio me pareció una declaración muy triste, pero cuando la leí por segunda o tercera vez comprendí que era como si me dijera: ¿cuántos años tenés vos, pibe? Mi respuesta, lo recuerdo, fue inmediata. Le dije que tenía veintiocho, tres más que él. Aquella mañana fue como si recuperara si no la felicidad, sí la energía, una energía que se parecía mucho al humor, un humor que se parecía mucho a la memoria.
No me dediqué, como me sugería Sensini, a los concursos de cuentos, aunque sí participé en los últimos que entre él y yo habíamos descubierto. No gané en ninguno, Sensini volvió a hacer doblete en Don Benito y en Écija, con un relato que originalmente se titulaba Los sables y que en Écija se llamó Dos espadas y en Don Benito El tajo más profundo. Y ganó un accésit en el premio de los ferrocarriles, lo que le proporcionó no sólo dinero sino también un billete franco para viajar durante un año por la red de la Renfe.
Con el tiempo fui sabiendo más cosas de él. Vivía en un piso de Madrid con su mujer y su única hija, de diecisiete años, llamada Miranda. Otro hijo, de su primer matrimonio, andaba perdido por Latinoamérica o eso quería creer. Se llamaba Gregorio, tenía treintaicinco años, era periodista. A veces Sensini me contaba de sus diligencias en organismos humanitarios o vinculados a los departamentos de derechos humanos de la Unión Europea para averiguar el paradero de Gregorio. En esas ocasiones las cartas solían ser pesadas, monótonas, como si mediante la descripción del laberinto burocrático Sensini exorcizara a sus propios fantasmas. Dejé de vivir con Gregorio, me dijo en una ocasión, cuando el pibe tenía cinco años. No añadía nada más, pero yo vi a Gregorio de cinco años y vi a Sensini escribiendo en la redacción de un periódico y todo era irremediable. También me pregunté por el nombre y no sé por qué llegué a la conclusión de que había sido una suerte de homenaje inconsciente a Gregorio Samsa. Esto último, por supuesto, nunca se lo dije. Cuando hablaba de Miranda, por el contrario, Sensini se ponía alegre, Miranda era joven, tenía ganas de comerse el mundo, una curiosidad insaciable, y además, decía, era linda y buena. Se parece a Gregorio, decía, sólo que Miranda es mujer (obviamente) y no tuvo que pasar por lo que pasó mi hijo mayor.
Poco a poco las cartas de Sensini se fueron haciendo más largas. Vivía en un barrio desangelado de Madrid, en un piso de dos habitaciones más sala comedor, cocina y baño. Saber que yo disponía de más espacio que él me pareció sorprendente y después injusto. Sensini escribía en el comedor, de noche, «cuando la señora y la nena ya están dormidas», y abusaba del tabaco. Sus ingresos provenían de unos vagos trabajos editoriales (creo que corregía traducciones) y de los cuentos que salían a pelear a provincias. De vez en cuando le llegaba algún cheque por alguno de sus numerosos libros publicados, pero la mayoría de las editoriales se hacían las olvidadizas o habían quebrado. El único que seguía produciendo dinero era Ugarte, cuyos derechos tenía una editorial de Barcelona. Vivía, no tardé en comprenderlo, en la pobreza, no una pobreza absoluta sino una de clase media baja, de clase media desafortunada y decente. Su mujer (que ostentaba el curioso nombre de Carmela Zajdman) trabajaba ocasionalmente en labores editoriales y dando clases particulares de inglés, francés y hebreo, aunque en más de una ocasión se había visto abocada a realizar faenas de limpieza. La hija sólo se dedicaba a los estudios y su ingreso en la universidad era inminente. En una de mis cartas le pregunté a Sensini si Miranda también se iba a dedicar a la literatura. En su respuesta decía: no, por Dios, la nena estudiará Medicina.
Una noche le escribí pidiéndole una foto de su familia. Sólo después de dejar la carta en el correo me di cuenta de que lo que quería era conocer a Miranda. Una semana después me llegó una fotografía tomada seguramente en el Retiro en donde se veía a un viejo y a una mujer de mediana edad junto a una adolescente de pelo liso, delgada y alta, con los pechos muy grandes. El viejo sonreía feliz, la mujer de mediana edad miraba el rostro de su hija, como si le dijera algo, y Miranda contemplaba al fotógrafo con una seriedad que me resultó conmovedora e inquietante. Junto a la foto me envió la fotocopia de otra foto. En ésta aparecía un tipo más o menos de mi edad, de rasgos acentuados, los labios muy delgados, los pómulos pronunciados, la frente amplia, sin duda un tipo alto y fuerte que miraba a la cámara (era una foto de estudio) con seguridad y acaso con algo de impaciencia. Era Gregorio Sensini, antes de desaparecer, a los veintidós años, es decir, bastante más joven de lo que yo era entonces, pero con un aire de madurez que lo hacía parecer mayor.
Durante mucho tiempo la foto y la fotocopia estuvieron en mi mesa de trabajo. A veces me pasaba mucho rato contemplándolas, otras veces me las llevaba al dormitorio y las miraba hasta caerme dormido. En su carta Sensini me había pedido que yo también les enviara una foto mía. No tenía ninguna reciente y decidí hacerme una en el fotomatón de la estación, en esos años el único fotomatón de toda Girona. Pero las fotos que me hice no me gustaron. Me encontraba feo, flaco, con el pelo mal cortado. Así que cada día iba postergando el envío de mi foto y cada día iba gastando más dinero en el fotomatón. Finalmente cogí una al azar, la metí en un sobre junto con una postal y se la envié. La respuesta tardó en llegar. En el ínterin recuerdo que escribí un poema muy largo, muy malo, lleno de voces y de rostros que parecían distintos pero que sólo eran uno, el rostro de Miranda Sensini, y que cuando yo por fin podía reconocerlo, nombrarlo, decirle Miranda, soy yo, el amigo epistolar de tu padre, ella se daba media vuelta y echaba a correr en busca de su hermano, Gregorio Samsa, en busca de los ojos de Gregorio Samsa que brillaban al fondo de un corredor en tinieblas donde se movían imperceptiblemente los bultos oscuros del terror latinoamericano.
La respuesta fue larga y cordial. Decía que Carmela y él me encontraron muy simpático, tal como me imaginaban, un poco flaco, tal vez, pero con buena pinta y que también les había gustado la postal de la catedral de Girona que esperaban ver personalmente dentro de poco, apenas se hallaran más desahogados de algunas contingencias económicas y domésticas. En la carta se daba por entendido que no sólo pasarían a verme sino que se alojarían en mi casa. De paso me ofrecían la suya para cuando yo quisiera ir a Madrid. La casa es pobre, pero tampoco es limpia, decía Sensini imitando a un famoso gaucho de tira cómica que fue muy famoso en el Cono Sur a principios de los setenta. De sus tareas literarias no decía nada. Tampoco hablaba de los concursos.
Al principio pensé en mandarle a Miranda mi poema, pero después de muchas dudas y vacilaciones decidí no hacerlo. Me estoy volviendo loco, pensé, si le mando esto a Miranda se acabaron las cartas de Sensini y además con toda la razón del mundo. Así que no se lo mandé. Durante un tiempo me dediqué a rastrearle bases de concursos. En una carta Sensini me decía que temía que la cuerda se le estuviera acabando. Interpreté sus palabras erróneamente, en el sentido de que ya no tenía suficientes certámenes literarios adonde enviar sus relatos.
Insistí en que viajaran a Girona. Les dije que Carmela y él tenían mi casa a su disposición, incluso durante unos días me obligué a limpiar, barrer, fregar y sacarle el polvo a las habitaciones en la seguridad (totalmente infundada) de que ellos y Miranda estaban al caer. Argüí que con el billete abierto de la Renfe en realidad sólo tendrían que comprar dos pasajes, uno para Carmela y otro para Miranda, y que Cataluña tenía cosas maravillosas que ofrecer al viajero. Hablé de Barcelona, de Olot, de la Costa Brava, de los días felices que sin duda pasaríamos juntos. En una larga carta de respuesta, en donde me daba las gracias por mi invitación, Sensini me informaba que por ahora no podían moverse de Madrid. La carta, por primera vez, era confusa, aunque a eso de la mitad se ponía a hablar de los premios (creo que se había ganado otro) y me daba ánimos para no desfallecer y seguir participando. En esta parte de la carta hablaba también del oficio de escritor, de la profesión, y yo tuve la impresión de que las palabras que vertía eran en parte para mí y en parte un recordatorio que se hacía a sí mismo. El resto, como ya digo, era confuso. Al terminar de leer tuve la impresión de que alguien de su familia no estaba bien de salud.
Dos o tres meses después me llegó la noticia de que probablemente habían encontrado el cadáver de Gregorio en un cementerio clandestino. En su carta Sensini era parco en expresiones de dolor, sólo me decía que tal día, a tal hora, un grupo de forenses, miembros de organizaciones de derechos humanos, una fosa común con más de cincuenta cadáveres de jóvenes, etcétera. Por primera vez no tuve ganas de escribirle. Me hubiera gustado llamarlo por teléfono, pero creo que nunca tuvo teléfono y si lo tuvo yo ignoraba su número. Mi contestación fue escueta. Le dije que lo sentía, aventuré la posibilidad de que tal vez el cadáver de Gregorio no fuera el cadáver de Gregorio.
Luego llegó el verano y me puse a trabajar en un hotel de la costa. En Madrid ese verano fue pródigo en conferencias, cursos, actividades culturales de toda índole, pero en ninguna de ellas participó Sensini y si participó en alguna el periódico que yo leía no lo reseñó.
A finales de agosto le envié una tarjeta. Le decía que posiblemente cuando acabara la temporada fuera a hacerle una visita. Nada más. Cuando volví a Girona, a mediados de septiembre, entre la poca correspondencia acumulada bajo la puerta encontré una carta de Sensini con fecha 7 de agosto. Era una carta de despedida. Decía que volvía a la Argentina, que con la democracia ya nadie le iba a hacer nada y que por tanto era ocioso permanecer más tiempo fuera. Además, si quería saber a ciencia cierta el destino final de Gregorio no había más remedio que volver. Carmela, por supuesto, regresa conmigo, anunciaba, pero Miranda se queda. Le escribí de inmediato, a la única dirección que tenía, pero no recibí respuesta.
Poco a poco me fui haciendo a la idea de que Sensini había vuelto para siempre a la Argentina y que si no me escribía él desde allí ya podía dar por acabada nuestra relación epistolar. Durante mucho tiempo estuve esperando su carta o eso creo ahora, al recordarlo. La carta de Sensini, por supuesto, no llegó nunca. La vida en Buenos Aires, me consolé, debía de ser rápida, explosiva, sin tiempo para nada, sólo para respirar y parpadear. Volví a escribirle a la dirección que tenía de Madrid, con la esperanza de que le hicieran llegar la carta a Miranda, pero al cabo de un mes el correo me la devolvió por ausencia del destinatario. Así que desistí y dejé que pasaran los días y fui olvidando a Sensini, aunque cuando iba a Barcelona, muy de tanto en tanto, a veces me metía tardes enteras en librerías de viejo y buscaba sus libros, los libros que yo conocía de nombre y que nunca iba a leer. Pero en las librerías sólo encontré viejos ejemplares de Ugarte y de su libro de cuentos publicado en Barcelona y cuya editorial había hecho suspensión de pagos, casi como una señal dirigida a Sensini, dirigida a mí.
Uno o dos años después supe que había muerto. No sé en qué periódico leí la noticia. Tal vez no la leí en ninguna parte, tal vez me la contaron, pero no recuerdo haber hablado por aquellas fechas con gente que lo conociera, por lo que probablemente debo de haber leído en alguna parte la noticia de su muerte. Ésta era escueta: el escritor argentino Luis Antonio Sensini, exiliado durante algunos años en España, había muerto en Buenos Aires. Creo que también, al final, mencionaban Ugarte. No sé por qué, la noticia no me impresionó. No sé por qué, el que Sensini volviera a Buenos Aires a morir me pareció lógico.
Tiempo después, cuando la foto de Sensini, Carmela y Miranda y la fotocopia de la foto de Gregorio reposaban junto con mis demás recuerdos en una caja de cartón que por algún motivo que prefiero no indagar aún no he quemado, llamaron a la puerta de mi casa. Debían de ser las doce de la noche, pero yo estaba despierto. La llamada, sin embargo, me sobresaltó. Ninguna de las pocas personas que conocía en Girona hubiera ido a mi casa a no ser que ocurriera algo fuera de lo normal. Al abrir me encontré a una mujer de pelo largo debajo de un gran abrigo negro. Era Miranda Sensini, aunque los años transcurridos desde que su padre me envió la foto no habían pasado en vano. Junto a ella estaba un tipo rubio, alto, de pelo largo y nariz ganchuda. Soy Miranda Sensini, me dijo con una sonrisa. Ya lo sé, dije yo, y los invité a pasar. Iban de viaje a Italia y luego pensaban cruzar el Adriático rumbo a Grecia. Como no tenían mucho dinero viajaban haciendo autostop. Aquella noche durmieron en mi casa. Les hice algo de cenar. El tipo se llamaba Sebastián Cohen y también había nacido en Argentina, pero desde muy joven vivía en Madrid. Me ayudó a preparar la cena mientras Miranda inspeccionaba la casa. ¿Hace mucho que la conoces?, preguntó. Hasta hace un momento sólo la había visto en foto, le contesté.
Después de cenar les preparé una habitación y les dije que se podían ir a la cama cuando quisieran. Yo también pensé en meterme a mi cuarto y dormirme, pero comprendí que aquello iba a resultar difícil, si no imposible, así que cuando supuse que ya estaban dormidos bajé a la primera planta y puse la tele, con el volumen muy bajo, y me puse a pensar en Sensini.
Poco después sentí pasos en la escalera. Era Miranda. Ella tampoco podía quedarse dormida. Se sentó a mi lado y me pidió un cigarrillo. Al principio hablamos de su viaje, de Girona (llevaban todo el día en la ciudad, no le pregunté por qué habían llegado tan tarde a mi casa), de las ciudades que pensaban visitar en Italia. Después hablamos de su padre y de su hermano. Según Miranda, Sensini nunca se repuso de la muerte de Gregorio. Volvió para buscarlo, aunque todos sabíamos que estaba muerto. ¿Carmela también?, pregunté. Todos, dijo Miranda, menos él. Le pregunté cómo le había ido en Argentina. Igual que aquí, dijo Miranda, igual que en Madrid, igual que en todas partes. Pero en Argentina lo querían, dije yo. Igual que aquí, dijo Miranda. Saqué una botella de coñac de la cocina y le ofrecí un trago. Estás llorando, dijo Miranda. Cuando la miré ella desvió la mirada. ¿Estabas escribiendo?, dijo. No, miraba la tele. Quiero decir cuando Sebastián y yo llegamos, dijo Miranda, ¿estabas escribiendo? Sí, dije. ¿Relatos? No, poemas. Ah, dijo Miranda. Bebimos largo rato en silencio, contemplando las imágenes en blanco y negro del televisor. Dime una cosa, le dije, ¿por qué le puso tu padre Gregorio a Gregorio? Por Kafka, claro, dijo Miranda. ¿Por Gregorio Samsa? Claro, dijo Miranda. Ya, me lo suponía, dije yo. Después Miranda me contó a grandes trazos los últimos meses de Sensini en Buenos Aires.
Se había marchado de Madrid ya enfermo y contra la opinión de varios médicos argentinos que lo trataban gratis y que incluso le habían conseguido un par de internamientos en hospitales de la Seguridad Social. El reencuentro con Buenos Aires fue doloroso y feliz. Desde la primera semana se puso a hacer gestiones para averiguar el paradero de Gregorio. Quiso volver a la universidad, pero entre trámites burocráticos y envidias y rencores de los que no faltan el acceso le fue vedado y se tuvo que conformar con hacer traducciones para un par de editoriales. Carmela, por el contrario, consiguió trabajo como profesora y durante los últimos tiempos vivieron exclusivamente de lo que ella ganaba. Cada semana Sensini le escribía a Miranda. Según ésta, su padre se daba cuenta de que le quedaba poca vida e incluso en ocasiones parecía ansioso de apurar de una vez por todas las últimas reservas y enfrentarse a la muerte. En lo que respecta a Gregorio, ninguna noticia fue concluyente. Según algunos forenses, su cuerpo podía estar entre el montón de huesos exhumados de aquel cementerio clandestino, pero para mayor seguridad debía hacerse una prueba de ADN, pero el gobierno no tenía fondos o no tenía ganas de que se hiciera la prueba y ésta se iba cada día retrasando un poco más. También se dedicó a buscar a una chica, una probable compañera que Goyo posiblemente tuvo en la clandestinidad, pero la chica tampoco apareció. Luego su salud se agravó y tuvo que ser hospitalizado. Ya ni siquiera escribía, dijo Miranda. Para él era muy importante escribir cada día, en cualquier condición. Sí, le dije, creo que así era. Después le pregunté si en Buenos Aires alcanzó a participar en algún concurso. Miranda me miró y se sonrió. Claro, tú eras el que participaba en los concursos con él, a ti te conoció en un concurso. Pensé que tenía mi dirección por la simple razón de que tenía todas las direcciones de su padre, pero que sólo en ese momento me había reconocido. Yo soy el de los concursos, dije. Miranda se sirvió más coñac y dijo que durante un año su padre había hablado bastante de mí. Noté que me miraba de otra manera. Debí importunarlo bastante, dije. Qué va, dijo ella, de importunarlo nada, le encantaban tus cartas, siempre nos las leía a mi madre y a mí. Espero que fueran divertidas, dije sin demasiada convicción. Eran divertidísimas, dijo Miranda, mi madre incluso hasta os puso un nombre. ¿Un nombre?, ¿a quiénes? A mi padre y a ti, os llamaba los pistoleros o los cazarrecompensas, ya no me acuerdo, algo así, los cazadores de cabelleras. Me imagino por qué, dije, aunque creo que el verdadero cazarrecompensas era tu padre, yo sólo le pasaba uno que otro dato. Sí, él era un profesional, dijo Miranda de pronto seria. ¿Cuántos premios llegó a ganar?, le pregunté. Unos quince, dijo ella con aire ausente. ¿Y tú? Yo por el momento sólo uno, dije. Un accésit en Alcoy, por el que conocí a tu padre. ¿Sabes que Borges le escribió una vez una carta, a Madrid, en donde le ponderaba uno de sus cuentos?, dijo ella mirando su coñac. No, no lo sabía, dije yo. Y Cortázar también escribió sobre él, y también Mujica Lainez. Es que él era un escritor muy bueno, dije yo. Joder, dijo Miranda, y se levantó y salió al patio, como si yo hubiera dicho algo que la hubiera ofendido. Dejé pasar unos segundos, cogí la botella de coñac y la seguí. Miranda estaba acodada en la barda mirando las luces de Girona. Tienes una buena vista desde aquí, me dijo. Le llené su vaso, me llené el mío, y nos quedamos durante un rato mirando la ciudad iluminada por la luna. De pronto me di cuenta de que ya estábamos en paz, que por alguna razón misteriosa habíamos llegado juntos a estar en paz y que de ahí en adelante las cosas imperceptiblemente comenzarían a cambiar. Como si el mundo, de verdad, se moviera. Le pregunté qué edad tenía. Veintidós, dijo. Entonces yo debo tener más de treinta, dije, y hasta mi voz sonó extraña.
1995-1996
Henri Simon Leprince
Esta historia sucedió en Francia poco antes, durante y poco después de la Segunda Guerra Mundial. El protagonista se llama Leprince (el nombre, sin que se sepa por qué, le cuadra aunque él es todo lo contrario de un príncipe: de clase media venida a menos, carece de dinero, de una buena educación, de amistades convenientes) y es escritor.
Por supuesto, es un escritor fracasado, es decir, sobrevive en la prensa canalla parisina y publica poemas (que los malos poetas juzgan malos y que los buenos poetas ni siquiera leen) y cuentos en revistas de provincias. Las editoriales —o los lectores de las editoriales, esa subcasta aborrecible—, sin que él sepa por qué, parecen odiarlo. Sus manuscritos siempre son rechazados. Es de mediana edad, es soltero, se ha acostumbrado al fracaso. A su manera, es un estoico. Lee a Stendhal con orgullo y con algo de desafío. Lee a algunos surrealistas a los que en el fondo detesta (o envidia) con toda su alma. Lee a Alphonse Daudet (cuyas páginas son un bálsamo) y por fidelidad al padre también lee al lamentable Léon Daudet, que no es un mal prosista.
En 1940, cuando Francia capitula, los escritores, antes divididos en cien escuelas florecientes, se agrupan tras el temporal en dos bandos mortalmente antagónicos: los que piensan que se puede resistir (subdivididos a su vez en resistentes activos —los menos—, pasivos —los más—, resistentes simpatizantes, resistentes por omisión, por suicidio, por extralimitación, por fair-play, por delicadeza, etcétera) y los que piensan que se puede colaborar, subdivididos asimismo en múltiples secciones, todas bajo el influjo gravitacional de los siete pecados capitales. Para muchos, a la sombra de las revanchas políticas, ha llegado la hora de las revanchas literarias. Los colaboracionistas toman las riendas de algunas editoriales, de algunas revistas, de algunos periódicos. Leprince, que a simple vista está en tierra de nadie, o que a su parecer está en tierra de nadie, de pronto comprende que su territorio (su patria) es el de los plumíferos, el de los resentidos, el de los escritores de baja estofa.
Al cabo de un tiempo intentan captarlo los colaboracionistas, que ven en él, con justicia, a un semejante. El gesto, sin duda, además de amistoso es generoso. El nuevo director de su periódico lo llama, le explica la nueva política del rotativo en consonancia con la política de la Nueva Europa, le ofrece un cargo, más dinero, prestigio, prebendas mínimas pero que Leprince jamás ha conocido.
Esa mañana entiende por fin algunas cosas. Nunca hasta entonces había tenido noción de su papel tan bajo en la pirámide de la literatura. Nunca hasta entonces se sintió tan importante. Tras una noche de reflexión y de exaltación, rechaza la oferta.
Los días que siguen son de prueba. Leprince intenta continuar con su vida y su trabajo como si nada hubiera ocurrido. Sabe, sin embargo, que eso es imposible. Intenta escribir pero no le sale nada. Intenta releer a sus autores más queridos, pero las páginas parecen haberse quedado en blanco o estar minadas por señales misteriosas que a cada párrafo lo asaltan. Intenta leer pero es incapaz de concentrarse, de aprender, de disfrutar. Sufre pesadillas, a veces habla solo sin darse cuenta, cada vez que puede emprende largas caminatas por barrios que conoce muy bien y que, ante su asombro, permanecen iguales, impermeables a la ocupación y al cambio. Poco después traba contacto con algunos inconformistas, con personas que escuchan la radio de Londres y que creen en la inevitabilidad de la lucha.
Al principio su participación, su presencia en los puntos donde encarna la Resistencia, es mínima. Su figura discreta y serena (aunque acerca de su serenidad hay opiniones divergentes) pasa desapercibida. No obstante, no tardan aquellos sobre quienes recaen las responsabilidades (y que en modo alguno pertenecen al gremio de los escritores) en fijarse en él, en confiar en él. Esta confianza tal vez se deba a que hay pocas personas dispuestas a arriesgarse. En cualquier caso, Leprince entra en la Resistencia y su diligencia y sangre fría pronto lo hacen acreedor a misiones cada vez más delicadas (en realidad, pequeños desplazamientos y escaramuzas sin mayor importancia, excepto, claro está, para el gremio de los literatos).
Y para éstos, ciertamente, Leprince constituye un enigma y una sorpresa. Los que antes de la capitulación gozaban de cierta fama y para quienes Leprince no existía, asiduamente comienzan a encontrárselo en todas partes y, lo que es peor, a depender de él para su cobertura o sus planes de fuga. Leprince aparece como salido del limbo, los ayuda, pone a su disposición todo lo que posee (que es poco), se muestra cooperativo y diligente. Los escritores hablan con él. Las conversaciones se producen de noche, en cuartos o pasillos oscuros, y nunca exceden los murmullos. Alguno le sugiere que se dedique a escribir cuentos, versos, ensayos. Leprince les asegura que eso es lo que hace desde 1933. Los escritores quieren saber (las noches de espera son largas y angustiosas y a algunos les da por hablar) dónde ha publicado sus escritos. Leprince menciona revistas y periódicos pútridos, cuya sola mención despierta la náusea o la tristeza en el oyente. Los encuentros suelen terminar de madrugada, cuando Leprince los deja en una casa segura, con un apretón de manos o un rápido abrazo seguido de unas palabras de gratitud. Y las palabras son sinceras, pero tras la separación los escritores intentan desligarse de Leprince, olvidarlo como un mal sueño intrascendente.
Su presencia provoca un rechazo intraducible, inclasificable. Lo saben a su lado, pero en el fondo se niegan con todas sus fuerzas a aceptarlo. Perciben, tal vez, que Leprince ha estado durante muchos años en el purgatorio de las publicaciones pobres o canallas y saben que de ahí no se salva persona o animal o que sólo se salvan aquellos que son muy fuertes y brillantes y bestiales.
Leprince, por descontado, no encaja en ninguno de esos modelos. No es fascista, ni se ha afiliado al Partido, ni pertenece a ninguna Sociedad de Escritores. Éstos, acaso, ven en él a un parvenu, a un oportunista al revés (puesto que lo normal sería que Leprince los delatara, los injuriara, participara junto con la policía en sus interrogatorios y se entregara en cuerpo y alma a los colaboracionistas) que en un acceso de locura, tan común a los escritores-periodistas, se ha puesto del lado correcto de forma inconsciente, casi como el bacilo de una enfermedad contagiosa.
El señor D, por ejemplo, el exuberante novelista del Languedoc, escribe en su diario que Leprince le parece una sombra china y no hay más comentario. El resto, salvo una o dos excepciones, lo ignora. Las menciones a su figura escasean, las menciones a su obra son inexistentes. Nadie se toma la molestia de saber qué escribe el escritor que les ha salvado la vida.
Ajeno a todo, Leprince sigue trabajando en el periódico (donde cada vez despierta más sospechas) y pergeñando sus poesías. Los riesgos que cotidianamente asume superan con creces el mínimo necesario para mantener ante uno mismo un cierto sentido de la decencia. Su valor excede a menudo la temeridad. Una noche protege a un poeta surrealista perseguido por la Gestapo y que terminará sus días (pero no por culpa de Leprince) en un campo de concentración de Alemania, el cual se despide sin darle ni siquiera las gracias: para el poeta Leprince existe como camarada de infortunio y en ese nivel sobra toda gratitud, no como colega (palabra atroz) ni como semejante en la misma ardua profesión. Un fin de semana acompaña hasta un pueblo cercano a la frontera española a un ensayista que en el pasado vertió palabras de desprecio (tal vez justas) sobre uno de sus libros y que en esa hora decisiva ni siquiera lo recuerda, tan pequeña, tan fantasmal es su obra y su estatura pública.
A veces Leprince cavila que su rostro, su educación, su actitud, sus lecturas son las culpables de ese rechazo. Durante tres meses, en los ratos libres que le deja el periódico y su labor clandestina escribe un poema de más de seiscientos versos en donde se sumerge en el misterio y en el martirio de los poetas menores. Terminado el poema (que le ha costado dolor e ímprobos esfuerzos) comprende con estupor que él no es un poeta menor. Otro hubiera seguido investigando, pero Leprince carece de curiosidad sobre sí mismo y quema el poema.
En abril de 1943 se queda sin trabajo. Los meses siguientes vive a salto de mata, siempre escapando de la policía, de los delatores, de la pobreza. Una noche el azar lo lleva a refugiarse en la casa de una joven novelista. Leprince está atemorizado y la novelista es insomne, por lo que ambos pasan muchas horas hablando.
Quién sabe qué mecanismos ocultos se despiertan en Leprince, pero aquella noche confiesa abiertamente todas sus frustraciones, todos sus sueños, todas sus ambiciones. La joven novelista, que frecuenta como sólo una francesa es capaz de hacerlo los cenáculos literarios, reconoce a Leprince o cree reconocerlo. En los últimos meses lo ha visto en centenares de ocasiones, siempre a la sombra de algún escritor famoso y en peligro, siempre en la antesala de la casa de algún dramaturgo comprometido, en el rol de recadero, secretario, ayuda de cámara. Era usted el único al que yo no conocía, dice la joven novelista, y me preguntaba qué hacía usted en aquellas casas. Parecía usted el hombre invisible, añade, siempre en silencio, siempre disponible.
A Leprince le complace la franqueza de la joven y se deja ir. Habla de su obra y la sorpresa de su interlocutora es mayúscula. Inevitablemente llegan al tema de la marginalidad de Leprince. Al cabo de las horas la joven cree haber encontrado el problema y su solución. Le habla con crudeza: hay algo en él, dice, en su cara, en su manera de hablar, en su mirada, que provoca el rechazo en la mayoría de los hombres. La solución es evidente: debe desaparecer, ser un escritor secreto, tratar de que su literatura no reproduzca su rostro. La solución es tan sencilla y pueril que sólo puede ser cierta. Leprince la escucha con asombro y asiente. Sabe que no va a seguir los consejos de la joven novelista, se siente sorprendido y acaso un poco ofendido, sabe que es la primera vez que ha sido escuchado y comprendido.
A la mañana siguiente un coche de la Resistencia recoge a Leprince. Antes de marchar la joven novelista le estrecha la mano y le desea suerte. Después le da un beso en los labios y se pone a llorar. Leprince no comprende nada, aturdido balbucea una frase de agradecimiento, echa a andar. La novelista lo observa desde la ventana: Leprince entra al coche sin mirar para atrás. El resto de la mañana (y esto Leprince de alguna manera lo soñará en algún sitio, tal vez en su irregular obra) la joven novelista se dedica a pensar en él, a fantasear con él, a decirse que está enamorada de él, hasta que el cansancio y el sueño por fin la derrotan y se queda dormida en el sofá.
Nunca más se volverán a ver.
Leprince, modesto y repugnante, sobrevive a la guerra y en 1946 se retira a un pequeño pueblo de la Picardía en donde ejerce de maestro. Sus colaboraciones con la prensa y con algunas revistas literarias no son numerosas pero sí regulares. En su corazón, Leprince ha aceptado por fin su condición de mal escritor pero también ha comprendido y aceptado que los buenos escritores necesitan a los malos escritores aunque sólo sea como lectores o como escuderos. Sabe también que, al salvar (o al ayudar) a algunos buenos escritores, se ha ganado a pulso el derecho a emborronar cuartillas y a equivocarse. También se ha ganado el derecho a ser publicado en dos, tal vez tres revistas. En algún momento, por supuesto, ha intentado ver otra vez a la joven novelista, saber algo de ella. Pero cuando vuelve a la casa la encuentra ocupada por otras personas y nadie conoce el paradero de la joven. Leprince, por supuesto, la busca, pero ésa es otra historia. Lo cierto es que nunca más la vuelve a ver.
A quienes sí ve es a los escritores de París. No tan a menudo como él en el fondo hubiera deseado, pero los ve y a veces habla con ellos y ellos saben (generalmente de forma vaga) quién es él, incluso hay quien ha leído un par de poemas en prosa de Leprince. Su presencia, su fragilidad, su espantosa soberanía, a algunos les sirve de acicate o de recordatorio.
1995-1996
Enrique Martín
Para Enrique Vila-Matas
Un poeta lo puede soportar todo. Lo que equivale a decir que un hombre lo puede soportar todo. Pero no es verdad: son pocas las cosas que un hombre puede soportar. Soportar de verdad. Un poeta, en cambio, lo puede soportar todo. Con esta convicción crecimos. El primer enunciado es cierto, pero conduce a la ruina, a la locura, a la muerte.
Conocí a Enrique Martín pocos meses después de llegar a Barcelona. Tenía mi edad, había nacido en 1953 y era poeta. Escribía en castellano y catalán con resultados esencialmente idénticos aunque formalmente disímiles. Su poesía en castellano era voluntariosa y afectada y en no pocas ocasiones torpe, carente de cualquier atisbo de originalidad. Su poeta preferido (en esta lengua) era Miguel Hernández, un buen poeta que ignoro por qué razón gusta tanto a los malos poetas (arriesgo una respuesta que me temo incompleta: Hernández habla de y desde el dolor, y los malos poetas suelen sufrir como animales de laboratorio, sobre todo a lo largo de su dilatada juventud). En catalán, en cambio, su poesía hablaba de cosas reales y cotidianas, y únicamente la conocíamos sus amigos (lo que en realidad es un eufemismo: su poesía en castellano probablemente también la leíamos sólo los amigos, la única diferencia, al menos en cuanto a lectores se refiere, era que la poesía en castellano la publicaba en revistas de tiraje ínfimo que sospecho sólo nosotros examinábamos y en ocasiones ni siquiera nosotros, y las escritas en catalán nos las leía en los bares o cuando visitaba nuestras casas). Pero el catalán de Enrique era malo —¿cómo podían los poemas ser buenos sin dominar el poeta la lengua en que los escribía?; supongo que eso entra en el apartado de los misterios de la juventud—. El caso es que Enrique no tenía ni idea de los rudimentos de la gramática catalana y la verdad es que escribía mal, ya fuera en castellano o catalán, pero yo aún recuerdo algunos de sus poemas con cierta emoción a la que no es ajena el recuerdo de mi propia juventud. Enrique quería ser poeta y en ese empeño ponía toda la fuerza y toda la voluntad de las que era capaz. Su tenacidad (una tenacidad ciega y acrítica, como la de los malos pistoleros de las películas, aquellos que caen como moscas bajo las balas del héroe y que sin embargo perseveran de forma suicida en su empeño) a la postre lo hacía simpático, aureolado por una cierta santidad literaria que sólo los poetas jóvenes y las putas viejas saben apreciar.
En aquella época yo tenía veinticinco años y pensaba que ya lo había hecho todo. Enrique, por el contrario, quería hacerlo todo y se preparaba a su manera para comerse el mundo. Su primer paso fue sacar una revista o un fanzine de literatura que costeó con sus propios ahorros, pues tenía dinero ahorrado y un trabajo desde los quince años en no sé qué oscura oficina cercana al puerto. A última hora los amigos de Enrique (e incluso algún amigo mío) decidieron no incluir mis poemas en el primer número y eso, aunque me pese reconocerlo, enturbió durante algún tiempo nuestra amistad. Según Enrique, la culpa fue de otro chileno, un tipo al que conocía desde hacía mucho, que sugirió que dos chilenos eran demasiados chilenos para un primer número de un fanzine de literatura española. Por aquellos días yo estaba en Portugal y cuando volví opté por lavarme las manos. Ni la revista tenía nada que ver conmigo ni yo tenía nada que ver con la revista. No acepté las explicaciones de Enrique, en parte por comodidad, en parte para satisfacer mi orgullo herido, y me desentendí de la empresa.
Durante un tiempo dejamos de vernos. Por gente que ambos conocíamos y a la que solía encontrar en los bares del casco antiguo, nunca dejé de enterarme, de una forma sucinta y casual, de sus últimas andanzas. Así supe que de la revista (se llamaba Soga Blanca, un título profético, aunque me consta que no fue a él al que se le ocurrió) sólo salió un número, que intentó montar una obra de teatro en un ateneo de Nou Barris y que lo corrieron a gorrazos después de la primera representación, que planeaba sacar otra revista.
Una noche apareció por mi casa. Llevaba bajo el brazo una carpeta llena de poemas y quería que los leyera. Fuimos a cenar a un restaurante de la calle Costa y después, mientras tomaba café, leí algunos. Enrique esperaba mi opinión con una mezcla de autosatisfacción y miedo. Comprendí que si le decía que eran malos nunca más lo volvería a ver, además de arriesgarme a una discusión que se podía prolongar hasta altas horas de la noche. Dije que me parecían bien escritos. No mostré excesivo entusiasmo, pero me cuidé de deslizar la más mínima crítica. Incluso le dije que uno de ellos me parecía muy bueno, uno a la manera de León Felipe, un poema en donde añoraba las tierras de Extremadura en donde él nunca había vivido. No sé si me creyó. Sabía que entonces yo leía a Sanguineti y que seguía (si bien eclécticamente) las enseñanzas sobre poesía moderna del italiano y que por lo tanto no me podían gustar sus versos sobre Extremadura. Pero hizo como que me creía, hizo como que se alegraba de que los hubiera leído y después, sintomáticamente, se puso a hablar sobre su revista muerta en el número 1 y ahí fue donde yo me di cuenta de que no me creía pero que se lo callaba.
Eso fue todo. Estuvimos hablando un rato más, sobre Sanguineti y Frank O’Hara (Frank O’Hara aún me gusta, a Sanguineti hace mucho que no lo leo), sobre la nueva revista que pensaba sacar y para la que no me pidió poemas y luego nos despedimos en la calle, cerca de mi casa. Pasaron uno o dos años hasta que lo volví a ver.
Por entonces yo vivía con una mexicana y nuestra relación amenazaba con acabar con ella, conmigo, con los vecinos, a veces incluso con la gente que se atrevía a visitarnos. Estos últimos, advertidos, dejaron de venir a nuestra casa y por aquellos días casi no veíamos a nadie; éramos pobres (la mexicana, pese a pertenecer a una familia acomodada del DF, se negaba terminantemente a recibir ayuda económica de ésta), nuestras peleas eran homéricas, una nube amenazante parecía cernirse permanentemente sobre nosotros.
Así estaban las cosas cuando Enrique Martín volvió a aparecer. Al traspasar el umbral con una botella de vino y un paté francés, tuve la impresión de que no quería perderse el último acto de una de mis peores crisis vitales (aunque en realidad yo me sentía bien, la que se sentía mal era mi amiga), pero luego, cuando nos invitó por primera vez a cenar a su casa, cuando quiso que conociéramos a su compañera, me di cuenta de que en el peor de los casos Enrique no había venido a contemplar sino a ser contemplado, y que en el mejor de los casos aún parecía sentir una cierta estima por mí. Y sé que no aprecié ese gesto en lo que valía, sé que al principio contemplé su irrupción con desagrado, y que mi manera de recibirlo fue o quiso ser irónica, cínica, probablemente sólo aburrida. La verdad es que por aquellos días yo no era una buena compañía para nadie. Esto lo sabía todo el mundo y todo el mundo me evitaba o me rehuía. Pero Enrique sí quería verme y a la mexicana, vaya uno a saber por qué oscuros motivos, Enrique, su compañera, le cayeron bien y las visitas, las cenas se sucedieron hasta un total de cinco, no más.
Por supuesto, para cuando reanudamos la amistad, aunque la palabra es excesiva, pocas eran las cosas en que no disentíamos. Mi primera sorpresa fue conocer su casa (cuando lo dejé de ver aún vivía con sus padres y después supe que compartió un piso con otros tres, un piso al que por una u otra razón yo nunca fui). Ahora vivía en un ático del barrio de Gracia, lleno de libros, discos, cuadros, una vivienda amplia, tal vez un poco oscura, que su compañera había decorado con gusto camaleónico, pero en el que no faltaban ciertos detalles curiosos, objetos traídos de sus últimos viajes (Bulgaria, Turquía, Israel, Egipto) que a veces trascendían el recuerdo de turista, la imitación. Mi segunda sorpresa fue cuando me dijo que ya no escribía poesía. Lo dijo en la sobremesa, delante de la mexicana y de su compañera, aunque en realidad la confesión iba dirigida a mí (yo jugaba con una daga árabe, enorme, con la hoja labrada por ambas caras, supongo que de difícil uso práctico), y cuando lo miré su rostro exhibía una sonrisa que quería decir soy adulto, he comprendido que para disfrutar del arte no hace falta hacer el ridículo, no hace falta escribir ni arrastrarse.
La mexicana (que era pura dinamita) se condolió de su renuncia, lo obligó a contar la historia de la revista en donde no fui publicado, finalmente encontró plausibles y sensatas las razones que Enrique esgrimió en defensa de su renuncia y le predijo un no muy tardío regreso a la literatura con las fuerzas renovadas. La compañera de Enrique estuvo de acuerdo en un noventainueve por ciento. Las dos mujeres (aunque por razones obvias mucho más la compañera de Enrique) parecían encontrar decididamente más poético el que éste se dedicara a su trabajo —lo habían ascendido, el ascenso lo llevaba a veces a visitar Cartagena y Málaga por razones que no quise averiguar—, a su colección de discos, a su casa y a su coche, que a malgastar las horas imitando a León Felipe o en el mejor de los casos (es un decir) a Sanguineti. Yo no expresé ninguna opinión y cuando Enrique me preguntó directamente qué pensaba (Dios mío, como si fuera una pérdida irreparable para la lírica española o catalana), le contesté que cualquier cosa que él hiciera estaría bien. No me creyó.
La conversación, aquella noche o una de las cuatro que aún nos restaban, giró hacia los hijos. Lógico: poesía-hijos. Y recuerdo (y esto sí lo recuerdo con total claridad) que Enrique admitió que le gustaría tener un hijo, la experiencia del hijo fueron sus palabras textuales, no su mujer sino él, es decir, tenerlo nueve meses dentro de su barriga y parirlo. Recuerdo que cuando lo dijo yo me quedé helado, la mexicana y su compañera lo miraron con ternura, y a mí me pareció ver, y eso fue lo que me dejó helado, lo que años después, pero desgraciadamente no muchos años después, sucedería. Cuando la sensación pasó, fue breve, apenas un chispazo, la afirmación de Enrique me pareció una boutade que ni siquiera merecía contestación. Por descontado, ellos querían tener hijos, yo, para variar, no, al final de los cuatro de aquella cena el único que tiene un hijo soy yo, la vida no sólo es vulgar sino también inexplicable.
Fue durante la última cena, cuando mi relación con la mexicana ya estaba en los segundos de descuento, cuando Enrique nos habló de una revista en la que colaboraba. Ya está, pensé. Acto seguido se corrigió: en la que colaboraban. El plural tuvo la virtud de ponerme en guardia, pero pronto comprendí: él y su compañera. Por una vez (por última vez) la mexicana y yo estuvimos de acuerdo en algo y exigimos en el acto ver la revista en cuestión. Resultó ser una de las tantas que por entonces se vendían en los quioscos de periódicos y cuyos temas iban desde los ovnis hasta los fantasmas, pasando por las apariciones marianas, las culturas precolombinas desconocidas, los sucesos paranormales. Se llamaba Preguntas & Respuestas y creo que aún se vende. Pregunté, preguntamos, en qué consistía exactamente lo que ellos hacían. Enrique (su compañera casi no habló durante la última cena) nos lo explicó: iban, los fines de semana, a lugares donde se producían avistamientos (de platillos volantes), entrevistaban a las personas que los habían visto, examinaban la zona, buscaban cuevas (esa noche Enrique afirmó que muchas montañas de Cataluña y del resto de España estaban huecas), pasaban la noche en vela metidos en sacos de dormir y con la cámara fotográfica al lado, a veces iban ellos dos solos, las más iban en grupo, cuatro, seis personas, noches agradables al aire libre, cuando todo concluía preparaban un informe y parte de él (¿a quién le mandaban el informe completo?) lo publicaban, junto con las fotos, en Preguntas & Respuestas.
Esa noche, durante la sobremesa, leí un par de los artículos que firmaban Enrique y su compañera. Estaban mal redactados, eran torpes, pretendidamente científicos, al menos la palabra ciencia aparecía varias veces, eran inaguantablemente arrogantes. Quiso saber qué opinaba de ellos. Me di cuenta de que mi opinión, por primera vez, le importaba un pepino y por primera vez fui franco y sincero. Le sugerí cambios, le dije que debía aprender a escribir, le pregunté si en la revista tenían un corrector de estilo.
Al salir de su casa la mexicana y yo no paramos de reírnos. Esa misma semana, creo, nos separamos. Ella se fue a Roma. Yo aún permanecí un año más en Barcelona.
Durante mucho tiempo no supe nada de Enrique. De hecho, creo que me olvidé de él. Por entonces yo vivía en las afueras de un pueblo de Girona con la única compañía de una perra y de cinco gatos, casi no veía a nadie de mis antiguos conocidos aunque de vez en cuando alguno se dejaba caer por mi casa, en ningún caso más de dos días y una noche, y con esa persona, la que fuera, solía hablar de los amigos de Barcelona, de los amigos de México, y en ninguna ocasión que yo recuerde nadie me mencionó a Enrique Martín. Al pueblo bajaba sólo una vez al día, acompañado por mi perra, a comprar comida y a hurgar en mi apartado de correos, en donde solía encontrar cartas de mi hermana que me escribía desde un México DF que ya no podía reconocer. Las demás cartas, muy espaciadas, eran de poetas sudamericanos perdidos en Sudamérica con quienes mantenía una correspondencia irregular, entre abrupta y dolorosa, fiel reflejo de nosotros mismos que comenzábamos a dejar