Riesgos de los viajes en el tiempo

Fragmento

libro-7

Aniquilación

IA: Individuo Aniquilado.

Si te aniquilan, dejas de existir. Se te «vaporiza».

Y si te aniquilan, se aniquila además todo recuerdo tuyo.

Tus efectos personales y tu herencia pasan a ser propiedad de los EAN (Estados de América del Norte).

Una vez que hayas dejado de existir, a tu familia, incluso a tus hijos si los tienes, se les prohibirá hablar de ti o recordarte bajo ningún pretexto.

Como se trata de un tabú, no se habla de Aniquilación. Sin embargo, todo el mundo sabe que, además de ser el más cruel de los castigos, la Aniquilación siempre pende sobre uno.

Ser Aniquilado no equivale a ser Ejecutado.

La Ejecución es un tema de educación pública. No es un secreto de Estado.

Cierto porcentaje de ejecuciones, bajo los auspicios del Programa Federal de Ejecuciones Educativas (PFEE), se retransmiten por televisión al pueblo, con el propósito de educarlo moralmente.

(En la cámara de ejecución, diseñada para que parezca un quirófano, los agentes carcelarios atan a una camilla al IC [Individuo Condenado]; luego, miembros de la dotación de la cárcel, con uniformes blancos de «enfermeros», administran al IC una dosis letal de veneno, mientras, desde sus hogares, millones de espectadores contemplan el espectáculo por televisión.)

(Nosotros no veíamos las ejecuciones. Aunque la situación de mi padre era ya de IM [Individuo Marcado], y de vulnerable por su Clasificación de Casta [CC], ni papá ni mamá permitían que se encendiera el televisor durante las Horas de Ejecuciones que solían programar varias veces por semana. En sus tiempos de instituto, Roderick, mi hermano mayor, ponía objeciones a aquella «censura», alegando que, si sus profesores analizaban en clase el aspecto educativo de una Ejecución, no estaría en condiciones de participar y destacaría como «sospechoso»; pero su argumento no convenció a nuestros padres para que encendieran el televisor en esos casos.)

La Aniquilación es algo completamente distinto, porque, si bien la Ejecución está abierta a un debate público, el simple hecho de aludir a una Aniquilación es un delito federal tan digno de castigo como la Incitación a la Traición.

Eric Strohl, mi padre, había sido un IM desde antes de que yo naciera. En su calidad de joven médico residente en el Centro Médico de Pennsboro, se había visto sometido a observación como persona de mentalidad científica, porque se daba por sentado que individuos como él «pensaban por sí mismos», una notoriedad que nadie hubiera querido para sí. Por añadidura, a papá se le acusaba de asociación con un IS (Individuo Subversivo) bajo vigilancia, que más adelante sería detenido y juzgado por Traición. Aquel individuo hablaba a un pequeño grupo en un parque público; papá se había limitado a escucharlo comprensivo cuando una «redada» de la Seguridad Nacional los capturó a él y a otros allí presentes… y la vida de mi padre cambió para siempre.

Se le apartó de su puesto de residente en el centro médico donde trabajaba. Aunque poseía una licenciatura en medicina, con formación especial en oncología pediátrica, solo encontró trabajo mal remunerado como auxiliar de enfermería en el mismo centro, donde lo mantuvieron en cuarentena permanente para que nunca se le permitiera ya «ejercer» de médico. Aun así, mi padre nunca se quejó (en público); solía decir (en público) que se consideraba afortunado por no estar en la cárcel y por seguir vivo.

De cuando en cuando los IM estaban obligados a repasar sus delitos y el castigo correspondiente y a expresar (en público) gratitud por su exoneración y empleo actual. En tales ocasiones, papá respiraba hondo y, como él decía, canjeaba su alma una vez más.

¡Pobre papá! Tenía tan buen humor en casa que no creo que me diera cuenta de lo mal que lo pasaba. De lo destrozado que se sentía.

En nuestra familia se daba por hecho que no hablábamos de la situación per se de papá, pero al parecer se nos permitía —es decir, no se nos prohibía expresamente— aludir a su estatus de IM de la manera en que se podría mencionar una dolencia crónica de un miembro de la familia, la esclerosis múltiple, por ejemplo, o el síndrome de Tourette, o una tendencia a los accidentes raros. Ser IM era algo vergonzoso, embarazoso, potencialmente peligroso, pero dado que se trataba de una categoría delictiva (relativamente) menor comparada con otras mucho más graves, no se consideraba delito de Traición reconocer su existencia. Pero, incluso así, papá corría peligro.

Porque uno de los recuerdos que me vienen a la memoria, claro e independiente, como un sueño perturbador que reaparece de pronto a la luz del día, es cómo en cierta ocasión, cuando no había nadie en casa excepto nosotros dos, papá me llevó escaleras arriba hasta una habitación en el ático que, para mí, siempre había estado cerrada con un candado; y en aquel cuarto papá sacó —de debajo de una lama suelta de la tarima, cubierta además con una alfombra raída— un montón de fotografías de un hombre que me resultó extrañamente familiar, pero al que no conseguía ubicar.

—Es tu tío Tobias, al que aniquilaron cuando tú solo tenías dos años.

Por aquel entonces yo ya había cumplido los diez. Mi yo perdido de los dos años de edad era irrecuperable. Con voz temblorosa, papá me contó que su «insensato y muy querido» hermano pequeño Tobias vivía con nosotros mientras estudiaba medicina, pero había llamado la atención del FBE/FBI —como se conocía a la Oficina Federal de Examinadores, Oficina Federal de Inquisidores— cuando un Primero de Mayo ayudó a organizar una manifestación en favor de la libertad de expresión. A los veintitrés años a «tu tío Tobias» lo detuvieron en esta misma casa, se lo llevaron, fue supuestamente juzgado y… Aniquilado.

Es decir, «vaporizado».

—¿Qué es eso, papá? ¿«Vaporizado»? —aunque sabía que la respuesta iba a entristecerme, tenía que preguntarlo.

—Nada más que… desaparecido, cariño. Como cuando se apaga una llama.

Yo era demasiado pequeña para captar en los ojos de mi padre el dolor de aquella pérdida.

Porque a menudo papá tenía esa misma expresión. Agotado por su trabajo en el hospital, con la piel cenicienta y una cojera en la pierna derecha, a raíz de algún accidente después del cual el hueso no se le había soldado como es debido. Aun así, papá tenía una manera de sonreír que hacía que todo pareciera ir bien.

¡Solo nosotros, chicos! Aquí estamos, resistiendo.

Aunque ahora mismo papá no sonreía. Me daba un poco la espalda, (quizás) para que no notara que se estaba secando las lágrimas.

—No se nos permite «recordar» a Tobias. Y menos aún, desde luego, proporcionar información a un niño. ¡Ni enseñarle fotografías! Me podrían detener… si alguien se enterase.

Con alguien papá se refería al Gobierno. Aunque nadie decía esa palabra, Gobierno. Tampoco se utilizaban las palabras Estado ni Dirigentes Federales. Estaba prohibido utilizar palabras como aquellas, así que, tal y como hacía papá, se hablaba de manera vaga, con una mirada furtiva… Si alguien se enterase.

O podías decir Ellos.

Podías pensar en alguien o en ellos como en un cielo encapotado. Un cielo muy bajo con esas grandes nubes semejantes a dirigibles, de las que se rumoreaba que eran instrumentos de vigilancia, formas esculpidas como grandes barcos, a menudo de tonos amoratados y tornasoladas por la contaminación, que se movían de forma imprevisible pero siempre estaban ahí.

En la planta baja, cerca de nuestros aparatos electrónicos, papá nunca habría hablado con tanta claridad. Por supuesto, jamás te fiarías ni de tu ordenador —por muy cordial y guturalmente seductora que fuese su voz—, ni de tu móvil, ni de tu lápiz dictáfono, ni tampoco de termostatos, lavaplatos, microondas, llaves de coche o automóviles (autónomos).

—Pero echo de menos a Toby. Todo el tiempo. Cuando veo estudiantes de medicina de su edad… Echo de menos cómo habría sido para ti y para Rod un tío maravilloso.

Todo aquello me resultaba confuso. Había olvidado las palabras de papá: ¿Vaporizado? ¿Aniquilado?

Pero me daba cuenta de que no tenía que seguir preguntándole en aquel momento, porque se pondría aún más triste.

Emocionante ver fotografías de aquel «tío Toby» que mi hermano y yo habíamos perdido y que parecía algo así como una versión más joven de mi padre: la peculiar sonrisa del tío Toby, entre la bizquera y el ceño fruncido, se parecía mucho a la de papá. Y la nariz era larga y estrecha como la suya, con un bulto diminuto en el hueso. ¡Y los ojos! De color castaño oscuro, brillantes, como los míos.

—El tío Toby parecía divertido.

¿Era una estupidez decir aquello? Me arrepentí de inmediato, pero papá se limitó a obsequiarme con una sonrisa triste.

—Sí. Toby era muy divertido.

Papá me dijo que había tratado de advertir a su hermano sobre los peligros de participar en cualquier manifestación relacionada con la libertad de expresión o el Primero de Mayo. Incluso durante lo que había parecido ser una temporada de distensión (relativa) por parte de la Oficina Nacional para la Divulgación de la Seguridad Pública; durante periodos como aquel, el Gobierno era menos riguroso en la aplicación de las normas de seguridad pública, si bien, como creía papá, no dejaba de vigilar y recabar información sobre disidentes e IS (Individuos Subversivos) potenciales, para usarla en el futuro. Nada se olvida nunca, advertía papá.

En ocasiones como aquellas, circulaban rumores de un «deshielo» —de una «nueva era»— porque, como decía papá, la gente siempre está deseosa de creer las buenas noticias y de olvidarse de las malas; la gente quiere ser «optimista» y no «pesimista», pero los «deshielos» forman parte de ciclos y se acaban pronto, por lo que dejan a los incautos, sobre todo jóvenes e ingenuos, expuestos a ser descubiertos y detenidos y… a lo que venga después de la detención.

A raíz de la desaparición de mi tío Toby (así era como la llamaban), se presentaron en casa funcionarios de la policía y se llevaron sus libros de medicina, sus cuadernos de laboratorio, su ordenador personal y sus dispositivos electrónicos, etcétera, así como todas las fotografías suyas en formato digital o en papel que pudieron encontrar; pero papá había logrado esconder unas cuantas cosas, con gran peligro para su seguridad personal.

—No estoy orgulloso de mí mismo, cariño —fue lo que dijo—. Pero comprendí que, de puertas afuera, sería más prudente «repudiar» a mi hermano. Para entonces ya había sido Aniquilado, así que no tenía sentido defenderlo ni protegerlo. Creo que resulté muy convincente (y también tu madre) al jurar que no nos habíamos dado cuenta de que cobijábamos a un IS, a un traidor…, de modo que se limitaron a ponernos una multa.

Papá se pasó la manga de la camisa por la cara, para secarse el sudor.

—Una multa demoledora, en realidad. Pero tuvimos que agradecer que no nos derribaran la casa, como ocurre a veces en casos de Traición.

—¿Lo sabe mamá?

—Si sabe qué.

—Que están aquí las cosas del tío Toby.

—No. Mamá «sabe» que a mi hermano lo aniquilaron —me explicó papá—. Nunca habla de él, por supuesto. Quizá por entonces «supiera» que yo había conservado unas cuantas cosas de Toby, pero sin duda lo ha olvidado a estas alturas, como probablemente habrá olvidado también qué aspecto tenía. Si te esfuerzas lo suficiente para no pensar en algo, y levantas una barrera mental en contra, y otras personas a tu alrededor hacen lo mismo, se puede «olvidar»… hasta cierto punto.

Pensé, muy decidida: ¡Yo no! Yo no voy a olvidar.

Acaricié uno de los jerséis de mi perdido tío, suave lana oscura, apolillada. Y había también una camiseta blanca que amarilleaba, con el cuello dado de sí. Y un cuaderno del laboratorio de biología con la mitad de las páginas en blanco. Y un reloj de pulsera con correa extensible y esfera negra, con las manecillas detenidas para siempre a las dos y veinte de la tarde, que papá trató de revivir sin éxito.

—Ahora tienes que prometerme, Adriane, que nunca hablarás con nadie acerca de tu tío.

Asentí con la cabeza. Sí, papá.

—Ni con mamá, ni con Roddy. No debes hablar del «tío Toby» con nadie, ni siquiera conmigo.

Al ver el gesto de perplejidad en mi cara, papá me humedeció la nariz con un beso.

Recogió las cosas prohibidas y las volvió a guardar debajo de la tarima y de la alfombra raída.

—Será nuestro secreto, Adriane. ¿Lo prometes?

—Sí, papá. ¡Prometido!

De manera que sí. Sabía lo que era la Aniquilación. Sé lo que aún es.

No es probable que siga los pasos de mi tío Toby. Ya no estoy interesada en ser «diferente», en llamar la atención.

Tal como he jurado muchas veces, estoy decidida a cumplir con mi Exilio sin desobedecer las Instrucciones. Estoy decidida a volver un día con mi familia.

Estoy decidida a no ser «vaporizada»… y olvidada.

Me pregunto si debajo de la tarima del ático existirá un patético escondite de cosas mías, cepillo de dientes gastado, calcetines con dibujo de gatos, deberes de matemáticas para casa con una puntuación de 91 en tinta roja: lo poco que mis padres consiguieron ocultar a toda prisa.

libro-8

Orden judicial

Por la presente, el día 19 de junio, EAN-23, en el 16.º Distrito Federal de los Estados Atlánticos del Este, se formaliza una orden judicial para la detención, reclusión, recolocación y condena de STROHL, ADRIANE S., de 17 años, hija de ERIC y MADELEINE STROHL, con domicilio en calle Diecisiete Norte, 3911, Pennsboro, Nueva Jersey, por siete delitos de Incitación a la Traición y Cuestionamiento de la Autoridad en violación de los Estatutos Federales 2 y 7. Firmada por orden de H. R. Sedgwick, Presidente del Tribunal, 16.º Distrito Federal.

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«¡Buenas noticias!»

O eso parecía en un primer momento.

Había quedado primera de la clase y me habían encargado el discurso de despedida de mi promoción en el instituto Pennsboro. Y de entre los cinco candidatos de nuestro centro docente, había sido la única a la que se había concedido una Beca Patriótica para la Democracia, con fondos federales.

Mi madre vino corriendo a abrazarme y a darme la enhorabuena. Y también mi padre, aunque más preocupado.

—¡Fantástico, Adriane! No sabes lo orgullosos que estamos de ti.

El director de nuestro instituto había telefoneado a mis padres para darles la noticia. Nadie solía llamar a casa, porque la mayoría de los mensajes llegaban por vía electrónica y no había posibilidad de elección en cuanto a recibirlos.

Y mi hermano Roderick salió a saludarme con una expresión extraña en la cara. Había oído hablar de las Becas Patrióticas para la Democracia, dijo Roddy, pero no sabía de nadie a quien le hubieran dado una. Estaba seguro de que no se habían concedido a nadie mientras él estuvo en el Pennsboro.

—Vaya. Enhorabuena, Addie.

—¡Gracias! Supongo.

Roddy, que tres años antes se había graduado en el mismo instituto que yo y trabajaba ya como interno con un sueldo muy bajo en la sucursal de Pennsboro de la Oficina para la Divulgación a los Medios (ODM) de los Estados de América del Norte, se mostraba admirativo a regañadientes. Pensé: Está celoso. No ha conseguido ir a estudiar en una universidad de verdad.

Nunca he llegado a saber si mi hermano me daba pena o si, en realidad, le tenía miedo. Roddy era alto y corpulento, se había dejado barba y bigote poco poblados y de color arena, y vestía siempre la misma ropa de color marrón ceniciento, algo así como un uniforme para trabajadores de menor categoría de la ODM. En su sonrisa habitaba un rictus de suficiencia destinado solo a mí.

Cuando éramos más pequeños, Roddy me atormentaba con frecuencia: él las llamaba «bromas». Nuestros padres hacían turnos de diez horas en su trabajo, y Roddy y yo pasábamos solos en casa buena parte del tiempo. Como Roddy era el mayor, siempre se le había encargado que cuidara de su hermanita. ¡Menudo chiste! Sin duda un chiste cruel que no me hace sonreír.

Ahora que ya éramos mayores, y yo bastante alta (para una chica de mi edad: un metro setenta), Roddy no me atormentaba tanto como antes. Sobre todo era su expresión, algo a medio camino entre la sonrisa y la mueca, cambiante, con el ceño fruncido, destinada a transmitir que estaba pensando ciertas cosas que era mejor mantener secretas.

Aquella sonrisita de suficiencia era solo para mí: una esquirla de hielo que me atravesaba el corazón.

Mis padres me lo habían explicado: para mi hermano —que en el instituto no lo había hecho lo bastante bien como para merecer siquiera una beca en el college estatal de los EAN— era duro ver que a mí me iba mucho mejor en el mismo centro docente. Le resultaba embarazoso saber que su hermana pequeña sacaba mejores notas que él, calificaciones que me ponían los mismos profesores que él había tenido en el instituto Pennsboro. Y era muy poco probable que a Roddy lo admitiesen nunca en un curso universitario de cuatro años bajo control federal, incluso aunque asistiera a clases en un centro de formación superior y nuestros padres pudieran pagárselas.

Algo había ido mal en sus dos últimos años de instituto. Había cosas que le asustaban.., quizás con motivo. Conmigo no se había sincerado nunca.

En el instituto Pennsboro —como en todas partes en nuestro país, imagino— existía el miedo a parecer «listo» (lo que se podía interpretar como «demasiado listo»), algo que quizás atrajese sobre ti una atención no deseada. En una Verdadera Democracia, todas las personas son iguales: nadie es mejor que nadie. Estaba bien sacar notables, y algún sobresaliente de cuando en cuando; pero los sobresalientes implicaban riesgos, y con las matrículas de honor los riesgos eran aún mayores. A Roddy no le faltaba inteligencia, e incluso había tenido un buen nivel en los primeros años de secundaria, pero se pasó de largo en sus esfuerzos por no sacar sobresalientes en los exámenes, y acabó sus estudios con aprobados raspados.

Papá lo había explicado: es como si fueses campeón de tiro con arco. Y tienes que disparar para no dar en el centro del blanco. Y una tozudez en tu interior se asegura de que no solo no des en el centro, sino que ni roces la maldita diana.

Papá se había reído, mientras negaba con la cabeza. Algo así le había sucedido a mi hermano.

Pobre Roddy. Y pobre Adriane, dado que Roddy pagó su desilusión conmigo.

De eso no se hablaba abiertamente en el instituto. Pero todos lo sabíamos. Muchos de los chicos más listos no se empleaban a fondo para no llamar la atención. La VNSP (Vigilancia Nacional para la Seguridad Pública) tenía fama de confeccionar listas de disidentes potenciales (IM o IS) que, según se decía, contenían los nombres de alumnos con muy buenas notas y elevado coeficiente intelectual. Los alumnos destacados en ciencias —a quienes se consideraba demasiado «inquisitivos» y «escépticos» sobre las directrices del instituto con relación al currículo— eran especialmente sospechosos, así que los experimentos ya no formaban parte de nuestros cursos de ciencias, solo «hechos científicos» que memorizar («La gravedad hace que caigan los objetos», «El agua hierve a cien grados centígrados», «Los pensamientos negativos producen cáncer», «El CI medio de las mujeres es 7,55 puntos inferior al CI medio de los varones, conforme al estatus TP»).

Por supuesto, un error igual de grave era acabar solo con aprobados: eso significaba ser normal tirando a malo, pero también podía querer decir que saboteabas a sabiendas tu trayectoria en el instituto. «No emplearse a fondo» de manera demasiado obvia era a veces peligroso. Después de graduarte podías acabar en un centro de formación profesional con la esperanza de mejorar tu situación con nuevos cursos para tratar de dar el salto a una universidad estatal, pero lo cierto era que, si te incorporabas a la población activa en una categoría de nivel bajo, como Roddy en la ODM, ya te quedabas allí para siempre.

Nada se olvida nunca, nadie va a ningún sitio donde no esté ya. Era un dicho que más valía no repetir en voz alta.

Así que papá estaba condenado para siempre a no pasar de TM2 —técnico médico, segundo nivel— en la clínica de su distrito, un centro de salud donde los médicos en plantilla, que ganaban cinco veces más que mi padre, le consultaban todo el tiempo acerca de cuestiones profesionales, sobre todo oncología pediátrica.

El subsidio de salud de papá, como el de mamá, era tan escaso que ni siquiera le permitía tratarse en la clínica donde trabajaba. Ninguno de nosotros quería pensar en los problemas que tendrían mis padres si necesitaban —o cuando necesitasen— recibir tratamiento por alguna enfermedad grave.

En el instituto yo no había sido ni mucho menos tan cauta como Roddy. Me lo pasaba bien, y tenía amigas que eran para mí como hermanas. Me gustaban las pruebas tipo test y los exámenes: eran como juegos en los que, si estudiabas mucho, y memorizabas lo que los profesores te decían, podías obtener buenos resultados.

Solo que a veces me esforcé más de lo que hubiese sido necesario.

Quizá fuera arriesgado. Alguna chispa de desafío prendió en mí.

Pero, por otra parte, quizás (algunas lo pensamos) el instituto no era tan arriesgado para las chicas. Habían sido pocas las ADEACD (Acciones Disciplinarias para Eliminar Amenazas Contra la Democracia) emprendidas contra alumnos de Pennsboro en años recientes, y todas contra chicos de la categoría TP3 o inferiores.

(La categoría más alta de TP, Tonalidad de Piel, era 1: «Caucásico». La mayoría de los residentes de Pennsboro eran TP1 o TP2, con una pequeña cantidad de TP3. Había TP4 en un distrito vecino y por supuesto había obreros de piel más oscura en todos los distritos. Aunque sabíamos que existían, la mayoría de nosotros no había visto nunca un TP10 de carne y hueso.)

Ahora parece la más risible de las vanidades, y algo estúpidamente ingenuo, pero en nuestro instituto yo era una de las alumnas que manifestaban cierto talento para escribir y para el arte; era una «estudiante veloz» (decían mis profesores, no del todo satisfechos), y aprendía de memoria pasajes en prosa sin esfuerzo. Entre todos los chicos y chicas, no creo que fuese la alumna más «destacada» de mi promoción. ¡No entra dentro de lo posible! Tenía que trabajar duro para entender las matemáticas y las ciencias, necesitaba leer y releer mis tareas para casa y preparar mucho los test y los exámenes, mientras que a algunos de mis condiscípulos se les daban muy bien esas asignaturas. (Los TP2 y TP3 eran con frecuencia asiáticos, una minoría en nuestro distrito, y esas chicas y chicos eran muy listos, pero sin esforzarse por destacar, es decir, no querían arriesgarse.) Sucedió, de todos modos, que Adriane Strohl terminó sus estudios con la nota media más alta de la promoción del 23: 4,3 sobre 5.

A mi mejor amiga Paige Connor sus padres le habían hecho la advertencia de que no se empleara a fondo, así que su nota media era solo de 4,1, bien dentro de los límites seguros. Y Jonny, sin duda uno de los chicos más inteligentes, cuyo padre era IM, como el mío, y antiguo profesor de matemáticas, estaba claro que no se había empleado a fondo… o quizá los exámenes le resultaban tan traumáticos que no necesitaba esforzarse, y su media era un modesto 3,9, una nota muy segura.

Más vale cobarde a salvo que héroe desgraciado. Ahora no entiendo por qué pensaba yo que observaciones así no eran más que chistes tontos como los que hacen los críos.

Lo cierto es que me había abstenido de pensar. Más adelante en mi vida, o, más bien, en mi otra vida, en tanto que universitaria, cuando estudiaba psicología o al menos una primitiva forma de psicología cognitiva, tuve más información sobre el fenómeno de la «atención» —«habilidad para atender»—, que está dentro de la consciencia pero es el aspecto intencionado, deliberado, focalizado de la consciencia. Los ojos abiertos son solo el nivel mínimo de ser consciente; prestar atención es algo más. En mi vida en el instituto era consciente, pero no prestaba atención. Centrada en tareas como los deberes para casa, los exámenes, las amigas con las que compartir mesa en la cafetería y pasar juntas la clase de gimnasia, no captaba más que una fracción de cuanto flotaba a mi alrededor en el aire, de las advertencias de los profesores por medio del lenguaje corporal, miradas que deberían haberme alertado acerca de… algo.

En mi existencia de después me daría cuenta de que prácticamente durante toda mi vida anterior había sido consciente bajo mínimos. Prácticamente no había cuestionado nada; apenas había tratado de descifrar la naturaleza específica de lo que mis padres trataban de comunicarme, más allá de sus palabras. Porque mis queridos padres sufrían de la maldición que entraña la habilidad para atender. Me los había creído al pie de la letra; había dado por sentada mi vida en una burbuja…

Así pues, sucedió que a Adriane Strohl la eligieron como primera de su promoción en el instituto. ¡Buenas noticias! ¡Felicidades!

Ahora doy por hecho que ningún otro alumno con los méritos necesarios quería aquella «distinción»; de la misma manera que nadie quería tampoco una Beca Patriótica para la Democracia. Aunque, al parecer, hubo algo de controversia, porque se decía que la dirección del instituto prefería, para el discurso, a otro alumno en lugar de Adriane Strohl, un muchacho con una nota media de 4,2 además de un premio por sobresalir en la práctica del fútbol americano, con un galardón como Buen Ciudadano Democrático y cuyos progenitores, se aseguraba, eran de una casta superior a la mía, sin contar con que su padre no era IM sino EE (Exiliado de Élite, una distinción especial concedida a exiliados, una vez concluido su periodo de Exilio, por haberse rehabilitado al ciento diez por ciento).

Me enteré de la controversia por encima, solo me llegó como rumor en el instituto. El hijo del EE no tenía tan buenas notas como yo, pero se le creía capaz de pronunciar un discurso de despedida más ágil y más entretenido, dado que había estudiado relaciones públicas para televisión y no el currículo generalista. ¿Y quizás a la dirección del instituto le preocupaba que Adriane Strohl no solo no fuese entretenida, sino que dijera cosas «inaceptables» en su alocución?

En cierto modo, sin darme cuenta, a lo largo de varios años había conseguido entre mis profesores y condiscípulos la reputación de decir cosas «sorprendentes» —cosas «inesperadas»— que otros alumnos no hubieran dicho. Por mero impulso alzaba la mano y hacía preguntas. No es exactamente que tuviera dudas: solo curiosidad y deseos de saber. Por ejemplo, ¿un «hecho científico» era siempre y a la fuerza un hecho? ¿El agua hervía siempre a cien grados centígrados o dependía de lo pura que fuese? Y ¿los alumnos varones eran siempre más listos que las chicas, a juzgar por los resultados reales de los exámenes y las notas en nuestro instituto?

Algunos de los profesores (hombres) hacían chistes a mi costa, de manera que la clase se reía de lo tontas que eran mis consultas; algunas profesoras se enfadaban o, quizás, se asustaban. Mi voz tiende a ser reposada y cortés, pero es posible que se percibiese como terca.

A veces mi gesto de perplejidad desconcertaba a los profesores, que siempre tenían cuidado de que su expresión fuese la correcta cuando estaban delante de los alumnos. Había formas aceptadas de manifestar interés, sorpresa, desaprobación (moderada), severidad. (Como todos los espacios públicos y muchos privados, nuestras aulas se «monitorizaban para garantizar la calidad», pero los adultos se daban mucha más cuenta que los adolescentes de la vigilancia a la que estaban sometidos.)

Todas las clases tenían sus espías. No sabíamos quiénes eran, por supuesto; se decía que si creías saberlo seguro que te equivocabas, dado que la OVVCD (Oficina de Vigilancia Voluntaria de Ciudadanos Democráticos) escogía a sus espías con tanto cuidado que el resultado era análogo al camuflaje de cierta especie de mariposa nocturna cuyas alas se funden con la corteza de determinados árboles sin solución de continuidad. Como decía papá: Tus profesores no lo pueden evitar. No se pueden desviar del currículo. El ideal es enseñarlo todo al pie de la letra: cada profesor en su clase tiene que funcionar como un robot, sin apartarse nunca del guion bajo pena de…, ya sabes de qué.

¿Era cierto aquello? Durante años, en nuestro curso, la promoción de EAN-23, se había hablado de manera imprecisa de un profesor o una profesora —no sabíamos cuánto tiempo atrás, ¿quizá cuando estábamos en los primeros años de secundaria?— que un día se había «apartado» del guion, había empezado a hablar a lo loco, y a reírse, y a amenazar con el puño al «ojo» (de hecho, probablemente había numerosos «ojos» en cualquier clase, todos ellos invisibles), por lo que se le detuvo y aniquiló de la noche a la mañana, y hubo que contratar a un nuevo profesor para ocupar su sitio; muy pronto nadie se acordaba ya del profesor-que-fue-Aniquilado. Y al cabo de algún tiempo ni siquiera recordábamos con claridad que uno de nuestros profesores había sido Aniquilado. (¿O se trataba de más de uno? ¿Estaban embrujadas ciertas clases del instituto?) En nuestros cerebros, donde debería haber estado el recuerdo de — solo quedaba un vacío.

Con toda seguridad, yo no era agresiva en el aula. Estoy convencida de que no. Pero comparada con mis compañeros de clase, muy dóciles en su mayor parte —algunos de ellos se hundían en sus pupitres como muñecas de papel maché a medio plegar—, es posible que Adriane Strohl destacara… de un modo poco afortunado.

En Historia Patriótica de la Democracia, por ejemplo, a veces había querido saber más sobre «hechos» históricos. Había hecho preguntas acerca de un tema que nadie cuestionaba jamás: los Grandes Ataques Terroristas del 11/09/01. Pero no en plan arrogante, en serio, ¡solo por curiosidad! Desde luego, no quería causar problemas a ninguno de mis profesores con la OSE (Oficina de Supervisión Educativa), ya que el resultado podía ser que los degradaran, los despidiesen o los… «vaporizaran».

Yo habría pensado, vaya, que le caía bien a la gente, en su mayoría. Era la chica con el pelo de punta, de grandes y brillantes ojos de color castaño oscuro, una voz con su chispa de atractivo y la costumbre de hacer preguntas. Como un niño muy pequeño con demasiada energía de quien se espera que en el jardín de infancia corra en círculos hasta cansarse. Con una especie de ingenuidad inconsciente, había sacado buenas notas, así que se daba por sentado que, pese a que mi padre perteneciera a la casta de IM, cumpliría con los requisitos para cursar estudios en una Universidad Estatal Democrática bajo autoridad federal.

(Esto es, se me podía aceptar en una de las masificadas universidades estatales, en las que a una clase teórica podían asistir hasta mil alumnos y donde muchas de las asignaturas se cursaban online.)

Las universidades restringidas eran mucho más pequeñas, prestigiosas e inaccesibles salvo para una pequeña parte de la población; aunque no aparecían online ni en ningún directorio público, se alojaban en los campus «tradicionales» de Cambridge, New Haven, Princeton, etcétera, en distritos restringidos. No solo no sabíamos dónde estaban exactamente esos centros académicos, sino que tampoco habíamos conocido a ninguno de sus graduados.

Cuando en clase alzaba la mano para contestar a la pregunta de un profesor, advertía a veces las miradas de mis compañeros —amigos míos, incluso—, algo así como incómodos, preocupados: ¿Qué va a decir ahora Adriane? ¿Qué bicho le habrá picado?

¡No me había picado ningún bicho! Estaba segura.

De hecho, en secreto hasta me sentía orgullosa de mí misma. Y puede que fuera un poquito vanidosa. Porque me gustaba pensar: Soy la hija de Eric Strohl.

libro-10

La detención

La voz y las palabras fueron rápidas, enérgicas, impersonales:

—Strohl, Adriane. Manos a la espalda.

Sucedió muy deprisa. Durante el ensayo para la ceremonia de nuestra graduación.

¡Tan deprisa! Estaba demasiado sorprendida, demasiado asustada para pensar en resistirme.

Aunque imagino que lo hice, que traté de «resistirme»; con desesperación infantil, traté de agacharme y alejarme de las violentas manos de los agentes, que me retorcieron los brazos con tan inusitada fuerza que tuve que morderme los labios para no gritar de dolor.

¿Qué estaba sucediendo? No me lo podía creer: estaba siendo detenida.

Pero, pese a la conmoción, pensé: No voy a gritar. No voy a pedir clemencia.

Me esposaron con las manos a la espalda. En unos segundos me convertí en prisionera de la Seguridad Nacional.

Acababa de pronunciar mi discurso de despedida y me alejaba ya del podio, para bajar del escenario, cuando apareció el señor Mackay, nuestro director, con una expresión peculiar —muda indignación, superioridad moral, pero también miedo—, para señalarme, como si los agentes que iban a detenerme necesitaran que me señalase desde muy cerca.

—Ahí está… Adriane Strohl. Esa es la traidora que están buscando.

Las palabras del señor Mackay sonaron extrañamente impostadas. Parecía muy enfadado conmigo, pero ¿por qué? ¿Por mi discurso de despedida? Pero todo él había consistido en preguntas; ni respuestas, ni acusaciones.

Sabía que al señor Mackay yo no le gustaba; no me conocía muy bien, excepto por las opiniones de mis profesores. Pero fue estremecedor ver en el rostro de una persona adulta aquella expresión de auténtico odio.

—Se le advirtió. Todos están advertidos. Hemos hecho todo lo que hemos podido para educarla como patriota, pero… esa chica es una provocadora nata.

¡Provocadora! Conocía el significado del término, pero nunca había oído a nadie acusarme de serlo.

Más adelante me di cuenta de que la Orden de Detención tenía que haberse redactado antes del ensayo, por supuesto. El señor Mackay y sus consejeros del claustro de profesores sin duda me habían denunciado a la Agencia Disciplinaria para la Juventud antes incluso de haber oído mi discurso; habían adivinado que sería «subversivo» y que no se me podía permitir pronunciarlo en la ceremonia de graduación. Y la Beca Patriótica para la Democracia tenía que haber sido también una burla cruel.

Mientras otros mantenían la vista fija en el escenario bien iluminado, la agente encargada de detenerme me leyó la orden judicial. En cuanto a mí, estaba demasiado anonadada para oír la mayor parte: solo palabras terribles como arresto, detención, reasignación, condena… Incitación a la Traición y Cuestionamiento de la Autoridad.

A toda prisa, el señor Mackay convocó al último curso de secundaria para una «asamblea de emergencia».

Mis condiscípulos se instalaron en el auditorio, entre murmullos y muestras de agitación. Había trescientos veintidós alumnos en el curso, y en muy pocos minutos la noticia de mi detención se extendió entre ellos como el fuego por un reguero de pólvora.

Con gesto serio, el señor Mackay anunció desde el podio que el Estado había detenido a Adriane Strohl, «anteriormente» alumna destacada de su promoción, acusada de Traición y Cuestionamiento de la Autoridad; y lo que ahora se solicitaba era un «voto de confianza» de sus pares relativo a aquella acción.

Es decir, todos los alumnos de último curso (salvo Adriane Strohl) tenían que votar si estaban de acuerdo con la detención o querían impugnarla.

—Vamos a pediros un voto a mano alzada —dijo el señor Mackay, con la voz temblorosa por tan solemne ocasión—, en una demostración de democracia plena, justa e imparcial.

Durante todo aquel tiempo yo había permanecido esposada, con expresión culpable y el sudor cayéndome por la cara, al borde mismo del escenario. Como si mis compañeros de clase necesitaran que se les recordase quién era la detenida Adriane Strohl.

Dos fornidos agentes de la División Disciplinaria de la Seguridad Nacional para la Juventud me tenían bien sujeta por los brazos. Eran un hombre y una mujer, los dos con uniforme de color azul oscuro y equipados con porra, pistola paralizante, espray y revólver, todo ello en pesadas fundas en torno a la cintura. Mis compañeros de clase miraban con los ojos muy abiertos, al mismo tiempo intimidados y sobrecogidos. ¡Una detención! ¡En el instituto! Y un voto a mano alzada que no era una novedad en sí mismo, excepto por lo emocionante de la ocasión.

—¡Alumnos y alumnas! ¡Atención! Todos los que estén a favor de retirarle a Adriane Strohl el honor de pronunciar el discurso de despedida, por haber cometido Traición y Cuestionado a la Autoridad, alzad la mano, ¿de acuerdo?

Se produjo una breve pausa de asombro. Muy breve.

Vacilantes, se alzaron unas cuantas manos. Luego, algunas más.

Sin duda, la presencia de los agentes uniformados de la División Disciplinaria para la Juventud, fulminándolos con la mirada, empujó a mis compañeros a la acción. Filas enteras alzaron la mano… ¡Sí!

Aquí y allí había alumnos que se revolvían incómodos en el asiento. No votaban, todavía. Mi mirada se cruzó con la de mi amiga Carla, por cuyas mejillas también parecían correr las lágrimas. Y allí estaba Paige, casi haciéndome señas: Lo siento, Adriane. No tengo elección.

Como en una pesadilla, a la larga se alzó contra mí un mar de manos. Si hubo quienes no votaron, con las manos cruzadas sobre el regazo, yo no los vi.

—¿Y todos los que se oponen, los que dicen no?

La voz del señor Mackay se detuvo dramáticamente, como si estuviera contando; lo cierto es que

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