Canciones para el incendio

Fragmento

libro-5

I

Siempre he querido escribir la historia que me contó la fotógrafa, pero no hubiera podido hacerlo sin su permiso o su connivencia: las historias de los otros son territorio inviolable, o así me ha parecido siempre, porque muy a menudo hay en ellas algo que define o informa una vida, y robarlas para escribirlas es mucho peor que revelar un secreto. Ahora, por razones que no importan, ella me ha permitido esa usurpación, y sólo ha pedido a cambio que yo cuente la historia tal como ella me la contó esa noche: sin retoques, sin adornos, sin fuegos artificiales, pero también sin artificiales sordinas. «Comience donde comienzo yo», me dijo. «Comience con mi llegada al hato, cuando vi a la mujer.» Y eso me dispongo a hacer aquí, y lo haré con plena conciencia de que soy la forma que ella ha encontrado de ver su historia contada por otro y así entender, o tratar de entender, algo que se le ha escapado siempre.

La fotógrafa tenía un nombre largo y largos eran sus apellidos, pero todos le decían Jota. Se había convertido con los años en una suerte de leyenda, una de esas personas de las que se saben cosas: que siempre vestía de negro; que no se tomaría un aguardiente ni para salvar la vida. Se sabía que hablaba sin prisas con la gente antes de sacar la cámara del morral, y más de una vez los periodistas escribieron sus crónicas con el material de lo que ella recordaba, no con lo que ellos habían logrado averiguar; se sabía que los otros fotógrafos la seguían o la espiaban, creyendo que no se daba cuenta, y solían pararse detrás de ella en el intento vano de ver lo que ella veía. Había fotografiado la violencia con más asiduidad (y también con más empatía) que ningún otro reportero gráfico, y suyas eran las imágenes más desgarradoras de nuestra guerra: la de la iglesia destrozada por un cilindro de gas de la guerrilla entre cuyos escombros sin techo llora una anciana; la del brazo de una joven con las iniciales, marcadas a cuchillo y ya cicatrizadas, del grupo paramilitar que había asesinado a su hijo en su presencia. Ahora las cosas eran distintas en ciertas zonas afortunadas: la violencia estaba en retirada y la gente volvía a conocer algo parecido a la tranquilidad. A Jota le gustaba visitar esos lugares cuando podía: para descansar, para huir de su rutina o simplemente para ser testigo de primera mano de aquellas transformaciones que en otros tiempos habrían parecido ilusorias.

Así fue como llegó al hato Las Palmas. El hato era lo que había sobrevivido de las noventa mil hectáreas que alguna vez pertenecieron a sus anfitriones. Los Galán nunca habían salido de los Llanos ni tenían proyectos de rehacer la casa vieja, y vivían satisfechos allí, moviéndose descalzos por el suelo de tierra sin espantar a las gallinas. Jota los conocía porque había visitado la misma casa veinte años atrás. Por entonces, los Galán le habían alquilado la habitación de una de sus hijas, que ya se habían ido a estudiar Agronomía a Bogotá, y desde la ventana Jota veía el espejo de agua, que era como llamaban a un río de unos cien metros de ancho, tan tranquilo que más parecía una laguna; los chigüiros cruzaban el río sin que la corriente los desviara, y en medio del agua se asomaba a veces, flotando inmóvil, una babilla aburrida.

Ahora, en esta segunda visita, Jota no dormiría en esa habitación llena de cosas ajenas, sino en la cómoda neutralidad de un cuarto de huéspedes con dos camas y una mesita de noche entre ellas. (Pero ella sólo usaría una, y hasta le costó escoger cuál). Todo lo demás seguía igual que antes: ahí estaban los chigüiros y las babillas, y el agua tranquila, cuya quietud se había agravado por la sequía. Sobre todo, ahí estaba la gente: porque los Galán, tal vez por su renuencia a salir del hato más que para comprar insumos, se las habían ingeniado para que el mundo viniera a ellos. Su mesa, un tablón enorme al lado de la cocina de carbón, estaba invariablemente llena de gente de todas partes, visitantes de los hatos vecinos o de Yopal, amigos de sus hijas con o sin ellas, zoólogos o veterinarios o ganaderos que venían a hablar de sus problemas. Así era también esta vez. La gente manejaba dos o tres horas para venir a ver a los Galán; Jota había manejado siete, y lo había hecho con gusto, tomándose el tiempo de descansar cuando ponía gasolina, abriendo las ventanas de su campero viejo para disfrutar los cambios de olor de la carretera. Algunos lugares tenían cierto magnetismo, acaso injustificado (es decir, hecho con nuestras mitologías y nuestras supersticiones). Para Jota, Las Palmas era uno de ellos. Y esto buscaba: unos cuantos días de quietud entre pájaros con pico de cuchara e iguanas que bajaban de los árboles para comer mangos caídos, en un lugar que en otros tiempos había sido territorio de violencias.

De manera que allí estaba la noche de su llegada, comiendo carne con troncos de plátano debajo de un tubo de luz blanca y sentada junto a una docena de desconocidos que, visiblemente, eran desconocidos también entre ellos. Estaba hablando de cualquier cosa —de cómo esta zona se había pacificado, de cómo ya no había extorsiones y era raro que se robaran el ganado— cuando oyó el saludo de una mujer que acababa de llegar.

«Buenas y santas», dijo ella.

Levantó la cabeza para saludarla, como hacían todos, y la oyó disculparse sin mirar a nadie y la vio acercar una silla de plástico, y sintió algo parecido al reconocimiento. Le tomó unos segundos recordar o descubrir que la había conocido allí mismo, en el hato Las Palmas, veinte años atrás. Ella, en cambio, no recordaba a Jota.

Más tarde, cuando ya la conversación se había mudado a las hamacas y las mecedoras, Jota pensaría: mejor así.

Mejor que no la haya reconocido.

II

Veinte años atrás, Yolanda (así se llamaba aquella mujer) había llegado como parte de una comitiva. Jota se había fijado en ella desde el principio: en su compostura de presa vigilada, en su paso tenso, en esa manera de moverse como si tuviera prisa o cumpliera un recado. Quería parecer más seria de lo que era en realidad, y sobre todo más seria que los hombres del grupo. Durante el desayuno del primer día, cuando la mesa se trasladó a la sombra de un árbol del cual caían mangos con el golpe seco de una bola de petanca (y sí, ahí estaba la iguana acechante), Jota miró a la mujer y la oyó hablar, y miró a los hombres y los oyó hablar, y supo que venían de Bogotá y que el hombre del bigote, al que los demás hablaban con docilidad y aun con pleitesía, era un político de segunda línea cuyos favores perseguían los terratenientes de la zona. Lo llamaban Don Gilberto, pero en el uso de su nombre de pila, por alguna razón, Jota detectaba más respeto que si lo hubieran llamado por su apellido o su cargo. Don Gilberto era uno de esos hombres que hablan sin mirar a nadie y sin invocar el nombre de nadie, y sin embargo todos saben a quién están dirigidas sus palabras o sus sugerencias o sus órdenes. Yolanda se había sentado a su lado con la espalda recta, como si tuviera una libreta lista para tomar notas, para recibir encargos o dictados. Al acomodarse en la banca (allí afuera no había sillas, sino una larga banca de tablones de madera que todos los comensales debían cómicamente levantar al mismo tiempo para sentarse), había movido su plato y sus cubiertos para alejarlos de los del hombre: cinco centímetros, no más que eso, pero Jota se había percatado del gesto y lo había encontrado elocuente. En la luz que se abría entre ellos, en la esmerada voluntad de no tocarse, estaba pasando algo.

Hablaron de las próximas elecciones; hablaron de salvar al país de la amenaza comunista. Hablaron de un muerto que había bajado en días pasados por el río, y todos estuvieron de acuerdo en que algo habría hecho: al que no debe nada no le pasan esas cosas. Jota no habló de la casa que había visitado esa mañana, a media hora de carretera, donde un profesor de escuela había sido acusado de adoctrinar a los niños, encontrado culpable y decapitado para escarmiento de sus alumnos adolescentes; tampoco habló de las fotos que le tomó al alumno cuya suerte fue encontrar la cabeza en el pupitre del profesor. Sí se habló, en cambio, de música llanera: uno de los comensales resultó ser autor de varias canciones; Jota había oído una de ellas, y sorprendió a los demás (y se sorprendió a sí misma) recitando el coro, unos versos donde galopaban los jinetes y el sol de la tarde era del color de unos labios. Sintió que había llamado la atención de los otros, acaso de manera indebida. Sintió, también, que aliviaba a Yolanda; que las miradas de los hombres sobre Yolanda se volvían más livianas. Sintió que ella se lo agradecía sin palabras.

Antes del último café, el señor Galán dijo:

«Esta tarde hay caballos para el que quiera. Mauricio los lleva a dar un paseo y así conocen la propiedad.»

«¿Y qué hay que ver?», dijo el político.

«Ah», dijo Galán, «aquí se ve de todo».

Jota dejó que se le fueran las horas en una hamaca verde, alternando cervezas y aguapanela, haciendo siestas inconstantes y leyendo un libro de Germán Castro Caycedo. A la hora convenida, se acercó a la caballeriza. Ahí estaban: cuatro bestias ensilladas miraban al mismo punto del horizonte. El hombre que iba a guiarlos llevaba pantalones arremangados y un cuchillo en el cinto; Jota se fijó en la piel de los pies descalzos, cuarteada como la tierra reseca, como el lecho de un río del que el agua se ha ido. El hombre apretaba cinchos y alargaba estribos cuando los invitados se subían a sus caballos, pero nunca miraba a nadie a la cara, o tenía el tipo de gesto que provoca esa impresión: los pómulos duros, ranuras en vez de ojos. Le indicó a Jota un caballo que a ella le pareció demasiado escuálido; luego, ya montada, Jota se sintió cómoda en la silla y se olvidó de los reparos. Cuando arrancaron, se dio cuenta de que el político no había venido. Ahí estaban Yolanda y tres de sus compañeros: el de estudiadas patillas, el del pelo engominado, el que siseaba al hablar y hablaba más alto (con cierta agresividad) para disimular o atenuar sus complejos.

El cielo se había abierto: una luz amarilla les daba en la cara mientras avanzaban por tierras áridas, entre cráneos de vacas o de chigüiros, bajo el vuelo de chulos atentos. El calor había disminuido, pero no había viento, y Jota sentía el sudor en la parte baja de la espalda. Un leve olor a mortecina aparecía de vez en cuando. A Jota le habían puesto una manta de lana en la silla, para amortiguar los rigores del cuero duro, pero algo debía de estar haciendo mal, pues dos veces intentó galopar y dos veces sintió dolores en la pelvis. De manera que se quedó atrás, como si cuidara al grupo. Adelante, Mauricio señalaba cosas sin hablar, o hablando tan bajo que Jota no alcanzaba a oírlo. No era grave: bastaba con buscar lo que su brazo señalaba para encontrar el pájaro de colores raros, el gigantesco nido de avispas, el armadillo que provocó emociones en el grupo.

En cierto momento, Mauricio se detuvo. Indicó silencio a los demás y señaló hacia un conjunto de árboles que Jota no habría llamado bosque. En el fondo, la cabeza erguida como olfateando el aire, estaba un venado.

«Qué lindo», susurró Yolanda.

Eso fue lo último que Jota le oyó decir antes del accidente. La caravana se puso en marcha de nuevo, y lo que pasó entonces pasó muy rápido. Jota no se dio cuenta de las cosas, de la secuencia de las cosas en el momento en que sucedieron, pero luego las explicaciones abundarían: que Yolanda había soltado la rienda, que el caballo había comenzado a galopar, que Yolanda había apretado las piernas (el reflejo de quien intenta sostenerse) y el caballo se había desbocado. Esto sí lo vio Jota: el caballo hizo un giro veloz y arrancó a una velocidad explosiva en dirección al hato, y Yolanda no pudo hacer más que aferrarse al cuello (ni siquiera intentó buscar las riendas, o las buscó y no las encontró en medio de su esfuerzo por no caer), y fue entonces cuando Mauricio arrancó también en una maniobra milagrosa, algo que Jota nunca había visto, y con su caballo le cortó el camino al caballo rebelde, y con el cuerpo de su caballo y con su propio cuerpo lo chocó y lo derribó. Fue un movimiento de una destreza inverosímil, y habría convertido a Mauricio en un héroe fugaz (el que corta de raíz una situación peligrosa y evita que pase a mayores) si Yolanda no hubiera salido despedida hacia delante de mala manera, si su cabeza no se hubiera estrellado contra el suelo, contra sus grietas secas en las cuales asomaban piedras cubiertas de polvo.

Jota bajó de su caballo para ayudar (un salto de bailarina) aunque no había nada que pudiera hacer. Mauricio, en cambio, ya estaba sacando un radioteléfono de una alforja y llamando a la gente del hato para que mandaran un carro, para que empezaran a buscar a un médico. El caballo caído se había levantado ya. Estaba allí, quieto, mirando a ninguna parte: se había olvidado de la urgencia por volver a casa. También Yolanda estaba quieta, acostada sobre su vientre, con los ojos cerrados y los brazos debajo del cuerpo, como una niña que duerme en una noche fría.

Después, cuando el señor Galán se llevó a Yolanda a una clínica de la ciudad, se debatió mucho sobre la reacción del llanero. No habría debido derribar al otro caballo, decían unos; otros alegaban que había hecho lo correcto, porque un caballo que se desboca es más peligroso para su jinete cuanto más se le deje avanzar (la velocidad, la dificultad de mantener el equilibrio). Se contaron anécdotas de otros tiempos; se habló de niños inválidos; se dijo que en los Llanos se aprendía a caer. Don Gilberto escuchaba las discusiones en silencio, con el gesto deformado por algo que parecía menos preocupación que rabia, la rabia del dueño de un juguete que los demás no han cuidado. O tal vez Jota no lo estaba interpretando bien. Era difícil leer su silencio; pero en la noche, cuando Galán llamó desde la clínica para dar las últimas noticias, se le vio turbado. Había comenzado a beber whisky en el mismo vaso que le había servido para la aguapanela, acostado en una hamaca de colores, pero no balanceándose, sino anclado al suelo de baldosa con un pie de uñas sucias. Todo él era una pregunta. La información que le transmitieron no lo dejó satisfecho.

Yolanda estaba en coma inducido. Tenía el brazo izquierdo muy magullado, pero no se había roto nada; la cabeza, en cambio, había recibido un golpe que hubiera podido matarla en el instante, y que había provocado un hematoma de consecuencias imprevisibles. Ya los médicos le habían trepanado el cráneo para aliviar la presión de la sangre, pero todavía había riesgo, o, por mejor decir, todavía era imposible nombrar los muchos riesgos que persistían. «No estamos del otro lado», dijo el hombre que habló con Galán, acaso con las mismas palabras que el médico había usado con él. Era uno de los miembros de la comitiva, uno de los más obsequiosos y, al mismo tiempo, de los menos visibles, y era raro oírlo a él describir la piel rota por la tierra dura, la cara hinchada y oscurecida. Don Gilberto recibió las palabras con una mueca arisca en la boca y se sirvió otro vaso de whisky, y Jota pensó en esa forma extraña que adopta el poder: es un subalterno —un asistente, un empleado— quien nos informa de la suerte de otro, otro que nos importa. Tal vez a eso se debió que Jota sintiera, ante la preocupación del hombre, algo frío, algo remoto.

Pasada la medianoche, ya borracho o hablando como borracho, Don Gilberto se despidió. Jota se quedó un rato más, un rato hecho de silencios densos o de susurros prudentes, como si la convaleciente estuviera en el cuarto de al lado. El hombre que siseaba se había tomado también sus tragos y ahora trataba de que Jota le aceptara un vaso de whisky demasiado lleno. Mientras fingía tomárselo, Jota se sintió de repente invisible, pues los demás habían comenzado a hablar como si ella no estuviera.

«El jefe está asustado», decía uno.

«Claro», decía otro. «Es que no es cualquiera.»

«Es Yolanda, y él…»

«Sí. Es Yolanda.»

«Se muere si le pasa algo.»

«Eso sí. Si le pasa algo, se muere.»

Las voces se confundían. Una voz era todas las voces. Jota comenzaba a sentirse cansada (ese cansancio traicionero con que nos desgastan las emociones ajenas). Se hundió en la hamaca y fue como si alguien la arropara. No supo en qué momento se quedó dormida.

Cuando despertó, los demás se habían ido a sus cuartos. Habían apagado la luz del corredor de las hamacas, de manera que Jota se encontró en un lugar oscuro de siluetas apenas perceptibles. Olía a aceite quemado; el único sonido, el que llenaba la noche, era el coro de las ranas y los insectos sin nombre. El resplandor de un bombillo remoto le permitió llegar hasta la cocina abierta, caminando con dificultad entre perros echados y materas de geranios, y encontrar la nevera: se serviría un vaso de aguapanela con hielo y se iría a su cuarto, como todo el mundo. Y al día siguiente pediría noticias de la otra mujer, pasaría la mañana en el hato y tomaría algunas fotos y después del almuerzo volvería a Bogotá. Eso decidió. Pero entonces, mientras se servía la aguapanela sobre el mesón de madera, su mirada buscó el río quieto, tal vez por ver si las babillas salían de noche. No vio babillas, pero sí una silueta del tamaño de un chigüiro grande que se levantaba en la ribera. Jota avanzó hasta el cercado de madera y desde allí sus ojos, acostumbrándose a la oscuridad, distinguieron un sombrero, luego un hombre sentado, luego que ese hombre era Don Gilberto. Después se preguntaría por qué, en vez de irse a la cama, había decidido acercarse al hombre. ¿Por lo que había visto durante el desayuno, acaso, o acaso por la singular preocupación del jefe?

«Buenas noches», le dijo cuando lo tuvo cerca.

Don Gilberto apenas se giró. «Cómo le va, señorita», dijo sin interés.

Jota supo que había seguido bebiendo y fugazmente se preguntó si era prudente quedarse junto a él. Pero una curiosidad de origen impreciso fue más fuerte que esas prevenciones. El hombre estaba sentado sobre la pelusa —sobre el pasto ralo que crecía sin convicción en ese punto de la ribera— con las rodillas entre los brazos y la espalda encorvada. Jota buscó un espacio libre de cagadas de chigüiro y se sentó sin pedir permiso, no al lado del hombre, pero lo bastante cerca como para mantener una conversación. De noche, las aguas reflejaban la luna neblinosa, y Jota trató de recordar el nombre que tiene el camino de luz que la luna forma en el mar. Pero no lo consiguió; y además esto no era el mar, sino un agua quieta de los Llanos Orientales, y aquí no había camino, sino un leve resplandor blancuzco.

Jota le alargó la mano y dijo su nombre.

«Sí, ya sé quién es usted», dijo Don Gilberto, esforzando las consonantes, que de todas maneras le salían arrastradas. «La fotógrafa, ¿no? Viene de Bogotá.»

«Qué memoria», dijo Jota. «Pero así son los políticos, se acuerdan de todo el mundo.»

Don Gilberto no respondió al comentario. Jota añadió:

«Siento mucho lo de su asistente.»

«Sí», dijo Don Gilberto. «Cómo le parece el problemita.»

¿Problemita? Yolanda podía salir del coma con graves deficiencias mentales, o con la motricidad perturbada; también podía no salir de él, quedarse enredada en ese sueño artificial y no volver a la vida. Aquello era mucho más que un problemita, pensó Jota, y pensó que su curiosidad no se había equivocado.

«Bueno, yo no lo llamaría así», dijo Jota. «La cosa es grave. ¿A usted no lo preocupa…?»

«Yo sé que la cosa es grave», la cortó Don Gilberto.

«Claro», dijo Jota. «Yo no…»

«No me venga a sermonear, que usted no la conoce», dijo el hombre. «Yo sí. Yo sé quién es ella y sé lo que pasaría».

No completó la frase. «Perdón», dijo Jota. «Me expresé mal.»

«Si ella se muere, se me muere a mí, no a usted.»

«Sí», dijo Jota. «Perdón.»

Entonces el hombre se sacó de entre las piernas una cantimplora de aluminio, le quitó la tapa que servía de copita y bebió un trago. El aluminio soltó un tímido destello de luz blanca, como el agua quieta. Luego, Don Gilberto volvió a llenar la copita y se la ofreció a Jota.

«No, muchas gracias», dijo ella. Pensó que aceptar un trago podría lanzar una señal equivocada.

El hombre bebió la copita y tapó la cantimplora. «¿Usted qué cree que pase?», preguntó.

«¿Con ella?», dijo Jota estúpidamente. «No sé, no soy médico. Dicen que en estos casos pueden quedar secuelas.»

«Sí, ¿pero qué clase de secuelas? ¿Queda inválida la gente, por ejemplo?»

«No sé», dijo Jota. «Me imagino que sí, que es posible.»

«¿O queda mal de la cabeza? ¿Queda confundida, digamos, queda con amnesia? Mejor dicho: ¿se le olvidan las cosas?»

«Ah, ya veo», dijo Jota. «A usted le preocupa lo que ella sabe.»

Don Gilberto, por primera vez, giró la cabeza (su posición no le permitía hacerlo fácilmente) y miró a Jota. A pesar de la penumbra, Jota encontró en sus ojos entrecerrados esa especie de somnolencia de quien ha bebido. No, no era somnolencia: era como si algo le hubiera entrado en los ojos y los tuviera irritados.

«¿Cómo así?», dijo Don Gilberto. «¿Qué quiere decir?»

«Nada, nada», dijo Jota. «Que ella trabaja con usted y que tal vez tenga conocimientos importantes, información importante. Nada más.»

Don Gilberto volvió a mirar hacia el río.

«Conocimientos importantes», repitió.

«Sí», dijo Jota. «Supongo yo.»

«Pues sí, señorita, creo que usted tiene razón», dijo Don Gilberto. Se sirvió otra copita de whisky en la tapa de su cantimplora de aluminio, luego otra, como si le hubiera entrado una suerte de urgencia, y siguió hablando. «P

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