Don José multiplicado
Me gustaba llamarlo don José, no solo por afecto respetuoso, sino también en homenaje a su José de El evangelio según Jesucristo, un carpintero apacible de maneras que bien merecía el título de don, y por el don José de Todos los nombres, metódico y humilde empleado del Registro Civil de las personas a quien sin embargo ocurrieron cosas sorpresivas, como es siempre así la vida, que nos depara asuntos que ni sospechamos; e igual al carpintero, que se echa encima la culpa de la carnicería de niños decretada por Herodes, vaya sorpresa, y expía esa culpa crucificado por los romanos, todo eso según la novela del verdadero don José, claro está, creador de los otros don José, el amanuense y el carpintero.
Con Premio Nobel o sin Premio Nobel, don José seguirá siendo en mi memoria de lector, y de escritor, el mismo don José que multiplica mundos; y a esa misma memoria, ahora afectiva, vive regresando don José, el ser humano, con su humor desdeñoso, un ligero gesto de la boca, una sonrisa apenas insinuada en los ojos. Una bondad con malicia juguetona. Fuimos cómplices desde el primer día que nos vimos cara a cara. Y, además, desde antes era yo devoto confeso de don José. Donde quiere que nos encontráramos, en Madrid, en México, en Lanzarote, aunque no nos los dijéramos por algún rato, nos alegrábamos tanto de vernos. Con Premio Nobel o sin Premio Nobel. Pero el caso es que la misteriosa y sacrosanta Academia Sueca decidió un día otorgarle ese premio, o ponerle en su cabeza esa corona que no hay otra igual sobre la tierra para alguien que se ha quemado las pestañas escribiendo como oficio único o preferente de su vida, multiplicando mundos.
Y entonces allí lo tenemos, don José premio Nobel, hasta ahora el único de la lengua portuguesa, de esa estirpe que empieza con Camoens, sigue con Machado de Assis, con Eça de Queirós, con Fernando Pessoa, y allí me quedo pues no se trata sino de una lista ejemplar, solo para que veamos de qué lengua se trata y cuál es la cepa, y cuánto habían tardado en premiarla.
Y aquí está ahora este libro de Ricardo Viel que nos relata la historia del Premio Nobel concedido a don José, contada como si se tratara de un thriller por todo el suspenso que conlleva, avisos secretos, revelaciones prohibidas, tener la palabra en la boca y no poder soltarla, don José indiferente y ajeno a lo que se le venía encima, o quizás sospechando poco o sospechando mucho, y quienes lo sabían sin poder hacerle confidencia alguna, el ya premiado a punto de tomar un avión de vuelta a Madrid en el aeropuerto de Frankfurt, la noticia al fin en sus oídos comunicada por la empleada de la aerolínea y no por la augusta voz del secretario o presidente de la Academia Sueca, vaya a saberse, y luego, incrédulo caminando solitario por un pasillo interminable para salir del aeropuerto de regreso a los recintos de la Feria del Libro donde le espera la fiesta y la algarabía y los claveles y las rosas y el champaña, qué carajos es esto del Premio Nobel, se lo han dado, y aún permanece en ese estado de gracia de la incredulidad, y ya se ve que lo único que quisiera en ese momento de suprema soledad es tener a su lado a Pilar, y en vez de volver a la Feria, en medio de aquel desamparo, lo que desea es regresar a Lanzarote y a Pilar, vaya qué don José más desvalido, la gloria no es tal como la pintan, miel sobre hojuelas, sino una desazón, un descalabro, feliz y todo, pero un descalabro.
Eso, en lo que hace al secreto y la sorpresa. Y luego viene ya la parte dichosa de verdad, aunque sin que queden de lado los sobresaltos, lo que podemos llamar la avalancha mundial de reacciones en la que Portugal, la patria de don José, empieza a reclamarlo suyo como si alguien se lo hubiera quitado o quisiera quitárselo, forma de cariño también esa, este don José es mío y de nadie más, no vaya nadie a sospechar que se alejó de nosotros, que le impusimos algún destierro, y aquí está, tenga, don José, por favor, la Orden Militar de Santiago de la Espada, que un premio Nobel vale tanto y más que un jefe de Estado, porque los jefes de Estado pasan y se olvidan, y usted, don José, ni pasará ni será olvidado.
Y la cauda entusiasta de felicitaciones de las que Ricardo solo ofrece mínimas muestras, no sé cuántos miles de faxes, mensajes electrónicos, telegramas, cartas, hasta declaraciones de amor recibió don José, no es de extrañar, un te queremos universal que solo se gana no porque te den el Premio Nobel, que eso está muy bien pero no es suficiente; sino porque los libros de don José se habían convertido en parte de la vida de los demás, sus personajes vivían en las casas de sus lectores y eran, más que amigos, familiares suyos, y entonces, mira a quién han premiado, al que inventó a todos estos, todas estas historias multiplicadas, el que nos ha imaginado a nosotros con otras vestiduras.
Cuánta falta hace don José en este mundo patas arriba, donde el diablo del fascismo anda paseándose de vuelta bajo tantos y tan diversos disfraces. Se disfraza de lobo manso, se disfraza de lobo dadivoso, es decir, de lobo populista, y hasta se disfraza no pocas veces con ropajes de izquierda, pero no hay manera que esconda la cola peluda, ni las uñas y garras, ni que pueda disipar el hedor a azufre que va dejando a su paso.
Aquel don José sin pelos en la lengua. Erguido en defensa de la dignidad humana y que a no pocos asustaba porque supo siempre ir a la raíz de las cosas sin miramientos ni veleidades, apartar los disfraces y descubrir las dobleces. Separar la cizaña del trigo pues al fin y al cabo, además de creador de mundos infinitos, fue un humanista hacedor de su propio evangelio, el Evangelio según Saramago.
SERGIO RAMÍREZ
Managua, 4 de julio de 2018
Introducción
El día 8 de octubre de 1998, después de recibir la noticia de que le había sido concedido el Premio Nobel de Literatura, José Saramago caminaba, solo, por un inmenso pasillo de un aeropuerto internacional. Estaba lejos de la compañera, muy distante de su casa, del jardín donde se sentaba a la caída de la tarde con sus perros, cuando fue invadido por una «soledad agresiva» que nunca había sentido. «Me han dado el Nobel, ¿y qué?», dijo el escritor portugués que pensó en aquel momento. Entonces, mientras relativizaba la noticia, comprendió también que la alegría se oscurece por el hecho de no tener con quién compartirla.
Luego, en las semanas y meses siguientes, José Saramago tuvo la oportunidad de vivir con la familia, los amigos y los lectores la felicidad que el premio aportó. Durante los últimos días de 1998 y todo el año 1999 el escritor recorrió buena parte del mundo para estar con quienes con él se alegraban. En ese periodo, el nuevo Nobel participó en incontables actos. Plantó árboles, descubrió placas con su nombre en escuelas, plazas, calles y hasta en un puente internacional que une Portugal y España, recibió condecoraciones y títulos, vio su rostro estampado en un sello, asistió a adaptaciones teatrales de sus obras, abrió y cerró congresos y ferias del libro, fue declarado doctor honoris causa por universidades, atendió a centenares de periodistas de todo el mundo y firmó miles de libros.
Durante poco más de un año, José Saramago reinó con la invisible banda cruzándole el pecho. Visitó varias ciudades de Portugal, entre ellas Azinhaga, su aldea natal. Viajó por África (Angola, Mozambique y Sudáfrica) y América (Brasil de norte a sur, Argentina, Cuba, México y Estados Unidos) y recorrió buena parte de Europa. En diciembre de 1999, ya a punto de «pasarle la corona» al alemán Günter Grass, concedió una entrevista al Jornal de Letras en la que habló de los cerca de cuatrocientos días que vivió vida de estrella de rock. «Cuando dije que el Nobel no me iba a cambiar la vida, lo que quería decir es que no iba a cambiar a la persona. Que la vida cambiaría, eso era evidente, pero no podía imaginar hasta qué punto. Y con esta intensidad, en esta especie de delirio que ha sido vivir este año. Un año que no podré olvidar.» Reconoció en esa conversación con Rodrigues da Silva que no fue capaz de prever la avalancha que acompañaría al premio. «Es posible que en ese momento estuviera pensando solo en Portugal. O en Portugal y algo más. Lo que me maravilló no fue Brasil, país con el que tengo una relación fuerte, por lo que sería natural que la emoción y el entusiasmo fuesen como fueron, pero el “resto”, dicho con todo el respeto, ni imaginarlo podría. En México, Perú, Bolivia, Venezuela, Uruguay, Argentina… Recibir periódicos de estos países y ver titulares que se justificarían si el premiado fuera de allí.»
Disciplinado y determinado como era, consciente de la responsabilidad que un galardón de esa dimensión suponía, el literato encaró el exceso de compromisos como una oportunidad para visibilizar las causas literarias y humanistas que asumía como propias. Mantuvo la postura rigurosa y combativa en cada intervención pública que hizo y aceptó el premio como algo que debía ser compartido.
«La alegría en Portugal fue tan fuerte que es como si, de la noche a la mañana, de una hora para otra, hubiéramos crecido tres centímetros; aquí todo el mundo se ha sentido más alto, más fuerte, más lúcido, con más esperanza, por el simple hecho de que un escritor portugués ha recibido el Premio Nobel», comentó el escritor sobre la alegría que recorrió su país tras la noticia. Reveló también que una de las cosas que más le llamaron la atención durante esos meses de tournée fue que las personas que se le aproximaban, más que felicitarlo, le agradecían. Como si fuese una conquista colectiva, no individual, que el autor de Todos los nombres recogería en nombre de todos. «No quise quedarme en casa. Sería absurdo hacerlo ahora, si nunca lo he hecho. Nunca he sido capaz de dedicarme solo a mis libros, sin querer saber de nadie más.»
Dijo el ensayista Eduardo Prado Coelho que en octubre de 1998 un país entero se levantó en alegría para celebrar un premio literario. Tal vez su afirmación pudiera extenderse a otros lugares, porque no solo Portugal fue invadido por la felicidad de la noticia. El Nobel de José Saramago fue conmemorado en muchos países por una cantidad incalculable de personas. Los mensajes que, por diversas vías, le llegaron al escritor en los días y semanas posteriores al anuncio del premio lo demuestran. Son miles de cartas, telegramas, faxes y tarjetas, algunas reproducidas en este libro, enviadas por figuras públicas y personas anónimas, que tienen en común la voluntad de compartir el júbilo por la distinción alcanzada.
En ese año atípico en que no escribió casi nada pero vivió mucho, José Saramago compartió con sus lectores y amigos repartidos por el mundo un premio que fue celebrado como un bien común. Era el Nobel de la lengua portuguesa, el Nobel de millones de lectores de Saramago repartidos por los cinco continentes. Y también el Nobel de quienes, no habiendo leído ni un solo libro del autor, se reconocían en sus orígenes y en su forma de ver el mundo.
El Premio
El secreto
Viernes, 2 de octubre de 1998, fin de tarde en Suecia. Amadeu Batel abandona el edificio de la Bolsa de Estocolmo con pasos rápidos. Lleva consigo dos folios y un secreto. En una tienda cercana compra una botella de grappa —única bebida alcohólica que aprecia— y corre a su casa. Sentado en el sofá, bebe el aguardiente italiano con ansia y gusto. Un trago para conmemorar la revelación que aquellas hojas contienen y otro para calmar los nervios. Repite la operación varias veces, mientras intenta que su corazón vuelva a latir a un ritmo normal. Durante seis días tendrá que mantener sigilo sobre la noticia más esperada del mundo literario. No podrá contarle a nadie lo que la Academia Sueca le acaba de comunicar: por primera vez, el Premio Nobel de Literatura, la mayor distinción literaria del mundo, será concedido a un autor de lengua portuguesa. El laureado es José Saramago, hombre que Batel aprendió a admirar primero por la lectura de sus libros, y después durante la convivencia que mantuvieron en las distintas ocasiones en que el escritor visitó la capital sueca. También portugués y comunista, Amadeu Batel será uno de los encargados de mantener el secreto, trabajará para que el premiado y el mundo sepan la noticia en el momento adecuado y en el idioma oportuno.
«Salí de la sede de la Academia y comencé a proyectar una gran cantidad de escenarios, lo que pasaría cuando se anunciara el Nobel, cómo serían los días posteriores y, sobre todo, cuál sería la reacción en Portugal. Pensé en lo que me gustaría hacer y no podía: llamar a José y prevenirlo de lo que se le venía encima, llamar al Partido Comunista para darles la gran noticia», recuerda el profesor universitario ahora jubi