Articular el pasado históricamente no significa descubrir «el modo en que fue», sino abastecerse de memoria cuando esta refulge en un momento de peligro.
WALTER BENJAMIN
—¿Y usted por qué es revolucionario?
—Por decoro, querida Marquesa.
Es un diálogo en La Corte de los Milagros, de Valle-Inclán. El personaje que invoca el «decoro» como impulso para justificar una revolución en el ruedo ibérico es un poeta. Qué extraña suena esa palabra en un discurso político. Y, sin embargo, qué precisa. Hablar de decoro es hablar de honor, honestidad, estimación, pundonor. Una primera tarea de urgencia ecológica en nuestro tiempo es recuperar el sentido de las palabras. Su aliento moral. El acento de la verdad.
La respuesta, hoy, podría ser la misma. ¿Por qué desear una revolución? ¿Por qué querer cambiar este estado de cosas? Por decoro. George Orwell definía la utopía deseable como «una decencia común» (common decency). También parece una expresión de otro tiempo. La honestidad como una práctica social cotidiana. Por eso suena auténtica. ¿Cómo referirnos a este mundo, entrampado en un sistema que se sabía injusto, pero que además se ha mostrado peligrosamente ineficiente ante un «mal de aire» global? ¿Cómo llamar a este estado de extralimitación ecológica, de aceleración en las desigualdades, de abaratamiento humano y bullshit jobs (trabajos de mierda), de vigilancia autoritaria y conductismo tecnológico, de quiebra social y lucha entre generaciones, de nueva «guerra fría»? El hipercapitalismo impaciente, entre la distopía y la ciencia ficción, con ese aire de feudalismo futurista, todavía no tiene nombre. Como no lo tiene el hombre de negocios que se encuentra el principito en el cuarto planeta y que no quiere ser interrumpido mientras compra compulsivamente estrellas.
—¿Y para qué te sirve poseer las estrellas?
—Me sirve para ser rico.
—¿Y para qué te sirve ser rico?
—Para comprar más estrellas.
Va por la quinientos un millones seiscientas veintidós mil setecientas treinta y una estrellas. Comprar estrellas no tiene nada que ver con ensoñaciones. «¡Soy un hombre serio!», puntualiza. Pero al personaje de Saint-Exupéry le recuerda a un borracho. Mientras tanto, ¿podemos ponerle nombre a la ausencia, a lo que nos puede unir en una esperanza indócil? La desesperación genera rechazo, es una manifestación de hastío, vergüenza y asco. Solo cuando se levanta del suelo, cuando se pone en danza, como una esperanza indócil, crítica, se transforma en una operación de rescate, un movimiento de deseo.
Una sociedad de la decencia común. Una sociedad decente. Eso ya sería una revolución.
Zone À Défendre (ZAD) es una denominación que se extendió en Francia para definir los espacios que no deberían ser profanados por megaproyectos urbanísticos o por intervenciones de alta violencia catastral. El término surgió de la larga resistencia frente al intento de construcción de (otro) aeropuerto en Nantes, el Grande Ouest. Los opositores decidieron acampar allí en 2010, se unieron a los campesinos y mucha de esta gente acabó cultivando la tierra. No fue un camino de rosas. Hubo grandes operativos policiales para expulsarlos y se demolieron cabañas y espacios colectivos como la biblioteca. Pero, al final, el rico ecosistema de humedales quedó protegido y no se construyó el aeropuerto. Esa experiencia se extendió a otros conflictos y hoy existen alrededor de una docena de estas ZAD o zonas a defender.
En el mundo deberían multiplicarse las zonas a defender. Ya metidos en sueños, la propia Tierra debería ser una ZAD. En vez de perdernos en abstracciones, la utopía más razonable sería reencantarse con el planeta que habitamos. Protegerlo para que nos proteja. Con frecuencia, ocurre lo contrario. Aquello que debería estar más defendido es lo más vulnerable. Lo más inseguro. Hay una nueva carrera armamentística, pero no es la seguridad lo que la impulsa. La inseguridad está en la creciente pobreza infantil. La inseguridad está en la imagen de esa madre abrazada a su criatura en el inmenso cementerio marino que hoy es el Mediterráneo. La inseguridad está en ese sistema criminal que llamamos machismo. La inseguridad está en el calabozo de Julian Assange. La inseguridad está en el expolio de ríos y tierras que sufren poblaciones indígenas en el silencio de la intemperie informativa. La gran inseguridad, en fin, la angustia planetaria es el resultado de una aceleración depredadora que, en precisa diagnosis abismal del antropólogo Emilio Santiago Muiño, «nos ha arrojado a una situación de extralimitación ecológica insostenible».
El Punto Cero para la navegación, la referencia desde donde se establecen las coordenadas, es un lugar ficticio y real a la vez. Allí donde se cruza el meridiano de Greenwich con el ecuador. En ese punto del golfo de Guinea está situada la llamada Null Island, la Isla Inexistente, posición 0º N 0º E, una isla inventada, con la geografía de una boya, pero donde los sistemas de geolocalización sitúan las incontables búsquedas erróneas.
Null Island bien podría ser la capital del mundo, depósito de pérdidas y esperanzas en la era Mayday.
DEFIENDO UNA INTERNACIONAL EN CÓDIGO MAYDAY. En la navegación, el Mayday es la alerta de emergencia inminente y muy grave. Un código internacional que sustituyó al SOS y que procede de la expresión francesa venez m’aider (¡Ayúdenme!). Si suena tres veces (mayday, mayday, mayday), es la máxima alerta. La vida está en juego. Ese es el Mayday contemporáneo. Suena dentro y fuera, en el cuerpo y en la psique, en lo personal y en lo comunitario. No es una alerta temporal. Es un Mayday incesante. No se trata de un accidente. No es una vía de agua. Tiene la forma de un naufragio que afecta también a los medios de salvamento. Que no distingue entre quien emite y quien recibe. Lo escuchan incluso quienes no quieren oírlo. Si el horizonte es la línea que une lo visible y lo invisible, es un Mayday que abarca el horizonte. El marino y poeta Manuel Antonio hablaba de los «horizontes enfermos». Era vanguardista. Murió muy joven, en 1930, y alertó de la gran sustracción en marcha: «Nos robaron el sol… Nos robaron el viento… El cadáver del mar / hizo del barco un ataúd». Las internacionales que querían transformar el mundo han desaparecido. Lo peor es la pérdida de una memoria internacionalista y solidaria. Quien se organizó y mundializó fue el neoconservadurismo, que, con la apoteosis de la globalización, pasó de la hegemonía a festejarse como fin de la Historia. Como las desgracias son un buen negocio, también se encargó de las pompas fúnebres de la crisis financiera del 2008 y de su presunta refundación. Pero la aceleración del capitalismo impaciente no contempla la hipótesis del freno. El tren puede descarrilar y seguir su camino como en un simulacro total. La crisis climática y la pandemia han hecho que el mundo comparta la vulnerabilidad y la llamada Mayday. La «enfermedad de los horizontes» ya no es una anticipación poética. También es una experiencia compartida por todo el planeta. No será el fin, pero en cierto sentido vivimos «después del fin». «Que se mueran los que tengan que morirse», se dijo en la primavera de 2020. Ese pensamiento es el núcleo de la injusticia. De todas las pestes. Y la historia de la humanidad no es la de la resignación. Hay «otra» historia. Frente a la esclavitud, frente al racismo, frente al totalitarismo, frente al machismo, frente a la desigualdad. Hay otras experiencias de vida comunitaria. Hay naturalezas y territorios no sometidos. Hay resistencia animal. Hay lo que Ailton Krenak llama una «constelación de pueblos» en los márgenes, en las orillas. Gente que canta y danza. Podemos pensar que es gente en retirada, que no se somete. Pero creo que cada vez hay más personas en el mundo que forman parte firme de la vulnerabilidad. Que están en la «orilla», en el «acantilado», en un lugar excéntrico respecto del poder. Una internacional de las conciencias indóciles que ya no dejará dormir a las conciencias tranquilas.
DEFIENDO LA POSIBILIDAD. El primer paso es decir: «Es posible». Liberar el lenguaje del conformismo. Frente al fatalismo desmovilizador que coloniza el lenguaje, con pedradas tipo «¡Es ley de vida!», «¡Son todos lo mismo!», y ese atroz «¡No lo verán tus ojos!». Esa monserga apodíctica que, al final, justifica lo inaceptable, como la consigna «¡Dios lo quiere!» de las cruzadas. Cada avance en derechos, en libertades, en la lucha contra el abuso, el privilegio y la arbitrariedad, en la «decencia común», va precedido de esa apertura mental: «¿Es posible?». Y el simple hecho de preguntárselo es una afirmación de la posibilidad.
DEFIENDO LA POSIBILIDAD DE SER HUMANOS. «Aún no somos humanos» es la tesis controvertida de Eudald Carbonell y Robert Sala, pioneros en los descubrimientos de Atapuerca. Se les reprocha que depositen demasiada esperanza en los avances científicos, pero estoy de acuerdo en lo que hay de inaceptable en la presunta «humanidad» de hoy: entre otras cosas, el culto a la jerarquía social y la resistencia a la distribución de recursos. «Habrán de pasar miles de años, pero no dudamos de que al final lo conseguiremos.» ¿No es eso optimismo? Veamos las cosas de otra forma. Hay una humanidad, sobre todo en esa constelación de las orillas, la orgullosa «subhumanidad» de los márgenes, muchas veces oculta en la maleza de selvas o ciudades, que no acepta lo inaceptable. Una humanidad que no está en el planeta de modo imperial. Que quiere poner fin al elogio instituido de la servidumbre. Que no quiere someter a la naturaleza. Que respeta a los otros, también a las personas no humanas. Que comparte las fragilidades, lo que duele, y también la excitación creativa, canciones e historias para sostener el cielo. Los espacios de biodiversidad son posibles no por competir sino por compartir. Es una verdad fácil de constatar que las personas competentes no compiten, solo compiten los incompetentes.
DEFIENDO UNA REPÚBLICA DE IGUALES, LA «CORRUPTURA» POR UNA SOCIEDAD DE LA «DECENCIA COMÚN». ¿Por qué fracasan los países? La pregunta es también el título de un libro ya clásico, de Daron Acemoğlu y James A. Robinson, en el que destaca una respuesta: fracasan cuando las élites dominantes ignoran la realidad y se mantienen en un «círculo vicioso». Por el contrario, los países superan las crisis y avanzan por la «retroalimentación positiva» y la lógica inclusiva del «círculo virtuoso». La monarquía en España no puede presentarse ya como «garante de la democracia», se diga con un fanatismo cortesano o con la expresividad indolente de réplicas del Museo de Cera. Hoy en día, el principal problema que tiene la monarquía en España es la monarquía. La defensa más ingeniosa ha sido la de presentarla como una «monarquía republicana». Creo que es lo que habría hecho Groucho Marx, pero se ha vuelto un bumerán porque el acento virtuoso reside en el adjetivo. Este argumento suele ir completado con otro menos ocurrente, el de la falacia del hombre de paja: «Mejor un rey que una república con un presidente seguramente mediocre». Un demócrata diría: «Democracia significa más democracia». Pero nuestros demócratas demediados lo que vienen a decir es: «¡Imagínense qué presidente podría elegir este pueblo si concedemos una república!». Aun con todo el secretismo que la rodea, y la inviolabilidad jurídica propia de un Antiguo Régimen, el color de la Casa Real no es rosa sino de serie negra. Que el Parlamento no pueda abrir una comisión de investigación, mientras la prensa mundial alterna la risa y el escándalo, y por más que sean visibles las «pistolas humeantes» de la corrupción, lo que hace es confirmar la condición de democracia tutelada. En la España de hoy, ni siquiera puede hacerse y oírse algo similar a la pregunta que hizo el Cid en Santa Gadea. Interpelar al rey sobre sus actos en cuanto que afectan al reino. ¿Cuánto tiempo es soportable una monarquía tabú? ¿Cuánto tiempo una sociedad de libres puede aceptar la condición involuntaria de súbditos? Durante el franquismo, en la resistencia se gritaba: «¡España, mañana, será republicana!». La Transición fue una moratoria, una prueba de confianza. Esa confianza básica se ha roto, y con formas groseras. En ese momento no hubo ruptura. Pero no se puede unir la suerte de la democracia a la de la monarquía. La democracia tiene que liberar a la monarquía de sí misma. Si la esperanza es una sociedad de «decencia común», necesitamos una corruptura. La ruptura con la corrupción.
DEFIENDO EL FRENO DE EMERGENCIA FRENTE A LA ACELERACIÓN, UN NUEVO CONTRATO DE LA SOCIEDAD CON LA NATURALEZA. La idea de desarrollo o crecimiento sostenible es ya un tópico publicitario. Como un marketing verde en el que son especialmente agresivas algunas de las empresas que se apropian de recursos naturales o producen estropicios irreversibles. Cuando hay un gran susto, asoma la palabra contraria y se tambalean los ídolos del despilfarro en honor del dios Progreso. Pero, tras la sacudida, se vuelven a colocar en las mismas peanas y se reanuda la aceleración. Frente a la imagen de la «locomotora de la historia», común al progreso capitalista y a la revolución que lo impugnaba, Walter Benjamin, en Tesis sobre la filosofía de la historia, tuvo una lúcida intuición: «Puede ocurrir que las revoluciones sean el acto por el cual la humanidad que viaja en el tren tira del freno de emergencia». Hay un verso de Jaime Siles que alegra la mirada como una trucha que salta en el río: «Vivid en la metáfora hasta que os canséis». Al escribir, Benjamin liberaba metáforas que se proyectan en el futuro como bengalas. Para referirse al peligro de la guerra química, escribió en Dirección única: «Hay que cortar la mecha que arde antes de que la chispa alcance la dinamita». Y ahí está la metáfora, chispeando delante de nuestras narices.
Defiendo una justicia internacional que también actúe contra los ecocidios. Proteger la tierra que se esconde, la naturaleza todavía no sometida, al modo de una hierofanía, una manifestación de lo sagrado, de lo que no se debería profanar nunca.
DEFIENDO UNA AUSTERIDAD FÉRTIL, UNA ABUNDANCIA CREATIVA. Algo hay que hacer. La Zona a Defender, el planeta, es zona Mayday. Hay gente en islas con el agua al cuello por el crecimiento de los mares. Hay refugiados climáticos, personas humanas y no humanas, vidas secas. Otro fin del mundo: prepararse psicológicamente. Pero como ocurre con la pandemia planetaria, no es posible un bienestar mental personal en medio de una avalancha colectiva de dolor. Frente a la emergencia ecológica, ante el Mayday, hay una retórica desesperante, mucho discurso tópico, mucha cháchara, pero gran parte de las instituciones y gobiernos aparecen como subalternos de un capitalismo impaciente, ecocida y suicida a un tiempo. Cada vez hay más gente en el mundo consciente de este fin de época, de que el modelo ya no solo es injusto sino también ineficiente. Pero también hay mucha gente que frunce el ceño cuando se habla de frenar el despilfarro y entrar en una fase de austeridad, moratoria y decrecimiento. Hay que ayudar a las abejas a polinizar la atmósfera de la era Mayday con las ideas germinales. Ahí viene de nuevo el señor Henry David Thoreau: «Cuanto más pobre, más rico soy». De su herencia dijo Emerson, su compañero de transcendentalismo, un elogio que equivale a todo un programa de gobierno revolucionario de la vida: «Su manera de sentirse rico consistía sencillamente en reducirse a lo indispensable». El solitario Thoreau fue un activista de la desobediencia social. Este pensamiento está en la raíz del ecologismo social que no solo cuestiona la tapadera en que se ha convertido el «crecimiento sostenible», e incluso la «transición ecológica», sino que también practica el coraje lúcido de defender un modelo de austeridad y «decrecimiento sostenible». Emilio Santiago Muiño habla, como nombre en clave, de una «lujosa pobreza». Es apasionante ese modelo de austeridad energética y material como condición para «experimentar nuevas formas de abundancia políticamente ilusionantes». Es una verdadera revolución. Si el «malestar de la cultura» empieza a manifestarse en un malestar sensorial, lo mismo ocurre, en sentido inverso, cuando se detecta la posibilidad que conlleva una propuesta de bienestar alternativo. Hay una excitación sentipensante en la propia expresión: nuevas formas de abundancia. Abundancia creativa, abundancia solidaria, abundancia en las relaciones, abundancia en los cuidados, abundancia en el intercambio de saberes, abundancia en el tiempo libre, abundancia en el apoyo mutuo, abundancia erótica… Nuevas formas de abundancia compatibles con el retorno a la naturaleza, no como una nostalgia adánica sino como una revolución posible al norte del futuro.
DEFIENDO UNA SOLEDAD SOLIDARIA. Decía Clarice Lispector que su fuerza radicaba en la soledad, porque esa soledad formaba parte de la naturaleza en convulsión: «No tengo miedo ni de las lluvias tempestuosas ni de los grandes vendavales, pues yo también soy el oscuro de la noche». Thoreau, que se autonombró «inspector de tormentas y supervisor de senderos», fue un activista de la desobediencia social. Y no conozco una propuesta más vanguardista para moverse en la sociedad de la información y el capitalismo de vigilancia que su consigna: «¡Id a la hierba!». Creo que eso es lo que debe tener uno en mente cuando teclea en un ordenador: «El pensador auténtico e