—¡No, no, no, NO! ¡No pienso ponerme ese ridículo uniforme! —Rose Rita Pottinger se plantó en mitad de su dormitorio. Estaba en ropa interior y miraba con odio a su madre, que sostenía en los brazos un uniforme de girl scout recién planchado.
—Bueno, y entonces ¿qué hago con él? —preguntó una desalentada señora Pottinger.
—¡Tirarlo a la basura! —gritó Rose Rita. Le quitó el uniforme de las manos y lo tiró al suelo. Ahora tenía lágrimas en los ojos. Notaba la cara caliente y sonrojada—. ¡Sácalo y pónselo a un espantapájaros, o lo que te dé la gana! Te lo digo y no pienso repetírtelo, mamá, ¡este verano no pienso ir de campamento, ni ser girl scout! ¡Me niego a ir al campamento Kitch-iti-kipi a tostar malvaviscos en la hoguera mientras cantamos alegres cancioncillas! Pienso pasarme el condenado verano, enterito, lanzando la pelotita de tenis contra el costado de la casa hasta que me harte, hasta que me harte tanto que… —A Rose Rita se le quebró la voz. Se tapó la cara con las manos y lloró.
La señora Pottinger le pasó un brazo alrededor de los hombros y la ayudó a sentarse en la cama.
—Ya, ya… —le dijo, acompañando sus palabras de palmaditas en el hombro—. No es todo tan malo como lo pintas…
Rose Rita se apartó las manos de la cara. Se quitó las gafas y, sentada como estaba, miró a su madre, intentando enfocarla.
—Sí que lo es, mamá. Es tan malo como lo pinto y más. ¡Es peor! Quería pasar el verano con Lewis y divertirme, pero resulta que se va a ese estúpido campamento de chicos. Se tirará allí hasta que empiece el curso, y yo me quedaré aquí en este muermo de ciudad sin nada que hacer ni nadie con quien divertirme.
La señora Pottinger suspiró.
—Bueno, quizá podrías echarte otro novio.
Rose Rita volvió a ponerse las gafas y miró fatal a su madre.
—Mamá, ¿cuántas veces tengo que decírtelo? Lewis no es mi novio, es mi mejor amigo, igual que antes lo era Marie Gallagher. No veo por qué tiene que ser distinto solo porque él sea chico y yo chica.
La señora Pottinger sonrió a su hija con expresión paciente.
—Bueno, cielo, es distinto, y eso es algo que tienes que entender. Ahora Lewis tiene doce años, y tú trece. Tú y yo tendremos que tener una charlita sobre este tema.
Rose Rita apartó la cara y se quedó mirando una mosca que zumbaba alrededor de la mosquitera.
—Ay, mamá, no quiero que tengamos ninguna charlita. Ahora no, por lo menos. Solo quiero que me dejes sola.
La señora Pottinger se encogió de hombros y se levantó.
—Muy bien, Rose Rita. Lo que tú quieras. Por cierto, ¿qué tienes pensado regalarle a Lewis de despedida?
—Le he comprado el kit oficial de los boy scouts para hacer hogueras —respondió Rose Rita de mala gana—. ¿Y sabes qué? Espero que prenda fuego con él y se haga quemaduras de tercer grado.
—Ya vale, Rose Rita —dijo su madre en tono conciliador—. Sabes perfectamente que no quieres eso.
—¿Ah, no? Bueno, mamá, pues voy a decirte una cosa…
—Te veo luego, Rose Rita —la interrumpió la señora Pottinger. No tenía ganas de oír un nuevo arrebato de genio de su hija. Si lo hacía, temía perder ella también los nervios.
La señora Pottinger se levantó y salió de la habitación, cerrando la puerta con delicadeza a su paso. Rose Rita se quedó sola. Se tiró en la cama y lloró. Estuvo llorando un buen rato, pero tras la llantina, en lugar de sentirse mejor, se sintió todavía peor. Se levantó y recorrió el cuarto con la mirada, tratando desesperadamente de encontrar algo que la animara.
Tal vez podría coger el bate y la pelota de béisbol y bajar al diamante a lanzar unas cuantas bolas. Eso solía animarla. Abrió la puerta del armario, pero, inmediatamente, una nueva oleada de tristeza se apoderó de ella. Allí, colgando lánguido de un gancho, estaba su gorrito negro. Lo había usado durante años, pero ahora le parecía ridículo. Llevaba seis meses colgado en el armario, cogiendo polvo. En aquel momento, no supo bien por qué, verlo provocó que rompiera a llorar otra vez.
¿Qué le pasaba? Hubiera pagado millones por saberlo. Quizá tuviera algo que ver con haber cumplido trece años. Ya no era una niña, sino una adolescente. El próximo otoño comenzaría séptimo. Séptimo y octavo se daban en el instituto. Los alumnos de esos cursos iban a clase en un enorme bloque de piedra negra que quedaba junto al de Secundaria. Tenían taquillas en los pasillos, como los mayores, y hasta un gimnasio propio, en el que los sábados organizaban bailes. Pero Rose Rita no quería ir a ningún baile. Tampoco quería empezar a salir con chicos, ni con Lewis ni con ningún otro. Ella solo quería seguir siendo niña. Quería jugar al béisbol, trepar árboles y montar maquetas de barcos con Lewis. Empezar el instituto le hacía la misma ilusión que tener cita con el dentista.
Rose Rita cerró la puerta del armario y le dio la espalda. Al hacerlo, captó de reojo su imagen en el espejo. Vio a una chica tirando a fea, alta y delgaducha, con gafas y el cabello negro lacio. «Debería haber nacido chico», pensó Rose Rita. Los chicos feúchos no tenían tantos problemas como las chicas feúchas. Además, los chicos podían ir a campamentos de boy scouts y las chicas no. Los chicos podían quedar para jugar al béisbol y a nadie le parecía que estuvieran haciendo nada raro. Los chicos no tenían que llevar medias, ni faldas plisadas y blusas almidonadas a la iglesia los domingos. En lo que a Rose Rita respectaba, los chicos se lo pasaban en grande. Pero había nacido chica, y no había mucho que pudiera hacer para cambiarlo.
Rose Rita se acercó a la pecera y dio de comer a su pez. Empezó a silbar y recorrió la habitación con un bailecito. Afuera hacía un día estupendo. Lucía el sol. Los mayores aprovechaban para regar el césped y los niños para montar en bicicleta. Quizá si dejaba de pensar en sus problemas, desaparecerían. Tal vez, después de todo, el verano no fuera a ser tan malo.
Aquella noche, Rose Rita asistió a la fiesta que le habían organizado a Lewis para despedirse de él antes de que se fuera de campamento. Lo cierto es que no le apetecía demasiado, pero supuso que no podía faltar. Seguía siendo su mejor amigo, y aunque la estuviera dejando en la estacada para irse de campamento, no quería herir sus sentimientos. Lewis vivía en un antiguo caserón en lo alto de High Street con su tío Jonathan, que era mago. Y la vecina de al lado, la señora Zimmermann, era bruja. Jonathan y la señora Zimmermann no iban por ahí vestidos con túnicas negras ni agitando sus varitas, pero sabían hacer magia.
Rose Rita se había percatado de que la señora Zimmermann sabía más de magia que Jonathan, pero tampoco presumía demasiado de ello.
Aquella noche la fiesta fue tan divertida que Rose Rita se olvidó por completo de sus problemas. Se olvidó, incluso, de que se suponía que estaba enfadada con Lewis. La señora Zimmermann les enseñó un par de juegos de cartas nuevos (el klaberjass y el bezigue, el favorito de Winston Churchill) y Jonathan obró una de sus ilusiones mágicas en la que los hizo creer que estaban recorriendo el fondo del océano Atlántico vestidos con trajes de buzo. Visitaron unos cuantos galeones hundidos y el pecio del Titanic, y hasta presenciaron una pelea de pulpos. Cuando el espectáculo terminó, llegó la hora de la limonada y las galletas con pepitas de chocolate. Salieron todos juntos al porche y comieron, bebieron, se columpiaron, rieron y charlaron hasta que se les hizo tardísimo.
Cuando la fiesta hubo terminado, en torno a la medianoche, Rose Rita se sentó a la mesa de la cocina de la señora Zimmermann. Aquella noche dormiría allí, algo que siempre la alegraba. En realidad, la señora Zimmermann era como una segunda madre para Rose Rita. Sentía que podía hablar de prácticamente cualquier cosa con ella. Así que allí estaba, sentada a la mesa de su cocina, desmigando la última galleta con pepitas de chocolate y contemplando a la señora Zimmermann, que estaba de pie junto al fuego, vestida con un camisón de verano de color morado. Estaba calentando un poco de leche en un cacito. Para calmarse después de las fiestas, siempre tenía que beber leche caliente. Detestaba el sabor de aquel brebaje, pero era lo único con lo que conseguía conciliar el sueño.
—Menuda fiesta, ¿verdad, Rosie? —le preguntó mientras removía la leche.
—Sí, la verdad es que sí.
—¿Sabes? —preguntó despacio—, yo ni siquiera quería celebrarla.
Rose Rita se sorprendió.
—¿No?
—No. Tenía miedo de herir tus sentimientos. Más de lo que ya lo están, quiero decir, porque Lewis te haya dejado sola.
Rose Rita no le había contado a la señora Zimmermann cómo se sentía por la partida de Lewis. Le asombró lo mucho que la entendía. Tal vez fuera cosa de ser bruja.
La señora Zimmermann comprobó la temperatura de la leche con el dedo. Luego la vertió en una taza decorada con florecitas moradas. Se sentó en la mesa frente a Rose Rita y dio un sorbito.
—Puaj —dijo, poniendo una mueca—. Creo que la próxima vez me tomaré un somnífero. Pero volviendo a lo que estábamos hablando: ¿estás bastante enfadada con Lewis, verdad?
Rose Rita clavó los ojos en la mesa.
—Sí, la verdad es que lo estoy. Si el tío Jonathan y usted no me cayeran tan bien, creo que no habría venido ni siquiera un ratito.
La señora Zimmermann rio por lo bajo.
—No parecía que estuvierais en vuestro mejor momento, esta noche. ¿Sabes por qué ha decidido Lewis irse de campamento?
Rose Rita desmigó aún más su galleta mientras se lo pensaba.
—Bueno —dijo por fin—, supongo que se ha cansado de ser mi amigo y por eso ahora quiere ser águila de los boy scouts, o algo así.
—Algo de razón tienes —respondió la señora Zimmermann—. En lo de que quiere ser boy scout. Pero no se ha cansado de ser tu amigo. Creo que a Lewis le encantaría que pudieras irte de campamento con él.
Rose Rita contuvo las lágrimas con un parpadeo.
—¿En serio?
La señora Zimmermann asintió.
—Sí, y te diré algo más: se muere de ganas de volver y contarte todas las cosas geniales que ha aprendido a hacer.
Rose Rita parecía confundida.
—No lo entiendo. Es todo muy lioso. ¿Le caigo bien, así que se va para poder contarme lo bien que se lo pasa cuando no está conmigo?
La señora Zimmermann rio.
—Bueno, puesto así, cielo, sí que suena lioso. Y tengo que reconocerte que, en la mente de Lewis, es un lío. Quiere aprender a hacer nudos y a montar en canoa y a defenderse en la naturaleza, y también quiere volver y contártelo para que pienses que es un chico de verdad y caerte aún mejor de lo que ya lo hace.
—Pero ya me cae bien tal y como es. ¿A qué viene esa tontería de ser un chico de verdad?
La señora Zimmermann se recostó y suspiró. En la mesa había un cofre de plata alargado. Lo cogió y lo abrió. Contenía una hilera de puros de color marrón oscuro.
—¿Te importa que fume?
—No. —Rose Rita ya había visto a la señora Zimmermann fumar puros. La primera vez le sorprendió, pero luego se fue acostumbrando. Mientras ella la contemplaba, la señora Zimmermann mordió la punta del puro y la escupió en una papelera que había allí cerca. Luego chasqueó los dedos y, de la nada, apareció una cerilla. Cuando el puro estuvo encendido, la señora Zimmermann volvió a ofrecerle la cerilla al aire, y esta desapareció.
—Así me ahorro ceniceros —explicó con una sonrisa traviesa. La señora Zimmermann dio unas cuantas caladas. El humo se elevó hacia la ventana abierta en volutas largas y sinuosas. Se hizo un pequeño silencio, pero al final retomó la conversación—. Sé que te cuesta entenderlo, Rose Rita. Siempre es difícil entender cuando alguien te hace algo que te duele. Pero piensa en cómo es Lewis: un muchachito tímido y gordinflón que siempre tiene la nariz metida en algún libro. No se le dan bien los deportes, y le da miedo prácticamente todo. Bueno, y luego mírate a ti. Eres la típica chicazo. Trepas cualquier árbol, corres muy deprisa, y el otro día, cuando fui a verte, eliminaste a todas las bateadoras en el partido de sófbol femenino jugando de pícher. A ti se te dan bien todas las cosas que Lewis no es capaz de hacer. ¿Entiendes ahora por qué se va a ese campamento?
Rose Rita no daba crédito a lo que estaba pensando.
—¿Para parecerse a mí?
La señora Zimmermann asintió.
—Exacto. Para parecerse a ti y caerte mejor. Claro que también hay otros motivos. Por ejemplo, que quiere parecerse a los demás chicos. Quiere ser normal…, como la mayoría de los chicos de su edad. —Sonrió irónicamente y echó las cenizas del puro en el fregadero.
Rose Rita se puso triste.
—Si me lo hubiera pedido, le habría enseñado un montón de cosas.
—No habría servido. No puede aprenderlas de una chica: eso heriría su orgullo. Pero mira, nos estamos desviando del tema. Lewis se va mañana de campamento, y tú te quedas aquí en New Zebedee sin nada que hacer. Bueno, pues resulta que el otro día recibí una carta muy sorprendente. Era de mi difunto primo Oley. ¿Alguna vez te he hablado de él?
Rose Rita se lo pensó un segundo.
—Anda, pues creo que no…
—No me sonaba haberlo hecho. Bueno, Oley era un cielo, aunque un poco raro, pero…
—Señora Zimmermann, ha dicho «difunto». ¿Está…?
La señora Zimmermann asintió con gesto triste.
—Sí, me temo que Oley ha pasado a mejor vida. Me escribió una carta en su lecho de muerte, y… Bueno, mira, ¿por qué no voy mejor a por ella y te la enseño? Así podrás hacerte una idea del tipo de persona que era.
La señora Zimmermann se levantó y fue al piso de arriba. Rose Rita se pasó un rato escuchándola golpetear y mover papeles en su gran y desordenado despacho. Cuando bajó, le tendió un trozo de papel arrugado perforado por varias partes. También había algo escrito con una caligrafía temblorosa e incierta. Estaba salpicada de tinta por varios sitios.
—Esta carta venía con un montón de documentos legales para que los firmara —dijo la señora Zimmermann—. Todo este asunto es muy raro y no sé qué pensar al respecto. De todas maneras, aquí la tienes. Es un caos, pero se puede leer. Ah, por cierto, Oley siempre escribía con pluma cuando creía que lo que tenía que decir era importante. Por eso tiene tantos agujeros el papel. Adelante, léela.
Rose Rita cogió la carta. Decía lo siguiente:
21 de mayo de 1950
Querida Florence:
Esta tal vez sea la última carta que escribo en mi vida. Caí repentinamente enfermo la semana pasada, y no lo comprendo, porque hasta ahora no había estado enfermo un solo día de mi vida. Como sabes, no confío en los médicos, así que he intentado curarme por mis propios medios. Compré unos medicamentos en la tienda que hay calle abajo, pero no han sido de ninguna ayuda. Así que parece que estoy a punto de espicharla. De hecho, cuando recibas esta carta, estaré muerto, ya que he dejado instrucciones precisas de ello en mi testamento en caso de que estire la pata, como dicen.
Ahora, vayamos al grano. Voy a dejarte mi granja. Eres mi única pariente viva, y siempre me has caído bien, aunque sé que nunca te has preocupado demasiado por mí. De todas maneras, lo pasado, pasado está. La granja es tuya, y espero que la disfrutes. Y aquí te dejo un último dato importante. ¿Recuerdas Batalla de la Pradera? Bueno, el otro día estaba arando allí y encontré un anillo mágico. Sé que pensarás que estoy de broma, pero cuando lo tengas en tus manos y te lo pruebes, sabrás que no me equivocaba. No le he contado a nadie lo del anillo salvo a una vecina que vive carretera abajo. Puede que esté un poco mal de la chaveta, pero hay ciertas cosas de las que estoy seguro, y una de ellas es que este anillo es mágico. Lo he guardado en el último cajón de mi escritorio, en la cajonera izquierda, y mandaré a mi abogado enviarte la llave junto con la de la puerta de la casa. Dicho lo cual, supongo que, por ahora, no tengo más que decir. Con suerte volveré a verte algún día, y, si no, bueno, como dicen, nos vemos en otra vida, ja, ja.
Tu primo,
Oley Gunderson
—¡Ostras! —dijo Rose Rita mientras le devolvía la carta a la señora Zimmermann—. Qué carta tan peculiar.
—Sí —concordó la señora Zimmermann, sacudiendo la cabeza con gesto afectado—, es una carta peculiar de un remitente peculiar. ¡Pobre Oley! Se pasó la vida entera en esa granja, completamente solo. Ni familia, ni amigos, n