Agradecimientos
¿Y si no hubieran estado? Ésa es la pregunta que me asalta al terminar este libro. Debo tanto a tantos que la pesadilla es que los amigos y desconocidos que me dieron su ayuda me niegan su colaboración, y el libro se va borrando y sólo queda el espacio en blanco.
Debo, pues, expresar mi gratitud
a todos los que accedieron a darme su testimonio sobre diversos momentos de la vida de Mario Benedetti, de los cuales fueron testigos o coprotagonistas; con mayor o menor intensidad, todos han sido necesarios;
a los que me proporcionaron textos, fotos, documentos o indicaciones para hallarlos;
a los que leyeron el texto en diversos estadios de su redacción, ofreciendo las observaciones que me han sido tan útiles, en especial a Edgardo Carvalho, memoria y entrelíneas, y a Willie Schavelzon;
a Héctor, por todo.
Pero a quien debo mayor gratitud es a Mario Benedetti. Si dijera que es por haber existido, sería suficiente, pero debo agregar su generosidad y calidez para conmigo y este proyecto. Confío en que mi cariño y admiración no empañen, paradójicamente, este texto que aspira a mostrar una vida.
La relación de nombres, más abajo, debería dar cuenta de todos ellos, si hubiera alguna ausencia, sólo se debe a mi torpeza. Sin duda hay muchas más personas a quienes habría podido consultar sobre una vida tan rica, mis limitaciones han impedido llegar a más.
Achugar, Hugo | Gil, Silvia |
Alatriste, Sealtiel | Gilio, María Esther |
Alegría, Claribel | Guerra, Silvia |
Alemany, Carmen | Hontou, Fermín |
Arbeleche, Jorge | Lago, Sylvia |
Barrios Pintos, Aníbal | Larre Borges, Ana Inés |
Benedetti, Raúl | Lessleben, Lauren |
Bravo, Luis | Maggi, Carlos |
Butazzoni, Fernando | Martínez, María Elena |
Campodónico, César | Michelini, Felipe |
Campodónico, Miguel Ángel | Michelini, Margarita |
Campodónico de Claps, Silvia | Michelini, Rafael |
Canfield, Martha | Morvan, Annie |
Cardenal, Ernesto | Paz, Senel |
Carlevaro, Domingo | Penco, Wilfredo |
Carvalho, Edgardo | Pérez Pérez, Alberto |
Castelvecchi, Gladys | Peri Rossi, Cristina |
Conteris, Hiber | Peveroni, Gabriel |
Cornejo Polar, Fundación | Ponce, Marta |
Courtoisie, Rafael | Prego, Omar |
Cruz, Juan | Ramírez, Sergio |
Delgado Aparaín, Mario | Ramos, Felisa |
Durán, Julio | Reches, Diana |
Elena, Ricardo | Rein, Mercedes |
Elizaincín, Adolfo | Rocca, Pablo |
Fasano, Carlos | Rodríguez, Silvio |
Favero, Alberto | Rodríguez, Universindo |
Fernández Retamar, Roberto | Rosencof, Mauricio |
Fló, Juan | Sábat, Hermenegildo |
Fornaro, Milton | Schavelzon, Guillermo |
Fornet, Ambrosio | Seregni, Líber |
Friedmann, Virginia | Serrat, Joan Manuel |
Galeano, Eduardo | Sienra, Susana |
Sierra, Ernesto | Vilariño, Idea |
Silva, Ariel | Vilaró, Ricardo |
Vázquez Montalbán, Manuel | Visor, Chus |
Vidart, Daniel | Volonté, Luis |
Viglietti, Daniel |
H. C.
Prólogo
tragaluz para la utopía...[1]
Había una cola de personas, de a dos, de a tres; eran casi todos muchachos bullangueros, veinteañeros, y luego estaban también los que parecían supervivientes de los años sesenta. Se extendía metros y más metros, doblaba junto a la fuente de la Cibeles, subiendo por la calle de Alcalá. Muchos llevaban libros, y todos, paciencia; no había habido mucha publicidad, pero se habían pasado la noticia con euforia: Mario Benedetti cumplía ochenta años, había una semana de homenajes en la Casa de América de Madrid, pero ese jueves estaba él solo leyendo sus poemas. Así que ése era el día que reunía a la multitud.
Cuando lo acompañé a través del jardín veía las miradas sonrientes, oía, como él, los saludos espontáneos, y de pronto una chica muy joven se le acercó con una flor, era un nardo, creo. Se la dio, y cuando el escritor, un tanto confuso, me la entregó, le pregunté a ella cómo se le había ocurrido aquello. Y me contestó: «No quería pedirle nada; me ha dado tanto, que pensé que lo único que podía hacer yo era traerle una flor».
En medio de las muestras de admiración, de cariño, casi de veneración que he visto ofrecerle al escritor uruguayo, me había quedado grabada esa escena transparente y expresiva. Y resurgió, vívida, cuatro años más tarde en otro espacio bien diferente. De nuevo, la cola de gente paciente esperando para asistir a un acto en el que va a estar Benedetti. Pero ahora los entusiastas van a entrar en el paraninfo de la Universidad de la República, en su Montevideo, como él dijo, «el corazón de mi país». Le van a hacer entrega del título de doctor honoris causa, pero la ceremonia será acorde al estilo serio aunque informal de una joven república falta de centenarias tradiciones. No hay birretes, ni togas, y junto al homenajeado estará un cantautor, Daniel Viglietti, con las canciones que nos llevan a las palabras de los años duros. Ya han pasado casi veinte desde el final de la dictadura y de su regreso del exilio, y sin embargo, esta escena tiene la emoción de un corolario, de un símbolo. Cuando se terminaron las palabras y las canciones y los aplausos, todos evitábamos mirarnos para no ver la lágrima en ojo ajeno. Entonces se oyó a otra muchacha —pura coincidencia— gritar: «Gracias, Mario». Y así se cerró el círculo. Porque, en realidad, después de tantos años de leer y oír los textos de este escritor peculiar, lo que queda es la convicción de que vida y obra de Mario Benedetti conservan una armonía especial que recae, como un influjo, como una fuerza, como un regalo, sobre los lectores. Y, más allá de los vaivenes de esa obra, tan amplia, tan variada, tan arriesgada, por encima de los desniveles inevitables, de los gustos y disgustos que depara, la coherencia y la honestidad son de agradecer.
Y esos sentimientos implican cercanía, naturalidad en el trato. Hace pocos años se organizó un panel: una joven poeta y un joven crítico, profesor universitario, comentaban la obra del escritor, contando con su presencia. Hubo una parte importante del acto dedicada a las preguntas del público y pronto nos dimos cuenta de que la gente se dirigía al crítico llamándole «profesor», mientras que al anciano poeta le decían «Mario». Nada más que espontaneidad.
Así, a uno le nacen las ganas de saber cómo es que un pequeño ángulo de América del Sur puede producir artistas y escritores que sintonizan con tantos públicos y que pasan a la historia de sus respectivas vocaciones (Torres García, Barradas, Juana de Ibarbourou, Onetti, Horacio Quiroga, Mario Benedetti). Y, cerrando el objetivo, también uno empieza a interrogarse acerca de la vida de este escritor, cómo fue su formación, de dónde sale la solidez de sus citas, cómo se llevaba con sus padres, por qué tocó prácticamente todos los géneros literarios, cuáles fueron sus modelos, las alegrías que han llevado sus textos a tantas canciones, el compromiso que provocó once años de exilio.
Del mismo modo que él le preguntaba a su abuelo cómo era su pueblo en Italia, cómo había sido su viaje en barco hasta el Río de la Plata, yo me puse a interrogar a familiares, a los amigos, a los testigos de una vida tan larga e intensa. Busqué el testimonio de cartas, documentos, textos propios y ajenos para encontrar pistas, explicaciones, ángulos desde donde mirar una vida, la vida de Mario Benedetti. Una vida que fue persiguiendo la utopía y que por eso mismo encontró en la poesía su mejor expresión, o por lo menos, la más querida, la más auténtica. Así, en uno de los últimos poemas que el escritor uruguayo dedica a la poesía[2], ya a sus ochenta años, la ilumina como «altillo de almas», la descubre como «tragaluz para la utopía», la propone como «un drenaje de la vida / que enseña a no temer la muerte».
Comienzo a preguntar, y me dirijo también a los creadores que lo tuvieron cerca o lejos, no importa, pero siempre presente. Y empiezo interrogando a otro poeta, entonces un joven uruguayo que nunca dudó en mostrar sus amores y sus deudas, Rafael Courtoisie. Él se vuelve hacia su pasado íntimo y responde con tres escenas:
ESCENA 1
EXTERIOR. DÍA. CEMENTERIO CENTRAL DE MONTEVIDEO
Era mayo de 1976. Éramos adolescentes. Los cadáveres de Toba Gutiérrez Ruiz y de Zelmar Michelini, líderes asesinados por esbirros, por sicarios de la mediocridad del diablo en Buenos Aires, el país de enfrente, habían retornado al país. En el Cementerio Central la caballada policial y militar intentaba impedir hasta el mínimo honor que requerían aquellas exequias.
Muy poco tiempo después, circuló en Montevideo el poema «Zelmar», escrito por Mario Benedetti en el exilio y propagado mediante miles de copias mecanografiadas, copias al carbónico, que iban de mano en mano, de voz en voz: «Convoquemos aquí a nuestros zelmares», decía uno de aquellos indelebles versos. Lo leyó muchísima gente. Eso siempre le pasó a Benedetti, qué desgracia simpática y desaforada (qué envidia, bufaron tantos): lo leía la gente, aun bajo la crueldad de la tiranía, lo leían todos.
ESCENA 2
CEMENTERIO DEL BUCEO. 1996
Había pasado la noche entera velando a mi padre, hombre de derechas, conservador, entrañable, cabezadura. ¿Cómo explicar el dolor? Sépanlo: para el dolor no hay derechas ni izquierdas. Mi padre estaba muerto.
Muy temprano, en el cementerio, apareció don Mario Benedetti. No dijo nada. Nada. Sólo estaba allí para que fuera menos el dolor.
Para disminuir el dolor, fuera izquierdo o derecho.
ESCENA 3
1974, 1975
Recuerdo haber firmado muchas veces, con mi nombre propio, el poema de Mario Benedetti titulado «Corazón coraza».
Lo confieso: les entregaba «Corazón coraza» a mis noviecitas del alma, les decía al oído:
Porque te tengo y no
porque te siento
de ojos abiertos...
de ojos abiertos...
y ellas desfallecían. Les recitaba:
Pequeña mía, corazón coraza...
Y el milagro se hacía.
¿Qué más puede uno pedir? Estuve acompañado, en la muerte y en el amor. Todo este tiempo. Gracias, Mario.
De nuevo la gratitud. Noble sentimiento.
1
sitio para el candor...[3]
El 14 de septiembre de 1920 los periódicos de Montevideo, capital de la República Oriental del Uruguay, ofrecían algunos titulares muy interesantes. El escritor dominicano Fabio Fiallo había recibido la buena noticia de que el Gobierno de Estados Unidos suspendía la condena de un año de prisión y multa que las mismas autoridades norteamericanas le habían impuesto por protestar ante la ocupación de su patria por tropas de aquel país. No sería la última invasión en la República Dominicana, ni menos aún en América Latina, y en el futuro habría muchos escritores que sufrirían igual o peor suerte que el autor de Cuentos frágiles. También se abría la posibilidad de una mediación italiana ante los Gobiernos de Perú y Chile por su enconada disputa territorial. Y, además de divulgarse la opinión del dramaturgo Bernard Shaw acerca del «cinematógrafo», aparecía la noticia del triunfo local del Club Nacional de Fútbol en reñida contienda. Ese mismo día nacía, en un pequeño pueblo a casi trescientos quilómetros de la capital, Mario Orlando Hamlet Hardy Brenno Benedetti Farrugia. En medio de esos nombres —homenajes literarios y familiares— reconocemos al Mario Benedetti que a lo largo de su vida fue apasionado del fútbol, en especial del Nacional, y del cine, decidido defensor de la verdadera independencia de los pueblos de América Latina, enemigo de la intervención extranjera, lúcido crítico de las pequeñeces que han separado a los pueblos latinoamericanos. Como decía Julio Cortázar, las coincidencias nos envían mensajes.
En ese momento, el país que acogía al pequeño Mario era lo que luego se consideraría un peculiar laboratorio político y social. Superada la inestabilidad exterior producida por la Revolución mexicana, por la Primera Guerra Mundial y por la crisis financiera, lejana de la zona de aplicación de la «política del garrote» de Estados Unidos, la República Oriental del Uruguay experimentaba un reformismo político y social que se reflejaría en el desarrollo cultural y en el cambio de las costumbres. Esas transformaciones, lideradas por el presidente José Batlle y Ordóñez, por las que, en palabras del sociólogo Germán Rama, «la población se transformó en ciudadanía», condujeron a períodos de prosperidad, de afianzamiento de la democracia política, de consenso integrador de la sociedad. En este proceso innovador, mezcla de utopías, anarquismo y socialismo, incidió una temprana inmigración muy cualificada que encontró una sociedad en formación y por lo tanto muy permeable a su influencia.
Entre esos profesionales había un enólogo, químico y astrónomo nacido en Foligno, Umbría, llamado Brenno Benedetti, el abuelo paterno. En un país que apenas sobrepasaba el millón de habitantes ocurrían hechos insólitos: el científico había sido contratado directamente desde Italia por Francisco Piria, dinámico empresario, dueño de un importante hotel, negocios inmobiliarios y bodegas. Era, en realidad, un visionario que llegó a concebir una ciudad balneario, popular incluso en esa época, y conocida luego por el apellido de su creador, como en los libros. Y cuando aquel italiano rompió relaciones con su empleador, lo que le costó una caminata de más de cien quilómetros, puesto que los medios de transporte entre Piriápolis y la capital eran propiedad del indignado jefe, decidió radicarse en otra zona del país y seguir trabajando en el negocio vitivinícola. Ése será el abuelo que el niño Mario descubrirá disfrazado de Rey Mago, provocándole la decepción de la verdad. De los tres hijos que tuvo —Brenno, Flaminia y Danilo—, el mayor, Brenno, también enólogo y químico, conocerá a Matilde Farrugia, quien vivía en Paso de los Toros con su madre dos veces viuda y un hermano, y se casarán allí. Así llegamos a esa fecha del 14 de septiembre de 1920, con el nacimiento de Mario bajo la advocación ambiental ya mencionada.
En la vida del que luego sería el más popular de los escritores uruguayos, se proyectan con fuerza las dos vertientes familiares. Por un lado, la familia paterna, cultos, científicos, severos, y por otro, la familia materna, más informales y con una historia peculiar. El bisabuelo materno de Mario, uruguayo, había seguido una tradición latinoamericana de las familias acomodadas: viajar a París. En la Sorbonne estudió Medicina y allí se enamoró de una francesa. Poco después, en Marsella, iba a nacer la madre de Matilde, la futura esposa de Brenno. Se llamaba Pastora Rus y fue una figura más bien odiosa dentro del círculo más íntimo de la familia; el episodio de su muerte y entierro está en el origen del cuento «Retrato de Elisa». La genealogía se completa con un abuelo madrileño. Así, Matilde será una muchacha hermosa, pero con grandes diferencias culturales con Brenno, circunstancia que tendrá consecuencias en el ambiente familiar en el que crecerá el joven Mario.
Si bien sólo vivió dos años en Paso de los Toros, trasladándose enseguida a la capital del departamento, Tacuarembó, el futuro escritor conserva muy precoces recuerdos de su vida allí: por ejemplo, las morisquetas de una muchacha contratada para inducirlo a comer, la despedida en la estación de tren. En Tacuarembó ocurrirían algunos hechos que marcarían de un modo indeleble la vida familiar. El padre decide independizarse laboralmente y compra en el centro de la ciudad la farmacia Magnone, que, a pesar de tener enfrente la competencia de otra, parecía un buen negocio. De este modo, tendrán una amplia casa, además de las dependencias adyacentes a la farmacia. Pero la estafa sufrida cuando descubre un negocio vaciado enteramente de medicamentos por su anterior propietario hunde a Brenno Benedetti en una quiebra económica reconocida por él en la Liga Comercial, ante la cual deberá responder con cualquier ingreso que vaya a tener en los años siguientes. El ejemplo de probidad y sacrificio del padre será motivo de imitación y orgullo para el hijo durante toda su vida. Es indudable que, de un modo directo o indirecto, la figura del padre aparece permanentemente como referencia en la obra del escritor uruguayo. En «Propiedad de lo perdido»[4] dice: «el rostro de mi padre / tan mío es que acude a mis espejos / para comprometerme en sus dilemas».
EL PARAÍSO PERDIDO
Lo que había sido el paraíso de la primera infancia, con las películas de Chaplin de la mano de la abuela materna, junto a su perro Sarandí, con el que solía esconderse bajo la cama cuando lo llamaban para comer, desaparece bruscamente. Y enseguida se produce un nuevo cambio de vida: en 1924 la familia se traslada a Montevideo en busca de un nuevo horizonte laboral para el padre. Empero, los primeros tiempos son muy malos. Viven en sencillas pensiones céntricas y cuando logren alquilar una casa será un lugar muy precario en las afueras de la capital, en Villa Colón, el mismo barrio que había acogido, años antes, una infancia bien diferente de otro grande de la literatura, Juan Carlos Onetti. El padre conseguirá trabajos provisionales, casi clandestinos, para escapar al embargo que lo persigue desde Tacuarembó. La madre sostendrá el peso de la casa cosiendo ropa para niños, disfraces, muñecos, como recuerda el poeta en «La madre ahora»[5]. De esa época se conservan fotografías en las que el niño aparece vestido con esos disfraces, como un temprano maniquí de la habilidosa modista. Son tiempos de recuerdos agridulces: a partir de la realidad de una pobreza extrema, el adulto escritor sublima esa situación hacia una suprarrealidad espiritual, en la que los valores del cariño filial y la admiración hacia el padre compensan las estrecheces económicas, tal como aparece en el cuento «Los vecinos»[6] y en el poema «Abrigo»[7].
La precariedad de ingresos no impide que el futuro escritor empiece a demostrar cierta precocidad en su formación. Así, sus propios recuerdos y la tradición familiar revelan que aprendió a leer a los cinco años prácticamente solo, y antes de ir al colegio ya se había lanzado a la lectura (Julio Verne, Salgari, Corazón, de Edmundo de Amicis). Era tal la fiebre lectora del niño que el padre le imponía ciertos límites diarios que él continuamente rebasaba para volver a leer el mismo fragmento al día siguiente.
La normalización económica del hogar comenzó de un modo curioso, cuando el padre se decide a jugar a la ruleta, descubre una martingala o truco que lo lleva a ganar de un modo continuado y logra una difícil contención: sólo juega hasta que consigue el dinero necesario para vivir un mes. Será el momento de pensar en la educación del hasta entonces hijo único, y se impone la admiración de Brenno, el científico, por la exigente cultura alemana. Toda la educación primaria la hará Mario en el Colegio Alemán, una institución en cierto modo elitista en el panorama educativo uruguayo, dominado por una escuela pública, gratuita y laica desde treinta años atrás y que se pretendía de buen nivel. La enseñanza de un idioma y el ambiente rígido del colegio marcarán definitivamente el futuro del joven Benedetti. Sus recuerdos de aquella época son nítidos y recurrentes. A pesar de la severidad de los profesores, de los frecuentes castigos corporales a los alumnos, de la discriminación entre los hijos de familia alemana y los de otro origen, Mario disfrutó de su etapa escolar. De los escasos archivos que se conservan luego de la clausura que sufrió el colegio durante la Segunda Guerra Mundial, podemos deducir que cada grupo en los distintos niveles presentaba una minoría de alumnos de origen no alemán (en 5.º de 1932, por ejemplo, serán cinco o seis en veinticuatro), lo cual favorecía la discriminación. Mario recuerda al director del colegio, el doctor Fritz Bornmann, paseándose con un látigo, del que milagrosamente pudo salvarse a pesar de que su nota en conducta nunca fue alta. La tabla de horarios de los profesores del 5.º B de Mario de aquel año de 1932 nos demuestra la pesada carga horaria de los alumnos: seis horas semanales de Alemán, cinco de Español, cuatro de Inglés, cinco de Aritmética, cuatro de Educación Física, y así hasta once materias. Sin embargo, fue un muy buen estudiante, al extremo de que en varias oportunidades logró el premio de fin de curso, que le fue entregado cada vez, en acto solemne, por el propio embajador de Alemania. Tal vez ese rendimiento extraordinario con un currículum tan exigente fue lo que le granjeó cierta simpatía por parte del director, quien solía darle consejos y hablar distendidamente con él. Fue ese mismo director quien debió marchar luego a combatir en la guerra europea, pero que eligió de nuevo Uruguay para el retiro y la muerte.
Mario empezó a ser un superviviente en ese colegio: menudo y ágil, consiguió superar los problemas que se planteaban diariamente por parte de un grupo de compañeros que se sentían protegidos por la autoridad. En las fotos de su etapa escolar se lo ve un poco triste, tal vez por el trasfondo familiar, pero integrado en el colectivo aunque eso supusiera superar cierta violencia latente. Una de ellas es especialmente significativa: se ve al pequeño Mario, en medio de un corro, jugando con espadas de madera con uno de sus compañeros, Enrique Galindo, de su misma edad, pero mucho más grande físicamente. Su gran amigo a lo largo de esos años fue Kempis Vidal Beretervide, quien llegó a ser médico y destacado hombre de ciencia. También coincidieron en una toma de postura política de izquierdas y de lucha contra la dictadura: ambos tuvieron que exiliarse y mantuvieron una relación de confianza y amistad hasta su muerte en el año 2000.
Colón, el barrio donde vivía en los primeros cursos escolares, era un suburbio de la capital desde el que debía trasladarse primero en autobús y luego en tranvía hacia el colegio, situado en el centro. El pequeño Mario tuvo que acostumbrarse desde entonces a decidir, y así optó por caminar el último tramo para poder quedarse con el dinero del tranvía. Pocos años después, viviendo ya en el barrio residencial de Punta Carretas, el trayecto hacia el colegio era más breve, y también más interesante, como lo recordará en el poema «Tranvía de 1929»[8].
Afortunadamente, muy pronto el padre conseguirá un empleo público y por lo tanto, según las leyes de aquel temprano estado del bienestar uruguayo, con un sueldo inembargable. Va a trabajar como químico en la Oficina de Impuestos Directos, y por primera vez en varios años la familia podrá disfrutar del ingreso de un sueldo completo. Como contracara de esa tranquilidad, ésa es la época en la que pierde al abuelo casi mítico: «La tristeza del mundo / es decir mi tristeza / empezó hace treinta años / en una noche hueca. [...] También tuve y no tengo un abuelo / con un siglo de cuentos / y una barba de seda / y dijo buenas noches / y se metió en su sueño / como huésped antiguo y de confianza. / Claro / no era su sueño / era su única muerte / nada más»[9].
EL HERMANO IMPRESCINDIBLE
Desde poco tiempo atrás había comenzado una curiosa serie de mudanzas que marcará toda la vida familiar. En no más de veinte años contabiliza veintidós casas diferentes. Aparentemente por deseo inexplicado y un poco caprichoso de la madre, se mueven por diferentes barrios de la ciudad. De ese baile de casas puede recordar, a veces, datos sueltos: la claraboya rota de Justicia y Nueva Palmira, el nacimiento de Raúl en la calle Miñones, la efímera felicidad en la calle Capurro, dos casas en una misma calle, Ellauri, en una de las cuales queda grabada la imagen de una sirvientita que se asomaba a la ventana desnuda, y lo llamaba, para asombro y rubor de su incipiente adolescencia.
Nace el hermano, Raúl. La fecha es el 11 de noviembre de 1928, en Punta Carretas, un barrio de clase media cercano a la costa, sólo estropeado por la presencia de una enorme cárcel, y por el que circularán en varias casas recordadas con añoranza. Ese deambular un poco penoso, del que ambos hermanos recuerdan sobre todo que cada vez había que montar y desmontar el laboratorio paterno, aparecerá mucho más tarde como una clave autobiográfica de la novela La borra del café [10].
Los ocho años que separan a los hermanos nunca fueron una distancia insalvable; al contrario, Mario fue para Raúl algo así como un padre mucho más accesible, con quien se comunicaba mejor. Pocos años después, el barrio de Capurro, tranquilo, cercano a la bahía, parece haber sido la Arcadia de ambos. Allí compartieron juegos, allí vieron pasar por el cielo el Graf Zeppelin. Para Mario el hermano fue primero un juguete, y un compañero después. A lo largo de la complicada vida del escritor, Raúl fue su confidente, su apoyo, y estuvieran donde estuvieran se hablaban por teléfono todos los días. En la madurez, pues, serán amigos y cómplices. La imagen plácida de Mario con nueve o diez años estudiando o leyendo y meciendo la cuna del hermanito con el pie se rompe sin rencor ante el recuerdo de un impulso demasiado violento que manda al bebé al suelo, afortunadamente sin consecuencias. Mucho más dramática es la intervención de Raúl en situaciones de peligro para la vida de Mario, perseguido por las sucesivas dictaduras que lo consideraron, con razón, un enemigo.
La actividad literaria de Mario comenzó muy tempranamente. Aunque no quedan pruebas escritas, siempre habla de los poemas en alemán que le servían para responder a las tareas del colegio, para asombro de los maestros. Alimentado de lecturas obsesivas, poco después escribió una novela «de capa y espada» llamada El trono y la vida, de la que sólo queda el recuerdo en los dos hermanos. Y con Raúl apenas crecido, escribía a máquina un periódico, haciendo copias con papel de calco, que su hermano vendía por el barrio. Esa temprana adolescencia también será el momento del diario íntimo del que no quedan rastros, experiencia que, desgraciadamente para los investigadores, no continuó en lo sucesivo. También será un paréntesis de preguntas existenciales, de dudas y, por último, como dice uno de sus poemas tempranos, de «ausencia de Dios». Por insistencia de unas tías había tomado la primera comunión, y lo hizo en la iglesia de Punta Carretas, al lado de donde vivía el abuelo materno. De ese modo había entrado en contacto con la religión como institución, pero también en un entorno peculiar: mientras se preparaba para la ceremonia jugaba al fútbol con los curas, quienes se enrollaban la sotana a la cintura y le imponían por cada falta cometida un padrenuestro de penitencia. Tal vez esa circunstancia en un ambiente como el uruguayo, laico, incluso anticlerical, influyó en la ausencia de fe que experimentó toda la vida, a pesar de que el tema, como problema humano, rondó una y otra vez su inspiración poética. Se podría decir que el escritor lamentaba no tener fe y a lo largo de toda su obra son numerosos los poemas en los que aflora esa ausencia de Dios en su espíritu, en su meditación y en sus expectativas acerca de la muerte. No faltarán en su obra, especialmente poética, las explicaciones que va encontrando, aceptando, ofreciendo, para su falta de fe, como por ejemplo su temprana «Primera incomunión»[11].
Así, con experiencias contradictorias, con precocidad y tristeza, se puede decir que se cierra la infancia de Mario. Una época nunca mitificada por él, siempre recordada a través del tamiz de cierta amargura, de la disconformidad y la decepción, como surge en muchos poemas, pero especialmente en ese soberbio compendio de las emociones que experimentara en ese período tantas veces cantado por los escritores, el poema «La infancia es otra cosa», de Quemar las naves[12].
Llegamos a 1933. En Alemania es presidente Hindenburg y Hitler, su canciller. En el Colegio Alemán de Montevideo se hace obligatorio el saludo nazi. Mario, que hasta entonces había evitado comentar en casa algunos rasgos autoritarios del colegio por temor a ser obligado a abandonarlo, no puede menos que comunicar esta novedad ominosa. La respuesta paterna es inmediata: para no perder el año, terminará el curso escolar, el último de primaria, pero ya no seguirá en ese ambiente. Se había terminado el candor.
Las primeras miradas
Nadie sabe en qué noche de octubre solitario,
de fatigados duendes que ya no ocurren,
puede inmolarse la perdida infancia
junto a recuerdos que se están haciendo.
Qué sorpresa sufrirse una vez desolado,
escuchar cómo tiembla el coraje en las sienes,
en el pecho, en los muslos impacientes
sentir cómo los labios se desprenden
de verbos maravillosos y descuidados,
de cifras defendidas en el aire muerto,
y cómo otras palabras, nuevas, endurecidas
y desde ya cansadas se conjuran
para impedirnos el único fantasma de veras.
Cómo encontrar un sitio con los primeros ojos,
un sitio donde asir la larga soledad
con los primeros ojos, sin gastar
las primeras miradas,
y si quedan maltrechas de significados,
de cáscara de ideales, de purezas inmundas,
cómo encontrar un río con los primeros pasos,
un río —para lavarlos— que las lleve.
Sólo mientras tanto
Inventario Uno, p. 588
2
los ojos llenos de sueños...[13]
Los años de la adolescencia son los años de la precocidad. Parece querer hacerlo todo rápidamente. Abandonado el Colegio Alemán, ingresa al bachillerato en un instituto público, el Liceo N.º 2 Héctor Miranda, donde termina con buenas notas el primer curso. El segundo lo deja por la mitad y trata de continuar los estudios sin asistir a clase: no terminará el último de los cuatro cursos de secundaria. A partir de ese momento la educación del adolescente y el joven dependerá exclusivamente de su libre esfuerzo y disciplina, y de la antigua pasión por la lectura. Al observar al adulto, años más tarde, llegaremos a la conclusión de que la sistematicidad de estudios académicos fue sustituida por la fuerza de la vocación, que generó un profundo conocimiento de literaturas extranjeras, a menudo acompañado por el estudio de la lengua correspondiente, lo cual agudizó un, al parecer, innato sentido crítico.
Sin que fuera una de sus prioridades, agrega a los estudios diversas actividades deportivas. Jugó al fútbol, pero confiesa que era malo y sólo lo dejaban actuar en la meta; en todo caso, su peor recuerdo es un gol que le hicieron y en el que el balón lo golpeó en el estómago: se desmayó. Desde entonces su pasión por el fútbol se manifestó sólo como espectador. Era claramente un hincha y en sus cuentos el tema aparece con amplitud. Tal vez el más conocido sea «Puntero izquierdo», pero con los años, «El césped» le disputará popularidad. También practicó el baloncesto; sin embargo, donde descolló fue en atletismo. En una de las tradicionales plazas de deportes montevideanas, pequeños polideportivos a la medida de cada barrio, situada ésta frente a la tradicional iglesia de la Aguada, se ejercitaba corriendo y ganó una competición de ochocientos metros lisos, tal como recuerda con nostalgia en uno de los dos poemas que tituló «Piernas»[14]. También el deporte estaba asociado para Mario Benedetti a uno de los peligros que lo acompañaron a lo largo de toda su vida. En una tarde calurosa de su adolescencia, mientras estaba jugando a la paleta con su amigo del colegio, Kubler, el padre de éste les trajo un helado que contenía nuez. En ese momento se le manifestó por primera vez una alergia a este fruto seco que pone en peligro su vida cada vez que se descuida, cosa que ocurrió en dos o tres oportunidades. Otro causante de sus alergias es la penicilina, pero tiene la ventaja de que no se puede ocultar inocentemente en cualquier alimento apetitoso, como ocurre con la nuez. A partir de ese momento, el ejercicio deportivo quedará casi exclusivamente centrado en el tenis de mesa, o ping-pong, como se lo llamaba en Uruguay. El temprano entrenamiento de Mario en este deporte contó con un compañero siempre dispuesto, su hermano Raúl. Éste recuerda que practicaban en una mesa muy pequeña, lo que aumentó su efectividad en condiciones normales. Con el tiempo, en Cuba, llegó a ser campeón en torneos de este deporte, muy popular entre los cubanos.
En 1933, el país todo y él en particular sufren un choque político y moral. El presidente del Consejo Nacional de Administración, parte del poder ejecutivo, Baltasar Brum, es depuesto por un golpe de Estado, instaurándose una dictadura que, aunque durará poco, será un sobresalto para el tranquilo país, «verde y con tranvías», como el poeta recordará más adelante esos tiempos. Pero lo más emocionante es que Brum decide suicidarse como gesto heroico, simbólico pero inútil, de resistencia y protesta. Fue un acto solitario que impresionó enormemente al adolescente sensible que contemplaba con admiración al personaje y, con vergüenza, la falta de reacción de la colectividad. Muchos años después, en 1960, escribe en su provocador ensayo político El país de la cola de paja un capítulo sobre la indiferencia y la cobardía social de sus compatriotas, a pesar de que con el tiempo se había suscitado alguna resistencia a la dictadura, trayendo a colación aquel lejano recuerdo. Esa mención sirve, asimismo, para fechar su ruptura con la Iglesia, según confiesa, «después de una ardua polémica de casi una hora con un cura confesor que se propuso denigrar a Brum»[15].
EL TRABAJO, NECESIDAD Y RESPONSABILIDAD
El joven Benedetti en esa época oscilaba entre la necesidad de atender a cuestiones materiales, ayudar al hogar siendo serio y responsable, y una cierta ansiedad de absoluto, de trascendencia espiritual, de vuelo adolescente. Para atender a lo primero, decide seguir el ejemplo austero de su padre y buscar un trabajo. Lo encuentra en Will L. Smith, S. A., una empresa de recambios para automóviles en la calle Uruguay, en el centro de la capital, donde también se vendían alfombras, linóleos, etcétera. Allí trabajará varios años, primero como ayudante, luego como encargado de ventas, por último, como secretario del gerente. El sentido de la disciplina, ya presente en su carácter para siempre, lo ayudará a soportar una vida laboral incómoda por la rigidez e impertinencia de sus jefes, y nada gratificante como perspectiva de futuro. Esa desagradable experiencia servirá de base autobiográfica para una de las partes del cuento «Puentes como liebres»[16].
Con la intención de mejorar en el futuro sus condiciones laborales, Mario estudia provechosamente taquigrafía con el método Martí, considerado por muchos como el más apropiado para la lengua española. Esos conocimientos le serán muy útiles en muchos de sus futuros trabajos y en ocasiones serán su única oportunidad para ganarse la vida con cierta comodidad, debido a lo solicitado que podía ser un buen taquígrafo para muchas actividades a esa altura del siglo XX. Uno de los lugares más apreciados para ejercer como tal en Uruguay fue durante muchos años el poder legislativo. En cuanto se sintió preparado se presentó a una prueba para ingresar a la Cámara de Diputados, pero perdió el cargo por medio punto. En esa ocasión, sin embargo, ganó una amistad que le duraría toda la vida, la de Mario Jaunarena, también taquígrafo, periodista, prestigioso socialista. Uno de los cuentos fantásticos de El porvenir de mi pasado, precisamente «Taquígrafo Martí», trae a un presente español la existencia de un taquígrafo uruguayo.
Sus inquietudes espirituales, habiendo abandonado casi sin haber entrado la Iglesia católica, serán colmadas con intensidad por un encuentro muy trascendente: Raumsol y la Escuela Logosófica. Era un momento de su vida colmado de sueños de futuro tanto desde el punto de vista material como espiritual, sin que hubiera hallado todavía un cauce seguro, y ello lo hacía vulnerable ante estructuras preparadas para dar respuestas.
Carlos Bernardo González Pecotche, autodenominado Raumsol y nacido en 1901, había creado la Fundación Logosófica en la ciudad de Córdoba, Argentina, en 1930, y en 1932 la llevó a Montevideo. A partir de entonces, y hasta el presente, la organización se ha extendido por decenas de ciudades en Brasil, Argentina, Uruguay y otros países americanos y europeos. La logosofía se presentaba como «una nueva concepción del pensamiento humano frente a los problemas del mundo», y sus objetivos —vagos, positivos, esplendorosos, abarcadores— promueven, en resumen, la superación humana. Para conseguirlo, Raumsol había fundado escuelas para adultos y jóvenes. Ese foco de atracción había captado a Matilde y Brenno Benedetti, quienes comenzaron a frecuentar la escuela e indujeron a Mario a hacer lo mismo. Si bien este último era materia propicia para ser seducido por una retórica espiritual que llevaba a una energía positiva, renovadora, llama la atención que un científico como Brenno cayera en las redes de esa nueva teología que rápidamente extendía su negocio con escuelas, revistas y publicaciones. Más aún, pronto Raumsol se fijó en la seriedad e inteligencia del joven Benedetti y le ofreció la oportunidad de ser su secretario en Buenos Aires, algo así como un discípulo especial.
La situación no dejaba de ser difícil. Por un lado era, o le parecía a la familia Benedetti, un orgullo y una ocasión digna de agradecimiento. Mario veía asimismo la oportunidad de abandonar Will L. Smith y sus escasas perspectivas. Pero la Escuela Logosófica también le había traído una presencia que ahora debería abandonar: la familia López Alegre, de la que sus padres se habían hecho amigos, incluía a una niña de trece años llamada Luz, que se había convertido en una presencia imprescindible para Mario. Y lo fue tanto que casi desde entonces serían compañeros inseparables. Pero el sentido del deber prevaleció, como siempre ocurrió en su vida, y Mario se fue a vivir a Buenos Aires.
LA LOGOSOFÍA EN SOLEDAD
Éste es un período cronológicamente oscuro, pues no hay datos concretos de la partida del joven Benedetti y toda esta etapa de su vida ha quedado envuelta en la niebla de la decepción y de una posterior actitud, consciente o inconsciente, de borrar los detalles de esta experiencia. Sí sabemos que a principios de 1940 Mario ya se encontraba de regreso en Montevideo.
En Buenos Aires, el solitario joven lleva dos vidas paralelas y contradictorias. Por un lado, el ser persona de confianza de Raumsol no le dará ninguna satisfacción. Al contrario, vivirá muy precariamente y en estado de tensión permanente: el líder lo tendrá constantemente a su disposición y el joven empezará a desilusionarse acerca de las supuestas virtudes de la alta espiritualidad que habían provocado su adhesión. Las falsedades del Maestro, como gustaba que lo llamaran, la certeza del uso de la fachada espiritual para sus negocios fueron abriendo los ojos de Mario sin separarlo del todo de la corriente logosófica. Trabajaba muy intensamente y muchas horas —ésa será una constante a lo largo de toda su vida—, pero en este caso sentirá que no se trata de una opción libre, más allá de aquella primera decisión de ir a Buenos Aires. La soledad, la falta de comunicación con quienes lo rodeaban, tanto en la infame pensión donde lo habían recluido como en el trabajo junto a Raumsol, la decepción al descubrir las mentiras del líder, que ocultaba sufrir de asma o pretendía conocer idiomas manifiestamente ignorados, empezaron a minar su determinación de continuar en la ciudad bonaerense.
Por otro lado, la lectura como forma de escape lo llevará a la escritura. El contacto con los libros de nuevos autores, especialmente el descubrimiento de la poesía de Baldomero Fernández Moreno en un mercadillo cercano a la plaza San Martín, lugar de sus lecturas dominicales, tendrá un carácter revelador. Muchas veces, con posterioridad, Benedetti hablará del deslumbramiento de empezar a creer en su destino como escritor. La poesía sencilla y transparente de Baldomero Fernández Moreno lo llevará más tarde a la más profunda pero igualmente carente de artificios de Antonio Machado, y en ese mundo poético reconocerá su camino como escritor. La influencia de Fernández Moreno fue primero una lección de vida: no sólo lo llevará a la poesía, sino a escribir, a lanzarse hacia una actividad creativa. Por eso, la hermosa y recoleta plaza San Martín ocupará un lugar preferente en su memoria mítica. Será la respuesta para la tópica pregunta de cómo empezó su carrera de escritor; también aparecerá en sus poemas[17], y será el entorno de su casa buscada y elegida en Buenos Aires muchos años después.
Antes de que pasaran dos años de estancia en la capital argentina, y a pesar del chantaje emocional del «líder», que no quería perderlo, el futuro escritor decide abandonarlo y volver a Montevideo.
El secretario de Raumsol debía ocuparse de citas, correspondencia, ediciones logosóficas y, desde enero de 1941, también de la revista Logosofía. Ésta será para nosotros una guía de su complicada relación con esa corriente espiritual que, a pesar de las decepciones, todavía lo tuvo retenido en sus inmediaciones hasta 1944. Desde los primeros momentos Benedetti colabora en casi cada número con su firma. La mayor parte de las colaboraciones son poemas: «Estaciones», «Un buen vecino», «El hombre fuerte», «Nudo», «Identidad», etcétera. Tal vez eran algunos de los poemas que le enviaba a Luz en sus cartas proponiéndole un noviazgo que ella todavía no acogía explícitamente. Pero también hay algún artículo que, como varios de los primeros poemas, ostenta un innegable carácter pedagógico. Así, en el número 6, de junio de 1941, en «Utilidad práctica del conocimiento aplicado», el futuro autor de La tregua exalta la actitud logosófica en esta «época de desequilibrios», y propone una flexibilidad impensable en su pensamiento de diez o quince años después: «El hombre debe adaptarse al ambiente». La revista, además de una línea muy conservadora en cuanto a colaboradores —por ejemplo, el ministro de Defensa Nacional uruguayo— y temas tratados, presenta una buena sección de recomendaciones de libros, y un intermitente «Noticiario periodístico» que resulta interesante. Aunque no sabemos exactamente el grado de responsabilidad del escritor uruguayo en la confección global de la revista, vamos observando en sus propias colaboraciones una evolución positiva, tanto en la temática como en el manejo estilístico. El último poema con su nombre aparece en el número 41, de mayo de 1944, «Casi parábola», y todavía muestra una clara preocupación ética, bajo la dicotomía del bien y el mal. Así comprobamos que, mucho tiempo después de separarse de Raumsol en Buenos Aires, Benedetti seguía ligado a esa colectividad en la que todavía permanecían sus padres, su novia y los padres de ésta. Su separación de la corriente logosófica traerá como consecuencia la del resto de personas de su entorno.
Con la perspectiva que dan los años, Raumsol será una figura execrada por Benedetti, posiblemente, y en mayor grado, por la importancia que llegó a tener para él durante cierto tiempo, lo cual le atrajo las críticas de seguidores y familiares de aquel personaje, hoy todavía considerado por ellos como uno de «los grandes precursores de la humanidad». No mucho después, en «Como un ladrón», uno de los cuentos de Esta mañana (1947), podemos reconocer cierta inspiración autobiográfica cuando el protagonista se encuentra con Rosales, «una especie de filósofo casero». Buena revancha de un creador. El mismo personaje, también llamado Spatium, aparecerá en Gracias por el fuego (1965), encuadrado en una historia breve y lateral a la principal, que reproduce el esquema de la vida del autor varios años antes. También aparecen anécdotas de pequeños personajes en los que reconocemos rasgos de quienes lo habían rodeado en Buenos Aires. Así, como ocurrirá casi siempre, se introduce en las narraciones de Benedetti una célula de realidad que crece, se transforma y dispara la imaginación del autor.
A pesar de todo, la decepción no le produj