Un regalo que no esperabas

Fragmento

libro-3

1.

MANUEL

A mi hijo me lo habría imaginado de otra forma. Aparté la mirada varias veces de la pantalla e hice como que reflexionaba, pero en realidad observaba a Manuel sin que se diera cuenta…, y no resultaba precisamente majestuoso. Para ser sincero, me parecía una falta de respeto que se llamara Manuel, una falta de respeto hacia él y hacia mí. ¿Por qué nadie me preguntó? Nunca habría aceptado Manuel, me habría opuesto. A Manuel el nombre, al menos. A Manuel la persona…, en fin, qué puedo decir, fue cosa de un destino superior. Por lo general el destino tendía a quedarse a un palmo de mi cabeza, algo que no me habría importado si hubiera tenido la bondad de quedarse allí arriba. Pero no: todos y cada uno de mis destinos superiores encontraron el momento de bajar a saludarme. Y este lo hizo adoptando la forma de un hijo de catorce años.

El décimo día con Manuel a mi lado transcurrió de forma poco espectacular, como casi todos los lunes de aquel año. Y como todos los martes. Los miércoles solía tomármelos libres, y el resto de la semana pasaba de manera casi automática. El verdadero significado de ese lunes solo se me reveló después, y he de reconocerle a mi memoria de cuarenta y tres años y sensiblemente nublada por el alcohol el mérito de poder reunir a posteriori tantas imágenes y sonidos originales, la mayoría de ellos de mi hijo, que, sentado a mi lado en el despacho, hacía los deberes o fingía hacerlos.

—¿Qué tal? ¿Avanzas? —le pregunté.

—¿Y por qué no iba a avanzar?

A lo mejor todos los adolescentes en plena pubertad, con su pelusa en el bigote y un registro vocal que oscila entre un violín mal afinado y un contrabajo carcomido, son igual de antipáticos, no lo sé, en cualquier caso aquello me molestó bastante.

—No quiero saber por qué no ibas a avanzar, lo que quiero saber es si avanzas o no —le respondí.

—¿Y quién ha dicho que no quieras saber por qué no iba a avanzar? —preguntó él.

Me lo preguntaba porque sabía que yo no iba a meterme en una discusión tan absurda y que con eso zanjaba la conversación. Uno de los problemas de mi aún muy reciente relación con mi hijo era que Manuel no me aguantaba, lo que explicaba tanto las miradas apagadas, vacías y aburridas como el bostezo que me dedicaba ya desde la segunda semana. Eran el reflejo de lo que veía: a mí. Seguramente saber que era su padre no habría hecho que le cayera mejor, pero al menos me habría tratado con más indulgencia.

No, Manuel no lo sabía. Y, por decirlo todo, hacía solo unas pocas semanas que yo mismo lo sabía.

ALICE

A principios de verano me llamó Alice y se lamentó de que hubiéramos perdido el contacto. Quizá podríamos vernos, me dijo, tenía un montón de novedades que contarme. La verdad, yo ya ni siquiera contaba con ella. Con Tanja sí, y con Kathi y con Brigitte; con Corinna quizá, y, llegado el caso, incluso con Sonja; pero no con Alice. Tampoco se me habría ocurrido pensar, después del modo en que me dejó, que algún día llegara a lamentarse de haber perdido el contacto conmigo, pero en fin, uno siempre puede equivocarse con la gente. Con las mujeres desde luego, para eso yo tenía un talento natural.

—Sí, claro, estaré encantado de que nos veamos. ¿Dónde? —le pregunté.

—En mi casa mejor.

«En mi casa mejor.» Esas palabras ejercieron una cierta fascinación sobre mí, y si aquí los hombres consiguen no pensar de determinada manera, y más aún a principios de un verano en el que además están sin compromiso, les doy mi más sincera enhorabuena. Yo no lo conseguí. Para rellenar los tres días que faltaban para la cita saqué todas las viejas fotos de Alice, las de nuestro fin de semana en Hamburgo, y deseé que no hubiera engordado más de medio kilo por año. Siete kilos y medio más me veía capaz de soportarlos.

Hay que decir que solo habíamos estado juntos aquel fin de semana en Hamburgo, porque yo aún estaba casado con Gudrun, que estaba embarazada de Florentina y más o menos en el séptimo mes, cosa que, muy a mi pesar, Alice descubrió en el vuelo de vuelta, porque cuando tengo miedo soy lo que suele llamarse un libro abierto. Y volar me da mucho miedo. No puedo reprocharle a nadie que piense que era un cabronazo o incluso que lo sigo siendo, pero no siempre las cosas son lo que parecen, ni siquiera cuando lo parecen muchísimo. Pero volvamos al reencuentro con Alice.

En realidad me bastaron unos pocos segundos en el umbral de la puerta para darme cuenta de que me había afeitado en vano. No hace falta que describa el fantástico aspecto que una mujer puede tener quince años después, ni lo bien que sienta seguir tu propio camino; en el caso de Alice todo eso no podía importarme menos, puesto que yo ya no le importaba a ella en absoluto. Había estudiado Medicina y trabajaba para algo así como Médicos sin Fronteras, aunque alguna frontera sí debía de haber porque solo se dedicaban a proyectos en África. Alice estaba a punto de viajar a Somalia, donde, a partir de septiembre, se pondría en marcha una nuevo base de apoyo. Y era muy urgente que me contara todo eso precisamente a mí, después de haberme mandado al diablo hacía quince años tras una aventura de un fin de semana. No dejaba de preguntarme por qué.

—Bueno, Geri, ¿y tú en qué andas? —me preguntó.

Aquello era una doble ofensa. Que me llamara «Geri» significaba que, a sus ojos, aún no había madurado lo bastante para ser Gerold. Y «en qué andas» sonaba como si no me viera capaz de nada más que eso, de andar a tontas y a locas, de andar sacándome cosas de la manga, de andar en asuntos sin importancia. Sin duda me lo vio en la cara.

—Sigo siendo periodista, pero ya no estoy en el Rundschau sino en un periódico más pequeño y… eeeh… gratuito. No creo que lo conozcas. Llevo la sección de Sociedad.

—¿La de Sociedad? Ah, estupendo.

—Sí, estupendo.

—¿Y dónde está la redacción?

—En la Neustiftgasse.

—¿Y tienes tu propio despacho?

No es que pensara que mi vida era sensacional, pero, en mi opinión, el tema quince años de Gerold Plassek merecía alguna pregunta más interesante.

—Pues sí, tengo un pequeño espacio de oficina.

Ambos términos eran una exageración total: tanto «oficina» como «espacio». Lo único cierto era el adjetivo «pequeño».

—Qué bien —dijo ella.

Se quedó dudando un poco. Y al final empezó a hablarme de su maravilloso niño, al que había criado ella sola. En realidad era ya un muchacho. Un muchacho mayorcito. Tenía catorce años y era un estudiante ejemplar. En la escuela contaba con muchos, muchos, muchos, innumerables amigos; tantos que estaba absolutamente arraigado y resultaba imposible moverlo de allí. Era impensable plantearle medio año en Somalia, tenía que seguir en Viena. Se iba a quedar en casa de su tía Julia y todo estaba pensado menos…

—¿Tienes un hijo de catorce años? —la interrumpí.

—Eso es.

—Yo tengo una hija de quince.

—Ya lo sé. Sé sumar —contestó, o más bien bufó, como bufaba Leslie, la gata siamesa de mi exmujer, cuando te acercabas demasiado.

Pues eso, estaba todo pensado (continuó con una amabilidad exagerada) menos las tardes, el tiempo desde que el chico salía de la escuela y podía ir a casa de su tía. Su hermana Julia era profesora de baile o entrenadora personal o las dos cosas, y por las tardes daba clases de musicogimnasia en casa. Por eso Alice, curiosamente, había pensado en mí, en mí en particular, y en mi «espacio de oficina».

—Manuel podría hacer allí los deberes —propuso.

¿Manuel? No, claro que no. Ni hablar. Era imposible. Mi jefe nunca lo permitiría. Y si lo permitiera, yo no permitiría que lo permitiera. Yo y un chico de catorce años llamado Manuel, al que ni conocía ni quería conocer, los dos metidos en aquel miserable cuartucho…, no podía ser de ninguna de las maneras. Ya solo imaginarme imaginándomelo era inimaginable.

—Seguro que tienes un montón de amigos, ¿por qué me lo pides precisamente a mí?

—Bueno, pensé que Manuel y tú quizá encajaríais.

—¿Yo y un chico desconocido de catorce años? ¿Me puedes dar una sola razón por la que fuéramos a encajar?

—¿Una sola?

—Sí, una sola —repetí.

—Porque eres el padre de Manuel.

—¿Qué?

—Que eres el padre de Manuel.

—Dilo otra vez.

—Eres el PADRE de Manuel.

En efecto, era una razón. Una razón que desencadenó en mí una de esas crisis profundas que te dejan en estado de shock y, por instinto de autodefensa, te hacen negar la evidencia; hasta que la evidencia ya no puede negarse más y se infiltra en las neuronas que gestionan las catástrofes (que, por suerte, en mi caso siempre estaban de guardia). Me quedé varias horas en casa de Alice y cayó una copa de coñac. Bueno, una copa y media botella…, y hay que decir que a Alice no le gustaba el coñac.

Sentada muy tiesa en el borde del sofá, me explicó con todo lujo de detalles por qué era mejor que me hubiera ocultado a mi hijo durante catorce años. En realidad se podía reducir a esto: ella y Manuel no tenían en modo alguno nada que esperar, o bien de ningún modo tenían algo que esperar, de mí como padre. Eso me puso a la vez furioso y triste. Furioso porque a ningún padre recién salido del horno le gusta que le digan eso. Y triste porque seguramente era verdad.

Sin embargo, esta vez sí esperaban algo de mí, y no fui capaz de negarme. Se trataba de tan solo dos o tres horas al día durante veinte semanas de nada. Y yo, en cierto modo, sentía curiosidad por conocer a mi hijo.

—¿Sabe que soy su padre? —pregunté.

—Aún no.

—En realidad preferiría…

—Me lo imaginaba —repuso ella.

Ya había preparado a su hijo para presentarle a «un buen amigo de los viejos tiempos».

—Muy bien —dije.

UN REGALO INESPERADO

Como decía, era la décima jornada con Manuel dentro de mi ángulo de visión y la curiosidad por mi hijo se había visto satisfecha con creces. No creía que fuéramos a aguantar juntos días, semanas e incluso meses, y al mirarlo a la cara me costaba creer que él pudiera creerlo. Lo peor de todo era que no parecía dispuesto a comunicarse conmigo de forma humanamente decente, sin importar el tema que tratáramos.

—¿Beatles o Stones? —le pregunté, por ejemplo. ¡Vamos! ¡Era la pregunta para un adolescente! Una sola palabra me habría bastado para desplegar ante él medio siglo de historia del pop.

—¿Qué quieres decir con Beatles o Stones? —replicó.

—Pues que qué música te gusta más, si la de los Beatles o la de los Rolling Stones —ya solo tener que darle esa versión larga, que sonaba como la explicación de un chiste a un enfermo de Alzheimer, hizo que me sintiera estúpido.

—¿Tengo que contestar? —volvió a humillarme.

—No, no tienes que contestar, pero quería saberlo.

—Bueno, pues ninguno de los dos me gusta especialmente.

—¿Y entonces qué música te gusta especialmente? —insistí.

—Pues depende —un rayo de esperanza.

—¿De qué depende? —aproveché.

—Depende de la música que estén poniendo.

—Claro, en realidad siempre depende de eso… —admití.

El tema quedó zanjado y me juré no volver a dirigirle la palabra. Si volvía a pasar de mí de esa manera, lo envasaría al vacío y se lo enviaría a su mamaíta por correo aéreo a Somalia.

Pero entonces sucedió algo extraordinario que hizo que ese día se me quedara grabado para siempre. Norbert Kunz, mi jefe, me llamó a su despacho por algo relacionado con un artículo mío que había salido en la edición del jueves del Tag für Tag. En este punto se hace necesario un inciso para explicar el sentido de mi existencia y el ámbito de mis funciones en el diario gratuito Tag für Tag, editado por el gran grupo Plus.

Tras mi salida del Rundschau (de acuerdo: fue más una caída que una salida), Norbert Kunz me acogió en el Tag für Tag. Siempre había apreciado mi trabajo, y además su padre y el padre de mi exmujer Gudrun no solo eran amigos sino que jugaban juntos al golf. Se dice que la sangre pesa más que el agua, pero ni siquiera la sangre pesa tanto como el golf.

Me habría encantado trabajar en la sección de Cultura, pero en primer lugar no había tal sección, porque el Tag für Tag era por definición un periódico acultural destinado a un público por definición inculto; y en segundo lugar, no estaba en condiciones de elegir. De manera que quedé a cargo de la sección llamada «Noticias breves del día» y al cuidado de la columna de cartas al director. Si se preguntan qué hay que cuidar en las cartas al director deberían echar un vistazo a las joyitas de los lectores del Tag für Tag. Finalmente, mi tercera área de actividad era la sección de Sociedad, que era la que mencionaba cuando alguien me preguntaba «en qué andaba» y sobre qué escribía. Sonaba más social y, sobre todo, más importante de lo que en verdad era. Y es que para el Tag für Tag no había desgracia lo bastante terrible (aparte, por supuesto, de un maremoto con diez mil muertos de los que cinco eran austriacos) para arrebatarle su espacio a un anuncio de estufas de jardín. El problema con la sección de Sociedad consistía en que nadie se interesaba por ella, por lo que no daba dinero. Ni siquiera los miserables usureros del gran grupo Plus podían sacar provecho de las miserias de los más pobres y necesitados. Por eso los temas sociales se reducían casi al máximo y se escondían de cualquier manera entre las «Noticias breves del día».

Todo esto explica mi sorpresa cuando Norbert Kunz me llamó a su despacho precisamente para hablarme de una de esas noticias breves. En la edición del jueves, como me quedaba un hueco, había mencionado la situación de un centro de noche para personas sin hogar del distrito vienés de Floridsdorf al que le habían recortado las subvenciones y cuyos coordinadores, voluntarios, se iban a ver obligados a devolver a la calle a la mitad de los usuarios. Norbert Kunz había subrayado la noticia con un rotulador naranja y me la señalaba de un modo nada prometedor. Esperaba que me repitiera que nosotros no sacábamos cosas así, que nuestra empresa se regía por criterios de mercado y que los grupos marginales no eran asunto nuestro, que para eso ya tenían sus propios periódicos, como el de Cáritas, el de la Cruz Roja, el del Ejército de Salvación, el del Centro de Acogida Gruft y el de vete tú a saber quién más. Pero no fue así.

—Dígame, señor Plassek, ¿todavía le divierte su trabajo? —me preguntó.

Kunz no era lo que se dice un hombre cordial. No es que no le preocupara el bienestar de sus trabajadores, es que ni siquiera le dedicaba un pensamiento. Y tampoco era un cínico: le faltaba sentido del humor.

—Para serle sincero, no trabajo aquí por diversión.

—Yo tampoco.

—Eso me tranquiliza.

—Sin embargo, hay momentos en los que uno recuerda el porqué de esta profesión.

—¿De veras los hay?

—Sí, los hay. Me acabo de topar con uno.

—Estupendo, me alegro mucho por usted. Si tengo uno de esos momentos se lo haré saber, aunque es posible que para entonces ya se haya jubilado. Pero en ese caso se lo diré a sus sucesores —repliqué. Si había un cínico en la sala, ese era yo.

Kunz forzó una sonrisa y me contó que acababa de recibir una llamada del director del centro de noche de Floridsdorf; el hombre estaba tan fuera de sí, tan rebosante de alegría que casi no podía hablar. Había sucedido algo fantástico.

—Recibió por correo un sobre muy gordo, sin remitente, anónimo. Estaba lleno de dinero, de dinero contante y sonante. ¿A que no sabe cuánto, señor Plassek?

—Ni idea —ni que yo fuera un experto en la materia. Nadie me había mandado nunca dinero, ni anónimamente ni dando la cara.

—Diez mil euros.

—¡Vaya! —estaba impresionado. Eso eran cinco sueldos del Tag für Tag, al menos cinco sueldos de los míos.

—Con eso podrán poner camas en una segunda sala y este invierno no tendrán que echar a ningún sin techo —añadió Kunz.

—¡Qué bien! Es algo bueno de verdad —afirmé. Y lo decía en serio. Las noticias positivas siempre me conmovían, quizá porque normalmente hay muy pocas buenas noticias verdaderas. Lo que suelen vendernos como buenas noticias, y lo que los periodistas revendemos como tal, no es más que publicidad con la que alguien se llena los bolsillos a costa de otros—. Pero, dígame, ¿por qué le ha llamado a usted?

Y entonces el señor redactor jefe se puso eufórico, era muy raro verlo así:

—Parece que el donante anónimo metió en el sobre un recorte de periódico. Nada más, solo el dinero y ese pequeño recorte. Y adivine qué noticia era.

Otra vez me tocaba adivinar, con lo mal que se me daba. Pero allí estaba Norbert Kunz para ayudarme, señalándome las líneas subrayadas: mi noticia breve del jueves.

—Exacto, señor Plassek. Nuestra pequeña noticia ha empujado a alguien a donar espontáneamente diez mil euros a las personas sin hogar. ¿No es increíble?

—Increíble, desde luego —repuse. Aunque, para ser exactos, no era nuestra noticia sino mi noticia, pero bueno… Si hubiera sabido que para alguien aquellas líneas valían diez mil euros las habría escrito con mucho más cariño.

—Por supuesto, iremos fuerte con la historia.

—¿A qué se refiere con «iremos fuerte»?

Me miró como a un idiota al que hay que explicarle las reglas básicas del periodismo sensacionalista.

—Tema central, noticia de primera plana. Titular: «El Tag für Tag salva un centro para personas sin hogar». Subtítulo: «La generosa donación anónima de uno de nuestros lectores permitirá seguir alojando a los más pobres de entre los pobres», o algo parecido. Al lado, una reproducción de la noticia breve. Y cuatro, cinco o seis páginas de reportaje fotográfico dedicado al centro. Entrevista con el exultante director. Conversaciones con los sin techo. ¿Cómo se cae en desgracia? ¿Cómo es vivir en la calle? Análisis del entorno social. Una imagen de las nuevas instalaciones financiadas por nosotros…

—No las financiamos nosotros —me atreví a contradecir a Napoleón, que ya se regodeaba en su victoriosa visión del campo de batalla.

—Indirectamente sí, señor Plassek. Indirectamente sí.

—¿Y cuándo había pensado que empezara con la entrevista y el reportaje…?

—No lo hará usted, señor Plassek. Se encargará su colega, la señora Rambuschek. Ya está informada de todo y trabajará sobre el terreno…

—¿Y por qué Sophie Rambuschek, si es de la sección de Economía? De la sección de Sociedad me ocupo yo, ¿no? ¿O es que me he perdido algo? —me sentía bastante molesto, incluso para mis estándares.

—Claro que se ocupa usted. Pero le necesitamos aquí, en la redacción.

Ah, claro. Estaban las importantísimas cartas al director y las brevísimas noticias del día. Sonreí y él se dio cuenta de por dónde iba. Por suerte todo aquello no me importaba tanto. Sophie Rambuschek era joven y estaba hambrienta, tenía toda una carrera por delante. Yo nunca había estado hambriento, solo sediento. Y si bien nunca había tenido una carrera, al menos ahora ya podía darla definitivamente por perdida.

EL ALCOHOL NO APESTA

Por alguna razón sentí la necesidad de hablarle a Manuel de aquella extraña donación anónima.

—¿Te interesa saber lo que mi jefe acaba de contarme? —le pregunté.

—¿Y por qué no iba a interesarme? —contestó, de manera que supuse que le interesaba y le conté lo sucedido. Aunque parecía igual de indiferente que antes, al menos planteó la primera pregunta inteligente desde que había ocupado un lugar en mi vida en calidad de hijo y compañero de despacho—: ¿Y los otros periódicos han dicho algo de eso?

—Ni idea —repuse. No leía los otros periódicos y menos aún el mío. Así que nos agenciamos el abanico completo de las ediciones del jueves y comprobamos que la historia del centro de noche con las subvenciones recortadas había sido, por así decirlo, el tema local del día, con extensos informes en algunas gacetas muy conocidas.

—Entonces tu noticia no fue nada especial —constató Manuel.

—Nunca he pretendido que lo fuera.

—Quien hizo la donación seguramente solo leyó el Tag für Tag, de lo contrario habría metido en el sobre cualquier otro recorte —prosiguió. Aquello no carecía de lógica, pero lo dijo de un modo tan hostil y con una entonación tan desdeñosa que tuve que enfrentarme directamente a la cuestión.

—Manuel, ¿qué te pasa conmigo?

—¿Por qué iba a pasarme algo contigo?

—Efectivamente, por qué iba a pasarte algo conmigo, eso me gustaría saber.

—No me pasa nada, es que…

—¿Qué?

—No, nada —murmuró.

—De «no, nada», nada. Hay algo y quiero que me digas qué es. ¡Necesito saberlo!, ¿lo entiendes?

Me había entendido. En sus ojos se disolvieron los espesos velos de aburrimiento crónico; y de golpe los tenía el doble de abiertos de lo habitual, con lo cual se veía que eran del mismo color verde-cobrizo-amarillo-ámbar que los míos, o al menos eso quise creer.

—¿Por qué tengo que estar aquí? ¿Dónde se supone que estoy? ¿Dónde he ido a parar? ¿Qué es este cuartucho?, ¿y este periódico lamentable?, ¿y esa gente tan rara? ¿Qué hacen? ¿Cómo se puede trabajar así? —hizo una breve pausa y cogió aire para continuar con sus ataques—: ¿Y tú? ¿Qué pasa contigo? Te da todo igual. Te sientas ahí a mirar el ordenador y no haces nada. Vale, yo tampoco hago mucho, pero yo soy pequeño aún. Y además, ¿qué se supone que iba a hacer aquí? —me miró un poco asustado porque sabía que había tensado la cuerda demasiado. Pero ahora ya daba todo igual, podía decirme toda la verdad—: Siempre llevas el mismo chaleco verde. ¡Y esos zapatos…! Ningún adulto lleva eso, pero es que los jóvenes tampoco, ¡no conozco a nadie que lleve eso! Y además apestas a alcohol. Mi madre me dijo que eras un tío simpático y guay con el que seguro que me lo iba a pasar muy bien. Pues no eres nada guay, simpático a lo mejor un poco, pero de guay nada. No tienes coche ni moto. Si al menos tuvieras una bici…, pero ni siquiera eso. Y no nos lo hemos pasado bien ni una sola vez. Con media hora me basta para hacer los deberes, y el resto del tiempo me lo paso aquí sin hacer nada esperando que a lo mejor me digas…

—El alcohol no apesta.

—Sí que apesta, ¡vaya que sí!

—¡Menuda ocurrencia! ¡Yo nunca bebería nada que apestase! —Manuel se echó a reír, lo que demostraba que sabía reírse.

Quizá sentía alivio por poder decirme todas esas cosas sin que me enfadara muchísimo. Otros padres, o bien otros amigos de su madre, seguramente habrían perdido los papeles al instante. Claro que no era agradable que un niño de catorce años me hablara de ese modo, pero lo hizo con gracia y eso me gustó. Además, me había transmitido un pequeño cumplido: Alice me había descrito como un tipo simpático y guay. Francamente, me importaba más lo que pensara de mí una mujer que había llegado a ser médica sin fronteras que un adolescente que aún creía que la escuela y la vida tenían algo que ver, o que el mundo era, según el momento, guay o la peor de las mierdas.

—Me parece muy bien que lo hayas sacado todo —le dije, aunque en realidad no estaba seguro de que fuera todo. Por primera vez lo había dejado impresionado, pude vérselo en la cara. Impresionado o estupefacto, una de dos.

—No te lo tomes como algo personal —me contestó.

Por supuesto que no, nunca me lo habría tomado como algo personal. Al despedirnos me dio la mano de manera voluntaria.

—Saluda a tu tía Julia —le grité cuando se iba.

Bien. Ahora necesitaba urgentemente una cerveza. En el último cajón del escritorio tenía que estar mi lata de reserva: tibia, pero daba igual.

TEORÍAS DESPUÉS DE MEDIANOCHE

Las noches de las que sospechaba que a la mañana siguiente me arrepentiría solía pasarlas con mis colegas en baretos. Como buen vienés, y además criado en el distrito obrero de Simmering, odiaba las palabras «colegas» y «baretos», tan alemanas. En Austria lo que decimos es «amigos» y «tabernas», pero usar aquellas expresiones me ayudaba a distanciarme del asunto. Y eso era fundamental. Porque la realidad era que nos pasábamos la noche sin hacer nada, bebiendo una cerveza tras otro chupito y contándonos lo mal que nos trataba la vida. Pero no unos a otros, sino que cada uno se contaba a sí mismo las desventuras de su vida y los demás esperaban a que les tocara el turno. Como recompensa por escucharnos tan pacientemente alguien solía invitar a la siguiente ronda, y ese alguien solía ser yo.

Lo peor llegaba, con una precisión pasmosa, a partir de las dos de la mañana. Entonces mis colegas, sobre todo Horst y Josi, dirigían sus miradas cargadas de alcohol a las mujeres del local y empezaban a fantasear con ellas, aunque por supuesto no pudieran ni compararse con las antiguas o actuales parejas que los esperaban en casa. Ese era para mí el momento de decidir entre irme a dormir o pedir la última ronda, y esta segunda opción solía ser mi preferida.

El mejor sitio, y el alcohólicamente más productivo para esas noches de juerga, era el Zoltan’s Bar, en la Schlachthausgasse, que casi se había convertido en una prolongación de mi salón; cosa que, sinceramente, no arrojaba muy buena luz sobre mi estilo de vida. Con Zoltan, que era un húngaro que escuchaba y asentía de maravilla sin apenas pronunciar palabra, había digerido muchos altibajos (especialmente bajos), y eso es algo que te deja huella y te impulsa a volver una y otra vez al lugar de la digestión.

Aquella noche pude evitar el clásico tema mujeres después de las dos contando lo que me había pasado en el Tag für Tag con las donaciones anónimas, lo que incluso dio pie a una discusión. Como fueron las primeras opiniones al respecto y en la borrachera nocturna a los tipos menos sabios se les ocurren las mayores verdades, las he recordado hasta hoy.

—¿Donar diez mil euros de forma anónima? ¿Quién puede hacer algo así? —se preguntó Josi, repostero diplomado en busca de empleo.

—Pues tiene que ser alguien que ha vivido en la calle y después se ha hecho rico —opinó Franticek, que más bien recorría el camino inverso. Sus abuelos, procedentes de Bohemia, habían sido reconocidos orfebres, y sus padres a duras penas habían mantenido a flote el negocio. Pero Franticek no lo había conseguido y acababa de declarar concurso de acreedores, una maniobra cuyo respiro tenía muy próxima la fecha de caducidad.

—Eso no lo hace nadie sin segundas intenciones —afirmó Arik, profesor de formación profesional y seguramente el más listo del grupo—. Estoy seguro de que el donante está esperando el momento propicio para darse a conocer.

—O a lo mejor es todo un montaje y el tío del albergue ha organizado este jaleo para salir en la prensa —aventuró Josi.

—Pero entonces lo habría hecho en el Tagblatt o el Rundschau, y no en un periodicucho amarillo que además no lee nadie. Con perdón, Gerold —era la opinión de Arik y lo perdoné al instante.

—Pues yo creo que es dinero negro, o de la extorsión, o de las drogas o algo así, y alguien quería librarse de él —repuso Horst, que sabía del tema porque regentaba un local de apuestas en la Kaiser-Ebersdorfer-Strasse.

Así seguimos hasta más o menos las cuatro, y las teorías eran cada vez más crudas y conspiratorias, hasta que Zoltan, que nos había escuchado con toda su paciencia, anunció la hora del cierre.

—¿La última? —pregunté.

—De acuerdo, señores, una última ronda final. Invita la casa —repuso el dueño, demostrando que sí que existían aún los buenos tipos, las personas de buen corazón, los donantes altruistas que, sin doblez alguna, solo buscan hacer feliz al prójimo, a prójimos como yo. Yo no necesitaba diez mil euros, me bastaba con que a las cuatro de la mañana me invitaran y me sirvieran en condiciones un brandy de buenas noches en el Zoltan’s Bar.

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2.

MI EX Y FLORENTINA

Las noches de las que tenía esperanzas fundadas de no arrepentirme al día siguiente solía pasarlas en compañía de mujeres. Pero no en el sentido que podría parecer, por desgracia no así. O, en fin, así solo muy de vez en cuando.

La invitación a cenar en casa de mi exmujer Gudrun era todo un ritual. Recordaba los tiempos medievales en que, una vez al mes, el rey dispensaba a sus vasallos el honor de sentarse a la misma mesa que él. El vasallo era yo, una especie de juglar liberado de la obligación de cantar. El rey se llamaba Berthold Hille y desempeñaba algún cargo en algún lobby de la industria pesada. A menos que uno sea fiscal, tampoco hace falta saber más detalles. Entre sus gestos amables se contaba el no estar presente en la mayoría de las ocasiones en que la reina me invitaba. Por desgracia, aquella vez hizo una excepción.

La reina se llamaba Gudrun Hille, antes conocida como Gudrun Plassek. Había sido mi primer amor, la primera chica a la que besé y, poco después, la primera mujer a la que me quedé abrazado en la cama pensando que solo por aquello la vida había merecido la pena. Quisiera aprovechar este momento para recomendar encarecidamente a los jóvenes que no empiecen a creer en los grandes amores demasiado pronto, y que no se aferren a ellos demasiado tiempo. Yo empecé con diecisiete y aguanté hasta los veinticinco, así que fueron por lo menos ocho años. Después, de golpe, me di cuenta de que, en promedio, una de cada dos personas con las que me cruzaba por la calle o que había en una fiesta eran mujeres, y de que muchos pequeños amores juntos complacían más que un gran amor, más aún si este estaba falto de oxígeno. En ese momento Gudrun se interesaba ya por el señor Hille, que ya de joven era un señor (si es que alguna vez había sido joven). En cualquier caso, tenía pinta de que llegaría a ser alguien en la vida y en eso no nos parecíamos nada; de hecho, cada día que pasaba nos parecíamos menos.

Las separaciones no son menos tristes por ser razonables, así que se nos ocurrió algo más original: nos casamos. Nuestro matrimonio consistió en una nostálgica luna de miel en la Costa del Sol española, marca Best of Plassek, y un extra de ocho meses en los que cada uno cuidó de sus propios intereses. Yo, por ejemplo, me adentré en el mundo de las bebidas espirituosas de alta graduación. Y como al final de una gran historia de amor dos golpes de efecto son mejor que uno, el día de nuestra separación Gudrun tuvo contracciones y a la mañana siguiente nació nuestra hija Florentina. De un modo conmovedor, el señor Hille le hizo un hueco en su corazón industrial en el mismo instante de su nacimiento, de manera que con Florentina nació una nueva familia, una familia honorable en la que solo esporádicamente había sitio para mi cantar de juglaría. No quiero que esto suene patético, yo tuve la culpa; yo dejé sin protestar a mi hija en manos del rico miembro de un lobby.

—¿Y cómo van los negocios, monsieur? —le pregunté a Berthold, que después de la cena se había arrellanado señorialmente y había encendido un puro.

A mi lado, Florentina se rio bajito. Pasábamos por el mejor momento de nuestra relación, tenía quince años y se revolvía contra la burguesía, la riqueza y el corporativismo; en definitiva, contra su padrastro. Hay que reconocer que era una revolución de terciopelo que no la obligaba a renunciar a su indumentaria básica, mezcla de Armani y Diesel. A pesar de ello, un tipo como yo, alejado del consumismo, sin afeitar, mal vestido y discretamente borracho, que en apariencia podía permitirse no hacer nada de provecho y que para colmo era su padre biológico, tenía para ella algo de interesante osadía, y eso me concedía cierto estatus de objeto de culto. De veras, era así. Incluso me dejó que le acariciara fugazmente el pelo varias veces o que le pasara el brazo por los hombros. Aquellos gestos tenían que parecer desenfadados, claro. Florentina no debía adivinar que casi se me paraba el corazón cada vez que la tocaba y que en realidad me habría encantado abrazarla y no soltarla nunca más.

Con Gudrun, mi ex, las cosas estaban más o menos claras. La mala conciencia y los sentimientos de culpa frente al otro habían sido similares para ambos, de manera que en algún momento decidimos, de común acuerdo, deshacernos de ellos. Lo único que no soportaba eran sus miradas de compasión, destinadas a comunicarme su preocupación por mi futuro; su preocupa

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