Día 21 (Los 100 2)

Kass Morgan

Fragmento

ÍNDICE

Portadilla

Índice

Dedicatoria

Capítulo 1. Wells

Capítulo 2. Clarke

Capítulo 3. Glass

Capítulo 4. Wells

Capítulo 5. Bellamy

Capítulo 6. Clarke

Capítulo 7. Glass

Capítulo 8. Wells

Capítulo 9. Clarke

Capítulo 10. Bellamy

Capítulo 11. Wells

Capítulo 12. Glass

Capítulo 13. Clarke

Capítulo 14. Wells

Capítulo 15. Bellamy

Capítulo 16. Wells

Capítulo 17. Glass

Capítulo 18. Clarke

Capítulo 19. Bellamy

Capítulo 20. Glass

Capítulo 21. Wells

Capítulo 22. Bellamy

Capítulo 23. Clarke

Capítulo 24. Wells

Capítulo 25. Bellamy

Capítulo 26. Glass

Capítulo 27. Clarke

Capítulo 28. Glass

Capítulo 29. Wells

Capítulo 30. Bellamy

Capítulo 31. Clarke

Agradecimientos

Sobre la autora

Créditos

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A mis padres y a mis abuelos, con amor y gratitud.

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Capítulo 1
Wells

Nadie quería acercarse a la tumba. Aunque cuatro de sus compañeros yacían ya en el improvisado cementerio, los demás aún se sentían incómodos ante la idea de enterrar un cuerpo.

Nadie quería tampoco dar la espalda a los árboles. Desde el ataque, un chasquido de nada bastaba para que los supervivientes dieran un respingo, aterrados. De manera que las cerca de cien personas que se habían reunido para despedir a Asher se habían apiñado en semicírculo alrededor de la tumba y repartían las miradas inquietas entre el cadáver tendido en la tierra y las sombras que proyectaba el bosque.

El tranquilizador chisporroteo del fuego que solía acompañarlos brillaba por su ausencia. La noche anterior se les había terminado la leña y nadie se había atrevido a entrar en el bosque para traer troncos. A Wells no le habría importado hacerlo él mismo, pero había tenido que cavar la tumba. Tampoco se había ofrecido nadie a ayudarlo, salvo un arcadio alto y callado llamado Eric.

—¿Seguro que está muerto? —susurró Molly al mismo tiempo que se apartaba del profundo hoyo, como si temiera que se la tragara a ella también.

Solo tenía trece años, pero parecía más joven. O, al menos, lo parecía a su llegada. Wells recordaba haberla ayudado después del accidente, cuando las lágrimas y las cenizas aún surcaban sus carrillos regordetes. Ahora, mostraba una carita delgada, casi chupada, y lucía un corte en la frente que no tenía buen aspecto.

Casi sin querer, Wells echó una ojeada rápida al cuello de Asher, a la herida dentada que delataba el lugar exacto donde la flecha le había perforado la garganta. Asher llevaba dos días muerto, desde que las misteriosas figuras se materializaran de repente en la cima del monte, contradiciendo así toda la información que había recibido el grupo de colonos, todo aquello que creían saber.

Los habían enviado a la Tierra en calidad de conejillos de Indias. En teoría, eran las primeras personas que pisaban el planeta desde hacía trescientos años. Por lo visto, los habían informado mal.

Algunos seres humanos jamás se marcharon.

Todo había sucedido en un abrir y cerrar de ojos. Wells no se había dado cuenta de que pasaba algo raro hasta el momento en que había visto a Asher tirado en el suelo, boqueando e intentando arrancarse la flecha que tenía clavada en la garganta. Fue entonces cuando Wells se dio media vuelta… y los vio. Recortados contra el sol del ocaso, los forasteros parecían oscuros e imponentes. Wells había parpadeado, casi convencido de que los vería desaparecer ante sus ojos. No concebía que fueran reales.

Sin embargo, las alucinaciones no disparan flechas.

Al ver que nadie acudía a su llamada de socorro, Wells había llevado a Asher al hospital de campaña, donde guardaban los medicamentos que habían rescatado del incendio. No sirvió de nada. Wells aún seguía buscando vendas como un poseso cuando Asher ya había expirado.

¿Cómo era posible que hubiera gente en la Tierra? No se lo podía creer. Nadie había sobrevivido al cataclismo. Aquella era una verdad incontestable, tan enraizada en la mente de Wells como el hecho de que el agua se congela a cero grados o que los planetas giran alrededor del sol. Y, pese a todo, los había visto con sus propios ojos. Seres humanos que no habían llegado del espacio con ellos. Nativos.

—Está muerto —le respondió Wells a Molly.

Al darse cuenta de que prácticamente todo el grupo estaba pendiente de sus movimientos, se puso en pie despacio. Hacía unas semanas, sus compañeros lo habrían mirado con menosprecio, cuando no con franco desdén. Nadie se tragaba que el hijo del canciller hubiera sido confinado. A Graham le había costado muy poco convencerlos de que Wells estaba allí para espiarlos por cuenta de su padre. Ahora, en cambio, todos los ojos estaban puestos en él como esperando instrucciones.

En el caos posterior al incendio, Wells había organizado equipos para revisar el material que aún se pudiera aprovechar y había dirigido los trabajos de construcción de estructuras permanentes. El interés que sentía por la arquitectura terrestre, que tantos disgustos le había costado a su pragmático padre allá en la colonia, le había ayudado a diseñar tres cabañas de madera que ahora se erguían en el centro del claro.

Wells miró el cielo del anochecer. Habría dado cualquier cosa por poder enseñarle las cabañas a su padre. No para demostrarle que se equivocaba con él. Después de que su padre hubiera recibido un disparo en la plataforma de despegue, cualquier resto de resentimiento que Wells aún pudiera albergar hacia él se había esfumado. Ahora, solo deseaba que su padre llegara a considerar la Tierra su hogar. En teoría, el resto de la Colonia debía reunirse con ellos en cuanto el planeta fuera declarado habitable, pero ya llevaban allí veintiún días y nadie había visto ni un mísero destello en el firmamento. ¿Qué significaba aquello para los cien? ¿De verdad los habitantes de la colonia tenían previsto desplazarse a la Tierra?

Cuando devolvió la vista al suelo, sus pensamientos retornaron a la tarea que tenía entre manos: despedirse de aquel chico que estaba a punto de reposar en un lugar mucho más oscuro.

A su lado, una chica se estremeció.

—¿Podemos acabar de una vez? —se quejó—. No quiero pasarme aquí toda la noche.

—Ese tono —la regañó una joven llamada Kendall, frunciendo los labios.

A su llegada, Wells la había tomado por una natural de Fénix, como él, pero al cabo de un tiempo se dio cuenta de que la chica, en realidad, solo impostaba la arrogancia y la languidez características de las chicas con las que Wells se había criado. Era una costumbre bastante extendida entre las jóvenes waldenitas y arcadias, aunque él nunca había conocido a nadie que empleara el ardid con tanta soltura como Kendall.

Wells miró a ambos lados, buscando a Graham, el único de los cien que procedía de Fénix, aparte de Clarke y él mismo. Por lo general, no le gustaba que Graham asumiera el liderazgo del grupo, pero el chico había sido buen amigo de Asher y a Wells le parecía adecuado que fuera él quien pronunciara unas palabras en su funeral. Sin embargo, su rostro era uno de los pocos que echaba en falta entre la multitud… aparte del de Clarke. Después del incendio, Clarke había partido con Bellamy en busca de la hermana del chico, sin dejar nada tras de sí salvo el recuerdo de las cinco palabras envenenadas que le había espetado a Wells antes de partir: Destruyes todo lo que tocas.

Sonó un chasquido en el bosque que provocó exclamaciones ahogadas entre los presentes. Con una mano, Wells empujó a Molly a su espalda al mismo tiempo que agarraba la pala con la otra.

Instantes después, Graham entró en el claro, escoltado por dos arcadios —Azuma y Dmitri— y una waldenita llamada Lila. Los chicos acarreaban palos mientras que Lila llevaba unas cuantas ramas bajo el brazo.

—Ahora ya sabemos dónde estaban las otras hachas —comentó un waldenita llamado Antonio, mirando las herramientas que Azuma y Dmitri llevaban echadas al hombro—. Nos hacían falta, ¿sabéis?

Graham enarcó una ceja mientras examinaba la cabaña más reciente. Por fin le habían pillado el truco; el techo de aquella no tenía ni un agujero, lo que significaba que la noche sería mucho más cálida y menos húmeda. Sin embargo, ninguna de aquellas construcciones contaba con ventanas. Recortarlas requería demasiado trabajo y, puesto que carecían de plástico o de cristal, habrían sido poco más que meros huecos en las paredes.

—Esto es más importante, créeme —replicó Graham, mostrándole los palos que llevaba en los brazos.

—¿Leña? —preguntó Molly.

Se encogió cuando Graham le soltó un bufido.

—No, lanzas. Unas cuantas cabañas de madera no nos van a servir de nada si nos atacan. Tenemos que defendernos. La próxima vez que esos cabrones aparezcan, estaremos preparados.

Graham posó los ojos en Asher y una expresión poco habitual en él asomó a sus facciones. La pátina de ira que solía cubrirlas se agrietó y debajo apareció algo parecido a dolor genuino.

—¿Quieres quedarte con nosotros un momento? —preguntó Wells en tono cálido—. He pensado que estaría bien pronunciar unas palabras sobre Asher. Tú lo conocías bien, así que…

—Por lo visto, tú ya te has hecho cargo de todo —lo cortó Graham, mirando a Wells a los ojos para no posarlos en Asher—. Adelante, canciller.

El sol ya se había puesto cuando Wells y Eric dejaron caer las últimas paladas de tierra sobre la tumba recién cavada. Mientras tanto, Priya trenzaba flores alrededor de la lápida de madera. El resto del grupo se había dispersado, bien para no ver el entierro propiamente dicho, bien para agenciarse un sitio en las cabañas nuevas. Cada una de ellas podía albergar a unas veinte personas cómodamente, treinta si todas ellas estaban demasiado cansadas —o tenían demasiado frío— como para protestar si alguien dejaba caer la pierna sobre sus mantas chamuscadas o si les hundían el codo en la cara.

Wells lamentó, aunque no le sorprendió, que Lila se apropiase de una cabaña para el grupo de Graham sin importarle que los más jóvenes se quedaran a la intemperie, temblando de frío y mirando con aprensión las sombras que se iban adueñando del claro. Aunque habría voluntarios haciendo guardia toda la noche, ninguno de los que iban a dormir fuera disfrutaría de un sueño reparador.

—Eh —llamó Wells a Graham cuando este pasó por su lado cargado con una lanza a medio tallar—. Ya que Dmitri y tú vais a montar guardia en el segundo turno, ¿por qué no dormís al raso? Así me costará menos encontraros cuando acabe mi turno.

Antes de que Graham respondiera, Lila se acercó y enlazó su brazo con el de él.

—Me has prometido que te quedarías conmigo esta noche, ¿ya no te acuerdas? Me voy a morir de miedo si tengo que dormir sola —intervino con voz aguda y como asustada, muy distinta al tonillo burlón que la caracterizaba.

—Lo siento —le dijo Graham a Wells, encogiéndose de hombros. Una sonrisilla arrogante asomó a su voz—. No me gusta faltar a mi palabra —Graham le pasó la lanza a Wells, que la cazó al vuelo con una mano—. Haré el turno de mañana por la noche, si para entonces no estamos todos muertos.

Lila se estremeció con un ademán afectado.

—Graham —lo reprendió—. ¡No digas esas cosas!

—No te preocupes, que yo te protegeré —repuso Graham a la vez que la rodeaba con el brazo—. Y, si no, me aseguraré de que tu última noche en la Tierra sea la mejor de tu vida.

Lila soltó una risita tonta y Wells tuvo que esforzarse por no poner los ojos en blanco.

—¿Y por qué no dormís los dos fuera? —propuso Eric, emergiendo entre las sombras—. Por lo menos así los demás podremos pegar ojo.

Graham se atragantó.

—Venga, que he visto a Félix salir de tu saco de dormir esta mañana, Eric. Si hay algo que no soporto, es la hipocresía.

Una sonrisa bailó en las facciones de Eric.

—Sí, pero no nos has oído.

—Ya vale —dijo Lila, tirando de Graham para llevárselo de allí—. Vámonos antes de que Liza se canse de guardarnos la cama.

—¿Quieres que haga este turno contigo? —se ofreció Eric, mirando a Wells.

El hijo del canciller negó con un movimiento de la cabeza.

—No te preocupes. Priya ya está controlando el perímetro.

—¿Crees que volverán? —preguntó Eric en voz baja.

Wells miró por encima del hombro para asegurarse de que nadie estuviera escuchando a hurtadillas. Luego asintió.

—Eso ha sido algo más que una advertencia. Ha sido una demostración de fuerza. Sean quienes sean, quieren que sepamos que no les hace ninguna gracia que estemos aquí.

—Ya, está claro que no —replicó Eric. Luego echó un vistazo a la zona donde habían enterrado a Asher. Con un suspiro, le deseó a Wells buenas noches y se alejó hacia el grupo de sacos de dormir que Félix y unos cuantos más habían dispuesto, por costumbre, alrededor de la zona de la hoguera.

Wells se echó la lanza al hombro y buscó a Priya con la mirada. Solo había dado unos pasos cuando notó un fuerte golpe en el hombro. Un grito sonó en la oscuridad.

—¿Te he hecho daño? —preguntó Wells a la vez que tendía la mano.

—No, no, estoy bien —repuso una chica en tono tembloroso. Era Molly.

—¿Dónde vas a dormir esta noche? Te ayudaré a buscar cama.

—Al raso. Las cabañas ya están llenas —hablaba con un hilo de voz.

Wells tuvo ganas de agarrar a Graham y a Lila por el cuello y tirarlos al río.

—¿No tendrás frío? —preguntó—. Si quieres te voy a buscar una manta.

Se la arrancaría a Graham, si hacía falta.

—No te preocupes. Hace buena noche, ¿no te parece?

Wells la miró con desconfianza. La temperatura había bajado varios grados desde la puesta de sol. Palpó la frente de Molly con el dorso de la mano. Le notó la piel caliente al tacto.

—¿Seguro que te encuentras bien?

—Un poco mareada, quizá —reconoció ella.

Wells apretó los labios. Habían perdido una buena cantidad de provisiones con el incendio, lo que significaba que las raciones habían menguado de forma importante.

—Toma —ordenó, sacándose del bolsillo un paquete de proteínas que no se había terminado—. Cómete esto.

Ella negó con un gesto.

—Tranquilo. No tengo hambre —afirmó con debilidad.

Después de hacerle prometer que si al día siguiente no se encontraba mejor se lo diría, Wells partió en busca de Priya. Habían rescatado casi todos los medicamentos, pero ¿de qué les servían si la única persona que sabía usarlos no estaba allí? Se preguntó cuánto se habrían alejado Clarke y Bellamy a esas alturas y si habrían encontrado algún rastro de Octavia. Un escalofrío de miedo se abrió paso entre su cansancio cuando pensó en los peligros que acechaban a Clarke en el bosque. Bellamy y ella se habían marchado antes del ataque. No tenían ni idea de que hubiera gente ahí fuera. Nativos que se comunicaban mediante flechas letales.

Suspiró y echó la cabeza hacia atrás para otear el cielo y elevar una plegaria silenciosa por la chica que, sin saberlo, le había llevado a poner en peligro incontables vidas. La chica que le había dicho que no quería volver a verlo.

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Capítulo 2
Clarke

Llevaban dos días andando, deteniéndose apenas un par de horas de vez en cuando para descansar. Clarke tenía las piernas destrozadas, pero Bellamy no parecía dispuesto a parar. A Clarke no le importaba. De hecho, agradecía el dolor. Cuanto más pensaba en sus músculos, menos se acordaba de la aflicción que le oprimía el corazón y de la amiga a la que no había podido salvar.

Inspiró hondo. Aun con los ojos vendados se habría dado cuenta de que el sol se había puesto. El aire estaba impregnado del aroma de aquellas flores blancas que solo se abrían de noche, como si los árboles se vistieran de gala. A Clarke le habría gustado saber qué clase de ventaja evolutiva proporcionaban aquellas flores. ¿Atraerían quizá a algún tipo de insecto nocturno? Su perfume característico resultaba casi embriagador allá donde los árboles crecían muy juntos, pero Clarke prefería estos a las ordenadas hileras de manzanos que Bellamy y ella habían visto hacía unas horas. Sintió un hormigueo en la nuca al recordar los troncos alineados como centinelas en formación.

Bellamy caminaba unos metros por delante de ella. Guardaba silencio, igual que hacía cuando salía de caza. Ahora, sin embargo, no seguía a un conejo ni acechaba a un ciervo. Buscaba a su hermana.

Había transcurrido prácticamente un día entero desde que vieran huellas por última vez, y el significado de esa realidad impregnaba el silencio hasta tal punto que Clarke notaba un peso en el pecho.

Habían perdido el rastro de Octavia.

Bellamy hizo un descanso en la cima de una colina y Clarke se detuvo a su lado. Estaban al borde de un barranco. Unos metros más allá, el terreno bajaba en picado hacia un reluciente lago en cuyo fondo brillaba una segunda luna, reflejada en la superficie vidriosa.

—Es precioso —dijo Bellamy sin mirarla, pero Clarke advirtió una nota de amargura en su voz, y se preguntó si estaría pensando lo mismo que ella.

Le posó una mano en el brazo. Él dio un respingo, pero no se apartó.

—Estoy segura de que Octavia ha pensado lo mismo. ¿Por qué no bajamos a ver si hay alguna señal de…? —Clarke se mordió la lengua. Octavia no se había perdido dando un paseo por el bosque. Ninguno de los dos lo había expresado en voz alta, pero la súbita desaparición de la niña y esas huellas, como de un cuerpo llevado a rastras…; la habían secuestrado.

¿Pero quién? Clarke volvió a pensar en los manzanos. Se estremeció.

Bellamy avanzó unos pasos.

—Por aquí el terreno no parece tan escarpado —dijo, y le tendió la mano a Clarke—. Vamos.

Descendieron por la ladera sin pronunciar palabra. Cuando Clarke resbaló con un pegote de barro, Bellamy la sujetó con más fuerza y la ayudó a recuperar el equilibrio. Sin embargo, en cuanto llegaron al pie del barranco, la soltó y trotó hacia el agua para buscar huellas en la orilla.

Clarke se quedó rezagada, mirando el lago. El asombro barrió de un plumazo el agotamiento que se había apoderado de sus músculos. La superficie era lisa como el cristal, y el reflejo de la luna le recordó a las piedras preciosas que muy de vez en cuando aparecían en el Intercambio, a buen recaudo en sus vitrinas.

Cuando Bellamy se dio media vuelta, parecía agotado, casi derrotado.

—Deberíamos descansar —admitió—. No tiene sentido andar pululando de acá para allá en plena noche ahora que hemos perdido el rastro.

Asintiendo, Clarke dejó caer su mochila en el suelo, levantó los brazos y se desperezó. Estaba cansada y sudorosa, y se moría por quitarse de encima la capa de hollín que llevaba impregnada a la piel desde el día del incendio.

Caminó despacio hacia el lago, se acuclilló al borde del agua y hundió los dedos en la superficie. Al principio de su llegada a la Tierra, se había asegurado de purificar el agua que usaban para beber o bañarse, por si estaba contaminada de bacterias radiactivas, pero se estaba quedando sin yodo y, después de ver cómo el fuego le arrebataba a su mejor amiga mientras su ex novio le impedía ayudarla, un laguito de nada le parecía el menor de sus problemas.

Clarke suspiró con fuerza y, cerrando los ojos, soltó el aliento despacio, dejando que la tensión se fundiera con el aire nocturno.

Luego se levantó y se volvió a mirar a Bellamy. Inmóvil como una estatua, observaba la otra orilla del lago con una intensidad que la hizo estremecer. Sintió el impulso de alejarse para dejarlo a solas con sus pensamientos, pero luego tuvo una idea mejor. Sonrió traviesa.

Sin pronunciar palabra, se quitó la camiseta empapada de sudor, se descalzó en dos patadas y se bajó los pantalones sucios de hollín. Cuando dio media vuelta para encaminarse a la orilla, lamentó no poder atisbar la expresión de Bellamy cuando la viese sumergirse sin llevar nada encima salvo la ropa interior y el sujetador.

El agua estaba más fría de lo que Clarke esperaba. Notó un cosquilleo en la piel, aunque no estaba segura de si se debía al fresco de la noche o a la mirada de Bellamy.

Entró en el lago y gritó cuando se hundió hasta los hombros. El agua era un bien tan escaso en la Colonia que no podían permitirse los baños. Aquella era la primera vez que Clarke se sumergía por completo desde que había llegado a la Tierra. Despegó los pies del fondo de barro e intentó flotar. Sintió una extraña sensación de poder y vulnerabilidad a un tiempo. Durante un instante, dejó de pensar en el incendio que le había arrebatado a su mejor amiga. Olvidó que Bellamy y ella habían perdido el rastro de Octavia. Ni siquiera se planteó que su improvisado bañador transparentaría cuando saliera del agua.

—Me parece que la radiación te ha ablandado los sesos.

Clarke se dio media vuelta y vio a Bellamy, que la miraba con una mezcla de guasa y sorpresa. La sonrisilla socarrona que solía exhibir había regresado a sus labios.

Ella cerró los ojos, tomó aire y se hundió en el agua. Un momento después, volvió a emerger entre risas, con la cara chorreando.

—Es genial.

Bellamy dio un paso adelante.

—Por lo que veo, ese olfato científico tan agudo que tienes no advierte señales de peligro.

Clarke negó con un gesto de la cabeza.

—No sé —sacó una mano del agua y fingió examinarla—. Puede que ahora mismo me estén creciendo aletas.

Bellamy asintió con ademán solemne.

—Pues si te crecen aletas, prometo no darte de lado.

—Bueno, no seré la única mutante de por aquí, créeme.

Bellamy enarcó una ceja.

—¿Qué quieres decir?

Clarke ahuecó las manos, las llenó de agua y salpicó a Bellamy entre risas.

—Ahora a ti también te crecerán.

—No deberías haber hecho eso —sentenció Bellamy en tono grave y amenazador y, durante un momento, Clarke pensó que la broma le había sentado mal. Sin embargo, el chico se agarró el borde de la camiseta y se la quitó de un tirón.

La luna brillaba tan grande y luminosa que era imposible no ver la sonrisilla de Bellamy cuando se desabrochó los pantalones y los echó a un lado como si no fueran los únicos que tenía en todo el planeta. Sus piernas largas y musculosas destacaban pálidas contra los calzoncillos grises. Clarke se sonrojó pero no apartó la mirada.

Bellamy se zambulló en el lago y recorrió la distancia que los separaba en dos brazadas. Siempre presumía de que había aprendido a nadar durante sus excursiones al río y, por una vez, no había exagerado.

Desapareció bajo el agua, solo el tiempo suficiente para que Clarke sintiera una punzada de inquietud. Al momento, notó las manos de Bellamy en las muñecas y gritó cuando él la obligó a dar media vuelta, temiendo que la salpicara a su vez como venganza. Él, en cambio, se limitó a mirarla un momento antes de levantar una mano para acariciarle el cuello con un dedo.

—Aún no tienes branquias —dijo con voz queda.

Alzando la vista hacia él, Clarke se estremeció. Con el pelo echado hacia atrás y gotitas de agua prendidas de la barba incipiente, a lo largo de la mandíbula, Bellamy la observaba. Sus ojos oscuros ardían con una intensidad que no se parecía en nada a la expresión socarrona que solía exhibir. A Clarke le costaba creer que aquel fuera el mismo chico al que le había echado los brazos al cuello en el bosque como si tal cosa.

Algo cambió en la mirada de Bellamy, y ella cerró los ojos, anticipándose a un beso. En aquel momento, sin embargo, sonó un fuerte chasquido procedente de los árboles, y Bellamy se volvió a mirar.

—¿Qué ha sido eso? —preguntó.

Sin esperar respuesta, se encaminó a la orilla. Clarke quedó sola en el agua.

Observó cómo Bellamy aferraba el arco y desaparecía entre las sombras. Suspiró y luego se reprochó en silencio su propia estupidez. De haber estado buscando a un miembro de su familia, Clarke tampoco habría perdido el tiempo retozando en un lago. Echó la cabeza hacia atrás para mirar al cielo y dejó que el agua le resbalara por el rostro mientras pensaba en los dos cuerpos que vagaban a la deriva entre aquellas mismas estrellas. ¿Qué dirían sus padres si la vieran ahora, allí, en el planeta al que siempre habían soñado volver?

—¿Jugamos al juego del atlas? —preguntó Clarke, acurrucándose contra su padre para mirar la tableta que él sostenía en el regazo.

Mostraba una larga serie de complicadas ecuaciones que Clarke no sabía descifrar. De momento. Aprendería muy pronto, estaba segura. Solo tenía ocho años, pero ya estaba estudiando Álgebra. Cuando Cora y Glass se enteraron, pusieron los ojos en blanco y susurraron en un tono bastante alto que las mates no servían para nada. Clarke quiso explicarles que, de no ser por las Matemáticas, no habría médicos, ni ingenieros, lo cual significaba que todos morirían de enfermedades que en aquel momento eran curables… Eso si antes la colonia no estallaba en llamas. Sin hacerle ni caso, Cora y Glass se echaron a reír y se pasaron todo el día soltando risitas tontas cada vez que se cruzaban con Clarke.

—Enseguida —le dijo su padre. Frunciendo ligeramente el ceño, barrió la pantalla para reordenar las ecuaciones—. En cuanto acabe esto.

Clarke acercó la cara a la tableta.

—¿Quieres que te ayude? Si me lo explicas, seguro que puedo resolver las partes más complicadas.

Él se rio y le revolvió el pelo.

—Seguro que sí, pero solo con estar aquí ya me ayudas. Me recuerdas por qué esta investigación es tan importante.

El hombre sonrió, cerró el programa en el que estaba trabajando y abrió el atlas. El holograma de un globo terráqueo apareció en lo alto, justo encima del sofá.

Clarke deslizó un dedo por el aire y el globo giró sobre sí mismo.

—¿Qué lugar es este? —preguntó, señalando el contorno de un país muy grande.

El padre entornó los ojos.

—A ver… Es Arabia Saudí.

Clarke lo tocó con el dedo. La zona se tiñó de azul y las palabras «Nueva Meca» aparecieron sobre el mapa del país.

—Ah, sí —se corrigió el padre—. Cambió de nombre varias veces antes del Cataclismo —hizo girar la esfera y señaló un país estrecho y alargado situado al otro lado del globo—. ¿Y sabes cuál es este?

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