ÍNDICE
Portadilla
Índice
Capítulo uno. Mia
Capítulo dos. Ethan
Capítulo tres. Mia
Capítulo cuatro. Ethan
Capítulo cinco. Mia
Capítulo seis. Ethan
Capítulo siete. Mia
Capítulo ocho. Ethan
Capítulo nueve. Mia
Capítulo diez. Ethan
Capítulo once. Mia
Capítulo doce. Ethan
Capítulo trece. Mia
Capítulo catorce. Ethan
Capítulo quince. Mia
Capítulo dieciséis. Ethan
Capítulo diecisiete. Mia
Capítulo dieciocho. Ethan
Capítulo diecinueve. Mia
Capítulo veinte. Ethan
Capítulo veintiuno. Mia
Capítulo veintidós. Ethan
Capítulo veintitrés. Mia
Capítulo veinticuatro. Ethan
Capítulo veinticinco. Mia
Capítulo veintiséis. Ethan
Capítulo veintisiete. Mia
Capítulo veintiocho. Ethan
Capítulo veintinueve. Mia
Capítulo treinta. Ethan
Capítulo treinta y uno. Mia
Capítulo treinta y dos. Ethan
Capítulo treinta y tres. Mia
Capítulo treinta y cuatro. Ethan
Capítulo treinta y cinco. Mia
Capítulo treinta y seis. Ethan
Capítulo treinta y siete. Mia
Capítulo treinta y ocho. Ethan
Capítulo treinta y nueve. Mia
Capítulo cuarenta. Ethan
Capítulo cuarenta y uno. Mia
Capítulo cuarenta y dos. Ethan
Capítulo cuarenta y tres. Mia
Capítulo cuarenta y cuatro. Ethan
Capítulo cuarenta y cinco. Mia
Capítulo cuarenta y seis. Ethan
Capítulo cuarenta y siete. Mia
Capítulo cuarenta y ocho. Ethan
Capítulo cuarenta y nueve. Mia
Capítulo cincuenta. Ethan
Capítulo cincuenta y uno. Mia
Capítulo cincuenta y dos. Ethan
Capítulo cincuenta y tres. Mia
Capítulo cincuenta y cuatro. Ethan
Capítulo cincuenta y cinco. Mia
Capítulo cincuenta y seis. Ethan
Capítulo cincuenta y siete. Mia
Sobre el autor
Créditos
CAPÍTULO UNO
MIA
¿Alguna vez has tenido un rollo de una noche?
El día más importante de mi vida, me despierto pensando: Jo, ¿dónde está mi ropa interior?
Me lo pregunto porque, casualmente, acabo de abrir los ojos en la cama de un desconocido, uno de esos radiantes rayos de sol característicos de Los Ángeles está ensañándose con mi muslo desnudo y no hay ni rastro de mi ropa interior ni de ninguna otra prenda a mi alrededor.
Qué impropio de mí y, sin embargo, aquí estoy, enredada en unas cálidas sábanas que, lo mires como lo mires, no son las mías.
Vagos recuerdos de la noche anterior se abren paso por mi resacoso cerebro. Recuerdo haberme sentado en el bar Duke después de la entrevista con Adam Blackwood. Todo mi ser zumbaba de la emoción al pensar que, por fin, mi carrera iba a despegar. Terminaría el documental sobre mi abuela, lo presentaría y, por fin, le diría sayonara a la universidad. Y el contrato en prácticas con una de las empresas de medios más importantes de todo el país supondría el inicio de una verdadera carrera cinematográfica que me ayudaría a encontrarme, a perfilar mi propio estilo en lugar de imitar estilos ajenos como llevo haciendo durante toda la carrera.
Y sí, recuerdo al chico, pero muy vagamente. Hombros anchos, aire tranqui y esa electricidad que chisporrotea entre dos personas cuando la cosa promete. Poco más. No tiene cara. No tiene nombre. E ignoro cómo este… este pequeño milagro que, en mi caso, supone el sexo en vivo y en directo se ha producido.
Por desgracia, el misterio quedará en el aire, porque tengo que marcharme. Mientras me levanto, forcejeo para extraer varios rizos de debajo del hombro —fibroso y bronceado— de mi nuevo amigo. Tengo la cabeza como una licuadora en funcionamiento y tan mal sabor de boca que parece como si algún animal se me hubiera colado entre los dientes mientras dormía para estirar la pata allí dentro.
Desplazo por fin los pies desnudos al frío suelo de cemento y me levanto, haciendo esfuerzos por ahuyentar las náuseas que amenazan con invadirme.
Mil gracias, tequila Patrón Silver.
Rodeo la cama como puedo, con la esperanza de tener la suerte esta vez de encontrar mi ropa interior —o alguna prenda, la que sea— a este lado del mundo. Vale, lo reconozco, y también porque me muero de ganas por echar un vistazo.
Mi curiosidad se ve recompensada, ya lo creo que sí. Aunque el chico tiene la cara espachurrada contra la almohada y el cabello, corto y de color caramelo, completamente apelmazado, está buenísimo. Veo una mandíbula cuadrada, bien contorneada, con una hendidura que apenas se insinúa en la punta de la barbilla, unos labios carnosos y esas pestañas oscuras y onduladas que la naturaleza —injusticias de la vida— suele reservar a los chicos.
Está tendido, tapado tan solo con una esquina de la sábana (culpa mía, por acaparar las mantas) y con los pies prácticamente colgando de la cama. De modo que es alto. Y, aun dormido, se le dibuja en la frente un ceño la mar de interesante, como si estuviera soñando con salvar el mundo. Seguro que tiene una personalidad fascinante. De no ser así, las posibilidades de que yo hubiera despertado en su cama serían nulas.
No veo envoltorios de condón ni el estuche de mi diafragma por ninguna parte, lo que me induce a preguntarme qué pasó exactamente ayer por la noche. No es propio de mí ser imprudente. Así pues, ¿no pasó nada? Lo dudo mucho; no llevo bragas.
Mientras estoy sumida en esas cavilaciones, mis ojos vagan hasta el despertador de la mesilla de noche. Las cifras 8:02 se abren paso entre la bruma de mi mente y la adrenalina inunda hasta la última de mis células.
Las prácticas en Boomerang —mi gran oportunidad de convertirme en algo más que la hija de una famosa fotógrafa, de experimentar el mundo real e inmortalizar a la persona que más quiero en el mundo— comienzan dentro de, exactamente, cincuenta y ocho minutos. Y no tengo ni idea de dónde estoy ni de qué puedo haber hecho con mi puñetera ropa interior.
—Mierda, mierda, mierda.
Echo una rápida ojeada al dormitorio, mesándome el cabello, y deduzco que la ropa debe de estar en alguna otra parte.
Esto promete.
Mientras recorro a toda prisa un exiguo pasillo, veo aquí y allá fotografías y carteles motivadores que muestran águilas surcando el cielo y amaneceres en las montañas. Uno reza: «La vida empieza al final de tu zona de confort». De ser eso cierto, mi propia vida acaba de empezar en este mismo instante.
Voy a parar a una sala de estar amueblada con el típico sofá destartalado de los pisos de soltero, la clásica mesita baja pringosa y una gigantesca pantalla de televisión que impide el paso a los escasos rayos de sol que se cuelan por dos ventanales cubiertos con lienzos a guisa de cortinas. La sala también desprende la clásica peste a piso de soltero: alcohol, sudor y, de propina, una especie de tufillo a comadreja muerta. Hay libros y revistas esparcidos por todas las superficies, además de un ejército de mandos a distancia —una cantidad absurda, a menos que haya un escondrijo subterráneo en alguna parte del apartamento—, un portátil tan viejo que podría pertenecer a Pedro Picapiedra y varias prendas de ropa: una sudadera, unos pantalones cortos de deporte y —¡premio!— mi vestido.
Lo recojo del suelo para inspeccionarlo. A juzgar por lo arrugado que está, debe de haberlo arrollado un camión con remolque. Además, la tela se ha acartonado por algunas zonas y tiene una mancha en forma de V por debajo del escote. Mientras lo sacudo para alisarlo, lamento haber escogido algo tan llamativo para la reunión con Adam Blackwood. Por desgracia, elegí este vestido y hoy volverá a verlo. Solo que ahora tiene tan mal aspecto que parece que me lo hubiera robado un indigente y hubiera tenido que luchar con él para recuperarlo.
Oigo un chirrido de muelles y el ruido de una puerta que se abre, seguido del rumor del agua que corre en la ducha. Vaya, el chico se ha levantado. A lo mejor me puede echar una mano con Misión Imposible: Objetivo ropa interior. Nadie se va a sentir violento, ni un poquitín, qué va.
Tras buscar y rebuscar por la sala de estar, debajo de prendas de ropa, cajas de pizza, estuches de videojuegos y artículos deportivos varios, acabo por encontrar los zapatos, el bolso y, tirado sobre la encimera de la cocina, el sujetador, pero no veo las bragas por ninguna parte.
¿Habrán desaparecido? ¿Se evaporaron tal vez mientras las llevaba puestas? De ser así, bravo por el chico. ¿Evan? No, no se llamaba así. Otro motivo más para maldecirme por ser incapaz de recordar, qué sé yo, un par de minutos de la noche anterior.
El reloj del microondas marca las 8:09. Recojo los zapatos, el sujetador y el vestido y corro de vuelta al dormitorio. Tiro las prendas de cualquier manera sobre la cama, llamo a la puerta del baño y entro sin esperar respuesta. Los remilgos se largaron ayer con viento fresco en algún instante entre mi entrevista con Adam Blackwood y el momento en que decidí desperdigar mi ropa por este salón como se arrojan camisetas en un partido de los Lakers.
—Eh, oye… (¿cómo demonios se llama?), tú —digo en plan cutre—. Esto… no quiero agobiarte, pero es que tengo una prisa horrible. Es mi primer día de trabajo. ¿Te importa que entre para…?
Aparta la cortina de la ducha y asoma la cabeza, lo que me permite atisbar un torso escultural. Sumémosle unos ojitos azules increíblemente tiernos y el agua encharcada en los huecos de las clavículas y, bueno, el conjunto es más de lo que una puede soportar a una hora tan temprana.
Salta a la vista que él experimenta una sensación parecida. Me mira de arriba abajo y luego balbucea algo.
—¿Qué dices? —pregunto al mismo tiempo que me llevo una mano a la boca—. ¿Tengo algo entre los dientes?
Se ríe.
—Que vas en pelotas.
Esbozo una sonrisa mínima.
—Perdona, sí. ¿Te importa?
Entre que estoy acostumbrada a posar para mi madre, que me he pasado desnuda las ocho funciones semanales que abarcaba una producción estival de Hair y que todos mis compañeros de clase acuden a mí cuando necesitan que alguien se baje los pantalones, tengo la sensación de que llevo media vida con el culo al aire. ¿Me voy a pasar media vida sonrojándome y pidiendo disculpas? No, señor.
Su mirada se desliza por mi cuerpo y una sonrisilla asoma a sus labios, aunque hace loables esfuerzos por mirarme a los ojos cuando responde:
—Ni muchísimo menos. Estás en tu casa.
—Genial.
Me doy media vuelta y lo dejo con su ducha. Tras enjugar con la mano el vapor del espejo, compruebo mi aspecto, sobre todo el estado de mi melena, que siempre me pone en evidencia. Mis rizos se encrespan en mil direcciones distintas, pero podría ser peor. Comprendo, con una punzada de pesar, que definitivamente no lo hemos hecho, aunque todo parezca indicar que sí.
Tras una noche de sexo —de buen sexo, al menos— mi cabello se vuelve loco. Loco como una explosión nuclear. Ahora mismo, no pasa de un DEFCON 3, lo que implica buenas dosis de magreo pero poco más.
Por lo que parece, la sequía no ha concluido.
Busco un cepillo y me tironeo la melena con él. Luego me aplico una gota de dentífrico en el dedo y me froto los dientes. Tras eso, hago gárgaras con un litro de enjuague bucal y bebo unos cuantos tragos de agua del grifo de mi mano ahuecada.
—Una pregunta idiota, ¿tú no sabrás, por casualidad, qué ha pasado con mis bragas?
El chico cierra el grifo de la ducha y saca un brazo para coger la toalla, que le tiendo por el hueco de la cortina a rayas. La corre a un lado y sale con la tela enrollada a la cintura, lo que acentúa aún más los músculos de su abdomen.
—No estoy seguro —me dice, sonriendo—. Deja que me vista y te ayudo a buscarlas.
De regreso al dormitorio, me pongo el sujetador y el vestido. El hecho de ir sin bragas me provoca una extraña sensación de asimetría.
Sale del baño.
—¿Dónde trabajas? —me pregunta mientras se desliza unos bóxer ajustados por debajo de la toalla antes de deshacerse de ella tirándola al suelo del baño.
De repente, me asalta un recuerdo en el que aparece vestido de traje, y me veo deslizándole los brazos por el interior de la americana para palparle la ancha espalda. Lo veo vestirse mientras intento sacar conclusiones. Parece acostumbrado a la ropa formal, así que la indumentaria debe de guardar relación con su profesión. Por otro lado, en la casa hay un montón de artículos deportivos. Puede que sea entrenador de baloncesto. Siempre van de traje, ¿verdad?
—¿Adónde has dicho que tenías que ir? —insiste, y me doy cuenta de que me he quedado en Babia.
Ruborizándome, respondo:
—A Century City, y llego tardísimo.
Ahora se está abrochando la camisa.
—Yo también —musita, más para sí que para mí—. Pero estamos a solo veinte minutos, si no hay mucho tráfico. Seguro que llegas a tiempo.
Eso significa que debo marcharme ahora mismo.
Me ayuda a buscar por el piso. Levantamos los cojines de las sillas y miramos detrás de las cortinas.
—¿Estás segura de que las llevabas puestas cuando entraste?
—¿Insinúas que vine sin ropa interior?
¿Vine sin ropa interior?
Arranca una corbata del ventilador que hay en el techo de la cocina y, sonriendo, me la tiende.
—Es posible. Mis recuerdos también son algo confusos pero, a juzgar por las pruebas, lo pasamos de miedo.
No tan bien como crees, me siento tentada de decirle, pero ¿por qué meterme en camisas de once varas? Encuentro una goma del pelo en la encimera de la cocina y me sujeto el cabello con un recogido bajo.
Vuelvo a inspeccionar mi vestido y comprendo que ni en broma me puedo presentar en el trabajo con esta pinta.
—Oye, ¿te importaría prestarme una camisa? —le digo—. Para tapar el vestido. Esto… te la devolveré.
Aunque no quiero que me tome por una friki acosadora, bajo ningún concepto puedo aparecer en el trabajo enfundada en un vestido que parece la bayeta de un bar. La situación es tan acuciante que prescindo de todas mis aprensiones en relación a primeras (o segundas) impresiones.
—Sí, claro —asiente, y se dirige a su habitación. Regresa con una camisa azul y me la tiende—. Puede que te quede algo grande.
—Eso parece —contesto, pero me la pongo sobre el vestido de todos modos y me la ato a la cintura con el fin de ocultar lo peor del desastre. Ahora solo voy hecha una facha. Sin embargo, mi jefe pasa mucho tiempo con gente del mundillo cinematográfico, así que no seré la primera tía fachosa que vea en su vida.
El chico recoge unos bóxer a cuadritos negros de una silla de la cocina.
—Yo llevaba estos ayer por la noche, así que nos estamos acercando —mi nerviosismo aumenta a medida que va encontrando sus propias prendas—. Lo siento, Mia —se disculpa después de abrir hasta el último de los armarios y de mirar en todos y cada uno de los rincones del modesto piso. El hecho de que sepa cómo me llamo me provoca una sensación agradable, que desaparece al instante cuando, abochornada, comprendo que yo soy la cafre que no recuerda su nombre. En la cocina, se sirve un vaso de zumo del frigorífico y empuja otro por la barra en dirección a mí—. No las encuentro por ninguna parte.
¿Dónde demonios estarán? Y ¿qué es peor? ¿Llegar tarde el primer día de trabajo o quedar como una exhibicionista? Ay, las decisiones.
Consulto el móvil (8:29) y suspiro.
—Bueno —decido—. Tendré que irme sin ellas.
—Sin bragas —sonríe—. Eso me gusta en una chica.
—Vaya, pues gracias. Si las encuentras, te las puedes quedar de recuerdo.
—Las guardaré como oro en paño. A no ser que sean bragas de abuela. Aunque, si lo fueran, ya las habríamos encontrado.
—Pues claro que no son bragas de abuela. Es…
Se ríe, de espaldas a mí.
—¿De color fucsia? ¿Con mariposas blancas?
—Sí. ¿Cómo lo…?
Se echa a un lado y abre la portezuela de su impecable horno de sobremesa. Allí, hecho una bola sobre la rejilla, está mi tanga.
CAPÍTULO DOS
ETHAN
Cuando sales con alguien, ¿prefieres invitar o pagar a medias?
Durante unos segundos, no puedo alejar de mi mente la imagen del tanga rosa de Mia metido en el horno. Parece que el tiempo se detiene y la visualizo con la prenda puesta y luego sin ella, hasta que la voz del entrenador Williams se cuela en mi dolor de cabeza: «Si vas con el tiempo justo, ya llegas tarde».
La idea me despabila al instante, como lleva haciendo durante los últimos cuatro años. No quiero ni imaginar lo que el entrenador Williams pensaría de mí ahora mismo: a punto de llegar tarde a las prácticas que, en teoría, me van a cambiar la vida, y con una resaca tan galopante que aún debo de estar medio bolinga.
Salgo de la cocina para dirigirme a la sala de estar. La chica junto a la cual me he despertado —Mia— rebusca en el bolso con la cadera ladeada, así que me concedo un momento para disfrutar de las vistas.
Jo, qué buena está. Me propino unas palmaditas mentales en la espalda.
—¿Me das tu dirección? —me pregunta al tiempo que saca un móvil—. Tengo que llamar a un taxi.
Una imagen de la noche anterior cruza mi mente. Cuando salimos del bar, nos metimos en el primer taxi que pasó. Teníamos demasiadas ganas de estar solos como para esperar a que Jason e Isis nos llevaran. Ahora bien, ¿por qué demonios vinimos aquí en lugar de ir a su casa? Mi piso es zona de riesgo de contaminación biológica.
—Avenida Creston, número 44 —le digo. Apartando calcetines y espinilleras, me siento en el maltrecho sofá y me calzo los zapatos Oxford—. En Westwood.
Mia hace la llamada y habla rápidamente con la operadora, pero tengo la sensación de que sus prisas no se deben solo al hecho de que llega tarde. Su voz posee un timbre grave y rico, como si hablara a menudo y se riera mucho. Es pequeñita. No medirá más de metro sesenta, aunque los zapatos de tacón que se está calzando le suman otros diez centímetros. Mi camisa se le ahueca cuando se inclina hacia delante, lo que me permite atisbar sus tetas perfectas.
—¿Cinco minutos? —pregunta Mia—. Gracias.
Corta la llamada y me devuelve la atención. Tiene los ojos verdes, pero no de ese marrón verdoso que la gente intenta hacer pasar por tal. Los ojos de Mia son claros y brillantes.
—¿Todo arreglado? —me levanto.
—Sí, todo arreglado —Mia devuelve el móvil al bolso y se recoge un rizo negro detrás de la oreja. Da un vistazo rápido a mi cuerpo y luego desvía la mirada hacia la puerta—. Bueno, pues… ¿gracias por el zumo?
Me interpongo en su camino. Los rollos de una noche poseen su propio protocolo, que consiste en entrar y salir, por así decirlo, pero no quiero que se marche aún. No es la única que se dirige a Century City, y llevo demasiado retraso como para ir en bici.
—¿Puedes esperar un segundo? Tengo que hablar con mi compañero de piso.
Mira a su alrededor, boquiabierta.
—¿Tienes un compañero de piso?
—Sí. Jason. E Isis. Es la novia de Jason, pero prácticamente vive aquí. Si no me equivoco, los conociste anoche en el Duke.
Mia esboza una sonrisilla compungida.
—Vale. Me sabe fatal reconocerlo, pero no consigo recordar si te llamas Evan o Ethan. Así que, como ves, recuerdo más bien poco de la noche pasada.
Mierda.
Yo no buscaba nada serio, claro que no. Después de dos años con Alison, cualquier cosa menos eso. Ahora bien, ¿ni siquiera recuerda mi nombre? Es un asco, pero me hago el duro.
—No pasa nada. Me llamo Ethan. Ethan Vance.
—Yo soy Mia Galliano.
—Encantado de conocerte, Mia Galliano —nos miramos durante un incómodo segundo. Las presentaciones están fuera de lugar, porque estoy seguro de haber dormido agarrado a su culo—. Espera un momento —añado, rompiendo así el silencio—. Sírvete más zumo.
Brutal, Ethan. Seguro que es lo que está deseando; otro vaso de zumo energético a las 8:33 de la mañana. Me encamino a la habitación de Jason, llamo a la puerta y la abro de par en par sin aguardar respuesta.
Jason e Isis miran la entrada, sentados en la cama como si me estuvieran esperando. Isis me sonríe y empieza a aplaudir despacio. Jason no es tan sutil. Se lleva una vuvuzela a los labios y sopla. El fuerte bramido de la trompeta me taladra el cerebro y eleva mi dolor de cabeza a un código rojo.
—¡Bravo, Ethan! —se ríe Jason—. ¿Qué tal ha ido, tío? ¿Es como montar en bici?
—Bastante más divertido —respondo, pero, maldita sea, ojalá me acordara.
—¿Se ha marchado? —pregunta Isis.
—Aún no, pero está a punto.
—¡Ethan!
—Tranqui, Isis. Los dos tenemos que marcharnos. Ella trabaja y yo empiezo hoy las prácticas.
Isis resopla.
—Pobre. Tienes una pinta horrible.
—Pues eso no es nada comparado con lo mal que me encuentro. J., necesito algo de pasta —las palabras me queman la garganta. Detesto pedir dinero—. Tengo que compartir un taxi.
Jason niega con un movimiento de cabeza.
—Lo siento, colega. Estoy sin blanca. Ayer por la noche te lo puliste todo.
—¿En serio?
Isis se ríe.
—¿No te acuerdas? Mia y tú os pusisteis ciegos de tequila. Disteis el espectáculo.
¿Dimos el espectáculo? Por Dios. ¿Habré vuelto a primero de carrera y no me he dado cuenta?
—Da igual.
Mientras regreso a la sala de estar, me planteo si buscar monedas sueltas por las bolsas de deporte, pero no tengo tiempo y de todas formas no reuniría lo suficiente como para pagar mi parte. Solo me queda una opción. Me repatea infinitamente, pero me toca joderme. No tengo más remedio.
Encuentro a Mia de pie junto a la puerta de entrada, luciendo una sonrisa de medio lado sumamente erótica, y mi cerebro sufre un cortocircuito cuando me visualizo lamiendo sal en su piel cetrina.
—¿Acabo de oír una vuvuzela? —me pregunta.
—Sí. Mi compañero de piso se cree muy gracioso. Oye, respecto al taxi… ¿Te importaría llevarme?
Mia frunce el ceño y me doy cuenta de que mi pregunta la ha pillado por sorpresa. Yo también estoy sorprendido. No me esperaba que la mañana diese este giro.
—Claro —accede—. No hay problema.
—Guay. Y, esto… Otra cosa —joder. Estoy a punto de fastidiar cualquier posibilidad, por remota que fuera, de volver a ver a esta chica; y quiero volver a verla. Al menos, para averiguar qué demonios hicimos ayer por la noche. Sin embargo, no me queda más remedio—. ¿Te importa pagarlo tú?
CAPÍTULO TRES
MIA
¿Eres un lobo solitario o corres en manada?
Se diría que el pobre tío —Ethan— acabara de pedirme que le lime la córnea. Así pues, no le gusta pedir favores. Interesante.
—Claro, no te preocupes —respondo.
Recurro a todo mi autocontrol para no alargar la mano y tocarlo, para no ajustarle la corbata roja o alisarle el remolino que le enreda el pelo sobre esa frente lisa y seria. Las moléculas del aire que nos separa se condensan y titilan con la deliciosa energía de la atracción.
O, vale, del deseo.
Llevo tanto tiempo sin experimentar esta sensación que me encantaría quedarme aquí, prendida de este momento. Por desgracia, no tengo tiempo.
El sonido de un claxon interrumpe el curso de mis pensamientos.
—Parece que ha llegado el taxi —digo.
Se inclina hacia mí para abrirme la puerta, y yo tomo conciencia tanto de su altura —me sobrepasa en unos quince centímetros, y yo llevo diez de tacón— como de su aroma, ahumado y seductor, como una hoguera en la playa.
Otro recuerdo me cruza la mente: el interior de un taxi, las luces de la calle, veladas primero y luego proyectadas sobre su rostro serio y hermoso. Él me atrae hacia sí, coloca mi pierna sobre la suya y me abraza posando sus manazas en mi espalda. El recuerdo se interrumpe en ese punto y solo deja tras de sí la aceleración de mi pulso y el pensamiento de que, en serio, me tengo que marchar.
Salgo delante de él, aparezco en un balconcito y parpadeo ante la cristalina luz que lo tiñe todo de refulgentes verdes y dorados. Un taxi aguarda en la calle y yo me dirijo hacia la destartalada escalera de aluminio para bajar.
Noto su presencia a mi espalda, tangible y liviana al mismo tiempo, sus pasos rápidos, seguros, que agitan toda la estructura mientras descendemos.
Concéntrate en el juego, Galliano. Mi objetivo es convertirme en la persona que quiero ser. Terminar mi película. Encontrar la manera de entrar en el negocio por mi propio pie. No enredarme con un tío cuya máxima proeza consiste en esconder mis bragas en un electrodoméstico.
Me subo al taxi y le doy la dirección de las oficinas de Boomerang.
Ethan entra por el otro lado.
—Olympic con Avenida de las Estrellas —le dice al conductor—. Seguramente queda cerca de la otra dirección.
El taxista pelirrojo se gira y nos echa un vistazo.
—Sí, muy cerca.
Apenas conozco esa parte de la ciudad, pero, como mínimo, eso simplifica las cosas.
La camisa de Ethan se hincha a mi alrededor y el vestido se me sube hasta el nacimiento de los muslos. Esto no va bien. Puede que aún tenga tiempo de recurrir a mi equipo para no hacer una entrada triunfal en plan señorita Enseñalotodo, como diría mi abuela.
Llamo a Skyler, que contesta antes siquiera de que el timbre llegue a sonar.
—Ay, Dios mío. Cuéntamelo todo. Ahora mismo.
Supongo que ayer debí de avisar a mis compis de piso de que no dormiría en casa. Suspirando, digo:
—Buenos días a ti también.
—No me jodas. ¿Qué ha pasado? ¿Dónde estás? ¿Lo has pasado de muerte? ¿Cómo…?
—Eh, Sky —la interrumpo, convencida de que Ethan está oyendo hasta la última palabra—. Necesito que me hagas un favor.
Capta mi tono al instante.
—¿Está ahí? —pregunta—. O sea, ¿ahí mismo? ¿Ahora? ¿No deberías estar en tu nuevo trabajo?
—Voy de camino —inspiro profundamente para ahogar la exasperación que se está apoderando de mí—. Es que… me he dormido.
—Me decepciona saber que has pegado ojo siquiera.
—¡Sky, venga ya!
—Vale, vale. Pero ¿está ahí?
—Sí, es que… —noto los ojos de Ethan pendientes de mí y me giro para devolverle la mirada. Él sonríe con un gesto infinitamente dulce y erótico, las dos cosas al mismo tiempo. Yo le sonrío a mi vez. Ojalá poseyera un cono de silencio como el del Superagente 86 para poder disfrutar ahora mismo de un poco de intimidad. Por desgracia, el barco de la intimidad zarpó en algún momento en mitad de la noche—. Hemos compartido un taxi y vamos de camino al trabajo. Da igual, escucha, necesito…
—Conecta el FaceTime —me ordena Sky.
—¿Qué? Ni hablar. ¿Puedes prestarme atención? Necesito que me hagas un favor.
—Conecta el FaceTime y lo haré.
—Lo harás de todas formas porque eres mi mejor amiga. ¿O ya no te acuerdas?
—Hazlo.
—Juro que te mataré.
—Pon el FaaaaaaceTime.
—Vale —pincho el icono y la cara de Skyler aparece ante mí: cabello rubio y lápiz de ojos a lo Cleopatra emborronado. Como de costumbre, tiene una mano en torno al mástil de su violonchelo y la otra sobre las cuerdas.
—¡Deja que lo vea! —me exige.
El frío invade todo mi cuerpo, luego el calor y enseguida el frío otra vez.
—¿Por qué me odias?
—Te amo con el fuego de mil soles —recita Sky—. Ahora deja que lo vea.
Bah, qué diablos. Llevo el vestido del día anterior y estoy compartiendo taxi con mi rollo de una noche. ¿Por qué aferrarme a lo poco que me queda de dignidad?
Giro el teléfono hacia Ethan, que sonríe a la pantalla con naturalidad. Ahora bien, se le han enrojecido las puntas de las orejas y estoy convencida de que se siente tan incómodo como yo.
—Ostras —dice Skyler—. Hola, tú.
Pongo los ojos en blanco.
—Ethan, esta es mi compañera de piso o, más bien, mi excompañera, Skyler Canby —los presento—. Skyler, Ethan.
—Hola, Skyler.
Esboza un saludo con dos dedos, y otro recuerdo se despliega en mi mente: Ethan saludando con ese mismo gesto al camarero del Duke mientras se retiraba el dobladillo de la chaqueta para sentarse en la barra, a mi lado.
—¿De celebración? —me preguntó, y sus ojos mostraban un interés genuino que me indujo a erguirme y girarme para mirarlo de frente.
—Un poco de diversión después de un rato de trabajo —repuse.
—Lo mismo digo —apostilló Ethan, y brindamos—. Trabajo y diversión, en igual medida.
Ahora, sin embargo, debo dejar la diversión a un lado y centrarme en el trabajo.
—Vale, escúchame —le digo a Skyler mientras el taxi se interna en el bulevar de Santa Mónica—: ¿Podríais Beth o tú reuniros conmigo en Century City antes de…? —miro la hora en el teléfono—. Jo. ¿Unos dieciocho minutos? ¿Hay alguna posibilidad?
—Es tu día de suerte: Beth tiene un casting en la Fox. Seguro que lleva allí desde las seis acosando al director.
—¿Puedes llamarla y preguntarle si lleva algo encima que me pueda prestar? Aunque solo sea una chaqueta.
Esboza una sonrisilla sarcástica.
—Por el amor de Dios, ¿qué le ha hecho ese chico a tu ropa?
—Es que… —pero no tengo ni idea de qué puede haber pasado para que mi vestido haya acabado tan sucio y arrugado, y no estoy segura de querer saberlo—. Voy hecha un asco. Ayúdame.
—Vale, pero nada de chaquetas. No querrás tapar esas tetas.
—¡Skyler!
—Lo secundo —musita Ethan.
Me vuelvo a mirarlo, sorprendida. Ahí está esa sonrisa otra vez…, seductora, una pizca tímida. Y esos ojos azules, tan oscuros que parecen casi negros.
—Son…, esto…, una buena baza —bromea.
Me quedo atrapada en esa mirada, directa y socarrona, y no sé si será recuerdo o fantasía, pero noto sus manos en mi cuerpo y sus dedos retirando los tirantes de mi vestido…
—Escúchalo. Sabe de lo que habla —interviene Sky—. Las chaquetas te hacen rechoncha.
Me ordeno conservar la calma.
—Da igual. Por favor, gracias y todo eso. En serio, cualquier cosa es preferible a lo que llevo puesto.
—Cierra el pico, que yo me encargo. Te envío un mensaje cuando esté todo arreglado.
—Gracias, cielo.
En serio, tengo las mejores amigas del mundo.
—A mandar —dice Skyler antes de obsequiarme con una gran sonrisa maléfica—. Dile a Ethan que está como un tren.
Él se ríe y yo sacudo la cabeza, muerta de vergüenza.
—Estoy segura de que ya lo sabe.
CAPÍTULO CUATRO
ETHAN
¿Planeas las citas al detalle o te gusta improvisar?
El taxi avanza por la calle Wilshire a paso de tortuga. Mi pierna no para de moverse, ni siquiera cuando advierto que Mia se ha dado cuenta. Me muero por abrir la puerta, quitarme la americana y echar a correr hacia Century City. Sé que llegaría antes. Sonrío al recordar el comentario que hace siempre mi padre cuando viene de visita, en todas las ocasiones: «¿Por qué aquí todo el mundo va siempre con un petardo en el culo?». Sin embargo, si quieres llegar a ser alguien, no tienes más remedio que resignarte; los triunfadores van siempre con un petardo en el culo.
—¿Trabajas para la cadena de ropa deportiva ESPN o algo así?
La pregunta de Mia me sorprende. Entonces recuerdo que debe de haber visto las pesas y el equipo de fútbol.
—No. Ojalá.
Me encantaría ganarme la vida en algo relacionado con el deporte. Estuve a punto de conseguirlo. Batí unos cuantos récords en la UCLA, la Universidad de California, pero una lesión de rodilla en el penúltimo año de carrera me impidió dedicarme al fútbol profesional. Tras una operación de ligamentos, no volví a ser el mismo.
—Hoy es mi primer día de trabajo —le digo a Mia, decidido a concentrarme en el futuro—. En el departamento de marketing de una empresa de Internet —me falta valor para añadir «con un contrato de prácticas». Me he graduado en una universidad puntera. Conseguir un trabajo remunerado no debería suponer un problema en esos casos