Un tipo particular de energía irradia de los institutos el primer día de clase. Por un lado está la energía nerviosa de los nuevos; por otro, la energía bulliciosa de los del último curso, y por otro, esa energía de «mira cómo me he reinventado a mí mismo durante el verano» de todos los demás. La atmósfera es la misma cada año en cada instituto o colegio, aunque los estudiantes cambien; el tímido estudiante de primero de secundaria se convierte en un aburrido estudiante de segundo y los que pasan a graduarse ese año toman ahora los mandos. Toda esa excitación, casi seguro, se habrá disipado ese mismo viernes; pero el primer martes de septiembre, el regreso de los estudiantes a clase convierte el instituto y su aparcamiento en una animada colmena donde la socialización es el zumbido de su frenética actividad.
Mientras voy hacia la puerta principal, Erin Blackwell lucha con los elementos para ponerse al día conmigo. Sostiene recta una taza de café de Dunkin’ Donuts mientras sus chanclas de marca golpean el hormigón.
–Hola, Jordyn –me saluda de forma escueta.
–Ey, Erin. ¿Qué te pasa?
Son solo las 7:42 de la mañana y ni siquiera hemos entrado en el edificio aún; no sé por qué tiene ya aspecto de estresada pero lo tiene. Erin es una especie de estresada perpetua. Igual que lo son muchos chavales del Instituto Valley Forge.
Igual que lo soy yo buena parte del tiempo, para ser honestos. Aquí el estrés se absorbe por ósmosis.
–Puaj –Erin niega con la cabeza con asco–. He tardado mogollón en ponerme las lentillas así que mi pelo se ha empezado a crispar y cuando por fin he podido empezar a peinarme con la tenacilla, resulta que había tanta humedad que las ondas no se fijaban. Había una cola de coches gigante en el Dunkin Drive, ¡de casi un kilómetro! En serio. Y encima se han olvidado de ponerle caramelo a mi capuchino. Ya es mala suerte. ¡TODO mal! Llego tarde, estoy hecha unos zorros y tengo Biología avanzada a primera hora. Creo que Bryce está en mi clase y habría estado guay sentir que lo tengo todo bajo control antes de entrar –por fin se acuerda de respirar–. ¿Cómo puede ser que vaya tan retrasada cuando el día acaba de empezar?
La ansiedad de Erin es tan potente que yo misma tengo que respirar hondo. Erin es una chica de ojos dulces y enormes, igualita a Bella Thorne; observo su pelo ondulado y largo de color rubio cobrizo.
–Tu pelo está genial. Tú estás genial. Aún tenemos doce minutos antes del timbre de Tutoría. Pensaba que las cosas iban mejor con Bryce, ¿no?
Su verano había sido bastante duro. Erin había intentado superar su dramática ruptura de junio.
–Sí. Es solo que me cuesta volver a clase –frunce el ceño–. Volver me hace acordarme de cuánto desearía que las cosas fuesen como el año pasado. Además, no me apetece mucho ver cómo Bryce participa en el juego ese de mierda de puntuar a las novatas a ver cuáles están más buenas. ¿Sabes?
–Bueno, yo creo que tú eres una de las tías más buenas de tercero –sonrío y tiro de la punta de uno de sus mechones impecablemente ondulado–. En cuanto te vea se arrepentirá de todo.
«Todo» era una chica del Instituto Shipley con quien se había liado a espaldas de Erin.
Erin para en seco y me mira, mordiéndose el labio.
–¿En serio? ¿Crees que se fijará?
Respiro hondo una última vez mientras nos acercamos a la puerta principal. Son solo las 7:43 y ya estoy agotada.
–Seguro.
Entramos al mogollón y somos absorbidas por la marea de estudiantes que se mueven por el lobby. Dana Travers, co-capitana del equipo de hockey sobre hierba, nos adelanta con prisa, girando su cabeza para lanzarnos un mensaje.
–El entrenamiento empieza a EN PUNTO hoy, señoritas. No valen excusas de primer día.
Asiento, a pesar de carecer del entusiasmo de Dana para los deportes competitivos. Pero dado que necesito alguna actividad deportiva para completar los impresos de solicitud para la universidad y soy una centrocampista decente, pues eso, me he apuntado a hockey.
Un grupo de estudiantes de la exclusiva Asociación de Músicos del insti desmonta sus instrumentos tras lo que ha debido de ser su ensayo a primerísima hora. Mientras caminamos junto a la multitud en movimiento que emite voces a todo volumen y una energía sudorosa, me fijo en un chico de aspecto serio, apoyado contra la pared, que se sube las gafas con el dedo mientras lee el libro de texto de física; uno de los muchos empollones. Aún no hemos llegado a Tutoría.
El ambiente del vestíbulo me hace sentir aturdida y lenta; me cuesta entender toda esta histeria. Sigo en mis vacaciones de verano. La vida era mucho más relajada cuando vendía pretzels de la marca Philly en el puesto de snacks junto a la piscina del Club de Tenis, charlando con Alex cuando aparecía por la ventana lateral. Iba cubierto de tierra y trocitos de césped cortado tras tomarse un descanso porque el sol era demasiado abrasador o porque en ese momento no tenía que mantener el campo de golf impecable junto a los demás compañeros del equipo de mantenimiento.
Lo cierto es que, honestamente, hay una parte de mí a la que le cuesta seguir el ritmo a los alumnos del Valley Forge, sea la temporada del año que sea.
Este será mi segundo año en el Instituto de Secundaria Valley Forge. Hace dos veranos, mi familia se mudó a Berwyn desde Lansdale, un pueblo que está a unos treinta minutos. En mi antiguo instituto, la mayoría de la gente no le da mucha importancia a las notas ni a las actividades extracurriculares; son conscientes de que acabarán en las universidades públicas de alrededor. En cambio, mis nuevos compañeros de clase siempre parecen estar mirando hacia atrás para ver quién puede alcanzarlos. El curso pasado sentí que la gente, mientras me juzgaba como potencial nueva amiga, también me observaba como si fuese una especie de potencial amenaza. Una amenaza para su puesto de clasificación dentro de la clase. Para quitarle el puesto de primer violín en la orquesta. Para su carta de admisión de la superuniversidad de Princeton.
Sencillamente, yo es que no entiendo todo ese rollo, o quizás es que ellos no me entienden a mí. Yo prefiero volar bajo el radar y no quiero robarle el foco a nadie, faltaría más. Odio tener las miradas puestas en mí, siempre lo he odiado. Durante los últimos años ya he tenido demasiadas miradas puestas en mí, aunque esas miradas no estuvieran puestas en MÍ per se. Ya llevo aquí un año y todavía no estoy segura de lo bien que encajo. Hacinados como sardinas en lata en el pequeño lobby de la planta de arriba, a la espera del timbre para ir a Tutoría, me siento extrañamente sola y desconectada.
Pero entonces veo algo familiar apoyado en los pies de uno de los viejos bancos de madera. Es una vieja mochila JanSport negra, con el nombre «Alex» escrito con Typpex en el bolsillo delantero. Me animo de inmediato, y al instante me siento más segura. Alex está por aquí. Me regalará mi sonrisa favorita, esa que hace que parezca que nos reímos de una broma que nadie más entiende, y este lugar no parecerá tan serio ni tan intenso.
De repente, estoy superimpaciente por verlo. No hemos hablado mucho en las últimas semanas; se marchó con su familia de vacaciones y dejó de trabajar en el club cuando el equipo de fútbol americano empezó con dos entrenamientos diarios. De vez en cuando lo veía por el campo después de los entrenamientos de la tarde, pero la mayoría de las veces parecía un poco distraído; hiperconcentrado en su fútbol… supongo. Alex no es el mejor jugador del mundo. Da igual cuántos sprints haga o cuánto tiempo pase en el gimnasio; siempre está de suplente. Eso le fastidia lo que no está escrito. Y se nota. Una cosa en la que Don Perfecto no puede ser perfecto. Para mí, su frustración es casi hasta adorable. Y el resto del equipo debe pensar que su persistencia es digna de admiración porque, siendo suplente y todo, ha sido elegido co-capitán. Simplemente ha nacido con genes de liderazgo, es como un Barack Obama joven y medio hispano o algo así.
Alex es buena gente. Y como si quisiera demostrar mi afirmación, justo va y entra por la puerta más cercana a la mesa del profesor cargado hasta los topes. Apenas se le ve detrás de la enorme pila de libros que lleva para la señora Higgins, nuestra antigua bibliotecaria, que cojea a su lado y le sonríe con admiración.
Me muerdo el labio para no reír. Mi amigo es todo un Boy Scout. En serio. No estoy de coña. Es un Boy Scout de verdad que lleva trabajando en un importante proyecto para ser Eagle Scout en su tiempo libre, que no es mucho en absoluto. Pero además, en el día a día, parece ir por ahí ganándose medallas al mérito en amabilidad y nobleza y todas esas cosas buenas.
–Ahora vuelvo –le digo a Erin, y me voy hacia Alex. Él me ve desde la parte de arriba de la pila de libros y me sonríe al instante.
–Air Jordan, ¡estás ahí!
Yo sonrío en respuesta a la elección de hoy de su lista de motes ridículos: Air Jordan… M. J. (por Michael Jordan)… Twenty Three… o como me llamó durante un tiempo en la clase de español el año pasado, Veintitrés.
No se me ocurre una sola cosa que tenga en común con el icono del baloncesto a excepción de mi nombre, Jordyn Michaelson. Mido uno sesenta, tengo los ojos marrones y el pelo oscuro y ondulado, cortado a capas hasta los hombros. Soy chica. Y blanca (lamentablemente, teniendo en cuenta que el verano acaba de terminar). Pero vete tú a saber por qué, a Alex le divierte lo de los motes tontos. Y la cuestión es que, por muy tontos que me parezcan, es imposible mirarlo a la cara cuando se está partiendo de la risa y no reírse también.
Sus ojos marrones empiezan a brillar y su enorme sonrisa de dientes blancos se vuelve bobalicona. Si combinas eso con el pelo rapado negro y su leve pico de viuda, lo que me parece es un niño pequeño con ganas de hacer travesuras. Alex es una de esas personas que te miran muy directamente a los ojos y prácticamente te reta a que hagas travesuras con él.
Me apresuro a ir en su dirección y me doy cuenta de que mis brazos se abren para darle un abrazo, a pesar de que lo de los abrazos no es algo que solamos hacer él y yo. Hay límites tácitos que no nos hemos atrevido a cruzar, ni siquiera de lejos, desde hace dos veranos. Estoy tan concentrada en Alex que ni siquiera veo a Leighton Lyons, nuestra otra co-capitana del equipo de hockey, trotando por el lobby desde exactamente la otra dirección, hasta que sufrimos un choque frontal. Nuestros hombros se estrellan entre sí y tropiezo hacia atrás, perdiendo el equilibrio; mi pesada mochila casi me tira al suelo.
Me incorporo y me froto el hombro, gruñendo por dentro. Esta chica necesita aprender urgentemente que hay otras personas habitando este planeta. ¿Adónde va con tanta prisa?
Al mirar hacia arriba, obtengo mi respuesta, aunque no es una que tenga sentido. PARA NADA. Veo sus brazos alrededor del torso de Alex. Se me ha adelantado. Pero entonces veo cómo va un paso más adelante que yo, y le planta un beso rápido y sensual en los labios.
–Hola, amor.
Me quedo ahí plantada y miro la escena con incredulidad, como una idiota, esperando a que todo cobre sentido. Pero no lo hace. Leighton abrazando a Alex. Leighton besando a Alex. Leighton llamando «amor» a Alex. ¿Qué? ¿Cuándo? ¿Cómo?
Pero nada de eso duele tan profundamente como verlo a él rodeando de forma casual su cintura con el brazo y volviéndose a hablar conmigo como si nada de esto requiriese una explicación. Como si nada de esto debiera molestarme de ninguna manera. Al menos tiene la decencia de preguntar si estoy bien, cosa que Leighton no hace.
–¿Estás bien, Jordyn?
–Sí, estoy bien.
Aunque, de repente, no lo estoy. Tengo una sensación de malestar en el estómago; de repente entiendo todo y me doy cuenta de que todo es y será diferente.
–Por favor –interviene Leighton–, si recibe golpes más fuertes en el campo de hockey cada día –le da un pellizco a Alex en el costado y le sonríe. Veo que sus ojos están exactamente al mismo nivel, son igual de altos, y me siento pequeña e insignificante–. Somos igual de duras que vosotros, ¿verdad, Jordyn?
–Ehhh… sí, sí.
–Es genial verte –dice Alex, sonriendo todo el tiempo, pero mientras lo dice acaricia la mano de Leighton con la yema del pulgar–. Qué rabia me dio perderme la fiesta del personal del Club. Vas a tener que hacerme un resumen.
Me trago mis sentimientos e intento no reaccionar.
–Sí, fue el evento del verano –digo con cierto sarcasmo–. Hubo hasta karaoke esta vez. Y para ser honesta, habría estado guay acabar el verano sin tener que ver al señor Jacoby interpretando «Happy» en bañador.
Alex echa su cabeza hacia atrás y se ríe, a carcajada limpia, con esa risa que siempre me hace sentir como si unas pequeñas semillas crecieran en mi corazón. Su risa alimenta un tipo de anhelo que no tengo por qué regar. Su brazo en la cintura de Leighton hace que esos pequeños brotes de melancolía se marchiten y se derrumben tan rápido como crecieron.
–Por favor, dime que al menos fuiste una de sus bailarinas.
–Por supuesto –sonrío a pesar de cómo me siento, a pesar de la omnipresencia de Leighton, y sacudo la cabeza–. Me conoces tan bien…
–¿Y Petersen apareció totalmente borracho otra vez? –pregunta, refiriéndose al presidente del Club–. ¿Intentó ligar con todas las socorristas que aún son menores de edad?
Leighton tira de la parte inferior de la camiseta de Alex antes de que yo pueda responder.
–Ey, mira, necesito hablar contigo rápidamente sobre algunos asuntos del Consejo de Deportes; después tengo que correr al baño antes de clase. ¿Puedes…? –habla con Alex, pero me mira a mí, esperando que me largue.
–Sí, claro, amor –asiente rápidamente, la palabra suena incluso más inapropiada en sus labios que en los de ella. Alex la agarra aún más fuerte y se gira en dirección al pasillo lateral. Él me habla mirando hacia atrás mientras caminan–. Luego me sigues contando, Michaelson, ¿vale?
Asiento con la cabeza, ignorando la opresión de mi garganta. Antes, que dijera mi apellido me parecía íntimo. Ahora me recuerda que soy una amiga y nada más.
Es lo que querías, me recuerdo a mí misma en silencio mientras me alejo de la zona cero y vuelvo junto a Erin, que está hablando con nuestra amiga Tanu. Solo amigos, ¿no? Tienes suerte de al menos tener eso.
Pero supongo que pensé… Supongo que pensé que, de alguna manera, al mantenerlo como un amigo cercano, podría seguir pensando en Alex como algo mío. Funcionó bastante bien el curso pasado cuando él no salía con nadie. Tener a Alex como mejor amigo era un premio de consolación aceptable cuando no se podía tener nada más. Yo me había acostumbrado a estar a gusto con la idea y nunca había pensado mucho en que las cosas podían cambiar.
Echo un rápido vistazo hacia atrás. La espalda de Leighton está contra la pared y Alex tiene un brazo apoyado en el muro por encima de su cabeza, como si no la dejase escapar, su cuerpo está presionado contra el suyo. Me pregunto qué asunto del Consejo de Deportes tiene que ver con sus bocas aplastadas la una contra la otra de esa manera.
Erin es mucho menos discreta. Mira atónita, con la boca abierta, a la feliz pareja.
–¡Ostras! Leighton y Alex, ¿en serio? Pero ¿cuándo ha pasado esto?
–Oh, este verano. Alguien publicó una foto en Facebook –dice Tanu.
Me pregunto cuántas horas malgasta Tanu en Facebook. También me pregunto si soy la última persona en enterarme de TODO lo que pasa.
–Era una foto supersexy –continúa, provocando que el malestar en mi estómago aumente–. Él con su camiseta del equipo de fútbol y ella toda rubia y bronceada. Son como… Tyler y Caroline de Crónicas Vampíricas, eso es a lo que me recuerdan. O más específicamente a cuando Tyler y Caroline se besan por primera vez, ya sabéis, segunda temporada, episodio doce.
–No, no lo sé –Erin se ríe–. No todos tenemos una memoria fotográfica como la tuya.
–Es igual, eso es a lo que recuerda la foto. Quedan genial juntos. Y yo quiero un novio ya.
Ahora Erin frunce el ceño de nuevo.
–Yo también. Los dos son tan perfectos. Es algo que me hace echar mogollón de menos a Bryce.
Yo enderezo los hombros y la espalda y contengo mi cabreo.
–Hablemos de otra cosa.
Si el instituto es una colmena, Leighton es sin duda su abeja reina. Y vale, confieso que yo llamo a Alex en secreto Don Perfecto, pero eso no se traduce en que ellos JUNTOS sean «perfectos». Al menos no para mí.
Empiezo a hablar de otros cotilleos sin sentido, intentando mantener mis pensamientos alejados de la realidad de los hechos, que es que ver a Alex y a Leighton besándose me hace, también, echar un montón de menos estar con alguien.
Pero ¿cómo se puede echar de menos a alguien con quien nunca llegaste de verdad a estar?
¿Qué derecho tiene uno a echar de menos a alguien si es uno mismo el que se marchó?
Nos dirigimos hacia nuestras respectivas aulas.
Me hice amiga de Erin y Tanu el otoño pasado, cuando estábamos todas en la misma clase de Literatura; son mis mejores amigas aquí en el insti Valley Forge. Pero yo no soy esa clase de chica que comparte todos los detalles sobre sí misma, ni siquiera con los amigos más cercanos. Para mí, el insti y la familia son dos partes separadas de mi vida, y siempre y cuando siga siendo así… sé cómo (de cercanas) se sentirán de verdad mis amigas.
–Con la humedad que hace hoy… ¿alguna de las dos puede acercarme a casa antes del entrenamiento? La verdad es que no me apetece nada andar.
El entrenamiento de hockey es un tema un poco delicado para Tanu. Ella también buscaba un deporte para complementar los impresionantes informes académicos y artísticos de su currículo, pero no pasó el corte tras las pruebas en julio.
Erin niega con la cabeza, sus rizos rubios rojizos vuelan.
–Oh, ni loca. Sabes que lo haría si pudiera pero no pienso pisar el campo ni un segundo tarde. Leighton me cortaría la cabeza. Piensa que la puntualidad es algo superimportante para nosotras.
La mayoría de las cosas que son importantes para Leighton son importantes para Erin. Para ella, Leighton es una especie de modelo a seguir. Quizás incluso su ídolo.
–¡Pero si tardas seis minutos en ir y volver!
–Aun así. No me apetece arriesgarme. Leighton dice…
Aprieto los labios para no gruñir. Erin, bendita sea, empieza demasiadas frases con «Leighton dice…».
–… que todo el mundo se toma siempre mucho más en serio los equipos deportivos masculinos que los femeninos. Si queremos que nos tomen en serio y que aprecien nuestro gran esfuerzo, tenemos que tomarnos en serio a nosotras mismas.
Pienso en ofrecerme a llevar a Tanu, pero la verdad es que yo tampoco quiero acabar en la línea de fuego de Leighton, a pesar de que su intensidad es un poco dramática y absolutamente innecesaria.
Me despido de ambas con la mano ya que acaba de sonar el timbre. Estoy sola otra vez, y sin el cotorreo de mis amigas para distraerme, la sensación de miedo regresa; es como si algo me estuviera arrastrando hacia el mar y la persona con la que contaba para mantenerme anclada se hubiese sujetado a otra persona.
La mañana pasa rápido mientras yo sigo en una nube. Tutoría. Psicología y Sociología avanzadas. Literatura. Estoy ansiosa por llegar a Historia de Estados Unidos Avanzada; no me importa que el tamaño de mi libro de texto rivalice con un libro de anatomía de la universidad de medicina ni que se rumoree que los exámenes son superchungos. Por lo menos ahí podré hablar con Alex. A solas. Me dará alguna explicación sobre el numerito del lobby. Porque tendrá que hacerlo, ¿no?
Elijo un pupitre delante en la esquina izquierda, saco un cuaderno a estrenar y espero. Justo antes de que suene el timbre, Alex entra sin prisa, con la mochila colgando baja de sus hombros. Me alegro sin querer; mi corazón se desploma sobre mi estómago, donde aletea como si fuera una feliz mariposa.
No es tuyo, regaño a mi pobre y delirante órgano. Es una tontería por tu parte que actúes así.
Pero es difícil no reaccionar y mi pecho se contrae con algo parecido al dolor mientras lo observo. El caso es que lo mejor de su entrada no tiene nada que ver con lo guapo que está, ni con lo bien que huele. Tiene que ver con cómo y adónde mira, que es justo hacia mí, como si no hubiese nadie más en la habitación. Sus ojos brillan y la piel se le arruga en los costados, su sonrisa brota, y va directo hacia la silla vacía que hay detrás de mí.
–M. J., gracias a Dios –se desliza en su silla y le da un golpecito a mi respaldo con el pie–. ¿Qué tal va todo? ¿Cómo ha ido tu día desde la última vez que te vi?
–Todo bien. Lo de siempre.
–Te he echado de menos en Español. Ha sido un peñazo sin ti.
–No me das nada de pena. No sé por qué no dejas esa clase.
El nombre completo de Alex es Alejandro, y cuando se olvida de fingir, su acento es impecable. El año pasado se entretuvo dibujando una caricatura perfecta de nuestro profesor y de todos los compañeros de clase en la portada de mi libro de texto.
–Me gusta tener una clase en la que puedo de verdad no hacer nada –su frente se arruga de confusión mientras mira fijamente mi cuaderno–. ¿No te han dado tu iPad?
–Ah, es verdad –niego con la cabeza, porque no creo que fuese realmente necesario que a cada estudiante en el edificio se le prestara un iPad a estrenar para usar en el insti. Agito mi cuaderno antes de intercambiarlo por el iPad de mi mochila y digo con ironía–: Iba a usar un bloc para tomar notas. Qué antigua.
Alex se ríe mientras enciende su iPad.
–Aquí hay algo que no pillo –me mira mientras brota su hoyuelo en la mejilla derecha–. A ver, si tú vas a estar sentada justo delante de mí cogiendo apuntes, ¿por qué no me envías el archivo por email? Tiene más sentido, ¿no?
Ladeo la cabeza y sonrío.
–No voy a coger apuntes por ti.
Y entonces Alex me mira fijamente durante un rato, todo reflexivo, como si me estuviera viendo por primera vez ese día. Mi pelo alisado, los ojos cuidadosamente maquillados, mi nuevo vestido de verano con cardigan a juego y mis propias chanclas de marca simplemente porque TODO EL MUNDO lleva chanclas de esa marca.
Por si no lo he dicho antes, prefiero por encima de todas las cosas no llamar la atención; pero creo que sesenta dólares es una cantidad ridícula de dinero para unas sandalias de goma.
–Oye, estás muy guapa. Me gusta tu pelo así.
–Buen intento. Sigo sin tener la intención de coger apuntes por ti –repito, dándome la vuelta al escuchar al profesor Carr que intenta dominar la pantalla digital para proyectar el programa del curso.
Miro hacia mi mesa y respiro hondo para recomponerme; el cumplido de Alex me ha puesto nerviosa. Lo ha dicho con tanta soltura, como si fuera algo que le diría a cualquiera. Como si no hubiera ninguna razón por la que él debiera dud