Estrellas fugaces

Fragmento

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Capítulo uno

Lane

La primera noche que pasé en el Hogar Latham yacía despierto en mi exigua y abuhardillada habitación del chalé 6, preguntándome cuántas personas habrían muerto entre esas cuatro paredes. Y no me lo preguntaba porque sí, ni mucho menos. Hice cuentas. Calculé las probabilidades. Y deduje una cifra: ocho. Ahora bien, reconozco que las mates siempre se me han dado fatal.

En cuarto de Primaria, nos sometían a exámenes cronometrados para comprobar nuestro dominio de las tablas de multiplicar. Cinco minutos por página, cincuenta operaciones en cada una y, para poder continuar, no podías fallar ni una. La maestra llevaba la cuenta de nuestros progresos en un mural rosa fucsia que estaba a la vista de todo el mundo; una carita sonriente junto a tu nombre por cada tabla que completabas. Yo veía aumentar el número de adhesivos de los demás alumnos mientras el mío permanecía atascado en la del siete. Practicaba cada noche con tarjetas de estudio, pero no me servía de nada, porque mi problema no eran tanto las tablas de multiplicar como el estrés que me provocaba saber dos cosas: (1) que tenía muy poco tiempo; (2) que no podía cometer ni un solo error.

Cuando el sueño me venció por fin, soñé con casas que caían al mar y se hundían. El agua se las tragaba, pero luego volvían a emerger de las negras profundidades, podridas e impregnadas de algas, para cabalgar las olas de vuelta a la orilla, en busca de sus dueños.

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Soy hijo único, así que la idea de compartir cuarto de baño me horrorizaba. Tanto es así, que programé la alarma del despertador a las seis en punto y luego, de madrugada, recorrí el pasillo con mi neceser y mi toalla mientras todos los demás seguían durmiendo.

Qué raro es eso de ducharse calzado, estar completamente desnudo salvo por unas chanclas. Lavarme el pelo en zapatillas, y encima hacerlo en una ducha del tamaño de una caja de zapatos, distaba tanto de mi rutina de los lunes por la mañana que dudaba de que alguna vez llegara a acostumbrarme.

En casa, siempre me quedaba en la cama hasta el último minuto. Echaba mano de la primera camiseta limpia que encontraba y comía una barrita de cereales de camino al colegio. Escuchaba las canciones que sonaban en la radio, las que fueran, no porque me gustaran sino porque las consideraba mis cartas del tarot particulares. Si los temas eran buenos, tendría un buen día. Si eran horribles, tendría que darme por satisfecho con sacar un notable en una prueba.

Aquella mañana, en cambio, mientras me abrochaba la camisa ante la ventana de mi dormitorio, me sentía una persona totalmente distinta. Como si alguien hubiera pasado una goma por mi vida y, en lugar de borrar el desastre, hubiera eliminado las partes que yo quería conservar.

Ahora, en vez de una novia, un perro y un coche, tenía un colchón verde pálido forrado de vinilo, vistas a un bosque y dolor de pecho.

Había llegado a última hora de la noche anterior. Me habían traído mis padres, él agarrando con fuerza el volante y ella mirando al frente, los tres escuchando la radio durante las seis horas que duró el viaje, con las ventanillas bajadas y sin decir ni pío. La cena se había servido hacía rato y apenas tuve tiempo de abrir la maleta antes de que apagaran las luces.

Latham no parecía real. Todavía no. Había tomado contacto con el sitio, había ido de acá para allá de puntillas, a revoluciones distintas de las del resto de alumnos, pero aún no me había convertido en uno de ellos.

Septiembre estaba llegando a su fin, yo tenía diecisiete años, y el último curso del instituto proseguía a seiscientos cincuenta kilómetros de allí, sin mí. Procuré no pensar en eso mientras esperaba a mi guía a la puerta de la residencia, azotado por el helor matutino de las montañas. Procuré no pensar en nada importante porque, si lo hacía, la magnitud de lo que estaba viviendo me aplastaría, estaba seguro. Así que me dediqué a pensar en chanclas, en problemas de mates y en mi teléfono móvil, que había conservado durante las escasas horas que duró el viaje pero que me fue confiscado a mi llegada.

Según el dosier informativo, «el alumno encargado de recibirte, Grant Harden, acudirá a la puerta de tu residencia a las 7:55 para desayunar contigo y acompañarte a tu primera clase».

De modo que aguardé la llegada de Grant mientras un río de alumnos pasaba por delante de mí arrastrando los pies de camino al comedor, todos vestidos con chándales y pijamas diversos, como si estuviéramos de campamento.

Grant se retrasaba, cómo no, así que permanecí allí plantado durante una eternidad, cada vez más enfadado. ¿Por qué daban por supuesto que no sabría encontrar por mí mismo la ruta a la cantina o al único edificio académico de Latham, que precisaba un acompañante oficial? Era absurdo.

Eché un vistazo al reloj: las ocho y nueve minutos. No sabía cuánto tiempo se podía considerar una espera prudencial, así que aguardé un rato más antes de darme por vencido y encaminarme al comedor.

No me costó demasiado encontrarlo, echar mano de una bandeja y unirme a la cola de soñolientos adolescentes. Yo tenía razón: no me hacía ninguna falta que nadie me mostrara cómo funcionaba aquello. Era una fila de cafetería normal y corriente. Tomé un tazón de cereales y un cartón de leche individual, y me fijé en que este último era de la misma marca que los de mi antiguo colegio, una que lleva dibujada una especie de cabeza de vaca sonriente. Qué raro que todo hubiera cambiado drásticamente pero los cartones de leche siguieran siendo los mismos.

Empujé la bandeja por delante de las fuentes de huevos, magdalenas y tostadas. Y entonces, cuando oí a alguien gritarle a un amigo que le guardara un sitio, reparé en mi error. Estaba más solo que la una. Me había dado tanta prisa en llegar al comedor que no había pensado con la cabeza. Si a primera hora hubiera coincidido con alguien en el baño, si me hubiera sumido en el barullo en lugar de evitarlo, a lo mejor ahora tendría compañía. Pero ahí estaba yo, sin saber siquiera quiénes dormían en mi misma planta. Me acercaba deprisa al principio de la cola y ni siquiera contaba con un mísero móvil tras el que escudarme del desastre de no saber dónde sentarme en un comedor abarrotado.

Estaba pensando que había metido la pata hasta el fondo cuando la nutricionista miró mi bandeja frunciendo el ceño, como si hubiera elegido esos cereales y no otros adrede para decepcionarla.

—¿Nada más? —me preguntó.

—No tengo mucha hambre.

Nunca tenía hambre por las mañanas; a mi apetito le gustaba dormir hasta mediodía.

—No te puedo dar el visto bueno —me espetó, como si esperara más de mí—. Si estás demasiado indispuesto para desayunar como Dios manda, deberías haber pasado por la enfermería antes de acudir al comedor.

Demasiado indispuesto. Tierra, trágame.

—Acabo de llegar —expliqué, a la desesperada—. No lo sabía.

Eché un vistazo hacia atrás, consciente para mi horror de que la fila se había atascado por mi culpa. Menuda entrada triunfal. No sabía que fuera posible equivocarse de desayuno.

En realidad, debería haberlo sabido. Grant debería habérmelo dicho.

—Vuelve atrás y añade proteínas. O te pondré una falta.

Me fulminó con la mirada, toda ella labios fruncidos y piel requemada por el sol, esperando.

La idea de retroceder hasta el final de la cola, a la vista de todo el mundo, me puso los pelos de punta. No podía hablar en serio. Pero, por lo visto, sí.

—¿Y bien? —insistió la nutricionista.

Me habría gustado ser el típico tío que encaja una falta, sea lo que sea eso, con la cabeza bien alta, solo para demostrar que era capaz de desafiar al sistema. Por desgracia, yo no era de esos. Todavía no, al menos. Era de los que agachan la cabeza y sacan buenas notas. Cuando el timbrazo de aviso retumbaba en los pasillos, apuraba el paso. Cuando repartían la plantilla de respuestas de un examen tipo test, sacaba un segundo lápiz del número dos, por si las moscas. Así pues, aunque todos me estaban mirando, inspiré profundamente y volví a ponerme en la cola.

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—Brutal —me dijo el chico que tenía delante. Era de mi edad, un chaval grandote de rasgos indios que lucía unas gafas pasadas de moda y una desordenada mata de pelo negro. Aunque solo eran las ocho de la mañana, rezumaba energía nerviosa—. Pocos pueden presumir de haberla pifiado con el desayuno el primer día.

—No he hecho los deberes —repuse yo—. Es que tengo demasiadas cosas entre manos.

Él pilló la broma y sonrió.

—No las suficientes, por lo que parece —dijo—. Soy Nikhil. Todos me llaman Nick.

—Lane.

—Muy bien, Lane —prosiguió él—. Te voy a explicar cómo funciona esto. Hay que escoger un alimento de cada grupo. No hace falta que te lo comas todo. Jolines, tú construye el Coliseo a base de huevos y tostadas, si quieres, pero se cogen platos llenos y se devuelven vacíos.

—¿Y eso no desvirtúa el papel de la nutricionista? —pregunté.

—Exacto. Ese es el propósito del plan.

—¿Tenemos un plan?

—Ya lo creo. Porque nuestra querida Linda te ha dicho que volvieras a por más, pero no ha especificado qué cantidad.

De inmediato, comprendí lo que se proponía.

—No, no —dije—. Yo, en realidad…

—Pareces muerto de hambre, Lane.

Nick sonreía con ganas mientras colocaba un plato de huevos revueltos en mi bandeja. Antes de que yo pudiera protestar, añadió unos cuantos huevos duros a los revueltos.

Miré mi bandeja. El daño ya estaba hecho. Me la había dado con huevos. Así pues, azuzado por Nick, añadí un montón de tostadas.

—Perfecto —aprobó—. ¿Qué tal una magdalena?

Tomó una bandeja entera, que me ofreció con una reverencia.

—Mejor dos —propuse yo.

Llevábamos recorrida la mitad del bufé cuando la fila se atascó otra vez.

—¿Me tomas el pelo? —se enfadó la nutricionista.

La fila entera alargó el cuello para ver lo que estaba pasando. La culpable del revuelo era una rubia bajita que llevaba una coleta mal peinada. Sobre su bandeja, con cierto aire de grandeza, reposaba una taza de té y nada más.

—Pues ponme una falta —replicó la chica. Sonó a desafío.

—Vuelve a la cola.

—Tú y yo sabemos que no hay tiempo para discusiones —insistió la rubia.

Era verdad. Solo teníamos veinte minutos de margen antes de que empezaran las clases.

—Se me está enfriando el té. Si no te importa… —dijo la chica.

Alargó la muñeca en la que llevaba la pulsera de silicona negra, como desafiando a la nutricionista a que se la escaneara. En el comedor no se oía ni una mosca. Todos estábamos pendientes de la reacción de Linda.

La nutricionista escaneó la pulsera y tecleó con furia en su terminal.

—Es la segunda falta de este mes, Sadie —le advirtió.

—Hala. ¿Y qué haréis cuando lleve tres? ¿Me expulsaréis? —replicó la otra entre risas.

Abandonó la fila con aire victorioso, exhibiendo la taza de té como si fuera un trofeo. Cuando echó a andar hacia las mesas, pude por fin observarla a mis anchas. Era una de esas chicas que consiguen estar guapas incluso recién levantadas. Lucía una coleta alta, seguramente la misma que llevaba la noche anterior, y un jersey que le dejaba un hombro al descubierto. Sus labios, pintados de rojo, esbozaban una mueca burlona y, pese a todo, parecía la última persona del mundo capaz de crear problemas en una cafetería un lunes por la mañana.

Sin embargo, no era eso lo que atraía mi mirada. Aquella chica me sonaba muchísimo. Estaba convencido de que la había visto en alguna otra parte, de que ya la conocía. Y entonces me di cuenta de que así era. En el campamento Griffith, hacía cuatro años. Aquellas horribles colonias en el bosque de Los Padres a las que me había enviado mi familia cuando yo era más joven para poder largarse de vacaciones sin mí.

—Bueno, ese es el plan B —dijo Nick, interrumpiendo así el hilo de mis pensamientos.

Me di cuenta, con retraso, de que se refería a Sadie.

—¿Y no la castigarán? —pregunté.

—Pues claro que sí —replicó Nick—. Pero a Sadie solo la castigan cuando le da la gana.

No entendí lo que quería decir y estuve a punto de preguntárselo, pero ya habíamos llegado al principio de la cola.

—Mira, Linda. Esta mañana te he dibujado un Picasso —dijo Nick con una sonrisilla socarrona al tiempo que le mostraba su bandeja a la nutricionista. Había dispuesto una salchicha, dos huevos y una tortita de tal modo que recordasen inconfundiblemente a un pene.

Me dieron el visto bueno con idéntico gesto de asco que a él, y a punto estaba de seguir a Nick a su mesa cuando me despidió con la barbilla diciendo:

—Querrás reunirte con tu guía y patearle el culo por no haberte explicado lo de los grupos de alimentos, ¿no?

—Algo así —musité.

—Vale, pues nos vemos.

Antes de que pudiera responderle, se había marchado.

Me quedé allí, solo y abandonado, haciendo esfuerzos por no hundirme en la miseria mientras ese desayuno, que no me apetecía nada, hacía equilibrios por la bandeja. La escasez de luz del comedor, unida a los revestimientos de madera y a las lámparas de latón, aniquilaba cualquier sentido del tiempo. Las mesas eran pequeñas y redondas. Con seis sillas alrededor, como un triste remedo de la corte del rey Arturo. Cuánto añoraba el instituto Harbor, con sus palmeras, sus bocadillos envueltos con plástico y aquel pequeño patio pegado al laboratorio en el que nos reuníamos mis colegas y yo.

Éramos el grupo de los empollones, marginados pero aceptables. Lo bastante populares como para representar a diplomáticos en el Modelo ONU[1], pero no tanto como para ser invitados a formar parte del consejo estudiantil. Por lo general, mi novia y yo cotejábamos las respuestas de los deberes y nos pasábamos un refresco enlatado mientras dábamos cuenta de los bocadillos del almuerzo. Nuestro grupo no estaba tan unido como para quedar después de clase en casa de este o de aquel, pero jamás me sentí desplazado.

Vi a Nick acercarse a la mesa de Sadie y mostrarles a todos su artístico desayuno con una exagerada pose que arrancó carcajadas a los demás. Comprendí que no se había llenado la bandeja de…, bueno, comida basura para fastidiar a la nutricionista. Lo había hecho para hacer reír a sus amigos. Quedaban dos sitios libres en aquella mesa, pero Nick no me había invitado a acompañarlos y, de todos modos, seguro que pertenecían a dos personas que aún seguían en la cola.

Albergaba la esperanza de que mi guía fantasma me viera allí plantado y me llamara a su mesa por gestos para saludarme y farfullar una disculpa, pero no tuve tanta suerte. Los dos desayunos y medio de mi bandeja se estaban tornando pesados y tenía que dejarlos en alguna parte. Así que inspiré profundamente y me encaminé al fondo del comedor como si supiera adónde me dirigía.

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Me senté en la primera silla que encontré, en una mesa con cuatro asientos libres en la que dos chicos jugaban una partida de ajedrez con un tablero de viaje. Parecían muy concentrados, enfrascados en su propio mundo. Suspiré y añadí a los cereales toda la leche del cartón en lugar de buscar la proporción justa. Las bolitas se quedaron flotando, cabeceando en medio del líquido como botes salvavidas vacíos.

—Hola. Soy Genevieve. ¿Eres nuevo? —me preguntó una chica según se sentaba a mi lado. Su sonrisa era amistosa, pero esa combinación de pecas, cola de caballo y dientes grandes me hizo sospechar que había pasado buena parte de su vida entre caballos.

—Primer día —asentí.

—Esto te va a encantar —me prometió—. ¿En qué residencia estás?

—¿En la número seis? —titubeé.

—¡Igual que John! —exclamó, como si fuera la mayor coincidencia del mundo—. Es mi novio; llegará enseguida. Hoy la cola avanza a paso de tortuga.

Me había equivocado de mesa. Lo supe entonces, en cuanto la chica me presentó a John, un chaval devastado por el acné, y a Tim y a Chris, los dos jugadores de ajedrez, que no estaban solos, como yo había supuesto erróneamente, sino esperando a sus amigos.

—¿De verdad te vas a comer todo eso? —me preguntó John mirando mi bandeja.

—Es una broma —expliqué desanimado—. La nutricionista ha dicho…

—Uf, será mejor que no la hagas enfadar —me advirtió Genevieve—. Te pondrá una falta y, como acumules tres en un mismo mes, te prohibirán asistir al acto social.

—¿El acto social? —pregunté.

—¿Tu guía no te ha explicado nada? —se extrañó la chica.

—La verdad es que no —repuse yo, sin entrar en detalles.

—Ah. Verás, cada mes se organiza una actividad especial —aclaró ella.

—Creo que este mes será baile en línea —apuntó John, sin ningún entusiasmo.

Resoplé con desdén. Ahora entendía por qué Sadie había hecho rabiar a la nutricionista. Yo había supuesto que la castigarían con horas de estudio, tareas extra o cualquier otro castigo típico, no que la dispensarían de hacer el ridículo al ritmo de Cotton-Eye Joe. Además, Nick me había aclarado que ella solo se metía en líos cuando quería.

Entusiasmada, Genevieve procedió a describirme en qué consistía el baile en línea, por si yo aún no tenía del todo claro que preferiría mil veces ir al dentista. Sonreí y asentí, pensando al mismo tiempo que habría dado cualquier cosa por poder desayunar en paz. Pero era yo el que se había sentado a su mesa y ellos solo estaban siendo amables.

Y, por horribles que fueran, podría haber escogido una mesa aún peor si cabe, a juzgar por lo que veía a mi alrededor. El grupo de mi izquierda estaba como alelado, y yo no estaba seguro de si solo eran zombis matutinos o si su mirada vidriosa era permanente. Y, a mi derecha, había una mesa de chicas dedicadas a fulminar con la mirada sus huevos revueltos, como para dejar bien claro que «ya no se hablaban».

Eché un vistazo al fondo del comedor, hacia la mesa de Nick y Sadie. Emanaban una energía magnética que se percibía incluso desde la periferia, donde se encontraba mi asiento. No sabía cómo etiquetarlos; la clásica jerarquía social de los institutos no se aplica en un centro como Latham. Eran cuatro y se reían por los codos. Nick había pinchado la salchicha con el tenedor y, sosteniéndola a guisa de batuta, la agitaba lenta y deliberadamente.

A mi lado, Genevieve empezó a toser. Cogió la primera servilleta que pilló para taparse la boca.

—Perdón —se disculpó—. El zumo de naranja tiene pulpa.

—¿Te encuentras bien, ratoncita? —le preguntó John a la par que le frotaba la espalda.

Jo, aquella mesa era un rollazo. Sin embargo, el ataque de tos de Genevieve hizo que me percatara de que, entre el murmullo de las conversaciones, el ruido de los cubiertos y el roce de las sillas, en el comedor resonaba un coro de toses. La enfermedad hecha sinfonía.

Eché un segundo vistazo a la mesa de Sadie y, en efecto, de eso era de lo que se reían. Nick, armado con su salchicha, estaba dirigiendo la orquesta de toses.

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Afortunadamente, todas las aulas estaban en ese mismo edificio, así que encontré el camino a Literatura Inglesa sin demasiadas dificultades. Era una sala muy amplia, con las paredes revestidas de madera y enormes ventanales, parecida a un atrio. Albergaba una pizarra anticuada y veinte pupitres.

Veinte. Yo estaba acostumbrado a las pizarras INTELIGENTES. A las taquillas. Al instituto. Y adiviné en cuanto lo vi que el señor Holder, un tipo de calva incipiente perdido en una deforme americana de lana, no había pisado un instituto en su vida.

—¿Sí? —me preguntó cuando me vio dudando en el umbral. No sabía si los asientos ya estarían asignados.

—Soy Lane Rosen —me presenté—. El nuevo.

—Bienvenido a la rotación —repuso, en tono sombrío—. Siéntese junto al señor Carrow.

Señaló a un chico con cara de pocos amigos que ocupaba un sitio en la primera fila. Me senté y saqué una libreta y un lápiz. Holder me plantó en el pupitre un ejemplar de Grandes Esperanzas y un dosier de fotocopias.

—Lea un capítulo, responda las preguntas. Así sucesivamente. Cuando haya terminado, le indicaré el tema de la redacción —me instruyó, y luego pasó de mí.

Me quedé mirando los papelotes del pupitre. A mi alrededor, los alumnos se pusieron manos a la obra. A algunos les habían tocado otros libros. Reconocí El señor de las moscas, Moby Dick y Fiesta. Suspiré y abrí el dosier para echar un vistazo a las preguntas. Así sabría qué respuestas buscar según iba leyendo, un truco que aprendí mientras preparaba los exámenes de Selectividad.

Cuando la clase concluyó, Holder dijo:

—Nos vemos el miércoles.

Todo el mundo empezó a recoger. Yo iba por la mitad del segundo capítulo.

—¿Cómo? —me extrañé, mirando al chico que se sentaba a mi lado—. ¿No nos pone deberes?

—Muy bueno.

Se rio entre dientes, como si yo acabara de hacer un chiste.

En clase de Historia nos pusieron un documental sobre la peste negra y nos pidieron que rellenásemos un cuestionario. La profesora ni siquiera se quedó en el aula. Al ver que se marchaba, supuse que estallaría el caos, pero todos permanecieron como si nada, con los ojos clavados en la pantalla, salvo un par de chavales que se durmieron con la cabeza apoyada en el pupitre.

A la hora de comer repetí mesa. No me apetecía nada, pero Genevieve hacía cola dos puestos por detrás de mí, así que no pude zafarme. Tenía la esperanza de que mi misterioso acompañante hubiera dado conmigo a esas alturas, pero no tuve suerte. Notaba cómo la rutina se iba apoderando de mí, y maldije mi estampa.

No quería estar en Latham. No quería acostumbrarme a las comidas supervisadas ni a los profesores que pasaban de mí. Quería asistir a Historia Europea Avanzada, a la clase del señor Verma, que decoraba el aula con portadas de periódicos viejos y nos traía pizza los viernes de examen.

En Harbor, estudiar el programa de excelencia equivalía a pertenecer al club de los enchufados. Nos decían que llegaríamos a ser alguien en la vida. No nos castigaban sino que nos proponían trabajos para subir nota. No nos entregaban cuestionarios sino guías de estudio. Jamás se me había pasado por la cabeza que mi destino en la vida fuera ser alumno de Latham.

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Después de comer nos mandaron a descansar. Cuando recorría el patio con desgana de camino a los chalés vi a cuatro alumnos desviarse en dirección al bosque. El grupo de Nick y Sadie. Caminaban deprisa, con las cabezas gachas, como si les aguardara una meta infinitamente más interesante que la hora del descanso. Y, aunque se escabullían a plena luz del día, nadie les hizo ni caso.

Los ocho chalés estaban dispuestos en forma de media luna alrededor de un cenador que pedía a gritos una capa de pintura. De madera oscura, con amplios porches y coquetas hileras de ventanas, recordaban más a las clásicas cabañas de esquí que a casas de campo.

Cada uno de los chalés albergaba a veinte alumnos, calculaba yo. La planta baja consistía en una sala de estar con decrépitos sofás, una larga mesa de estudio y montones de juegos de mesa. El televisor se encontraba en una habitación aparte y había también una minúscula cocina aunque, en teoría, no teníamos que cocinar nada.

Los primeros en llegar ya se habían apropiado de los mejores sitios. Cuatro asiáticos jugaban una escandalosa partida de Los colonos de Catán encima de la alfombra y dos chavales se repartían cartas Magic en una mesita baja.

Mis nuevos y, con suerte, temporales amigos del comedor se disponían a jugar a las damas chinas. Me llamaron con animados gestos para que me uniera a ellos.

—Podemos jugar en equipos —propuso John.

—Tengo que acabar de deshacer el equipaje —me disculpé según me encaminaba a la puerta.

—Bueno, más tarde pues —gritó Tim. O quizás fuera Chris. No quería seguir con ellos el tiempo suficiente para averiguarlo.

Sordas notas de música y los inconfundibles efectos de sonido de los videojuegos me acompañaron de camino a mi cuarto desde el otro lado de las puertas cerradas. Me alegré de oír a los Smiths y alguna que otra batalla de Pokémon, una nota de normalidad en aquel día tan raro.

Me llevé la mano al bolsillo, olvidando por un momento que estaba vacío. Me sentía perdido sin el móvil, como si fuera a recibir el e-mail más importante de mi vida y no pudiera acceder a mi bandeja de entrada. Ya sabía que no iba a recibir nada parecido, pero igualmente...

Mi habitación estaba al final del pasillo, haciendo esquina. De ahí sus reducidas dimensiones, supuse. El mejor ataúd de Latham, pensé, y al instante me sentí fatal por pensar esas cosas. No estaba tan mal. O sea, vale, los muebles parecían sacados de una casa de muñecas. Mi cama era individual, de dos metros de largo, pero ni siquiera eso ayudaba a crear sensación de espacio. En casa tenía una cama enorme y yo la adoraba. Era mi reina y yo su leal vasallo. Bueno, su leal vasallo en el exilio.

A los pies de mi minicama había un armario que recordaba sospechosamente a una taquilla, vestigio de cuando el centro albergaba un internado masculino. La noche anterior había intentado, sin éxito, embutir la maleta llena de ropa en el interior y por fin, derrotado, la había empujado a patadas debajo de la cama. Pero asomaba un extremo y ya había tropezado con ella. Dos veces.

También había un escritorio de madera y dos sillas, además de dos enormes ventanales —practicables, de dos hojas— que nunca se cerraban para que tuviéramos aire fresco.

En cualquier caso, lo mejor de la habitación eran las vistas: una inacabable extensión de bosques y cielo con brumosas montañas al fondo. De no haber sabido por qué me encontraba en el culo del mundo, el paisaje habría sido la viva estampa de la serenidad.

Rebusqué por los cajones hasta encontrar el satinado mamotreto que me habían entregado la noche anterior y me tumbé en la cama para leerlo. No sería mala idea que me aprendiera las normas, si no quería volver a pifiarla a la hora del desayuno.

Jo, qué rollo de manual. Se me cerraban los ojos mientras leía acerca de «las prendas más apropiadas para las sesiones de Bienestar». Quería permanecer despierto, pero apenas había pegado ojo la víspera y no nos habían servido café para desayunar…

Desperté grogui y desorientado. El manual estaba volcado en el suelo, como si intentara escapar. No se lo reprochaba. Cuando eché un vistazo al reloj, me di cuenta de que llevaba un rato durmiendo.

Me desperecé y me encaminé a la ventana que daba a los bosques, por si veía volver a los cuatro alumnos. Era tarde y me pregunté si me habría perdido su regreso. En teoría, a las dos y media teníamos que estar listos para la clase de Educación Física, irónicamente llamada «Bienestar». Pero yo aún no tenía permiso para asistir a esa clase. Antes debía acudir al centro médico.

A punto estaba de dirigirme hacia allí cuando los vi salir de la arboleda. Sadie encabezaba la marcha, cargada con una cámara en bandolera que debía de costar un pastón. Nick también estaba allí, con sus gafas de pasta brillando al sol. Detrás aparecieron el punk, que parecía el cantante de un grupo de rock con sus vaqueros de pitillo y sus botas Doc Martens, y una chica alta que se sacudía hojas secas de un vaporoso vestido de encaje, como si acabara de abandonar el escenario de una función escolar. Se dirigían a las residencias, caminando a grandes zancadas como si aquel lugar les perteneciera y, en aquel momento, así era.

Vi a Sadie detenerse para tomar una foto del grupo. Alzó la cámara con solemnidad y ajustó el objetivo. En vez de posar, los demás se detuvieron tal y como estaban para dejar que su amiga inmortalizase el instante.

De eso sí me acordaba: Sadie se había pasado todo el campamento haciendo fotos. Se internaba en el bosque y permanecía allí durante horas. En aquel entonces, ella era poco más que codos y rodillas huesudas, y yo uno de los chicos más bajitos de mi cabaña.

Guardaba vagos recuerdos de aquel verano, casi todos relacionados con el terror que me inspiraba un idiota que compartía cabaña conmigo y que amenazaba con mearse en las camas si no le entregábamos las chucherías que comprábamos en la cafetería. Estábamos a punto de empezar segundo de Secundaria y, casi de la noche a la mañana, los chavales habían pasado de burlarse de las chicas que enseñaban las tiras del sujetador a presumir de que esta o la otra se la iba a mamar después del baile en cierta roca del bosque. Yo esperaba por su bien que en la roca hubiera una lista de reservas.

No llegué a intercambiar más que un par de frases con Sadie. En realidad, no llegué a decir gran cosa durante aquel horrible verano, durante el cual dos chicos de mi cabaña fueron expulsados por robar y un asqueroso juego de la galleta acabó tan mal que los padres de mi único amigo de verdad acudieron a buscarlo dos semanas antes de lo previsto, amenazando con denunciar al campamento. Pese a todo, todavía recuerdo a Sadie, con sus gomas moradas en los brackets y aquellos pantalones de desteñido anudado, siempre sola, siempre agachada para fotografiar una hoja o una flor.

No se me había pasado por la cabeza que pudiera encontrarme con algún conocido en Latham, que algún rostro fuera a sonarme allí, en las montañas de Santa Cruz, a cientos de kilómetros de casa. Sin embargo, cuanto más lo pensaba, más horriblemente lógico me parecía.

En el Hogar Latham nos animaban a creer en los milagros. En las segundas oportunidades. Nos levantábamos cada mañana con la esperanza de que las probab

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