Serafina abrió los ojos y escudriñó el taller en sombras por si veía alguna rata tan tonta como para haberse colado en su territorio mientras dormía. Sabía que estaban ahí, al borde de sus dominios, correteando por las rendijas y las tinieblas del laberíntico sótano del caserón, ávidas por robar lo que sea que hubiera en la cocina y las despensas. Serafina había pasado buena parte del día dormitando en sus escondrijos favoritos, pero era allí, acurrucada en el viejo jergón de detrás de la caldera, al cobijo del taller, donde de verdad se sentía en casa. Martillos, llaves inglesas y herramientas diversas colgaban de las toscas vigas, y ese olor a aceite industrial que tan bien conocía persistía en el aire. Lo primero que pensó cuando miró a su alrededor y se fijó en la oscuridad creciente fue que hacía una noche ideal para salir de cacería.
Su padre, que años atrás había trabajado en la construcción de la Casa Biltmore y vivía desde entonces en el sótano sin que nadie lo supiera, dormía en el catre que había construido en secreto tras los anaqueles de las herramientas. Los rescoldos resplandecían en el viejo bidón sobre el cual, hacía unas horas, el padre de Serafina había preparado la cena, pollo con sémola de maíz. Se habían acurrucado junto al fuego de la improvisada cocina para calentarse mientras comían. Como de costumbre, Serafina se había comido el pollo pero había dejado la sémola.
—Cómete la cena —protestó entonces su padre.
—Ya me la he comido —respondió ella al tiempo que dejaba en el suelo la escudilla con los restos.
—Toda la cena —insistió él, y empujó el plato hacia ella—, o te quedarás más escuchimizada que un lechón.
El padre de Serafina la comparaba con un cerdo pequeñajo cuando quería sacarla de quicio, pensando que, si la irritaba lo bastante, su hija haría de tripas corazón y se zamparía la sémola, pero el truco no le daba resultado. Ya no.
—Cómete la sémola, lechoncito —repitió él para pincharla.
—No me la pienso comer —repuso ella con una pequeña sonrisa—, por muchas veces que me la pongas delante.
—Pero si solo es maíz molido, niña —dijo él, y azuzó el fuego con un palo para que los troncos ardieran mejor—. A todo el mundo le gusta el maíz menos a ti.
—Ya sabes que no me puedo tragar nada que sea verde, amarillo o que tenga grumos, papá, así que deja de gritarme.
—No te estaba gritando, y lo sabes —respondió él, antes de volver a hurgar el fuego con el atizador—, pero te tienes que comer la cena.
—Me he comido lo que está rico —replicó ella, dando por zanjada la discusión.
Antes o después, dejaban de lado el tema de la sémola y pasaban a hablar de otra cosa.
El recuerdo de la cena arrancó una sonrisa a Serafina. Apenas se le ocurría nada —exceptuando, quizá, dormitar bajo los rayos de sol que durante el día se colaban por alguno de los ventanucos del sótano— más agradable que cotorrear un rato con su padre.
Con cuidado de no despertarlo, Serafina abandonó sigilosamente el jergón, caminó sin hacer ruido por la áspera piedra del piso y se internó en el tortuoso pasillo. Mientras se frotaba los ojos para despejarse y estiraba brazos y piernas, la recorrió un escalofrío de emoción. No podía evitarlo. La seductora perspectiva de tener toda la noche por delante le provocaba un cosquilleo en todo el cuerpo. Notó cómo sus músculos y sus ojos cobraban vida, igual que una lechuza sacude las alas y dobla las garras antes de echar a volar hacia su siniestra cacería.
Recorrió la oscuridad a toda prisa, dejando atrás las lavanderías, las despensas y las cocinas. Los criados se habían pasado todo el día trajinando por el sótano, pero ahora las habitaciones estaban desiertas y oscuras, como ella las prefería. Sabía que los Vanderbilt y sus muchos invitados estaban durmiendo en el segundo y tercer pisos. Allí abajo, en cambio, no quedaba nadie. A Serafina le encantaba merodear por los interminables pasillos, por los almacenes sumidos en sombras. Estaba familiarizada con el tacto y la textura, con la luz y las tinieblas de cada recoveco y rendija. Por la noche, esos eran sus dominios, suyos y de nadie más.
Oyó un leve correteo allí cerca. La noche se precipitaba a su encuentro.
Se detuvo. Escuchó.
Dos puertas más allá, oyó el roce de unos pies minúsculos contra el suelo desnudo.
Siguió avanzando pegada a la pared.
Cuando el sonido cesó, ella se detuvo también. Cuando se reanudó, emprendió la marcha de nuevo. Se trataba de una técnica que había aprendido ella sola a la edad de siete años: muévete cuando se muevan, detente cuando se queden quietas.
Ahora oía la respiración de los animalillos, el repiqueteo de sus uñas contra la piedra, el roce de sus colas. Notó el mismo temblor de siempre en los dedos, la tensión de las piernas.
Se deslizó por la puerta entreabierta de la despensa y las vio entre las sombras: dos enormes ratas con sus abrigos de apelmazado pelo marrón que se escurrían la una detrás de la otra por la cañería hasta el suelo. Debían de ser recién llegadas, por cuanto las muy bobas andaban a la caza de cucarachas cuando podrían estar lamiendo la crema de los pasteles que se enfriaban a pocos metros.
Sin hacer el menor ruido ni tan siquiera mover el aire, Serafina caminó sigilosamente hacia las ratas. Enfocó la mirada y aguzó los oídos para percibir hasta el más mínimo de sus movimientos. Distinguía incluso el tufo de las cloacas que desprendían. Mientras tanto, ellas seguían enfrascadas en sus asquerosas faenas de rata sin sospechar ni por un momento que Serafina andaba por allí.
Se detuvo a un par de metros, al amparo de las sombras, preparada para saltar. Aquel era su momento favorito, justo antes de atacar. Mecía el cuerpo adelante y atrás, buscando el ángulo perfecto. Se abalanzó sobre ellas y, con un movimiento raudo y explosivo, agarró con las manos desnudas a dos ratas que gritaban y se retorcían.
—¡Os pillé, bichejos asquerosos! —susurró Serafina con rabia.
La más pequeña forcejeó aterrada en un intento desesperado de liberarse, pero la grande torció el cuerpo y le mordió la mano.
—¡De eso nada! —gruñó ella, que agarraba con firmeza el pescuezo de la rata con el índice y el pulgar.
Las ratas forcejeaban como posesas, pero Serafina las sujetó implacable. No las dejaría escapar. Había tardado un tiempo en aprender la lección cuando era más pequeña: una vez que las tenías, debías sujetarlas con todas tus fuerzas y no aflojar ni una pizca, pasara lo que pasase, aunque te arañasen con sus garritas y te enroscasen a la mano una sarnosa cola parecida a una serpiente gris.
Por fin, tras varios segundos de encarnizado forcejeo, las agotadas ratas comprendieron que no había escapatoria. Se quedaron quietas, y sus ojillos negros la miraron con recelo. Los húmedos hociquillos y los larguísimos bigotes temblaban de miedo. La rata que la había mordido le rodeó la muñeca con dos vueltas de la cola, buscando sacarle ventaja para liberarse.
—Ni se te ocurra —advirtió Serafina. La herida del mordisco aún sangraba y no estaba de humor para trucos de rata. No era la primera vez que la mordían, pero seguía sin hacerle ninguna gracia.
Con los dos animalejos bien agarrados, continuó avanzando por el pasillo. Estaba bien eso de cazar dos ratas antes de la medianoche, y aquellos especímenes eran particularmente feos, de los que agujerean la arpillera de un saco para robar el grano o tiran huevos de un estante con el fin de lamer el estropicio. Subió las viejas escaleras de piedra y, saliendo del caserón, cruzó los terrenos bañados de luna hasta llegar al lindero del bosque. Una vez allí, lanzó las ratas entre las hojas.
—¡Ahora largaos de aquí y no volváis! —les gritó—. ¡La próxima vez no seré tan amable!
Las ratas trastabillaron por la tierra con el impulso de la violenta caída y luego se detuvieron temblando, como esperando el golpe fatal. Al descubrir que no se producía, se volvieron a mirarla, desconcertadas.
—¡Marchaos antes de que cambie de idea! —las amenazó Serafina.
Deprisa y corriendo, las ratas se largaron entre la maleza.
En otro tiempo, las ratas que Serafina cazaba no tenían tanta suerte. En aquel entonces, la niña dejaba los cadáveres junto a la cama de su padre para que viera el resultado de su trabajo, pero hacía siglos de aquello.
Desde que era una cría, Serafina pasaba mucho rato observando a los hombres y las mujeres que trabajaban en el sótano. De ahí que supiera que cada cual tenía su propia ocupación. El trabajo de su padre consistía en arreglar los ascensores y los montaplatos, los mecanismos de las ventanas, los sistemas de calefacción y demás artilugios mecánicos de los que dependía la mansión de doscientas cincuenta habitaciones. Incluso se aseguraba de que el órgano de tubos que había en el salón de los banquetes funcionara a la perfección por si los Vanderbilt organizaban alguna audición en sus bailes de gala. Además de su padre, había cocineros, pinches de cocina, carboneros, deshollinadores, lavanderas, pasteleros, doncellas, lacayos y muchísimo personal más.
Cuando tenía diez años, Serafina preguntó:
—¿Yo tengo un trabajo, como todos los demás, papá?
—Pues claro que sí —repuso él, si bien la niña intuyó que su padre no era del todo sincero. Lo había dicho para no herir sus sentimientos.
—¿Y cuál es? ¿Cuál es mi trabajo? —insistió Serafina.
—Pues es uno de los cargos más importantes de la casa y no conozco a nadie que lo haga mejor que tú, Sera.
—¿Cuál es, papá? Di.
—Eres la JBAR de la Casa Biltmore.
—¿Y eso qué significa? —preguntó Serafina con emoción.
—Eres la jefa de la brigada antirratas —respondió él.
Serafina no entendió bien el sentido de aquellas palabras, aunque sonaban de maravilla. Aun ahora, dos años más tarde, recordaba cómo había sacado pecho y había sonreído orgullosa: jefa de la brigada antirratas. Le encantó aquel título. Todo el mundo sabía que los roedores eran un gran engorro en un caserón como Biltmore, donde abundaban los cobertizos, las despensas, los graneros y demás. Y sin duda Serafina poseía un talento natural para atrapar a aquellas astutas, ladronas, sucias e infectas alimañas cuadrúpedas que tan fácilmente escapaban de los venenos y las burdas trampas de los adultos. Los ratones, asustadizos y propensos a meter la pata de puro miedo en los momentos clave, no suponían ningún problema para Serafina. Eran las ratas las que la hacían sudar cada noche, y con estas había perfeccionado sus habilidades. Ahora tenía doce años. Y esa era ella: Serafina, JBAR.
Ahora, sin embargo, mirando a aquellas dos ratas que corrían hacia el bosque, un sentimiento intenso y extraño se apoderó de ella. Quería seguirlas. Deseaba ver qué había más allá de las hojas y de las ramillas, explorar las rocas y las hondonadas, los arroyos y las maravillas. Pero su padre se lo había prohibido.
—No entres nunca en el bosque —le decía con frecuencia—. Hay allí fuerzas oscuras que nadie entiende, seres que escapan a la razón y que te podrían hacer mucho daño.
Plantada en el lindero, miró el follaje que se perdía a lo lejos. Todos esos años había oído contar historias de gente que se perdía en el bosque para no regresar jamás. Se preguntó qué peligros acechaban en sus profundidades. ¿Magia negra, demonios o alguna clase de bestia feroz? ¿Qué era aquello que tanto asustaba a su padre?
Puede que llevara la contraria a su padre cada dos por tres —cuando se dejaba la sémola en el plato, dormía durante todo el día y cazaba de noche, o cuando espiaba a los Vanderbilt y a sus invitados—, pero Serafina jamás había discutido la prohibición de entrar en el bosque. Sabía que su padre no hablaba por hablar. Y por más que discutas o te escapes en plena noche, a veces te callas y obedeces porque presientes que tu vida depende de ello.
Presa de una extraña sensación de soledad, despegó la vista del bosque y se giró hacia la casa. La luna brillaba sobre los puntiagudos tejados de pizarra y arrancaba destellos a las cristaleras que cubrían el invernadero. Las estrellas titilaban sobre las montañas. La hierba, los árboles y las flores de los ordenados jardines fulguraban a la débil luz de la medianoche. Serafina veía cada uno de los detalles, cada sapo, caracol y criatura nocturna. Un ruiseñor solitario entonó su trino tardío encaramado a un magnolio, y sus crías, acurrucadas en su minúsculo nido entre los enredos de glicina, se agitaron en sueños.
Le provocaba cierto sentimiento de orgullo saber que su padre había contribuido a crear todo aquello. Fue uno de los cientos de albañiles, carpinteros y artesanos diversos que acudieron a Asheville de las montañas de los alrededores para trabajar en la construcción de la Casa Biltmore, años atrás. Él se quedó para ocuparse de la maquinaria. Sin embargo, en tanto que los demás trabajadores del sótano volvían a sus casas al caer la noche, Serafina y su padre se escondían entre las vaporosas cañerías y las herramientas del taller como polizones ocultos en la sala de calderas de un buque. A decir verdad, no tenían otro sitio adonde ir, ningún hogar al que regresar. Cada vez que Serafina preguntaba por su madre, su padre se cerraba en banda y no le contaba ni una palabra. Así pues, no había nadie aparte de Serafina y él, y vivían en el sótano desde que ella tenía uso de razón.
—¿Y por qué no vivimos en las dependencias del servicio o en el pueblo, como los demás trabajadores, papá? —le preguntaba Serafina a su padre con frecuencia.
—Los niños no deben preocuparse por esas cosas —gruñía él a modo de respuesta.
A lo largo de los años, su padre le había enseñado a leer y a escribir bastante bien, y le había contado un sinfín de historias acerca del mundo exterior, pero siempre evitaba hablar de lo que Serafina quería saber en realidad, de lo que él albergaba en lo más profundo de su corazón. Nunca le contaba qué había sido de la madre de Serafina o por qué no tenía hermanos ni amigos que acudieran a visitarlos. De vez en cuando, a Serafina le entraban ganas de agarrarle el corazón y zarandeárselo para ver qué pasaba, pero, por lo general, su padre se limitaba a dormir toda la noche, a trabajar durante el día, a preparar la cena al anochecer y a contarle cuentos y leyendas, y la vida que llevaban juntos no estaba tan mal, y ella no quería zarandearlo porque sabía que a él no le habría gustado, así que lo dejaba en paz.
Por la noche, cuando los habitantes de la casa dormían, Serafina subía a la planta baja a hurtadillas y tomaba libros prestados para leer a la luz de la luna. En cierta ocasión, oyó al mayordomo presumir ante un escritor que estaba de visita de que el señor Vanderbilt tenía veintidós mil libros, solo la mitad de los cuales cabían en la biblioteca. Los otros estaban repartidos por distintas mesas y estanterías de la casa. Para Serafina, esos libros eran igual que bayas maduras esperando a que las cogieran, una irresistible tentación. Nadie se quejaba cuando un libro desaparecía y volvía a su lugar transcurridos unos días.
Había leído acerca de las grandes batallas entre los estados, con sus banderas hechas jirones ondeando al viento, y había leído sobre humeantes bestias de hierro que te podían hacer pedazos. Quería acompañar a Tom y a Huck al cementerio en plena noche y naufragar con los robinsones suizos. Algunas noches, anhelaba ser una de las cuatro hermanas de Mujercitas y tener una madre tan cariñosa como ellas. Otras, imaginaba que se topaba con los fantasmas de Sleepy Hollow o que tocaba, tocaba a la puerta con el cuervo negro de Poe. Le gustaba hablarle a su padre de los libros que leía y a menudo inventaba sus propias historias, repletas de amigos imaginarios, familias extrañas y fantasmas nocturnos, pero a él no le interesaban los cuentos de miedo o de fantasía. Era un hombre sumamente sensato que no creía en nada salvo en los ladrillos, los cerrojos y aquello que podía palpar.
Cada vez más a menudo, Serafina soñaba con tener un amigo secreto cuya existencia su padre ignorase, alguien con quien charlar de sus cosas. Por desgracia, en sus correrías nocturnas por el sótano no se topaba con muchos niños de su edad.
Puede que algún pinche de cocina o ayudante de las calderas, chicos que trabajaban en el sótano y por la noche dormían en sus casas, la hubieran visto corretear de acá para allá y supieran más o menos quién era ella, pero nunca se cruzaba con las doncellas y los mayordomos que trajinaban por la planta principal. Y sin duda los señores de la casa desconocían su existencia.
—Los Vanderbilt son buena gente, Sera —le decía su padre—, pero no son de los nuestros. Escóndete cuando anden cerca. Asegúrate de que nadie se fije en ti. Y, pase lo que pase, no le digas a nadie cómo te llamas ni quién eres. ¿Me oyes?
Serafina lo oía, desde luego. Escuchar era su fuerte. Oía tan bien que era capaz de distinguir cómo un ratón cambiaba de idea. Sin embargo, no acababa de entender por qué su padre y ella vivían tan aislados. No sabía por qué su padre la mantenía alejada del mundo, por qué se avergonzaba de ella. Ahora bien, de una cosa estaba segura: el hombre la quería con todo su corazón y a Serafina jamás se le ocurriría meterlo en un lío.
Así pues, se había convertido en una experta en el arte de pasar desapercibida, no solo cuando salía de cacería sino también cuando alguien andaba cerca. Si algún día se sentía sola o se armaba de valor, escapaba al piso de arriba y observaba las idas y venidas de las personas distinguidas. Se escondía, acechaba y se escabullía. Era menuda para su edad y tenía los pies ligeros. Se llevaba bien con las sombras. Espiaba a los elegantes invitados cuando llegaban en sus suntuosos coches de caballos. Ninguno de los moradores de los pisos superiores la veía jamás escondida debajo de una cama o agazapada detrás de la puerta. Nadie la sorprendía en el fondo del armario al ir a colgar un abrigo. Cuando las damas y los caballeros salían a pasear por los jardines, ella los seguía de cerca sin que se diesen cuenta y escuchaba sus conversaciones. Le encantaba ver a las niñas con sus vestidos azules y amarillos y sus ondeantes cintas en el pelo, y corría con ellas mientras retozaban por el jardín. Cuando los niños jugaban al escondite, jamás se percataban de que alguien más jugaba con ellos. A veces veía incluso al señor y a la señora Vanderbilt paseando del brazo, u observaba al sobrino de estos, un chico de doce años, que cabalgaba por los jardines junto su elegante perro negro.
Los había visto a todos, pero nadie reparaba nunca en su presencia, ni siquiera el perro. Últimamente se preguntaba qué pasaría si lo hicieran. ¿Y si el niño se fijara en Serafina? ¿Qué haría ella entonces? ¿Y si el perro la persiguiese? ¿Tendría tiempo de trepar a un árbol? En ocasiones le gustaba imaginar lo que le diría a la señora Vanderbilt si se topara cara a cara con ella. «Hola, señora Vanderbilt. Cazo ratas para usted. ¿Qué prefiere? ¿Que las mate o que me limite a ahuyentarlas?». A veces soñaba que llevaba vestidos elegantes, cintas en el pelo y zapatos brillantes. Y de vez en cuando, de uvas a peras, anhelaba hablar con las personas que la rodeaban en lugar de escuchar a hurtadillas. No quería limitarse a mirar, también deseaba ser vista.
Mientras recorría los despejados jardines bañados de luna camino de la mansión, se preguntó qué pasaría si alguno de los invitados, o quizá el joven amo en su dormitorio del segundo piso, se despertasen casualmente y, mirando por la ventana, vieran a una niña misteriosa y solitaria recorriendo el jardín en plena noche.
Aunque su padre nunca lo mencionaba, Serafina sabía que su aspecto no era del todo normal. Era menuda y delgada, nada más que músculo, hueso y nervio.
No tenía vestidos, así que siempre llevaba encima una vieja camisa de su padre sujeta a la delgada cintura con una cuerda deshilachada que había encontrado por el taller. Él no le compraba ropa porque no quería que la gente del pueblo hiciera preguntas y se entrometiera; su padre no soportaba a los entrometidos.
La melena de Serafina no era de una sola tonalidad, como el cabello de las personas normales, sino que exhibía una mezcla de diversos tonos castaños y dorados. Tenía los pómulos exageradamente angulosos y unos ojos grandes y fijos de color ámbar. De noche veía tan bien como de día. Ni siquiera su capacidad de cazar sin hacer el menor ruido era del todo normal. Las personas que conocía, sobre todo su padre, armaban tanto escándalo al caminar como los caballos belgas de tiro que arrastraban aparejos por los campos del señor Vanderbilt.
Y pensando en todo aquello, Serafina acabó por preguntarse, alzando la vista a las ventanas del caserón: las personas que dormían en esos cuartos, con su pelo de un solo color, sus narices afiladas y sus grandes cuerpos tendidos en mullidos colchones durante la gloriosa oscuridad de la noche, ¿qué soñaban? ¿Qué anhelos albergaban? ¿Qué las hacía reír o pegar un brinco? ¿Qué sentían en su fuero interno? Los hijos de esas personas, ¿se comían la sémola de la cena o únicamente el pollo?
Mientras bajaba al sótano con sigilo, oyó algo en un pasillo alejado. Se detuvo a escuchar, pero no supo identificar el ruido. No era una rata. De eso estaba segura. Tenía que ser algo mucho más grande. Pero, ¿qué?
Curiosa, se dirigió hacia ese ruido.
Serafina dejó atrás el taller de su padre, las cocinas y el resto de dependencias que tan bien conocía para internarse en las áreas más recónditas, esas que casi nunca exploraba. Oyó puertas que se cerraban, unos pasos que se alejaban y ruiditos amortiguados. El corazón empezó a latirle más deprisa. Alguien recorría los pasillos del sótano. Su sótano.
Se acercó un poco más.
No creía que fuese el criado que recogía la basura cada noche ni el lacayo que acudía a buscar un último bocado para alguno de los invitados; conocía bien el sonido de sus pasos. De vez en cuando, el ayudante del mayordomo, que tenía once años, hacía un descanso en el pasillo para zamparse unas cuantas galletas de la bandeja que el mayordomo lo había enviado a buscar. En esas ocasiones, Serafina se escondía tras la esquina más cercana, al amparo de las sombras, y fingía que el chico y ella eran una pareja de amigos que se paraba a charlar y a disfrutar de la mutua compañía. Cuando se despedían, el chico se limpiaba el azúcar glas de los labios y corría escaleras arriba para recuperar el tiempo perdido. Pero no era él.
Fuera quien fuese, iba calzado con lo que parecían ser unos zapatos de suela dura; caros. Ahora bien, a un caballero como Dios manda no se le había perdido nada en aquella zona de la casa. ¿Qué hacía deambulando por oscuros pasadizos en plena noche?
Presa de una curiosidad creciente, Serafina siguió al extraño con cuidado de no ser vista. Cada vez que se acercaba lo suficiente, solo conseguía atisbar una alta silueta cargada con un fanal que emitía una luz mortecina. Y había una segunda sombra, algo o alguien a su lado, pero no se atrevió a acercarse lo bastante como para averiguar qué era, o quién.
Era aquel un sótano enorme con dependencias diversas, abundantes pasillos y desniveles, excavado en la pendiente que discurría bajo la mansión. Algunas zonas, como la cocina y la lavandería, contaban con ventanas y paredes enyesadas. Los acabados de aquellas estancias eran sencillos, pero los cuartos estaban limpios, secos y equipados para los quehaceres diarios del servicio. En cambio, las zonas más apartadas de la estructura subterránea se internaban en las entrañas húmedas y terrosas de los inmensos cimientos de la casa. Aquí, el mortero, duro y oscuro, se colaba entre los sillares tallados con tosquedad de las paredes y los techos desnudos, y Serafina casi nunca entraba porque era una zona fría, sucia y húmeda.
Súbitamente, los pasos cambiaron de dirección. Ahora caminaban hacia donde ella estaba. Cinco ratas huyeron por el pasillo entre chillidos de miedo. Serafina nunca había visto a un roedor tan asustado. Las arañas corretearon por las rendijas de las paredes. Las cucarachas y los ciempiés escaparon por el terroso suelo. Sin dar crédito a lo que veían sus ojos, Serafina contuvo el aliento y se pegó a la pared, paralizada de terror como un conejito que tiembla bajo la sombra de un halcón.
Según el hombre se fue acercando, oyó otro ruido. Eran los pasos confusos de una persona pequeña (calzada con zapatillas, un niño quizá), pero notó algo raro. Los pies del niño arañaban la piedra, patinaban por momentos… El niño caminaba mal… no… ¡Lo estaban arrastrando!
—¡No, señor! ¡Por favor! —gimió una jovencita con la voz temblorosa de pura desesperación—. No deberíamos estar aquí.
A juzgar por su forma de hablar, la niña se había criado en una buena familia y asistía a un colegio de postín.
—No te preocupes. Ya casi estamos —dijo el hombre, que se detuvo ante una puerta al otro lado de la esquina en la que estaba escondida Serafina.
Ahora oía la respiración del desconocido, el movimiento de sus manos, el roce de sus ropas. Oleadas de calor la abrasaron. Quería correr, huir, pero sus piernas se negaban a obedecerla.
—No hay nada que temer, niña —le decía el desconocido a la cría—. No te voy a hacer daño…
Su manera de decirlo le puso los pelos de punta a Serafina. No le hagas caso, pensó. No vayas a ninguna parte con él. La niña debía de ser más joven que ella y, si bien Serafina quería ayudarla, no se atrevía. Se pegó a la pared, convencida de que la oirían o la verían. Le temblaban tanto las piernas que no creía que la sostuvieran mucho más tiempo. No vio lo que pasó a continuación, pero súbitamente la niña lanzó un chillido de esos que hielan la sangre. Sobresaltada por el penetrante sonido, Serafina dio un respingo y reprimió su propio grito. Entonces oyó un forcejeo. La pequeña había escapado del hombre y corría por el pasillo. ¡Corre, niña! ¡Corre!, le dijo mentalmente Serafina.
Los pasos del malvado se perdieron a lo lejos cuando salió en pos de su presa. Serafina advirtió que no corría sino que avanzaba con paso rápido y seguro, como si supiera que atraparía a la niña antes o después. El padre de Serafina le había explicado que es así como los lobos rojos cazan ciervos en las montañas, no mediante breves carreras sino a base de obstinada resistencia.
Serafina no sabía qué hacer. ¿Debía buscar un rincón en sombras y cruzar los dedos para que el hombre no diera con ella? ¿Huir junto con las aterradas ratas y arañas ahora que aún estaba a tiempo? Quería volver con su padre, pero, ¿qué sería entonces de la niña? La pobre estaba tan indefensa, corría tan despacio, parecía tan débil y asustada… Por encima de todo, necesitaba un amigo que la rescatara de aquel tipo. Serafina deseaba ser esa amiga, deseaba ayudarla, pero su cuerpo se negaba a moverse.
Entonces oyó otro grito. Esa asquerosa rata la va a matar, pensó. La va a matar.
En un arranque de rabia y valor, corrió en dirección al chillido. Sus piernas se desplazaban como una máquina de vapor. Le ardía la mente del miedo y la emoción. Dobló un recodo tras otro, pero cuando llegó a la mohosa escalera que llevaba a las entrañas del sótano, se detuvo resollando para tomar aliento y negó con la cabeza. El subsótano era una zona fría, húmeda, horrible e impregnada de légamo que siempre había procurado evitar, sobre todo en invierno. Había oído decir que albergaba cadáveres durante los meses invernales, cuando la tierra estaba demasiado dura para excavar una tumba. ¿Por qué la niña había tenido que meterse precisamente ahí abajo?
Con mucho cuidado, levantando el pie en cada escalón para sacudirse el barro antes de apoyarlo en el siguiente peldaño, Serafina descendió las húmedas y pegajosas escaleras. Cuando llegó al fondo, enfiló por