La sala era enorme y puede que también bonita, pero eso era imposible asegurarlo. Allí no había una lámpara, ni una bombilla, ni siquiera una vela encendida, aunque fuese pequeña. Toda la luz salía de uno de los cientos de monitores conectados entre sí.
Dos figuras miraban la pantalla. Una —alta y calva salvo por un largo flequillo que le cubría la cara— apretaba los puños, pero fue la otra la que levantó la voz.
—¡¿Por qué?! —dijo la silueta más pequeña, con voz un tanto aguda, mientras se llevaba las manos a la cabeza—. Eso no ha sido nada justo.
—Vaya ocasión desperdiciada para hacer bien las cosas. De todos modos, no me extraña, ¿qué esperabas, Niké? —la silueta calva resopló y el largo flequillo salió disparado hacia arriba—. Sabes lo que va a pasar como esto no cambie pronto.
La otra dio un pisotón en el suelo, enfurruñada. El ruido rebotó por las paredes de la sala, mientras en el monitor una nueva imagen de otra parte del mundo sustituyó a la primera. Claro que lo sabía. La diosa Oportunidad estaba hablando del fin, el sanseacabó, el hasta-aquí-hemos-llegado, el de-hoy-no-pasa. El the end de la gimnasia.
—No puede terminar así —protestó Niké y se le desplegaron las alas blancas y esponjosas de la espalda, que era algo que le pasaba sin querer cuando estaba enfadada—. Solo necesita una limpieza. Merece otra oportunidad.
Su acompañante se tapó los ojos con una mano y resopló. «Ya está teniendo demasiadas». Pero la diosa de la Victoria era su amiga... No se decidía.
—¿Y tú qué opinas? —preguntó girándose hacia la tercera de la sala.
Todos respetaban la opinión de la diosa de la Justicia, que había asistido a la escena como siempre con los ojos vendados. Tardó en hablar: tenía que ser justa, así que tomó aire dos o tres veces, porque es difícil ser justo cuando uno está muy enfadado.
—Dos injusticias no hacen una justicia —dijo, y se quedó tan ancha. Le daba por ponerse enigmática a menudo, así que ni Oportunidad ni Niké se extrañaron demasiado y esperaron a que siguiese hablando—: Sería injusto acabar con la gimnasia porque se esté siendo injusto con las gimnastas.
La diosa de la Victoria cerró los puños y los levantó como si hubiese ganado un partido en el último segundo, y Oportunidad aceptó el veredicto.
—¿Qué propones? —le preguntó a su amiga.
—Las dos los sabéis —dijo Niké.
—¿Vas a elegir a seis chicas?
—Igual que la última vez.
—No creo que salga bien. Se le acaban las oportunidades —dijo la diosa alta y calva, mientras en la esquina izquierda del muro se encendían otros dos monitores.
—Una más, venga. Seguro que funciona —respondió ella al tiempo que volvía a plegar las alas y sonreía.
La diosa de la Justicia se apretó la venda de los ojos. Intentaba mantenerse animada y serena, con el ánimo templado, pero lo que de verdad estaba pensando era que en esa ocasión las seis elegidas de Niké iban a necesitar un milagro.
Era media mañana, y el edificio de pisos de la calle Andalucía donde vivía Olympia estaba de lo más tranquilo. Por eso, cuando sonó el timbre de la puerta, a todos les pareció que ese día sonaba el doble de alto.
—¡Voy yo! —gritó Oly mientras salía disparada hacia la cocina.
El cartero llamaba al segundo para no molestar a todo el vecindario, porque sabía que allí siempre había alguien. Así que esa tenía que ser Carmen, la señora del octavo que recogía el pan duro de los vecinos con los que tenía confianza y luego se lo echaba a las palomas en su paseo de la tarde.
Olympia y sus hermanos, Miguel e Israel, se peleaban por entregar la bolsa, porque la señora Carmen siempre les daba algo de propina. Era su oportunidad: ahorraba para una nueva pelota fucsia que había visto en la tienda de deportes de LuiSport, y le faltaba muy poco para poder comprársela.
—¡Oly, mira por la mirilla antes de abrir! —le gritó Mina desde el salón.
Demasiado tarde.
Olympia abrió la puerta y extendió el brazo hacia el descansillo con la bolsa de plástico llena de pan duro. Lo estiró tanto como cuando tenía que recoger un lanzamiento que le iba largo. Solo que al otro lado de la puerta no estaba Carmen.
—Tienes que acompañarnos —le dijo sin más una de las cuatro chicas que la miraban pegadas unas a otras, todas más o menos de su edad.
La que había hablado tenía el pelo corto y rizado, acento extraño, y parecía la más lanzada, porque el resto seguía sin abrir la boca. De repente, lo entendió:
—Podéis llevarle vosotras el pan a la señora Carmen, no hace falta que suba yo a dárselo ¿no? ¿Alguna es su sobrina? Porque nunca me ha hablado de ninguna nieta. ¿Habéis venido de vacaciones a verla? ¿También le traéis pan? Muy maja vuestra abuela. O vuestra tía, lo que sea...
Las cuatro chicas la miraban con la boca abierta, mientras ella hablaba y hablaba, como si se hubiese tragado la radio. Y cuando empezó a decirles que la señora Carmen solía darle a cambio alguna moneda y que las tradiciones hay que respetarlas —porque estaba en juego la armonía de la escalera (y su pelota nueva)—, una de las desconocidas, rubia, alta y fuerte, no aguantó más. Dio un paso adelante, dijo «¡Nos marchamos!», cerró la puerta y cogió a Oly del brazo para tirar de ella escaleras abajo.
—¡No llegues tarde! —gritó desde dentro Tomás, el padre de Olympia, aunque ella ya no llegó a escucharlo.
—Por aquí no se va al octavo —iba avisando Olympia mientras la bajaban de dos en dos peldaños los seis pisos—. ¡Vaya prisas! ¿Se puede saber dónde vamos?
—Tú espera y verás —le dijo la más habladora de las cuatro, y le brillaron los ojos, de un marrón todavía más oscuro que el de su piel.
Salieron del portal, giraron a la derecha y doblaron la esquina. Ahora no era solo la rubia la que cogía del brazo a Olympia. También una bajita con pelo morado, con muchas pecas, la sujetaba para que no se escapase, y aunque a Oly no le hacía ninguna gracia y trataba de resistirse, eran más fuertes que ella. Cruzaron una carretera y se perdieron en Salburua, una zona verde y preciosa de Vitoria donde hay ciervos y pájaros de diferentes clases y muchos más animales.
—¡Ya entiendo! Queréis que le echemos el pan a los patos —sacudió la mano en la que aún llevaba la bolsa de plástico—. ¿En vuestro barrio no hay patos? Es eso, ¿no?... Pues si es eso, podíais aflojar un poco el brazo, que sois unas ansias.
Olympia empezaba a desesperarse. Conocía esa zona, y le cambió la cara cuando llegaron delante de un laberinto de setos al que desde muy pequeña su madre le tenía prohibido el paso. «A ver si no vais a saber salir y me toca entrar a buscaros», le decía cuando iba a jugar por allí con su amiga Marta.
Pero esas chicas tan raras, que no conocían a Mina, no se lo pensaron dos veces. Entraron en el laberinto como si nada, sin detenerse ni un segundo a estudiar qué camino coger. Tenían los pasos medidos y calculaban perfectamente cuándo girar a un lado y cuándo al otro. En total y visto desde fuera, el laberinto apenas tenía cincuenta metros de anc