—¡Aguanta! ¡No te despegues ahora!
El que suplicaba apretando los dientes era Álber: loco de los videojuegos, vago de manual, alérgico a los libros y las Mates y mi mejor amigo desde la guardería.
Y, en aquel momento, también nuestro campeón.
Porque, con los brazos estirados por encima de la cabeza y sudando a chorros, estaba entregado a la misión de defender el orgullo de nuestra letra.
—¡6ºA! ¡6ºA! ¡6ºA! —gritábamos todos, formando un corrillo tras él.
A su derecha, cronometrando el tiempo en su tablet, tenía a Max: enciclopedia ambulante, brillante estratega y friki como él solo.
A su izquierda, yo le abanicaba todo lo fuerte que podía con mi cuaderno de Cono y le limpiaba con una servilleta las gotas de sudor que le bajaban por la frente.
—¡Quita, Inés! ¡Que me desconcentras! —me ladró con tanta fuerza que por poco me despeina.
Menudo pronto tiene a veces Albertito.
Pero aquel no era momento para discusiones. Así que me aparté un poco y me coloqué junto a Áurea, Alejandra y Adriana, esquivando una de sus patadas voladoras y dos golpes de pompón (porque las muy cucas se habían hecho pompones con tiras de servilleta). Las 3As: ágiles, cotillas, siempre estupendas y siempre sincronizadas.
—¡Vamos, Álber!
—¡Tú puedes…!
—¡… campeón! —animaban.
Dando saltitos detrás de ellas estaba, cómo no, su enamorado Antón: artista, buenazo y bocazas a partes iguales. Sujetaba una pancarta fabricada con una bandeja y un tenedor en la que había escrito, con patatas pegadas con kétchup: «¡ÁLBER, AMIGO, 6ºA ESTÁ CONTIGO!».
Un lema que, estaba segura, era obra de Ro-róber: rapero, tartamudo y rimador profesional. Su mano cogía con fuerza la de la misteriosa María, alias la Sombra: tímida, silenciosa y leyenda urbana local. La pareja de moda de 6ºA hacía una especie de zumbido muy raro con la boca que recordaba a la música de riesgo de las pelis de acción y…
—¡Ay, Joaco! ¡Que no veo! —me quejé.
Aquella mole que se me había plantado delante y que, como siempre, estaba zampando y pasando de todo, era el Estorbo: sabio supremo, estorbador profesional y ser excepcional de corazón gordito.
—Uy, perdón —dijo, y se sentó en medio del suelo.
La verdad es que éramos un espectáculo, y eso que aquella era solo la mitad del cuadro. Justo enfrente de Álber, en una postura idéntica a la suya, estaba Hugo: rubio, cachitas insufrible y líder de 6ºB.
Y, detrás de él, ese grupo de mocos resecos de Borja, Rodri, la Hugomanía y el resto de escorpiones venenosos de 6ºB.
—¡6ºB! ¡6ºB! ¡6ºB!
La tensión se podía cortar con un cuchillo. Y no era para menos, porque ya llevábamos catorce minutos y veinte segundos pendientes de los cuencos de postre que los gladiadores de las dos clases sostenían boca abajo en sus manos.
Y ninguno de aquellos pringosos y espesos grumos se había movido ni un milímetro.
El duelo de Resistencia de Postre Pegajoso (o RPP) es una modalidad de combate exclusiva del comedor. No sé cómo será la comida de vuestro cole, pero la del nuestro les daría repelús hasta a los zombis del Brain Eaters. El único que se atreve con ella es el Estorbo, que dice que «la belleza está en el interior» y siempre rebaña tan contento lo que nos dejamos los demás.
Las reglas del duelo RPP son muy sencillas:
1) gana el postre que más tarde en despegarse del cuenco;
2) si ninguno llegara a despegarse, gana el que consiga mantener los brazos en alto más tiempo.
Casi siempre hay que recurrir a lo segundo, porque los postres de nuestro comedor llevan dos generaciones riéndose en la cara de la ley de la gravedad. (Va en serio: llevamos el registro en la Historia del Recreo, que inauguró el hermano del Estorbo cuando estaba en nuestro curso.)
El pringue de Álber empezó a deslizarse lentamente por la superficie del bol.
—¡Nooo! —Álber miraba impotente el lento blupblup de su postre.
—¡Sííí! —Hugo sonreía, encantado.
—¡Estamos a un minuto de superar nuestra mejor marca de RPP! —declaró entonces Max, deslizando el dedo por la pantalla de su tablet y enseñándonos un gráfico de barras.
—Gracias, Max. Sin presiones —gruñó Álber entre dientes.
—¿En serio haces gráficas con los mejores tiempos? La Vieja estaría orgullosa de ti… —dije, con malicia.
A Max se le puso cara de estreñimiento mental al oír el nombre del Terror de las Mates y apartó la tablet de mi vista como si mis sucios ojos pudieran mancharla.
—Por supuesto —respondió él, chulito—. Es una de mis funciones como Árbitro Oficial de Marcas del Recreo del Comedor —aclaró, tendiéndome un trozo de cartulina plastificada—. La asignación del Tenedor de Oro depende de un registro riguroso de los tiempos…
—¡Tío, pero si esto te lo ha hecho Joaco! —le corté con una carcajada—. ¡Es su letra!
—No —respondió Max, subiéndose las gafas por el puente de la nariz—. Es la de Quique. Me la entregó él mismo en el Rincón del Gamer —el hermano del Estorbo, además de antiguo alumno de nuestro cole, es el dueño de la tienda de juegos en la que Álber y Max se pasan media vida—. Es la certificación original del torneo.
—¡Os queréis callar los dos de una vez! —estalló Álber en ese momento—. ¡Así no hay quien se concentre!
Todos aguantamos la respiración. Álber, con la lengua fuera, ladeaba ligeramente el cuenco y hacía toda clase de malabares para evitar el desplome de aquella masa viscosa, pero…
…un goterón repugnante se precipitó al vacío.
El principio del fin.
Aquel pegote asqueroso no llegó a estrellarse contra el suelo porque lo interceptó la boca del Estorbo. Normalmente tiene la velocidad natural de una babosa reumática, pero en cuanto hay comida de por medio se vuelve un superhéroe.
—¡Ñami! —dijo, atrapando el grumo al vuelo con toda la bocaza abierta.
—¡PUAAAJ! —gritamos todos.
—¡Hemos ganado! —exclamó Hugo, bajando los brazos.
¡CHOF! El resto del postre de Álber se desparramó sobre la mesa.
Max sonrió.
—Negativo —declaró. En la pantalla de su tablet había una página digitalizada de un cuaderno muy viejo—: El Reglamento Oficial de duelos RPP indica que los competidores quedan descalificados solo cuando TODO el postre se desprende del cuenco, cosa que ha ocurrido DESPUÉS de que tú bajaras los brazos, Hugo. Habéis perdido. Entréganos el Tenedor de Oro.
—Tú flipas, chaval —respondió el cachitas con una carcajada—. Tu reglamento oficial me importa tres pimientos. Se os ha caído el postre, así que el Tenedor de Oro es nuestro hasta el mes que viene. ¡A llorar a otro lado, pringaos!
Hugo chocó los cinco con Borja y Rodri, que lo vitoreaban como si acabara de ganar una medalla en las olimpiadas, y se dirigió con sus dos lapas hacia la cancha de baloncesto.
—¡No es justo! ¡Estaba a punto de conseguirlo! —protestó Álber.
—No te preocupes. La próxima vez será —intenté consolarle.
—Li príximi viz sirí —se burló, enfurruñado—. ¡No hay manera de arrebatarles el Tenedor de Oro! Siempre se inventan alguna. ¡Y nos llevan ventaja en el Santuario de las Victorias! ¡No sé cómo puedes estar tan tranquila!
—Madre mía, sí que te ha dado fuerte últimamente con el santuario de las narices —repliqué yo—. Tampoco vamos a volvernos locos por un tenedor forrado de papel dorado, ¿no?
—No es por el tenedor, es por lo que simboliza, Inés —Max estaba también bastante entregado a la causa—. El trofeo de RPP debería estar en nuestro santuario desde hace meses.
—No descansaremos hasta que sea nuestro —sentenció dramáticamente Álber.
Si es que tiene la cabeza más dura que una piedra…
—Vale, es verdad que con los trofeos nos llevan ventaja, pero nosotros ganamos en la guerra en general —dije yo. Álber y Max hicieron un puchero, pero se tuvieron que callar (porque sabían que llevaba razón, ¡ja!)—. Solo hay que hacer recuento. A ver: ¿quién ganó la olimpiada cultural y se fue de viaje a la Gametrón, la feria de videojuegos más guay del mundo? —empecé a enumerar.
—¡6ºA! —dijo Áurea.
—¡6ºA! —coreó Adriana.
—¡6ºA! —repitió Alejandra.
—¿Quién le pateó el careto virtual a Hugo y sus garrapatas durante la masterclass con Kokoro Kakari? —insistí.
—Bueno… Ahí perdimos, en realidad —refunfuñó Álber.
—Perdimos… técnicamente —le corrigió Max—. El equipo de Olga hizo quedar a Hugo, Borja y Rodri en el ridículo más absoluto. Y Olga va con nosotros.
—¡Oooh! ¡«Hardware de mi corazón»! —Antón se puso a lanzar besitos al aire.
Intenté mantenerme seria, pero la verdad es que daba un poco de risa. Olga, la líder de la clase de 6º del Liceo MenBris, un exclusivo colegio para superdotados, había sido aliada de Hugo y nuestra enemiga durante la Gametrón, pero ahora era la novia de Max. Bueno, o algo así, porque lo único que hacían era mandarse mensajitos por Splaschat, pero casi no se veían.
—Bueno, Hugo quedó en ridículo, ¿no? Pues eso. Además, yo diría que nuestra última victoria cuenta por dos —continué—. Porque… ¿quién salvó a las DOS clases de los brazos robóticos del ADRIÁN?
—Punki —respondió el Estorbo, muy serio.
Ya estaba estorbando, el tío.
—¡Es verdad! Fue Punki la que se merendó enterito al ADRIÁN —apuntó Antón—. Y nunca mejor dicho, je, je —se rio de su propio chiste.
—Ehhh… Pero Punki también está en nuestro equipo, así que punto para nosotros otra vez —razoné rápidamente.
—¡El lío del ADRIÁN a Hugo / le hizo quedar como un mendrugo! —rapeó Ro-róber, orgulloso.
Vaya que sí. Todavía me entraban escalofríos cuando me acordaba de aquella pesadilla. El rubio chulito solo sabía ganar si hacía trampas.
Trampas…
Un momento…
—¡Joaco, NOOO!
Reaccioné justo a tiempo.
Me lancé en plancha contra el Estorbo y le arreé un manotazo medio segundo antes de que el muy glotón le hincara el diente al postre de Hugo (el nuestro hacía ya rato que se lo había ventilado).
El pobre miró con los ojos llenos de lágrimas cómo su cuchara volaba por los aires y aterrizaba a los pies de Antón.
—Es que me he quedado con hambre… —sollozó.
Todos me miraban como si me hubiera vuelto loca.
—Tía, te has pasado tres pueblos —me regañó Álber, dándole unas palmaditas al Estorbo para consolarle—. No sé qué mosca te ha picado, pero…
Max, sin embargo, inspeccionaba el cuenco con interés:
—Brillante, Inés, brillante…
—Joé, Max, encima no la animes —le regañó Álber también.
Antón se agachó para recoger la cuchara.
Pero, por más que tiró para despegarla, fue incapaz de levantarla del suelo.
—¡Ostras, chavales, que nos la han pegao! —declaró.
El Estorbo se acercó a mí con su andar tambaleante y me dio un abrazo de agradecimiento.
—¡Los de 6ºB son unos rastreros! / ¡Su cuenco estaba lleno de cola de carpintero! —rapeó Ro-róber.
La Sombra le hizo los coros desde el fondo de su capucha antimisiles.
—¡Es pegamento de verdad! —confirmó Álber, acercándose el cuenco a la nariz. Y, como si aquella fuera la excusa que necesitaba, añadió—: ¡Nos la han vuelto a jugar!
Me miró furioso y, de repente, los ojos se le iluminaron como solo lo hacen cuando se le ocurre alguna trastada.
Su mueca de enfado se convirtió en una sonrisilla traviesa.
—¡Esos piojos han vuelto a hacer trampas! ¡Pero no van a humillarnos otra vez! —grité.
No sabía qué se traía Álber entre manos, pero estaba segura de que sería buena idea.
—¡Jujá! —respondieron todos al unísono.
—¡El Tenedor de Oro es nuestro! —añadí—. ¿Quién quiere recuperarlo?
—¡JUJÁ!
Vale, todos.
Pues allá que íbamos.
Las 3As salieron de detrás de la esquina con tres espectaculares y elegantes volteretas laterales.
—¿Despejado? —preguntó Max.
—Afirmativo —respondió Áurea—: Hugo, Borja y Rodri están en las canastas de baloncesto.
—Esther, Alicia y Lorena los están animando con unos pompones que se han hecho con servilletas —informó Alejandra.
—¡Son unas copiotas! —se quejó Adriana.
—¿Los demás? —quiso saber Álber, antes de lanzarse al ataque.
—El Zanahorio está solo en un rincón —dijo Áurea.
—Desde lo del ADRIÁN, nadie de su clase se junta con él —añadió Alejandra.
—La Bemoles está repasando para un examen del conservatorio —concluyó Adriana.
—Bien —Max asintió, satisfecho—. Ahora viene lo difícil. Hay que distraer a las Monstruas.
En el bestiario del colegio, Asun y Manoli ocupan un lugar de honor en la lista de criaturas peligrosas, justo por debajo de la Vieja. De hecho, se rumorea que la pareja de vigilantes del comedor son en realidad las hermanas pequeñas del Terror de las Mates. Con la mala leche que se gastan, no me extrañaría. Son tan enormes que parecen dos sarcófagos egipcios, las dos deambulando de aquí para allá vestidas con su bata azul y unas gafas de sol que no se quitan ni cuando hay niebla. Yo no sé por qué se conforman con vigilar un comedor cuando darían el pego como guardaespaldas del servicio secreto.
Su finísimo oído de lobo es capaz de percibir el crujido de la corteza del pan cuando se abre para ocultar la última albóndiga reseca; su alucinante vista de lince les permite detectar un filete de pollo escondido en un bolsillo a kilómetros de distancia; su infalible olfato de sabueso las alerta si hay restos de lentejas camuflados dentro de un envase de yogur vacío y enterrados debajo de cuatro servilletas hechas bola. Max está convencido de que, en realidad, son cíborgs venidos del futuro.
Por eso, las competiciones de Resistencia de Postre Pegajoso son siempre de máximo riesgo: hay que sacar los postres al patio sin que a Asun y Manoli se les activen las alarmas. Y eso, amigos, es un numerito de cuidado. Por suerte, en nuestro bando contamos con un elemento táctico esencial: el Estorbo, que, cómo no, es su alumno favorito de todos los tiempos, el único que no se deja nunca, NUNCA, ni una sola miga en el plato. De él siempre se fían, así que le usamos como contrabandista de postres profesional.
—Tortolitos —les dijo Max a Ro-róber y la Sombra—: maniobra de distracción en marcha.
A Ro-róber se le iluminaron los ojos y se sacó del bolsillo de la sudadera un par de altavoces portátiles.
—¡Marchando un tema completo / para mover el esqueleto! —declaró.
—Recordad conectar la cámara del teléfono para que pueda seguir los movimientos de las Monstruas. Ya sabéis lo que tenéis que hacer, soldados —les indicó Max.
La Sombra asintió con decisión y los dos salieron corriendo hacia la otra punta del patio sin soltarse de la mano.
—¿Joaco?
Sin decir nada, el Estorbo se dio la vuelta y desapareció por detrás de un arbusto.
—¿Todos tenéis clara vuestra misión? —siguió organizando Max.
—¡Sí, general! —le respondimos.
—Todo el mundo preparado, entonces. Solo tendremos una oportunidad —y, para terminar, añadió—: Como diría el sensei Sikomoro: «En cuanto los canarios se despisten, ¡lanzaos a por el alpiste!».
Tuve que morderme los carrillos para no reírme, claro, porque el pobre lo había dicho en plan solemne, como un general antes de la batalla. Pero es que, cuando se mete en su papel de friki supremo, a veces se pasa un poco. Eso sí, había que reconocer que las palabras del sensei Sikomoro, el maestro de los cómics del Samurái Rojo, nos venían que ni pintadas.
En cuanto Max dio la orden, el patio se inundó con una música ensordecedora, salpicada por las pedorretas de la Sombra y los versos de Ro-róber:
—¡Ey, yo, ey, yo, yo!
Asun y Manoli se pararon en seco y, con un robótico movimiento de cuello, dirigieron sus escáneres oculares hacia el origen del sonido. Se miraron entre ellas y, tan sincronizadas como las 3As, echaron a andar con grandes zancadas hacia donde Ro-róber y la Sombra desplegaban todo su arsenal musical.
Todos nos apelotonamos alrededor de la tablet de Max.
—¿SE PUEDE SABER QUÉ ESCÁNDALO ES ESTE? —gritaron las Monstruas a la vez.
La música se detuvo bruscamente. En la pantalla vimos cómo Asun pescaba a la Sombra del cuello de la sudadera como si fuera un gatito y Manoli se agachaba con los brazos en jarras y cara de pocos amigos para ponerse a la altura de nuestro soldado rapero.
—¿Y bien?
—Es-es-es… Es-ta-ta… Es-ta-ta-mos en-en… en-sa-sa-yan… ensayando… —empezó a tartamudear Ro-róber.
Asun y Manoli giraron la cabeza y se miraron.
Después, volvieron a centrar su atención en Ro-róber. —¿Ensayando para qué?
—Para el act…, pa-para ac-tu… —se atascó Ro-róber.
A mí me estaba dando la risa con su numerito de tartamudo.
Max lo seguía todo con mucha atención.
—Chicas, es vuestro turno.
Las 3As asintieron a la vez y, dando un salto, una voltereta lateral y un tirabuzón, salieron disparadas con toda su velocidad y glamour y desaparecieron entre los columpios rumbo al edificio de aulas.
—¡Tened cuidado! —se despidió dramáticamente Antón.
En la otra punta del patio, las Monstruas golpeaban el suelo con impaciencia.
—… para ac-ac-ac… actuar —seguía Ro-róber.
—Para actuar ¿DÓNDE? —rugió Asun.
Miró a la Sombra, pero ella se encogió de hombros, abrió mucho los ojos y ocultó la cabeza todo lo que pudo bajo la capucha.
Asun suspiró.
—Ac-actuar en… en el ¡FLIPE! —consiguió terminar Ro-róber.
Las Monstruas se bajaron las gafas a la punt