Darko

Fragmento

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ESTRIBILLO

A casi todo el mundo le da miedo la oscuridad.

A ti seguro que también.

Venga, piénsalo.

No vale que pienses en lo bien que te lo pasas robándole horas al sueño, dándolo todo hasta que sale el sol, no.

Piensa en un bosque negro o en un callejón mal iluminado, lleno de sombras siniestras.

Piensa en ese tipo de oscuridad en la que todo suena más, huele más, se siente más.

En esa oscuridad que lo tiñe todo de miedo, donde viven las pesadillas y los secretos.

En esa oscuridad en la que un crujido inofensivo te pone la piel de gallina, te acelera el corazón, te hace jadear.

No te gusta, ¿verdad?

A mí tampoco.

Pero a él sí.

Cuando todos duermen, baja la persiana de la ventana que da al patio interior de su cuarto diminuto, echa el pestillo de la puerta, se sienta en la silla que hay enfrente de su escritorio y se queda a oscuras.

Apoya los brazos sobre la mesa, cierra los puños y los ojos con fuerza, y deja que la oscuridad lo envuelva.

Solo escucha su propia respiración.

Si se concentra mucho, nota cómo le late el corazón en las sienes, en las muñecas, justo debajo de la nuez.

La casa cruje a su alrededor. Podría estar en cualquier sitio.

En un bosque negro. En un callejón mal iluminado.

En una cueva.

En la boca del lobo.

En este momento, seguramente a ti y a mí una gota de sudor frío nos recorrería la espalda desde la nuca hasta los riñones.

Se nos erizaría la piel, temblaríamos un poco.

Pero él no.

Porque sabe que la oscuridad no es más que la ausencia de luz.

Piénsalo.

Seguro que a la luz del día disfrutarías de un paseo por ese bosque que de noche te da escalofríos. Hasta sacarías un par de fotos con el móvil. Las subirías a alguna red social.

Seguro que ese callejón que de noche te pone los pelos de punta, de día es una calle con flores en los balcones en la que juegan niños y ladran perros.

En el fondo, la oscuridad nos da miedo porque nos deja a solas con nuestra mente.

Y nuestra mente rellena los vacíos de lo que los ojos no pueden ver.

Con monstruos.

Pero la suya, no. La suya llena los vacíos de palabras.

Porque a su mente no le hace falta crear monstruos.

Están siempre ahí, también a la luz del día.

Destrozan el bosque, le obligan a dar un rodeo para evitar el callejón, sea la hora que sea.

Solo desaparecen cuando cierra los ojos, a oscuras, en silencio.

Y llegan las palabras como puños para destrozarlos.

A oscuras, barre la superficie del escritorio con la mano y encuentra un papel y un bolígrafo.

No le hace falta abrir los ojos para que las palabras broten de la tinta y se claven como dardos en el papel.

Y así todas las noches, escribe a ciegas en un cuaderno conjuros para acabar con los monstruos.

Y, por las mañanas, los convierte en una bola y los entierra en el cajón de su escritorio.

Porque sabe que los monstruos que viven en la luz no se matan con palabras.

Y cuando sale el sol y a casi todo el mundo se le pasa el miedo, él empieza a temblar.

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PRIMERA ESTROFA

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1.

El despertador suena a las cuatro menos cuarto de la mañana y Joseph se quiere morir. Da igual los años que lleve despertándose a esta hora criminal, el cuerpo no se le acostumbra.

Sabe que no debería trasnochar tanto, pero no puede evitarlo. De día se siente como si le hubieran inyectado una anestesia demasiado potente en el cerebro.

Pero de noche…

De noche le hierve la cabeza, y es incapaz de dormir.

Se restriega los ojos, que le escuecen, y se frota el cuello sin dar la luz. Ha vuelto a quedarse dormido encima de la mesa y tiene el cuerpo hecho un nudo.

Se levanta a tientas de la silla y deshace la cama para que sus padres no sospechen. Está revolviendo las sábanas cuando alguien le da un empujón a la puerta.

—¿Joseph? —pregunta su madre desde el otro lado.

El pestillo está echado y la puerta repiquetea cuando ella insiste.

—Joseph, ¿estás despierto? —repite, preocupada.

—Sí, mamá, ya voy —dice él, descorriendo el pestillo.

—¿Por qué te encierras? —le pregunta su madre, suspicaz—. ¿Has vuelto a quedarte despierto hasta las tantas?

—No —niega él, pero los círculos negros que le rodean los ojos le delatan.

—No te has cambiado —dice su madre, mirándole de arriba abajo.

Es verdad: lleva la misma camiseta con las mangas recortadas por el hombro, la misma sudadera con capucha, los mismos vaqueros con los que vino ayer del instituto.

Sabe que su madre no le cree, pero lo intenta igual.

—Sí, me he puesto la misma ropa —dice en voz baja—. Total, me voy a poner perdido de harina. Luego en la panadería me ducho y me cambio.

Su madre aprieta los labios con fuerza y su mirada recorre el cuarto, tan estrecho que parece un ataúd: la cama deshecha (pero no lo suficiente), las paredes, empapeladas hasta el último centímetro de pósteres de anime, películas y escenas de videojuegos, el saco de boxeo decorado con una calavera que cuelga del techo, el monitor del ordenador, conectado a la videoconsola y, sobre el escritorio, tres folios a reventar de palabras escritas con bolígrafo. Su madre baja la vista hacia las manos de su hijo y descubre en ellas restos de tinta azul, como tatuajes borrosos, que le manchan las manos.

La misma tinta azul con la que Joseph graba a fuego sus papeles en todas sus noches de insomnio.

Él se da cuenta y se estira las mangas de la sudadera hasta cubrirse los nudillos.

El silencio que se hace entre madre e hijo pesa como el plomo.

Joseph odia tener que levantarse de madrugada un día sí y un día no para trabajar con sus padres en la panadería, pero nunca se queja, porque sabe que ellos odian tanto o más que él tener que pedirle que los ayude. Pero, desde que cerró la Fábrica donde su padre era operario, la panadería es la única fuente de ingresos de la familia. No descansan nunca, pero no pueden quejarse: las panaderías de muchos de los distritos de la Ciudad han tenido que echar el cierre porque no podían seguir pagando a los ayudantes. Eso significa más clientes, pero también significa más trabajo. Los padres de Joseph tampoco pueden seguir pagando a los ayudantes con los que su madre llevaba antes la panadería, pero tienen dos hijos. Y, aunque todas las mañanas siente el sonido del despertador como una puñalada, Joseph es consciente de que en el fondo tiene suerte.

—Hijo, si no te encuentras bien, puedo pedirle a Andrew que venga… —su madre titubea—. Y luego tú puedes hacerle dos turnos seguidos…

Andrew es el hermano de Joseph, y Joseph está seguro de que en ese momento no está mucho más despierto que él. Mientras Joseph llena una página detrás de otra, vomitando letras y versos, Andrew pasa las noches devorándolas, leyendo cómics que le transportan muy lejos de allí, a un lugar en donde dos chavales de instituto no tienen que turnarse los siete días de la semana para ayudar a sus padres a que la familia pueda seguir comiendo.

Estos días, los hermanos no tienen muy buena relación. Y lo último que quiere Joseph es tener que deberle un favor a Andrew. Así que se pone la gorra, se echa la capucha de la sudadera y, mirando a su madre, niega con la cabeza.

—No te preocupes, mamá —dice, empujándola con suavidad fuera del cuarto y cogiendo ropa limpia de una montaña de prendas que hay a los pies de la cama—. Me encuentro perfectamente.

Su madre se dirige a la cocina. A mitad de pasillo, Joseph se separa de ella para entrar en el baño. Abre el grifo, ahueca las manos y las llena de un agua helada que después se salpica en la cara.

Un minuto después, se sienta con sus padres en la mesa de la cocina. Los tres esperan en silencio a que se haga el café. Cuando la cafetera empieza a humear, el padre de Joseph se levanta, llena tres tazas con el líquido oscuro y los tres se quedan sentados en silencio, con los ojos clavados en la bebida, como si del fondo de esos pozos negros pudieran pescar al ladrón que les ha robado el sueño.

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2.

En la Ciudad casi nunca hace mucho frío.

El mar está muy cerca: si la habitación de Joseph no diera a un patio interior, escucharía el ruido de las olas desde la ventana. Y, aunque en invierno el agua está demasiado fría como para bañarse, siempre hace una temperatura muy agradable para pasear por la playa.

La playa es lo único bonito que tiene la Ciudad.

Es una franja de arena blanca de varios kilómetros a la que se llega después de atravesar un pequeño desierto de rocas de formas imposibles.

A Joseph le encanta la playa. A su hermano, en cambio, le gusta más el desierto. Joseph cree que es porque Andrew se siente como si estuviera en uno de esos paisajes extraterrestres que salen en sus cómics.

Sin embargo, lo que realmente parece sacado de un mundo de fantasía es el resto de la Ciudad. Aunque es bastante grande, en realidad no puede considerarse una ciudad. Es más bien una cuadrícula de edificios, de prismas idénticos de veinte plantas, fabricados en hormigón y ladrillo, que se construyeron a toda prisa alrededor de la Fábrica para que las familias de los trabajadores tuvieran un lugar donde vivir.

A Joseph la Fábrica siempre le ha parecido una especie de dragón dormido, con sus chimeneas, puntiagudas como púas, y su revestimiento metálico de escamas. En cambio, los edificios de viviendas le sugieren un bosque muerto, como si el dragón hubiera vomitado ceniza y lava sobre ellos, convirtiéndolos en una selva de cemento gris.

El dragón hace ya un par de años que no vomita cenizas, y el bosque de edificios parece ahora más muerto que nunca.

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Cuando la Fábrica cerró, muchos de los trabajadores abandonaron la Ciudad. Los que no tuvieron más remedio que quedarse, como Joseph y su familia, tienen la sensación de vivir en una especie de ciudad fantasma. Como si la misma enfermedad que en su momento devoró al dragón hubiera infectado también todo lo demás.

En cada una de las manzanas de ese bosque de edificios muertos siempre hay un claro de edificios más bajos, una pequeña plaza con un mercado, un colegio para cada distrito y algunas tiendas. Es ahí donde sus padres tienen la panadería.

En la Ciudad casi nunca hace mucho frío, pero, en cambio, en los meses de verano hace un calor intenso y pegajoso, tan insoportable que Joseph siente a veces que el aire que respira está más fresco cuando lo expulsa que cuando entra en sus pulmones. El mismo calor que hace dentro de la panadería todos los días, todos los meses del año, cuando los hornos están encendidos, preparados para recibir las hogazas de pan. A veces, Joseph tiene la sensación de que el dragón de la Fábrica no está muerto, sino que se ha hecho más pequeño y vive escondido en los hornos de la panadería de sus padres.

Joseph intenta combatir el calor y el sueño pensando en la playa, en la brisa fresca que corre entre las dunas, imagina que los sacos que lo rodean son de arena en vez de harina. Con los ojos cerrados, perdido en su fantasía, mezcla las diferentes composiciones de cereal con agua, levadura y sal en la amasadora industrial. Las varillas dan vueltas y vueltas a los ingredientes hasta que se forma una pasta que parece chicle. Saca la masa del recipiente con ayuda de su padre y la moldea con forma de panecillos, de barras, de hogazas, de roscas de mil maneras diferentes y las dispone en bandejas que luego mete en los hornos. Ofrendas al dragón.

Cuando termina de preparar el pan, Joseph pasa al taller contiguo, donde su madre tiene las manos hundidas en masas mucho más dulces: cruasanes, hojaldres, palmeras y pastas que impregnan el calor de un aroma dulzón y grasiento.

Para cuando empieza a salir el sol, la primera remesa humeante sale de los fogones. Joseph se quema las manos mientras coloca el pan caliente en las estanterías de la tienda, y luego vuelve dentro para repetir el mismo proceso otra vez y dejar una nueva hornada lista antes de terminar su turno.

—Vamos, Joseph, dúchate. Frank debe de estar a punto de llegar —le dice su madre.

Joseph deja lo que está haciendo y va al baño. Frente al espejo, se mira las manos, pegajosas de azúcar, mantequilla y miel. Se mira la ropa, empolvada de harina y empapada de sudor. Se desviste y deja que el chorro de agua le refresque la piel, que siente como carbonizada en torno a los huesos de tanto calor.

Se viste con unos vaqueros, una camiseta y una sudadera limpias, se pone la gorra, se cala la capucha y sale al mostrador, donde su padre ya empieza a despachar a los primeros clientes.

Son las siete y media de la mañana. Frank le espera, con unos enormes auriculares que asoman bajo la capucha de la sudadera y moviendo la cabeza al ritmo de la música que está escuchando.

—Vaya careto, colega —le dice, al ver las ojeras de Joseph.

—Es que hoy tampoco ha dormido nada —le recrimina su madre, tendiéndole una bolsa de papel con cruasanes recién hechos—. Toma, para que empecéis bien el día.

—Gracias, mamá —dice Joseph—. Oye, hoy igual no llego a cenar. Quiero pasar un rato por el gimnasio.

—Pero no llegues muy tarde, Joseph, por favor. Necesitas dormir un poco —su madre le mira preocupada.

Joseph no contesta.

Les da un beso en la mejilla a sus padres y sale con Frank de la panadería. Cuando ya se han alejado unos metros, le pasa a su amigo la bolsa de papel, como si en vez de cruasanes dentro hubiera una bomba.

—¿No quieres? —le pregunta su amigo, relamiéndose—. Tío, si están cojonudos.

—Es que no tengo hambre —se excusa, encogiéndose de hombros.

Le da demasiada vergüenza admitir que el olor de todo lo que sale del fuego del dragón le provoca unas náuseas insoportables.

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3.

Frank habla por los codos.

A veces, Joseph tiene la sensación de que su amigo es un volcán. Las palabras se le van acumulando en el pecho por la noche, como si fueran lava, hasta que le queman demasiado en la garganta y no tiene más remedio que vomitarlas.

A Joseph no le importa. A él le pasa justo lo contrario. Sus palabras son como una bandada de murciélagos que duermen de día y revolotean en furiosos círculos por la noche, buscando la salida de la cueva.

Se compenetran bien: Frank habla, Joseph calla; Frank cuenta, Joseph escucha.

Solo que hoy Joseph no escucha.

—Y, entonces, el animatrónico coge la sierra eléctrica y descuartiza a tu madre —dice Frank.

—¿Qué? —pregunta Joseph, como si acabara de volver de otra dimensión.

—Tío, te acabo de chafar el final del juego y ni te inmutas —le dice Frank—. Estás en la puta parra. ¿Qué te pasa?

No dice nada.

No es que no quiera hablar con él. Sabe que Frank le escucharía, aunque su especialidad sea llenar el silencio con su géiser de palabras volcánicas.

Simplemente, él tampoco sabe qué le pasa.

—Perdona, tío. Los días que me toca en la panadería no soy persona —contesta.

Frank sabe que hay algo que Joseph no le cuenta, pero no insiste. A él no se le da bien preguntar, y a Joseph no se le da demasiado bien explicarse.

No de viva voz, por lo menos.

Frank lo intenta de otra manera.

—¿Has visto la última actualización de Lyzard? —le pregunta—. Anoche subió una canción nueva, y es buenísima. Joder, yo creo que es la mejor que tiene. La base es superpegadiza, y la letra te explota la cabeza. El tío es una máquina: dice verdades como puños, y le resbala completamente lo que digan de él. ¿Tú sabías que también era de la Ciudad? Debería sintetizarte una base molona para que grabes alguna de tus canciones…

—¿Lyzard era de aquí? —pregunta Joseph.

—Sí, tío —asiente su amigo—. Del Distrito 13. En las canciones antiguas hablaba mucho de la Ciudad, pero parece que tuvo alguna movida hace años que le obligó a borrar su primer canal y se perdieron. Pero ya sabes que yo soy un hacha buceando en las oscuras aguas de la red, y he conseguido localizar unos vídeos originales que…

El volcán Frank vuelve a hacer erupción. Sin embargo, su voz va convirtiéndose en un zumbido que retumba en los oídos de Joseph a medida que su cerebro lo ocupa un único pensamiento.

Cuando de noche, en su cuarto, las palabras revolotean como locas en su estómago y chillan para que él las deje salir al exterior, Joseph se pone los cascos, escucha las rimas de Lyzard y siente como si ese rapero al que no conoce hubiera estado buceando en su mente. Sus letras hablan de atreverse a romper la monotonía de los días idénticos, de no tener miedo a ser distinto, de aprender a ver más allá de las paredes de cemento y ladrillo, de luchar por lo que uno quiere.

De encontrar tu propia voz.

Lyzard vive lo que Joseph ni siquiera se atreve a soñar por miedo a que se convierta en humo.

Pero si Lyzard es de la Ciudad, si ha conseguido tener voz y hacer que esa voz inspire a otra gente, ¿por qué no va a poder conseguirlo él?

Mira a su alrededor y la respuesta a su pregunta le llega como una bofetada de realidad.

La Ciudad en la que vivió Lyzard no tiene nada que ver con la que Joseph conoce.

Hace no tantos años, cuando la Fábrica todavía funcionaba, Joseph quedaba en la panadería con Frank antes de clase, como ahora. Solo que en aquel entonces su familia no estaba preocupada por cada céntimo que gastaba y Joseph no tenía que trabajar durante horas antes de ir al instituto. Después de atiborrarse de bollos, Frank y Joseph iban un rato al parque que había frente al colegio, y hacían tiempo hasta que las clases empezaban.

Ahora, el parque es un terregal habitado por esqueletos de columpios, y Joseph y Frank ya no pasan tiempo allí.

Ahora, recorren las veinte manzanas que los separan de la plaza del Distrito 24.

A medida que se alejan de la plaza, la panadería y el parque, es como si la ciudad se desmoronara a su alrededor. Cuando la Fábrica cerró y los obreros empezaron a llevarse a sus familias, el ayuntamiento decidió cerrar colegios e institutos y dejar abierto uno para cada cuatro distritos. No fue lo único que desapareció con la Fábrica: también los bordes exteriores de la cuadrícula fueron desdibujándose poco a poco. Como infectados por una plaga de termitas, los edificios quedaron vacíos en cuestión de años y perdieron vida al mismo tiempo que perdían habitantes.

Ahora, entre un distrito y otro lo único que hay es un cementerio de edificios en ruinas sobre los que se proyecta la sombra de la Fábrica, esa sombra que hace que las calles resulten siniestras incluso a la luz del día.

Joseph y Frank recorren las calles con paso veloz, casi sin hablar. Ninguno de los dos lo admite, pero quieren dejar atrás esa zona cuanto antes. No hace mucho que a Frank le asaltaron unos matones al doblar una esquina para robarle el móvil y la cartera, un día que Joseph salió un poco más tarde del turno de la panadería. Han pasado varias semanas, pero Frank aún tiene el susto en el cuerpo.

En las afueras vive muy poca gente: los pocos que creyeron que otra industria ocuparía la Fábrica y que los edificios volverían a llenarse, los pocos que s

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