Se llama Lucía.
Desde hace un tiempo recibe más atención de la que le gustaría. La gente lamenta lo ocurrido y le dice cosas que no necesita escuchar y que no van a arreglar nada. Sienten pena por ella y se entristecen al verla. Ella tiene la desagradable sensación de que está infectada de tristeza y la contagia. Odia generar ese efecto en los demás. Se imagina como un campo lleno de flores que desprenden una sustancia que encoge el alma y empaña los ojos.
En algunos casos, si se acercan mucho a ella, esta hipotética sustancia provoca incómodos abrazos o muestras de cariño a las que su piel parece ser alérgica.
Lucía.
Qué ironía. Puede que en su nombre estuviera escrito que algún día dejaría de brillar, que se apagaría, que al llamarla hablarían irremediablemente en pasado, refiriéndose a aquel tiempo en el que fue feliz.
Lucía. Eso solía hacer. Tenía en los ojos el brillo acumulado de las primaveras que cargaba a sus espaldas, y su sonrisa siempre era un sábado por la mañana de la primera quincena de mayo.
Pero ya no.
Ahora tiene en los ojos las nubes de todos sus diciembres y en su sonrisa siempre es el último día de vacaciones de Navidad. Ahora brotan tormentas alrededor de sus pupilas y todas las calles por las que pasa huelen a cazadora vaquera mojada.
Hace dos meses que la vida de Lucía se paró, en el instante preciso en el que se produjo un eclipse dentro de ella. Aquel día,
el mundo se le vino encima, y todavía la sigue cubriendo su sombra.
Lucía se ha prometido no volver a dejarse arrastrar a la consulta y no tomar más pastillas. Siente que lleva demasiado tiempo con los ojos entreabiertos, sin poder ver con claridad lo que está ocurriendo. Eso es lo que quiere todo el mundo, que no sea del todo consciente. Tienen miedo a que sienta, a que explote como una bomba y estar dentro del radio de alcance de la detonación. Pero Lucía se ha cansado de las copias baratas de compasión y de acumular cajas vacías de Prozac que reciclará el día que salga de casa. Ojalá pudiéramos reciclarnos nosotros, piensa.
Lucía ha decidido que prefiere que duela, que supure.
Prefiere sentir dolor a no sentir nada.
Prefiere que nadie la arrope, prefiere esperar desnuda a que el frío que tiene dentro del pecho se pase. Por eso desconecta el teléfono de casa y apaga el móvil, baja la persiana, cierra la puerta de su habitación y se mete en la cama como una larva preparándose para la metamorfosis.
No es necesario que se cubra entera con las sábanas, como solía hacer para construirse un refugio que la aislara, porque su cuarto está muy oscuro. Tan oscuro que, a pesar de tener los ojos abiertos, ocurre lo mismo que cuando los cierra: vienen los monstruos.
Desde hace un tiempo frecuentaban las pesadillas de Lucía. Y ahí estaban. Otra vez.
Llegaron corriendo, en estampida, levantando todo el polvo que ella había estado acumulando en las concavidades de sus huesos. Corrían como búfalos y les encantaba revolver todos los órganos internos de Lucía y remover su sangre con las garras, como si fueran niños jugando con el agua de una bañera.
Los monstruos eran grandes y oscuros, pero con los ojos pequeños e iluminados. Su forma era irregular y cada uno parecía ligeramente distinto al resto. Normalmente venían menos de diez pero aquel día eran más que de costumbre. Se pusieron en corro y formaron una pelota con algunos de los recuerdos de Lucía que empezaron a pasarse unos a otros. Lo hacían sin cuidado, lanzándola cada vez más rápido y sin parar de reír. La pelota de recuerdos golpeó el corazón de cristal de Lucía y este se cayó al suelo, como un vaso en manos torpes durante el recorrido de la cocina a la mesa del comedor. Los cristales rotos cubrían el suelo como un manto de granizo.
Los monstruos levantaron los pulmones de Lucía como si se tratase de una alfombra para esconder los pedazos de cristal debajo. Lucía sintió en el pecho el punzante y granuloso tacto de los trozos. No podía respirar bien. Se reincorporó un poco y notó cómo los cristales caían hacia abajo, como granos de arroz dentro de un palo de lluvia.
Los monstruos crecían al compás de los latidos del corazón de Lucía y, a la vez, ella se hacía más pequeña. Giraba la cabeza a los lados buscando algún hueco por el que escapar, pero solamente veía a esos seres negros como la tinta china. Intentó contarlos aproximadamente de un vistazo rápido, pero perdía la cuenta una y otra vez. Los monstruos se acercaban cada vez más a ella, estaba acorralada. El hecho de querer escapar y tener la certeza de que no podría hizo que se sintiera terriblemente impotente.
Lucía sabía que para enfrentarse a ellos debía ser más valiente de lo que era en realidad, así que se rindió, se dejó vencer sin oponer resistencia alguna, porque se sentía incapaz de defenderse de cualquier tipo de ataque.
A medida que los monstruos se acercaban a ella, empezó a oír los mismos gritos de cada noche: unas voces que al desgarrarse le dejaban marcas en la garganta como unas ruedas fuera de control que arañaban el asfalto de las pesadillas de Lucía desde hacía semanas.
Y entonces rompió a llorar.
Lloró como cae una lluvia que no te esperas.
Lloró como hasta ese momento no se había permitido.
Las lágrimas avivaron las llamas que aún quedaban de aquel incendio que la había quemado por dentro. Y notó cómo ardía igual que el primer día. Desesperada, bajó los párpados con fuerza, con la esperanza de poder duplicar la oscuridad, de perder de vista todos los recuerdos que la envolvían. Y, al cerrar los ojos, se vio por dentro convertida en hoguera. El amarillo de las llamas era tan intenso que se cegó con tanta luz y, pasados unos segundos, dejó de verse. Todo se había llenado de humo negro y espeso y apenas podía coger aire. Pero entre aquellas esponjosas nubes encontró un lugar donde se dejó caer, como solía hacer de pequeña desde los pies de su cama cuando llegaba por las tardes del colegio. Así fue cómo Lucía ardió inmersa en un profundo sueño.
Despertó boca abajo en un suelo pedregoso, pero sorprendentemente no tenía ni un rasguño. Se sentía como si se hubiera caído de un octavo piso y hubiera sido inmune al impacto.
Se sentó en el suelo y se palpó la cara y el cuerpo. Estaba bien. Cerró los ojos y los cubrió cuidadosamente con sus manos, sintiendo cómo el calor viajaba desde sus párpados hasta las yemas de sus dedos. Calmó el ardor rozando sus pestañas, aún mojadas.
Se miró detenidamente las manos. Las tenía cubiertas de ceniza. Se pasó la mano por la mejilla y sintió el tacto del polvo sobre su cara. Se sacudió la ropa y el pelo, y vio cómo caía más de aquella ceniza. Era diferente a la ceniza que ella conocía, emitía destellos brillantes y tenía un color menta muy bonito y un olor fresco, como a colonia de bebé.
Lucía levantó la vista hacia el frente y se encontró delante de un extraño edificio. Tenía cuatro plantas y cada una se diferenciaba totalmente del resto, como si hubiera sido construido por partes.
La primera planta parecía importada del universo de Tim Burton. Era oscura y tenía pocas ventanas, que estaban repartidas de forma desordenada por su desgastada fachada. Eran pequeñas y redondas, como las de un submarino.
La fachada de la segunda planta seguía siendo oscura, pero un tono azulado se abría paso entre los grises. A Lucía le recordó al color con el que pintaba los cielos de noche cuando era niña. Ese piso tenía más ventanas que el anterior, un poco más grandes y ordenadas. Pero todas las persianas estaban casi completamente bajadas.
Curiosamente, el tercer piso seguía respetando el gradiente de color. Era de un azul intenso, celeste. Esta vez le vino a la mente ese azul con el que ella misma a los cinco años pintaba en sus dibujos los cielos de día, siempre acompañados de un sol amarillo rodeado de rayos anaranjados que lo cubrían como si fuese la melena de un león. La fachada estaba construida con grandes y cuidados tablones de madera. Lucía tenía la sensación de que esa planta había sido el resultado de agregar una cabaña a la estructura de aquel edificio que era tan heterogéneo como el personaje de Frankenstein.
Le costaba ver el cuarto piso desde la posición en la que estaba, pero parecía ser un ático con una amplia terraza. Los cristales que recorrían su superficie eran tan grandes que algunas partes se mimetizaban con el cielo. Allí arriba debes de sentir que estás volando, pensó para sí misma.
Después de repasar toda la fachada del edificio, Lucía bajó la vista y vio a un hombre saliendo por la gran puerta principal, dirigiéndose hacia ella.
Lucía era una persona bastante asustadiza. Cada vez que volvía sola a casa de madrugada imaginaba que algún extraño la perseguía si sentía las pisadas de otra persona caminando por la misma calle. Pero esta vez ni siquiera se movió. Se quedó sentada y no tenía intención de levantarse.
El hombre se detuvo ante ella. Era delgado y bajito, y la ropa le quedaba tan grande que parecía un niño disfrazado de adulto. Llevaba la camisa metida por dentro del pantalón, que estaba sujeto con unos tirantes y tenía un par de remiendos a la altura de las rodillas. El pintoresco atuendo lo completaban una pajarita con un desgastado estampado escocés, una americana gris y una gorra como las que llevan los chóferes de las limusinas en las películas americanas.
—Hola, Lucía. —La gorra le estaba tan grande que, al inclinar la cabeza hacia abajo, casi le cubrió los ojos.
—¿De qué me conoce? —dijo ella, tras unos segundos de bloqueo mental.
—No nos hemos visto nunca. En realidad tampoco te conozco. Solo conozco tu historia. Tranquila, no soy ningún psicópata, simplemente hago mi trabajo.
—¿Su trabajo? —preguntó extrañada Lucía.
—Sí. Soy Walter, el portero del edificio que hay justo enfrente —dijo señalándolo—. Mi trabajo consiste básicamente en intentar que la gente no se desconcierte demasiado cuando llega aquí. Aunque he de reconocer que no es un trabajo muy agradecido. La mayoría de las veces me siento un poco inútil. Es difícil conseguir que alguien se tome con calma su repentino aterrizaje en un sitio desconocido. Y lo entiendo, a mí también me pasaría.
—Pero, a ver..., es que no lo entiendo. ¿Qué es este sitio?
—Es curioso, porque casi todo el mundo ha estado aquí alguna vez y, sin embargo, resulta difícil de entender. Es como explicarle a alguien que nunca ha oído la palabra «casa» qué es una casa, aunque haya vivido siempre en una. ¿Me entiendes?
—Lo único que he entendido es que es difícil de entender.