Inventos infernales (Mortal Engines 3)

Fragmento

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1
El durmiente despierta

Al principio no había nada. Entonces llegó una chispa, un sonido chisporroteante que sacudió las desgastadas telarañas del sueño y la memoria. Y luego, con un restallido, con un rugido, una descarga eléctrica de un color blanco azulado lo inundó por completo, irrumpiendo en los secos pasadizos de su cerebro como una ola que regresa a una gruta marina. Su cuerpo se tensó tanto que durante un instante se mantuvo en equilibrio únicamente sobre los talones y la parte trasera de su cráneo acorazado. Gritó y se despertó en medio de un aguanieve de electricidad estática con una sensación de caída.

Recordó morir. Recordó el rostro deformado de una chica que lo miraba desde lo alto mientras él yacía sobre la hierba húmeda. Era alguien importante, alguien por quien se preocupaba mucho más de lo que un stalker debería preocuparse por nadie, y existía algo que había querido decirle, pero no pudo. Ahora solo conservaba, impresa en su retina, la imagen de su rostro destrozado.

¿Cómo se llamaba? Su boca lo recordaba.

—H…

—¡Está vivo! —dijo una voz.

—HES…

—Otra vez, por favor. Más rápido.

—Cargando…

—HESTER…

—¡Aléjate!

En ese momento, otra sacudida eléctrica arrastró consigo incluso aquellos últimos flecos de memoria y solo supo que era el stalker Shrike. Uno de sus ojos comenzó a funcionar de nuevo. Vio vagas siluetas que se movían a través de la tormenta de nieve provocada por las interferencias. Las observó mientras, poco a poco, iban adoptando la forma de figuras humanas iluminadas por antorchas, recortadas sobre un cielo cuajado de nubes huidizas teñidas por la luz de la luna. La lluvia no cesaba. Nacidos-una-vez ataviados con gafas de aviador y uniformes y capas de plástico se congregaban en torno a su tumba abierta. Algunos portaban linternas halógenas, otros manejaban máquinas con hileras de válvulas resplandecientes y diales brillantes. Se percató de que la cubierta metálica del cráneo estaba abierta, dejando a la vista el cerebro de stalker alojado en su interior.

—¿Señor Shrike? ¿Puede oírme?

Una mujer muy joven le estaba mirando. Tenía un recuerdo vago y atormentado en el que aparecía una muchacha, y se preguntó si ella sería la muchacha. Pero no: el rostro que había en sus sueños tenía algo quebrado y, en cambio, el que tenía delante era perfecto, una faz oriental de pómulos altos y piel clara, con los ojos negros enmarcados por unos gruesos anteojos también negros. Tenía el corto cabello teñido de verde. Bajo la capa transparente vestía un uniforme negro, con calaveras aladas y bordadas con hilo plateado sobre la alta gorguera negra.

La muchacha apoyó una mano en el metal oxidado de su pecho y dijo:

—No tenga miedo, señor Shrike. Sé que esto debe de estar resultándole confuso. Lleva muerto más de dieciocho años.

—MUERTO —dijo él.

La joven sonrió. Tenía los dientes blancos y torcidos, ligeramente grandes para aquella boca tan pequeña.

—Tal vez durmiente sea un término más adecuado. Los viejos stalkers en realidad nunca mueren, señor Shrike.

Escuchó un estruendo demasiado acompasado para ser un trueno. Una percusión de luces anaranjadas titiló entre las nubes y silueteó los riscos que se erigían sobre el lugar de reposo de Shrike. Algunos de los soldados alzaron la vista, nerviosos. Uno dijo:

—Cañones. Han atravesado los fuertes ciénaga. Los suburbios anfibios llegarán en menos de una hora.

—Gracias, capitán —dijo la mujer, mirando por encima del hombro y concentrándose de nuevo en Shrike mientras sus manos operaban apresuradamente dentro de su cráneo—. Lo dejaron gravemente averiado y se apagó, pero vamos a repararlo. Soy la doctora Enone Zero, del Cuerpo de Resurrección.

—NO RECUERDO NADA —le dijo Shrike.

—Su memoria resultó dañada —contestó ella—. No puedo restablecerla. Lo siento.

La furia y algo parecido al pánico empezaron a crecer en su interior. Notó que aquella mujer le había robado algo, aunque ya no sabía qué era ese algo. Trató de sacar sus garras, pero no podía moverse. Bien podría haber sido un mero ojo que yaciera en la tierra húmeda.

—No se preocupe —dijo la doctora Zero—. Su pasado no es relevante. Ahora trabajará para la Tormenta Verde. Pronto tendrá nuevos recuerdos.

En el cielo que había detrás de su rostro sonriente algo comenzó a explotar en forma de silenciosas manchas de luz rojiza y amarillenta. Uno de los soldados exclamó:

—¡Ya vienen! La división del general Naga está contraatacando con Acróbatas, pero eso no los retendrá durante mucho más tiempo…

La doctora Zero asintió y salió a gatas de la tumba sacudiéndose el barro de las manos.

—Tenemos que sacar de aquí al señor Shrike inmediatamente. —Miró a Shrike de nuevo y sonrió—. No se preocupe, señor Shrike. Una aeronave nos espera. Vamos a llevarle al centro de Manufactura de Stalkers de Batmunkh Tsaka. Muy pronto le tendremos de nuevo en plena forma…

La mujer se hizo a un lado y dio paso a dos musculosas siluetas.

Eran stalkers: en su armadura resplandecía un símbolo con un rayo verde que Shrike no reconoció. Sus rostros de acero eran tan inexpresivos como dos palas de excavar y no tenían más rasgo distintivo que unas estrechas aberturas a la altura de los ojos que brillaban con luz verde mientras sacaban a Shrike de la tierra y lo tendían sobre una camilla. Los hombres que acarreaban máquinas se apresuraron a seguirles el paso mientras los silenciosos stalkers lo transportaban por una pista hacia un aerocaravasar fortificado desde el cual iba despegando una nave tras otra en dirección al cielo húmedo. La doctora corría a la cabeza, gritando:

—¡Deprisa! ¡Deprisa! ¡Tened cuidado! ¡Es una antigüedad!

El sendero era cada vez más empinado y Shrike comprendió el motivo de la urgencia que transmitía la mujer y el nerviosismo de sus hombres. A través del espacio entre los riscos avistó una enorme masa de agua que resplandecía bajo los uniformes destellos del fuego cruzado. Por encima del agua, a lo lejos, sobre la llana y oscura tierra firme, avanzaban unas gigantescas siluetas. A la luz de las centelleantes aeronaves que salpicaban el cielo y del tenue y lento resplandor descendente de las bengalas en paracaídas, alcanzó a ver sus cadenas tractoras blindadas, sus enormes mandíbulas y el apilamiento de niveles de fortalezas acorazadas y puestos de armas.

Ciudades-tracción. Un ejército entero de ellas que avanzaba destrozando las ciénagas a su paso. Su visión agitó vagos recuerdos en el interior de Shrike. Recordaba ciudades como aquellas. Al menos, recordaba una idea de lo que habían sido. Que hubiese estado alguna vez a bordo de una de ellas o lo que allí hubiera hecho, eso no lo recordaba.

Mientras sus rescatadores lo llevaban a toda velocidad hasta la aeronave que los aguardaba, vio durante un instante el rostro destrozado de una chica que lo miraba con confianza, esperando algo que él le había prometido.

Pero quién era y qué hacía su rostro en su mente, eso ya no lo sabía.

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2
Anchorage-in-Vineland

Varios meses después y a medio mundo de distancia, Wren Natsworthy estaba tumbada en la cama y observaba cómo la plateada luz de la luna avanzaba lentamente por el techo de su habitación. Era más de medianoche y no escuchaba más que los sonidos procedentes de su propio cuerpo y los suaves y esporádicos crujidos que hacía la vieja casa mientras se asentaba. Dudaba que hubiera en el mundo un lugar más silencioso que donde ella vivía: Anchorage-in-Vineland, una ciudad de hielo, en ruinas, enclavada en la rocosa orilla austral de una isla desconocida situada en un lago perdido en un reducto olvidado del Continente Muerto.

Sin embargo, por silencioso que fuera aquello, Wren no conseguía conciliar el sueño. Se colocó de lado e intentó ponerse cómoda envolviendo su cuerpo con las cálidas sábanas. Había tenido otra discusión con su madre durante la cena. Era una de esas peleas que empezaban con una diminuta semilla de desavenencia (Wren quería salir con Tildy Smew y los hermanos Sastrugi en lugar de limpiar) y que no tardaban en crecer hasta convertirse en una terrible bronca, con lágrimas, acusaciones y antiguos trapos sucios que se desenterraban y se arrojaban por la casa como granadas de mano, mientras su pobre padre se quedaba al margen y decía, impotente: «Wren, cálmate», y: «Hester, ¡haz el favor!».

Al final había perdido Wren, por supuesto. Limpió lo que le tocaba limpiar y se fue a la cama dando pisotones lo más escandalosamente que pudo. Desde entonces, su cerebro no había dejado de maquinar e idear comentarios hirientes que ojalá se le hubieran ocurrido antes. Su madre no tenía ni idea de lo que era tener quince años. Su madre era tan fea que probablemente nunca tuvo amigos de joven, y mucho menos amigos como Nate Sastrugi, por el que estaban coladas todas las chicas de Anchorage y que le había dicho a Tildy que Wren le gustaba mucho. Lo más probable es que su madre nunca le hubiera gustado a ningún chico, salvo, por supuesto, a su padre. Y lo que fuera que su padre vio en ella era uno de los grandes misterios por resolver de Vineland, tal y como lo veía Wren.

Se dio la vuelta otra vez e intentó dejar de pensar, pero al final se dio por vencida y se revolvió para salir de la cama. Tal vez un paseo le aclararía las ideas. ¿Y si sus padres se despertaban, descubrían que no estaba y empezaban a preocuparse de que se hubiera ahogado o se hubiera escapado de casa? Bueno, así su madre aprendería a dejar de tratarla como si fuera una niña, ¿no? Se puso la ropa, los calcetines y las botas y bajó las escaleras a hurtadillas para atravesar el silencio que respiraba la casa.

Su madre y su padre habían elegido vivir allí hacía dieciséis años, cuando Anchorage apenas había tocado tierra y Wren no era más que una diminuta voluta de carne que flotaba en el vientre de su madre. Aquello formaba parte de la historia familiar de Wren, uno de los cuentos que le contaban de pequeña antes de irse a dormir. Freya Rasmussen les dijo a sus padres que podían elegir una de las casas vacías que había en la parte superior de la ciudad. Y habían elegido aquella, una villa de comerciantes en una calle llamada Dog Star Court que daba al aeródromo. Una buena casa, acogedora y robusta, con suelos adoquinados, gruesas cañerías de cerámica por las que circulaba la calefacción y paredes forradas de madera y bronce. A lo largo de los años, su madre y su padre la habían llenado de los muebles que encontraron en las demás casas vacías que la rodeaban y la habían decorado con cuadros y tapices, con maderos a la deriva que la marea traía a la orilla y con algunas de las antigüedades que su padre desenterraba durante sus expediciones a las Colinas Muertas.

Wren atravesó sigilosamente el vestíbulo para descolgar su abrigo del perchero que había junto a la puerta y no dedicó ni una sola mirada, ni un mísero pensamiento, a las impresiones colgadas de las paredes o a las valiosas muestras de procesadores de comida y de teléfonos que había en la vitrina de cristal. Había crecido con todas aquellas cosas y la aburrían. Durante el último año, la casa entera había empezado a parecerle demasiado opresiva, como si de repente se le hubiera quedado pequeña. El habitual olor a polvo, a abrillantador de muebles y a los libros de su padre eran reconfortantes y, al mismo tiempo, sofocantes. Tenía quince años y la vida le apretaba como un zapato que se le hubiera quedado pequeño.

Cerró la puerta tras de sí lo más silenciosamente que pudo y corrió por Dog Star Court. La niebla flotaba sobre las Colinas Muertas como si fuera humo y el propio aliento de Wren emergía convertido en niebla. Apenas estaban a comienzos de septiembre, pero ya podía oler el invierno en la brisa nocturna.

La luna no brillaba demasiado, pero las estrellas lucían con fuerza y la aurora resplandecía allá en lo alto. En el centro de la ciudad, los oxidados chapiteles del Palacio de Invierno se erigían, negros, contra el cielo brillante, cubiertos de hiedra. El Palacio de Invierno había sido la morada de los gobernantes de Anchorage en el pasado, pero ahora la única persona que lo habitaba era la señorita Freya, que había sido la última margravina de la ciudad y que ahora era la maestra de la escuela. Desde su quinto cumpleaños, Wren había acudido todos los días lectivos del invierno al aula de la planta baja del Palacio para escuchar las explicaciones de la señorita Freya sobre geografía, logaritmos, darwinismo municipal y un montón de cosas más que probablemente nunca le servirían de nada. En aquella época, todo eso le aburría, pero ahora que tenía quince años y era demasiado mayor como para ir a la escuela lo extrañaba muchísimo. Ya nunca volvería a sentarse en su antigua y querida aula, a menos que hiciera lo que la señorita Freya le había pedido: que regresara a la escuela para ser la maestra de los niños más pequeños.

La señorita Freya se lo había ofrecido hacía semanas y necesitaba que le respondiera rápido porque los niños de Anchorage regresarían a sus clases en cuanto se terminaran de recolectar las cosechas. Sin embargo, Wren no sabía si quería o no ser la ayudante de la señorita Freya. Ni siquiera quería pensar en ello. No aquella noche.

Al final del Dog Star Court había una escalera que descendía por las plataformas y conducía hacia el distrito de los motores. Mientras Wren bajaba traqueteando los escalones, percibió un aroma veraniego y escuchó cómo las virutas de óxido que sus botas le arrancaban al metal caían sobre el heno amontonado a sus pies. Antiguamente, cuando los motores de Anchorage hacían que la ciudad se deslizara por el hielo que cubría la faz de la tierra en busca de comercio, aquella parte de la ciudad había sido un hervidero de vida y bullicio. Sin embargo, los viajes de la ciudad habían cesado antes de que Wren naciera y los distritos de los motores se habían convertido en almacenes de heno y tubérculos y en establos en los que el ganado pasaba el invierno. Los tenues rayos de luz de luna que se colaban por las claraboyas y los agujeros de las plataformas superiores revelaban las siluetas de las balas de paja que quedaban apiladas entre los tanques de combustible vacíos.

Cuando Wren era más pequeña, aquellos niveles abandonados habían constituido su zona de juegos, y aún le gustaba caminar por ellos cuando se sentía triste o aburrida, imaginando lo divertido que habría sido vivir a bordo de una ciudad que se movía. Los adultos siempre hablaban de lo terribles que habían sido los viejos tiempos, de lo espeluznante que era vivir bajo la constante amenaza de ser engullidos por una ciudad más grande o más rápida, pero a Wren le habría encantado ver las gigantescas ciudades-tracción o intentar volar de una a otra a bordo de una aeronave, como su madre y su padre habían hecho antes de que ella naciera. Su padre tenía sobre su escritorio una fotografía en la que se los veía a los dos en un muelle de despegue de una ciudad llamada San Juan de los Motores, frente a su bonita nave roja, la Jenny Haniver, pero nunca hablaban de las aventuras que debieron vivir a bordo de ella. Lo único que sabía era que habían terminado aterrizando en Anchorage y que allí el malvado profesor Pennyroyal les había robado la nave. Después de eso, se asentaron y se conformaron con representar su nuevo papel dentro de la confortable e insulsa vida de Vineland.

«Menuda suerte he tenido», pensó Wren mientras respiraba el cálido y floral aroma del heno apilado. Le habría gustado ser la hija de un mercader del aire. Aquella parecía una vida glamurosa y mucho más interesante que la que ella tenía, atrapada en aquella isla solitaria y rodeada de gente cuyo concepto de la emoción se colmaba viendo una carrera de remos o una buena cosecha de manzanas.

Una puerta se cerró en algún punto de la oscuridad que tenía delante y ella se sobresaltó. Se había criado tan acostumbrada a la quietud y a su propia compañía que la idea de que alguien más estuviera deambulando por allí abajo casi le daba miedo. Entonces recordó dónde se encontraba. Sumida en sus propios pensamientos, caminó hasta el centro del distrito, hacia la antigua cabaña embutida entre dos niveles donde vivía Caul, el ingeniero de Anchorage. Caul era el único habitante que había en los niveles inferiores, ya que ninguna otra persona habría elegido vivir allí abajo, entre el óxido y las sombras, cuando en la superficie aún quedaban vacías preciosas mansiones bañadas por la luz del sol. Sin embargo, Caul era muy excéntrico. No le gustaba la luz del sol porque se había criado en la madriguera de ladrones submarina de Grimsby, y tampoco le gustaba la compañía. Se llevaba bien con el anciano señor Scabious, el antiguo ingeniero de la ciudad, pero desde que había muerto, Caul había decidido recluirse allí abajo, en las profundidades.

Pero ¿por qué estaría merodeando por el distrito de los motores a aquellas horas? Intrigada, Wren subió por una escalerilla de mano a una de las pasarelas que había sobre su cabeza, desde donde tendría una buena vista de la casucha de Caul a través de los antiguos pozos de motores. El ingeniero estaba de pie frente a la puerta. Llevaba en la mano una linterna eléctrica que sostenía en alto para poder examinar un trozo de papel que sujetaba en la otra mano. A continuación se metió el papel en el bolsillo y se encaminó hacia el confín de la ciudad.

Wren descendió con cierta dificultad por la escalerilla y empezó a seguir la luz. Estaba bastante emocionada. Cuando era más pequeña y se dedicaba a devorar sin pausa el reducido montón de libros infantiles que había en la biblioteca de la margravina, sus historias favoritas eran las de las valientes detectives infantiles que siempre acababan frustrando los planes de los contrabandistas y desenmascarando a los círculos de espías antitraccionistas. Siempre le había dado mucha pena que en Vineland no hubiera criminales a los que desenmascarar. Pero ¿acaso Caul no había sido ladrón durante su juventud? ¡Tal vez hubiera vuelto a las andadas ahora que era mayor!

Solo que, claro está, no tenía sentido robar nada en Anchorage, donde todo el mundo podía coger lo que quisiera de los cientos de casas y tiendas que estaban abandonadas. Mientras se abría camino entre los montones de maquinaria a medio desmontar que había tras la cabaña de Caul, intentó pensar en una explicación más plausible que justificara aquella incursión nocturna. Quizá a Caul le costara dormir, como a ella. Quizá le preocupara algo. Su amiga Tildy le había contado que muchos muchos años atrás, en la época en la que Anchorage llegó a Vineland, Caul había estado enamorado de la señorita Freya, y que la señorita Freya también había estado enamorada de Caul. Sin embargo, aquello no había prosperado porque, ya incluso en aquella época, Caul era un tipo muy extraño. ¿Tal vez se dedicara a recorrer las calles del distrito de los motores todas las noches, penando por su amor perdido? ¿O tal vez estuviera enamorado de otra persona y se dirigiera a una romántica cita a la luz de la luna en el confín de la ciudad?

Encantada con la idea de tener algo realmente jugoso que contarle a Tildy por la mañana, Wren apuró el paso.

Sin embargo, al llegar al confín de la ciudad, Caul no se detuvo. Descendió apresuradamente por una escalerilla que daba a la tierra desnuda y empezó a ascender por la colina, haciendo oscilar el haz de luz de la linterna frente a él. Wren aguardó un momento y después lo siguió, dando un salto para aterrizar sobre el mullido brezo y arrastrándose sigilosamente tras él por el sendero que llevaba al ronroneante almacén construido con muros de piedra seca donde se alojaban las turbinas de la antigua planta hidroeléctrica del señor Scabious. Caul tampoco se detuvo allí, sino que continuó ascendiendo por los campos de manzanos y atravesó los altos pastizales para internarse en el bosque.

En lo alto de la isla, donde los pinos impregnaban el aire con el olor de la resina y los riscos asomaban por el fino pasto como púas en la espalda de un dragón, Caul se detuvo, apagó la linterna y miró a su alrededor. A unos quince metros detrás de él, Wren estaba escondida, acuclillada entre las sombras zigzagueantes. Un ligero viento le revolvía el cabello y, en las alturas, los árboles movían sus manitas contra el viento.

Caul contempló la ciudad dormida que había enclavada en la curva de la orilla más austral de la isla. Luego le dio la espalda, levantó su linterna y encendió y apagó la luz tres veces. «Se ha vuelto loco», pensó Wren. Y luego: «No, le está haciendo señales a alguien, como el malvado director de Milly Crisp y el misterio del duodécimo nivel».

Y, efectivamente, abajo, entre las desiertas y rocosas calas de la orilla septentrional, otra luz se iluminó en respuesta.

Caul avanzó y Wren comenzó a seguirle de nuevo, descendiendo por la empinada ladera norte de la isla, lejos de la vista de la ciudad. ¿Acaso la señorita Freya y él habían vuelto, pero estaban tan asustados de los chismorreos que no querían que nadie se enterara? A pesar de todo, aquella era una idea bastante romántica, así que Wren sonrió para sus adentros mientras seguía a Caul por el último y escarpado tramo de aquel camino de cabras, a través de un bosquecillo de abedules que daba a una playa situada entre dos cabos.

Quien esperaba a Caul no era la señorita Freya, sino otra persona. De pie, al borde del agua, había un hombre que contemplaba cómo el ingeniero se acercaba haciendo crujir a su paso los guijarros de la playa. Incluso desde la lejanía, a la tenue luz de la aurora, Wren se dio cuenta de que era alguien a quien no había visto nunca.

En un primer momento, no dio crédito. En Vineland no había extranjeros. Los únicos que la habitaban eran los que habían llegado hasta allí a bordo de Anchorage, o quienes habían nacido allí después de que la ciudad atracara en la isla, y Wren los conocía a todos. Sin embargo, el hombre de la playa era un desconocido para ella y la voz que habló era una voz que no había escuchado nunca antes.

—Caul, ¡mi viejo compañero de tripulación! Me alegro de volver a verte.

—Gargle —dijo Caul. Parecía incómodo y no aceptó la mano que el desconocido le tendía para que se la estrechara.

Dijeron algo más, pero Wren estaba demasiado ocupada elucubrando sobre el recién llegado como para escuchar. ¿Quién era? ¿Cómo había llegado hasta allí? ¿Qué quería?

Cuando cayó en cuál era la respuesta, esta no le gustó. Los muchachos perdidos. Así era como se hacía llamar la banda a la que había pertenecido Caul, los que habían saqueado Anchorage en la época en la que aún era una ciudad de hielo llena de extrañas máquinas arácnidas. Caul los había abandonado para reunirse con la señorita Freya y el señor Scabious. ¿O tal vez no fuera así? ¿Acaso había mantenido un furtivo contacto con los muchachos perdidos durante todos aquellos años, aguardando a que la ciudad se asentara y volviera a ser próspera para después llamarlos y volver a saquearla?

Sin embargo, el desconocido de la playa no era ningún muchacho. Era un hombre adulto con el cabello largo y oscuro. Calzaba botas altas, como los piratas de los cuentos, y vestía un abrigo que le llegaba hasta las rodillas. Se retiró los faldones del abrigo y metió los pulgares en su cinturón, y Wren vio que en un costado llevaba una cartuchera con una pistola.

Se dio cuenta de que no estaba preparada para enfrentarse a aquello. Quiso volver corriendo a casa y advertir a su madre y a su padre del peligro, pero los dos hombres se habían acercado a ella, así que la verían si trataba de escapar. Se retorció para adentrarse en los matojos bajos de malas hierbas que había tras la playa y trató de acompasar cada movimiento para hacerlo coincidir con el sonido de las pequeñas olas al romper contra los guijarros.

El hombre llamado Gargle estaba hablando y su voz sonaba como si estuviera haciendo una especie de chiste, pero Caul lo hizo callar de repente.

—¿A qué has venido aquí, Gargle? Pensaba que me había despedido para siempre de los muchachos perdidos. Me sorprendió un poco encontrar tu mensaje bajo mi puerta. ¿Cuánto tiempo llevas merodeando por Anchorage?

—Desde ayer —dijo Gargle—. Solo nos hemos parado a saludar y a ver cómo te iba, en son de paz.

—Entonces, ¿por qué no os mostráis? ¿Por qué no venís a hablar conmigo a la luz del día? ¿Por qué me dejáis mensajes y me hacéis venir hasta aquí en mitad de la noche?

—La verdad, Caul, eso es lo que quería hacer: mi plan era atracar mi lapa en el embarcadero abiertamente y sin tapujos. Pero, por supuesto, antes mandé unas cuantas cámaras cangrejo, solo para asegurarme. Y menos mal que lo hice, ¿no? ¿Qué ha pasado, Caul? ¡Pensaba que en este lugar ibas a convertirte en un hombre importante! Y mírate: un peto grasiento, el pelo hecho un desastre y una barba de una semana. ¿Qué pasa, que esta temporada están de moda las pintas de vagabundo loco en Anchorage? Pensaba que ibas a casarte con su margravina, esa Freya Comosellame.

—Rasmussen —dijo Caul desolado. Se apartó del otro hombre—. Yo también lo pensaba. No funcionó, Gargle. Es complicado. Las cosas no son como piensas que van a ser cuando te limitas a observarlas a través de una cámara cangrejo. La realidad es que nunca he encajado aquí.

—Pensaba que los secos te habrían acogido con los brazos abiertos —dijo Gargle, que parecía sorprendido—. Después de que les trajeras aquel mapa y todo eso.

Caul se encogió de hombros.

—Fueron bastante amables. Simplemente, no encajo aquí. No sé cómo hablar con ellos y, para los secos, hablar es importante. Cuando el señor Scabious vivía, las cosas no iban mal. Trabajábamos juntos, y no necesitábamos hablar: sustituíamos las palabras por trabajo. Pero ahora que no está… Bueno, ¿y tú qué tal? ¿Y qué tal el Tío? ¿Cómo está el Tío?

—¡Como si te importara!

—Me importa. Pienso en él a menudo. ¿Está…?

—El viejo sigue vivo, Caul —dijo Gargle.

—La última vez que hablé contigo, tu plan consistía en deshacerte de él y tomar el control…

—Y lo he hecho —dijo Gargle con una sonrisa que Wren percibió como un borrón blanco en la oscuridad—. El Tío ya no es tan avispado como antes. Nunca logró superar del todo aquel asunto de la Percha de los Bribones. Perdió a la mayoría de sus mejores muchachos, y todo fue culpa suya. Aquello casi acaba con él. Ahora se apoya en mí para casi todo. Los muchachos me toman a mí como ejemplo.

—Apuesto a que así es —replicó Caul. Sus palabras parecían implicar algo que Wren no alcanzó a entender, como si ambos acabaran de retomar una conversación comenzada hace mucho tiempo, antes incluso de que ella naciera—. Decías que necesitabas mi ayuda —dijo Caul.

—Se me ha ocurrido pedírtela —dijo Gargle—. Por los viejos tiempos.

—¿Cuál es el plan?

—En realidad, no hay ningún plan. —Gargle parecía herido—. Caul, no he venido aquí en misión de saqueo. No quiero robar a tus amables amigos secos. Solo estoy buscando una cosa, una cosa chiquitita, una cosita que nadie echará en falta. He inspeccionado con las cámaras cangrejo, he mandado a mi mejor ladrón, pero no conseguimos encontrarla. Así que he pensado: «Lo que necesitamos es un infiltrado». Y aquí estás tú. Le he dicho a mi tripulación que podemos contar con Caul.

—Bueno, pues te has equivocado —respondió Caul. Le temblaba la voz—. Puede que no encaje aquí, pero tampoco soy un muchacho perdido. Ya no. No voy a ayudarte a robar a Freya. Quiero que te marches. No le contaré a nadie que has estado aquí, pero mantendré los ojos y los oídos bien abiertos. Si encuentro alguna cámara cangrejo fisgoneando o echo algo de menos, les hablaré a los secos de vosotros. Me aseguraré de que estén esperándoos la próxima vez que os coléis en Anchorage.

Se dio media vuelta y empezó a recorrer la playa a grandes zancadas, apisonando las malas hierbas a apenas veinte centímetros del escondite de Wren. Le escuchó caerse y maldecir mientras empezaba a subir la colina, y luego escuchó cómo los sonidos de su marcha empezaban a desvanecerse a medida que ascendía.

—¡Caul! —gritó Gargle, aunque no demasiado alto, con una suerte de grito susurrado, dolido y decepcionado—. ¡Caul! —Entonces se dio por vencido y se quedó quieto y pensativo, pasándose una mano por el pelo.

Wren comenzó a moverse, con cuidado y en silencio, preparada para escabullirse entre los árboles en el momento en el que el hombre le diera la espalda. Sin embargo, Gargle no se dio media vuelta. En lugar de ello, levantó la cabeza, miró directamente hacia su escondite y dijo:

—Mis ojos y mis oídos son más agudos que los del viejo Caul, amiguita. Ya puedes salir.

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3
La lapa Autólico

Wren se levantó, dio media vuelta y echó a correr con un movimiento brusco de pánico. Antes de que hubiera podido avanzar tres pasos, un segundo desconocido surgió de la oscuridad, a su izquierda, y la agarró, desequilibrándola y tirándola al suelo.

—¡Caul! —empezó a gritar, pero una gélida mano le cubrió la boca.

Su captor la miró (otro rostro pálido, medio oculto por mechones de pelo negro) y el hombre de la playa llegó corriendo. Una linterna se encendió y un delgado haz de luz azulada hizo parpadear a Wren.

—Con cuidado —dijo el hombre llamado Gargle—. Tened cuidado. Es una mujer. Una jovencita. Eso me había parecido. —Apartó la linterna para que Wren pudiera verle. Había esperado que tuviera la edad de Caul, pero Gargle era más joven. Sonreía—. ¿Cómo te llamas, jovencita?

—Wr-Wren —consiguió tartamudear—. Wr-Wren N-N-N-Natsworthy.

Cuando Gargle hubo conseguido rellenar los huecos que había entre todas aquellas enes de más, su sonrisa se volvió más ancha y amigable.

—¿Natsworthy? ¿No serás la hija de Tom Natsworthy?

—¿Conoces a mi padre? —quiso saber Wren.

En medio de la confusión, se preguntó si su padre también habría estado reuniéndose a escondidas con los muchachos perdidos en las calas de la orilla septentrional, pero, por supuesto, Gargle se refería a los viejos tiempos, a mucho antes de que ella naciera.

—Le recuerdo bien —dijo Gargle—. Durante un tiempo fue nuestro huésped a bordo de la Gusano de Hélice. Es un buen hombre. Tu madre debe de ser su chica, la de las cicatrices en la cara. ¿Cómo se llamaba…? Sí, Hester Shaw. Siempre pensé que eso hablaba muy bien de Tom Natsworthy, capaz de amar a alguien como ella. A él no le importan las apariencias, siempre mira más allá. Eso no es muy común entre los secos.

—¿Qué vas a hacer con ella, Gar? —preguntó con un tono de voz extrañamente suave el desconocido que había apresado a Wren—. ¿Comida para los peces?

—Llevémosla a bordo —dijo Gargle

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