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Este volumen reúne los artículos publicados en la revista El País Semanal entre el 13 de febrero de 2005 y el 4 de febrero de 2007. Se corresponden con noventa y seis domingos, es decir, dos años de tarea, con la excepción de los cuatro domingos de agosto de 2005 y de 2006, meses en los que libré o tomé y di un respiro.
Mis colaboraciones semanales en esta publicación se habían iniciado dos años antes, el 16 de febrero de 2003, y las correspondientes a ese periodo fueron recogidas en el volumen El oficio de oír llover (2005), editado por Alfaguara, al igual que otras recopilaciones aún más antiguas: Harán de mí un criminal (2003), A veces un caballero (2001), Seré amado cuando falte (1999) y Mano de sombra (1997). En estas últimas pueden encontrarse los artículos que vieron la luz en otra revista, El Semanal, a lo largo de ocho años, entre finales de 1994 y finales de 2002.
Quiere esto decir que, con breves pausas, llevo un total de doce años escribiendo una columna dominical de extensión no precisamente mínima (de hecho Julia Luzán, mi principal contacto en El País Semanal y la encargada de preparar mis textos —todavía no escribo con ordenador, sino a máquina—, me regaña a menudo por hacerlas siempre algo más largas de lo deseable, y obligar a empequeñecer el tamaño de la letra impresa).
Hace poco, una estudiante de periodismo me envió un cuestionario con un montón de preguntas sobre mi actividad articulística. Una de ellas era «¿Cómo escoge los temas?», a lo cual sólo se me ocurrió responder lo siguiente: «Buena pregunta. ¿Cómo, en efecto? Me asombra que aún me surjan a veces asuntos nuevos». Debo añadir aquí que todavía me asombra más la existencia de lectores —quizá no son demasiados— que no estén hartísimos de los viejos. Porque lo cierto es que, al releer estas noventa y seis piezas en la corrección de pruebas, observo que hay cuestiones sobre las que insisto, con las inevitables repeticiones por las que me disculpo ahora. Éstas, sin embargo, no son tan sólo culpa mía, me doy cuenta. En España cada vez sirve de menos desmentir una información o desbaratar una creencia o echar por tierra una teoría; o explicar algo pacientemente, o rebatir opiniones, o demostrar lo ridículo o absurdo de una postura o de una costumbre o de una política, o argumentar en general. O razonar, en suma. No sé otros articulistas, pero yo tengo a menudo la sensación de que demasiada gente ha optado, como táctica, por «no darse por enterada» de lo que se le opone u objeta, o aun de lo que se le demuestra. De tal manera que con frecuencia uno se encuentra con que lo que ya ha dicho debe volver a decirlo, porque la primera vez es como si no contara (y a veces también la segunda y la tercera). Y así, si los que escribimos en prensa nos repetimos, es en buena medida porque la realidad española se repite infatigablemente, con una tendencia enfermiza a no escuchar ni enmendarse casi nunca, todavía menos a reconocer un error o una falacia y a disculparse por ellos. En esta actitud de fingir no haberse enterado, son nuestros políticos quienes se llevan la palma, pero no son los únicos en adoptarla. Se trata más bien de algo generalizado, instalado en la sociedad, lo que antiguamente se llamaba «un vicio». El mensaje que yo suelo recibir viene a ser este: «No me importa lo que usted ha dicho. Ni siquiera que yo no tenga argumentos que contraponer a eso que ha dicho. Ni siquiera que me haya convencido con sus argumentos. Ni siquiera que yo vea que lleva razón. Yo voy a seguir en lo mío, como si usted no hubiera hablado. No se esfuerce, porque yo tengo un escudo infalible, lo que en nuestra lengua se llama oídos sordos».
Supongo que por eso, en parte, he escogido como título de esta colección el de un artículo en el que su sentido es muy distinto del que le doy ahora: actualmente, en España, país caluroso donde los haya, es inevitable tener la sensación de que hay Demasiada nieve alrededor. De que no hay disposición a escuchar ni por tanto mucha posibilidad de diálogo. De que cada vez son menos los que aceptan dejarse convencer de algo, aunque se produzca el convencimiento. «Sí, usted me ha convencido, pero yo voy a continuar como si no lo hubiera hecho.» (Dicho sea entre paréntesis: como trato de no participar de los «oídos sordos», las notas de esta edición, a pie de página, son añadidos posteriores a la publicación de los artículos en El País Semanal, en su día. Alguna rectificación hay, y también quizá alguna disculpa, o al menos debería haberla.)
Uno se pregunta, entonces, por qué se esfuerza (además, claro está, de por la paga). Normalmente no encuentra respuesta. Quizá lo lleve a ello una intuición muy probablemente ingenua: la de que, si decide callarse, los fingidores ya ni siquiera tendrían que fingir no haberse enterado, sino que no se enterarían, simplemente, y podrían extender aún más su nieve.
Pero es muy fuerte la tentación de callarse, en este país de cerrazón y griterío, y antes o después sucumbiré a ella, casi seguro. A los lectores individuales que sí se dan por enterados, no sé si debo agradecerles o reprocharles que me lo hayan impedido hasta ahora.
JAVIER MARÍAS
Febrero de 2007
Hacia el berrinche eterno
Tomemos por una vez medio en serio a la actual Iglesia Católica, como si fuera una institución razonable y adulta y no pueril y caprichosa, con el berrinche y la rabieta como formas de expresión más habituales. Quejas, exigencias y quejas son casi lo único que oímos salir de sus diferentes bocas, de un largo tiempo a esta parte. Las últimas, cuando escribo esto, han surgido de la del mismísimo Papa, en su amonestación ad limina (nadie ha explicado lo que significa eso y no pienso ir al diccionario, pero todos los diarios se han hartado de repetirlo, así que ahí va, para no ser menos) a las altas jerarquías eclesiásticas españolas, de peregrinaje en el Vaticano. Y el Cardenal Rouco aprovechó para hacer sus apostillas: en Madrid «se peca masivamente», dijo. Y yo, que vivo aquí, imbécil de mí, sin haberme ni enterado.
La Iglesia parece haber olvidado que ninguna religión ha subsistido cuando ha dejado de hacer falta, o, mejor dicho, cuando los hombres han dejado de creer en sus preceptos primero, en su doctrina luego, y finalmente en sus deidades. Y una de las principales cosas de las que las sociedades occidentales han descreído es de la noción de «pecado», lo cual no supone por fuerza, sin embargo, que se hayan convertido en desalmadas. En ellas continúa habiendo acciones que se tienen por perniciosas, indebidas, condenables o simplemente «malas». Es más, en una época tan dada a legislar y a reglamentarlo todo —no debería ser así, no por parte del Estado—, cada día que pasa descubrimos más actividades prohibidas y mayor número de delitos improvisados. Dentro de poco lo será fumar, como saben, y no quiero ni imaginar el fortalecimiento de las mafias que significará eso, cuando se les añada el beneficio del tráfico de cigarrillos y habanos. No escasean, pues, las cosas que los contemporáneos encuentran muy censurables, y estos tiempos, para mi gusto, en realidad están entre los más puritanos y represores de los últimos sesenta años. Nunca en ese periodo se había querido controlar tanto el lenguaje y por lo tanto el pensamiento, que le va unido indisolublemente. Nunca se había cercenado la espontaneidad como ahora, ni había habido tantas demandas y pleitos —tanto recurso a la justicia— para dirimir asuntos que tradicionalmente no requerían de ella. La gente se ha desacostumbrado a zanjar sus diferencias por su cuenta, y no me refiero a la puñalada y la venganza, sino al diálogo, la concesión y el razonamiento. El actual intervencionismo de los Estados es monstruoso, con legislaciones hasta para arrancarle una hoja a un árbol en mitad del campo.
Pero la Iglesia no está contenta con tanto orden, y patalea porque quiere que sean sus leyes las que sigan rigiendo la vida de las personas, incluidas las no creyentes. El problema que no alcanza a ver, borrosa su visión por el despecho, es que, si la gente no cree, no cree, y nada puede hacerse al respecto. La gente de hoy sí cree que está «mal» matar, aunque lo vea a su alrededor a menudo y según quién lo haga no se inmute en exceso; desaprueba que se robe, pese a que a veces le haga gracia, extraña gracia; y sin duda le parece fatal levantar falsos testimonios, aunque la mayoría de nuestros políticos y periodistas se dedique entusiásticamente a ello, a diario. Pero la gente de hoy no ve mal alguno en el sexo, cuando se da a solas o de mutuo acuerdo; ni considera que el adulterio incumba más que al marido, a la mujer y quizá al tercero, ni condena los divorcios rápidos; tampoco ve nada punible en no «santificar» las fiestas, y no logra que le parezcan «pecado», ni siquiera metafóricamente, la gula ni la pereza. En cuanto a amar a Dios por encima de todo, me temo que a eso hace mucho que casi nadie está dispuesto, ni los fieles, porque a nuestro alrededor hay demasiadas personas tangibles a las que profesar más grande afecto. Y me juego un dedo a que no hay nadie —ni Rouco, estoy convencido— que juzgue muy grave saltarse ese primer mandamiento.
Sin duda a muchos les parece mal el aborto (yo, que no soy creyente, sé que nunca habría consentido en uno que de mí hubiera dependido), pero casi ninguno cree obrar «mal» por utilizar un condón, entre otros motivos porque percibimos gran diferencia entre interrumpir algo iniciado y evitar que eso se inicie. Y pocos objetan no ya a la homosexualidad, sino a que quienes la profesan se unan de manera legal si lo desean, con o sin «matrimonio», la palabra es lo de menos, un antojo etimológicamente desafortunado. Para que unos preceptos y una doctrina sigan vigentes y vivos, hace falta que se acepten, que se compartan, que acerca de ellos exista un común acuerdo no impuesto. Pretender que hoy las personas vean mal el uso de un preservativo, o el sexo, equivaldría a pedirles que condenen la idea de que la tierra es redonda. Y eso es lo que la actual Iglesia, tan tozuda y caprichosa como un niño malcriado que gozó durante demasiado tiempo del común acuerdo —y además lo impuso a menudo, cuando le fue posible—, no comprende. Y así se lleva después tanto berrinche, que hasta la eternidad puede durarle.
13-II-05
Sexo de colegio
Una vez al mes tengo la costumbre de ver la televisión durante un par de horas, repartidas entre los horarios matinal, vespertino y nocturno, con el fin de asomarme a ver cómo va el mundo, o ese mundo, quizá hoy más indicativo del resto que ningún otro. No es que no la vea además en otras ocasiones, incluso algún programa que otro entero (sin contar esas maravillas tituladas «Los Soprano» y —ridícula e infielmente, cuando se exhibió— «Hermanos de sangre», que hay que mirar con atención plena, como cuando se iba al cine en pasados tiempos): a diferencia de muchos escritores, no tengo nada en contra, sino mucho a favor de ella. Pero esas dos horas mensuales equivalen a hacer los deberes. Mi método es el siguiente: efectúo un recorrido por las principales seis cadenas, y, pongan lo que pongan en ellas, me quedo unos diez minutos en cada una, obligándome a ver lo que el azar me depare en ese rato. De modo que no tengo una idea cabal de casi nada, pero sí una aproximada y lateral del conjunto.
La mayoría de los programas parecen malos o muy malos e increíblemente repetitivos, como lo son esas series españolas de descomunal éxito que no se diferencian en nada —pero es que en nada, salvo en la moda que los personajes visten— de las antiguas películas chabacanas de Pedro Lazaga y sentimentalonas de Pedro Masó, de las palurdas de Paco Martínez Soria y de las «salidas» del peor Alfredo Landa, un buen actor que perdió en ellas media carrera, como López Vázquez, Pajares y tantos otros, y hoy Antonio Resines. Pero lo que más me llama la atención, desde hace ya bastantes meses si no años, es lo mucho que en la televisión nacional se habla de sexo, y de la manera más zafia, con frecuentes incursiones escatológicas si el programa viene de Cataluña o Levante (lo siento, pero por algo será que en los belenes de ambas zonas haya una figura imprescindible llamada el caganer, nada menos[1]). De sexo y prácticas sexuales se habla, abierta o alusivamente, a cualquier hora del día y en todo tipo de emisiones, desde las susodichas españoladas de enorme éxito hasta las elefantiásicas sesiones de Rosa Teresa Campo de Quintana, Senovilla de Siñeriz y demás supuestas «grandes damas» del medio, como las suele llamar la prensa más rancia. No hace falta decir cuán obsesiva se hace la charla en los espacios tardíos.
No es que me escandalice eso, y es más, casi nada de lo que hace las delicias de las presentadoras —y es de suponer que de los espectadores— me acaba de pillar muy de sorpresa. Pero no acabo de entender el fenómeno, porque hablar de sexo es una de las cosas más tediosas y menos variadas que puedan imaginarse... excepto si uno está por estrenarse. Y en mi último repaso caí en la cuenta. ¿De qué me suena a mí esto?, anduve pensando un rato. Porque lo cierto es que me sonaba algo. ¿A qué me suenan a mí esta clase de conversaciones? Me quedaba mis diez minutos en una cadena y en ella había una señora francesa con permanente cara de asco y cuello como de gargantilla negra perpetua (no la llevaba), soltando chorradas y banalidades de patio de colegio con aire de suficiencia. En otra salía un «sexólogo» engolado y feísimo con pose de estar de vuelta de todo y pinta de haber carecido de billete de ida, siempre, hacia sexo alguno. O una de esas «grandes damas» del rijo ponía cara de picardía y disertaba un rato, con medias pero transparentes palabras, sobre el tamaño de unos cuantos miembros viriles televisivos. O una jauría de periodistas de exploración preguntaba detalles de confesor a alguna moza que presumía de haberse pasado por la piedra a la mitad de la población taurina, qué sé yo, o futbolística. O una «sexóloga» pizpireta respondía con artificial sans-façon a las soeces preguntas de cabestros, normalmente. ¿A qué me suena a mí esto?, pensaba. En realidad ya lo he dicho: al patio del colegio, exactamente.
Es la única época de mi vida y de la de mis conocidos en la que, en vez de practicar el sexo, que es lo que tiene gracia, se hablaba de él monotemáticamente. Esto es, cuando los chicos aún no lo conocíamos, más o menos entre los doce y los quince años. Corrían variadas leyendas, y me vienen a la memoria frases sueltas de entonces: «Con una mujer da siete veces más gusto que una paja», aseguraba con extravagante precisión el que presumía de haber ya probado, en el veraneo promiscuo o con una puta. «Si le lames la oreja a la tía, no es capaz de resistirse», aventuraba otro. «Lo mejor, por lo visto, es que en el culmen te pasen por la espina dorsal una uña», apuntaba un tercero. «Y aún mejor en el agua.» Ese era el vocabulario. Que ahora se mencionen en las pantallas vibradores, sodomizaciones, bolas chinas y fustazos no cambia lo esencial del asunto: sólo hablan interminablemente de sexo quienes lo conocen poco o nada. No sé si es un síntoma más de la puerilización general o si, en contra de lo que se cree, gran parte de la población española todavía es virgen o casi. De ser lo segundo, la Iglesia Católica y su asustadizo Rouco, de los que hablé hace una semana, deberían dormir más tranquilos y ahorrarse su berrinche diario.
20-II-05
El País de las Capulleces
En más de una ocasión, para ilustrar los desvaríos de la justicia actual y la alergia a la responsabilidad de nuestras sociedades, he puesto como ejemplo uno sobre el que leí en la revista Time, hará diez o más años: un ladrón se coló en un garaje y allí robó un coche, a bordo del cual salió a tanta pastilla que en seguida se estrelló contra un árbol y hubo de pasarse meses en el hospital, recuperándose de las fracturas. Entonces se querelló contra el garaje, con este argumento: de haber estado mejor vigilado, él no habría podido robar el automóvil y no se la habría pegado. No constaba el resultado de la querella, pero sí que se había admitido a trámite, lo cual ya me parecía lo bastante loco y horripilante.
Ahora he de suponer que aquel ladrón americano ganó su pleito, a tenor de la lista de los Premios Stella que me envía mi amigo inglés Eric Southworth, junto con una nota, «Nuevas del País de las Libertades». Y también he de suponer que los casos mencionados son reales y no chistes paródicos, pese a su aspecto. Si lo de Time hace un decenio era cierto, lo que sigue no tendría por qué no serlo. Y si no lo es, es verosímil, lo cual ya nos indica en qué mundo vivimos.
Una señora de Texas se vio compensada con 780.000 dólares por una tienda de muebles en cuyo interior un niño pequeño correteaba; ella tropezó con él y se rompió un tobillo; el fallo del jurado tuvo algo de sorprendente, dado que el mocoso culpable del desaguisado era el propio hijo de la señora. Un joven californiano obtuvo 74.000 dólares, y el pago de los gastos médicos, de un vecino cuyo Honda le atropelló la mano; lo chocante es que la mano estaba donde estaba porque el joven se disponía a robar los tapacubos sin percatarse de que el dueño estaba al volante. Un ladrón de Pennsylvania desvalijó una casa y decidió escabullirse por el garaje; su puerta no se abrió por un mal funcionamiento del automático, y tampoco pudo volver a la casa porque él mismo había dejado cerrado el acceso a ésta; de vacaciones la desvalijada familia, el ladrón se pasó ocho días encerrado, subsistiendo gracias a una caja de Pepsis y a comida para perros reseca, que encontró por allí; como la situación le había causado «indebida ansiedad mental», el jurado de turno mandó indemnizarlo con medio millón de dólares. Estos tres casos quedaron empatados en el quinto lugar de los Premios Stella, mientras que el cuarto fue para un individuo de Arkansas, que fue compensado por un vecino cuyo perro le mordió en las posaderas; la cantidad (14.500 dólares más los gastos médicos) fue inferior a la solicitada, pues el jurado consideró una atenuante el hecho de que el individuo llevara un rato, antes de la mordedura, disparándole perdigonazos al perro con una escopeta.
El tercer premio fue para una mujer de Pennsylvania que demandó a un restaurante en cuyo suelo había restos de un refresco que la hicieron resbalar y partirse el coxis; fue admirable que el jurado le concediera 113.500 dólares, habida cuenta de que, si el suelo estaba mojado, era porque la mujer acababa de arrojar el refresco causante a la cara de su novio, treinta segundos antes del resbalón, para coronar una discusión que tenían. El segundo puesto fue para otra mujer, de Delaware, dañada por un night-club desde la ventana de cuyo lavabo cayó ella al suelo, perdiendo en el choque dos incisivos; la cosa había ocurrido cuando la mujer intentaba colarse al interior por dicha ventana, y así ahorrarse los tres dólares y medio que costaba la entrada; y no sólo se los ahorró, sino que el propietario del night-club hubo de pagarle 12.000 dólares y la factura del dentista. Por último, el primer Premio Stella se lo llevó este año un tipo de Oklahoma que se acababa de comprar una flamante autocaravana. A su regreso de un partido de fútbol, puso el automático a cien kilómetros por hora y abandonó tranquilamente el volante para irse a la parte de atrás y allí hacerse un café; el vehículo, no sin lógica, se salió de la autopista, chocó y volcó; el Oklahoman demandó a la marca por no haberle advertido, en su manual de instrucciones, que no podía ir de paseo por la autocaravana con ésta en marcha, y un jurado le dio la razón con 1.750.000 dólares y un vehículo nuevo idéntico al estrellado; la empresa, además, ha enmendado su manual, por si a otro capullo semejante se le ocurre comprar una de sus autocaravanas. Lo cual no es descartable, dado que sólo en aquel jurado había ya otros doce, muy comprensivos con sus iguales.
Comprenderán por qué no hay quien se lea los interminables manuales de nada. La cosa ya viene de largo, desde que una señora puso a secar a su perrillo en el microondas y lo sacó hecho trizas. Otro jurado culpó al manual de no avisar que tal uso no era recomendable sin fallecimiento. Esta señora, sin embargo, no fue Stella. Los premios se llaman así en homenaje a Stella Liebeck, anciana que se tiró un café encima y le sacó por ello una pasta a McDonald’s, en uno de cuyos establecimientos se lo habían servido. Por eso da tanto miedo cuando aquí se importan, una tras otra, todas las chorradas, capulleces y abusos del País de las Libertades.
27-II-05
Dejen de volvernos locos
Es un ruego a la FIFA, a la UEFA, a la FEF, a la FOFA o a quien corresponda, en nombre de millones de aficionados al fútbol. Pero mi caso, como todos los de demencia transitoria, tiene un preámbulo. Hará un mes o más, recibí una disparatada carta de Digital +, del que soy abonado, conminándome, como «local público» que soy, según ellos, a regularizar mi situación timadora, y me amenazaban con impedirme comprar más partidos en taquilla si no lo hacía, y «cortarme la señal». Por fax les comuniqué que yo era un particular, que a mi casa no venían clientes y que no se trataba de un establecimiento hotelero, ni de copas, comidas, ni tan siquiera pinchos. No hubo respuesta por su parte, pero supuse que habrían enmendado su error.
Llegó el sábado 19 de febrero y me dispuse a comprar en taquilla el muy atractivo Real Madrid-Athlétic de Bilbao, que se jugaba esa tarde, todo un clásico. Pero cada vez que lo intenté, en mi pantalla apareció: «Tarjeta no autorizada». Entonces me acordé de aquella ofensiva carta y empecé a llamar a los varios teléfonos que se me indicaban «para más información». Bien, ya saben de la detestable y despreciativa costumbre de los organismos y empresas, que lo obligan a uno a hablar largo rato con voces mecánicas y casi nunca con personas reales. Así que: Si quiere esto, marque 1. O 2. Marque almohadilla. Ahora asterisco. Ahora pistón. Diga su número de identificación. Catorce cifras, el tal número. Resultado final: Usted no puede comprar aquí, llame al número tal, en el que será atendido (exactamente el mismo al que ya llamaba, un callejón sin salida). Una vez y otra, vuelta a empezar, círculo vicioso, cerrado, con alguna variante: Los sábados aquí no hay ni dios (justo uno de los días en que se celebran partidos de Liga y la gente los compra, bastante caros, además). Notaba cómo iba convirtiéndome en una hidra, o en Mr Hyde. Aunque sepa que Canal + y Digital + no son del todo lo mismo, llamé a los teléfonos del primero, a ver si había allí algún desdichado. Marque 1. O 3. Almohadilla. Estafeta. Haga la prueba del algodón. No podemos atenderle. Déjenos en paz, que es sábado. Comunicación cortada. Vuelta a empezar. Musiquilla asquerosa. Le pasamos con un agente. Comunicación cortada, y así más de una hora de reloj. Por fin, a la vigesimoséptima tentativa, en el teléfono de «locales públicos», salió alguien real a quien pude exponer mi caso y señalar el error. Número de tarjeta. Número de NIF. Cuándo recibió esa carta. Le llegó por correo o por mensajero. Qué tipo de local posee. Repetí cinco veces lo del fax de un mes atrás. La voz femenina se apiadó de mí y accedió a activarme la tarjeta de nuevo, hasta que venga a mi domicilio un técnico para comprobar que aquí no se sirven tapas ni menús del día ni se cobr