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Portadilla
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Cita
Un mundo en 438 palabras
Las olas
La Pasión
Sangre
My way
Ciclista
Conquista
Víctimas
Viento solar
Mármoles
Villa Valeria
Río de espejos
La bala
Alquería
La ciudad
Tormento
Las cabras
Swing
Montaje
Otra bala
Idioma
Vanguardia
Doble de ron
Elegancia
Calendario
Cimientos
Casablanca
Mariposa
Alcachofas
Perdices
Pasarela
Veneno
Mar, 2005
Cóctel
Sólo bombas
Oráculo
Doble llave
Helada
El vacío
Alma negra
Desguace
Carbono
Siva
La paloma
Paraguas
Sumatra
Cigarrillo
Tiburón
Junio
Glándula
Boreal
Cuerpos
Fusible
Suicidas
Estrella
Oro de ley
Mojama
Exorcismo
La silla
Pantano
Bodegón
Los muertos
Harriet
Olivo
El dictador
Guepardos
Glamour 05
Estrellarse
Augurios
Galeón
La caspa
Mafia
Cerebros
A un amigo
Pasiones
Stromboli
Deshielo
Capote
Las vigas
Equipaje
República
Báltico
Cónclave
Prometeo
El gato
El tren
Cenáculo
Mítica
Gol, gol, gol
Pañería
Perdedor
Preguntas
Agenda G-8
La mano
El curso
Nadar
El rayo
Marilyn
Violencia
El cazador
A los héroes
La cáscara
La berrea
El becerro
Turistas
Metamorfosis
El Misterio
Tren bala
El balancín
Elegía
Cine mudo
Gentleman
Sobre arte
Sonidos
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Armario
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Nazareno
Milagros
Mitología
El infierno
Vírgenes
La novia
Mercadillo
Ejercicios
Jóvenes
Azcona
La raya del tigre
Pirómanos
Arqueología
Tertulia
Territorio
Sobre el autor
Créditos
Las columnas de Manuel Vicent no pretenden soportar ningún peso muerto; sólo están escritas para el placer de los sentidos.
JOAN MANUEL SERRAT
Un mundo en 438 palabras
Escribir un a modo de prólogo en un libro que recopila una buena parte de las columnas de Manuel Vicent no es una osadía, que lo es; ni un despropósito, que también lo es; es, fundamentalmente, un ejercicio de humildad espiritual por paradójico que pudiera parecer. Escriba lo que se escriba nunca se estará a la altura de ninguna de las suelas de sus zapatos. Admitido y reconocido esto, el empeño es más fácil.
Las columnas de Vicent son las 438 palabras más brillantes de la prensa diaria española actual. Naturalmente, unas tendrán más aceptación que otras pero todas ellas muestran su enorme talento. Y hay que ser del oficio para comprender las dificultades que entraña entregar todas las semanas un artículo tan reducido y que a la vez sea un suntuoso compendio de observación, estilo y sabiduría.
Jesús de Polanco solía decir en público que comenzaba a leer el diario de los domingos por la columna de Vicent, comentario que siempre encontraba una cierta reserva entre los responsables máximos de las finanzas y la administración de la empresa por razones exclusivamente monetarias pues los elogios del presidente suelen ser sinónimo del aumento del caché. Rafael Sánchez Ferlosio, por su parte, no ocultaba nunca su admiración por las mencionadas columnas «menos cuando se pone muy lírico». De Rafael Azcona, y con ello finalizo las referencias de ilustres lectores, cabe señalar que tras una columna de Vicent en la que apuntaba que sólo le faltaba el ser bombardino de la banda de Liria para alcanzar la perfección, el maestro de Logroño no tardó ni dos días en matricularse en una academia de música. Tal es su capacidad de influencia y seducción.
En la literatura española del siglo XX hay dos grandes escuelas en la narración de hechos o anécdotas: la barojiana, que exige documentación y rigor, trabajo de campo y atenerse con precisión a los acontecimientos comprobados, y la valleinclanesca, en la que el ingenio y la imaginación suplen con creces la fidelidad a lo ocurrido. Vicent, pese a que siempre reconoció su deuda con Baroja, tiene un punto de Valle que le permite elegir con gran libertad sus temas, dejarse llevar por lo que le sugieren a bote pronto y al margen de datos o comprobaciones. Nadie como Vicent ha reflexionado mejor y con mayor brevedad sobre los olores y sabores de la infancia, sobre el caos y la sensualidad desbordada del Mediterráneo, sobre las bolsas de plástico de todo tipo de comercios y grandes superficies que suelen llevar en las manos con una enorme constancia los peatones españoles, o sobre el póquer, la amistad, el amor o los nuevos hábitos de la juventud. En sus columnas se pueden encontrar desde síntesis excelentes de los presocráticos a dedos en las llagas de la barbarie contemporánea, nacional o extranjera, a la extraordinaria habilidad de las damas jóvenes y bellas para hacer saltar la visa oro de sus maduros acompañantes o a la gran duda de si el fragor de la mascletà se debe a la pólvora o es la ruidosa celebración de la fusión de dos cuerpos adolescentes encima de una moto pues una y otros forman parte de la misma escenografía.
Viajar con él, y sobre todo en él, es recorrer el ancho mundo, desde las exquisitas proporciones de las estatuas de Fidias a la crueldad de las guerras tribales subsaharianas o al anhelo de los doctos profesores por ganar el Premio Nobel de Física o Química porque el galardón da derecho a tener plaza propia en el aparcamiento de la Universidad de Chicago. Definir como definió en uno de sus perfiles veraniegos a José María Aznar como un juez de línea, ni siquiera árbitro, y el que años más tarde la transcripción de las conversaciones del linier con Bush Jr. en su rancho de Crawford (Texas) le diera la razón histórica es sólo una muestra de su perspicacia.
Con él llegó el escándalo, la desvergonzada demostración de que 438 palabras pueden encerrar un mundo, toda la complejidad del ser humano, y sin que se le caigan ni los palos del sombrajo ni los anillos. Un lujo.
ÁNGEL S. HARGUINDEY
Las olas
El mar sólo es un conjunto de olas sucesivas, igual que la vida se compone de días y horas, que fluyen una detrás de otra. Parece una división muy sencilla, pero esta operación, incorporada a la mente, ha salvado del naufragio a innumerables marineros y ha ayudado a superar en tierra muchas tragedias humanas. Recuerdo haberlo leído, tal vez, en alguna novela de Conrad. Si en medio de un gran temporal el navegante piensa que el mar encrespado forma un todo absoluto, el ánimo sobrecogido por la grandeza de la adversidad entregará muy pronto sus fuerzas al abismo; en cambio, si olvida que el mar es un monstruo insondable y concentra su pensamiento en la ola concreta que se acerca y dedica todo el esfuerzo a esquivar su zarpazo y realiza sobre él una victoria singular, llegará el momento en que el mar se calme y el barco volverá a navegar de modo placentero. Como las olas del mar, los días y las horas baten nuestro espíritu llevando en su seno un dolor o un placer determinado que siempre acaba por pasar de largo. Cuando éramos niños desnudos en la playa no teníamos conciencia del mar abstracto, sino del oleaje que invadía la arena y contra él se establecía el desafío. Cada ola era un combate. Había olas muy tendidas que apenas mojaban nuestros pies y otras más alzadas que hacían flotar nuestro cuerpo; algunas llegaban a inundarnos por completo con cierto amor apacible, pero, de pronto, a media distancia de nuestro pequeño horizonte marino aparecía una gran ola muy cóncava adornada con una furiosa cresta de espuma que era recibida con gritos sumamente excitados. Los niños nos preparábamos para afrontarla: los más audaces preferían atravesarla clavándose en ella de cabeza, otros conseguían coronarla acomodando el ritmo corporal a su embestida y quienes no veían en ella una lucha concreta, sino un peligro insalvable, quedaban abatidos y arrollados. Con cuánto placer dormía uno esa noche con los labios salados y el cuerpo cansado, abrasado de sol, pero no vencido. La práctica de aquellos baños inocentes en la orilla del mar es la mejor filosofía para sobrevivir a las adversidades. El infinito no existe, el abismo sólo es un concepto. Las pequeñas tragedias de cada día se componen de olas que baten el costado de nuestro navío. La única sabiduría consiste en dividir la vida en días y horas para extraer de cada una de ellas una victoria concreta sobre el dolor y una culminación del placer que te regale. Una sola ola es la que te hace naufragar. De ésa hay que salvarse.
La Pasión
Un cura rústico predicaba la pasión de Cristo a unos fieles muy ingenuos. Demorándose en cada pormenor de sangre, el cura describía la corona de espinas clavada en el cráneo del Redentor, los latigazos de plomo que los sayones le daban en la espalda desnuda, el escarnio de los salivazos en el rostro, las tres caídas en la calle de la Amargura bajo el peso de la cruz, los clavos en el madero con los cartílagos astillados, la lanzada del centurión en el costado, los pulmones encharcados, la irremediable sed de la agonía con la lengua divina pegada al paladar. El cura se relamía yendo de llaga en llaga sobre el cuerpo de Cristo, hasta que se dio cuenta de que todos sus feligreses estaban llorando. Asustado ante la aflicción que sus palabras habían causado, trató de remediarla y remató el sermón con gran desparpajo, diciendo: «Bueno, tranquilos, esto es lo que me han contado, pero no lloréis, hijos míos, porque lo más probable es que todo sea mentira». Algo semejante debería exclamar ahora el cineasta Mel Gibson ante su película sobre la pasión de Cristo que acaba de llegar a las pantallas: «Que no cunda el pánico, chicos, porque la verdad es que la mayor parte del presupuesto lo he invertido en zumo de tomate». El éxito mundial de este largometraje se debe a su sadismo. Esta vez la descripción minuciosa de la tortura ha llegado al fondo de la sordidez moderna, ante la cual los espectadores más sensibles se desmayan, algunos no pueden soportar las imágenes y abandonan el cine, pero otros se sienten atraídos por su ferocidad y quedan clavados en la butaca sollozando. Son ya cuatro los muertos de infarto. No obstante, en este caso la sangre de Cristo no es sino el ketchup que se usa para las hamburguesas, sólo que aquí no se ha dado ese salto cualitativo en que el exceso de crueldad provoca la risa. En España, la tradición de su imaginería sagrada va desde la pastelería de los pasos de Semana Santa de Salzillo hasta esos Crucificados terribles con pelo natural, truculentos, cubiertos de heridas, todas mortales de necesidad, que duermen bajo el polvo cerrado de algunas iglesias de pueblo. Personalmente prefiero esos Cristos de la Escuela Flamenca, los de Van der Weyden o de Memlinc, rubios con la barba recortada, de carnes levemente maceradas por el dolor, con pinta de hippies recién duchados, con las rodillas apenas llagadas, como si acabaran de caerse de la moto. Pero Mel Gibson nos ha vendido un Nazareno atropellado por un tren de mercancías cargado de judíos y romanos.
Sangre
Un tabique liviano separa las dos aulas del instituto: a la misma hora, en una de ellas se explica el misterio de la Santísima Trinidad y en la otra se da el teorema de Pitágoras. Las voces de los profesores de religión y de matemáticas a veces se entrecruzan, y cuando ambos callan, entonces desde el patio llega el canto de los pájaros. En una de las pizarras está dibujado un triángulo equilátero con el ojo divino que todo lo ve. El misterio de la Trinidad consiste en que Dios son tres personas distintas con una sola sustancia y también lo contrario. Los alumnos repiten de memoria este enigma teológico sin que su cerebro estalle. En la clase de matemáticas también se halla dibujada otra figura geométrica. El profesor la explica señalándola en la pizarra con el puntero: en el triángulo rectángulo el cuadrado de la hipotenusa es igual a la suma de los cuadrados de los catetos. Con el teorema de Pitágoras se han levantado ciudades en la Tierra y se han medido las distancias estelares que nos permiten mandar nuestras naves a las esferas celestes; en cambio, después de miles de años, el ojo de Dios, enjaulado en el triángulo equilátero, sigue produciendo lágrimas de sangre hasta anegar el curso de la Historia. Me pregunto qué habría pasado si, desde el principio, ese ojo de Jehová se hubiera instalado en el interior del triángulo rectángulo de Pitágoras. Tal vez el fanatismo que habría generado sería racional y matemático. Al terminar las clases los dos profesores se largan por el pasillo, uno cargando con la fe y otro con la razón. Infinidad de fieles se han degollado por la interpretación de una sola palabra teológica; los credos religiosos han causado innumerables matanzas, pero también las matemáticas han servido para que las armas sean inteligentes y puedan exterminar con un rigor implacable a gente inocente y anónima. El tabique que separa las aulas del instituto no tiene apenas consistencia y durante estos días de primavera es percutido de un lado por los dogmas y de otro por los axiomas, por el paraíso terrenal y el álgebra, por el Espíritu Santo y la trigonometría, por la resurrección de la carne y la raíz cuadrada, por el cielo y las ecuaciones, por el infierno y los quebrados. Ninguno de los dos profesores duda, pero si quedan callados, en medio de su silencio se oyen los chillidos de los pájaros que están furiosos de amor. Esos pájaros son también los de Bagdad que ahora se persiguen para amarse en las palmeras entre el fanatismo de la religión y el racionalismo de las armas, dos fuentes inagotables de sangre.
My way
Al inicio de los años setenta, cuando el dinosaurio estaba en trance de desaparecer, de pronto, en las noches de Oliver y Carrusel comenzó a sonar Sinatra cantando My way y yo me encontraba allí frente a un Drambuie con hielo, mi licor amable de entonces. En ese tiempo los progresistas aún pelábamos patatas en el cuartel del franquismo, pero cada uno trataba de ser feliz a su manera y, según la letra de la canción, también mordíamos más de lo que podíamos masticar. Las novias habían comenzado a amar de otra forma. Con las botas altas habían conquistado los taburetes de las barras y, aunque les parecía un poco canalla, adoraban la voz de Sinatra, que les obligaba a cerrar los ojos. My way comenzó a sonar también bajo los pinos del derruido jardín de Villa Valeria, donde un grupo de alucinados pacifistas intentábamos a nuestra manera derribar la dictadura con aviones de papel, y un día, desde la alta nieve del Guadarrama, vimos pasar por el fondo del valle sobre un armón de artillería al dinosaurio envuelto con la mortaja de aquella canción. My way ilustró después todo el tiroteo de la Transición y al llegar la libertad me recuerdo bajo el cañizo de un bar mediterráneo que filtraba una luz abrasada de mediodía oyendo la voz de Sinatra, que decía: «Cuando tuve dudas me encaré con todo y no me hundí, lo hice a mi manera». Hay canciones que sintetizan los sueños de una época, una forma de sobrevivir o de enfrentarse al destino. Durante años he llevado esa música en el coche y en medio de ella he ido envejeciendo. En muchos viajes he atravesado esa canción como si fuera un paisaje que me conducía a un horizonte de ojos azules. No era Sinatra un moralista, sino más bien un pendenciero flaco, con el tabique nasal de platino, pero su garganta, que había admitido hectolitros de whisky Jack Daniel’s, era un terciopelo ligeramente raído por donde pasaba la voz de My way para contarnos sus caídas y formas de levantarse, su orgullo y sus derrotas. Ahora mismo la estoy oyendo en la terraza de una playa solitaria. Algunas ráfagas de viento de abril se llevan fragmentos de la melodía hacia alta mar y enseguida vuelve desde las aguas azules para recordarme aquellos días en que aspirando un cigarrillo Lucky Strike también yo quería construir un mundo de humo a mi manera y uno de aquellos aros que salían de mi boca servía de corona al mejor de mis sueños. Sí, hubo una vez, seguro que lo sabéis, en que cada uno tuvo un momento de gloria que lo hizo inmortal. A su manera.
Ciclista
El atentado acaba de suceder. Está ardiendo un convoy militar; dos carros de combate humeantes exhiben a los tanquistas muertos con la cabeza fuera de la escotilla; varios cadáveres civiles se hallan esparcidos por el asfalto. La gente expresa su dolor arañándose la cara; en primer plano una mujer grita con un niño ensangrentado en brazos; las ambulancias no han llegado todavía. En ese momento las cámaras muestran a un tipo que cruza por en medio de esa masacre en bicicleta pedaleando de forma desganada y ni siquiera se digna volver el rostro hacia el espectáculo. La figura de este ciclista impasible se ha repetido en otros lugares, en otras matanzas, en Irak, en Afganistán, en Argelia, en el antiguo Vietnam. Siendo cada vez un hombre distinto es siempre el mismo hombre. A veces también atraviesa esta carnicería humana con gran parsimonia montado en un pollino. Cualquier tragedia le deja indiferente. Nadie sabe de dónde viene ni adónde va este hombre ni si tiene familia, trabajo o destino alguno en este mundo. Mientras el terrible atentado sigue su curso, entre varias camillas que cargan muertos y heridos, unos perros se aparean en la esquina y para todos juntos brilla el mi