Harán de mí un criminal

Fragmento



Índice

Portadilla

Índice

Nota previa

Al rico desastre

Amar al malo

Sisadores y sádicos

Ni mérito ni misterio

McDocencia

Savater o ¿cómo que todo?

Flechas y garfios

Captain Sadwing

La risa mayor

Inmortalidad o pillaje

Fastidiosos y muy embarazados

Tremendamente ofendida

Una herencia muy antigua

Abalorio

La estación infrahumana

Paridas o paridos

El ansioso y el ambicioso

Frías, acomodadas, cobardes

Cuando no es triste la muerte

Eso no me lo nieguen

Hijos de jetas

Los que sólo desaparecen

Estamos rodeados, Pérez-Rafferty

Vinieron los grandes vientos

Lo que se pone rancio

El patriotismo y la rabia

Novela y espías en Soria

Tiburones sin dientes

Su caucásico servidor

En el infierno te verás

La felicidad de fastidiar

Majaras y majaderos con monederos

Ustedes

Misterios de la imbecilidad

Diálogos para perder el juicio

Un sentimiento olvidado

A la vejez el vaina

Que salgan ya Tintín y Bond

Honrados deudores y míseros robaperas

Quién es el idiota

¿Es usted el Santo Fantasma?

Ni más ni menos que animales

Entre el dolor y la nada

Acusica Barrabás

Por la felicidad de los lectores

La traición a Henry Adams

El concepto más funesto

Harán de mí un criminal

El mejor de los amigos

El mal del bien parecido

Del aire y de tinta y papel

Lo despreciable que mancha

Parásitos de tu propia sangre

Incontinentes de solemnidad

Bausanes

Una incansable enfermedad

Rajo, luego existo

Manda bolas el mando

Ni como bultos ni como idiotas

El amargo valor de algunos muertos

De nociones erróneas y groseras costumbres

Píseme el cogote, jefe

Las tolerancias necias

Las jetas nuestras de cada día

Lo peor todavía

My Fair Arzallus

Con los quevedos puestos

Pues ya no me caso

Un maravilloso manual de fingimiento

Los nuevos Picapiedra

Querido Corso de Flandes

Presueño de una noche de verano

Hacia la ley del más grosero

Qué diablos se hace con nuestro dinero

Todos somos mamarrachos

La carta del hombre delgado

Imprenta o fuego

Cuando una sociedad está putrefacta

Genios a merced de mindundis

Paisaje con puta y mastuerzo

Desodorante Al Qaeda

En Marbella ni huella

Negocio de lo normal como anomalía

Sean ustedes peleles

El estrabismo de los semidioses

O Hércules o Fernando VII

La ausencia de sesos

El insulto definitivo español

Las civilizadoras

Y las incivilizadas

Las estafas cotidianas

Así que confié en la Renfe

Ignorante e idiota y desequilibrado

Guía para descartar lecturas

Enfermos de inmoralidad

La casa en semiorden

Una explicación y un adiós

Postdata

Un inédito censurado: Creed en nosotros a cambio

Notas

Sobre el autor

Créditos

Nota previa

Nota previa

El presente volumen reúne los artículos publicados en el suplemento dominical El Semanal entre el 18 de febrero de 2001 y el 15 de diciembre de 2002. Se corresponden con noventa y seis domingos, o casi dos años de tarea.

Si son casi dos y no dos completos, es por lo que comentaré un poco más tarde. Mis primeros seis años de colaboración con ese suplemento fueron apareciendo, recopilados en forma de libro, en tres volúmenes anteriores, titulados respectivamente Mano de sombra (1997), Seré amado cuando falte (1999) y A veces un caballero (2001), publicados todos ellos por Alfaguara.

Se hace sin duda necesaria una breve explicación para los posibles lectores de Harán de mí un criminal. Durante los casi ocho años en que irrumpí en los desayunos dominicales de los lectores de El Semanal, mi vecino de página (él ocupaba la anterior) fue Arturo Pérez-Reverte, quien ya estaba allí cuando yo aterricé y ahí continúa tras mi despegue. A lo largo de todo este tiempo, él y yo desarrollamos una curiosa amistad —cómo llamarla: supongo que periodística o quizá columnística; o tal vez alusiva—, y con frecuencia nos gastábamos bromas de una página a otra, cada vez con mayor confianza, como es natural. Debe tenerse esto en cuenta para la mejor comprensión de algunos de los artículos aquí incluidos (por ejemplo, el titulado «Flechas y garfios», relativo a la «invasión internética» que los asiduos de una web a él dedicada llevaron a cabo «contra» los de una dedicada a mí, y cuyo relato o versión parcial había ofrecido previamente Pérez-Reverte en una de sus columnas, o «Captain Sadwing», en el que yo respondía a sus habituales pullas anglófobas —solía referirse a mí como al «perro inglés»—). Y asimismo conviene aclarar que algunos nombres que podrían resultar enigmáticos para los lectores de este libro no son sino los diferentes apodos con que yo me dirigía a él o lo mencionaba. Así, los siguientes: Duke of Corso (su sección se llamaba Patente de Corso, la mía Reino de Redonda), Pérez-Rafferty, Pérez-Corso, Corso de Flandes, Captain Sadwing y alguno más que no recuerdo ahora.

Esa amistad dominical impresa tocó a su fin al cesar yo en mis colaboraciones el 22 de diciembre de 2002. Mi marcha se debió a la censura que uno de mis artículos padeció por parte de los responsables de El Semanal, y que nunca llegó, por tanto, a publicarse. En el penúltimo apartado de este volumen, «Una explicación y un adiós», doy cuenta de este episodio, y en el último, «Un inédito censurado: Creed en nosotros a cambio», reproduzco esa pieza tan ofensiva y transgresora que no le fue permitido ver la luz. Ambos textos —esos penúltimo y último— los «colgué» en la web antes mencionada —www.javiermarias.es, creada por Montserrat Vega, de Gijón— para no rodear de tanto misterio, en su momento, mi repentina y nunca anunciada desaparición de El Semanal tras esos casi ocho años de presencia continua en él.

Quizá no fue suficiente. Hay aún muchos lectores que me preguntan qué pasó, por qué no me despedí de ellos siquiera, al cabo de tanto tiempo o compañía. No me fue posible, como cuento en ese penúltimo texto. Y tampoco ayudó a difundir lo ocurrido el insólito hecho de que en este país en el que tantos escritores y columnistas ofician habitualmente de solidarios, de denunciadores de las injusticias y de defensores a ultranza de la libertad de expresión, ni uno solo de ellos protestara ni se hiciera eco en la prensa de lo sucedido con ese artículo mío y mi consiguiente renuncia. Más llamativo aún en la medida en que la censura aplicada por el antiguo Grupo Correo (hoy Vocento) fue de carácter eclesial. Desde luego, yo soy el menos indicado para explicármelo, pero tras ese silencio casi unánime de mis colegas, cada vez que a uno de los más «éticos», o sermoneadores, o justicieros, se le llena e inflama la boca de palabras nobles o de embellecedoras indignaciones ante el ejercicio de la censura, no puedo por menos de sonreírme y de mascullar para mis adentros: «Fariseo». O «Farisea», eso también.

Como título para este volumen he elegido el de un artículo concreto, «Harán de mí un criminal», a instancias de la encargada de la edición, Carme López. Creo que no puede ser más adecuado, por varias razones: la primera, porque algo criminal se siente uno siempre cuando es objeto de censura y a ningún compañero de profesión le parece mal; la segunda, porque cada vez es más difícil no incurrir en algún tipo de criminalidad en estas sociedades nuestras tan dadas a inventar nuevos delitos y en las que a diario se desarrolla y crece el espíritu policial, aunque use diferentes máscaras; la tercera, porque, según he comprobado al releer seguidos estos noventa y seis artículos (o bueno, noventa y siete contando el que se me tumbó), poco a gusto resulto estar con los tiempos presentes, sobre todo a partir del 11 de septiembre de 2001 (en esto no soy original), y nada de extraño tendría que ese desasosiego y ese desagrado me llevaran pronto a delinquir. Si bien tampoco descarto, y así lo señalo en más de una ocasión, que sea yo el idiota, y el falto de entendimiento, y el escaso de luces, y no las actuales época y sociedad, a las que a menudo acuso de todo eso en esta colección de artículos.

Sólo me queda disculparme por las seguras repeticiones que detectarán los lectores, sobre todo si ya conocen Mano de sombra, Seré amado cuando falte y A veces un caballero, de los que este Harán de mí un criminal es la natural prolongación. Cada uno tiene sus manías, eso es seguro, que se delatan en sus opiniones, sobre todo cuando uno opina tanto como todos los domingos a lo largo de casi ocho años. Algo excesivo, sin duda, que difícilmente me haré perdonar, y que probablemente me convierta asimismo en un auténtico criminal.

JAVIER MARÍAS
Julio de 2003

Al rico desastre

Al rico desastre

Debo preguntarme una vez más si soy un exigente o un pesimista o qué me ocurre, porque a mí me parece que aquí nada funciona y todo marcha cada vez peor, y sin embargo no veo que dimita ningún responsable de nada ni que la gente se amotine, así le saquen hasta la última perra a cambio de incompetencia, así le hagan la vida imposible. Reconozco que llevo una pésima racha doméstica, y ya sé que uno no debe sacar conclusiones generales de su caso particular. Pero como veo la televisión y leo la prensa y hablo con mis amistades y hasta recibo cartas de desconocidos, y veo que la mala racha no me afecta a mí solo, no me queda sino admitir que España no va bien en modo alguno, sino que está hecha una calamidad y un adefesio, sobre todo por culpa de las varias gestiones gobernantes, con el Partido Popular a la cabeza: lo suyo ya clama al cielo tanto como acabó clamando lo de sus primos del PSOE. Abandonemos, así, toda esperanza.

Dejaré de lado las cuestiones más graves, de las que ya se ocupan a diario tantos otros articulistas. No voy a referirme, pues, a las «vacas locas» ni a los insensatos Ministros de Sanidad y Agricultura, como salidos del poco cómico dúo de Los Morancos y de La matanza de Texas, ella y él respectivamente. Tampoco al síndrome de los Balcanes ni al submarino eternizado, ni a Fungairiño y Fraga, ambos con la fortuita pero funesta F fatídica en nuestros feudos desde Fernando VII hasta Franco, una fatalidad esa F. Ni a los intentos de Aznar por convertir a los jueces en títeres a su servicio (quizá lo más grave de cuanto sucede), ni a su creciente alergia a las críticas, con el consiguiente desprecio hacia quienes se las formulan y su galopante instalación en la irrealidad más absoluta, la que lleva a negar sin más la existencia de contratiempos y errores. Ni a la actual, injusta y sobre todo imbecilizada Ley de Extranjería (es una imbecilidad completa dar instrucciones imposibles de cumplir, lo sabe hasta un niño). Ni a los incumplimientos de lo pactado en esa mancha nacional llamada El Ejido, orgullosa además de serlo. Ni siquiera a la insolidaridad cerril de los presidentes autonómicos en la cuestión del agua, ni al Increíble Cerebro Menguante que suelta sin cesar sandeces y domina en el País Vasco, desprestigiándolo a diario.

No, me voy a centrar en mi presente situación doméstico-ciudadana, que, insisto, no parece ser ni excepción a la regla ni asunto de mala suerte. Desde hace semanas, este es mi cuadro: a) el teléfono está estropeado, y habré llamado doce veces a Averías, sin éxito; cuando por fin vino un técnico, no supo bien cuál era el problema, y sólo se le ocurrió decirme que renunciara a usar inalámbricos, estupenda solución la suya; b) al vecino de abajo le cae agua, pero de ella no hay rastro en mi piso; un fontanero anuncia que va a venir doce veces e incumple todas; cuando por fin aparece, tampoco tiene idea de en qué consiste el problema, así que va a «hacer pruebas» un día de estos, y no quiero ni imaginármelas, sobre todo porque no garantizarán el arreglo de nada; c) vuelven a desaparecerme en Correos —o lo digo de otro modo: en los larguísimos y complicados trayectos entre Madrid y Barcelona, por ejemplo— numerosos paquetes y cartas; allí, donde residen mi agente literaria y la editora del Reino de Redonda, muchos carteros tienen por costumbre no trabajar en lunes ni a veces en martes ni miércoles, y en cambio aparecen en las casas, demencialmente, los sábados o los domingos, cuando la gente no está o está durmiendo; d) no me funciona el vídeo nuevo, y por aquí ya han pasado los de la tienda, antenistas, los técnicos de la marca del aparato y no sé cuántos «especialistas» más, sin que por ahora ninguno haya dado en la clave, nada como los expertos; e) la ciudad —como siempre, pero más— está horadada de una punta a otra, zanjas y andamios y vallas por todas partes, una tortura permanente y casi siempre inútil e injustificada; f) hace por tanto meses que no hay nada ni remotamente parecido al silencio, y los fines de semana, cuando las obras paran, la Policía Municipal es incapaz de imponerlo mínimamente a la población más sádica, que sólo se divierte si chilla y patea los cien mil contenedores entre las tres y las siete de la madrugada; g) los mismos guardias no sólo no evitan, sino que fomentan el continuo atasco de todas las calles a cualquier hora. Etc, etc.

Suerte que no me queda espacio para agotar el alfabeto, que lo agotaría, no lo duden. Un país en el que nada funciona en lo cotidiano, ni lo público ni lo privatizado ni lo privado, y al ciudadano se le ponen sólo obstáculos e impuestos; en el que un Gobierno con mayoría absoluta y al frente de muchísimos Ayuntamientos es incapaz de garantizar unos servicios decentes, afrontar o resolver un solo problema grave, y al mismo tiempo se dedica a invadir territorios ajenos y a controlar cuanto puede con afán totalitario (esto lo aprendieron del PSOE, o quizá de más antiguo), ese país es un desastre. Miren a su alrededor, y ya me dirán qué hacemos.

18-II-01

Amar al malo

Amar al malo

La otra noche vi, en una televisión de pago y ya empezado, un documental norteamericano titulado algo así como Enamoradas de asesinos, que se ocupaba de varios casos de mujeres prometidas o casadas con culpables no ya de homicidios, sino efectivamente de asesinatos, algunos de particular repugnancia y vileza. Salían un tal Danny Rolling y su novia, una peluquera rubicunda, gordita y chata; un tal Richard Ramirez y su señora, asimismo regordeta y algo añosa; o un tal Eric Menendez y su ex-novia, pues ella lo había dejado por haberle él sido «infiel» con otra (nunca se había dado sexo real entre ellos, sólo telefónico). Esta última era joven y agraciada.

Lo llamativo del asunto, claro está, es que no se trataba de las esposas o parejas anteriores a los crímenes de esos convictos. Uno puede entender sin demasiada dificultad que alguien se empeñe en seguir queriendo y apoyando a quien ya quería antes de que ese ser amado se cargase a unos cuantos semejantes. He dicho «sin demasiada dificultad», lo cual no significa «con facilidad». Pero en fin, los vínculos entre los humanos son a veces muy profundos, por complejos o por elementales, y uno comprende a medias que pueda resultar casi imposible desanudarlos o retirar según qué afectos (pienso, sin ser madre, en lo costoso que ha de serle a una madre retirárselo a sus vástagos, hagan éstos lo que hagan). Estas mujeres, sin embargo, habían conocido y por tanto habían decidido amar a esos asesinos cuando estaban ya condenados y encarcelados, unos a la espera de ejecución, otros instalados en su cadena perpetua. El documental concluía con un rótulo en el que se venía a decir que estos casos no eran tan infrecuentes o extraños como podría haber creído el espectador: la mayoría de los culpables de asesinato de los Estados Unidos, se informaba, recibían alrededor de quinientas cartas anuales de mujeres (cada uno), interesándose por ellos. Esos individuos, colegía uno, tenían dónde elegir.

Las imágenes iban mostrando a las novias y a los asesinos, por separado o, en alguna ocasión, juntos. Uno de los del corredor de la muerte, Rolling, había tenido otra enamorada antes de la peluquera: una mujer de mediana edad que escribía su biografía. En una escena se veía cómo este hombre, ante un juez, y tras la pregunta —imagino que formularia— «¿Quiere añadir algo?», se arrancaba con una exhibicionista declaración de amor hacia su biógrafa, presente en la sala, a la que en seguida ponía música literalmente, para cantarle una canción de bonita letra, muy ufano, con buena voz y con contoneo. Ella lo contemplaba embelesada: crédula de su pasión, divertida por su osadía, halagada, idiotizada. Más tarde aparecía doliente y furiosa porque Rolling, sin previo aviso, la había sustituido por la peluquera. Ésta, a preguntas de una cliente («¿Te vas a casar con él? ¿Y no te da miedo, sabiendo lo que hizo?»), confesaba que algo de repelús sí le daba su inminente matrimonio, que por otra parte no iba a consumarse, al prohibir su Estado el sexo a sus precadáveres. Pero que, claro, pese a lo que Danny había hecho, también existía un Danny que sólo ella conocía y que era tierno, amable, sensible, galante e inteligente. Listo ya parecía el tal Danny cuando se dirigía a la cámara, tratando de causar buena impresión, pero con una falsedad tan evidente que era del todo imposible percibir en él la menor señal de arrepentimiento. Este Danny se había llevado por delante, uno por uno y en diferentes fechas, a cinco jóvenes, en el caso de las chicas (tres, si mal no recuerdo) tras haberlas violado y mantenido con vida largas horas, haciéndoles creer que no morirían si se portaban. Por su parte, Menendez y su hermano Lyle se habían cargado, con premeditación y frialdad, a su padre y a su madre; y Ramirez, creo, era culpable de una no corta serie de asesinatos gratuitos. Un hombre atractivo este último, al que, en el transcurso de un juicio, se veía timarse desde el banquillo con una mujer del público que, según contaban, le había abierto bien las piernas para que echara un vistazo a sus lindas no-bragas.

Las tres novias o esposas que alcancé a ver parecían pánfilas, por no decir unas pavas y unas bobas; ingenuas, crédulas hasta lo inverosímil; juraría que cualquier espectador desapasionado se daba cuenta del absoluto paripé de los tres galanes, ninguno era De Niro. De su despreocupación, de su cuajo, de su falta de remordimientos, de su indiferencia hacia sus víctimas, a quienes habían matado sin ni siquiera motivo o móvil; de su ironía hacia las enamoradas, quienes, por lo demás, parecían mujeres comunes, seguramente buenas mujeres, quizá piadosas, sin duda con ansias redentoras, no sé. También, sin duda, con un elemento de frivolidad en ellas: habían ido a fijarse en asesinos crueles a sabiendas de que lo eran, o acaso porque lo eran. O, aún peor y más frívolo y dañino e imbécil, acaso porque eran famosos gracias a sus muchos crímenes, figuras del invasor y voraz espectáculo en que todo se convierte hoy día. Quizá otra semana habré de continuar con este asunto, pues se me agota el espacio, que no el verbo.

25-II-01

Sisadores y sadicos

Sisadores y sádicos

Hacía tiempo que no le caía artículo a uno de mis clásicos, la Telefónica, y eso que no ha habido ni hay semana que no se lo mereciera. Debí de darme por contento con una divertida carta del escritor Juan José Millás a El País, hace no mucho, en la que contaba cómo cometió el gravísimo error de requerir cierta información de esa compañía sin haberse tomado antes un valium y cómo acabó fuera de sí, desquiciado, con las venas de la frente a punto de reventarle. Y como más adelante comentó el increíble caso de dos personas cuyos dedos quedaron pillados durante horas al intentar recuperar el debido cambio en sendos teléfonos públicos, creo que con eso me quedé en exceso apaciguado, por articulista interpuesto. Hasta que la otra noche incurrí en el desatino de pedir un sencillo dato a esa gente que, no satisfecha con sisarnos por todos los métodos imaginables e inimaginables, además activa trampas para que los ciudadanos más inconformes no recuperen ni un céntimo de su sustraído dinero. Es fantástico: como si los cacos trataran a sus víctimas como a raterillos, exactamente lo mismo.

Bien, hace unas noches comprendí aún mejor a Millás, y aunque no suelo tomarlo, voy a tener que comprarme también valium, para las emergencias. A eso de la medianoche llamé a un amigo, Alejandro, que se acuesta siempre tarde. Comunicaba, lo cual no era raro dados sus hábitos, pero sí empezó a serlo al cabo de más de una hora. Con vistas a seguir intentándolo o bien abandonar ya y acostarme, se me ocurrió llamar a Averías a preguntar, como había hecho otras veces en parecidos casos, si el número en cuestión constaba como averiado. Y entonces padecí el siguiente diálogo con un tipo que estaba a mitad de camino entre la imbecilidad y el sadismo: Él (tras mi inicial e inocente consulta): ¿Quién es el titular de ese número? Yo: Será Alejandro G R o quizá Eusebio G L, puede que esté a nombre del amigo al que llamo o de su padre. Él: ¿Cuál es la dirección? Yo: Calle Tal, 37. Él: ¿Es usted el titular de ese teléfono? Yo: No, cómo voy a ser yo el titular, si acabo de decirle que no sé si estará a nombre de este amigo o de su padre. Si yo fuera el titular, estaría a mi nombre y lo sabría, ¿no le parece? Él: ¿Cuál es su nombre de usted? Yo: Javier Marías. Él: Efectivamente, usted no es el titular de ese número. ¿Cuál es el suyo? Yo: El tal y tal y tal; pero mire, sólo quiero saber si ese número consta como averiado, para no insistir si así fuera: es la una y media de la madrugada, no sé si comprende. Él: Su número de usted no está averiado. Yo: ... (silencio, y las venas de mi frente empezaban a correr peligro, sin valium en casa). Él: Acerca del otro número, sólo puedo darle esa información si me dice el nombre y el domicilio del abonado. Yo: Acabo de decírselos, lo único es que no estoy seguro de si el titular es Alejandro G R o Eusebio G L, uno de los dos ha de ser. Él: Dígame el número de DNI. Yo: ¿El DNI de quién? ¿El mío? Él: No, ya le he dicho que usted no es el titular. El número de DNI del titular. Yo: Perdone, pero soy yo quien le ha dicho a usted que yo no soy el titular, sino G R o G L. Y además, ¿cómo quiere que le diga el DNI de un amigo mío? Él: Sólo puedo darle esta información si me da el número de DNI del abonado. Yo: Oiga, no me venga con historias, acaba de decirme que sólo me la daba si le decía nombre y domicilio del abonado, no ha mencionado el DNI para nada. Él: Me tiene que decir las tres cosas, también el DNI.

(Creo que podrán imaginar bien el estado de mis venas: parecía un atleta, sólo que ellos las tienen así en los antebrazos y en las pantorrillas, no en la frente.)

Yo: Pero eso es absurdo. Nadie sabe el DNI de nadie, a menudo ni siquiera sabe uno el propio. ¿Usted se sabe el DNI de algún amigo suyo, o de su padre, o de su mujer si la tiene? Él: No, si yo le comprendo... Yo: No quiero que me comprenda, contésteme si se sabe el DNI de alguien, ¿se sabe el suyo? Él: Yo le comprendo, pero sin el DNI, nada. Yo: Usted me pide algo imposible, no sé si se da cuenta. Dígame que no les da la gana de proporcionarnos esta información tan inocua, pero no me diga que sólo nos la dan si cumplimos con algo imposible de cumplir. Es como si, para dármela, me exigiera usted que le llevara ahí ahora mismo una vaca loca. Pues compréndalo, de la misma manera que no me sería posible llevarle una vaca loca en persona, tampoco me es posible, ni a mí ni a usted ni a nadie, saber el DNI de un amigo o de su padre. ¿Es que quieren volvernos locos a todos, como a las vacas? Él: Esta información es confidencial y exige eso. Y el tipo me colgó sin más.

Juro por Shakespeare que esta conversación fue así. Confidencial, si un número está o no averiado... La Telefónica, recuerdan, vende todos nuestros datos al mejor postor a menos que en el plazo de un mes se lo prohibamos expresamente por escrito... Voy a pedirle a Millás que me preste medio valium. Tal como me vi las venas, no quiero acabar un día como Schwarzenegger.

4-III-01

Ni merito ni misterio

Ni mérito ni misterio

Hablé hace dos domingos de aquel documental que vi empezado, Enamoradas de asesinos. A todo llego últimamente empezado, yo que fui tan puntual antaño, y por eso ignoro el título y el director de una película basada en una historia verdadera, creo, aunque sí reconocí a sus principales actores: James Woods, con su cara enjuta y picada, en el papel de reiterativo asesino de los años veinte y treinta, y el joven Robert Sean Leonard, en el de carcelero bienintencionado de la última prisión a la que aquél va a parar, tras muy largo recorrido. A Journal of Murder (Diario de asesinato) me parece que era el subtítulo.[1]

Tanto da, para el caso. Woods era el protagonista absoluto y hacía una interpretación excelente, como es su costumbre. La película era deliberadamente sosa, en tono de crónica, lo cual le confería, al menos, la virtud de resultar sobria y no histérica en modo alguno. Quiero decir que no se trataba de una de esas obras, novelísticas o cinematográficas, en que, con más o menos disimulo, se explota lo que tan vagamente se conoce como «morbo» y que tantísimo abundan. Constituyen ya todo un subgénero, y de los más facilones. Con la coartada o pretexto de «denunciar la violencia de nuestra sociedad», de «ahondar en lo más oscuro del alma humana», de «explorar los motivos de los asesinos que carecen de ellos» o de «intentar comprender el horror», hay una auténtica plaga de películas, novelas y reportajes sobre los asesinos masivos —«en serie», los llaman—, los torturadores más crueles, los violadores más sádicos, los sacamantecas, los devoraniños y demás individuos bestiales. Yo, la verdad, desconfío por principio de los posibles interés y calidad de estos productos, por muy «artísticos», «estremecedores», «duros» o «desgarradores» que se me presenten. Porque nada es más fácil que impresionar al espectador o lector a base de atrocidades. Para eso, de hecho, no se requiere ningún arte: la mera enumeración de barbaridades, la mera descripción de salvajadas, encoge el ánimo, sin necesidad alguna de elaboración artística. Si uno lee las recientes declaraciones de ese antiguo militar chileno que ha dado detalles de las matanzas pinochetistas, y se entera de que a los presos les sacaban los ojos a cuchilladas, pues, francamente, no es preciso añadir más, ni buscar una forma de narración «eficaz» o determinada, para que a uno lo invada el espanto. Y si ve en pantalla cómo un padre muele a su crío a palos, por mal realizadas que estén las escenas o por tramposas que sean, el hecho es en sí lo bastante sobrecogedor para dejarlo a uno abatido. Para mí que hay mucho novelista y mucho cineasta que, por así decir, se abren paso «a codazos» en sus respectivos campos (codazos al público y a sus competidores más honrados), y eso no me interesa.

Pero la película que vi empezada no participaba de ese espíritu engañoso, ramplón a la postre: no, si me llamó la atención fue porque no incurría en ese «morbo» barato —disfrácese como se disfrace—, sino que era, más bien, tan bienintencionada como el joven carcelero que interpretaba Leonard. El personaje de Woods, según su diario (que ningún editor se atrevía a publicar y por cuya difusión luchaba el guardián), se había cargado a una treintena de personas, muchas de corta edad. A veces para robar, a veces porque se le iba la mano (sin duda un hombre colérico), a veces porque sí. Cometidos sus delitos en un Estado sin pena de muerte, iba de cárcel en cárcel y en cada una se añadía nuevos crímenes. «He violado todas las leyes divinas y humanas», decía, «y si hubiera más, también las habría violado.» Lo curioso de la película (como de tantas otras obras) era la enorme atención prestada a este asesino, por parte del director como de los personajes: las tentativas de comprenderlo, o de explicarlo, incluso de justificarlo. «Nací donde nací y tuve la infancia que tuve», afirmaba, «hago lo que a mí me han hecho siempre.» Pero nadie lo había matado. Y, sobre todo, hay muchos individuos nacidos en las peores y más brutales circunstancias que no por ello se convierten necesariamente en verdugos implacables.

En esa película o Diario no había la menor preocupación por las víctimas, ni la tenía Woods ni nadie. Sólo eran un número, veintinueve, treinta. Quizá sobre ellas no habría salido una historia interesante, no pretendo tal cosa. Pero me pregunto por qué sí se consideran interesantes a los asesinos más atroces, por el mero hecho de serlo. Hannibal Lecter es un personaje interesante en sí mismo, no son sólo sus crímenes los que en tal lo convierten. Como lo era Landru, o su alter ego ficticio a cargo de Chaplin, Monsieur Verdoux. No lo son, en cambio, la mayoría de los que hoy nos muestran la ficción ni la realidad. Una matanza, no se olvide, está en principio al alcance de cualquiera: no tiene mérito, ni tan siquiera misterio. Enseñarla o contarla y ensartar truculencias también está al alcance de cualquier imbécil. Es algo que tampoco tiene en sí mismo mérito, ni tan siquiera misterio.

11-III-01

McDocencia

McDocencia

Mi vida de profesor universitario sólo duró seis cursos, transcurrió en Oxford, Wellesley College (Massachusetts) y la Complutense de Madrid, y ya he dicho en otras ocasiones que todo fue accidental y que me sentí siempre un impostor. Hace once años que la peripecia tocó a su fin, y hace ya dieciséis, en 1984, que me quedé atónito al ver a una alumna norteamericana de la segunda Universidad mencionada (un lugar tan exclusivo que allí sólo estudiaban mujeres, la mayoría de familias acaudaladas) zampándose, en medio de una de mis clases sobre el Quijote, un McBurger con McQueso, o quizá fue un McPollo acompañado de McPatatas McFritas, que había dispuesto tranquilamente sobre su pupitre al lado de unas coca-colas y de sus McCuadernos. Como había que ser muy mirado con las adineradísimas McAlumnas, según me explicaron nada más aterrizar, y nunca fui tiquismiquis, me abstuv

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