El jardín vacío

Fragmento

cap1

1.

El perro aún vivía. Parecía haber estado esperándolo durante meses a la entrada de la calle, pues se levantó al distinguirlo y empezó a caminar delante de él como si ya supiera que habría de seguirle. Pronto llegaron a la calle principal en una de cuyas casas, en el alféizar de una de las ventanas, había tres geranios que eran como el rescoldo de una hoguera, cuando ya han ardido las vigas principales y el fuego comienza a decrecer.

Entraron en la oscuridad y el perro se acomodó en algún rincón conocido. Román adaptó sus pupilas a la sombra y comenzó a buscar entre los bultos. Primero oyó un ronquido y, en seguida, una orden:

—Enciende la luz.

—No encuentro el interruptor.

—No lo hay. Ahí, a tu derecha, salen dos cables de un agujero. Únelos.

Se acercó al agujero y tanteó la proximidad en busca de los hilos; con las dos manos los juntó y cerró el circuito. Una bombilla desnuda se encendió en alguna parte del techo. Los cables estaban retorcidos de manera que se adaptaban con facilidad, y bastaba una presión lateral para desunirlos. El forro, de tela, estaba algo podrido.

—Dormías —afirmó con cierto tono de disculpa.

—Me moría de frío. Tú, perro, échate aquí encima. Al menos sirve para calentarme la tripa.

Román miró a la vieja y ésta cerró los ojos. El perro, también. La ventana de los geranios estaba condenada por dos vigas de madera que apuntalaban desde el vano la parte superior del muro; los puntales parecían estar algo combados. Bajo la ventana había un cochecito de niño muy antiguo, en cuyo interior se advertían numerosos compartimentos hechos con tablas finas, soldadas entre sí con engrudo; uno de estos compartimentos estaba ocupado por velas de distinto tamaño, la mayoría sin usar. Los muebles eran escasos, aunque grandes, y estaban distribuidos por la habitación como si su habitante sospechara la posibilidad de un asedio. Antes de alcanzar a la vieja, que roncaba de nuevo sobre el sillón del fondo, era preciso sortear una antigua cómoda, a la que le faltaban dos cajones, un aparador tripudo, sin vitrina, y dos sillas desfondadas en las que el asiento había sido sustituido por una chapa de madera. También había un par de cajones de embalaje cubiertos con una tela amoratada procedente de una vieja colcha.

Román se sentó sobre un cajón y encendió un cigarro. Dijo una frase entera y coherente; un juicio acerca del estado general del barrio, pero ni la vieja ni el perro abrieron los ojos. Se levantó y, tras de sortear cuidadosamente los obstáculos, pasó ante la vieja y penetró en un pasillo sin luz por el que se accedía al resto de las habitaciones. En la primera, después de tantear la pared, encontró un conmutador de los de llave a cuyo giro se encendió una bombilla cubierta de polvo. La ventana aparecía tabicada, pese a lo cual parte del muro se había venido abajo habiendo sido sustituido en su momento por una chapa de hierro, procedente de un bidón desechado, entre cuyas rendijas se veían jirones de la dudosa tarde. Amontonados en un rincón, estaban los cascotes de la rotura y junto a ellos, como único mueble, una silla de ruedas con apariencia de insecto debido a las formas delgadas y frágiles de su hechura. Los radios de las enormes ruedas estaban oxidados y rotos, sobresaliendo muchos de ellos del resto del volumen como antenas, o como aguijones dispuestos para la defensa. Dejó caer el cigarro y lo pisó al tiempo que apagaba la luz.

Avanzó de nuevo por el pasillo sin prestar atención al resto de las habitaciones ni a la escalera que se abría a su izquierda hasta alcanzar la puerta del fondo. Salió al patio y contempló desde el dintel el resplandor confuso, vacilante ya, del cielo. Caminó algunos pasos por la zona cubierta de cemento y entró en la tierra. Apoyada en la acacia, había una puerta estrecha y alta; un armazón de madera relleno de pequeños huecos cuadrados en los que aún quedaban restos de un cristal rugoso y traslúcido. Metió el pie en uno de estos huecos haciendo saltar los restos del cristal. Las lilas no tenían flores y sus ramas permanecían inclinadas por la presión que el muro ejercía sobre los arbustos. En los alrededores del laurel tropezó con algo oculto entre las hojas y los cardos. Inclinándose un poco, tocó primero y adivinó después los restos de una balaustrada cuya superficie estaba parcialmente cubierta de moho.

Cerró la puerta y recorrió de nuevo el pasillo. El perro y la vieja no habían cambiado de postura. Junto al sillón había una botella y un gran plato de hierro que contenía unas compresas de gasa y algunos restos de algodón quemados. Román se agachó y, tras de empapar las compresas con el líquido de la botella, acercó una cerilla. La vieja agradeció el calor con un gesto de gusto; el perro no hizo nada. Román aguardó de pie unos minutos hasta que se consumió el alcohol y la llama comenzó a cebarse en las compresas. Entonces ahogó el fuego con una tapadera y salió a la calle encajando la puerta imperfectamente dentro de su marco.

CIRCULAR CB-2

Quien reciba esta circular la leerá de pie o sentado. Excepcionalmente, y por razones de salud, habrá quien rasgue el sobre desde el odioso lecho al que una enfermedad inútil —cruel en ocasiones— lo haya proscrito. Éstos tienen al menos la ventaja de conocer el minuto, y saben de las múltiples posibilidades que ofrece esta porción de tiempo tan poco utilizada en nuestros días. Les recomiendo encarecidamente el estudio de ciertas palabras que los reconciliará con su situación: Necrosis

Paroptesis

Palingenesia

Infernar

Perviligio

y cadáver

Soliciten de sus cuidadores un buen diccionario. Si les interrogan, no les digan la verdad; aleguen que necesitan algo grueso y duro para colocarlo debajo de la almohada. Es posible que les ofrezcan un suplemento de madera o algún otro ingenio descubierto por quienes se ganan la vida con el dolor ajeno. Respondan entonces que tal ingenio no se abre y que, en todo caso (hay artilugios plegables, de aluminio, aunque son muy caros) sus partes no están numeradas. Y niéguense a entrar en más detalles; no discutan ni den explicaciones. Saben, por otra parte, que los sanos tienden a atribuir un comportamiento extraño y caprichoso a quienes se ven aquejados por una larga y penosa enfermedad. Pues bien, contribuyan a afianzar su tesis obteniendo a la vez un beneficio personal de este afianzamiento.

Algunos, los impacientes, abrirán el sobre en el interior del ascensor que los conduce a su vivienda, y durante el breve recorrido por el estrecho túnel intentarán leer nuestra carta en diagonal por si se tratara, al fin, de esa noticia que todos esperamos que llegue antes de que nos abandone la razón. Para éstos, una verdad difícil: nadie piensa en nosotros. Aunque algunos nos quieran, nadie nos necesita. Y además debemos de ser bastante inútiles si consideramos que toda nuestra vida interior está montada sobre una carta que jamás recibiremos o una llamada telefónica que nadie efectuará nunca. Pero los inventos cuya función oculta es la de avivar locas esperanzas crecen de día en día y habrá un momento en el que ninguno se atreva a abandonar su refugio por miedo a que durante el abandono suceda lo que ellos saben que no ha de suceder. De modo que guarden otra vez la misiva en el interior del sobre y esperen a que el ascensor los deposite en su piso. No tengan prisa por leerla, pero léanla bien y obtengan de ella el máximo provecho. Tal vez entonces se convierta, paradójicamente, en la señal que desde hace años esperan.

Se trata de una oración profana que tiene por objeto afianzarnos en el mundo. Su autor es un antiguo joven que hoy se dedica al exterminio de todo aquello que produce buenos sentimientos en el hombre. Y esto último no sólo porque ese tipo de sentimientos sean un fraude bajo el que se oculta una actividad maligna, sino, además, porque es preciso sembrar un cierto tipo de confusión no organizada que prevalezca siempre sobre los beneficios de la sumisión. Apréndanla y que sus enseñanzas informen cada minuto de su vida. Hagan diez copias luego y envíenlas a otros tantos destinatarios con la advertencia importantísima de que nadie debe romper esta cadena. Y aquel que se atreva, que se prepare a recibir grandes desgracias. Hay muchos métodos para controlar a las personas y otros tantos para caer sobre ellas en el momento justo.

La oración dice así: «Todo se va cumpliendo; mira el día: emputecida ya su luz arroja sombras y jadea como un pulmón infecto. Ya está la tarde reventando y en sus paredes interiores hay adherencias blandas, pero firmes, que unos ojos atentos han de ver por el aire en el momento mismo que precede a lo oscuro. Todo se ha de cumplir. ¿Recuerdas aquel adolescente lucífugo y delgado que desde las ventanas contemplaba el mundo? Míralo ahora: es ese hombre de edad media y barba de dos días que recorre la calle como tocado por un mal superior. Mira de qué forma huidiza se lo traga el cemento y observa cómo, mientras espera en el andén la llegada del metro, su cara se transforma y en sus ojos aparece el brillo delator de la esperanza última: la del suicida. Sin embargo, no se va a tirar bajo las ruedas, pero sus fantasías personales, tras un largo período de selección, apuntan todas a la muerte. Y el hombre de edad media piensa en ella como si se tratara de una suerte que habrá de tocarlo cuando en el odio tan entero de hoy aparezcan las primeras rendijas por las que (es seguro) se asomarán sus hijos. ¿Qué se ha cumplido en él? Se ha cumplido el quebranto que anunciaba su manera de andar; la cobardía largamente ensayada en el colegio; la execración también allí iniciada por sus educadores; el encono y la envidia. Envilecido marcha por la vida, y hasta tal punto la violencia de los otros ha obrado sobre él que no medita soluciones a tanta humillación. Tan torpe es que ignora las cien formas posibles de vengar una ofensa y de prevalecer sobre el objeto de la venganza. No conoce ni las limitaciones de la policía ni el alcance de una llamada telefónica. No sabría cómo matar a una de las palomas que blanquean los lugares públicos. Está perdido; nadie en la calle lo respeta, nadie lo admira ni le teme. Ya se ha cumplido todo cuanto en él se podía cumplir y ahora declina como la tarde encanallada y silenciosa».

El barrio parecía una fortaleza castigada y abandonada a los aires mortales de la tarde. Se levantaba sobre una pequeña meseta desde cuyos bordes una silueta arrojaba escombros al camino. La ciudad lamía indirectamente sus laderas con instrumentos que socavaban la base de la pequeña elevación. Las casas más alejadas de la calle principal estaban abiertas y destapadas: sus habitantes, o alguien más pobre que ellos, habían recogido las tejas antes de marcharse. La humedad hacía dibujos en los muros, y los animales saltaban desde las repisas de las antiguas alacenas. Las maderas estaban podridas o quemadas. Los gatos habían huido también ante la superior organización de sus enemigos naturales.

Se detuvo en la fuente, de la que habían arrancado el grifo. Por el agujero de la piedra emasculada se deslizaba hacia afuera un hilo de agua que era sumido a la altura del suelo por otro agujero negro de mayores dimensiones. Introdujo el dedo en busca de un trozo de metal, pero sólo tocó la piedra lamida por el agua. El sol parecía suspendido, sin ánimo de caer. Entonces vino a buscarlo el perro. Caminaron despacio, dejándose penetrar por la atmósfera cruel de la tarde. Román iba detrás; tosía a veces y se limpiaba las lágrimas producidas por la tos con el borde de la chaqueta.

La vieja trajinaba cerca del fogón y no volvió el rostro, aunque con un extraño movimiento indicó a los que entraban que los había sentido. El perro se perdió y Román se sentó sobre un cajón.

—Buenas tardes.

—Enciende la luz.

Unió los dos cables. Luego se acercó al fogón colocándose al lado de la vieja, que preguntó:

—¿Hay mucho humo?

—Sí, un poco.

—Sale por esta grieta del tiro. Me parece que cada día es más ancha. En fin. ¿No tienes un papel de fumar?

—Puedo deshacer un cigarrillo.

—Hazme el favor, hijo. Sobre el aparador hay una cuchilla de afeitar.

Román se acercó al aparador y abrió un cigarro lentamente. Se guardó el tabaco en el bolsillo de la chaqueta y volvió al fogón. La vieja acumuló saliva, y tras mojar el papel lo pegó en la grieta.

—Ya veremos —dijo.

Bebieron un caldo con tropiezos de pan y después tomaron un trozo de sangre cuajada. El perro los acechó inútilmente durante toda la comida. Román enjuagó los botes y el plato de aluminio y se sentó frente a la vieja. Encendió un cigarro. Mientras fumaba, volvió a toser.

—¿Quiénes fueron los últimos en irse? —preguntó.

—No sé, hijo. Todavía quedan algunos, pero no en esta zona. Yo ya no voy, pero junto al Emporio fabrican tejas, me parece. De por aquí, el último fue el de la tía Jerobita. Dijo que iba a volver, pero seguramente se perdió por ahí. La tía Jerobita no se fue, que se murió de una pulmonía. Yo la estuve cuidando hasta el final, pero pudo más que yo y se le enfrió el sudor en el cuerpo. Ya sabes que en esta enfermedad la fiebre da la vuelta al noveno día; así que quien llega a ese día sobrevive. Pero a la tía Jerobita, que al final estaba delgada como el gancho de atizar la lumbre, le crecía la fuerza con la fiebre. Yo la había envuelto en varias sábanas, como en un sudario, de forma que no pudiera sacar los brazos. Después la empapelé con periódicos sacados de aquí y de allá, que me quedé sin ninguno. Y aún le puse dos mantas para reforzar la función de los periódicos. Pero el séptimo día, me parece, o el octavo, no sé, tuvo un calenturón y se puso a gritar y a removerse hasta deshacer el paquete. Yo intenté sujetarla, pero habrían hecho falta siete hombres. Así que se le enfrió el sudor de golpe. Luego se durmió un rato y al despertar comenzó con la agonía. Así que la dejé sola espantando gamusinos. Al día siguiente volví y le puse veneno en las manos y en la boca, que es donde primero van los bichos.

—¿Qué veneno pusiste?

—No sé; uno que le compré hace tiempo al Emporiano. Es verde y granuloso. Ahí queda algo todavía, pero puede que esté pasado. Mira a ver. En el aparador, por adentro.

—¿Este paquete?

—Sí, hijo. Lleva cuidado, no lo chupes que hierve la saliva.

—Me voy a llevar un poco, si no te importa. ¿Y esto? Parece un diente.

—Sí, sí, es un diente de un piloto. Ya tiene por lo menos diecisiete años fuera de la encía, más los que estuvo plantado. Digo que será de un piloto porque lo cogí en López de Hoyos, en el cincuenta y cinco debió de ser, una mañana que habíamos subido al mercado y que se estrelló un avión. Casi destroza un tranvía. Iba yo con la del fontanero que tenía una cicatriz de ésas que se abren con el mal tiempo, y con la tía Jerobita. El avión no lo vimos porque no nos dejaban acercarnos, pero como se rompió en muchas partes y los trozos llegaron muy lejos, estuvimos un rato buscando pedazos para que jugaran los niños. Entonces me encontré el diente que estaba manchado y lo limpié muy bien con arena y jabón; por lo que me imagino que sería del piloto. Me acuerdo de que el suceso no salió en el periódico. Fue el mismo año de lo de Gabrielín. A ver, déjame tocarlo. ¡Qué jaleo! Y debió de ser algo raro porque ya te digo que al día siguiente le pedimos un periódico al repartidor y no venía nada, ni en los sucesos. A lo mejor no fue un avión, aunque algunos lo vieron y decían que bajaba dando vueltas y que rompió los cables de la luz. ¡Qué lío!

—No fue un avión. Era un coche que llevaba dinamita. Lo dijeron en el colegio.

—Bueno, yo qué sé. Pero hubo un lío enorme y nosotras salimos de allí corriendo por si acaso. A la del fontanero se le abrió la herida y le salía suero. Sangre, no; suero. Y olía mal, recuerdo. Yo iba a veces a limpiarla porque ella tenía aprensión de sí misma, y entonces empapaba la bata y ella no se miraba y a lo mejor ni sentía el olor. Al principio parecía de sudor, pero luego, no. Porque era una agüilla espesa y aceitosa que rezumaba, aunque ella no pasara calor, y le tapaba los poros. Mucho tengo yo pasado con esa mujer que ya murió, ya, con su cicatriz y todo. Eran más pobres que nadie. Ya ves tú, un fontanero en un barrio sin saneamiento. Siempre de un lado a otro con su caja de herramientas y luego no había agua. En la cocina de su casa tenía cinco grifos, tres de agua caliente, y ya podías enredar en ellos, que como no estaban unidos a ninguna tubería... Luego, cuando empezamos a tener agua corriente, los quitó todos y puso un grifo de pistón como el de la fuente. Bueno, el de la fuente, porque lo robaron casi al mismo tiempo. Nosotros siempre los socorrimos, y luego sus hijos fueron de por aquí los primeros en llevar abrigo. ¡Qué vida!

Al llegar a este punto, la voz de la vieja cambió de tono y comenzó a espesarse. Parpadeó la luz de la bombilla y Román la miró violentamente, aunque de lado, hasta que la débil resistencia recuperó su intensidad anterior. La plancha de hierro del fogón comenzó a transparentarse por la acción del fuego, y la vieja reposó la cabeza sobre el pecho. Los movimientos de su mandíbula inferior se fueron extinguiendo lentamente a medida que las últimas palabras, formando bloques indiferenciados, resbalaban por los pliegues de su ropa hasta encontrar el suelo. Entonces Román se levantó y anduvo por entre los muebles con las manos perdidas. No parecía buscar nada o, más exactamente, daba la sensación de buscar un encuentro que careciera de materia o de dirección precisa.

Tras deambular por el laberinto unos instantes, se acercó al cochecito del niño, bajo la ventana, y cogió una vela de uno de los paquetes. La encendió y salió al pasillo; entonces uno de los rincones cobró vida y Román quedó paralizado hasta que la sombra le

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