La media distancia

Fragmento

Contents
Índice
Portadilla
Índice
Nota del autor
Crisis I
Crisis II
Crisis III
Crisis IV
Crisis V
Crisis VI
Crisis VII
Crisis VIII
Crisis IX
Crisis X
Crisis XI
Crisis XII
Crisis XIII
Crisis XIV
Crisis XV
Crisis XVI
Sobre el autor
Créditos
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Nota del autor

Cuando empecé a escribir la novela necesité agarrarme a algo y, por esa razón, me encontré utilizando los nombres de personas que había conocido y olvidado hasta el punto de que sólo sus nombres me parecían reales.

Ese recurso sólo pretendía estimular mi imaginación y en ningún caso retratar la identidad real que pertenecía a esos nombres. Mi intención era cambiarlos más tarde.

Atrapado por el ardid, y con la novela ya enfilada, descubrí que esos nombres estaban atados a la historia que yo les iba dando y que otros nombres, valga la presunción, significaban otra novela. El nombre se queda en la conciencia del personaje, como la primera lengua se queda en la de los políglotas, en ese teatro de sombras en el que la claridad de la vida busca su perfil.

Mi ingenuidad me llevó a creer que los personajes de ficción pueden prescindir del nombre debido cuando, como es obvio, nadie se atreve a tanto en el mundo real.

Valga todo ello como recuerdo de esos amigos, ya perdidos cada cual en su distancia.

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Crisis I

Ya lo veo venir. A Lucio voy a tenerlo a la espalda toda la mañana. Yo siempre le he visto cara de loco. Cree que es Batainen y que en los metros finales se lleva a todos por delante. En realidad, no es tan rápido, pero le gusta creerlo, y eso complica los entrenamientos. A quien más me complica es a mí: los dos sabemos que el curso que viene sólo habrá beca para uno. ¿Haría lo mismo, incluso si no hubiera un motivo? Creo que haría lo mismo; es esa cara de loco la que no quiero que pase por delante de mí. Por el ranking me daría igual, y por la beca quizá también; pero no por la cara. Quiero tenerla detrás, sufriendo, y que no pase por ella ese regocijo de triunfador, que también es de loco.

Ahí viene otra vez. Ni siquiera el calentamiento es una tregua para él. ¿Por qué no le dejo pasar? ¿Estoy tan loco como él? Por lo menos tan loco. Y yo tampoco tengo un motivo excelente. Hace dos temporadas que no tengo un motivo. Fue en Vigo, en las pistas del Celta. A veinte metros, nos emparejamos tres. Uno de Barcelona, el del Celta y yo. Entonces me puse a mirarles. El de Barcelona me vio con el rabillo del ojo, rápidamente, como si me dirigiera un insulto. El sprint final es una cosa muy seria, parecía decirme, muy seria, y te advierto que tú también estás implicado. Yo lo sabía, pero no podía dejar de mirarles. Iban por la calle de fuera y su boca era sólo un rictus fláccido, y sus ojos una neblina llorosa, y su cuerpo un enramado a punto de quebrarse. ¿Qué hacía yo mirándoles?

Tengo la impresión de que aquellos veinte metros duraron una eternidad. Una eternidad de diálogos, gestos, vacilaciones y pensamientos atropellados, al unísono. Quedaba el público de la tribuna, puesto en pie. Quizá jaleaba o amenazaba o reía, pero yo veía estatuas ensombrecidas con voz ajena. Sólo les pertenecía aquella rigidez que se limitaba a presenciar y acaso a exigir. Me imaginé que al final de la prueba todos seríamos convertidos en estatua. De pronto, mis piernas flaquearon, tropecé con el bordillo y caí sobre la calle de saltos. Me sonreí al pensar que no sería convertido en estatua. Los ojos de Barbeitos miraron inquisitivamente, mientras permanecía en el suelo. No se atrevió a preguntar por la sonrisa y me miró con desencanto.

Al principio, había otras cosas. Pero no estoy seguro de no inventarlas para poder decirlas. ¿Y si desde el principio no hubiera nada, ninguna justificación para diez años de kilómetros y de cansancio y de yogures? ¿Estoy seguro de no ser algo más que mis dos piernas? Creo que también les pasa a otros. Un día descubren que su existencia la tienen concentrada en el estómago, en la retina, en el cerebro. Me pregunto si cada uno de ellos es verdaderamente algo más, algo designable por la totalidad. O si la desgracia consiste en una división que el tiempo acentúa, hasta pensar que la división no existe.

Ahora tengo la disculpa de la Filosofía y los estudios. Sé que en el otro extremo hay algo que también es mío. En el otro extremo de la competición y del miedo. Si eso cambia verdaderamente las cosas, no quiero preguntármelo hoy. Lo poseído es lo que importa, y estoy lejos de poseer el Latín y la Lógica. Mis dos piernas, en cambio, son realmente mías. Pero ¿mis dos piernas son «realmente» mías? Después de lo de Vigo, esta pregunta tiene un sentido.

El Lucio llega a codazos. Parece mentira, el tío. Un día se los va a hinchar a alguno. No me engaña: se está midiendo, quiere saber cómo ruedo esta mañana. Un poco de pesadez y las series de quinientos no hay quien las acabe. Quiere saber si puede apostar a fondo después, delante de Barbeitos. Está indagando, incluso, si la última serie podría ser suya. Si pasa, hoy va a por mí con todas las de la ley. Si no pasa, me va a dejar machacado, y ya puedo ir celebrando una siesta de dos horas en defecto de la clase de Lógica. Tampoco tengo la obligación de llevar siempre la cabeza. Barbeitos lo entenderá. De sobra conoce el estado de mi rodilla. Cinco meses de zapato lastrado, sentado en el plinto, una hora de extensiones, mil repeticiones, pensando «ésta para Lucio», «ésta para su madre», «ésta...».

Le traicionan los nervios. Si estuviera seguro de su fuerza podría esperar. Tiene un año menos y el que viene puede ser el suyo. Por qué no espera. Espera, estúpido, déjame un año para entendérmelas con la Lógica, qué más te da: la beca para ti, la fama para ti, el podio y el recorte de periódico; pero déjame a solas este año, cara de chivo.

Barbeitos lo entenderá. Que pase. Las series de quinientos serán otra cosa. Allí le daré hule. Está la rodilla, el frío, que no me acomodo a Madrid, que tenía una novia, la pensión, que los martes me dan murrias, está la moral, la airosa moral del corredor de fondo colgada de lo alto, con una luminosidad de neón («Resiste-Persiste-Cronifica»); pero yo soy de media distancia y mi letrero de moral luminosa está mucho más bajo, y a veces se le ven los pedazos fundidos. Cuando le diga todo eso a Barbeitos, si es que me acuerdo de todo, Barbeitos lo entenderá. Que pase, por qué no, esto es sólo un calentamiento.

Un momento: esa cara de loco por aquí no pasa. Ni una palabra más.

Llevamos veinte minutos de rodaje. Si continúo pensando a este ritmo, acabaré mareado. Entonces no valdrá el pretexto de la rodilla, ni los pedazos fundidos de la moral. Pero no puedo evitar pensar que desde los trece años estoy haciendo lo mismo. Se me remueve la memoria.

Salía a las siete de la mañana. Atravesaba los campos de un lugar llamado Ciudad Rodrigo. Volvía antes del desayuno. Llevaba un pantalón corto, demasiado estrecho, y unas sandalias de goma. En invierno me abrigaba con un jersey. Después subía al Instituto y me venían las imágenes de aquel amanecer. Era mejor que compararse con los niños de ropa cuidada y con las niñas que no te miraban. Mejor también que soportar la indiferencia de profesores convencidos de que los alumnos que no pagaban clases particulares no llegarían muy lejos. Nadie, sin embargo, se atrevió a lanzarme a la cara aquellas palabras que le decían a Jerry Lewis en una película: «No te apures, Charlie. Tú eres de los que pierden». Esas palabras las estuve esperando muchos años, porque creo en el poder de las palabras, pero nadie las dijo. Creo que el poder de las palabras se refiere a que comprometen con la realidad. No son dogmas, sino manipulaciones que dejan al descubierto el lugar en el mundo. Luego, uno puede rebelarse también contra ellas. Uno puede rebelarse también contra el mundo, pero a condición de que existan las palabras. No me dijeron lo que yo padecía allí cada mañana, con toda la evidencia. Me quitaron el poder de rebelarme, con aquel silencio.

Las sandalias de goma resbalaban entre las piedras. El pie sudaba, aun con calcetines de lana. Yo respiraba hondo y no llevaba reloj. Quería meterme poco a poco en las alamedas, viendo cómo se me echaba la mancha verde encima, oscura de repente, y me mostraba un sendero de tierra clara y aplastada que se hacía adivinar. Corría toda la margen del río, hasta un coto que había y un molino abandonado. El molino tenía apariencia de castillo de otra época y, de vez en cuando, salían de mi imaginación huéspedes de aquel lugar, entre ellos una muchacha extrañada que me seguía con los ojos. Entonces corría más deprisa y, a poco de perder el castillo-molino de vista, me sentía agotado y estúpido, más niño aún de lo que era. No me gustaba aquella sensación. Volvía al molino y andaba entre las piedras derruidas, las ventanas ciegas, las escaleras quemadas. No subía nunca. Por un boquete se veía el río y el puente romano. Más allá había una cancela y una prensa con sus rodamientos oxidados, en medio de la humedad y de la cal ennegrecida. Me invadía el sentimiento de que yo era un ser solo que existía entre las ruinas de algo que tuvo tiempos mejores. De pronto, la nostalgia. Nostalgia de algo que no tenía que ver conmigo, de una casa sin historia, pero ferozmente atravesada, como si me hubieran robado lo que era mío.

No sé cuánto tiempo pasaba en el molino. Quizá tanto o más que corriendo. Si hubiera llevado un reloj, ahora tendría el dato y descubriría si disfrutaba corriendo o aquellas galopadas eran como viajes nostálgicos, a falta de cosas verdaderas.

Mi padre, que creyó haber descubierto una vocación atlética, trataba de convencerme inútilmente de la necesidad de cronometrar el tiempo. Me quería ver dando vueltas a la manzana en un tiempo récord. Ante la perspectiva, las piernas se me agarrotaban, se me endurecía el estómago y acababa por salir huyendo. Un día que le dejé plantado, me dijo: «Así, te vas a quedar como tu padre». Me lo escupió tan poco a propósito, que no lo entendí. Creí que se refería a mí, a mí por entero, y no a las carreras. Me quedé pasmado y cada vez que recuerdo la frase, es como si me hundieran los dedos en el pecho. El reloj era sencillamente un intruso, el tiempo era un intruso. Yo no aceptaba nada en aquel espacio puro, ni a nadie. Conservarlo era como conservar el amor a alguien, preferible al alguien mismo; con ese amor, como otros con el suyo, todavía podía aspirar a una vida mejor.

Barbeitos me mira recelosamente. Cojear es lo mejor que puedo hacer dadas las circunstancias. Lucio hace abdominales con cara satisfecha. Está sano el muchacho. Cojeo hasta lo indescriptible. Está claro que es por mi rodilla. Se ha dado la vuelta, ¡diablo! Más vale que empiece a estirarme. Estoy duro como un palo. Voy a ir cojeando hasta él y le digo que está hinchada, que vuelvo. No me atrevo: conozco esa indiferencia. Quiere decir «cobarde». Después de todo, la rodilla no me duele tanto. Tengo miedo a perder hoy. Me gustaría pedirle a Barbeitos que no me dejara perder hoy. Y él me preguntaría: «¿Por qué hoy?». Y yo le contaría todas las mentiras que he almacenado desde el gimnasio. Está escrito, muchacho, hoy tendrás tus banderillas de fuego. Tengo miedo. Miedo como el de la primera vez, miedo insoportable a demostrar cosas, cuando lo que apetece es no sentir, no mirar, mientras los otros se vacían compitiendo. Se me acerca Bilbao. Dice que estoy muy callado. Me sonríe y se va pegando brincos. Conmigo, es el mayor, y tiene como una sutileza en las piernas que le da una zancada muy muelle, casi felina, conquistada con el tiempo, cantidad generosa de tiempo mal pagada. A partir de las siete, es celador en una fábrica en la que pasa doce horas. En los últimos cinco años no ha bajado sus propias marcas. Siempre hace una temporada de invierno discreta, para hundirse en el verano. Me contó al principio que también tuvo una beca pequeña que le permitía no hacer días festivos en la fábrica. Su doble sesión la dejaba para el domingo, y además le quedaba tiempo para ir con su mujer al cine. Una primavera empezó a orinar sangre y el médico le aconsejó descanso. Estuvo un año parado, porque le dijeron que era un problema psicológico, que en el cuerpo no le encontraban mal alguno. Volvió después, pero atemorizado. Barbeitos le empujaba a dejarlo completamente, que ya no sería igual que antes y se lo pasaría sufriendo. Siguió asistiendo a los entrenamientos, acobardado, siempre al final, arrastrado por la costumbre. Y se quedó para vigilar el fondo de los juveniles, cuando se marchaban a hacer kilómetros. Barbeitos continuaba organizándole las estaciones y los objetivos que nunca se cumplían, como a un amigo, más que nada. Es una institución, tiene su sitio, como a él le gusta decir. Si algún día dejo todo esto, me acordaré de Bilbao.

Sonó la primera serie. Gazapo en el estómago: síntoma reconocible. Me da por fijarme en las copas de los árboles, casi desnudas, con hojas amarillas que resisten. También el cielo, un cielo crudo, inmaterial, uniforme. Tengo la impresión de estar corriendo por él. Salida y zapatazos. Marca el ritmo Bilbao, en evitación de vagancias. Mogollón. Voy a salir por fuera. Corro por el cielo, alegre y diáfano, sin el peso de las suelas. Los brazos bajos, intangibles, como haciendo rebaño de nubes. Doscientos metros. Bilbao se queda. Estrecho vigilancia y me cruzo hacia adentro. Sale un juvenil que no sabe dónde va. Otro. Me pego discretamente. Por el cielo, con los brazos bajos, sin barro, sin invierno, sin Lucio, sin músculos. No pensar en nada, porque eso es trabajo, el trabajo un peso, el peso mayor que altera el ritmo. Trescientos. ¡Lucio, como una bala! Los juveniles atrás, zombis totales, con el pulmón agarrado. Nos vamos cinco con Lucio. No resopla; yo, en cambio, me siento como un fuelle antiguo. Me quedaría, pero me empujan desde atrás. Lucio cambia, el animal, y se va solo. Me entra una desesperación pequeñita, porque la asfixia es mayor. Debería seguirle. Sin querer le estoy siguiendo. A cincuenta está Barbeitos. Tiene un crono en cada mano. Los dos cronos son nuestros dos corazones y empiezo a escuchar el mío, que se va emparejando con el de Lucio. El suyo no lo oigo. Ahora sí. Le he pescado a veinte metros. No es cuestión de picarse: regla de oro de este deporte. Hay que llegar juntos, hermanados, en un tiempo único. Cruzamos y suena el clic. De pronto, estoy mirando el suelo como si me fueran a enterrar en él. Lo miro fijamente y alguien me da por detrás. La ley dice que hay que moverse. Trotando, veo el cielo otra vez. Hasta dentro de siete minutos.

La primera vez era un anuncio. Decía: «I Vuelta Pedestre a Ciudad Rodrigo. Patrocinada por el Excmo. Ayuntamiento. Trofeo Galerías Núñez». Y después venían las horas, categorías, una impresión publicitaria y el nombre de la imprenta. Arriba, en una franja limitada por trazos negros, el día, un domingo de 1965.

Solamente pensé que la plaza estaría tan llena como en Carnaval. Odiaba el Carnaval, porque mi padre tenía la costumbre de montar una barraca de vino y aceitunas, y de pasar esas fiestas aguantando a los borrachos. «Los que se van a emborrachar», me decía, «beben vino blanco por las mañanas, para aguantar. Los que se han emborrachado necesitan un alcohol más flojo en la madrugada, y beben vino blanco. Nosotros nos dedicaremos al vino blanco» (a los borrachos quería decir). Veía pasar a los conocidos del arrabal por delante del chiringuito y les invitaba a aceitunas. Algunos eran más ricos y otros más pobres. Les envidiaba por igual. En un Carnaval empezó a aquejarme esa melancolía de la que no he podido librarme todavía. Como el tartamudeo, la melancolía debería quitarse con la edad. No está en ningún músculo, ni afecta a ningún órgano: es una enfermedad, primero, de la imaginación y, después, de la memoria.

Mi padre vio el cartel y ya no cupo de inquietud pensando en las posibilidades de su hijo. El hijo había decidido pasar desde temprano la mañana en el río. Le enamoraban las barcas en primavera, el agua verde y suave, los álamos. Pensaba en la mar de la que le hablaba su madre y se imaginaba un río sin límites, con la misma paz tremenda de aquellas sombras. Le amargó las comidas, le asedió en la calle, gritó, discutió con la madre y un día barrió de un puñetazo la mesa con los platos. La madre imploró entonces. El chiquillo accedió. Pero durante la semana no volvió a la casa del molino y se conformó con esperar aquel domingo desdichado. Le entró una amargura honda, oscura, y decidió no volver a correr nunca más, nunca; antes se tiraría por el barranco que había sobre el río y se quedaría estrellado, como una barca descuartizada contra la corriente.

Segunda serie. ¿Tan pronto? Hago un gesto como de mirar el reloj, pero no llevo reloj. Lucio ya está botando en la salida. No me he recuperado. Se me traba la cremallera del chándal: estoy casi medio minuto hurgando en ella. El amo se impacienta. Abucheo general. No quiero salir. Por fin, me meto entre la gente. Clic. El cuerpo me pesa y me hundo demasiado tiempo en la hierba. Incluso parece que me quedo clavado. Inmóvil. Cien metros. Cada vez más la sensación de que no me muevo, sensación que va desde los tobillos a la garganta. Bilbao se me presenta al costado, tan junto que me siento empujado, apoyado, consolado, no solo. Me doy cuenta de que estamos tragando cola. Oigo los empujones de Bilbao, casi apretándome contra los de delante. Me gustará agradecérselo. Doscientos metros. No puedo irme por fuera. No puedo. Estoy inmóvil. Veo todas las coronillas que hay delante de mí, apenas a dos metros, pero están muy lejos, infranqueables, ligeras... Trescientos metros. Dolor en el pecho, a la altura del esternón. No es asfixia, estoy seguro. No podría decir qué es. Un esfuerzo que no sirve de nada. Bilbao sigue junto a mí. ¿Inmóvil también? Cuatrocientos metros. Corro con un puñal en el pecho. Quiero hablar con alguien y decirle que no es tanto desastre llegar el último, y que yo no me he esforzado, que estoy inmóvil. Miro a Bilbao; le caen mocos en los labios. Está sufriendo. Todos delante, clic. Barbeitos se acerca. Oigo palabras como «pereza» y «comodidad». Después oigo algo sobre la temporada de pista. Después, me deja sin mirarme. Siete minutos.

Mi madre me hizo un pantalón de tela blanca. En la zapatería compramos unas Tao. Calcetines blancos. Una camiseta. Me sentía como un atleta de primera comunión. Mi padre me subió en la Vespa. Cuando me bajé en la plaza, sentí vergüenza. Estaba abarrotada. Los que iban a participar se movían alegremente entre sus amigos, recogían una toalla, algunas muchachas les daban gritos. Aquel jolgorio era impropio de los que se juegan algo. Yo no quería ganar. Y perder me asustaba. Empecé a sentir una soledad atroz, y el primer gazapo en el estómago. Mi padre estaba solo también, vigilante. No sé si me dio tanta lástima como yo me daba en aquel momento, pero lo cierto es que una responsabilidad absurda, abstracta, hizo que empezara a moverme. Era una forma de vencer mi soledad y la de él. Al poco tiempo ya no podía pensar en otra cosa que en la carrera, ni desear más que el triunfo absoluto, aplastante, cruel si fuera posible. Se celebraron otras carreras. Los vencedores llegaban extenuados, mirando a todas partes tan anhelantes como antes de competir. Yo no miraría a ningún lado; aquella victoria era también una venganza y no esperaría descubrir ningún rostro amigo en la multitud. No me impresionaba la gente. Sabía que mi padre y yo estábamos solos. Le dejaría jugar con el tiempo, como cuando quería que diera vueltas a la manzana; jugar con una ilusión, tan falsa como mi aceptación y como su reconocimiento; jugar con una vida trágica como si estuviera constituida de sueños, en definitiva.

Tercera serie. Llamada. Ganar fue fácil. Salí disparado y todos pensaron que no alcanzaría la meta. Cuando bajamos el arrabal yo estaba a cincuenta metros del resto, deseoso de acabar cuanto antes. Cien metros. Ni siquiera puedo seguir a Bilbao. Tengo un garrote en la rodilla. Lucio no sé dónde está. Todo iba bien, me gustaba aquella sensación de facilidad y de potencia. Estaba completamente lleno de victoria, pero nervioso, como quien busca la comodidad en casa de un extraño. ¿Era yo el que sin duda vencería? Doscientos metros. Estoy el último, a casi veinte metros del grueso. La rodilla se pone como un globo. Pero al subir la cuesta de la catedral me oriné en los pantalones blancos. Seguí corriendo, aterrorizado por aquella mancha que iba a contemplar la ciudad entera. No podía detenerme, porque ya no estaba en mí, ni quería estarlo. Y el triunfo era superior a mi vergüenza, que era nimia comparada con la otra excitación. Trescientos metros. Bilbao me hace una seña que casi no distingo: todos han doblado ya hacia la recta final. Atravesé la meta a toda velocidad y seguí corriendo hasta llegar a casa. Mi madre me miró estupefacta. Yo quería cambiarme de pantalón. Tardó en buscarme unos pantalones cortos que se parecieran a aquéllos. Tenía que recoger el trofeo, y el tiempo se me hacía infinitamente largo. Cuatrocientos metros. Vuelvo a mirar el cielo. El cielo. Me entra una debilidad aguda, insoportable. Voy andando. Veo que los demás ya han cruzado por delante de Barbeitos. No siento el dolor de la rodilla. Sólo una ternura opaca, como de desgracia, como si se me hubiera metido toda mi historia en el cuerpo. Clic, para los demás. Cuando subía, descubrí que mi padre bajaba con el trofeo, en la Vespa. No tenía sentido llegar a la plaza. Me quedé a mitad de camino, entre la ciudad y el arrabal, a la sombra de un árbol viejo, vacío hasta el punto de creer que yo era otra sombra. Barbeitos me observa cuando llego. Ninguna pregunta, como en Vigo. Le estoy agradecido. Con un gesto de dureza para el cronómetro. Clic, para mí. Sigo andando, diciéndome, con una terrible certeza: «Clic, clic, clic...».

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Crisis II

Hace un rato que Becerril habla como si estuviera solo. Está acostumbrado a vernos llegar y sentarse en los bancos que dan la vuelta a la sala. Durante un minuto miramos nuestros zapatos como si nos dieran miedo. Pasado el minuto, los más decididos tiran de los cordones. Hay quien, con un suspiro, carga la habitación de cansancio. Becerril está por la mitad de algo que empezó a contar un poco antes del suspiro. Su voz cascada no sabe detenerse. Acaso su historia es la de siempre.

Aparece una bota de vino y hace un giro de brindis que nos alcanza a todos. Es la hora de desayunar. Saca un trozo de embutido, que desenvuelve y aparta a un lado. Lo mira un instante, como se mira a un intruso y, sin dejar de hablar, lo envuelve de nuevo y lo esconde. La bota sube por encima de su cabeza y se oye el gorgoteo del vino en la garganta. Luego, la apoya contra la pared del mostrador del vestuario, esperando otra ocasión. A Becerril le anima que se la «tentemos» de vez en cuando y considera al vino un estímulo de la vida deportiva. En sus tiempos de estrella futbolística había un botijo oculto para alentar a los desfallecidos. El botijo, con el tiempo, se convirtió en un talismán y recorrió «mundo» haciendo de las suyas.

En el 57, el Real Madrid jugó contra el Spartak de Belgrado en terreno yugoslavo. Era invierno, y el frío inaguantable. La noche de la víspera Becerril la pasó jugando al poker, y el botijo le trajo suerte. Se llevó como tres mil pesetas, y «había que ver lo que eran tres mil pesetas entonces». Lo que pasa, que tuvo que conjurar el botijo demasiadas veces y, pese a que le quitó el frío, le llenó de blandura los músculos. La teoría de Becerril, desde antiguo, es que cuando uno está borracho no es bueno para la salud quitarse de beber de golpe. Así que se llevó el botijo al campo y a las tres de la tarde saltó con su equipo al césped de Belgrado, manteniendo una voluntariosa verticalidad. Veinte mil espectadores y eso que la hierba estaba helada. Jugaba de «cinco». Entonces, los «cincos» eran tipos duros, imprescindibles en campo ajeno. Además, Becerril se tenía por guapo. Sucedió que, como todo el mundo se caía por las condiciones del terreno, lo suyo no se vio raro e incluso pasó tarjeta de buen patinador. Pero la pelota no la veía ni haciendo esfuerzos. No es que las viera dobles o triples, como es lo común en estos casos, sino que sencillamente eran asunto de secreto para él. Al principio se puso a moverse como si realmente siguiera el juego, de arriba para abajo, poniendo afán. Fue peor, porque a ojos vista parecía que Becerril estaba jugando otro partido, él solito, con una pelota imaginaria. Empezaron a lloverle voces desde el banquillo. Pasó el primer tiempo. Maravillas, que era por entonces el entrenador, no se atrevió a sustituirle, porque además Becerril no daba pinta de «andar cocido». Eso sí, para lo que él era, los compañeros notaron que hablaba poco. Maravillas le echó una alocución que él siguió con los ojos fijos y con los oídos tapiados. En la segunda parte, el público se volcó, el juego se endureció, el césped hacía charcos por todas partes. Becerril empezó a sentirse mareado de verdad, y decidió quedarse «alante» (por quedarse en algún sitio), en un lugar cómodo y apacible, habida cuenta de que el Madrid no andaba muy puesto en el ataque y la delantera buscaba un invierno tranquilo. Maravillas estuvo media hora, de los tres cuartos del segundo tiempo, chillándole a Becerril para que bajara a la defensa donde, puesto como estaba a papar moscas, al menos haría bulto. En ese dilema andaba cuando un defensa yugoslavo (olvidado seguramente de aquel fantasma con el número cinco que se paseaba por allí, más que nada para acompañar a la defensa contraria) hizo mal una entrega y Becerril se encontró con un balón que no quería y con un portero a solas. Aun así, éste hubiera resuelto la situación si el abrumado Becerril hubiera chutado hacia algún lado. Pero, pese a que lo intentó, sólo consiguió pisar el balón —como hacen los niños cuando descubren la inverosímil movilidad de ese artefacto— con la fortuna de que se le escurrió y, ante la mirada estupefacta del portero, el esférico se fue deslizando por el empapado terreno hasta el fondo de la red.

Algunos ya se han desnudado. Afuera llueve. Hoy no habrá series rápidas: no serán necesarios los clavos. A veces, un entrenamiento de esta angustia muerta de cambiarse de ropa es desenroscar clavos de las zapatillas y volverlos a enroscar. Cada uno tiene su manera. Es parte del estilo. Lucio los enrosca con la mano hasta casi el final, es el método más rápido, para después ajustar con la llave. Mientras lo hace, no mira a nadie. Bilbao los trae preparados de casa. Si el tiempo o el plan cambian, y se precisan de otras medidas, siempre tiene zapatillas preparadas. Yo uso la llave desde el principio y empiezo a darle vueltas y vueltas y vueltas. Tardo mucho y siempre soy el último en salir del vestuario. En los demás no me he fijado. Pero cada uno tiene una manera diferente. Cada uno piensa algo distinto de lo que nos espera afuera. Hay en cada uno una forma distinta de sentir el futuro inmediato y de acercarse a él. ¿Seré el único que piensa en ideas como «afuera», «inmediato», «angustia»? ¿Todo lo que está sucediendo le sucede a alguien más que a mí? ¿Me hago estas preguntas tan repentinas sólo para demorar más el tiempo, cuando sería tan sencillo colgar las zapatillas por el resto de los inviernos? También sería sencillo no pensar, y sólo correr. Correr contra el tiempo para no tener que demorarlo. Cada cual, enrosque los clavos como los enrosque, tiene más inteligencia que yo. Ellos saben que demorar el tiempo no elimina la pesadilla de tener que correr contra él.

La mayoría se anuda ya el impermeable. Debajo está el chándal y algún jersey viejo. También las polainas y un par de calcetines. Al principio me parecía ridículo ponerme polainas. Tuve que pedir a Bilbao que me acompañara a la tienda. Yo quería polainas negras y Bilbao discutió con la dependienta porque eran más caras. Quería regatear y la dependienta se enfureció. Hubiera querido irme. Ya no quería polainas negras. Por último, nos rebajaron cincuenta pesetas. Tengo la sensación de que todo ha sido demasiado difícil y de que cada cosa que he hecho tiene una historia también difícil y cansada. Cada prenda que llevo, cada recuerdo que acecha, es algo que sólo añade dificultad y cansancio. Salir «afuera» es cargar con todo ello y, sin embargo, estar obligado a llevarlo livianamente, contra el cronómetro.

Me doy cuenta de que Becerril y yo estamos solos en la habitación. Todos han salido. Todavía estoy por quitarme los zapatos de calle. Me observa por encima de su brazo apoyado en el mostrador. Tiene unos ojos o

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