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Notas
Sobre el autor
Créditos
Para mi hija, Jill
A William Bacher y Henry Hathaway, de Beverly Hills, California, a quienes debo la idea primera de la que creció este libro hasta su forma actual; a James Street, el autor de la obra Look Away en donde leí la historia del ahorcado y del pájaro; y a Hodding Carter y Ben Wasson, de la Levee Press, que publicaron en una edición limitada la versión original de la historia del caballo robado, en testimonio de mi viva gratitud.
Miércoles
Mucho antes de que en los cuarteles del interior de la ciudad y en los campamentos que la rodeaban sonaran las primeras cornetas, la mayoría de la población estaba ya despierta. No fue necesario que abandonaran las colchonetas de paja ni los delgados jergones de las casas de vecindad semejantes a colmenas, porque, a excepción de los niños, muy pocos se habían acostado. Habían permanecido apiñados, en una vasta hermandad muda de temor y ansiedad, en torno al mezquino fuego de braseros y hogares, hasta que finalmente se consumió la noche y comenzó un nuevo día de ansiedad y de temor.
El regimiento, creado en aquel distrito, fue reclutado en persona por uno de los gloriosos bribones que llegaron a ser mariscales de Napoleón, quien, junto con su unidad, se convirtió en una de las estrellas más rutilantes de la constelación que llenó el firmamento con sus prodigios y destruyó a medio planeta con sus relámpagos. Casi todos los sucesivos reemplazos habían salido del mismo distrito, por lo que, además de que la mayor parte de los ancianos y de los niños o habían sido ya soldados suyos o lo serían en el futuro, todos los habitantes de la ciudad eran padres y familiares, no sólo de los hombres condenados, sino padres y madres y hermanas y esposas y novias, cuyos hijos y hermanos y esposos y padres y amantes podrían haber estado entre los condenados de no ser por pura suerte y ciega casualidad.
Antes incluso de que muriera el eco de las cornetas, las conejeras de los alrededores los estaban vomitando ya. Un aviador francés, británico o estadounidense (o alemán, por qué no, en el caso de que tuviera la temeridad o la suerte) podría haberlo presenciado mejor que nadie: chozas y viviendas vaciándose en callejas, travesías e innominados callejones sin salida, y callejas y travesías y callejones convirtiéndose en calles, de modo que los hilos de agua se hicieron arroyos y los arroyos ríos, hasta que la ciudad entera dio la impresión de derramarse por los amplios bulevares que convergían, como radios de una rueda, hacia la plaza del Hôtel de Ville, llenándola, para después, impulsados por el volumen de su propio amontonamiento, de su fluir, como una ola que se distiende, llegar hasta las vacías puertas del Hôtel de Ville, donde los tres centinelas de las tres naciones combatientes flanqueaban las tres astas vacías a la espera de las tres banderas.
Allí la multitud se tropezó con las primeras tropas —un cuerpo de la guarnición de caballería, desplegado a la entrada del amplio bulevar principal que llevaba desde la plaza del Hôtel de Ville hasta la antigua puerta de lo que fuera en otro tiempo muralla oriental de la ciudad—, que la estaban esperando ya, como si el rumor del comienzo de la inundación la hubiera precedido, entrando incluso en el dormitorio del alcalde. Pero la multitud hizo caso omiso de la caballería. Siguió empujando hacia la plaza, avanzando más despacio y deteniéndose ya, debido a su mismo peso y volumen, estremecida y agitada constantemente, con débiles movimientos dentro de su propia masa, mientras contemplaba, perpleja y paciente bajo la luz del alba, la puerta del Hôtel de Ville.
Luego el cañonazo que saludaba el amanecer resonó con estrépito desde la antigua fortaleza que dominaba la ciudad; las tres banderas surgieron simultáneamente de la nada y treparon por las tres astas. Aún seguía amaneciendo mientras aparecían, trepaban y se situaban en lo alto. Pero cuando ondearon con la primera brisa matutina, lo hicieron iluminadas por el sol, exhibiendo los tres colores comunes: el rojo del valor y el orgullo, el blanco de la pureza y la constancia, y el azul del honor y la verdad. A continuación el bulevar, situado detrás de la caballería y aún vacío, se llenó repentinamente de sol, arrojando sobre la multitud, como si se dispusieran a iniciar una carga, las alargadas sombras de jinetes y caballos.
Aunque, en realidad, era la gente quien avanzaba hacia la caballería sin hacer ruido alguno. Su movimiento resultaba casi ordenado, sencillamente irresistible gracias a la unanimidad de sus frágiles componentes, semejante a la unanimidad de una ola en sus gotas. Durante unos instantes la caballería —estaba presente un oficial, aunque quien parecía mandar era un sargento mayor— no hizo nada. Luego el sargento gritó. No era una orden, porque la tropa no se movió. El grito sonó en realidad como si no fuese nada en absoluto, ininteligible; un tenue sonido desamparado suspendido en el aire durante un fugaz instante como uno de los débiles gritos musicales, sin origen aparente, de las altas alondras invisibles que ya llenaban el cielo por encima de la ciudad. La siguiente exclamación del sargento fue una orden. Pero era demasiado tarde; la multitud ya había desbordado a los soldados, irresistible en su humildad, pasiva e invencible, acercando la fragilidad de su carne y de sus huesos, casi distraídamente, a la órbita metálica de herraduras y sables con una indiferencia humilde y pasivamente despreciativa, como mártires que entran en el foso de los leones.
La caballería resistió aún un momento más. Y ni siquiera entonces cedió. Simplemente, empezó a moverse hacia atrás sin dejar de mirar hacia adelante, como si la hubieran levantado a pulso: los ojos en blanco de los caballos, muy tirantes las riendas, los rostros de los jinetes, reducidos de tamaño por la altura, abiertas las bocas en gritos insignificantes bajo los sables enarbolados, todos moviéndose hacia atrás como las efigies marciales de un palacio o una mansión o un museo destruidos, arrastradas por la avalancha que ha convertido en ruinas instantáneas las criptas de piedra de su gloriosa intimidad. Luego el oficial a caballo se liberó. Por un instante dio la impresión de ser el único que se movía, porque sólo él permanecía quieto por encima de la multitud que ya se dividía y lo desbordaba por ambos lados. Enseguida se puso de verdad en movimiento, hacia adelante, el caballo muy corto de riendas, sujeto con mano de hierro, hasta alcanzar y atravesar la multitud en marcha; alguien lanzó un grito desde debajo del caballo —un niño, una mujer, tal vez una voz de varón aflautada por el miedo o el dolor— mientras el oficial se abría paso, haciendo fintas y quiebros con el animal a través del río humano que no hacía el menor esfuerzo por evitarlo, que aceptaba el caballo como el agua acepta el empuje de la proa. Desapareció enseguida. Acelerando la marcha, la multitud se derramó por el bulevar. Apartó a la caballería y lo llenó todo, eclipsando al pasar las calles laterales como un río desbordado hace desaparecer a sus tributarios, hasta que, finalmente, también el bulevar no fue más que un denso lago agitado y mudo.
Pero ya antes de todo aquello había llegado la infantería, saliendo de la plaza del Hôtel de Ville, a espaldas de la multitud, mucho antes de que el oficial de caballería hubiera podido informar al oficial de jornada, quien tendría que haber enviado al ordenanza, quien a su vez habría llamado al asistente, quien habría interrumpido las abluciones y el afeitado del ayudante, quien habría despertado al alcalde de la ciudad para que con el gorro de dormir todavía puesto, telefoneara o enviase un correo al comandante de infantería de la fortaleza. Fue todo un batallón, armado aunque sin petates, lo que salió en columna cerrada, precedido por un carro de combate ligero dispuesto para entrar en acción, y que, al avanzar, fue dividiendo la multitud como un quitanieves, arrojando la masa dividida a ambos lados, mientras la infantería se desplegaba en dos filas paralelas tras el carro de combate en movimiento, hasta que finalmente todo el bulevar, desde la plaza hasta la antigua puerta, estuvo de nuevo limpio y vacío entre las dos delgadas hileras de entrelazados fusiles con la bayoneta calada. En un punto detrás del dique de bayonetas se produjo un ligero revuelo, pero sin extenderse más allá de tres metros, y sólo quienes estaban muy cerca supieron que algo había sucedido o estaba sucediendo. Y cuando el sargento de un pelotón se agachó bajo los fusiles entrelazados y se abrió camino hasta allí, tampoco había mucho que ver: sólo el desmayo de una joven, de una muchacha delgada, vestida pobremente. Una muchacha que seguía tumbada donde había caído: un exiguo montón de ropa raída, manchada, como si hubiera venido desde muy lejos, probablemente a pie como principal medio de transporte, o en carros de campesinos, ocupaba el estrecho espacio en forma de tumba que le habían hecho para que cayera y, si tal había sido su intención, muriese allí, mientras que quienes al parecer no le habían dejado sitio para que estuviera de pie y pudiera respirar, la miraban ya tranquilamente, sin tomar ninguna decisión, como suele hacer la gente hasta que alguien —el sargento en este caso— se pone en movimiento.
—Levántenla, por lo menos —dijo con ferocidad—. Retírenla de la calle y llévenla a un sitio donde no la pisoteen.
Uno de los presentes empezó a moverse, pero cuando el sargento y él se agacharon la mujer abrió los ojos y trató incluso de colaborar mientras el sargento la incorporaba sin brusquedad, tan sólo impaciente por la sempiterna ineptitud, que todo lo complica estúpidamente, de los civiles, de manera especial en aquella ocasión, porque le obligaba a permanecer lejos de su puesto.
—¿Con quién iba? —preguntó.
No obtuvo respuesta de los inmóviles rostros atentos. Al parecer, tampoco la esperaba. Estaba mirando a su alrededor, aunque probablemente había visto ya que sería imposible sacarla de entre la multitud, incluso aunque alguien se hubiera ofrecido a hacerse cargo de ella. La examinó por segunda vez y empezó a hablar de nuevo, interpelándola, pero se detuvo, furioso y reprimiéndose: era un corpulento individuo de unos cuarenta años, con bigotes de bandido siciliano y en la guerrera (cuya reglamentaria longitud Napoleón había acortado seis o siete centímetros cien años antes, como César había acortado la de los italianos y Aníbal la de los innominados pedestales de su gloria) los distintivos por sus hechos de armas y sus campañas en tres continentes y dos hemisferios; un esposo y padre que hubiera debido ser (quizá incluso hubiera podido y habría sido) guardián de barricas de vino en Les Halles de París, si él y Les Halles hubieran coincidido en otro momento. Miró de nuevo a los rostros pacientes.
—¿No hay nadie...?
—Tiene hambre —dijo una voz.
—De acuerdo —dijo el sargento—. ¿Hay alguien que...?
Pero la mano había ofrecido ya el pan. Era el extremo de una barra, manchado y hasta un poco tibio por el calor del bolsillo que lo albergaba. El sargento lo tomó. Pero cuando se lo ofreció a la muchacha, ésta lo rechazó, muy deprisa, mirando a su alrededor como si estuviera buscando una escapatoria, al mismo tiempo que su rostro, sus ojos, reflejaban algo semejante al miedo. El sargento le puso el pan en las manos.
—Tómelo —le dijo bruscamente, con una aspereza que no era mal humor sino sólo impaciencia—. Cómaselo. Tendrá que quedarse aquí a verle, tanto si quiere como si no.
Pero la muchacha se negó de nuevo, repudiando el pan; no el don sino el pan mismo, y no a quien se lo había ofrecido, sino a sí misma. Era como si estuviera tratando de evitar que sus ojos se fijasen en el pan y, al mismo tiempo, se supiera incapaz de lograrlo. Y acabó rindiéndose cuando todavía la estaban mirando. Los ojos, todo el cuerpo, rechazaron la negativa de la boca: los ojos devoraban ya el pan antes de que extendiera las manos para tomarlo, arrebatándoselo al sargento y acercándoselo a la boca con las dos manos como para ocultárselo a un posible ladrón o para disimular su voracidad a quienes la contemplaban, mordisqueándolo como podría hacerlo un roedor: los ojos en continuo movimiento por encima de las manos ocultadoras, no del todo furtivos, no del todo secretos, tan sólo ansiosos, vigilantes y aterrados, con un algo que brillaba y desaparecía y luego brillaba de nuevo como un ascua en la que se soplara. Pero ya estaba bien, y el sargento había empezado a darse la vuelta cuando la misma voz habló de nuevo. Pertenecía sin duda a la mano que había ofrecido el pan, aunque si el sargento se dio cuenta no lo demostró en absoluto. Pero advirtió desde luego que el rostro no tenía nada que hacer allí, en aquel momento, en aquel sitio: ni en Francia, ni a cuarenta kilómetros del frente occidental, ni en aquél ni en ningún otro miércoles de finales de mayo de 1918; un individuo no demasiado joven ya, pero sí de aspecto juvenil, y ello no sólo como contraste con los otros hombres, entre los que se hallaba (más que «entre» habría que decir «por encima»; tan alto era, tan sin las imperfecciones de los otros), vigoroso y erguido y de aspecto descansado, con un blusón desteñido y pantalones ásperos y zapatos manchados, como un peón caminero o quizá un albañil, quien, para estar allí, en aquel día y en aquel lugar de la tierra, tenía que haber sido un soldado licenciado por invalidez permanente desde el cinco de agosto de hacía ya casi cuatro años, pero que, si tal era el caso, no lo demostraba en absoluto, y si el sargento se percató de ello o lo pensó, tan sólo hubo un brillo momentáneo en su mirada que lo revelara. La primera vez que el individuo habló se había dirigido a él; la segunda, al sargento no le cupo ya la menor duda.
—Pero ahora ya ha comido pan —dijo el otro—. Con ese bocado, debería haber comprado la inmunidad contra la angustia, ¿no es cierto?
El sargento, de hecho, se había dado la vuelta, estaba ya en movimiento, cuando la voz, el murmullo, lo detuvo; un murmullo no tanto amable como tranquilo, no tanto indeciso como suave y, por encima de cualquier otra cualidad, inocente: de manera que en el segundo, en el instante de pausa antes de que empezara siquiera a volverse, el sargento pudo ver, sentir, todos los rostros tranquilos y atentos que no lo observaban a él, ni tampoco a quien acababa de hablar, sino que parecían contemplar algo impalpable que la voz del otro había creado en el aire que los separaba. Luego el sargento lo vio también. Era el uniforme que llevaba. Al volverse para mirar, no sólo a quien había hablado sino a todos los rostros que lo rodeaban, tuvo la impresión de contemplar —a través de una especie de tristeza, de pesadumbre obsesionante, prolongada y omnisciente, tanto tiempo padecida y convertida en costumbre que, ahora, cuando se le ocurría recordarla, no era ya ni siquiera con pesar— a toda la raza humana del otro lado de la insuperable barrera de la vocación y modo de vida a la que él, veinte años antes, no sólo se había dedicado sino a la que había entregado también su vida y, junto con la vida, los huesos y la carne; le pareció que todo el círculo de rostros tranquilos y atentos estaba teñido de un débil color azul horizonte reflejado e indeleble. Siempre había sido así; sólo la tonalidad había cambiado: el pardo y blanco del desierto y de los trópicos, el intenso rojo y azul del viejo uniforme y, desde hacía tres años, el azulado camaleón del actual. El sargento lo había esperado, no sólo esperado sino aceptado, renunciando a la volición y al miedo al hambre y a la decisión, hasta el punto de contar incluso con una paga asegurada por el privilegio y el derecho —sin otro compromiso que obedecer y exponer y arriesgar su tierna carne y sus frágiles huesos— a la inmunidad definitiva frente a sus apetitos naturales. De manera que por espacio de veinte años había contemplado a los anónimos habitantes del mundo civil desde el aislamiento, desde la insularidad de aquella inmunidad indiscutible, con algo semejante al desprecio por su condición de extranjeros intrusos, desprovistos de derechos, tolerándolos simplemente, él y los suyos, entretejidos y entrelazados en la inexpugnable fraternidad del valor y del aguante, abriéndose camino a través de ellos detrás de la afilada proa cortante de sus galones y fajas y estrellas y condecoraciones, como un buque de guerra (o, desde hacía ya un año, un carro de combate) a través de un banco de peces. Pero ahora había sucedido algo. Al contemplar los rostros expectantes (todos menos la muchacha; ella era la única que no lo miraba, la corteza de pan todavía pegada a la boca masticante entre las delicadas manos manchadas de tierra, de manera que no era sólo él, sino los dos, él y la muchacha sin nombre ni familia, quienes parecían hallarse en un estrecho pozo de respiraciones contenidas), le pareció, con algo semejante al terror, que el extranjero era él, y no sólo extranjero sino obsoleto; que en aquel día, veinte años atrás, a cambio del derecho y la posibilidad de llevar en la pechera de su guerrera las simbólicas insignias del valor y el aguante y la fidelidad y la angustia y el sacrificio corporales, hubiera vendido en realidad el derecho a formar parte de la raza humana. Pero no lo dejó traslucir. Los galones mismos eran la razón de que no pudiera hacerlo y llevarlos la prueba de que no lo haría.
—¿Y bien? —preguntó.
—Ha sido todo el regimiento —dijo el hombre alto como en sueños, con entonación varonil, amable, casi un simple murmullo, como si reflexionara en voz alta—. Como un solo hombre. A las cero horas, nadie salió de la trinchera, a excepción de los oficiales y unos cuantos suboficiales. ¿Ha sido así, no es cierto?
—¿Y bien? —repitió el sargento.
—¿Por qué no han atacado los boches —dijo el hombre alto— al ver que nosotros no avanzábamos, al comprobar que pasaba algo con el ataque? ¿Que el fuego graneado había funcionado bien y lo mismo la preparación artillera, pero que cuando cesaron y llegó el momento del ataque, únicamente salieron de las trincheras los jefes de sección, sin que la tropa se moviera? Tienen que haberlo visto, ¿no es cierto? Si te has pasado cuatro años a menos de mil metros del enemigo, ves cuándo un ataque falla y probablemente también sabes por qué. Y no me puede usted decir que ha sido por el fuego de la artillería, porque ésa es la primera razón para salir de las trincheras y atacar: abandonar el sitio que alguien está bombardeando; en ocasiones, incluso, los de tu mismo bando, ¿no es cierto?
El sargento sólo miraba al hombre alto; no necesitaba hacer nada más, porque sentía a los otros: los rostros tranquilos, atentos, de personas que respiraban pausadamente, escuchando, sin perderse nada.
—Un mariscal de campo —dijo el sargento con tono amargo y despreciativo—. Quizá ya va siendo hora de que alguien se interese por ese uniforme que lleva —extendió la mano—. Vamos a echarles una mirada.
El hombre alto lo miró con calma desde arriba un momento más. Luego su mano desapareció en algún sitio por dentro del blusón y reapareció ofreciendo sus papeles, con varios dobleces, manchados, polvorientos y muy manoseados. El sargento los tomó y los desdobló. Pero incluso entonces no dio la impresión de estar examinándolos, sino que recorrió de nuevo, rápidamente, los rostros inmóviles y atentos mientras el hombre alto seguía mirándolo desde arriba, tranquilo y a la espera, hasta que volvió a hablar, remoto, con mucha calma, casi distraído, como limitándose a dar conversación:
—Y ayer al mediodía todo nuestro frente se paró con la excepción de algunos disparos simbólicos de la artillería, un cañón por batería cada diez mil metros, y a las quince horas también se pararon los británicos y los americanos, y cuando todo estuvo en silencio se oyó que los boches hacían lo mismo, de manera que ayer, a la puesta de sol, no había en Francia más fuego de artillería que los disparos de pura representación, ya que tenían que prolongarlos un poco más, porque todo ese silencio, cayendo de repente del cielo sobre la raza humana después de cuatro años, podía haberla destruido... —rápidamente, con un solo movimiento, el sargento volvió a doblar los papeles y extendió el brazo hacia el hombre alto, o al menos dio esa impresión, si bien, antes de que el otro pudiera recuperarlos, la mano del sargento había agarrado la parte delantera del blusón, fundiendo el rebujo de papeles y la masa apretada de tela áspera, zarandeándolos, aunque en realidad no fue el hombre alto quien se movió sino el sargento, su rostro de bandido siciliano pegado al del otro, la boca abierta, mostrando los dientes cariados y ennegrecidos, disponiéndose a hablar, aunque sin poder hacerlo porque el otro aún seguía hablando con el mismo murmullo tranquilo, sin precipitación alguna—. Y ahora el general de división Gragnon los trae a todos aquí para pedirle al generalísimo que le permita fusilarlos, dado que tanta paz y tanto silencio, cayendo sin previo aviso sobre la raza humana...
—Ni siquiera un mariscal de campo —dijo el sargento con voz colérica, llena de agitación—: Un abogado —añadió, en un furioso murmullo cortante, sin levantar la voz más que el otro, murmullo que los rostros atentos e inmóviles que los rodeaban dieron la sensación de no escuchar, incluso de no oír, del mismo modo que no habían escuchado ni oído al otro mientras hablaba, como tampoco la joven, que aún seguía royendo sin pausa la corteza de pan protegida con las dos manos, tan sólo contemplándolos, absortos e indiferentes como los sordos—. Pregunta a los hijos de perra que vienes a ver pasar si creen que alguien se ha rendido.
—Eso también lo sé —dijo el otro—. Acabo de decirlo. Ha visto usted mis papeles.
—También los va a ver la policía militar —dijo el sargento, y con un brusco empujón, que no consiguió mover al otro, sino apartarlo a él, se dio la vuelta, todavía apretando los papeles arrugados y utilizando al mismo tiempo codos y manos para abrirse camino hacia el bulevar; luego se detuvo otra vez de repente, alzó la cabeza y, mientras los espectadores lo contemplaban, dio la sensación de levantar todo el cuerpo para mirar por encima y más allá de la multitud de cabezas y rostros, en dirección a la antigua puerta de la ciudad. A continuación todos lo oyeron, no sólo el sargento que ya se estaba agachando para pasar bajo los fusiles entrelazados, sino hasta la joven, que incluso dejó de masticar detrás de las manos que protegían el pan para escuchar también, cuando, al unísono, las cabezas y los cuerpos amontonados se desentendieron de ella para volverse hacia el bulevar, y no porque hubiera sido superficial la impresión producida por su problema y el espectáculo de su alivio, sino a causa del sonido que, como un viento que empieza a soplar, se acercaba ya, procedente de la puerta antigua de la ciudad. Con la excepción de los gritos de mando de los jefes de sección de la infantería desplegada a lo largo de las aceras, no era tanto un sonido de voces como un suspiro, una emisión de aire que se repetía de pecho en pecho, bulevar arriba. Era como si la ansiedad de la noche, inmóvil durante algún tiempo bajo el simple peso de la espera, una vez que el nuevo día se disponía a revelar la realidad que en la oscuridad de la noche sólo había sido un temor, se estuviera acumulando para pasar sobre ellos, como el mismo nuevo día, formando una gran ola cegadora en el momento en que entró en la ciudad el primer automóvil.
En él viajaban los tres generales. Avanzaba deprisa, tan deprisa que los gritos de los jefes de sección, y el ruido de los fusiles cuando cada sección presentaba armas y el nuevo estruendo cuando volvían a la posición de descanso, no sólo eran continuos sino que se superponían, de manera que el automóvil parecía progresar sobre un prolongado estruendo metálico como sobre alas invisibles con plumas de acero. Un largo y polvoriento vehículo abierto, pintado como un destructor, que enarbolaba el estandarte del comandante supremo de todos los ejércitos aliados, los tres generales sentados codo con codo en el asiento de atrás en medio de un rígido centelleo de ayudantes —los tres ancianos que ostentaban el mando separado de cada uno de los tres ejércitos y el que de los tres, por consentimiento y acuerdo mutuo, poseía el mando supremo sobre todos (y, por aquel motivo y con aquel derecho, sobre todo lo situado debajo, encima y sobre la enloquecida mitad del continente): el británico, el estadounidense y, entre los dos, el generalísimo, el hombrecillo gris con un rostro que dejaba traslucir prudencia, inteligencia y escepticismo, alguien que no creía ya en nada que no fuera su desilusión, su inteligencia y su poder sin límites— que atravesó como un relámpago el asombro aterrado y estupefacto, para desaparecer de inmediato, mientras los jefes de sección gritaban de nuevo y las botas y los fusiles regresaban con estrépito a la posición de alerta.
Los camiones venían inmediatamente después. También deprisa, en columna cerrada, y en apariencia inacabable, puesto que se trataba de todo el regimiento. Pero todavía faltaba la manifestación unánime, definida, humana, ni siquiera la brusca exclamación del saludo, sino el simple removerse, las ondas de movimiento dentro de la multitud, dejando pasar el primer camión en medio de un silencio todavía lleno de espanto y todavía incrédulo, un silencio en el que la angustia y el terror parecían salir al encuentro de cada camión que se acercaba, rodeándolo mientras pasaba y siguiéndolo cuando se alejaba veloz, quebrado sólo de tanto en tanto cuando alguien —una mujer— lanzaba un grito a uno de los rostros transeúntes; un rostro que, debido a la velocidad del camión, ya había pasado y desaparecido antes de que el reconocimiento fuera un hecho, y el rugido del camión siguiente ya lo había ahogado antes de que el reconocimiento se hiciera grito, de manera que los camiones parecían ir más deprisa aún que el automóvil, como si este último, con medio continente tendido delante de su capó, poseyera el don del ocio, mientras que los camiones, cuya distancia hasta su destino podía calcularse ya en segundos, sólo contaran con el acicate de la vergüenza.
Los camiones, descubiertos, con altos costados de tablas, como para el transporte de animales, estaban repletos de hombres inmóviles, seme