Querido padre: Es posible que en el fondo tu problema, como el mío, no haya sido más que un problema de soledad. Y, sobre todo, de no haber encontrado el punto medio entre la soledad y los otros. Hasta ahora cada cual ha venido ocultándolo a su manera, aunque las circunstancias no nos hayan facilitado mucho esta labor.
Ahora, que tal vez penséis que he alcanzado un poco de tranquilidad, me acuerdo de ti, porque la adolescencia ha venido a hacerme el chantaje de todos los veranos y, según puedes ver, estamos en invierno, cosa que me ha desquiciado un poco, pues me hace sospechar que desde ahora el chantaje será continuo; por lo menos hasta que mi vejez iguale a la tuya. Entretanto recurro, como un preso, a hacer pequeños trabajos que mantengan ocupados mis dedos. Y de este modo les construyo amorosas jaulas con complicadísimos alambres y maderas que antes eran cajas para contener puros. Tengo pocas herramientas, pero es bastante para escapar a la tarde. Con una paciencia que jamás escuché en mí doblo cuidadosamente los alambres y los introduzco después por los pequeños orificios de las tablitas, que antes eran cajas para puros. Cuando me pongo sobre la cama, atravesándola diagonalmente, siento un gran placer en mis riñones, que ya no están para que los tenga todo el día doblados construyéndoles jaulas. Pero me levanto en seguida y con frecuencia por ver si alguna ha comenzado a parir. Quiero ver a sus hijos, lampiños y ciegos, que también son mamíferos como yo. A última hora, mientras se sedimentan las cenizas de la tarde, muerden los barrotes con desesperación para escapar o para afilarse los dientes. Entonces hago lo posible por tener pensamientos ajenos hasta que consigo arrancarme una sonrisa.
Pero estas sonrisas no duran demasiado, porque es difícil anclar el recuerdo, y me vienen a la memoria rostros que no intento evocar. A veces, eres tú; a veces, Jacinto. A veces, mamá.
Y cuando mi recuerdo gira en torno a ti, la memoria me traslada a aquel tren en el que viajamos juntos. Sé que pensé en el mar que abandonábamos, y que me pregunté con qué palabras recordaría todo aquello cuando pasaran unos años. Jacinto había conseguido ponerse junto a la ventanilla, y con el paisaje evitaba los difíciles encuentros que se producían entre el resto de la familia. Mamá se levantaba con demasiada frecuencia para ir al servicio. No estaba descompuesta, como decía, sino que se iba a llorar a solas su desgracia. La desgracia de mamá era la nuestra, pero yo estoy seguro de que ella la pensaría como suya. Mi hermana no cumplió en aquel viaje ninguna función en especial. No sé de qué color iba vestida, pero me la imagino de rosa y negro, enturbiado el aire con sus miradas de animal resignado. Yo me preguntaba con frecuencia qué iba a ser de nosotros, como si no estuviese siendo todavía, como para aliviarme en la posibilidad de un futuro mejor. Y admiraba tu fortaleza para soportar aquella huida incómoda y ciega, llevando sobre el pecho o sobre la razón la angustia de cuatro vidas para las que tú, sin duda, habías planeado un azar con más posibilidades de triunfo sobre el miedo. Llevabas la camisa sucia, y eso armonizaba muy bien con aquellos bancos de madera, que al cabo del tiempo aún me duelen en las costillas. Te asustaste cuando el policía de paisano que acompañaba al revisor te pidió la documentación familiar con educación y alevosía. Todo estaba en regla, y tal vez comprendiste, mientras perdías la mirada en el perfil de Jacinto, que el miedo viviría contigo el resto de tus días; luego, cuando la concentraste en su expresión, supiste que habías comenzado a transmitirlo. Diez horas tardó aquel correo en llegar a Madrid, y sólo me levanté una vez; tú, ninguna.
Aquella noche, en una pensión céntrica y barata, te vi orinar por primera vez. Lo hiciste en el lavabo de la habitación, mientras nos sonreías a Jacinto y a mí. «Todo el mundo —dijiste— hace esto en las pensiones». Luego nos explicaste que ya habías alquilado una casa (al decir casa se te quebró la voz), pero los muebles no llegarían hasta el día siguiente. Mamá y la pequeña Rosa habían ido a pasar la noche a casa de unos familiares.
Otras veces me descuido y soy atrapado momentáneamente por el ambiente exterior, aun si me coloco en diagonal sobre la cama. Esta situación dura mientras dura el silencio. Por eso me veo obligado a introducir finísimos alambres por entre los barrotes de las jaulas, para herirlos levemente. Y entonces, adelantándome unos momentos al instante, los estoy viendo ya lamerse las pequeñísimas úlceras que les he producido. Ellos, entretanto, se han puesto a lanzar gritos agudos y afilados, que me liberan del ambiente exterior. Un escalofrío recorre la parte central de mi cuerpo cuando alguna de las hembras, que se mueven ya con mucha dificultad, presenta cara al alambre enseñando los dientes, y qué asco.
Por fin el tiempo real alcanza inevitablemente al tiempo imaginario, y ahí están las hembras y los machos lamiéndose las úlceras (en el suelo de los recintos han quedado algunas gotitas de sangre), mientras que yo pienso en mí mismo sin moverme —para no alborotar el aire de la tarde— y entono hacia adentro un extraño cántico que a nada conduce, ya que no me evita darme cuenta de la falta de sentido real e imaginario que tiene el establecer tales divisiones, debido a que más me duele a mí y me envejece y me hace llegar antes el tiempo imaginario. Y me trastoca.
Caminábamos evitando instintivamente el centro del oscuro pasillo, atentos a la amenaza del suelo roto y de las vigas con carcoma a flor de cal. Recordé que el día anterior se te había quebrado la voz. Las habitaciones de la casa, demasiado grandes, estaban colocadas al azar a un lado y otro del pasillo en un desorden increíble de espacios desiguales. Todo era oscuro. Tu voz, que contestaba a Jacinto «estas construcciones antiguas son muy sólidas», llegó a mis oídos sin que yo hubiese puesto ninguna voluntad en ello, y por el momento sólo pude grabar en mi memoria el tono. Haríamos algunos arreglos —mentira— y compraríamos tal vez algunos muebles que cambiasen poco a poco el aspecto de la casa, hasta el punto, quizá, de quitarnos el miedo al centro del pasillo. Y si nos convencíamos por fin de que la calidad de una huida no guarda ninguna relación con la distancia al punto de fuga, recuperaríamos posiblemente algo de la tranquilidad que nos correspondía; si bien es cierto que la tranquilidad acaba por llegar de todas formas, coincidiendo o no con nuestros deseos.
Al principio sería difícil soportar nuestras miradas oblicuas, los inevitables encuentros de las manos dirigiéndose fatalmente al mismo trozo de pan durante las comidas, las rarezas de Jacinto, en el que habían comenzado a manifestarse los primeros signos de la enfermedad, tus ineficaces consuelos al inoportuno llanto de mamá y la sombra de la pequeña Rosa, que tomaría nota de aquellas situaciones desde el rincón más oscuro de la casa. Me pregunté quién sería el primero en atreverse a hablar de los problemas inmediatos, cuando en dos o tres semanas comenzase a escasear el dinero, cuando irse a dormir se convirtiese en la esperanza de amanecer destrozado entre los escombros de la casa y no hubiese más remedio que salir a la calle, o sentarse a esperar una catástrofe, que posiblemente no llegaría a tiempo. Luego tú te fuiste en busca de mamá y de la pequeña Rosa, mientras Jacinto buscaba inútilmente un objeto sobre el que detener la mirada para que no tropezase con la mía. Cuando vi que no encontraría nada que justificase su actitud silenciosa, decidí hacerle el favor de retirarme al cuarto de baño, y allí comenzó a jugar conmigo la memoria obligándome a recordarte con más ternura de la que un padre merece. Te veía unos años atrás menos cansado, pero no más joven, conduciéndome al sitio donde nació tu padre, y donde deberíamos haber nacido todos; el sitio en el que también mis hermanos o yo podríamos haber tenido hijos que heredasen nuestra historia. Pues ahora ya es seguro que moriremos sin descendencia, y que todos los miles de muertos que nos han precedido quedarán definitivamente enterrados, definitivamente muertos, sin un mal olvido con el que alimentar el recuerdo. Entonces supe que para nosotros el futuro no sería jamás un cielo abierto, ni siquiera un mar de calamidades, sino más bien el único lugar posible desde el que la memoria pudiera trabajar, como en un pozo sin fondo, intentando sacar algún sentido del azar anterior. Me habías llevado de la mano hasta una pequeña altura, en las afueras, y allí, junto a aquel castillo que venía pudriéndose desde que lo abandonaran los moros, me enseñaste con orgullo los cinco árboles que habías plantado por deseo de tu padre cuando tenías cinco años. Ahora crecían ya sobre sus firmes cimientos en la seguridad de que no morirían ni un centímetro más lejos de su cuna. Pero era inútil acariciar aquellos árboles, rodearlos una y otra vez con la mirada, o volver a contar la historia de tus cinco años, porque de aquel recuerdo materializado ante tus ojos sólo podías obtener un poco de madera, y aun eso con un esfuerzo considerable. Si lo que pretendías era alcanzar alguna conclusión moral o algún dato que te abriera camino hasta la muerte, no debías mirar aquellos árboles ni aquel pueblo, ni siquiera las fotos de tu padre. Debería bastarte con entornar los ojos lentamente y sentirte por dentro observando traicioneramente a tu corazón, que ya no tenía cinco años, y remover entonces el tiempo transcurrido. Si después de esto no te quedaba nada entre las manos, es que lo que buscabas no existía, querido padre, y entonces tú y tus hijos y los posibles hijos de tus hijos seríais solamente el despojo de algo que nadie ha conocido, porque de otra manera nos lo habrías recordado, ya que la memoria no es tan frágil, como las patas de un pájaro, sino optimista y tenaz hasta la muerte, y aún después de la tierra, cuando quedan arriba algunas conciencias verticales condenadas a quererte más allá de las oraciones.
Al cabo tú volviste con mamá y con la pequeña Rosa, liberándome por el momento del cuarto de baño, para hacerme caer por otra parte en una de las aburridas lamentaciones de mamá. Se quejaba ahora del trato que había recibido de sus familiares, y enumeraba sin tregua las cosas que hubo de soportar a cambio de una cena ruin y una cama fría. Yo adiviné por sus palabras que nunca más tendríamos familia, que habían comenzado ya a echar tierra y olvido sobre nuestros nombres. Y esto al menos me sirvió para comprender que los frágiles lazos que unen a las personas nada tienen que ver con la sangre, sino que afirman sus dominios sobre el dolor compartido y la mentira necesaria, creando entonces corrientes subterráneas de un cariño tan triste e inútil, como difícil de reprimir en las situaciones adversas. Conseguimos por fin hacerla callar, cuando fijamos su atención en la novedad de la casa, y en la necesidad de limpiarla antes de que llegaran los muebles. Tú nos habías dicho que venían por carretera, y que estarían allí antes del mediodía.
Y llegaron los muebles, escasos y desvencijados, como sus propios dueños, pero amigos al menos, reconocibles al tacto, a la vista y al recuerdo. Luego pasaron unas horas que la memoria no supo contabilizar, porque mi cuerpo se preparaba ya para el insomnio al lado de Jacinto. Algo más tarde los silencios prolongados del exterior comenzaron a traer la noche, que fue al principio una sospecha de tranquilidad junto a los muebles familiares, pero que con la crecida del silencio acabó por convertirse en promesa de miedo. Todo ruido capaz de trasladarse, y en especial aquéllos más organizados, que se movían según un itinerario previsto en nuestra mente, nos impedían la respiración, hasta que se desviaban por fin acompasando el ritmo de nuestros corazones.
En las noches siguientes, Jacinto y yo compartimos la habitación y la cama (Rosa dormía en una salita contigua a vuestra habitación, y separada de ésta por unas cortinas floreadas, que no llegaban al suelo). Por fortuna él se las arreglaba para retirarse siempre el primero, de forma que, cuando yo llegaba a nuestro cuarto, no tenía que preocuparme de las miradas ni de la conversación, porque él actuaba como si ya se hubiera dormido. Nuestro cuarto tenía un techo muy alto, un armario con espejo frente a la sonora cama de hierro, y grandes baldosas de dibujos descoloridos por las que no se podía andar descalzo por el frío. Había también una ventana de madera sucia, que casi siempre estaba cerrada por precaución, y una raquítica bombilla que, al estar en el centro, atenuaba las sombras en todas las direcciones. Luego también pusimos bajo la ventana una mesa de cocina y un par de taburetes defectuosos, que tenían un agujero en el centro del asiento; pienso yo que para meter la mano y trasladarlos así de un sitio a otro, aunque no estoy seguro de esto último, porque yo nunca los utilicé de esa forma. Solíamos dormir espalda contra espalda para evitar complicaciones; y aunque al principio creo que nos resultaba vergonzoso que nuestros cuerpos se encontraran en el centro de la cama, la costumbre acabó por devolvernos a la soledad, y a las dos semanas actuábamos cada uno en nuestro lado como si el cuarto y la cama fuesen de uno solo. Cada uno tenía sus propias sombras y sus propios rincones para mirar mientras se hacía el dormido. Respetando esto, respetábamos también nuestra intimidad, e impedíamos cualquier intento de entablar comunicación. Pero una noche, cuando apagué la luz y me entregué al insomnio, Jacinto se dio la vuelta y por primera vez en mucho tiempo me habló directamente. Dijo: «Mira, yo no sé lo que piensas tú de todo esto, pero voy a escaparme por mi cuenta. Y te lo digo porque si quieres puedes venir conmigo. Si seguimos así, moriremos los cinco en la huida, y nadie sabe de qué manera estúpida. Mamá es fuerte y sólo necesita descargarse un poco para sacar a papá y a Rosa adelante. Papá está acabado. Rosa es demasiado pequeña, y a nosotros dos, que deberíamos haber cogido la dirección de la familia, nos ha paralizado la pereza o el miedo. Piénsalo y decide lo que quieras. Esperaré hasta mañana, y si después de la comida no me has dado ninguna respuesta, huiré yo solo esa misma tarde». Bien sé que las palabras de Jacinto eran justas, y que estaban cargadas de verdad; pero su tono razonable me desconcertó hasta el punto de anular mi respuesta. Cuando a los pocos minutos comenzó a hacerse el dormido, aún estaba yo con los ojos abiertos, y sentía en la espalda su respiración, porque, inexplicablemente, no había regresado a su postura habitual. Lamentaba sobre todo el no haber podido ver su rostro, ni la expresión de sus ojos, ni siquiera la forma en que torciera los labios para hablar. Y a causa de ello nunca supe si su rostro también era razonable en el momento de hacerme tal proposición. Toda la noche y toda la mañana siguiente estuvo martirizándome este asunto, aunque desde el primer momento supe que yo no participaría en la deserción. El problema consistía en responderme si era honesto permitírsela a él en su estado y, sobre todo —para mi vergüenza—, buscar las causas que me impedían acompañarle, aun sabiendo que era lo mejor para todos. Pero pensaba en ti; te veía encogido y triste, según te mostrabas durante las comidas, y sentía en el rostro oleadas de llanto y de cariño difíciles de reprimir. Nunca podría abandonarte, aunque mi compañía fuese un estorbo para ti. Y reconozco que en esta actitud se escondía una gran falta de respeto. Pero si te dejara, tus temores ya no cubrirían los míos, y ni los campos ni las cuevas serían capaces de ocultarme; porque lejos de ti, y más aún con las miradas de Jacinto abrasándome el futuro, yo no sería nadie ante mi miedo, aunque me protegiesen las tormentas de los relatos infantiles, o salieran a mi encuentro bosques sonoros de peligros razonables con el cobijo fácil, con el fuego ahuyentando los lobos y con el alimento al alcance del sudor de la frente.
Jacinto, entonces, desertaría sin mí, y yo intentaría imaginarme el lugar en el que le atraparía la primera noche; y eso si llegaba a la primera noche, porque lo más seguro es que sus aventuras, y su final en muerte, no tuviesen nada que ver con los bosques antes mencionados. Su fuga no sería ciertamente un ejemplo de fuga razonable, sino más bien una carrera demencial sin punto de destino, en la que lo más importante no era llegar pronto, sino llegar muerto. Al día siguiente, preso de ese cariño subterráneo que al final de nada nos ha servido, intenté durante toda la mañana acercarme a él con la débil intención de persuadirle. Pero no fui capaz de dulcificar su rostro, ni de arrancarle una palabra que me sirviera de consuelo. Se adivinaba ya en sus rasgos los signos de una de esas decisiones irrevocables que todo hombre toma una vez por vida, y que al final no sirven sino para perder el patrimonio físico, y ser devorados por el otro que en tales circunstancias cobra dimensiones insoportables.
Terminó de comer antes que