1.
Ayer, a la caída de la tarde, cuando el gran acantilado es de cinabrio, he vuelto a la isla. Las cabezas de los cazones y sus entrañas yacían en las rocas cercanas al muelle, arrojadas al creciente de la marea. Las gaviotas abatían sobre los despojos. Los hijos de Roque y otros muchachos pulpeaban con máscaras de buceo, y en el grao de La Caleta se confundían, por las sucias haldas del agua, gallinas y pájaros de la mar en sociedad apacible. Una mujer en cuclillas extendía un estático cardumen de pejeverdes en el picón del secadero, y el ala baja y ancha de su sombrerillo de pleita me impidió verle el rostro. El molino de gofio, sin velas, como un gigantesco esqueleto de reloj, alzaba sus engranajes y estructura hexagonal por cima del caserío. El rebaño de camellos se perfilaba en las dunas volviendo de los matos pastizos de la llanía. Tal vez el pueblo tiene más falúas y se han construido algunas casas, pero he reconocido todo y todo me ha sido familiar después de cuatro años largos, así que he saludado a los amigos como siempre, como si no me hubiera ido, y solamente sus manos torpes, tímidas y huidizas han sido expresivas en la bienvenida.
—Buenas tardes nos dé Dios —he dicho y luego he preguntado—: ¿Mejorcito?
—Mejorcito, dicen —me han ido respondiendo.
—Hay que celebrarlo —ha terminado Roque.
Y nos hemos encaminado hacia la tienda a beber unas copas de ron guajiro. Han encendido la lámpara grande en mi honor, antes de tiempo, porque por sotavento aún había claridad. Después de un silencio, Casimiro ha querido contar algo gracioso y ha hablado de alguien que estuvo buscando el tesoro del pirata por la playa de Las Conchas y no hizo otra cosa que emborracharse.
—Vea, cristiano, el aventurero para las diez estaba medio amoroso.
Tenían que contarme lo del cachalote que se varó en las rocas —hay un amarillecido recorte del periódico con la noticia clavado en una de las paredes— y Roque ha insistido para que el viejo Lucio me regalase un banquillo hecho de una vértebra, que hay que curarla bien porque todavía grasea. Luego, Roque ha pedido unas pasas de aperitivo, y para mí, además, unas galletas de coco y domingo. Han hablado de sus asuntos todo el tiempo, pero dándome pie para que interviniera.
—Perdimos un barco en Port Étienne. Estaba la mar bravota. Fue cosa de milagro salvarse. Tus paisanos en la ocasión —me dicen— echaron noventa toneladas de barco nuevo a la arena. Hay que conocer la costa muy bien, saberle los repentes a esa mar, ir muchos años...
Ha muerto alguno. Un viejo, que no sabía su edad, se quedó parado un día de mucho viento en el muelle, y fue la tercera tumba del cementerio de la Duna Grande. Pero yo no lo recuerdo o lo confundo con otro viejo de barbita rala, de chivita, que no tenía familia (Andrés el Peje o Andrés el Diente, no sé) e iba viviendo de la caridad y de la pequeña pesca del muelle. Tal vez ha ocurrido hace unas semanas, aunque pueden haber pasado meses o años, porque el tiempo es muy difícil de contar en la isla y dan por consabidos sucesos que yo ignoro y que creen que viví.
María ha tenido su séptimo hijo varón, que estudiará Comercio cuando sea grande y no irá a la mar como los otros. El marido de Candelaria se fue a las Américas y aún no ha escrito, y esto es una tristeza para todos...
—... porque corren dos meses, virando a tres, desde que tomó el viaje.
Luisita ha cumplido quince años y su pie derecho no se arreglará jamás —lo han dictaminado los médicos de la Isla Mayor— y está como avergonzada y sus hermosos ojos zarcos miran al suelo: a la arena y a los caracolillos calcinados.
—Cuando yo me vaya... —he dicho.
—¡Quién piensa que te vayas! —me ha atajado Roque, casi amenazante.
—Algún día me tendré que ir. Cuando yo me vaya, Luisita...
—Mándame revistas de cine, si no te cuestan caras —Luisita ha sonreído y se ha ruborizado por la petición.
—Esta niña, esta niña, esta niña —ha repetido Roque con pesadumbre.
Saben que estaré solamente una temporada entre ellos, y los ojos de Luisita me interrogan desde su amarga lejanía: ¿Por qué has venido? ¿A qué has venido donde nada hay? ¿Qué buscas?
Antica está embarazada por primera vez y me ha dado la mano, al saludarnos, obligadamente, y su hostilidad al sexo masculino se ha patentizado en un temblorcillo en el labio superior, en un temblorcillo como un insulto. Al parecer, lo pasa bastante mal y su marido está en el sur, en las pesquerías.
Roque no quería que estuviésemos mucho tiempo en la tienda, porque tenemos muchas cosas de que hablar, soy su huésped y a él —lo repite a menudo— le gusta llevar el rumbo. De la tienda hemos ido a su casa por las calles de arena con huellas celulares de camellos, huellas tabaleadas de cabras y la grafía aljamiada de las gallinas y las aves de la mar.
La casa de Roque tiene un patio enjalbegado con macetas y botes de madreturba, sonajilla y otras matas cuyos nombres ignoro; en medio del patio está el brocal del aljibe, y hay un par de mecedoras antiguas para que Roque y su mujer se adormilen después de la cena en la fresca clausura las noches de verano.
Roque me ha dejado una buena habitación, recién encalada, con un Cristo atroz sobre el testero de la cama. Le he preguntado por él.
—Lo hizo mi padre de lava. Le llevó dos años completos. Un extranjero me lo quiso comprar, pero las cosas de familia no se venden —me ha respondido.
El Cristo es deforme y en su alargado rostro de mustélido Roque ha pegado, como ojos, dos negras cabezas de alfiler. Prefiero el cromo de la Virgen de otras veces con su corazón como un emblema de artillería, llameando en rojo y amarillo patrióticamente.
Roque ha puesto retrete en su casa y ha apartado la cuadra de los camellos tras el bardal. Me ha enseñado, muy orgulloso, la cocina de gas embotellado que le ha comprado a su mujer en Port Étienne, una gran radio de pilas para coger el «parte» de Madrid y una butaca que es su trono. La butaca me la ha cedido unos momentos para que comprobara su comodidad, pero es más que cualquier otra cosa el símbolo de su fortuna —un puñado de pesetas muy duramente arrancadas a la mar— y me he levantado prestamente.
—Es una gran butaca —le he dicho.
Ha sonreído y en sus ojos he visto extenderse una humedad de satisfacción que no necesitaba disimulos. Las palabras deben disimular.
—Estás bobo. Tú las has visto mejores en muchas partes. De seguro que tienes en tu casa una mejor —ha puesto tanto énfasis en mejor, que resulta una palabra interrogante, enfurruñada y ácida—. Tú estás bobo, cristiano.
Pero él sabe que no hay mejor butaca en el mundo que la suya, que ha debido costar muchas samas, muchos meros y pargos y viejitas y bocinegros y lisas, muchas soldadas de frío a la media noche, calor a mediodía, trabajo y trabajo.
He saludado a Enedina, que ha entrado ciñéndose al cuello, con las prisas, su pañolón negro. Ha engordado bastante para alegría de Roque.
—Te esperamos el lunes —me ha dicho.
—Siempre trabajando, Enedina, ¿verdad?
—Ya menos, con los chicos mayores... Te esperamos el lunes. Los hombres te fueron a buscar en la falúa.
—Tú sabes que las combinaciones del viaje... Bueno, Enedina, no te he dicho que te encuentro muy bien, que estás muy guapetona.
—¡Huy, qué cosas! A una gaviota vieja con zalemas... ¡Qué cosas! —y luego, dirigiéndose a Roque—: ¡Pero ves el hombre... qué cosas!
Me ha ofrecido café y rosquillas; Roque se ha opuesto.
—Saca la botella buena de ron de Arucas.
Roque tiene botellas buenas y botellas malas del mismo ron. Buenas y malas es una distinción no de calidad, sino de cantidad. Las buenas son las que no están abiertas.
Roque mascaba tabaco. Ahora no hay buen tabaco de mascar y fuma en cachimba.
—Sale del tabaco rubio —me dice—; es lo peor que tienes.
En la isla se bebe al trago y bebemos así nuestras copas.
—Hay compañía —me ha dicho Enedina—. Ella es muy guapa, muy blanca. Él es su marido o qué sé yo. Llevan siete días aquí. Son extranjeros.
—Mañana los verás —ha dicho Roque—, si te levantas temprano. Cogen sus cosas y se van a bañar y a pescar en la playa, junto a Montaña Amarilla. Es un hombre arrequintado para la pesca...
Durante la cena hemos hablado de diferentes cosas relacionadas con el mar y la pesca.
—Este año tienes que venir una noche a hacer un caleo. Tú das suerte.
—Yo os espero en el muelle. Sólo sirvo de estorbo.
—Llevamos la falúa. No vamos a la vela.
—Aun así estorbo.
—Tú vienes y tendremos suerte. Ya verás.
Después de cenar es cuando Roque decide hacerme la pregunta para la que ha esperado calmosamente. No quiere sorprenderme, sino formulármela como si fuera una banalidad de la conversación. La pregunta, tarde o temprano, me la harán todos los amigos, como ya me la ha hecho con su mirada Luisita.
—¿Qué te trae por acá esta vez?
He sonreído y Roque ha bajado los ojos, consultando a los dedos de su mano derecha; dedos anchos, cortos, de uñas talladas del trabajo y remachadas sobre las falanges como garfios de arpeo. Los dedos le han respondido acercándose a la botella.
—Ya te explicaré. Es largo —le he contestado.
—Bueno, ya me contarás.
Los ojos de Roque no descansan y miran mi copa vacía y me miran a la cara. Su mano derecha es la mano del ron.
—No estás bien, cristiano, esto te sentará.
—¿El ron o la isla, Roque?
—Las dos cosas. Tú no estás bien.
No estoy bien. Roque tiene razón. Uno no puede engañar a sus amigos. Enedina deja su trajín y se acerca en silencio. No hablamos durante unos instantes. Roque bebe apresuradamente y da un golpe con la palma de la mano en la mesa.
—Bueno —dice—, hay que acostarse. Tienes la bacinilla debajo de la cama. El colchón lo extrañarás, porque es de paja. El agua es muy buena, del aljibe pequeño de mi suegro; mejor que la nuestra.
—Gracias, Roque.
—¿Quieres una novela para dormirte? Tiros y más tiros... Antes las solías leer.
Está obsequioso, demasiado obsequioso y preocupado. Nos despedimos y entro en mi habitación. Hay un quinqué de pantalla floreada de rosas y violetas sobre la mesilla de noche y un cenicero de ataujía en forma de babucha y una historiada jarra alemana de porcelana barata. Seguramente, estas pacotillas han sido compradas en los comercios de los indios cambalacheros de los puertos mayores. La jarra tiene la boca cubierta con un pañete blanco festoneado; una semana de ratos de ocio monjil de Enedina.
Deshago mi maleta. Mañana compraré caramelos para los chiquillos que me la trajeron disputándosela. Son golosos y cuando no tienen caramelos mascan palo dulce de la mar, que sale enredado en las artes y del que les proveen los viejos que pescan la costera.
Oigo pasos por el terrado. Luego, una conversación borrosa. Tal vez, el extranjero pescador y su mujer. Chirría el asa del cubo del aljibe y espero el golpe sordo contra el agua como una aletada de gran pescado, como el chapaleo de un remo, como la marea en las escalerillas del muelle. Tengo deseos de hablar e intento convencerme de que no quiero hablar, de que estoy cansado del viaje, y mañana por la mañana... Pero es muy pronto para un hombre que vive en la ciudad, acostumbrado a la noche. Tomaría aún dos o tres copas de ron porque es temprano.
Apago el quinqué. Abro la ventana. Hay luna llena y escucho el son de la mar: un mugido lejano y tormentoso en el gran acantilado de la Isla Mayor, un siseo y una aspiración en la playa de La Caleta. Los fariones son dos nubarros al fondo, en la entrada este del río de mar. Por las bajeras harán espumas. El gran acantilado media el río de sombra y en la altura iluminada hay como demasiada soledad. Es la misma soledad de la mar intimidadora, ajena.
Por sotavento, en Los Corrales, alumbran luces dispersas, pero en las casas de La Caleta del Sebo sólo brillan, casi azulencos, los cristales de las ventanas. Acaso en el Barrio Verde, en algún tenduco, se tocará el timple y se cantarán folías. Más allá, en Pedro Barba, el caserío abandonado, sin techos, sin puertas y ventanas, será loza rota y osario a la luna llena.
Estoy un gran rato contemplando las sombrosas barcas sostenidas por las escoras, grao arriba, proa a tierra. Barcas largas, ahusadas, marineras. Las conozco. Me gustan sus nombres: La Desinquieta, Lirio del Mar, Alegranza... Varadas y sostenidas por las escoras. Perfectas y con destino malo. No volverán a la mar la mayoría y acabarán sin amo en unos años, destablándose, pudriéndose en el gran vacío de la arena.
Fuera del mar, todo es silencio. Un gigante y rotador silencio hasta América. El plenilunio enturbia el firmamento con su fuerte luz. El relente deja las manos como madorosas. Cierro. Insomne me tiendo en la cama.
Hay una raya albina en el suelo, al sesgo del ventanal.
2.
Del clorofílico cielo de la amanecida, sobre el perfil del acantilado, pende un nubarrón orondo, cárdeno y frutal. Desprendido rodaría por las laderas, machucándose y esparciendo zumo, hasta las playas de nuestra isla. El río de mar, en la turbiedad de la penumbra, parece canecido y mate. Las mujeres vierten los bacines en las aguas sin despertar de La Caleta, donde moran las falúas; y corren niños madrugadores, camaradas de perros, hacia el espigón del muelle, repeluznando a algún gato tránsfuga y alborotando a las gallinas, que picotean pulcramente en las basuras de la baja marea. Cantando hermosos quiquiriquíes y ahuecando las alas, el muecín de los gallos convoca al sol desde el alminar de una roca solitaria, dominante. En la vacilación de la mañana van a llegar las barcas de la pesca nocturna.
He salido descalzo y camino con inseguridad, con aprensión. Pronto me acostumbraré, pero ahora la debilidad de las plantas de mis pies vence a mi voluntad, y mi andar entre cauteloso y circense atrae las miradas de todos. Los hombres sonríen gozosamente, y bajo los pañuelos que casi cubren los rostros de las mujeres sé que hay sonrisas pícaras, como hay miradas cómplices por la diversión que les ofrezco. Me heriré antes de llegar a las piedras del muelle y haré un paso de pirueta que pondrá lágrimas de risa en los ojos de los chiquillos y atragantará de risas contenidas, elementalmente pudorosas, a las mujeres; risas que serán de alegre tutela en los hombres para el amigo bobo, para el amigo forastero, que cree sentirse de la isla y se desmiente de una manera tan sencilla.
No han tenido suerte. He defraudado un poco a todos. Evidentemente, camino con más garbo porque mi público me abandona. Roque está apoyado en una cuba de sal, de la que coge granos que lanza al agua, turbando la pastura de los cardúmenes de pequeños peces de puerto que a veces son como una llama acuaria. Sonriendo, muestra los lechosos dientes postizos.
—¿Tú aquí...? ¿A estas horas...? ¿Y cómo tan tempranero...? ¿Te falló la cama...? ¿Quieres ver a los pillos...?
Me mira a los pies y continúa:
—Tú te vas a coger un catarro. Te vas a herir. ¡Buen marinero estás tú hecho!
—No me avergüences, Roque —le digo.
Querría creer que he dicho algo muy gracioso porque todos lo celebran con abundantes risas, pero sé que esas risas son de pura cortesía para paliar la pequeña humillación que, a su entender, he sufrido.
Por barlovento se acercan pausadamente al remo las dos barcas que han calado esta noche, aureoladas de gaviotas. Por sotavento, el rebaño de camellos se aduna hacia la llanía.
El patrón de la primera barca aspa los brazos y grita; su voz se pierde en la calma de la mañana como una piedra en la serenidad de un pozo y solamente llega hasta nosotros un cloqueo inútil. Hubiera hecho falta un poco de viento, pero en el muelle, por los milagros de la costumbre, saben ya de qué se trata.
—Ves, Roquillo, hoy entró fuerte el arenque —dice Casimiro.
Roque, ampliando con beatitud su sonrisa habitual, comenta con cachaza:
—Anoche no parecía.
—Debió salir tu barca —insiste Casimiro—. Te lo dije.
—Anoche no parecía, aunque no voy a acertar siempre.
—Con la falueja hubieras hecho algo mayor, ten seguro.
Casimiro es terco y porfía hasta que Roque, sin dejar de sonreír, con una mirada sostenida un instante le hace poner punto final a la conversación.
—Bueno está. Cada uno, de lo suyo hace su gana —dice Casimiro.
Luego se trenza en una charla vitoreada de risas con su compadre Félix, que tiene un tajo de mojarra sobre las cejas como recuerdo de los felices tiempos de La Isleta. Afecto gravedad y digo a Roque:
—Has perdido un buen caleo por hacerme los honores de tu casa.
—Quítate de honores, hombre. Anoche no parecía.
El cielo del acantilado es ya azul, y el nubarrón, bragado de granete, se aleja lentamente hacia el oeste. La penumbra se retira bajo el cantil, todavía oscuro, y la cumbre de Montaña Amarilla se desoxida y dora.
Se acercan las barcas. Los pescadores, fatigados, ateridos, con los mandiles de piel de cabra puestos, hacen las maniobras de atraque. Gritos, explicaciones, encandiladas palabras, que han perdido su obscenidad, que han sido redimidas por el sudor, por la tensión, por las dificultades, por el ánimo, por los peligros y el mar.
—Se tendió la mar y fue en el segundo caleo —dice un viejo que escupe la mascada del tabaco—. Un bonito caleo por la guarda de los fariones, a medio amparo, donde se sabe...
—Está bueno, Maestro Juan. Abusen unas copas de mi cuenta —dice Roque— y que les aproveche.
Los niños madrugadores quieren ayudar a los tripulantes, pero el chico de faena de la segunda barca toma toda la labor con furioso celo, sin dejarles intervenir:
—Fuera gente. Fuera arrebatiña. A mear...