La virgen en el jardín

Fragmento

Contents
Índice
Portadilla
Índice
Dedicatoria
Prólogo. La National Portrait Gallery-1968
Parte I. Una virtud efímera
1. Ese Campo Lejano
2. En la guarida del león
3. La colina del castillo
4. Mujeres enamoradas
5. Daniel
6. El cine Gaumont
7. Próspero
8. Oda a una urna griega
9. Carne
10. En la torre
11. Cuarto de juegos
12. El vivero
13. En casa del humanista
14. Cosmogonía
Parte II. Un relato florido
«El amanecer del año»
15. Pascua
16. Hipnagogia
17. Pastoral
18. Afrodita Anadiomene
19. Mammón
20. Pater familias
21. El viajante en muñecas
22. Mucho ruido y pocas nueces
23. “Comus”
24. Malcolm Haydock
25. Buenas esposas
26. Owger’s Howe
27. Coronación
28. Sobre la interpretación de los sueños
29. Boda
30. El Jardín de los Maestros
31. Luna de miel
Parte III. Redit et Virgo
32. Saturnales
33. Anunciación
34. El dragón de Whitby
35. Reina y cazadora
36. Intermedios en dos torres
37. El estreno
38. San Bartolomé
39. Fiesta en el Panteón
40. La última función
41. La Charca Estancada
42. La virgen en el jardín
43. Ríos de sangre
44. Regresos
Nota
Notas
Créditos
Grupo Santillana
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Para mi hijo Charles Byatt

19 de julio de 1961-22 de julio de 1972

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Prólogo
La National Portrait Gallery-1968

Frederica había invitado a Alexander a la National Portrait Gallery, a ver a Flora Robson en el papel de la reina Isabel; si lo había hecho llevada por el impulso del momento o con premeditación, Alexander lo ignoraba. Su intención había sido decir que no, pero había dicho que sí, y ahora estaba frente al edificio, contemplando la inscripción cubierta de hollín del frente. Había invitado por añadidura a todos los otros presentes en una cena de gente demasiado dispar; aparte de él, sólo Daniel había aceptado. Un joven pintor había declarado que las palabras «nacional» y «retrato» del nombre de la galería bastaban para disuadirlo de asistir, gracias. No era su estilo, aseveró esta resuelta persona. Era el estilo de Alexander, había dicho Frederica con firmeza, y Alexander había puesto ciertos reparos, aunque siempre había tenido afición a ese lugar. Fuera como fuera, había ido.

Meditó en esas dos palabras, «nacional» y «retrato», otrora poderosas, ahora sin vigencia. Ambas tenían que ver con la identidad: la identidad de una cultura (lugar, lengua e historia), la identidad de un ser humano como objeto de una representación mimética. Las dos eran importantes para Alexander, o lo habían sido. No obstante, se sintió atraído estéticamente por el entorno. En la negra curva de la verja que cercaba el museo habían colgado una serie de desvaídas reproducciones del retrato de Darnley de Isabel Tudor, rojo apagado, oro, blanco, arrogancia, atención, que anunciaban: «Gente de ayer y de hoy».

De camino hacia allí había pasado frente a varios carteles de reclutamiento de la Primera Guerra Mundial, que lo señalaban acusadoramente con el dedo, y frente a una tienda que llevaba por nombre «Yo era el ayuda de cámara de lord Kitchener», llena de chucherías que reproducían objetos del imperio británico, con un fondo, no de sonoros clarines, sino del habitual tañido metálico de una guitarra eléctrica amplificada. En una valla publicitaria de la avenida Shaftesbury había visto una imagen monstruosa de un fornido obrero mostrado de espaldas, desnudo hasta la cintura y, debajo de ésta, enfundado en un pantalón ajustado rojo, blanco y azul. Garabateado en el voluminoso trasero, se leía: «Yo respaldo a Gran Bretaña».

Más arriba de él, en la escalinata de la galería, estaba la gente itinerante con las nuevas caras de antaño. Sandalias, túnicas, una canción o un tintineo que sonaba de improviso y rompía un silencio tranquilo.

Alexander entró. Frederica no estaba, como tendría que haber imaginado. La galería había cambiado desde su última visita, que no era reciente. Había perdido parte de su solidez victoriana de color ante y caoba y adquirido una opulencia teatral, oscuros nichos iluminados dispuestos en la escalera para acoger iconos Tudor, lo cual no venía mal, pensó. Subió en busca del retrato de Darnley, al que habían cambiado de sitio para la ocasión, así que se encontró sentado en un banco contemplando en su lugar una Gloriana[1], rojo ocre, blanco de albayalde, que cabalgaba los condados de Inglaterra bajo la tormenta y bajo el sol, con una gruesa capa de afeites, los cabellos peinados como crin de caballo y teñidos con alheña, cargada de sedas acolchadas, sostenida y constreñida por las ballenas.

La multitud circulaba entre él y las pinturas. Parecía haber desbordado la escalinata, en diversos uniformes, uniformemente diversos. Pies mugrientos en sandalias, por debajo; barbas sedosas, espesas, enmarañadas, por arriba; saris y túnicas azafrán. Chaquetas militares de Vietnam y Crimea, bigotes que apenas apuntaban y delgados cuellos de gallina que asomaban de ribetes dorados por encima de deslustradas charreteras. Chicas rollizas con leotardos plateados, botas plateadas y una falda plateada que se sacudía sobre el firme trasero. Chicas desmadejadas en terciopelo negro que balanceaban bolsos de malla metálica, con flores de papel en los rizos de la melena de cabello postizo. Varios George Sand y Mademoiselle Sacripant con pantalones, camisa con chorrera y boina de terciopelo. Gente asexuada que caminaba arrastrando los pies, con ropas holgadas hechas con esas colchas indias de burdos estampados que, en la infancia de Alexander, juntaban polvo junto al mar en los desvanes de las casas. Algunos llevaban flamantes platillos para limosnas de Benarés. Al igual que las vacas, hacían sonar las brillantes campanillas nuevas que les colgaban del cuello. Alexander las había visto a la venta por docenas en puestos callejeros. Los vendedores anunciaban en un cartel que las campanillas simbolizaban la vida interior.

Bajo impermeables ingleses, tweed inglés, cachemira inglesa, los turistas norteamericanos avanzaban tenazmente, conectados por los auriculares de plástico a la voz interior de los aparatos de visitas guiadas. Sin duda la voz les hablaba en susurros de la cualidad icónica aunque realista de esas imágenes del Renacimiento inglés, bárbaro y rudimentario dos siglos después del esplendor sólido y etéreo del Alto Renacimiento, pero aun así un estilo que empezaba a tener conciencia de lo que era. Un estilo profano, un nuevo comienzo tras los excesos iconoclastas del reinado del joven Eduardo VI, cuando ángeles, Madres y Niños habían ardido y crepitado en las calles, inmolados a un Dios absoluto y lógico que tenía aversión a las imágenes.

Mientras contemplaba a Thomas Cromwell y a los falsos soldados, Alexander pensó en la naturaleza de la parodia moderna. A él, que no la comprendía ni le tenía aprecio, le parecía sin propósito ni objetivo: imitaban todo, fuera lo que fuere, llevados por una incontrolable combinación de curiosidad estética, vandalismo burlón y nostalgia afectuosa, el deseo de ser cualquier otra cosa y en cualquier otro lugar, con tal de no ser lo que eran allí y en ese momento. Esos soldados ¿detestaban la guerra o la deseaban en secreto? ¿O no lo sabían? ¿Era todo eso una «declaración» meditada, como habría dicho el pintor, sobre el hombre adaptado o inadaptado? ¿O no era más que una continuación histérica de los disfraces infantiles? Alexander mismo conocía en profundidad la historia de las vestimentas; era capaz de situar una variación en las costuras o un cambio en el corte respecto a la tradición y al talento individual, tanto como situaba una forma poética o un léxico. Vigilaba que su propia ropa y su poesía siguieran esas delicadas variaciones de discreta innovación. Pero temía que ya no hubiera vida real ni en una ni en la otra.

Aun así, con sus cincuenta años, vestido con una gabardina verde oliva de buen corte, camisa de seda color crema y corbata dorada, era un hombre apuesto.

Volvió a salir, a su pesar, en busca de Frederica. Se inclinó sobre la balaustrada, por encima del hueco de la escalera. Justo debajo de él, enfrente de un retrato del difunto rey, su reina y las dos princesas con los labios pintados de rojo vivo, amplia falda y zapatos de talón descubierto, todos empequeñecidos por el enorme lienzo dominado por un verde pálido de muy buen gusto y por el resplandor de las arañas y las teteras de plata en un salón de Windsor, Frederica estaba inmersa en una danza zigzagueante en torno a un taburete triangular acolchado, esquivando a un desconocido. El hombre era corpulento y, escorzado por la perspectiva, se reducía a una gran extensión de impermeable de lustroso vinilo negro que envolvía un cuerpo voluminoso, y a una tupida mata de pelo rubio lacio con un brillo como de mantequilla fresca.

El hombre extendió la mano por encima del taburete y la cogió por la muñeca; ella se irguió, le dijo algo al oído, lo besó bajo la oreja y dio media vuelta para marcharse. Él alargó un brazo mientras ella se alejaba y le pasó la palma de su gran mano por la espalda, la curvó sobre el trasero y la dejó allí un momento. Fue un gesto de intimidad total, y pública. Luego se abrió paso entre la multitud, sin mirar atrás. Frederica rió y subió por la escalera. Alexander retrocedió unos pasos.

—¡Ah, estás aquí! ¿Has visto a Daniel? Me cuesta creer que le haya parecido bien venir.

Alexander no contestó, ya que había visto a Daniel que atravesaba el rellano de la escalera, un hombre grueso con pantalones de pana negra y un jersey negro de cuello alto. Se acercó a ellos con andar pausado e hizo un gesto de saludo.

—Bueno, ya estamos los tres —dijo ella—. ¿Os han dado regalos en la entrada?

—No —dijo Daniel.

Ella tendió las manos. En una tenía un cuadradito verdoso de cristal azogado, posiblemente un minúsculo azulejo de baño. En la otra, el estrujado resguardo color fresa de un guardarropa, con el número 69 en un lado y la palabra AMOR impresa en el otro con tinta malva.

—Una Pocahontas platinada y un cowboy con sombra de ojos verde se empeñaron en dármelos. ¿Será una broma o un mensaje serio?

—Las dos cosas —dijo Alexander—. Nuestros mensajes más serios los expresamos como bromas, y nos tomamos las bromas muy en serio. Las enmarcamos y cubrimos con ellas las paredes de los museos. El gran sentido del humor británico, entrecruzado con la cohibición norteamericana, el absurdo latino y el capirotazo pedagógico de Oriente. Tus mensajes dicen lo que dicen... e indican que lo que dicen es absurdo... y añaden además que el carácter absurdo se debe a una profundidad adicional. Y así hasta el infinito.

—Mi querido amigo, eso me recuerda algo —dijo Frederica—. ¿Sabías que has pasado a ser lectura obligatoria en el instituto? ¿Te han pedido permiso?

—Basta —dijo Alexander con una mueca.

Ella mostró el cristal en la palma.

—¿Qué voy a hacer con esto?

—Guardarlo. Como una especie de tocador. U otra alternativa posible: como medio de conocimiento propio.

Ella se lo llevó a un ojo.

—No se ve gran cosa dentro.

—Ponlo en el bolsillo —dijo Daniel—, ya que lo cogiste.

—Fue por educación, por pura educación inglesa.

—La educación exige que te lo guardes de buen grado.

—Sí —dijo Frederica.

La larga sala en que tomaron asiento para asistir al recital estaba llena de otro tipo de gente. Alexander se entretuvo contando a las mujeres poderosas. Estaba dame Sybil Thorndike, que aceptó con gentileza la silla en forma de trono que le ofreció el doctor Roy Strong, por ese entonces director de la galería, experto en iconografía de la Reina Virgen e incluso, quizá, su idólatra. Estaba dame Helen Gardner, profesora de Literatura del Renacimiento en el Merton College de la Universidad de Oxford, con la frente bien alta y expresión benévolamente severa. Estaba lady Longford, biógrafa de la reina Victoria, y en el fondo Alexander creyó distinguir —y esperaba no equivocarse— el ancho rostro del doctor Frances Yates, de aire ausente y contemplativo, cuyos escritos sobre las imágenes de Isabel Tudor como Virgo-Astrea habían acabado por cambiar significativamente su propia existencia. Estaba también lady Antonia Fraser, que iba acompañada por una mujer regordeta con impermeable y llevaba una falda Saint Laurent con botas altas, chaleco y sombrero de suave ante, los cuales, a través de un sinfín de cambios en la elegancia urbana, eran lejanos descendientes de las prendas de cuero de los cowboys, los indios y los cazadores. Lady Antonia contemplaba con mirada cortés aunque crítica el retrato de Darnley, colgado sobre el estrado. Sus simpatías estaban probablemente en otra parte, si bien —fantaseó él— con esa ropa, el cabello dorado y los avíos de una cazadora tenía el aspecto de una moderna Belphoebe. Si ella era la Belphoebe de La reina de las hadas, Frederica, con una suerte de coselete corto de lana gris oscura con un toque brillante y botas con reflejos metálicos, era Britomart; incluso llevaba el cabello cortado como una especie de casco de bronce, más a tono con la era espacial, quizá, que con el Renacimiento. Volvió su atención al retrato de Darnley, su favorito.

Allí estaba ella, una imagen clara y poderosa, con su vaporoso vestido de seda rígida de color crema, bordada con frondas de oro y ornada con borlas de coral, apenas ceñida por perlas. Allí estaba, mirando con la calma y la firmeza de una muchacha joven. La inmóvil lasitud de las largas manos blancas revelaba su delicadeza: sostenían flojamente —o bien aferraban, era difícil decirlo— un abanico circular de plumas, cuyo violento torbellino de colores oscuros sugería una pasión, un movimiento febril refrenado en la figura. Cuando uno observaba el retrato con detenimiento descubría en él otras ambigüedades, dualidades que iban más allá de la más evidente de mujer y soberana. Bajo la blanca capa de afeites, el rostro era joven y arrogante. O era gredoso, sombrío, de cualquier edad; los ojos oscuros, bajo pesados párpados, sagaces y distantes.

Habían tratado sus retratos como iconos o como muñecas de hechiceras, y muchos hombres habían muerto por dañarlos de diferentes maneras: apuñalándolos, quemándolos, clavándoles cerdas de puerco o impregnándolos de veneno.

Ella misma había tenido miedo, pero no había perdido la cabeza.

Estaba claro que había existido alguien real a quien retratar, pensó Alexander. Pero, al igual que Shakespeare, era un personaje cuya exuberante energía atraía emociones supuestamente encontradas, idolatría e iconoclastia, amor y miedo, y la concomitante necesidad de menguar y reducir su carácter único y corriente por medio de mitos simplistas y «explicaciones» carentes de sentido. Shakespeare no escribió Shakespeare, Shakespeare no fue Shakespeare: fue Marlowe, o Bacon, o De Vere o la propia reina Isabel. Isabel no fue Isabel la Reina Virgen: fue una puta, de Babilonia o de Londres, una madre clandestina, un hombre, Shakespeare. Una vez había leído con deleite un libro, con un elogioso prefacio de Erle Stanley Gardner, que «probaba» que las obras de Shakespeare eran el fruto secreto del matrimonio de la reina con Inglaterra, el resultado de un doble voto, el de castidad (a los quince años) y el de consagrarse a la literatura (a los cuarenta y cinco). Los argumentos que sustentaban su autoría de las obras de Shakespeare eran la probabilidad de que hubiera recibido una educación tan esmerada como para poseer el vasto vocabulario necesario (estimado por unos en 15.000 palabras y por otros en 21.000) y la necesaria facultad de decir que no. Dicha facultad se ejemplificaba con su capacidad para mantener en suspenso las decisiones de índole militar, marital y económica y diferirlas interminablemente. Por supuesto, Isabel había ocultado su autoría para garantizar una crítica imparcial de su obra, y porque temía que se la culpara de negligencia para con su deber de soberana.

Alexander sonrió para sus adentros. Así como había que probar que Shakespeare, como Homero, era una mujer, había gente, inclusive entre sus contemporáneos, que siempre había considerado necesario probar que la reina Isabel era en realidad un hombre. De muchacho, la idea lo entusiasmaba. Más, mucho más que la desaparición del supuesto bastardo de Leicester. Músculos y tendones abultados bajo las ballenas, músculos masculinos y otras cosas, sepultados y ocultos bajo la susurrante seda. Más tarde había asociado ese misterioso placer con la Dama Naturaleza de Spenser, que «tiene ambos sexos en uno» y «no necesita a ningún otro». Un estado de cosas satisfactorio. Digno de imaginar.

Los actores salieron a escena, recitaron, recibieron aplausos. Dame Flora, sobriamente vestida de sobrio negro, recitó el poema de la propia reina:

Mi preocupación se asemeja a mi sombra bajo el sol:

va tras mis pasos, huye cuando la persigo...

Hubo profusas descripciones de su coronación y de su generosidad para con el pueblo. Luego, el discurso de Tilbury. Aun sin manifestarlo, Alexander se sentía conmovido.

Frederica no. Juzgaba que la interpretación de dame Flora tenía demasiada suavidad femenina: tal vez estaba predispuesta a ser crítica. Las rígidas antítesis petrarquescas se expresaban con un nítido sufrimiento victoriano, y la voz sonora, quejumbrosa, sincera trastabilló en la declaración más vehemente y famosa: «Sé que tengo el cuerpo de una débil y frágil mujer, pero poseo el corazón y el estómago de un rey». Esto era todo mujer, pensó Frederica con irritación, una mujer común, como asomarse a la cocina real del palacio de Buckingham para asegurarse de que los atuendos y las largas prendas de piel esconden a una mujer y ama de casa. Expulsad a esta reina de su reino en enaguas y adivinad: ¿quién es la actriz y quién es la reina? Y las febriles y espléndidas cadencias de la gran prosa transmitidas con pausas humanas y una emisión «natural». «No es tal el placer que en ello encuentro que me haga desearlo, ni concibo tal horror en la muerte que me haga tenerle gran miedo; y aun así digo que no. Mas, si por ventura el golpe llegara, carne y sangre se verían sacudidas y rehuirlo procurarían...» Frederica se preguntó cómo habrían sonado las palabras si hubieran sido tan sonoramente perfectas como las imaginaba, o más entrecortadas, titubeantes, nerviosas, modernizadas quizá y pulidas para la posteridad, una posteridad de la que ella formaba parte.

Actor y actriz recitaron un poema que ella, Frederica, no conocía: Canción entre su majestad la reina e Inglaterra.

Atraviesa el arroyo, Bessy,

atraviesa el arroyo, Bessy,

dulce Bessy, atraviésalo y ven a mí

y yo te tomaré;

mi amada dama haré de ti

y a toda otra te preferiré...

Tu hermoso amante soy

y llevo por nombre la gozosa Inglaterra...

La memoria tironeaba de ella. Atraviesa el arroyo, Bessy. La excitación se apoderó de Frederica. Acabado el recitado, tironeó a su vez de la manga de Alexander.

—Ese poema, eso es de Lear. «Ved dónde se para y observa. ¿Queréis unos ojos en el juicio, señora? Atraviesa el arroyo, Bessy, y ven a mí.» Ése es Edgar. Y el bufón: «Su barca tiene una grieta, y ella los labios aprieta. ¿Por qué no se atreve a venir y ante ti su presencia rendir?». Todas mis notas dicen siempre que es una alusión a la sífilis. Seguramente era arriesgado, era un sacrilegio o algo así.

—Lear data del fin de su reinado, cuando se temía que el reino se dividiera. Decadencia del poder. Y de la gozosa Inglaterra.

—Ella dijo, cuando le habló al archivero de la Torre: «Soy Ricardo II, ¿es que no lo sabes?».

—Lo sé —dijo Alexander—. Lo sé.

—Claro, estaba en tu obra. Ahí lo debo de haber aprendido.

—Es probable —repuso Alexander, dominado por una profunda tristeza.

Ojalá nunca hubiera escrito esa pieza, pensó. Estar allí, en ese momento, con el retrato de Darnley, era como estar en una habitación con una mujer a quien en una ocasión nos vimos impulsados a violar, sin éxito, y con la cual ya no es posible ninguna otra relación.

—Si tuviera la posibilidad de volver a escribirla ahora, haría algo muy distinto, muy distinto.

—Siempre puedes reescribirla.

—No, eso no.

Alexander tenía un sentido del tiempo completamente lineal. Las oportunidades no se repetían: pasaban, y se quedaban en el pasado. Alguna vez había pensado en un modo más moderno, más artificial de representar el tema, la virgen y el jardín, el tiempo presente e Inglaterra, sin excesos sentimentales ni exageradas ironías. Pero no iba a intentarlo.

—Estuvo bien la primera vez, sin embargo —decía Frederica—. En primer lugar. Todos esos cantos y bailes. Curiosos, los cincuenta. Ahora la gente cree que fue una especie de tiempo fuera del tiempo, de tiempo irreal. Pero estuvimos allí, y fue muy hermoso, la obra, la coronación y todo lo demás.

—Un falso comienzo —dijo Alexander.

—El comienzo que podía ser —replicó ella—. Mi comienzo, en todo caso. Eso fue lo que ocurrió.

—Tengo que irme —dijo Daniel—. Tengo que irme.

Se volvieron hacia él, afligidos. No había dicho nada. ¿Le había agradado? ¿Qué pensaba de la representación?

Nada, en realidad, dijo Daniel. A decir verdad, estaba tan cansado que se había sumido en una especie de apacible letargo, casi no había oído nada, lo lamentaba. Ahora tenía que marcharse. Debía encontrarse con alguien.

Ese alguien era una mujer cuyo hijo había tenido un accidente de coche. Había sido un muchacho guapo, y aún lo era, la imagen irreal y ambulante de un muchacho guapo, una muñeca de cera habitada alternativamente por un demonio vociferante y un organismo primitivo que comía, crecía, dormía, como una ameba. Su padre había sido incapaz de soportarlo y se había marchado. La mujer había sido una buena profesora, y ya no lo era, había tenido amigos, y ya no los tenía, había tenido un cuerpo bonito, y ya no lo tenía. Estaba asustada, furiosa y exhausta y se negaba a dejar ni por un momento lo que era y no era su hijo. Quería que Daniel la acompañara al juzgado por la causa de los daños y perjuicios; la razón que alegaba era que alguien podía llegar a reírse de su hijo, y que ella perdería los estribos. Daniel había prometido que iría. Era agotador esperar en los pasillos del juzgado hasta que comenzaba la vista. Había acudido a la galería para oír otras voces que no fueran los gritos desesperados e insistentes de la madre y los esporádicos bufidos del hijo. Pero no había conseguido oír nada. Sacudió la cabeza y repitió que tenía que marcharse.

Salieron los tres juntos, amigablemente. Daniel dijo con cierto esfuerzo:

—Prefería tu pieza.

—No, no —dijo Alexander, que aún seguía reflexionando sobre la irreversibilidad del arte y el tiempo.

Fueron hacia Piccadilly Circus, mientras Eros se cernía sobre los drogadictos, encorvados, recostados o zigzagueantes. Daniel anunció de pronto que cogería el metro, tenía que ir a un sitio. Frederica dijo:

—Quédate y ven a tomar un té con nosotros.

Daniel empezó a descender lenta y pesadamente, en dirección a la cálida y maloliente oscuridad.

—Vayamos a tomar el té en Fortnum —le propuso Frederica a Alexander—. Será divertido.

Él quería decir que no, pero dijo que sí.

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PARTE I
Una virtud efímera

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1. Ese Campo Lejano

En 1952 la historia se apoderó del mundo de la imaginación de Alexander Wedderburn. Cuando el rey murió, la pieza de Alexander estaba de hecho acabada hacía tiempo, pero más tarde tuvo continuas dificultades para que en la mente de los demás quedara claro el verdadero orden cronológico entre su propia elección de temas y el accidente de la muerte. Con frecuencia presentaban erróneamente su pieza como una reconstrucción histórica, encargada para el festival que celebró la cesión de la mansión de Long Royston a la aún inmaterial Universidad de North Yorkshire. El festival en sí se programó sin duda para que coincidiera con los espontáneos estallidos de fervor cultural nacional que se sucedían en todos los parques y jardines del país para celebrar la coronación. Si la pieza de Alexander no hubiera existido, habría sido necesario crearla. Por fortuna, se hallaba a mano.

Al principio se había obsesionado inocentemente con la renovación del lenguaje y, en particular, del teatro en verso. Era algo que flotaba en el aire. Allí estaban Eliot y Fry. Mientras estudiaba en Oxford, Alexander había llegado a la conclusión de que el problema residía en Shakespeare, quien en cierto sentido había sido tan excelso que había vuelto casi imposible escribir buen teatro en verso después de él. O bien el dramaturgo se obsesionaba como loco en innovar por innovar, o bien, sin quererlo, escribía una insípida imitación de Shakespeare. Alexander había dado en pensar que lo que se podía hacer era lanzarse de cabeza sobre Shakespeare, por así decirlo. Escribir un drama histórico, como los del propio Shakespeare, pero en versos modernos, y hacer frente a la época, el lugar y el hombre. Con posterioridad, por ciertas razones privadas y otras estéticas, había dejado a Shakespeare a un lado y se había concentrado en la reina. Buscaba un realismo vigoroso, y se vio en figurillas por una tendencia natural de la obra a trocarse en imitación y parodia. La redacción le llevó varios años, con intermitencias, años de ferviente investigación, rigurosos experimentos, desesperación, visiones. Por ese entonces era profesor adjunto de lengua inglesa en la escuela de Blesford Ride, en North Riding, y, cuando estaba revisando sus versos mientras vigilaba un examen de biología, se dio cuenta, casi a su pesar, de que la obra estaba terminada, había llegado a su fin. No podía hacer nada más. No sabía qué hacer sin la esperanza, la obsesión, la jaula de cristal de los melodiosos ritmos y las formas cambiantes dentro de los cuales se había movido. Guardó el texto en un cajón y lo dejó allí un mes, en cuyo transcurso murió el rey, y entonces se lo llevó a Matthew Crowe.

En parte porque había acabado la obra, cuando murió el rey experimentó una profunda sensación de pérdida y falta de propósito. Llevó a un grupo de niños de los cursos medios a oír al pregonero proclamar el ascenso al trono desde la escalinata de la catedral de Calverley: «El rey ha muerto. Larga vida a la reina». Y sonó la trompeta, alta y clara. Los niños avanzaban arrastrando los pies con actitud solemne, con la esperanza de sentir algo. La muerte señalaba el fin de la primera y breve etapa de su existencia, que debía de haberles parecido eterna: racionamiento, el fin de una guerra, productos de baja calidad. Alexander recordó al rey en los noticiarios, hurgando en los escombros dejados por las bombas. Una voz incorpórea, en la radio, que anunciaba la guerra. Una voz nerviosa con el acento de un pastor. Imaginó a toda una nación que trataba de imaginar en vano a este conocido personaje, muerto solo en su cama. Para eso servían los reyes. Su dolor personal era a la vez ridículo y natural.

Fue Matthew Crowe quien, de hecho, le dio un domicilio local a la obra de Alexander, y una realidad cultural y económica. Crowe era el propietario de Long Royston, lugar donde residía y, arquitectónicamente hablando, pariente septentrional del palacio de Hardwick, aunque sin su profusión de cristales ni sus imponentes torres. Se trataba de un enorme edificio construido a la vez como vivienda y como medio de ostentación, con una leve preponderancia de su función como vivienda. Alexander ya le debía mucho a Crowe, patrocinador natural de las artes. Era él quien había organizado en el Teatro de las Artes una corta serie de representaciones de la primera obra de Alexander, Los músicos callejeros, de la que éste se avergonzaba ahora un tanto, ya que sus nuevas esperanzas de lograr un realismo audaz reforzaban su creencia de que las piezas que trataban sobre el teatro y las piezas que trataban sobre los actores constituían uno de los signos de la debilidad generalizada del teatro. Era él quien le había proporcionado a Alexander la parte más espléndida y más animada de su vida social, fuera de Blesford Ride. Crowe tenía una fe profunda en la cultura local, la lealtad local, el talento local, y, pese a que de joven había tenido una breve carrera como director en Londres, ahora dedicaba su tiempo a organizar festivales y ciclos de teatro en iglesias, music-halls y graneros. Era el tuerto en el país de los ciegos, y afirmaba que prefería serlo. Era sumamente rico. Y rara vez viajaba al sur.

Cuando leyó la obra, invitó a Alexander a cenar, manifestó un gran entusiasmo por la pieza y, mientras tomaban café y coñac junto a la chimenea de su biblioteca, le contó a Alexander algunos secretos políticos y le hizo ciertas revelaciones. Arrellanado en su envolvente sillón de cuero, se inclinó hacia el fuego y describió con vivacidad y regocijo las intrigas y funcionamiento interno de las poderosas instituciones que trabajaban en la fundación de la nueva universidad. Estaba el activo Movimiento por la Educación de los Adultos, que había sido el primero en proponer su creación; la escuela normal de mujeres, Saint Hilda; la Escuela de Teología, Saint Chad, que pasaría a formar parte de la universidad, y la Universidad de Cambridge, originalmente a cargo de los cursos nocturnos para adultos. Crowe le hizo confidencias sobre el obispo, el ministro, el representante de Hacienda, las ambiciones y los arreglos, y Alexander, que tenía poco sentido político, no llegó a apreciar en muchos casos la verdadera genialidad de cierta concesión o maniobra o planificación. Crowe habló de la trabajosa tarea de fijar el plan de estudios, del intento de darle un carácter particularmente local, especial para estudiantes adultos, o —a imagen de Keele, único modelo existente hasta el momento desde su creación unos años antes— de procurar que los estudiantes adquirieran toda clase de conocimientos antes de especializarse, para hacer de ellos seres completos, tal como exigía el ideal del Renacimiento. Habló asimismo de su propio papel en esto: la revelación táctica, a su debido tiempo, de su intención de donar Long Royston, edificio y terreno, con la condición de poder vivir en un rincón suyo, a perpetuidad.

El caso era, como Alexander debía comprender, que casi todo resultaba oportuno: el lanzamiento de una suscripción, el anuncio de la donación, la cédula real en el año de coronación; todo podía coincidir y celebrarse, entre otras cosas, con la representación de la pieza de Alexander, absolutamente apropiada, en las noches estivales y en la terraza del propio Long Royston. Era una obra ideal para movilizar la región, en el sentido de que proporcionaría trabajo, un empleo cultural, a un sinnúmero de gente del lugar. Se necesitaría un reparto de miles de personas —con algo de manipulación—, y músicos, tramoyistas, diseñadores de vestuario, costureras: el pueblo entero. No era una reconstrucción histórica, dijo Alexander. No, contestó Crowe, era una obra de arte que, si la suerte ayudaba, tendría la buena fortuna de que se le hiciera justicia. Él mismo estaría en su elemento, como organizador. Alexander ya lo comprobaría.

La prontitud con que se desarrolló todo dejó algo mareado a Alexander. Muy poco después lo invitaron a reunirse con el comité del festival, otra vez en Long Royston. Lo constituían el capellán del obispo, el representante de Hacienda, la señorita Mott, encargada de los cursos nocturnos, Barker, concejal de Calverley, Crowe, por supuesto, y Benjamin Lodge, el director londinense. La obra de Alexander se había reforzado y multiplicado: todos los presentes tenían su propia copia del texto. Y todos felicitaron a Alexander por la brillantez y la actualidad de su pieza. Crowe presidía las sesiones con aire benévolo. El comité discutió fechas, costos, formas de publicidad, actos de apoyo, posibles participantes, dispositivos sanitarios. Alexander nunca pudo precisar en qué momento, ni por obra de quién, se había decidido representar su pieza; se sentía levemente turbado por Lodge, que una o dos veces habló de «esta reconstrucción histórica» y dijo que habría que recortarla. Crowe, que fue lo bastante perspicaz para percatarse de estas dudas, retuvo a Lodge y Alexander para tomar una copa juntos, le arrancó a Lodge elogios a los versos de Alexander, y a Alexander elogios a la puesta en escena maravillosamente austera que Lodge había hecho de las obras de Wakefield, que Alexander había visto y admirado sobremanera. Lodge era un hombre corpulento y taciturno con un espantoso jersey color mostaza y cabellos negros que empezaban a ralear, lo que se compensaba con una gran barba, tupida y sedosa. Crowe, que ya había cumplido los sesenta, tenía una cara sonrosada de querubín, y algo de inacabado en su aspecto juvenil. Tenía grandes ojos azul claro, una boca pequeña y sensual, y finos cabellos plateados con una tonsura en lo alto. Se había redondeado un poco con los años, pero sin llegar a ser grueso. Mientras Lodge y Alexander se mostraban aún radiantes, sin duda por efecto del excelente whisky de malta y de la sensación de haber conseguido algún logro, Crowe se marchó en compañía de Alexander, ofreciéndose para llevarlo de vuelta a Blesford Ride.

Crowe conducía un viejo Bentley, bastante rápido. Llevó a Alexander a través del campo, entre muros de piedra y terrenos accidentados que bordeaban la landa, hasta llegar al valle de Blesford, y enfiló el camino de entrada a la escuela, flanqueado de tilos. Detuvo el coche justo frente al arco gótico rojo.

—Supongo que estará contento con el trabajo de hoy. Y consigo mismo.

—Lo estoy, lo estoy. Y espero que usted también lo esté. Nunca podré agradecerle...

—Le preocupa Ben, ya me he dado cuenta. No tiene por qué. No va a transformar su pieza en una reconstrucción histórica. En primer lugar, no se lo permitiré, y en segundo lugar, no es estúpido. Sólo quiere estar seguro de que hace algo creativo propio. Quiere darle unos ligeros toques al texto para sentir que ha dejado su huella en él. Usted ya lo advirtió, por supuesto. Pero puede confiar en mí para que lo vigile. Plenamente. Y vigile usted también. ¿Le dejarán un poco de tiempo libre en este espantoso lugar?

Hizo un gesto significativo con la cabeza hacia el arco, oscuro y carente de toda gracia.

—El horrible engendro arquitectónico de mi antepasado. ¿Cuánto tiempo piensa permanecer en este lugar?

—Pues no lo sé. Me gusta enseñar. Aunque supongo que me gustaría dedicarme por entero a escribir.

—Entonces busque una escuela de primera. Con un jefe de departamento de primera. El suyo es una persona notable, pero muy desagradable.

—Bueno, sé adaptarme. Y, a su modo, es un tipo de primera. Nos llevamos muy bien.

—Eso sí que me sorprende —dijo Crowe—. ¿Y qué va a decir su hombre de este asunto?

—No me atrevo ni a pensarlo. No le hace mucha gracia el teatro en verso.

—Tampoco yo le hago gracia, le aseguro —repuso Crowe—. Y, según dicen, tampoco la universidad, al menos tal como se concibe en el proyecto actual.

—Hablaré con él.

—Es usted valiente.

—Tengo que serlo, ¿no?

—Yo no me arriesgaría —dijo Crowe—. Dimitiría. Pero sé que usted no lo hará. Que tenga una buena charla.

El Bentley se alejó en medio de una lluvia de grava. Aún aturdido, Alexander entró en la escuela.

El pórtico de la escuela, al otro lado del césped que se extendía bajo el arco, era macizo y rojo, con arcos de estilo gótico inglés que parecían achatados. Estaba decorado con burdas estatuas neogóticas de piedra, escogidas con espíritu imparcial de un Panteón universal: Apolo, Dionisio y Palas Atenea, Isis y Osiris, Baldur y Thor, Moisés con sus cuernos, Arturo de Inglaterra, san Cutberto, Amida Buda y William Shakespeare.

La escuela de Blesford Ride era un establecimiento privado, progresista y no discriminatorio. La había fundado en 1880 Matthew Crowe, bisabuelo del actual Crowe, que había hecho fortuna con una fábrica de estameña y era un gran aficionado a la mitología comparada. La había hecho construir, principalmente, para que sus seis hijos recibieran educación fuera del hogar y sin contacto alguno con el cristianismo revelado. En el estatuto de fundación se dejó establecido el agnosticismo de la escuela y se prohibió expresamente edificar cualquier «capilla, oratorio, lugar de retiro u otro remedo de institución eclesiástica». El pórtico y el Panteón no contaban, puesto que eran arte. En vida de este Crowe, la escuela había brillado fugazmente con el fuego de la excentricidad más absoluta, lo que explicaba quizá por qué dos de los seis hijos se habían convertido en predicadores itinerantes y uno en director de prisiones. De los tres restantes, uno heredó el negocio de la lana, y otro enseñó lenguas clásicas en la escuela y llegó a ser archivero y presidente de la Sociedad Histórica y Topográfica de Blesford. El tercero murió joven. Matthew Crowe, que había estudiado en Eton y Oxford, descendía del archivero, cuyo hermano mayor había muerto sin descendencia.

Blesford Ride nunca había conocido más que un éxito modesto. Geográficamente se hallaba en un lugar desolado, en medio de las landas de Yorkshire, a kilómetros de todo salvo la pequeña ciudad catedral de Calverley, la cual, mucho menos civilizada que York y sin la grandiosa independencia de Durham, se veía empequeñecida por ambas. Históricamente había mostrado muy poco tacto. Excéntrica cuando imperaba el conformismo, la escuela se había vuelto más conformista y prudente, debido a dificultades económicas y a una dirección moderada, en una época en que su extravagancia original le podría haber conferido cierta distinción. En la actualidad era recomendable para padres que no deseaban que sus hijos recibieran una instrucción militar; que estaban en contra del sistema que obligaba a los alumnos jóvenes a trabajar para los mayores; que en su sensible infancia se habían horrorizado con la carne humana quemada en Tom Brown en la escuela; que no le hacían ascos a una discreta burla de la bandera y el imperio; que vivían en la localidad. Asimismo era recomendable para padres que reprobaban la suciedad, las sandalias, el tabaco, el alcohol, la libertad sexual o una educación sexual exacerbada, el libertinaje, la «escuela de la vida» y el intelectualismo. Acudían sobre todo niños de clase media cuyos ahorrativos y concienzudos padres habían confiado en que sus hijos aprobarían el examen de ingreso y, llegado el momento, habían sido incapaces de exponerlos a las aullantes hordas de los institutos de formación profesional de la zona. Había becas para los grupos minoritarios no cristianos, judíos, epilépticos, huérfanos, hijos de obreros textiles, niños inteligentes provenientes de familias numerosas. En teoría, la escuela estaba gobernada por una junta de alumnos y profesores elegidos por un complejo sistema de representación proporcional ideado por un reciente director. En el cuerpo de profesores había tres clases de personas: jóvenes capaces que acudían en busca de libertad intelectual y moral, permanecían por corto tiempo y se marchaban a Dartington o a Charterhouse o pasaban a dedicarse al periodismo; jóvenes capaces que llegaban y que por una razón u otra no se iban nunca y envejecían de forma imperceptible; y Bill Potter, que llevaba allí casi veinte años. La escuela era un establecimiento razonablemente liberal: abierto a todos, moderado y de poca importancia.

Bill Potter era el jefe de departamento de Alexander. En general se lo consideraba un excelente profesor, brillante, tenaz y con mal genio. Contaba con el respeto de las juntas de selección universitaria, e inspiraba temor al director. Aunque le habían ofrecido la dirección de una facultad, se negaba a hacer otra cosa que enseñar, y seguía viviendo en la casa adosada de ladrillos rojos adonde había llevado a su esposa a su llegada, una de las casitas construidas en hilera para alojar a los profesores casados, al borde del campo de rugby más distante, el Campo Lejano. La llamaban la calle de los Maestros. Alexander se proponía hacerle una visita, no sin cierto recelo.

En muchos sentidos, Bill era una reencarnación del espíritu original de Blesford Ride. Defendía la grave moral agnóstica de Sidgwick, George Eliot y el primer Matthew Crowe. Trabajaba febrilmente en su propia versión de la cultura popular preconizada por Ruskin y Morris, con un severo respeto por los trabajadores reales y por su vida e intereses, el cual se asemejaba más al trabajo de Tawney en la región alfarera. El ímpetu que animaba lo que había de vida cultural local en 1953 era en gran parte suyo. Daba cursos de educación nocturna, a los que acudía gente desde kilómetros a la redonda hiciera el tiempo que hiciera, en camioneta o autobús, desde pueblos de la landa, lugares de veraneo, ciudades industriales y fundiciones. Dirigía un centro social en la sala parroquial de Blesford, y era uno de los promotores de la Sociedad Literaria y Filosófica de Calverley. Sabía hacer que la gente realizara, por sí misma, cosas duraderas y dignas de realizarse. El centro social había adaptado y puesto en escena una serie de cuentos de Lawrence con un perfeccionismo maníaco que sin duda era obra suya. La Sociedad Literaria y Filosófica había acumulado y catalogado sus propios «documentos» sobre la cultura y la literatura locales, desde un estudio de los juegos en rima hecho por un profesor de canto, pasando por un estudio sobre el simbolismo de los dibujos de los pacientes del hospital psiquiátrico de Mount Pleasant, realizado por una pintora aficionada menopáusica que había estado internada un tiempo, hasta ensayos eruditos sobre las fuentes utilizadas por la señora Gaskell en Los amantes de Sylvia. Había documentados estudios de aficionados sobre formas del habla, y entrevistas a escritores que vivían y trabajaban en el norte, preparadas por comerciantes, maestros, esposas de ejecutivos. El rasgo distintivo de Bill era que no daba a los trabajos el carácter de tarea escolar sino de obra valiosa, y que confería un sentido de identidad a la colección de documentos y a la comunidad que los recolectaba. Era un tirano, pero también un buen oyente. Sabía hacer las sugerencias apropiadas a una mujer que se expresaba con torpeza, para que aprendiera a retocar sus desmañadas frases y adquiriera un estilo agradable y personal. Y todo esto sin descuidar a sus alumnos de Blesford Ride, a quienes hacía aprobar sus exámenes a fuerza de hostigarlos, ridiculizarlos y exigirles el máximo esfuerzo.

Cuando Alexander había llegado, Bill había hecho un intento no demasiado enérgico de atraerlo para que colaborara en todos estos trabajos locales. Pero Alexander, que era bastante bueno con los niños, tenía menos habilidad con los adultos. Y ya entonces se consideraba un escritor profesional en ciernes, y reconocía con una mezcla de arrogancia y humildad que era incapaz de contribuir en nada a ese esfuerzo comunitario y provincial de aficionados. Si hubiera querido hacerlo, se habría visto en problemas, ya que sus prioridades literarias guardaban escasa relación con las de Bill. Éste aceptó con sorprendente ecuanimidad su evidente falta de entusiasmo. Le costaba sobremanera delegar poder o autoridad, y Alexander, que se veía primero como poeta y luego como profesor, no deseaba ni uno ni otra. Bill inspiraba una devoción fanática en la mayoría de los buenos alumnos y en algunos de los malos. Alexander, a pesar de su impresionante atractivo físico y su entusiasmo por la enseñanza, no lo conseguía. Era auténticamente tímido y modesto, y tal vez era por esto, en última instancia, por lo que Bill parecía apreciarlo.

Aun así, no era muy optimista sobre cómo reaccionaría Bill ante la noticia de la obra y el festival. En particular le disgustarían las iniciativas de Crowe en el asunto. Crowe, una persona encantadora cuando se lo proponía, había intentado atraer a Bill a su círculo, pues había reparado en su gran energía, y había tenido no poco éxito. Ambos habían colaborado en la producción de la Ópera del mendigo en 1951 por parte de la Sociedad Literaria y Filosófica, donde los dos habían observado que sus talentos se complementaban, y Crowe había añadido brillo, ritmo, color y una música magnífica al furor social de Bill, su fidelidad al texto y su habilidad con los actores. A pesar de ello, en ese momento Alexander había intuido que, en cierto sentido, Bill habría preferido una versión más sencilla, más burda, más personal en la sala parroquial de Blesford. Era un purista tanto en el buen sentido de la palabra como en el malo, y sentía además por la persona de Matthew una aversión radical, casi animal, que Alexander tardó en descubrir. La educación de Crowe, el dinero de Crowe, el whisky y el cuero que atraían a Alexander, le impedían casi automáticamente ser tomado en serio en el mundo de Bill, como una piel negra o un acento vulgar se lo habrían impedido a otros hombres en otros ambientes. A Bill no le haría ninguna gracia la rebelión cultural de Crowe.

No obstante, mientras Alexander atravesaba el terreno de la escuela al atardecer, se sintió dominado por el júbilo solitario que había estado esperando todo el día para manifestarse. Al otro lado del jardín que se extendía frente a la escuela, detrás de los largos invernaderos que más tarde se llenarían de deliciosos y rentables tomates, una gruesa puerta tachonada conducía a un sendero cubierto de musgo que discurría entre altos muros. El camino llevaba a una pasarela que cruzaba las vías; más allá se encontraba el Campo Lejano. Al otro lado del muro de la izquierda estaba el Jardín de los Maestros, protegido por una larga serie de resplandecientes triángulos de vidrio fijados con cemento, desvaídos, verde botella, glaciales. En el interior, este lugar prohibido rectangular y monótono estaba bien cuidado, con un cedro bastante pequeño y un montecillo embaldosado en el fondo, donde se alzaba un reloj de sol. Recordaba a esos monumentos a los caídos erigidos en lugares soleados a los que acuden los viejos. Allí, el último verano, Alexander había tenido el papel principal en la representación escolar de Que no quemen a la dama[2], una ocasión levemente orgiástica. Parecía haber ocurrido largo tiempo atrás.

El sendero lo llevó al puente de hierro fundido. Debajo, tras un alto terraplén, las vías serpenteaban junto a la linde del campo y, con una gran curva, dibujaban también la línea del horizonte. A lo largo del terraplén se extendía una gruesa valla de tela metálica, detrás de la cual pasaban los veloces trenes en dirección al norte o al sur, lanzando chorros de vapor al campo y a los pocos rododendros que crecían en la pendiente, y nubes de polvillo caliente y punzante sobre los niños que se entretenían saltando al foso que bordeaba el camino, lo que dejaba un rastro negro en las hojas y en la piel.

Alexander se detuvo y apoyó las manos en la barandilla del puente. Se sentía totalmente feliz. Se sentía completo. Tuvo el extraño pensamiento de que era tan inteligente como necesitaba ser: podía comprender todo lo que sucediera. Esto tenía que ver con el hecho de que la pieza era ahora una cosa y él era otra, desposeído de su creación pero libre. Durante mucho tiempo había considerado esos campos vallados y la propia escuela como una prisión. De recién llegado había escrito a sus antiguos compañeros de Oxford burlándose de la fealdad del lugar, de su emplazamiento norteño, de su estrechez. Luego dejó de burlarse, temiendo que el solo hecho de hablar de ello equivaliera a reconocer que también él se sentía constreñido. Alguna que otra vez había comentado a gente de Blesford Ride: Estoy escribiendo una pieza teatral. Y la respuesta había sido: ¿Ah, sí? O bien: ¿Sobre qué? Pero en esos momentos la pieza le había parecido pobre y frenética, un producto febril de la mente. Ahora estaba en circulación, la reproducían, la leían. Y, al haberse él separado de su obra, se había separado asimismo de Blesford Ride. Y, separado de ese modo, podía interesarse por éste con una curiosidad inofensiva. Echó una mirada al campo manchado, complaciéndose con arrogancia en el hecho de que era como era y de que él lo contemplaba.

La menguante luz del atardecer espesaba las sombras y los contornos, oscurecía la tela metálica de la valla, borraba los restos de color de la hierba lodosa. Sintió bajo los pies el temblor y el zumbido del puente que anunciaban el paso de un tren. Lo observó, alegre e interesado. Se acercaba, negro y sinuoso; se precipitó hacia adelante con gran estruendo y pasó bajo él, subiendo y bajando pistones, martillando con las ruedas, envolviéndolo en revoloteantes chispas y en un vapor acre, para luego alejarse con estrépito. Bajó del puente: la tierra aún se estremecía, como si el tren hubiera dejado una estela en el suelo, al igual que un barco en el agua. Largos filamentos de vapor se extendían, deshilachados, y se difuminaban en los bordes por acción de la creciente oscuridad. Había alguien de pie junto a la Charca Estancada.

El estanque de biología se había conocido siempre como la Charca Estancada. Lo habían excavado en la época de la fundación de la escuela, y había acabado por pudrirse por falta de atención. Era un estanque circular con un cerco de piedras, situado en medio de la hierba, bajo el terraplén. Había uno o dos lotos y algunas lentejas de agua, así como una bamboleante losa donde se posaban las ranas recién metamorfoseadas. La superficie era de un negro lustroso, y resultaba difícil determinar su profundidad porque una capa de fino lodo oscuro cubría todo el fondo. En otra época los alumnos criaban allí plantas y animales acuáticos, pero en el presente utilizaban el puesto de investigación biológica, muy bien equipado y ubicado en lo alto de la landa. Corría un rumor infundado de que la Charca Estancada hervía en sanguijuelas que se habían multiplicado desde su origen. Nadie metía un pie dentro, no fuera a ser que estas bestezuelas, imaginarias tal vez, se agarraran a sus tobillos.

La figura de pie junto al estanque estaba torpemente inclinada hacia adelante, hurgando con un largo palo. Al acercarse, Alexander vio que se trataba de Marcus Potter.

Marcus era el hijo menor de Bill, y el único varón. Tenía una plaza gratuita en la escuela, y al cabo de dos años tendría que hacer su examen de ingreso a la universidad. Nadie sabía mucho acerca de él. El deseo generalizado era tratarlo «con normalidad», lo que en la práctica significaba no distinguirlo nunca de sus compañeros y dejarlo en lo posible abandonado a su suerte. De vez en cuando Alexander advertía que se dirigía al muchacho con voz anormalmente apagada, y sabía que no era el único en proceder así. Pero era probable que esto se debiera a que Marcus, a diferencia de Bill, era una persona anormalmente apagada.

Era evidente que Bill creía que Marcus tenía un talento fuera de lo común, aunque había pocas pruebas que lo confirmaran. Marcus estudiaba geografía, historia y ciencias económicas, y su trabajo se juzgaba satisfactorio y poco imaginativo. «Satisfactorio» abarcaba una amplia gama de resultados, desde el excelente al casi insuficiente. En las clases de Alexander, por ejemplo, Potter solía dejar frases incompletas y se sorprendía cuando se lo hacían notar. En el aula parecía silencioso y tenso, y Alexander había concebido la idea de que era uno de esos que ponen tanto esfuerzo inicial en el proceso de atención que en la práctica acaban por no oír nada, paralizados en una actitud de concentración.

De niño, sin embargo, había tenido el extraño don de la intuición matemática. También habían descubierto que poseía oído absoluto. A los catorce años su talento para las matemáticas había desaparecido de forma misteriosa. Conservaba el oído absoluto, pero no mostraba gran interés por la música. Cantaba en el coro y tocaba la viola con una exactitud carente de expresión. Los colegas de Bill eran conscientes de que éste, desprovisto casi por entero de aptitudes musicales, sentía un orgullo conmovedor por las dotes de su hijo e insistía en considerarlas la prueba de una capacidad que, a su debido momento, le procuraría un éxito académico mucho más espectacular que los que ya habían conseguido, de manera más convencional, sus dos hermanas mayores.

Durante un breve período, Alexander había tenido un intenso interés por Marcus. Un año antes había dirigido la representación de Hamlet en la escuela, y Marcus había sido una Ofelia extraordinaria y escalofriante. La actuación del muchacho tenía algo de la cualidad de sus matemáticas y su música, algo sencillamente transmitido, como la capacidad de mediación de un médium. Su Ofelia era dócil, distante, con una elegancia casi natural; las canciones y el monólogo de la locura eran una parodia de esas cualidades, vacilante y aniquiladora. Marcus no había dado forma a una muchacha dotada de atractivo sexual, sino a una criatura vulnerable, creíble físicamente. Había conferido a las escenas de coqueteo y lujuria la torpeza de una inseguridad total sobre el modo en que debía transmitir tales formas de expresión, que era exactamente el modo en que Alexander creía que debía —o podía— interpretarse el papel. Había manifestado ese humor, esas maneras, a partir de mínimas insinuaciones de Alexander, aunque en todo momento había esperado algún tipo de indicación y no había añadido nada por voluntad propia, excepto un instinto certero para el ritmo del lenguaje, la cadencia de los versos. Cuando los muchachos aún no han llegado a la edad en que se sienten avergonzados de su aspecto, es un placer dirigirlos y, como Alexander sabía bien, son capaces de dar una profundidad de la que no son conscientes a versos que no comprenden. Pero Marcus había conseguido algo extraordinario que había conmovido a Alexander, y de hecho lo había asustado, aunque al parecer sólo a él lo había afectado así. Ninguna otra interpretación de Ofelia había dejado nunca tan claro que los sucesos de la obra quebraban y destrozaban una conciencia inocente.

Bill había asistido a la representación, las tres noches, y había sonreído con orgullo y un sentimiento de triunfo. Alexander confiaba en que le permitiera emplear a Marcus en la nueva obra —tenía planes para él— y confiaba además en que, si lograba esto, conseguiría despertar el interés de Bill por la pieza en general.

Mientras Alexander avanzaba por el césped, Marcus se dejó caer en cuatro patas y apoyó la cara en el borde enlosado de la Charca Estancada. Alexander cambió de rumbo e hizo ruido, tosiendo y arrastrando los pies, para anunciar su presencia. El muchacho se incorporó de un salto y se quedó inmóvil, temblando. Tenía barro en el rostro.

Se acomodó sus gafas redondas de la Seguridad Social, que se le habían ladeado por su extravagante maniobra. Era pequeño para su edad, delgado, con un rostro pálido y largo y finos cabellos lacios de un color rubio oscuro desvaído. Llevaba un pantalón de franela y una chaqueta de tweed azul apagado, demasiado estrecha para él.

—¿Estás bien? —dijo Alexander.

Marcus lo miró fijo.

—Voy a ver a tu padre. ¿Vas para tu casa? ¿Estás bien?

—No.

Alexander no supo qué otra cosa preguntar.

—Todo temblaba. La tierra.

—Era el tren. Siempre pasa.

—No era eso. No importa. Ahora estoy bien.

Había algo poco atractivo en Marcus Potter. Alexander sabía que debía seguir interrogándolo, pero no tenía deseos de hacerlo.

—Estoy bien —repitió el chico, en uno de sus tonos más sumisos, más típicos de un robot.

Alexander era lo bastante inteligente para comprender que el muchacho quería que desestimara su afirmación. Pero se limitó a decir:

—¿Puedo acompañarte a tu casa?

Marcus asintió. Emprendieron la marcha en silencio hacia la pequeña hilera de luces de las casas que se alzaban al borde del campo.

Marcus Potter había crecido en estos campos de deporte. Durante las vacaciones solía ser el único que los utilizaba. Se extendían a su alrededor en su infancia, y él se tendía en el barro y las matas de hierba y los convertía en Passchendaele e Ypres y el Somme[3], trincheras, refugios subterráneos, tierra de nadie.

Había jugado a un juego al que llamaba expandirse. Empezaba con una lenta extensión de su campo de visión, hasta que, gracias a ciertos malabarismos de orden perceptual, era capaz de ver a la vez los cuatro ángulos del campo, los altos extremos de los postes de la portería, el alambre superior de la valla. No tenía en absoluto la impresión de abarcar todas las cosas que veía. Más bien las contemplaba desde un punto no panorámico, o desde todos lados al mismo tiempo. Localizaba con una simultaneidad imposible un agracejo abajo a la izquierda, el lodoso centro del campo, la Charca Estancada lejos a la derecha.

Era muy pequeño cuando se hizo diestro en este juego, y muy pequeño cuando éste escapó a su control. A veces, durante un momento inconmensurable perdía la noción de dónde estaba en realidad, dónde tenía su origen la mente expandida. Tuvo que aprender a encontrar su cuerpo mediante la concentración mental en cosas concretas, estrechando la atención hasta fijarla por un instante en un objeto sólido, una media luna de pintura blanca que se aferraba a la hierba pálida, el tenue brillo de las cadenas que delimitaban el rectángulo del campo de críquet, el agua de la charca, tersa y negra. Desde tales puntos, como si se tratara de un catalejo, podía localizar el cuerpo frío y agazapado y, con suerte, hacer que su mente saltara hasta él.

Había aprendido pronto a sentirse agradecido a la geometría, que proporcionaba asidero y paso donde los nudos de hierba y el barro seco lo impedían. Las líneas quebradas dibujadas con tiza, la demarcación de los juegos de invierno que se cruzaba con la de los juegos de verano, los círculos, las vías paralelas, los puntos fijos, trazaban el mapa del barro, que fluía e invadía todo, lo contenían; eran líneas que se podían seguir, una red de salvación.

Durante algunos años no había jugado a este juego ni pensado en él. Hacía poco había empezado otra vez con una nueva fuerza compulsiva, aunque no le agradaba. Era como la masturbación, algo que lo acometía de súbito, con tanta mayor urgencia cuanto que había decidido no hacerlo y se encontraba, por tanto, desprevenido. Entonces pensaba que lo haría, así sin más, con rapidez, y enseguida comenzaría a vivir de nuevo.

Esta vez había creído que podría atravesar el campo sin que esto ocurriera. Caminaría por las líneas y de ese modo lo atravesaría, siguiéndolas. La irrupción del tren lo había arrancado de sí con una sacudida, sin ninguna de las maniobras visuales y corporales previas que necesitaba como alivio y, tal vez, para sobrevivir.

Ahora tenía un frío atroz. No podía recordar con exactitud qué había pasado. Siempre lo dejaba con un frío atroz.

Iba arrastrando los pies por la hierba, aún tratando de seguir las blancas líneas de salvación.

Pasaron bajo los altos postes blancos de rugby que, cuando era pequeño, había creído que servían para el salto de altura de seres superiores. Abrieron el portillo y avanzaron por el sendero.

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2. En la guarida del león

Alexander había oído en repetidas ocasiones que estaba invitado a casa de los Potter cuando quisiera. Le habían dicho que no vacilarían en ponerlo en la puerta cuando no fuera bienvenido. Nunca lo habían puesto en la puerta y nunca se había sentido enteramente bienvenido, sino que siempre tenía la impresión de interrumpir un proceso familiar íntimo y perentorio. Lo atemorizaban los hogares y las familias, y los trataba con un respeto exagerado. Sus padres tenían un hotelito en Weymouth, de donde él, como único hijo, entraba y salía cuando le placía, sin que jamás se lo acusara de comportarse como si su casa fuera un hotel, porque eso era lo que era.

La puerta trasera daba a la cocina, donde encontraron a Winifred junto al fregadero. Le tendió los brazos a Marcus, que los esquivó, e invitó a Alexander a cenar, cosa que estaban a punto de hacer, dijo. No había problemas en que comiera uno más. Alexander podía reunirse con todos en la sala.

Winifred se erguía, tiesa como un palo, a través de las sucesivas capas de medias de hilo de Escocia, falda gris y amplio delantal de flores, hasta una gruesa corona de trenzas rubias grisáceas, cuya severidad se veía atenuada por una nube de cabellos sueltos en los extremos que formaba una bruma luminosa alrededor de su cabeza. Semejaba una imagen victoriana de una exhausta diosa escandinava, y tenía la nariz recta danesa y los ojos muy juntos, habituales en mucha gente nativa de North Yorkshire. Tenía también expresión de juez, pero Alexander no recordaba haberle oído decir nada que no fuera esencialmente conciliatorio. De hecho, hablaba muy poco. Y lo hacía con un marcado acento de Yorkshire. Alexander la había frecuentado más de un año antes de enterarse de que era licenciada en filología inglesa por la Universidad de Leeds.

Bill y sus hijas estaban sentados en silencio. Su sala era el tipo de estancia en que, según imaginaba Alexander, vivía la mayoría de los ingleses, aunque había estado en muy pocas como aquélla. Era de reducidas dimensiones y tenía demasiados muebles: un sofá y dos butacas tapizados de terciopelo color herrumbre, una gran radiogramola de formas curvilíneas, una chimenea revestida de azulejos rojo oscuro y con esquinas redondeadas, un escritorio de nogal con patas en forma de garras y un vago aire al estilo Directorio, dos pufs, dos lámparas de pie y dos juegos de mesillas. La puerta vidriera daba al jardín trasero, flanqueada por cortinas de lino con un diseño estilo Jacobo I en tonos herrumbre, verde savia y rojo sangre. La alfombra, un tanto raída, tenía el dibujo de un árbol oriental oscurecido por el tiempo, con borrosas formas de pájaros posados en ramas curvas.

Sobre la radiogramola había fotografías de los hijos enmarcadas en plata, tomadas más o menos a los cinco años. Las dos niñas, cogidas de la mano, lucían un vestido de terciopelo con cuello de encaje y mostraban una expresión ceñuda. Marcus estaba solo en su cuadro, empequeñecido por un enorme y absurdo oso de peluche de ojos pequeños y brillantes.

—Alexander —dijo Bill—. Qué sorpresa. Siéntate.

—Te dejo medio sofá —dijo Frederica, que se hallaba recostada en él.

Llevaba el arrugado uniforme granate y blanco del Instituto Blesford para mujeres. Tenía los dedos manchados de tinta hasta los nudillos. Sus calcetines cortos no estaban limpios.

Alexander se sentó en una silla.

—¿Qué nota sacaste en el examen de historia? —le preguntó Bill a su hijo.

—Cinco con veinte.

—¿Y en qué posición quedaste?

—No sé. Octavo o noveno.

—No es tu fuerte, claro.

—No.

—Muéstrale los gatos a Alexander —le dijo Frederica a Stephanie con brusquedad.

Stephanie estaba inclinada sobre una mesilla, con una pila de cuadernos de ejercicios. Se irguió y se estiró. Era una muchacha rubia afable y dulce, con grandes pechos, piernas elegantes y un peinado estilo paje demasiado aplastado. Acababa de obtener una doble licenciatura en Cambridge con sobresaliente y ahora enseñaba en su antigua escuela, el Instituto Blesford.

—Mi hija Stephanie es una samaritana compulsiva —dijo Bill—. Puede decirse que todos sufrimos por ello. Le gusta salvar bichos. Vivos, semimuertos, sobre todo si tienen pocas probabilidades de sobrevivir. Como creo que es el caso ahora. ¿Han muerto ya, Stephanie?

—No. Si sobreviven esta noche, creo que se salvarán.

—¿Piensas pasarte la noche en vela?

—Así es.

—¿Puedo ver? —preguntó Alexander con gentileza.

Habría preferido no verlo. Stephanie empujó unos centímetros en su dirección la caja que tenía junto a su silla. Alexander se inclinó rápidamente y rozó los cabellos de Stephanie con los suyos; olían a limpio y saludable. Siempre era la misma, según parecía; sana, con sus movimientos y palabras mesurados, creaba una atmósfera de leve pereza física y mental que tanto reconfortaba como exasperaba a los demás.

En la caja había tres gatitos prematuros, que se golpeaban o se frotaban débilmente unos a otros con su prominente cabeza. Tenían los ojos pegados con costras amarillo oscuro. De vez en cuando uno abría una boca rosada y dejaba al descubierto los dientes, finos como espinas. Eran lustrosos, húmedos, con un aire de reptiles, y se arrastraban sobre minúsculas patas desprovistas de pelo.

Stephanie levantó uno, que quedó acurrucado en su mano como un feto.

—Los froto con una franela para darles calor —dijo ella con suavidad—. Y los alimento muy seguido, con un cuentagotas.

Cogió un cuentagotas de un platillo que había en la chimenea, empujó la suave piel de la débil quijada con el dedo meñique, que pareció casi brutal en comparación, introdujo el cuentagotas, apretó.

—Es fácil ahogarlos con este sistema, ése es el problema.

El animalillo escupió, vomitó una cantidad microscópica y volvió a quedarse inerte.

—Lo ha tragado.

—¿Dónde los encontraste?

—Estaban en la casa del párroco. La gata murió. Fue espantoso, la verdad.

Sin cambiar el tono de voz, prosiguió relatando con suavidad:

—Estaba tomando el té con la señorita Wells, cuando el vicario llamó a la puerta y dijo que la hijita de la asistenta chillaba como loca en la cocina. Así que bajé, y allí estaba la gata. No había nada que hacer. Se retorcía en medio de estertores y siguió retorciéndose hasta que murió.

—¿Tienes que dar tantos detalles? —preguntó Bill.

Marcus, sentado tan lejos de los gatitos como podía, puso las manos entre las rodillas y empezó a imaginar una especie de modelo matemático con los nudillos y las puntas de los dedos.

—Además de éstos, había tres más que nacieron muertos. La niñita estaba muy mal. Sospecho que fue ella la que provocó todo... por coger mal al pobre animal. Tenía casi un ataque de histeria. Así que le dije que trataría de salvarlos. Y que estar levantado toda la noche era una lata.

El animalillo que tenía en la mano emitió un débil gemido, sin fuerza suficiente para ser un grito.

Frederica dijo con su voz áspera:

—No sabía que las gatas podían morir en el parto. Creía que las crías salían sin más. Que eso era cosa de las heroínas de las novelas.

—Algo se le retorció dentro.

—Pobre bicho. ¿Qué vas a hacer con éstos?

—Buscarles un hogar, supongo. Si sobreviven.

—Un hogar —dijo Frederica, con un tono lleno de sarcasmo—. Un «hogar». «Si» sobreviven.

—Así es —dijo Stephanie con calma.

Alexander permanecía de pie, algo asqueado por las crías y su olor a parto, y abrió la boca para explicar por qué se encontraba allí. Bill, que había estado juntando fuerzas para decir algo, se puso a hablar en ese preciso momento. Era una costumbre en él. Alexander, desconcertado a pesar de ello, como siempre le ocurría, cerró la boca y estudió a Bill. Era un hombre bajo y delgado, pero su cara, manos y pies tenían la longitud que habría cabido esperar de alguien destinado a ser más alto. Llevaba un pantalón de franela, camisa a cuadros azules y blancos, con el cuello abierto, y una chaqueta de tweed Harris de color rojizo con parches de piel en los codos. Su escaso cabello debía de haber tenido el mismo tono pelirrojo que el de Frederica, aunque ahora estaba descolorido, con toques plateados que semejaban ceniza en un fuego mortecino. Sobre la coronilla calva flotaban unos largos pelos. La nariz era afilada y los ojos, de un azul muy claro. En su infancia, las dos hermanas Potter habían imaginado al irascible flautista de Hamelin con el rostro de su padre, con ojos brillantes «como la llama de una vela cuando se la espolvorea con sal». Alrededor de Bill solía haber una atmósfera de incendio apagado; no había llamas visibles, pero sí la inquietante impresión de un fuego latente que ardiera en el interior de una parva de paja, la crepitación en la base de una hoguera que de pronto puede llamear, llamear y desplomarse.

—Dime —dijo, ahogando el intento de Alexander de entablar conversación y señalando a su hijo con un brusco gesto de la cabeza—, ¿cómo crees que progresa?

—Muy bien —respondió Alexander, incómodo—. Al menos, por lo que yo sé. Trabaja mucho, ya sabes.

—Lo sé, lo sé. No, no lo sé. Nadie me cuenta nada. Nadie me dice nada. Y él menos que nadie.

Alexander miró de reojo a Marcus, que no parecía estar escuchando. Concluyó que su apariencia era genuina, por inverosímil que resultara.

—Si pregunto —continuó Bill—, si pregunto como padre, tal como estoy en mi derecho, no recibo, por lo general, más que evasivas. Nadie quiere asegurar que progresa tal como debería. Nadie quiere hacer la menor crítica útil. Nada. Cualquiera diría que el muchacho no existe. Cualquiera diría que es invisible.

—Sólo lo tengo en inglés, que es una asignatura secundaria para él, y estoy francamente satisfecho... —empezó Alexander, y mientras hablaba se preguntó qué significaba en este contexto «francamente satisfecho».

Lo terrible era que, en parte —y por propia voluntad, Alexander estaba seguro—, el muchacho era invisible.

—Satisfecho. Francamente satisfecho. Ahora dime, como profesor, como especialista en lengua, como hombre de letras, qué quieres decir exactamente con «francamente satisfecho»...

—A la mesa —ordenó Winifred desde la puerta, como si la hubieran llamado por algún medio eléctrico para que acudiera al rescate de todos.

Las jóvenes se pusieron de pie. Marcus se escabulló.

El comedor era a la vez minúsculo y señorial. Estaba casi atiborrado de muebles de roble y cuero: una mesa de alas abatibles con patas pesadas, gruesas, hinchadas, sillas con respaldo tapizado en cuero y tachones dorados. Las paredes tenían un empapelado que imitaba un burdo enlucido. Encima de la cabecera de la mesa había una pequeñísima reproducción enmarcada de la Caza nocturna de Uccello. El propio tamaño de esta reproducción llevó a Frederica a suponer, hasta promediada su vida, que la obra en sí era enorme y ocupaba una pared entera; sus dimensiones reales, muy modestas, la indignaron y le encantaron.

La mesa tenía un mantel de plástico que, con artificiosa habilidad, imitaba un damasco blanco rosáceo por un lado y una cretona rosada por el otro. Winifred pertenecía a esa generación de amas de casa de la guerra para quienes el plástico, cualquier plástico, era un milagro que ahorraba trabajo, y el color, cualquier color, una liberación y una alegría indiscutibles. Ese día el lado de damasco estaba cubierto con la pesada vajilla de plata ornamentada que los Potter habían recibido como regalo de boda, manteles individuales de plástico que imitaban la esterilla, fláccidas servilletas de crespón, levemente escocesas, ensartadas en aros de plata demasiado grandes para ellas, reliquias de las ceremonias de un modo de vida más solemne —bodas, bautizos— que los Potter habían dejado parcialmente atrás sin aspirar a nada que fuera más ligero. En el centro de la mesa había varios tarros: encurtidos picantes, salsa HP, escabeche, salsa picante, ketchup.

Frederica y Stephanie, las dos enamoradas de Alexander, estaban inquietas por la impresión que él se habría hecho de todo esto. Alexander tenía un estilo muy personal de vestirse, poco ceremonioso: pantalón de sarga, chaqueta de montar, botas de ante, camisa de viyela dorada. Su belleza era descuidada; cabello castaño, largo y fino, que le caía ligeramente sobre la frente pensativa, todo en él era largo y fino, limpio y cuidado, pero con delicadeza, sin nada que fuera efusivo ni afectado. Temían que él casi con certeza las considerara vulgares. Les habría gustado mostrarse de otro modo a sus ojos. No obstante, a su incomodidad se sumaba la convicción moral de que sería vulgar y equivocado por parte de Alexander formarse un juicio de los Potter por sus circunstancias externas. Y sería igualmente vulgar y equivocado por parte de los Potter preocuparse por el juicio que él pudiera formarse. En última instancia, lo fundamental era la vida interior y la rectitud, y desconocer esto era el súmmum de la vulgaridad —pensaban—, una aberración grabada en el carácter de los Potter y que los unía a todos.

Bill, con la camisa remangada sobre los brazos surcados de pálidas venas, trinchó el cordero frío, repartió la coliflor caliente y las patatas hervidas, y siguió intimidando a Alexander con su interrogatorio sobre los hábitos intelectuales de su hijo. La persistencia obsesiva era otro de los rasgos de carácter de los Potter. Según Bill, Marcus no había leído más libros que las historias de Biggles, el aviador de la Primera Guerra Mundial. Quería saber hasta qué punto era natural esto. A la edad de Marcus, Bill había leído todo: Kipling, Dickens, Scott, Morris, Macaulay, Carlyle, absolutamente todo. De hecho, el pastor le había confiscado Judas el oscuro cuando tenía la misma edad que Marcus, y había invitado a la familia y amigos de Bill a que presenciaran el sacrificio por fuego.

—En la caldera de la iglesia. Abrió la portezuela redonda y con unas tenazas metió el pobre Judas en el abrasador fuego del horno. Lo sostuvo con el brazo extendido. Y dio un sermón sobre los malos pensamientos y la arrogancia de los que tienen poca educación. Cosa que se refería a mí.

—¿Y qué hiciste?

—Les pagué con la misma moneda. Un verdadero holocausto. Junté todos los folletos misioneros, los céntimos que procuraban la felicidad eterna a los miserables paganos que morían de hambre, la gratitud de los leprosos por la palabra de Dios y todas esas sandeces, cuando su verdadero problema son las úlceras, no la necesidad de pantalones, de monogamia y de «bienaventurados los mansos», que no son en absoluto bienaventurados. No tuve agallas para decir un sermón, pero escribí uno con mi mejor letra, Dios me perdone, y lo clavé en el tablón de anuncios; expliqué que «auto de fe» significaba acto de fe, cosa que sabía pese a mi poca educación, y que éste era mío y que a mi juicio merecían ser condenados por lógica falsa, valores falsos y estilo sentimentaloide. Y por haber quemado Judas antes de que yo hubiera acabado de leerlo.

Alexander se rió, nervioso.

—Me extraña que tus padres no te echaran de casa.

—Pues lo hicieron, ya lo creo que lo hicieron. Me fui a la mañana siguiente, con un baúl lleno de libros y algo de ropa, y no he vuelto a verlos desde entonces. Winifred les llevó a las niñas una vez, pero a mí no me habrían dejado pisar su casa aunque lo hubiera querido, lo cual no era el caso. No, trabajé como viajante de comercio. Ropa interior y bragueros para enfermos. Conseguí entrar en Cambridge gracias a los institutos para obreros y los cursos nocturnos. Acabé de leer Judas. Aprendí mi lección. Cuando uno consigue algo con el sudor de su frente es cuando lo valora.

Alexander se disponía a decir algo, impresionado por este relato, cuando Frederica se adelantó.

—Es curioso entonces que quemes nuestros libros.

—Yo no quemo libros.

—Los que no te gustan, sí. Censuras nuestras lecturas.

Bill emitió una risita.

—¡Que yo censuro! ¿Quién le escribió a esa solterona arrugada cuando fuiste lo bastante tonta para dejar que te confiscara Lady Chatterley en la escuela? ¿Y quién le dijo, por añadidura, que era una barbaridad que en la biblioteca de la escuela no figuraran ni El arco iris ni Mujeres enamoradas?[4]

—Yo no te pedí que lo hicieras. De hecho, no quiero que lo hagas.

—La imbécil mujer contestó, creo, que había adquirido seis ejemplares de El glorioso momento, o cómo nace un bebé. Al parecer, consideraba esto prueba suficiente de su amplitud mental.

—Es una mujer tímida —dijo Stephanie—. Pero tiene buenas intenciones.

Frederica parecía furiosa. Echaba miradas feroces a uno y otro lado, como si dudara entre atacar a Bill o a Cómo nace un bebé.

—Tienes razón. Es un libro que no sirve para nada. Lleno de diagramas que se pueden encontrar en cualquier caja de Tampax. Y un montón de chorradas sobre la dicha suprema y la profunda confianza del amor, y sobre la apertura del tesoro de la virginidad... Francamente, qué metáfora más estúpida, como si hubiera algo dentro. Y tampoco me gusta toda su palabrería religiosa sobre el tema; no quiero que contaminen mi constitución biológica con su fervor religioso. Ella no sabe absolutamente nada.

—Pero te parece mal cuando yo me quejo porque se cree capacitada para privarte de lecturas verdaderas y experiencias verdaderas.

Frederica la tomó con él.

—Fuiste tú el que nos mandó a ese horrible instituto y ahora no quieres dejar que salgamos adelante solas. Para que lo sepas, me haces la vida imposible con tus continuas cartas a la Wells sobre la sexualidad, la libertad, la literatura y todo lo demás. Si te interesa saber lo que pienso, pienso que Mujeres enamoradas corrompe y daña tanto el florecimiento de nuestra tierna juventud como El glorioso momento, o cómo nace un bebé. Si de verdad creyera que voy a tener la clase de vida que el libro pone como modelo, me ahogaría ya mismo en la Charca Estancada. No quiero saber nada de la magnificencia inmemorial de la alteridad mística verdadera y palpable. Por mí te la puedes guardar, si es que la tienes. Quiera el cielo que Lawrence mienta, aunque no entiendo cómo pretendes que yo lo sepa, y aun así me lo haces leer. Y sí que quemas libros.

—Yo no quemo libros.

—Sí que lo haces. Quemaste todos mis Girls’ Crystal y todos los libros de Georgette Heyer que me había prestado esa chica que era casi mi amiga, y ésos ni siquiera eran míos.

—Ah, sí —dijo Bill con gran satisfacción retrospectiva—. Eso sí que lo hice. Pero no eran libros.

—Eran inofensivos. A mí me gustaban.

—Eran fantasías lascivas. Y vulgares. Y falaces, si esta palabra significa algo para ti.

—Creo que tendrías que confiar en que sé distinguir la fantasía de la realidad. Un poco de fantasía no hace daño a nadie. Y me daba algo de que hablar con mis compañeras.

Bill empezó a perorar sobre la verdad en la literatura. Alexander miró a hurtadillas su reloj. Winifred se preguntó, como de costumbre, por qué Bill consideraba imperioso pelearse de un modo tan horrible —y discutir de esa forma tan ofensiva para él— con la única de sus hijos que había heredado su apetito indiscriminado y gozosamente analítico por la letra impresa.

Rememoró el episodio de los Girls’ Crystal. Bill, llevado por un impulso que nadie había conseguido explicar, había hurgado bajo la cama de Frederica y los había encontrado escondidos en una caja. Los había llevado fuera, ardiendo de cólera y regocijo, y los había reducido a cenizas en el cubo de basura agujereado en que solía quemar los desperdicios del jardín. Crystal tras Crystal se desintegraron y oscurecieron; desgarrados jirones de papel de seda negro y crujiente se elevaron y bailaron en el cielo de verano junto con las pálidas llamas. Bill lo removía con una barra de hierro, como si estuviera oficiando un rito. Frederica bailaba en torno a él, sobre el césped, agitando los brazos y gritando con una furia muy bien expresada.

Frederica era la única de sus hijos que inquietaba a Winifred. En ocasiones parecía poseída por un demonio; sus boletines trimestrales tildaban su comportamiento e incluso su letra de «agresivos». Winifred compartía esta opinión. A Stephanie, más afable e indolente, se la consideraba más inteligente. Marcus —eso quería creer Winifred— era pacífico e independiente. A estos dos los admiraba porque reaccionaban ante la cólera con la paciencia imperturbable que la caracterizaba a ella. Frederica siempre estaba dispuesta a batirse.

Durante el café, Alexander consiguió al fin sacar el tema de su obra. Empezó con circunloquios, refiriéndose primero a Crowe y sus planes para la nueva universidad, ante lo que Bill reaccionó con irritación al instante. Conocía muy bien las negociaciones que se habían llevado a cabo, le dijo a Alexander. Había participado en ellas en un principio, cuando había una esperanza real de conseguir algo nuevo, algo que de verdad se basara en la educación para adultos de donde había surgido. Pero había perdido la paciencia al ver cómo los vicerrectores estropeaban su plan de estudios hasta que ya no hubo diferencias respecto a los cursos de cualquier otra universidad existente, cómo Crowe metía las narices donde no le correspondía y cómo el obispo añadía cosas superfluas y facultades de teología. Lo único que iban a conseguir era una imitación embellecida de Oxford y Cambridge, con un ceremonial copiado y las viejas casas del lugar remozadas con aldabas de bronce y horribles pinturas azul cielo del Festival de Gran Bretaña para catedráticos pedantes. No gracias, dijo. Proseguiría su trabajo manteniéndose al margen de todos esos enredos, como siempre había hecho. En cuanto a Crowe, era como una vieja araña; se quedaría sentado en su torre mientras tendía sus telarañas para atrapar moscas culturales, y acabaría por hacerse nombrar vicerrector, que Alexander se acordara bien de sus palabras. Y no había ninguna necesidad del hombre del nuevo Renacimiento, gracias: lectura, aritmética, experiencia directa y facultad de expresión eran más que suficientes.

Alexander dijo que habría un festival y que él había escrito una obra y le gustaría que Bill le diera su opinión sobre ella. Se representaría en el festival. Era una suerte para él. Mencionó los planes de Crowe para animar culturalmente toda la región. Dijo, con pocos fundamentos, que sabía que necesitarían la colaboración de Bill. Dijo que confiaba en disponer de algo de tiempo durante el verano para trabajar en la pieza, aunque eso dependería de Bill. Para entonces, el sentimiento de euforia y de libertad que había sentido en presencia de Crowe y en el puente del ferrocarril lo había abandonado. Se expresaba con sobriedad, casi como si se disculpara. Bill lo escuchó hasta el final, mientras liaba un cigarrillo casero en una máquina de metal y caucho, manipulando las picaduras de tabaco negro y gomoso, y se pasa

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