Capítulo uno
Frenchman’s Bend era una zona de fértiles tierras bajas a la orilla del río, situada treinta kilómetros al sudeste de Jefferson. Rodeada de colinas y aislada, bien definida aunque sin límites precisos, a caballo entre dos condados, pero sin deuda de fidelidad con ninguno, Frenchman’s Bend había sido el primitivo emplazamiento, por concesión estatal, de una extensísima plantación anterior a la guerra civil; plantación cuyas ruinas —el cascarón vacío de una enorme casa con sus establos derruidos, sus barracones para los esclavos, sus jardines llenos de malas hierbas, sus terrazas de ladrillo y sus paseos— aún recibían el nombre de casa del Viejo Francés, a pesar de que, en la actualidad, de las lindes originales sólo quedase constancia en los viejos registros descoloridos de la oficina del catastro en el juzgado del distrito de Jefferson, y a pesar de que incluso algunos de los campos en otro tiempo fértiles hubiesen vuelto a ser las junglas de bejucos y cipreses[1] que su primer dueño talara a machetazos.
Es muy posible que se tratase de un extranjero, aunque no necesariamente francés, puesto que para las personas que llegaron después de él, y que borraron casi por completo toda huella de su presencia, cualquiera que hablase inglés con acento extranjero o cuyo aspecto o incluso cuya ocupación fuese poco corriente, sería francés, prescindiendo de la nacionalidad que afirmara poseer, de la misma manera que sus coetáneos de la ciudad (si, pongamos por ejemplo, hubiera decidido instalarse en la misma Jefferson) le habrían catalogado como holandés. Pero ahora nadie sabía cuál había sido realmente su nacionalidad, ni siquiera Will Varner, que tenía sesenta años y era propietario de una buena parte de la primitiva concesión, incluido el terreno de la casa solariega en ruinas. Porque el extranjero, el francés, había desaparecido junto con su familia, sus esclavos y su magnificencia. Su sueño, sus vastas tierras, se habían dividido en pequeñas e inútiles granjas hipotecadas por las que los directores de los bancos de Jefferson reñían entre sí antes de vendérselas, finalmente, a Will Varner, y todo lo que quedaba del primer propietario era el lecho del río que sus esclavos canalizaran a lo largo de quince kilómetros para evitar que se inundasen sus campos y el esqueleto de la tremenda casa que sus herederos en sentido lato se habían dedicado, durante treinta años, a derribar y a cortar —barandillas de madera de nogal, suelos de roble que medio siglo más tarde no hubieran tenido precio, las mismas tablillas de mala calidad de los cobertizos— para utilizarlo como leña. También su apellido se había olvidado, y su orgullo no era más que una leyenda acerca de la tierra que arrebató a la jungla y que domesticó hasta convertirla en monumento a un nombre que quienes llegaron tras él, en destartaladas carretas y a lomos de mula o incluso a pie, con fusiles de chispa y perros y niños y alambiques para hacer whisky casero y salterios protestantes, no eran siquiera capaces de leer y mucho menos de pronunciar, y que ahora no tenía ya nada que ver con un determinado ser humano, vivo en otro tiempo, porque su sueño y su orgullo no eran más que polvo junto al olvidado polvo de sus anónimos huesos, y su leyenda no otra cosa que la pertinaz historia del dinero que enterró en algún lugar de la finca cuando Grant arrasó la región, camino de Vicksburg.
Las personas que le heredaron vinieron del nordeste, a través de las montañas de Tennessee, en etapas marcadas por el nacimiento y crianza de una nueva generación. Venían de la costa del Atlántico, y, antes, de Inglaterra y de las marcas escocesas y galesas, como ponían de manifiesto algunos de sus apellidos: Turpin y Haley y Whittington, McCallum y Murray y Leonard y Littlejohn; y otros, como Riddup y Armstid y Doshey, que no podían venir de ninguna parte porque sin duda nadie se los hubiera atribuido voluntariamente. Estas personas no traían esclavos ni cómodas de estilo Chippendale y Phyfe; en realidad la mayoría podían llevar sus pertenencias (y de hecho las llevaban) en propia mano. Se instalaron y construyeron cabañas con una o dos habitaciones que nunca llegaron a pintar; se casaron entre sí y engendraron y, una a una, añadieron otras habitaciones a las cabañas primitivas, que tampoco pintaron nunca; pero eso fue todo. Sus descendientes siguieron plantando algodón en las tierras bajas y maíz en las laderas de las colinas, con el que continuaron fabricando whisky en escondidos vallecitos entre esas mismas colinas y vendiendo el que no consumían. Funcionarios federales enviados a la zona se esfumaban, aunque luego pudiera verse a un niño, a un anciano o a una mujer con alguna de las prendas de vestir que llevaba el desaparecido: un sombrero de fieltro, una chaqueta de velarte, un par de zapatos comprados en la ciudad o incluso una pistola. Los funcionarios del condado no les molestaban, excepto cuando se acercaban las elecciones. Mantenían sus propias iglesias y escuelas, se casaban y cometían entre sí infrecuentes adulterios y un número bastante más elevado de homicidios y actuaban como sus propios jueces y verdugos. Eran protestantes y demócratas y prolíficos; no había un solo negro propietario de tierras en toda la zona. En cuanto a los negros forasteros, se negaban rotundamente a pasar por allí después de anochecer.
Will Varner, el actual dueño de la casa del Viejo Francés, era el hombre más importante de la región. Además del primer terrateniente y supervisor de distrito en un condado, era juez de paz en el otro y comisario electoral en ambos y, en consecuencia, la fuente primera si no de la ley sí al menos de consejos y sugerencias a una población que habría repudiado el término cuerpo electoral si lo hubiera oído alguna vez, y que acudía a él no con la actitud de qué es lo que tengo que hacer, sino de qué cree usted que le gustaría que yo hiciera si pudiera usted obligarme a hacerlo. Will Varner era granjero, usurero y veterinario; el juez Benbow de Jefferson dijo de él en una ocasión que nunca un hombre con mejores modales sangró mulas o dio pucherazos. Poseía casi todas las buenas tierras de la región e hipotecas sobre la mayoría de las restantes. Era dueño del almacén y de la desmotadera de algodón, y del complejo de molino harinero y herrería en la misma aldea, y se consideraba de mala suerte (por decirlo de la manera más suave posible) que alguien de los alrededores hiciera sus compras o desmotara su algodón o moliera su harina o herrara a su ganado en otro sitio. Will Varner era tan delgado como un poste y casi igual de alto, de cabello y bigotes de color gris rojizo e inocentes ojillos azules, vivos y penetrantes; daba la impresión de ser un inspector de escuela dominical metodista que los días laborables condujera un tren de pasajeros o viceversa, cuando en realidad era propietario de la iglesia o del ferrocarril, o quizá de ambas cosas al mismo tiempo. Era un hombre astuto, reservado y alegre, de carácter rabelesiano y con toda probabilidad aún sexualmente activo (había dado dieciséis hijos a su mujer, aunque sólo dos seguían en el hogar familiar; los otros, esparcidos, casados o enterrados, desde El Paso hasta la frontera con Alabama), como parecía confirmar la energía de sus cabellos, que incluso a los sesenta años eran aún más rojos que grises. Simultáneamente activo y holgazán, no hacía nada en absoluto (su hijo administraba todos los negocios familiares), pero gastaba todo su tiempo en ello, ya que, antes incluso de que su hijo bajara a desayunar, se marchaba de casa, y aunque nadie sabía exactamente adónde iba, a él y al gordo y viejo caballo blanco que montaba se les podía ver en cualquier sitio en quince kilómetros a la redonda a cualquier hora del día; y por lo menos una vez al mes durante la primavera, el verano y los comienzos del otoño, alguien veía a Varner sentado en una silla de fabricación casera en el césped, asfixiado por las malas hierbas delante de la mansión del Viejo Francés, y al viejo caballo blanco atado a un poste de la cerca. Su herrero le había fabricado la silla serrando por la mitad un barril de harina vacío y clavándole un asiento, y Varner se instalaba allí, sobre un fondo de ruinoso esplendor señorial, masticando tabaco o fumando su pipa de mazorca y dirigiendo a los transeúntes bruscos saludos que, sin dejar de ser cordiales, no invitaban al diálogo. Todo el mundo (los que le veían allí y quienes se enteraban de oídas) creía que se sentaba allí para planear en privado su próxima ejecución de hipoteca, puesto que sólo a un viajante que vendía máquinas de coser llamado Ratliff —un hombre a quien Will Varner doblaba con creces la edad— llegó a darle una razón: «Me gusta sentarme aquí. Estoy tratando de averiguar qué podía sentir un tipo tan estúpido que necesitaba todo esto (no se movió ni se molestó siquiera en indicar con la cabeza la pendiente cubierta de viejos ladrillos y enmarañados senderos, coronada por la ruina con columnas que tenía detrás) para comer y dormir únicamente». Luego añadió (sin dar a Ratliff ninguna otra pista de cuál pudiera ser la verdad): «Durante una temporada parecía que iba a librarme de todo esto, que iban a dejármelo limpio. Pero, santo cielo, la gente se ha vuelto tan holgazana que ni siquiera se suben a una escalera para arrancar el resto de las vigas. Se diría que prefieren ir al bosque e incluso cortar un árbol, mejor que levantar el brazo para coger un poco de leña de pino. Pero, pensándolo bien, creo que voy a conservar lo que queda, aunque sólo sea para no olvidarme de mi única equivocación. Ésta es la única cosa de las que he comprado en toda mi vida que no he podido vender a nadie». Jody, su hijo, de unos treinta años, un corpulento ejemplar de primera clase, con un ligero hipertiroidismo, no sólo no estaba casado, sino que emanaba de él una invencible e inviolable soltería de la misma manera que se dice de algunas personas que exhalan olor a santidad o a espiritualidad. Era un hombre voluminoso, que ya prometía una considerable barriga para dentro de diez o doce años, aunque aún mantuviera hasta cierto punto sus pretensiones de galán apuesto y sin compromiso. Tanto en invierno como en verano (aunque en la estación cálida prescindiera de la chaqueta) y lo mismo los domingos que los días de entresemana, Jody llevaba una camisa sin cuello de color blanco brillante, cerrada por arriba con un botón de oro macizo, y encima un traje de excelente velarte negro. Se ponía el traje el día que se lo enviaba el sastre de Jefferson y, desde ese momento, lo llevaba todos los días, hiciera el tiempo que hiciese, hasta que se lo vendía a uno de los criados negros de la familia (de manera que casi todos los domingos por la noche podía verse alguno de sus trajes viejos, en su totalidad o en parte —y reconocerse en seguida— paseando por los caminos del verano) y lo reemplazaba por el nuevo que venía a sustituirlo. En contraste con el sempiterno mono de los hombres entre los que vivía, Jody tenía un aire no exactamente fúnebre, pero sí ceremonioso, y ello debido a ese rasgo de invencible soltería que era parte integrante de su personalidad; de manera que al mirarle, más allá de la flaccidez y de la opacidad de su volumen, se veía al perenne e inmortal padrino de boda, la apoteosis del masculino singular, de la misma forma que, bajo las abultadas carnes del medio centro de 1909, reconocemos al fantasma enjuto y resistente que en otro tiempo llevaba el balón. Jody era el noveno de dieciséis hermanos. Regentaba el almacén, del que su padre era todavía propietario titular y en el que se ocupaban, sobre todo, de hipotecas ejecutadas, y la desmotadera, y supervisaba las dispersas propiedades agrícolas que su padre primero y luego los dos juntos habían ido adquiriendo durante los últimos cuarenta años.
Una tarde, cuando estaba en el almacén cortando de una bobina nueva piezas de cuerda para el arado, y recogiéndolas en pulcros lazos marineros para colgarlas de una hilera de clavos en la pared, se volvió al oír un ruido y vio, su silueta recortada en el vano de la puerta, a un hombre más pequeño de lo corriente, con un sombrero de ala ancha, una levita demasiado grande y una curiosa tiesura deliberada.
—¿Es usted Varner? —dijo el individuo en cuestión, con una voz que no era exactamente áspera, o no tanto voluntariamente áspera como herrumbrosa por la falta de uso.
—Soy un Varner —dijo Jody, con su agradable voz, sonora y bien modulada—. ¿Qué puedo hacer por usted?
—Me llamo Snopes. He oído que alquila usted una granja.
—¿De veras? —respondió Varner, moviéndose ya para conseguir que al otro le diera la luz en la cara—. Exactamente, ¿dónde ha oído usted eso? —porque la granja era nueva; su padre y él la habían adquirido a través de una ejecución de hipoteca hacía menos de una semana, y aquel individuo era un completo desconocido. Jody ni siquiera había oído nunca su apellido.
El otro no respondió. Varner podía verle ya la cara: ojos de un gris opaco y frío entre irascibles cejas hirsutas que empezaban a encanecer y un rastrojo de barba gris oscura tan densa y enmarañada como lana de oveja.
—¿Dónde cultivaba usted la tierra? —dijo Varner.
—Por el oeste —no hablaba bruscamente. Se limitó a pronunciar las tres palabras con total irrevocabilidad desprovista de sentimientos, como si hubiera cerrado una puerta tras de sí.
—¿Se refiere a Texas?
—No.
—Entiendo. Al oeste de aquí. ¿Tiene mucha familia?
—Seis —no hubo después una pausa perceptible, ni un precipitarse hacia la siguiente palabra. Pero hubo algo. Varner lo notó incluso antes de que la voz sin vida pareciera agravar deliberadamente la incongruencia—: chico y dos chicas. La mujer y su hermana.
—No son más que cinco.
—Y yo —dijo la voz muerta.
—De ordinario un hombre no se incluye entre sus propios braceros —dijo Varner—. ¿Son cinco o siete?
—Dispongo de seis personas para trabajar en el campo.
La voz de Varner tampoco cambió entonces, siempre afable y firme al mismo tiempo.
—No sé si voy a necesitar un arrendatario. Casi estamos ya a uno de mayo. Calculo que podría cultivarla yo mismo, con unos cuantos jornaleros. Si es que me decido a hacerlo este año.
—Estoy dispuesto a trabajar así —dijo el otro. Varner se le quedó mirando.
—Le veo un tanto ansioso de instalarse, ¿no es cierto? —el otro no respondió. Varner no era capaz de decir si le estaba mirando o no—. ¿Qué renta pensaba usted pagar?
—¿Qué es lo que usted pide?
—Tercera y cuarta[2] —dijo Varner—. Los suministros se compran aquí en el almacén. No hay que pagar en metálico.
—Entiendo. Suministros en dólares de setenta y cinco centavos.
—Efectivamente —dijo Varner con tono siempre cordial. Ahora no podría decir si su interlocutor miraba a algo o no miraba a nada en absoluto.
—Me conviene —dijo.
Desde el porche del almacén, por encima de media docena de hombres vestidos con monos, sentados o acuclillados aquí y allá, con navajas y astillas en la mano, Varner vio cómo su visitante se marchaba cojeando estiradamente, sin mirar a derecha ni izquierda; luego vio cómo descendía los escalones, elegía entre los animales de tiro y los caballos ensillados una mula flaca y sin silla, con una gastada brida para arar y riendas de cuerda, la llevaba hasta los escalones, se montaba torpe y rígidamente, y se ponía en camino, sin haber mirado todavía ni una sola vez a uno u otro lado.
—Por el ruido de los pasos se diría que pesa por lo menos cien kilos —dijo uno de los hombres—. ¿Quién es, Jody?
Varner aspiró entre dientes y escupió a la calle.
—Se llama Snopes —dijo.
—¿Snopes? —repitió otro de los presentes—. Claro. Así que es él.
Esta vez no sólo Varner, sino todos los demás miraron al que había hablado: un hombre flaco, con un mono absolutamente limpio aunque descolorido y con remiendos, recién afeitado, con un rostro bondadoso, casi triste, hasta que se descifraba lo que eran en realidad dos expresiones distintas: una momentánea de paz y tranquilidad superpuesta a otra permanente (precisa, aunque débil) de hombre acosado; y una boca delicada, cuya peculiar frescura y lozanía adolescente podía ser en realidad el resultado de no haber probado el tabaco en toda su vida; la cara arquetípica del hombre que se casa joven, sólo engendra hijas y él mismo no pasa de ser la hija mayor de su propia esposa. Se llamaba Tull.
—Es el tipo que pasó el invierno con su familia en una vieja cabaña donde Ike McCaslin solía almacenar el algodón. El mismo que hace dos años anduvo metido en el asunto del establo incendiado de un sujeto llamado Harris en Grenier County.
—¿Cómo? —dijo Varner—. ¿De qué estás hablando? ¿Un establo incendiado?
—No he dicho que lo hiciera él —respondió Tull—. Sólo que estuvo mezclado en cierta manera, podríamos decir.
—¿Como cuánto de mezclado?
—Harris hizo que lo detuvieran y lo llevó a los tribunales.
—Entiendo —dijo Varner—. Nada más que un simple caso de confusión de identidad. Pagó a otro para que lo hiciera.
—No se pudo probar —dijo Tull—. Por lo menos si Harris encontró alguna prueba después, ya era demasiado tarde, porque Snopes se había marchado de la región. Luego reapareció en casa de McCaslin, en septiembre pasado. Él y su familia trabajaron a jornal, cosechando para McCaslin, y él les dejó que pasaran el invierno en una vieja cabaña para el algodón que no estaba usando. Eso es todo lo que sé. Y no voy a repetirlo.
—Yo no lo haría —dijo Varner—. A nadie le conviene cargar con la responsabilidad de una habladuría sin fundamento —seguía de pie, por encima de ellos, con su ancha cara imperturbable y su sucio atuendo en blanco y negro (la manchada camisa de color blanco brillante y los pantalones con rodilleras), una vestimenta ceremoniosa y descuidada al mismo tiempo. Aspiró aire entre los dientes haciendo mucho ruido—. Vaya, vaya —dijo—. Un tipo que incendia establos. Vaya, vaya.
Esa noche se lo contó a su padre mientras cenaban. Con la excepción de un irregular edificio, mitad de troncos y mitad de tablas, conocido como el hotel Littlejohn, la casa de Will Varner era la única de la zona que tenía más de un piso. Los Varner también tenían una cocinera, no sólo el único criado negro, sino el único criado de cualquier tipo en todo el distrito. Aunque llevaba muchos años con ellos, la señora Varner seguía diciendo, y al parecer creyendo, que no se la podía dejar sola ni para hervir agua. Jody contó esa noche lo que había sucedido mientras su madre, una mujer regordeta, alegre y hacendosa, que había dado a luz dieciséis hijos y sobrevivido ya a cinco, y que todavía ganaba premios por sus hortalizas y confituras en la feria anual del condado, iba y venía del comedor a la cocina, y su hermana, una muchacha de carnes prietas y elevada estatura, con pechos ya bien definidos a los trece años, ojos como opacas uvas de invernadero y una generosa boca húmeda siempre ligeramente entreabierta, ocupaba su sitio en la mesa con una especie de malhumorada perplejidad propia de su joven carnalidad femenina en sazón, sin necesidad, al parecer, de hacer el menor esfuerzo para no oír.
—¿Le has hecho ya el contrato? —dijo Will Varner.
—No pensaba hacérselo hasta que Vernon Tull me contó lo que había pasado. Ahora creo que mañana llevaré el papel al almacén y le dejaré que lo firme.
—Después puedes decirle también cuál es la casa que tiene que incendiar. ¿O vas a dejarle que elija él?
—Naturalmente —respondió Jody—. También hablaremos de eso —luego añadió (borrando de su voz toda ligereza, toda respuesta y contrarrespuesta, tercera, cuarta y prima de la suave esgrima del humor)—: Lo único que tengo que hacer es enterarme a ciencia cierta de lo que pasó con ese establo. Aunque en realidad va a dar lo mismo que lo hiciera o lo dejara de hacer. Todo lo que necesita es descubrir de repente cuando llegue la época de la cosecha que yo creo que lo hizo. Escucha. Pongamos un ejemplo parecido —se inclinó hacia adelante sobre la mesa, voluminoso, seguro de sí mismo, resuelto. La madre se había marchado apresuradamente a la cocina, desde donde se oía su voz enérgica riñendo alegremente a la cocinera negra. La hija no escuchaba en absoluto—. Aquí hay un trozo de tierra de la que sus propietarios no pensaban ya sacar nada con la estación tan avanzada. Y he aquí que llega un individuo y la arrienda; pero resulta que en el último sitio que arrendó se incendió un establo. Da lo mismo que lo quemara o no, aunque simplificaría las cosas saber a ciencia cierta que fue él quien lo hizo. Lo más importante es que se quemó mientras él estaba allí, y las pruebas eran tales que se sintió obligado a marcharse de la zona. De manera que aparece y arrienda una tierra que no contábamos con que produjera nada este año, y nosotros le proporcionamos todos los suministros del almacén con toda regularidad y como es debido. Y el tal sujeto recoge la cosecha y el propietario la vende con toda normalidad y tiene el dinero esperando y el individuo se presenta para recoger su parte y el propietario dice: «¿Qué es eso que he oído acerca de usted y de un establo?». Eso es todo. «¿Qué es lo que acabo de oír sobre usted y ese establo?» —se quedaron mirando el uno al otro: los ojos opacos un tanto saltones y los penetrantes ojillos azules—. ¿Qué dirá él? Qué puede decir, excepto: «De acuerdo. ¿Qué se propone usted hacer?».
—Perderás la factura de los suministros en el almacén.
—Claro. Eso no hay manera de evitarlo. Pero, después de todo, un sujeto que te va a dar una cosecha gratis, de balde, sin cobrar un céntimo, lo menos que puedes hacer es alimentarlo mientras trabaja para ti. Espera —dijo—. ¡Demonios coronados, ni siquiera tendremos que hacer eso! Haré que se encuentre un par de tejas de madera podrida con una cerilla cruzada a la puerta de su casa el día que acabe el cultivo, y entonces sabrá que ya no tiene remedio y que lo único que puede hacer es volver a marcharse. Eso acortará dos meses la cuenta de los suministros, y a nosotros nos bastará contratar a alguien para que recoja la cosecha —se miraron mutuamente. Para uno ya era cosa hecha, terminada con éxito: lo veía con toda claridad; convertía en presente algo todavía a seis meses de distancia en el futuro—. ¡Demonios coronados, no le quedará otro remedio! ¡No podrá protestar! ¡No se atreverá!
—Hummm —dijo Will. Del bolsillo del chaleco sin abotonar sacó una manchada pipa de mazorca y empezó a llenarla—. Será mejor que no tengas ningún trato con esa gente.
—¡Claro que sí! —respondió Jody. Cogió un palillo del palillero de porcelana y se echó para atrás en la silla—. No está bien incendiar establos. Un individuo que tiene costumbres de ese tipo ha de sufrir los inconvenientes que se derivan de ello.
No fue ni al día siguiente ni al otro. Pero a primera hora de la tarde del tercer día, con el caballo roano esperándole atado a una de las columnas del porche, Jody se instaló en el escritorio de tapa corrediza al fondo del almacén, encorvado, el sombrero negro sobre el cogote, una ancha mano peluda, inmóvil y tan pesada como un saco de patatas, encima del papel, y en la otra la pluma con que escribir las palabras del contrato con su letra irregular, grande, de rasgos gruesos y pausados. Una hora después, a ocho kilómetros de la aldea, con el contrato ya seco, cuidadosamente doblado y guardado en un bolsillo, Jody se encontraba a caballo junto a una calesa parada en el camino, muy estropeada por el mal trato y cubierta con el barro seco del último invierno, tirada por una pareja de peludos jacos tan cerriles y enérgicos como cabras monteses y casi igual de pequeños. En la parte de atrás, la calesa llevaba sujeta una caja de chapa de hierro del tamaño y forma de una perrera pero pintada para darle aspecto de casa, en cada una de cuyas ventanas pintadas, el rostro también pintado de una mujer sonreía bobamente contemplando una máquina de coser igualmente pintada. Varner, a lomos de su caballo, miraba con sorprendida y colérica consternación al ocupante de la calesa que acababa de decirle con tono cordial: «Vaya, Jody; he oído que tienes un nuevo arrendatario».
—¡Demonios coronados! —exclamó Varner—. ¿Quieres decir que ha prendido fuego a otro? ¿Que a pesar de que le pillaron con las manos en la masa ha prendido fuego a otro?
—Bueno —dijo el ocupante de la calesa—. No sé si yo estaría dispuesto a declarar públicamente que Snopes prendió fuego a cualquiera de los dos. Diría más bien que se incendiaron cuando él estaba más o menos relacionado con ellos. Podría decirse que el fuego da la impresión de seguirle como los perros siguen a algunas personas —hablaba con una voz agradable, perezosa, ecuánime, y que sólo después de algún tiempo se reconocía como más astuta que bromista. Aquel individuo era Ratliff, el viajante de máquinas de coser. Vivía en Jefferson y recorría la mayor parte de cuatro condados con su recia pareja de jacos y su perrera pintada en la que cabía perfectamente una máquina de coser de verdad. En días sucesivos, y a dos condados de distancia podía verse a la estropeada calesa manchada de barro y a la desigual pareja de caballos, atados en la sombra más cercana, y el rostro afable, atento, bien dispuesto de Ratliff y su inmaculada camisa azul sin corbata, uno más en el grupo acuclillado junto a un almacén en un cruce de caminos, o (y siempre acuclillado y siempre dando la impresión de llevar la voz cantante, pero en realidad escuchando mucho más de lo que nadie creía que escuchaba hasta que los acontecimientos futuros demostraban lo contrario) entre las mujeres, rodeado de cuerdas cargadas con ropa puesta a secar y tinas y calderos ennegrecidos junto a fuentes y pozos, u ocupando, muy correcto, una silla con asiento de paja en el porche de una cabaña, simpático, afable, cortés, fértil en anécdotas e impenetrable. Ratliff vendía quizá tres máquinas de coser al año, y el resto del tiempo se dedicaba a comerciar con tierras, ganado, aperos de labranza de segunda mano, instrumentos musicales o cualquier otra cosa que su dueño no tuviera especial interés en conservar, e iba contando de casa en casa las noticias de sus cuatro condados con la ubicuidad de un periódico, al mismo tiempo que transmitía mensajes de persona a persona sobre bodas, funerales y conservas de hortalizas y fruta con la seriedad de un servicio de correos. Nunca olvidaba un nombre y conocía a todo el mundo, personas, mulas y perros, en ochenta kilómetros a la redonda—. Digamos que iba siguiendo a Snopes cuando llegó a la casa que De Spain le había cedido, con los muebles amontonados dentro de la carreta, igual que se presentó en la casa de Harris, donde estuvo vivendo antes, o dondequiera que fuese, y dijo: «Meteos ahí». Y la cocina y las camas y las sillas salieron y se colocaron por sí solas. Descuidadamente, pero de manera eficaz, todo muy ajustado, porque estaban acostumbrados a mudarse y a no contar con muchas manos para hacerlo. Ab y ese otro tan grande, Flem le llaman (había otro más también, uno pequeño; recuerdo haberlo visto en algún sitio. No estaba con ellos. Por lo menos no está ahora. Quizá se olvidaron de avisarle cuando salieron del establo), ocupaban el asiento delantero, las dos chicas corpulentas dos sillas dentro de la carreta y la señora Snopes y su hermana, la viuda, iban sentadas encima de los trastos en la parte de atrás, como si a nadie le importase mucho que les acompañaran o no, muebles incluidos. Al pararse la carreta delante de la casa, Ab la miró y dijo: «Seguro que no sirve ni para pocilga».
Varner, a caballo, contemplaba a Ratliff con los ojos fuera de las órbitas y mudo de horror.
—Bien —dijo Ratliff—. En cuanto la carreta se paró, la señora Snopes y la viuda se bajaron y empezaron a descargar. Las dos chicas no se habían movido aún, sentadas en las dos sillas con la ropa de los domingos, mascando chicle, hasta que Ab se volvió y las echó a maldiciones de la carreta hasta donde la señora Snopes y la viuda se peleaban a brazo partido con la cocina. Las hizo moverse como a un par de terneras demasiado valiosas para golpearlas con fuerza, y luego Flem y él se sentaron y vieron cómo las dos robustas muchachas sacaban de la carreta una escoba muy gastada y una linterna y se quedaban quietas de nuevo hasta que Ab se asomó otra vez y, con el extremo de las riendas, dio un golpecito en las nalgas a la que estaba más cerca. «Y luego volvéis y ayudáis a mamá con la cocina», les gritó mientras se alejaban. Después Flem y él se bajaron de la carreta y fueron a visitar a De Spain.
—¿Al establo? —exclamó Varner—. ¿Quieres decir que fueron directamente y...?
—No, no. Eso fue después. El establo viene más tarde. Lo más probable es que todavía no supieran dónde estaba. El establo ardió con todas las de la ley y a su debido tiempo; eso no hay más remedio que reconocérselo. Pero esto no era más que una visita, pura amistad simplemente porque Snopes sabía dónde estaban las tierras y todo lo que tenía que hacer era empezar a rascarlas, y ya estaban a mediados de mayo. Igual que ahora —añadió con tono de inocencia absolutamente perfecto—. Aunque también he oído decir que siempre hace sus contratos de arrendamiento más tarde que la mayoría —pero no se estaba riendo. El rostro astuto y moreno era tan cordial y tan afable como siempre debajo de los astutos e impenetrables ojos.
—¿Y bien? —dijo Varner con violencia—. Si prepara los fuegos tal como cuentas, calculo que no necesito preocuparme hasta las navidades. Sigue adelante. ¿Qué es lo que tiene que hacer antes de empezar a encender cerillas? Tal vez me sea posible reconocer alguno de los síntomas a tiempo.
—De acuerdo —dijo Ratliff—. Así que echaron a andar por la carretera, dejando a la señora Snopes y a la viuda luchando con la cocina y a las dos chicas sin moverse, pero con un cepo para ratas y un orinal en la mano, y fueron hasta la casa del comandante De Spain y subieron por el camino particular donde había un montón de estiércol fresco y el negro dijo que Ab lo pisó aposta. Quizá el negro los estaba viendo por la ventana. De cualquier modo, Ab cruzó el porche dejando huellas de estiércol y llamó a la puerta; y cuando el negro le dijo que se limpiara los pies, Ab le apartó de un empujón y el negro asegura que se limpió lo que le quedaba en la alfombra de cien dólares y se quedó allí gritando «Qué tal, De Spain, qué tal», hasta que apareció la señora De Spain y vio la alfombra y a Ab y le dijo que hiciera el favor de marcharse. Y luego De Spain llegó a casa a la hora del almuerzo e imagino que quizá su señora intervino azuzándole, porque, a eso de media tarde, se presentó a caballo en casa de Snopes con un negro sujetando la alfombra enrollada a lomos de una mula detrás de él, cuando Ab estaba sentado en una silla contra la jamba de la puerta; De Spain le gritó: «¿Por qué demonios no está en el campo?». Y Ab dijo, sin levantarse de la silla ni nada parecido: «Pensaba empezar mañana. Nunca me mudo y empiezo a trabajar el mismo día», aunque todo esto no venga al caso; calculo que la señora De Spain le había azuzado a conciencia porque sin bajarse del caballo estuvo un rato repitiendo «Váyase al infierno, Snopes, váyase al infierno», y Ab, sentado allí, contestando «Si yo le diera tanta importancia a una alfombra no creo que la tuviera donde la gente tropezara con ella al entrar en casa» —Ratliff seguía sin reírse. Se limitaba a estar sentado en la calesa, sereno y reposado, con sus ojos astutos e inteligentes en el rostro moreno, bien lavado y afeitado sobre la camisa descolorida perfectamente limpia, y su agradable voz que arrastraba las palabras, despreocupada a más no poder, mientras el rostro desencajado y encendido de Varner le miraba con indignación.
—Así que, al cabo de un rato, Ab dio un grito en dirección a la casa, salió una de las mocetonas, y Ab le dijo: «Llévate la alfombra y lávala». Y a la mañana siguiente el negro se encontró la alfombra enrollada, tirada en el porche junto a la puerta principal; y había otra vez huellas en el suelo, aunque en esta ocasión no era más que barro; también se dijo que cuando la señora De Spain extendió la alfombra las cosas debieron de ponerse al rojo vivo para el dueño de la casa (el negro aseguró que daba la impresión de que habían usado trozos de ladrillo en lugar de jabón para lavarla), porque De Spain se presentó en casa de Ab, antes incluso del desayuno, cuando los Snopes estaban enganchando la mula para salir al campo, echando chispas por los ojos y maldiciendo sin parar, no exactamente a Ab, sino más bien a todas las alfombras y a todo el estiércol en general, y Ab, sin decir nada, tan sólo abrochando horcates y las correas para sujetar la collera, hasta que por fin De Spain dijo que la alfombra le había costado cien dólares en Francia y que le iba a cobrar siete hectolitros de maíz de la cosecha que Ab ni siquiera había plantado aún. Y a continuación De Spain se volvió a su casa. Y tal vez pensó que la cosa no tenía mayor importancia. Tal vez creyó que como ya había hecho algo acerca de aquel asunto, su mujer le dejaría tranquilo y quizá cuando llegara la época de la cosecha él podría incluso olvidarse de los siete hectolitros de maíz. Sólo que eso tampoco le pareció bien a Ab. De manera que al día siguiente, por la noche, si no recuerdo mal, cuando el comandante se había quitado los zapatos y estaba tumbado en la hamaca del patio, llegó el alguacil y, después de muchos rodeos, terminó diciéndole que Ab le había puesto un pleito...
—Demonios coronados —murmuró Varner.
—Claro —siguió Ratliff—. Eso es más o menos lo que dijo De Spain cuando, por fin, se metió en la cabeza que era verdad lo que le decía el alguacil. Así que llegó el sábado, la carreta se presentó delante del almacén y Ab se apeó con ese sombrero de predicador y esa levita que lleva y se llegó hasta la mesa haciendo mucho ruido con ese pie deforme donde, según Buck McCaslin, el coronel Sartoris en persona le pegó un tiro por tratar de robarle el semental de silla durante la guerra, y el juez dijo: «He estudiado su demanda, señor Snopes, pero no he conseguido encontrar ninguna ley en ningún sitio que haga referencia a alfombras, y no digamos nada del estiércol. Pero voy a aceptarla porque siete hectolitros es demasiado: un hombre tan ocupado como parece estarlo usted no va a tener tiempo de cosechar siete hectolitros de maíz. De manera que le voy a condenar a que pague tres hectolitros y medio por echar a perder esa alfombra».
—Y entonces fue y prendió fuego al establo —dijo Varner—. Vaya, vaya, vaya.
—Creo que yo no lo describiría exactamente así —dijo, repitió Ratliff—. Yo diría tan sólo que aquella misma noche ardió el establo del comandante De Spain, y que no se pudo salvar nada. Aunque sí es cierto que por alguna razón De Spain se presentó allí con su yegua casi al mismo tiempo, porque alguien le oyó cuando le adelantaba por el camino. No quiero decir que llegara allí a tiempo de apagar el fuego, pero sí de encontrar otra cosa que ya estaba allí y que le hizo sentirse con derecho a considerarla un elemento lo bastante extraño como para justificar que disparase contra ella, a lomos de la yegua y a escopetazo limpio, tres o cuatro veces, hasta que lo que fuese se escondió en una zanja donde De Spain no podía seguirlo a caballo. Y tampoco pudo decir con seguridad quién era, porque cualquier animal cojea si quiere y cualquier hombre se expone a tener una camisa blanca, con la excepción de que cuando llegó a casa de Ab (y no pudo tardar mucho, según la velocidad a que le oyó pasar el tipo que iba por el camino) no estaban allí ni el padre ni el hijo, tan sólo las cuatro mujeres, y De Spain no tuvo tiempo de mirar debajo de las camas y otros sitios por el estilo, porque junto al establo tenía un granero para maíz con techo de ciprés. De manera que volvió a donde sus negros habían acarreado los barriles de agua y estaban mojando sacos vacíos para extenderlos sobre el granero, y la primera persona a la que vio fue Flem, que estaba allí, con una camisa blanca, contemplando lo que sucedía con las manos en los bolsillos y mascando tabaco. «Buenas noches», dijo Flem. «Ese heno se quema muy de prisa.» Y De Spain le gritó desde el caballo: «¿Dónde está tu padre? ¿Dónde está ese...?». Y Flem dijo: «Si no está por aquí se habrá vuelto a casa. Él y yo salimos juntos cuando vimos el resplandor». Y De Spain sabía perfectamente de dónde habían salido y también sabía por qué. Sólo que no hacía al caso, porque, como he explicado hace muy poco, no importa qué dos sujetos pueden tener una cojera y una camisa blanca entre los dos, y también probablemente la lata de queroseno que De Spain había visto tirar al fuego a uno de ellos cuando disparó por primera vez. De manera que a la mañana siguiente, cuando el comandante estaba desayunando con una herida en la frente y las dos cejas chamuscadas, entró el negro y le dijo que había un individuo que quería verle; De Spain fue al despacho y allí estaba Ab con el sombrero de predicad