Índice
Portadilla
Índice
Dedicatoria
Uno. Charles Mallison
Dos. Gavin Stevens
Tres. Charles Mallison
Cuatro. V. K. Ratliff
Cinco. Gavin Stevens
Seis. V. K. Ratliff
Siete. Charles Mallison
Ocho. Gavin Stevens
Nueve. V. K. Ratliff
Diez. Charles Mallison
Once. V. K. Ratuff
Doce. Charles Mallison
Trece. Gavin Stevens
Catorce. Charles Mallison
Quince. Gavin Stevens
Dieciséis. Charles Mallison
Diecisiete. Gavin Stevens
Diediocho. W. K. Ratliff
Diecinueve. Charles Mallison
Veinte. Gavin Stevens
Veintiuno. Charles Mallison
Veintidós. Gavin Stevens
Veintitrés. V. K. Ratliff
Veinticuatro. Charles Mallison
Notas
Sobre el autor
Créditos
Para Phil Stone
Reímos a medias durante treinta años
UNO
Charles Mallison
Yo no había nacido aún, de manera que fue primo Gowan quien estuvo allí, con edad suficiente para ver y recordar y contármelo después a mí cuando ya era lo bastante mayor para entenderlo. Es decir, fue primo Gowan más tío Gavin o quizá tío Gavin más primo Gowan. Primo Gowan tenía trece años. Su abuelo era el hermano del abuelo, de forma que cuando el parentesco llegó hasta nosotros, ni él ni yo sabíamos en qué grado éramos primos. Así que él nos llamaba «primo» o «prima» a todos menos al abuelo, y todos nosotros, excepto el abuelo, hacíamos lo mismo con él, y así nos arreglábamos.
La familia del primo Gowan vivía en Washington, donde su padre trabajaba para el Departamento de Estado, y de repente lo mandaron durante dos años a China o a la India o algún otro sitio así de lejano; su madre también se fue, de manera que enviaron a Gowan a vivir con nosotros y a que fuera al colegio de Jefferson hasta que volvieran. «Nosotros», por entonces, eran el abuelo, padre, madre y el tío Gavin. Así que esto es lo que Gowan supo del asunto hasta que yo nací y crecí lo suficiente para enterarme también. Y cuando hablo de «nosotros» y digo «creímos» me refiero en realidad a Jefferson y a lo que Jefferson pensaba.
Al principio creímos que el depósito de agua era sólo el monumento a Flem Snopes. Estábamos así de poco enterados. Pero más adelante comprendimos que aquel objeto a poca altura en el cielo por encima de Jefferson, en el Estado de Mississippi, no era un monumento sino una huella.
Un día de verano Flem Snopes entró en la ciudad por el sudeste en una carreta de dos mulas que contenía a su mujer y a su hijita y una reducida cantidad de mobiliario y accesorios domésticos. Al día siguiente se hallaba tras el mostrador de un pequeño restaurante a trasmano que pertenecía a V. K. Ratliff. Bueno, sólo a medias, porque tenía un socio. Ratliff se pasaba la mayor parte del tiempo en una calesa (eso fue antes de que comprara el Ford modelo T) recorriendo el condado con una máquina de coser de cuya marca era representante y con la que hacía demostraciones. Es decir, creíamos que Ratliff era aún el otro socio hasta que vimos al desconocido con el delantal manchado de grasa detrás del mostrador: un individuo rechoncho y nada comunicativo con una diminuta corbata de lazo, ojos opacos y una sorprendente nariz, pequeña y ganchuda, como el pico de un halcón diminuto; una semana después Snopes había instalado una tienda de lona detrás del restaurante y él, su mujer y la niñita vivían allí. Y fue entonces cuando Ratliff le dijo a tío Gavin:
—Déle un poco de tiempo. Déle seis meses y también sacará de ese café a Grover Cleveland (Grover Cleveland Winbush había sido su socio).
Aquél fue el primer verano, el primer Verano de los Snopes, lo llamaba tío Gavin, que estaba en Harvard por entonces, preparando su licenciatura. Después continuaría estudios de derecho en la universidad de Mississippi, dispuesto a convertirse en socio del abuelo, aunque a decir verdad ya pasaba las vacaciones ayudándole en sus tareas como fiscal municipal; apenas había tenido ocasión de ver a la señora Snopes, de manera que no sólo no sabía aún que iría a Alemania para estudiar en la universidad de Heidelberg, sino que ni siquiera estaba enterado de que alguna vez tendría ganas de hacerlo: tan sólo se trataba de una idea agradable que acariciar o utilizar como tema de conversación.
Ratliff y tío Gavin hablaban con frecuencia. Porque si bien Ratliff nunca había estudiado en ningún sitio mucho tiempo seguido y se pasaba la vida recorriendo el condado para vender máquinas de coser (o vender o hacer trueques con cualquier otra cosa, si vamos al caso), tío Gavin y él se interesaban por la gente..., al menos eso es lo que decía tío Gavin. Porque a mí siempre me pareció que estaban interesados en la curiosidad. Hasta ese momento, quiero decir. Y es que para entonces habían superado con mucho la simple curiosidad. Para entonces estaban ya muy asustados.
Empezamos a saber de Snopes o, más bien, de los Snopes, por medio de Ratliff. Mejor dicho: hubo un Snopes en la unidad del coronel Sartoris en 1864: en el destacamento cuya misión era hacer incursiones en las avanzadillas yanquis en busca de caballos. Sólo que en aquella ocasión fue una patrulla confederada quien le sorprendió —a aquel Snopes— llevándose caballos de la Confederación y, según se creía, lo ahorcó. Lo que, evidentemente, tampoco era cierto, ya que (Ratliff se lo contó a tío Gavin) hacía cosa de diez años Flem y un hombre mayor que parecía ser su padre salieron de repente un día de la nada y alquilaron una pequeña granja al señor Will Varner, que era prácticamente el propietario de todo el término y distrito de Frenchman’s Bend, a unos treinta quilómetros de Jefferson. Era una granja pequeña y pobre y ya tan exprimida que únicamente los agricultores más desheredados de la fortuna aceptarían cultivarla, e incluso así sólo para quedarse un año. Sin embargo, Ab y Flem la alquilaron y evidentemente (palabras de Ratliff) él o Flem o ambos juntos lo encontraron...
—¿Encontraron qué? —preguntó tío Gavin.
—No lo sé —dijo Ratliff—. Lo que fuera que tío Billy y Jody habían enterrado allí y creían que estaba a salvo —porque aquel invierno Flem se convirtió en el dependiente del almacén del tío Billy. Y lo que encontraron en aquella granja tuvo que ser algo muy bueno, o quizá muy pronto dejaron de necesitarlo; quizá Flem encontró algo que los Varner creían que estaba escondido y a salvo bajo el mostrador del almacén mismo. Porque al cabo de un año el viejo Ab se mudó a Frenchman’s Bend para vivir con su hijo y otro Snopes salió de no se sabe dónde para quedarse en la granja alquilada; y al cabo de dos años más otro Snopes era el herrero oficial de la herrería del señor Varner. De manera que en Frenchman’s Bend había tantos Snopes como miembros de la familia Varner; y cinco años más tarde, es decir, el año en que Flem se mudó a Jefferson, había incluso más Snopes que Varner, ya que una Varner se había casado con un Snopes y estaba dando de mamar a otra Snopes recién nacida.
Porque lo que Flem encontró esa última vez se hallaba en casa del tío Billy. Eula era su única hija y la más joven de todos, y no sólo la belleza local sino la más hermosa de todo el distrito. Y no únicamente en razón de las tierras y el dinero del viejo Will. Porque yo también la vi y sé de qué hablo, aunque fuese ya una persona de cierta edad, casada y con una hija mayor que yo, y yo sólo tuviera once, doce y trece años. («Claro», dijo tío Gavin. «No creas haber sido el primer hombre que, incluso a los doce años, ha pasado momentos amargos por una razón como ella.») Y no es que fuese demasiado grande, heroica; no es que, como suele decirse, fuera demasiado parecida a la diosa Juno. Es sencillamente que había demasiado de todo en ella para que lo pudiera contener y sustentar un solo envoltorio humano del sexo femenino: demasiada blancura, demasiada feminidad, quizá, simplemente, demasiada gloría, no lo sé: pero al verla por primera vez se sentía una especie de estremecimiento de gratitud por el simple hecho de estar vivo y de ser varón coincidiendo con ella en el tiempo y en el espacio, y a continuación, en el instante siguiente, y después para siempre una especie de desesperación al descubrir que nunca habría bastante de un solo varón para igualarla, retenerla y merecerla; amargura para siempre, porque nunca nada menos perfecto resultaría aceptable.
Eso fue lo que Flem encontró esta vez. Una mañana, según Ratliff, Frenchman’s Bend supo que la noche anterior Flem Snopes y Eula Varner habían cruzado la línea divisoria con el condado inmediato, que habían comprado una licencia y contraído matrimonio; el mismo día, también según Ratliff, Frenchman’s Bend se enteró de que tres jóvenes, tres de los antiguos pretendientes de Eula, habían abandonado el condado repentinamente y de noche, camino de Texas, se decía, o hacia el oeste; en cualquier caso lo bastante lejos hacia el oeste para estar más allá del sitio que tío Billy o Jody Varner habrían podido alcanzar si se hubieran propuesto perseguirlos. Luego, un mes más tarde, Flem y Eula salieron camino de Texas (esa meta de nuestra época, dijo tío Gavin, para los que tienen las manos manchadas, para los insolventes o para los que aún conservan la esperanza), y volvieron al verano siguiente con una niñita un poco más crecida de lo que cabría esperar al cabo de tan sólo tres meses...
—Y los caballos —dijo tío Gavin. Porque eso sí lo sabíamos, quizá debido a que Flem Snopes no había sido el primero en importarlos. Todos los años, más o menos, alguien regresaba al condado con una reata de caballos sin domar, procedentes de algún lugar del oeste, y los subastaba. Esta vez los caballos llegaron conducidos por un hombre que era evidentemente de Texas, al mismo tiempo que el señor y la señora Snopes regresaban a casa procedentes de ese Estado. Los animales de aquella reata, sin embargo, parecían ser desacostumbradamente salvajes, puesto que la dispersión resultante de caballos con manchas multicolores, sin domar y sin posibilidades de llegar a estarlo, no se limitó a Frenchman’s Bend, sino que afectó también a toda la mitad este del condado. Pero incluso al final nadie afirmó taxativamente que Snopes fuese su propietario.
—No, no —dijo tío Gavin—. Tú no fuiste uno de aquellos tres que salió huyendo del olor de la escopeta de Will Varner. Y no me digas que Flem te cambió uno de esos caballos por la mitad del restaurante porque no me lo creeré. ¿Qué fue lo que pasó?
Ratliff siguió allí sentado con su rostro moreno, afable, perfectamente afeitado y su pulcra camisa azul sin corbata, pero sin que sus ojos cordiales, inteligentes y astutos mirasen del todo a tío Gavin.
—Fue aquella casa vieja —dijo. Tío Gavin esperó—. La casa del Viejo Francés —tío Gavin siguió esperando—. El dinero enterrado —entonces tío Gavin entendió: En todo Mississippi, o incluso en todo el Sur, ni una sola de las antiguas plantaciones anteriores a la guerra civil carecía de su leyenda sobre el dinero y la vajilla de plata escondidos en el jardín para salvarlos de los ladrones yanquis. En este caso particular se trataba de la mansión en ruinas que en los viejos tiempos había dominado y dado su nombre a toda la zona conocida como Frenchman’s Bend, ahora propiedad de los Varner—. Henry Armstid tuvo la culpa, por tratar de desquitarse con Flem del caballo que el tejano le vendió y que le rompió la pierna. No —dijo Ratliff—; yo tuve tanta culpa como el que más. Y es que me empeñé en averiguar qué hacía Flem como propietario de aquella casa vieja que todo el mundo se daba cuenta de que no valía nada. No me refiero a por qué la compró Flem. Me refiero a por qué la aceptó cuando tío Billy se la dio a él y a Eula como regalo de boda. De manera que cuando Henry se aficionó a seguir y a vigilar a Flem y finalmente lo sorprendió aquella noche cavando en lo que había sido el jardín, calculo que no tuvo que hacer grandes esfuerzos para convencerme de que le acompañara al día siguiente y viera yo mismo cavar a Flem.
—De manera que cuando Flem dejó por fin de cavar y se marchó, Henry y tú salisteis de entre los matorrales y también cavasteis —dijo tío Gavin—. Y lo encontrasteis. Encontrasteis algo. Lo bastante. Exactamente lo justo para ir a cambiarle a Flem Snopes tu mitad del restaurante por la mitad de la casa del Viejo Francés casi antes de que amaneciera. ¿Cuánto tiempo seguisteis cavando Henry y tú antes de dejarlo?
—Yo lo dejé después de la segunda noche —dijo Ratliff—. Cuando se me ocurrió mirar el dinero.
—De acuerdo —dijo tío Gavin—. El dinero.
—Eran dólares de plata lo que habíamos encontrado. Algunos de ellos bastante antiguos. Uno de los de Henry llevaba casi treinta años acuñado.
—Una mina de oro amañada —dijo tío Gavin—. Una de las estafas más viejas del mundo, y tú picaste. No Henry Armstid: tú.
—Sí —dijo Ratliff—. Casi tan vieja como aquel pañuelo que dejó caer Eula Varner. Casi tan vieja como la escopeta del tío Billy Varner —eso fue lo que dijo entonces. Porque ya había pasado otro año cuando Ratliff paró a tío Gavin en la calle y le dijo—: Con el permiso del tribunal, abogado, quisiera presentar una objeción. Me gustaría cambiar el pasado a presente.
—¿Cambiar qué pasado a qué presente? —preguntó tío Gavin.
—El año pasado dije «Aquel pañuelo que dejó caer la señora Snopes». Quiero cambiar aquel «dejó caer» por «sigue dejando caer». Me consta que hay un tipo que todavía anda tras él.
Porque, al cabo de seis meses, Snopes, además de eliminar al socio del restaurante lo había abandonado él mismo, reemplazado detrás del grasiento mostrador y también dentro de la tienda de campaña por otro Snopes añadido desde Frenchman’s Bend al vacío dejado por el ascenso del primero, gracias a la misma especie de osmosis con la que, según Ratliff, habían ocupado Frenchman’s Bend sin romper la cadena, con cada Snopes ya presente subiendo un escalón y dejando el hueco vacío al principio de la escalera para el siguiente Snopes que apareciera de la nada y lo llenase, lo que sin duda ya habría hecho, aunque Ratliff no hubiera tenido aún tiempo de ir allí a comprobarlo.
Y ahora Flem vivía con su mujer en una casita alquilada en una calle a trasmano casi en las afueras, y era superintendente de la central que suministraba el agua a la ciudad y producía la energía eléctrica. Nuestra indignación fue sobre todo sorpresa; no porque Flem consiguiera el empleo (no habíamos llegado aún tan lejos) sino por no haber sabido hasta entonces que existiera el puesto; que hubiera en Jefferson el cargo de superintendente de la central eléctrica. Porque la central —las calderas y las máquinas que hacían funcionar la bomba y la dinamo— estaba a cargo del antiguo maquinista de una serrería llamado Harker, y de las dinamos y del tendido eléctrico de toda la ciudad se ocupaba un electricista contratado por el municipio, situación que había sido completamente satisfactoria desde que el agua corriente y la electricidad se incorporaron a la vida de Jefferson. Pero de repente, y sin aviso previo, necesitábamos un superintendente. Y de manera tan repentina y simultánea, y con la misma falta de aviso previo, un campesino que aún no llevaba dos años viviendo en la ciudad y que (suponíamos) probablemente no había visto la luz eléctrica en su vida hasta aquella primera noche dos años antes cuando entró en Jefferson con su carreta, era quien ocupaba ese cargo.
Aquella fue la única sorpresa. No que el campesino fuese Flem Snopes. Porque para entonces todos habíamos visto ya a la señora Snopes: las pocas veces que la veíamos, y que solía ser detrás del mostrador del restaurante con otro grasiento delantal, friendo hamburguesas, huevos y jamón y filetes como suelas en la parrilla de queroseno incrustada de grasa, o quizá una vez a la semana en la plaza, siempre sola; sin ir, hasta donde se nos alcanzaba, a ningún sitio: simplemente moviéndose, andando rodeada por aquella atmósfera de decoro y modestia y soledad diez veces más inmodesta y cien veces más turbadora que cualquiera de los trajes de baño que las jóvenes empezarían a ponerse hacia la década de 1920 más o menos, como si en el segundo inmediatamente anterior a que uno la mirase, su ropa hubiera logrado en una última, frenética y atropellada carrera, alcanzarla y cubrirla. Pero sólo por un momento porque en el instante siguiente, si uno la seguía el tiempo suficiente, la ropa se marchitaba a consecuencia de su simple y normal manera de andar, y la señora Snopes se desprendía de ella como se desprende la rueda de una constelación de los girones y de la pegajosidad de unas insignificantes nubes arrastradas por el viento.
Al alcalde, al comandante De Spain, lo conocíamos desde antes. Jefferson, Mississippi, todo el Sur en realidad, aún estaba lleno por entonces de hombres con el tratamiento de general, coronel o comandante porque sus padres o abuelos habían sido generales o coroneles o comandantes o quizá sencillamente soldados rasos en los ejércitos de la Confederación, o habían contribuido económicamente a las campañas electorales de gobernadores triunfantes. Pero el padre del comandante De Spain había sido de verdad comandante de la caballería confederada, y De Spain en persona un alumno de West Point que marchó a Cuba como alférez con mando de tropa y regresó a casa con una herida: una larga cicatriz que desde el pelo le cruzaba la oreja y llegaba hasta la mandíbula, y que podía haber sido producida por el sable o la baqueta con que lógicamente, suponíamos, algún español en orden de batalla le había golpeado, o por el hacha utilizada por un sargento durante una partida de dados, según lo que la táctica política impulsó a sus contrincantes a afirmar durante la campaña electoral para la alcaldía.
Porque aún no llevaba mucho tiempo en casa ni hacía mucho tiempo que se había quitado el uniforme azul del ejército yanqui cuando comprendimos que Jefferson y él se llevaban irremediablemente mal, que uno de los dos tendría que ceder, y que no sería él quien cediera: De Spain no abandonaría Jefferson ni trataría de cambiar para acomodarse a Jefferson, sino que, por el contrario, se esforzaría por dominarla hasta que la ciudad se plegara a él, algo que los jóvenes vivían con la esperanza de que lograra antes o después.
Hasta entonces Jefferson era como todas las demás pequeñas ciudades del Sur: no había sucedido nada desde que los últimos politicastros del Norte se rindieron y volvieron a casa o fueron asimilados, convirtiéndose en habitantes no regenerados de Míssissippí. Teníamos el típico alcalde y los típicos concejales que, a ojos de los jóvenes, parecían estar ocupando sus cargos a perpetuidad desde el Arca de Noé o, por lo menos, desde que el último indio chickasaw salió camino de Oklahoma en 1820, tan viejos entonces como ahora e incluso no de más edad ahora: el viejo señor Adams, el alcalde, de luenga barba patriarcal, a quien los jóvenes como primo Gowan consideraban probablemente más viejo que el mismo Dios, hasta el punto de creerle en realidad el primer hombre; tío Gavin decía que había otras personas, además de los chicos de doce y trece años como Gowan, que se referían a él mediante el apellido, pero suprimiendo la última «s», y a su anciana y gorda esposa como la señorita «Eve Adam», libre desde hacía ya mucho tiempo del peligro de incitar a una serpiente o a cualquier otra alimaña o tentarla.
De manera que nos preguntábamos qué hacha utilizaría el teniente De Spain para cortarle las esquinas a Jefferson y lograr que se acomodara a él. Y un día la encontró. El electricista de la ciudad (el que mantenía en funcionamiento los generadores, las dinamos y los transformadores) era un genio. Una tarde de 1904 salió del patio trasero de su casa a la calle en el primer automóvil que habíamos visto nunca, completamente hecho a mano, motor incluido, desde la bobina de la magneto hasta la biela, y llegó a la plaza en el momento en que el coronel Sartoris, su simón y los dos purasangres idénticos que tiraban de él la estaban cruzando camino de su casa. Aunque ni el coronel Sartoris ni el cochero resultaron heridos y los caballos, cuando se logró capturarlos, no tenían ni un rasguño y el electricista se ofreció a reparar el simón (se dijo que se ofreció incluso a ponerle un motor de gasolina), el coronel Sartoris apareció en persona en la siguiente reunión del ayuntamiento, y en ella se aprobó un edicto que prohibía la circulación de vehículos a motor por las calles de Jefferson.
Aquélla fue la oportunidad que esperaba De Spain. Pero no era solamente suya. Era también la que esperaban todos los varones de su edad —no ya en Jefferson sino por doquier— que habían visto en aquel maloliente, ruidoso, autopropulsado, diminuto cacharro de fabricación casera que el señor Buffaloe (el electricista) había fabricado con pedazos sueltos en el patio de atrás en sus ratos libres, no un simple fenómeno sino todo un augurio, una promesa del destino que esperaba a los Estados Unidos de América. De Spain no precisó siquiera hacer campaña para que lo eligieran alcalde: todo lo que necesitó fue anunciar su candidatura. Y los viejos padres de la ciudad, aunque atrincherados en sus cargos, también lo comprendieron, y ése fue el motivo de que recurrieran, desesperados, al expediente de crear o exhumar o repetir (fuera lo que fuese) la historia de la partida de dados en Cuba y del hacha del sargento. Y De Spain se afirmó aquella vez y para siempre como alguien por encima incluso de la política; el mismo César no podría haberlo hecho con más limpieza. Fue una mañana a la hora del correo. El alcalde Adams y su hijo menor Theron, más joven que De Spain, pero no más corpulento, aunque sí más alto, salían de la oficina de Correos cuando el candidato de la oposición se los encontró. Es decir, él ya estaba allí con un buen grupo, y se tocaba la cicatriz con el dedo cuando el señor Adams lo vio.
—Buenos días, señor alcalde —dijo—. ¿Qué es lo que oigo sobre una partida de dados con hacha incluida?
—Eso es lo que a los electores de la ciudad de Jefferson les gustaría preguntarle a usted, caballero —dijo el señor Adams—. Si sabe usted de alguna prueba en contra más cercana que Cuba, le aconsejaría que la presentara.
—Sé de un sistema más rápido que ése —dijo De Spain—. Su señoría está demasiado entrado en años, pero Theron es lo bastante corpulento. El y yo podemos acercarnos un momento a la ferretería de McCaslin, conseguir un par de hachas y descubrir ahora mismo si tiene usted razón.
—Pero, teniente..., —dijo Theron.
—Eso no importa —respondió De Spain—. Yo pagaré por las dos.
—Buenos días, caballeros —dijo Theron. Y eso fue todo. En junio eligieron alcalde a De Spain. Fue una victoria aplastante y supuso un triunfo histórico. Los nuevos tiempos habían llegado a Jefferson; él era simplemente su campeón, el Godofredo de Bouillon, el Tancredo, el Ricardo Corazón de León de Jefferson en el siglo veinte.
Llevaba bien el manto. No: no era un manto, sino un estandarte, una bandera, y él la llevaba siempre consigo, bien visible, antes de que Jefferson supiera incluso que estábamos preparados para ello. De Spain hizo Electricista Municipal al señor Buffaloe con un sueldo en mensualidades, aunque su primer acto oficial tuvo que ver con el edicto del coronel Sartoris contra los automóviles. Nosotros pensábamos, por supuesto, que él y sus nuevos concejales lo habrían abrogado simplemente por ser el resultado de que un viejo retrógrado como el coronel Sartoris le hubiera dicho a otro retrógrado como el alcalde Adams que lo aprobara, y el retrógrado número dos así lo había hecho. Pero no fue eso lo que pasó. Como he dicho, la victoria electoral del nuevo alcalde resultó aplastante; fue como si el enfrentamiento con el viejo alcalde Adams y Theron delante de la oficina de Correos aquella mañana por la cuestión del hacha se hubiera convertido en una antorcha para todos los demás jóvenes de Jefferson. Me refiero a los que todavía no eran propietarios de almacenes y desmotaderas ni tampoco abogados y médicos ya establecidos, sino tan sólo dependientes y oficinistas de los almacenes, desmotaderas y despachos, que procuraban ahorrar lo suficiente para casarse, porque fueron ellos quienes trabajaron para elegir alcalde a De Spain. Pero hicieron otras cosas además: antes de que se dieran cuenta o se lo propusieran, habían desalojado a los viejos concejales atrincherados y ellos mismos pasaron a ocupar el puesto de padre de la ciudad cabalgando sobre los faldones de la levita de Manfred De Spain y por lo menos sobre su hacha. De manera que cualquiera hubiera pensado que lo primero que harían sería abolir para siempre la ley contra los automóviles. Se limitaron en cambio a copiarla en un trozo de pergamino como un diploma o una mención honorífica, enmarcarla y colgarla, dentro de una caja de cristal iluminada, en el vestíbulo del palacio de justicia, a donde muy pronto empezó a acudir la gente en automóvil desde sitios tan remotos como Chicago para reírse de ella. Porque tío Gavin decía que se vivía aún en la fabulosa y legendaria época en que no existía contradicción entre automóvil y alegría, antes de que todo americano tuviera que tener uno, y antes de que los automóviles mataran más personas que las guerras.
De Spain hizo todavía más: trajo personalmente a la ciudad el primer automóvil de verdad, un dos plazas rojo de la marca E.M.F., y vendió los caballos de la caballeriza de alquiler que le había dejado su padre, deshizo las cuadras, los pesebres y los cuartos donde se guardaban los arreos y las sillas de montar y fundó el primer garaje y agencia de automóviles de Jefferson, de manera que a partir de entonces todos sus concejales y el resto de los jóvenes a los que ninguno de los bancos prestaba un céntimo para comprar un vehículo a motor, por muy solventes que fueran, también pudieran tenerlos. ¡Ah, sí; la edad del motor había llegado a Jefferson! y De Spain abría la marcha con sus dos plazas rojo: el vehículo exótico y jovial, tan invencible e irrevocablemente polígamo como su propietario, que nunca dejaría de serlo, y que vivía solo en la gran casa de madera de su difunto padre, con una cocinera y un criado de chaqueta blanca. De Spain abría el cotillón anual y era el primero en la lista del baile que organizaban las señoras para presentar a las debutantes; si se hubiera inventado ya la sociedad de los frecuentadores de cafés de moda —no las personas cuyos nombres aparecen en Quién es quién ni las que forman parte de Los Cuatrocientos[1]— De Spain la hubiera presidido también; de no haber nacido una generación demasiado pronto, lo habrían ordenado por aclamación como sacerdote del nuevo culto religioso nacional de las fotografías sugerentes y con poca ropa, al mismo tiempo que se incorporaba a las Grable, Harlow y Monroe, todavía vivas, al rango de querubines americanas.
De manera que cuando vimos por vez primera a la señora Snopes cruzar la plaza dando la terrible impresión de que al cabo de un segundo su misma piel quemaría la ropa que llevaba, sin dejar siquiera un velo de cenizas entre ella y la luz del día, nos pareció que estábamos viendo con nuestros propios ojos al Destino, un destino del que ella y el alcalde De Spain eran las víctimas. Nunca supimos cuándo se encontraron, cuándo se vieron por primera vez. No nos hacía falta. En cierta manera, no queríamos saberlo. Dábamos por sentado, claro está, que De Spain introduciría a la señora Snopes en su casa de noche por algún medio o método tortuoso, pero tampoco teníamos certeza de ello. Si se hubiera tratado de cualquier otra persona, algunos de nosotros —algún chico o chicos o jóvenes— se habrían emboscado para descubrirlo. Pero no tratándose de él. Estábamos, por el contrario, de su parte. No queríamos saberlo. Éramos sus aliados, sus cómplices; toda nuestra ciudad era la encubridora de aquellos cuernos: de unos cuernos que, por lo que a las pruebas se refiere, nos los habíamos inventado nosotros de cabo a rabo; unos cuernos que dábamos por sentado cuando veíamos a De Spain y a Snopes pasear amigablemente juntos mientras (aunque nosotros no lo supiéramos aún) el alcalde creaba, planeaba cómo crear, aquel cargo de superintendente de la central eléctrica que ni siquiera sabíamos que no existía y menos aún que necesitábamos, y cómo nombrar luego al señor Snopes para ocuparlo. Y no era porque estuviésemos en contra del señor Snopes; aún no habíamos leído las señales y portentos que deberían habernos avisado, prevenido, que deberían habernos hecho saltar unidos en frenético acuerdo para defender nuestra ciudad. Como tampoco estábamos realmente en favor del adulterio, del pecado: estábamos simplemente en favor de Eula Snopes y De Spain, por lo que tío Gavin denominaba el valor sagrado de la simple lujuria inmortal sin adulteraciones ni inhibiciones que ellos dos representaban; estábamos a favor de las dos personas que habían encontrado en la otra su personal destino prefijado; que habían encontrado en la otra la definitiva horma de su zapato; y a nosotros nos correspondía el orgullo de que Jefferson les proporcionase el campo de batalla.
Incluso tío Gavin; tío Gavin también, que le preguntó a Ratliff:
—Esta ciudad no es tan grande. ¿Por qué Flem no los ha pillado todavía?
—No quiere —dijo Ratliff—. Todavía no le hace falta.
Luego nos enteramos de que la ciudad —el alcalde, el concejo, quienquiera que fuese o como quiera que se hiciese— había creado el cargo de superintendente de la central eléctrica y nombrado a Flem Snopes para ocuparlo.
Por la noche llevaba la central el señor Harker, el veterano maquinista de la serrería, con Tomey’s Turl Beauchamp, el fogonero negro, que alimentaba las calderas todo el tiempo que el señor Harker estaba allí para vigilar los manómetros, cosa que Tomey’s Turl no quería o no podía hacer, negándose sencillamente a establecer la menor relación entre el fogón debajo de la caldera y la sucia y diminuta esfera de reloj que ni siquiera daba la hora, por añadidura. De día el otro fogonero negro, Tom Tom Bird, llevaba la central solo, aunque el señor Buffaloe, por pura costumbre, echara una ojeada de cuando en cuando, puesto que Tom Tom no sólo alimentaba las calderas, sino que era tan capaz como Buffaloe y Harker de leer los manómetros y mantener el motor con la debida presión y las dinamos limpias y engrasadas: un arreglo perfectamente satisfactorio por cuanto Harker era lo bastante viejo para que no le importara o incluso prefiriese el turno de noche, y Tom Tom —un hombre grande como un toro que pesaba cerca de cien quilos y que a pesar de sus sesenta años aparentaba cuarenta y se había casado hacía dos años con su cuarta mujer: una joven a la que mantenía en la estricta reclusión celosa propia de un turco en una cabaña a unos tres quilómetros de la central siguiendo la línea férrea— se negaba a considerar otra cosa distinta del turno de día. Aunque para cuando primo Gowan se unió a Harker en el turno de noche, el señor Snopes había aprendido a leer los manómetros e incluso a llenar también las tazas lubricadoras.
Esto sucedía unos dos años después de que lo nombraran superintendente. Gowan había decidido esforzarse para entrar aquel otoño en el equipo de fútbol y se le ocurrió, imagino que ni él mismo supo cómo, que un trabajo de fogonero en el turno de noche de una central eléctrica sería el perfecto y exacto entrenamiento para regatear o derribar a los jugadores del equipo contrario. Madre y padre no estaban de acuerdo hasta que tío Gavin intervino. (Licenciado por Harvard, habia terminado los cursos de derecho en la universidad de Mississippi y aprobado el examen para el ejercicio de la profesión de abogado, por lo que, como el abuelo cada vez trabajaba menos, tío Gavin era realmente el fiscal municipal; había pasado todo un año: estábamos en junio, tío Gavin acababa de volver a casa de la universidad y todavía no había visto a la señora Snopes aquel verano, dado que habló incluso de Heidelberg como un agradable tema de conversación).
—¿Por qué no? —dijo—. Gowan casi ha cumplido los trece: ya es hora de que empiece a pasar fuera noches enteras. ¿Y qué mejor sitio que la central eléctrica, donde el señor Harker y el fogonero se encargarán de mantenerlo despierto?
De manera que Gowan consiguió el empleo como ayudante de Tomey’s Turl, e inmediatamente Harker empezó a mantenerlo despierto hablándole de Flem Snopes, hablando de él con un asombro tan ajeno a toda idea moral como el de alguien que contara el espectáculo de la colisión de dos planetas. Según Harker, la cosa empezó el año anterior. Una tarde Tom Tom había terminado de limpiar los fogones y estaba sentado en la pasarela fumando su pipa, con la presión alta y la válvula de seguridad de la caldera central pitando, cuando apareció el señor Snopes y se quedó allí un rato, masticando tabaco y mirando la válvula que silbaba.
—¿Cuánto pesa ese pito? —dijo.
—Si se refiere usted a la válvula, unos cuatro quilos —dijo Tom Tom.
—¿Todo latón? —preguntó el señor Snopes.
—Todo, excepto ese agujerito que es por donde sale lo que usted llama silbido —dijo Tom Tom. Y eso fue todo por entonces, dijo Harker; pero dos meses más tarde, cuando él, Harker, llegó a trabajar una noche, se encontró con que habían desaparecido las tres válvulas de seguridad de las calderas y con que los agujeros estaban cubiertos con tapones roscados de acero de centímetro y medio, capaces de soportar una presión de quinientos quilos, mientras Tomey’s Turl seguía echando paletadas de carbón a los fogones porque aún no había oído ningún silbido.
—Y en la cabeza de cualquiera de las tres calderas se podía abrir un agujero con una paja para beber refrescos —dijo Harker—. Cuando vi el manómetro de la primera nunca creí que llegara vivo hasta el inyector.
«De manera que cuando por fin le metí a Turl en la cabeza que aquel 100 en la esfera del manómetro significaba no sólo dónde Turl perdería su empleo, sino dónde lo perdería tan a conciencia que nadie los encontraría nunca más ni a él ni al empleo, me tranquilicé lo suficiente para interesarme por averiguar dónde habían ido a parar las válvulas de seguridad.
»—El señor Snopes se las llevó —dijo.
»—¿Para qué demonios?
»—No lo sé. Sólo le estoy diciendo lo que Tom Tom me contó. Dijo que el señor Snopes le explicó que el flotador de cierre del depósito de agua no pesa lo suficiente. Que el depósito empezará a salirse algún día, de manera que iba a añadir las tres válvulas al flotador para que pesase más.
»—Quieres decir —empecé. No pude llegar más que hasta ahí—. Quieres decir...
»—Eso es lo que cuenta Tom Tom. Yo no sé nada de todo eso.
»En cualquier caso habían desaparecido; tanto si estaban en el depósito de agua como si no, era demasiado tarde para averiguarlo. Hasta esa noche Turl y yo nos tomábamos el trabajo con bastante calma, porque cuando se terminaba la carga las cosas se tranquilizaban bastante. Pero puedes estar seguro de que esa noche no dimos ni una cabezada. Nos pasamos todo el tiempo encima del montón de carbón porque desde allí podíamos vigilar los tres manómetros al mismo tiempo. Y a partir de media noche, cuando se terminó la carga, nunca tuvimos suficiente vapor en las tres calderas juntas para hacer funcionar un tostador de cacahuetes. E incluso cuando ya me había acostado en casa no pude dormir. Cada vez que cerraba los ojos empezaba a ver un manómetro del tamaño de un barreño, con una aguja roja tan grande como una pala de carbón subiendo hacia los cincuenta quilos, y entonces me despertaba gritando y sudando.
»Hasta que por fin hubo bastante luz como para ver; y no creas que mandé a Turl: trepé hasta allí yo mismo para ver el flotador. Y tampoco estaban las válvulas para hacer peso y quizá tampoco había sido intención de Snopes colgarlas allí para que el primer tipo que mirase dentro pudiera llevárselas. Y aunque ese depósito tiene trece metros de hondo, yo podía haber abierto la espita y vaciarlo. Sólo que trabajo allí, el señor Snopes era el superintendente, ya estábamos en el turno de día y Tom Tom podría contestar a todas las preguntas que Joe Buffaloe quisiera hacerle en caso de que apareciera por allí y viera los tapones roscados capaces de soportar quinientos quilos de presión donde teóricamente tenían que estar las válvulas de seguridad.
»Así que me fui a casa y la noche siguiente apenas conseguí que Turl hiciera subir la aguja de los manómetros lo bastante para que girase el pistón de baja presión y no digamos nada de mover las dinamos; ni tampoco la noche que vino después ni la otra, hasta que pasaron unos diez días y nos llegó una caja por correo urgente; Tom Tom se había quedado esperando y él y yo la abrimos (decía C. R. en grandes letras negras, pero la etiqueta misma había sido arrancada. “Sé donde la ha tirado”, explicó Tom Tom), quitamos los tapones roscados de los orificios de salida y pusimos de nuevo las tres válvulas de seguridad; y claro está que Tom Tom encontró la etiqueta arrugada: Señor Flem Snopes, Central Eléctrica, Jefferson, Mississippi, Contra Reembolso, veintitrés dólares y ochenta y un centavos.»
Pero todavía quedaba otra parte de la historia que Harker mismo ignoraba hasta que tío Gavin se la transmitió después de que Tom Tom se la contara a él; cómo una tarde Tom Tom estaba fumando una pipa en el montón de carbón cuando apareció el señor Snopes con algo en la mano que a Tom Tom le pareció al principio una herradura para mula del número tres, hasta que el señor Snopes se fue a un rincón detrás de las calderas donde se había acumulado un montón de accesorios desechados —válvulas, varillas, pernos y cosas por el estilo— probablemente desde que en Jefferson se encendió la primera luz eléctrica; y arrodillándose (el señor Snopes) comprobó una a una todas las piezas y las colocó en dos montones en el pasillo que tenía detrás. Después Tom Tom vio cómo examinaba con el imán todas las piezas sueltas de metal que había en el cuarto de calderas, separando el hierro del latón. A continuación, Snopes le dijo a Tom Tom que reuniera todos los objetos de latón y los llevara al despacho.
Tom Tom puso el latón en una caja. Snopes le esperaba mascando tabaco. Tom Tom explicó que no dejó nunca de mascar, ni siquiera para escupir.
—¿Qué tal os lleváis Turl y tú? —preguntó.
—Yo me ocupo de mis asuntos —dijo Tom Tom—. Lo que Turl haga con los suyos no es cosa mía.
—Turl no piensa así —dijo el señor Snopes—. Quiere que le dé el turno de día que tú tienes. Se queja de que está cansado de alimentar las calderas por la noche.
—Cuando haya echado al fuego tanto carbón como yo, se puede quedar con mi turno —dijo Tom Tom.
—Lo que pasa es que no está dispuesto a esperar tanto —dijo el señor Snopes. Y a continuación le contó a Tom Tom cómo Turl planeaba robar hierro de la central, echar la culpa a Tom Tom y conseguir que lo despidieran. Sí. Esa es la palabra que Tom Tom le dijo a tío Gavin que el señor Snopes había empleado: hierro. Tal vez el señor Snopes no había oído hablar de imanes hasta un día antes y por eso pensó que Tom Tom tampoco sabía de su existencia e ignoraba lo que él estaba haciendo. Quiero decir que no sabía ni de imanes ni de latón y no era capaz de distinguir entre latón y hierro. O quizá se limitó a pensar que a Tom Tom, por ser negro, todo eso le daba igual. O, posiblemente, que, por ser negro, y tanto si le daba igual como si no, no querría tener nada que ver con los asuntos de un blanco. Sólo que esta parte nos la tuvimos que imaginar nosotros, por supuesto. Aunque no fue difícil: Tom Tom allí de pie, con el tamaño, la forma y el color de un toro Black Angus, mirando desde arriba al blanco. Turl, por el contrarío, tenía un color como de cuero de silla de montar, e incluso empuñando una pala llena de carbón apenas llegaba a los sesenta y cinco quilos—. Eso es lo que planea —dijo el señor Snopes—. De manera que vas a llevarte esto a tu casa, vas a esconderlo y no le dirás ni una palabra a nadie. Y tan pronto como tenga suficientes pruebas contra Turl, lo despediré.
—Sé una manera mejor de hacerlo —dijo Tom Tom.
—¿Qué manera? —preguntó Snopes. Luego añadió—: No, no; eso no serviría. Sí tienes una pelea con Turl os despediré a los dos. Haz lo que te he dicho. A no ser que estés cansado de tu trabajo y quieras que Turl se quede con él. Si es así, dímelo.
—Nadie se ha quejado todavía de cómo llevo las calderas —dijo Tom Tom.
—Entonces haz lo que yo te digo —insistió Snopes—. Esta noche te llevas eso a casa. Que no te vea nadie, ni siquiera tu mujer. Y si no quieres hacerlo, dilo. Supongo que encontraré a alguien que esté dispuesto.
De manera que Tom Tom se llevó el metal a casa. Y cada vez que en el montón se acumulaban accesorios desechados, veía cómo Snopes separaba otra partida de latón con el imán para que Tom Tom se la llevase a casa y la escondiera. Tom Tom llevaba alimentando calderas desde que se hizo hombre, cuarenta años ya, y en el caso de aquellas tres, las veinte que llevaban instaladas, porque fue él quien construyó los primeros fogones que se utilizaron. Al principio había alimentado una caldera y le pagaban cinco dólares al mes. Ahora se ocupaba de las