Una vez en Europa (De sus fatigas 2)

Fragmento

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El acordeonista

¿Tocarás en mi boda?, le preguntó Philippe, el quesero. Philippe tenía treinta y cuatro años. La gente siempre había dicho que nunca se casaría.

¿Cuándo es?

El sábado que viene.

¿Por qué no me lo dijiste antes?

No me atrevía. ¿Tocarás?

¿De dónde es la novia?

Yvonne es del Jura. Pásate esta noche por el Lira Republicana y la conocerás; estará allí con sus padres y unos amigos de Besançon.

Esa misma tarde, el acordeonista, un hombre que ya pasaba de los cuarenta, estaba sentado en el café, bebiendo champán invitado por el padre de la novia, junto a una mujer regordeta que reía sin parar y llevaba unos largos pendientes. El acordeonista había observado atentamente a la joven novia y estaba seguro de que estaba embarazada.

¿Tocarás para nosotros?, preguntó Philippe llenando las copas.

Sí, tocaré para ti y para Yvonne, respondió.

En el suelo, a sus pies, descansaba un perro cuyo pelo ya se había vuelto gris con los años. De vez en cuando le acariciaba la cabeza.

¿Cómo se llama su perro?, le preguntó la mujer de los pendientes.

Mick, dijo él; es un payaso sin circo.

Es viejo ya para ser payaso.

Quince años tiene; quince.

¿Tiene usted una granja?

Encima del pueblo; en un lugar que llamamos Lapraz.

¿Es grande?

Depende de quien lo pregunte, respondió él con una risita.

Se lo pregunta Delphine.

Se preguntó si aquella mujer se emborracharía a menudo.

Bueno... ¿es una granja grande?, insistió ella.

Un invierno, hace ya años, el alcalde le preguntó a mi padre: ¿Tenéis mucha nieve por Lapraz? ¿Y sabe lo que respondió mi padre? ¡Menos que usted, señor alcalde, porque yo tengo menos tierras!

¡Qué gracioso!, dijo Delphine, tirando una copa al ir a ponerle una mano en el hombro. No era tonto su padre.

¿Ha venido para la boda?, le preguntó él.

¡He venido a vestir a la novia!

¿A vestirla?

Yo le hice el traje, y siempre hay alguna puntada que dar a última hora, en el Gran Día.

¿Es usted modista?

¡No, qué va! Trabajo en una fábrica... Sólo coso algunas cosillas para mí y para mis amigas.

Pues así se ahorrará sus buenos dineros, dijo él.

Sí, pero lo hago porque me divierte, como usted, que toca el acordeón, según me han dicho...

¿Le gusta la música?

Ella descruzó los brazos y los separó, como si estuviera midiendo metro y medio de tela. Con música, suspiró, puedes decirlo todo. ¿Toca regularmente?

Todos los sábados por la noche en el café, salvo cuando hay bodas.

¿En este café?

No; en el nuestro.

¿No vive usted aquí?

Lapraz está a tres kilómetros.

¿Está casado?, preguntó ella mirándolo directamente a los ojos. Los suyos eran de un gris verdoso, de un tono parecido al de la chaqueta que llevaba puesta.

Soy soltero, Delphine, contestó él. Toco en las bodas de los otros hombres.

Yo perdí a mi marido hace cuatro años, dijo ella.

Debía de ser joven todavía.

En un accidente de coche...

¡Qué rápido! Pronunció estas dos palabras con tal determinación, que ella se quedó en silencio. Acarició el pie de la copa y luego se la acercó a los labios y la vació.

¿Le gusta tocar el acordeón, Félix?

Sé de dónde viene la música, respondió él.

 

 

QUE IBA A SER UN MAL AÑO había sido evidente para Félix desde la primavera, desde el momento en que empezó el deshielo. Alrededor del pueblo parecía que muchos pastos hubieran sido labrados el otoño anterior, pero no había sido así. En los huertos los frutales crecían sobre el barro, en lugar de hacerlo entre la hierba. Por todas partes, tenía la tierra la apariencia de un animal al que se le estuviera cayendo el pelo. Todo ello se debía a una invasión de topos. Algunos eran de la opinión de que los topos se habían multiplicado de una forma tan catastrófica porque la mayoría de los zorros habían muerto o habían sido cazados el año anterior. Un zorro se come a diario unos treinta o cuarenta topos. Los zorros habían muerto a causa de la rabia, que había llegado a nuestra región desde los lejanos Cárpatos.

Estaba de pie, inmóvil, en la huerta frente a la casa. Sostenía una pala cruzada delante del cuerpo. Llevaba diez minutos en esta posición. Miraba al suelo, justo en donde acababa la puntera de sus botas. No se movía ni un grano de tierra. Un águila ratonera volaba en círculos hacia la montaña. Pero salvo ésta, no había nada a la vista que se moviera. Las hojas de los repollos y las coliflores plantadas en la huerta estaban marchitas y amarillas. Podría haber sacado de la tierra aquellas plantas con una sola mano, con la misma facilidad con que se levanta una palmatoria dejada sobre la mesa. Habían sido separadas de sus raíces.

Cuando vio removerse el terreno, levantó la pala y golpeó con ella el suelo, gruñendo al hincarla en la tierra. Dio un puntapié para retirar la tierra levantada. Allí estaban al descubierto los túneles y el topo culpable, muerto.

¡Uno menos!, se dijo con una sonrisa burlona.

Albertine, la madre de Félix, estaba observando a su hijo —un hombre ya de cuarenta y cuatro años— desde la ventana de la cocina en el momento en que éste dejó sin vida al topo golpeándolo con la pala. Le gritó que entrara, porque la comida estaba en la mesa.

Con el sol que está haciendo hoy, dijo ella mientras comían, las patatas no tendrían que estar muy sucias.

No, no deberían, contestó él.

El perro, que estaba bajo la mesa, miró hacia arriba, esperando que le dieran algún hueso o alguna corteza de queso. Era grande y negro con una mancha rubia, como una almendra, encima de cada ojo, lo que le daba un aspecto cómico.

¡Ah, Mick!, dijo Félix; nuestro Mick es un payaso sin circo, ¿verdad?

Si te apetece esta noche haré buñuelos de patata.

¡Con ensalada de col! Se quitó la gorra y se pasó la manga por su acalorada frente. ¿Por qué no?

Años antes, cuando Albertine tenía todavía fuerzas suficientes para trabajar en los campos, solían levantar las patatas juntos. Mientras trabajaban recitaban todas las maneras en que se podían comer las patatas: asadas con su monda, con queso al horno, en ensalada, con grasa de cerdo, puré de patatas con leche, estofadas en la olla de hierro negra, sopa de patatas y puerros y, lo mejor de todo, buñuelos de patata con ensalada de col.

Las patatas, desenterradas esa misma mañana, se habían secado bien al sol sobre el mantillo de los campos. A medida que las recogía con la mano y las echaba a los cubos, Félix las iba clasificando. Las pequeñas para el ganado y el corral, las grandes para la mesa. A veces avanzaba encorvado, y a veces se arrodillaba entre los surcos y se movía de rodillas, como un penitente. Mick, jadeante por el calor, estaba tendido en el suelo, y cada vez que Félix avanzaba, lo acompañaba. Los sacos eran de un plástico fuerte color blanco y habían contenido fertilizantes. Cuando estaban llenos, parecían unos borrachos vestidos con camisas blancas rezando.

De repente, el perro se puso alerta, agachó la cabeza y pegó la nariz a la tierra abierta. Respirando pesadamente, empezó a escarbar con las patas delanteras, esparciendo la tierra detrás de él.

¡Cázalo, Mick, cázalo! Félix se puso en cuclillas para observar al animal. Le alegró tener algo que le distrajera un momento y poder descansar la espalda, que hacía ya rato que le dolía. El perro continuó escarbando lleno de excitación.

¿Quieres atraparlo, eh Mick?

Por fin, depositó un topo sobre la tierra.

¡Ya lo tienes! ¡No lo dejes escapar!

El perro lanzó el topo al aire. El animalillo de pelo gris, con sus quince centímetros de largo y sus ciento cincuenta gramos de peso, con sus pezuñas semejantes a unas manos minúsculas, con su escasa vista y su agudizado oído, este animalillo, famoso por el tamaño de sus testículos y la extraordinaria cantidad de fluido seminal que puede llegar a producir, pareció por un instante desventurado y solo en el cielo.

¡Rápido, Mick!

De vuelta al suelo, incapaz ya de luchar, el topo empezó a chillar.

¡Cógelo!

El perro se comió el topo.

Sola en la casa, Albertine se preguntó por centésima vez la misma pregunta: ¿qué iba a ser de Félix cuando ella se fuera? Los hombres, pensaba ella, eran fuertes de espaldas, imprudentes y débiles de carácter, combinándose a su manera en cada uno estas cualidades esenciales. Félix necesitaba una mujer que no se aprovechara de su debilidad. Si la mujer era ambiciosa o avariciosa, lo utilizaría y emplearía sus fuertes espaldas y su imprudencia para llevarlo adonde ella quisiera. Pero él ya tenía más de cuarenta años, y la mujer en cuestión no había aparecido.

Estuvo Yvette. Yvette le hubiera puesto los cuernos, como ahora se los ponía al pobre de Robert, con quien terminó casándose. Y estuvo Suzanne. Un domingo por la mañana, poco antes de que Félix se fuera al servicio, lo había visto acariciando a Suzanne en el suelo, detrás de la pizarra de la escuela —¡la misma escuela a la que había ido él de niño—. Se había alejado en cuclillas de la ventana sin molestarlos, pero cuando escribía a su hijo al cuartel, le recordaba repetidamente que las maestras de escuela no saben sentarse en las banquetas de ordeñar. Suzanne dejó el pueblo y se casó con un tendero.

¿Iba a ser peor para su hijo quedarse solo que haberse casado con la mujer equivocada? Esta pregunta hacía que Albertine se sintiera tan desamparada como a veces se había sentido de niña.

Al caer la tarde, Félix vació los sacos llenos de patatas en el pesebre de madera que tenían en la bodega, debajo de la casa. Las patatas recién sacadas de la tierra emanan un calor extraño y en la oscuridad relucen como los hombros de los niños tras un día de sol. Lanzó una mirada crítica al montón: iba a haber muchas menos que el año anterior.

¿Has terminado?, le preguntó Albertine cuando Félix entró en la cocina.

Quedan todavía cuatro ringleras, madre.

Acabo de hacer café... ¡Sal de debajo de la mesa! No eres lo bastante severo con este perro, Félix.

Ha cazado cinco topos esta tarde.

¿Vas a salir esta noche?

Sí. Hay una reunión del Comité de lecheros.

Félix se bebió el café del cuenco que su madre le había acercado y empezó a leer la revista que publicaba el partido comunista para los campesinos y trabajadores agrícolas.

¿Sabes dónde está la campana más grande del mundo, madre?

¡Desde luego no alrededor del cuello de una de nuestras vacas!

Se llama Tsar Kolokol, pesa 196 toneladas y fue fundida en Moscú en 1735.

Esa es una campana que yo nunca voy a oír, dijo ella.

Cuando él entró en el establo para empezar a ordeñar, Albertine sacó el traje del armario que su marido había construido durante su primer invierno de casados, y cepilló los pantalones con la misma energía con la que antaño había cepillado la yegua. Luego, dejando el traje sobre la alta cama de matrimonio, bajo el retrato de su esposo, hizo algo que nunca había hecho en su vida. Se quitó las botas y se tumbó en la cama totalmente vestida.

Oyó entrar a Félix en la cocina; lo escuchó lavarse en el fregadero. Oyó cómo se quitaba los pantalones y se lavaba la entrepierna. Cuando terminó, entró en la habitación.

¿Dónde estás?, preguntó.

Estoy descansando, respondió ella desde la cama.

¿Te pasa algo?

Sólo descanso, hijo.

¿Estás enferma, madre?

Ahora me siento mejor.

Lo vio vestirse. Metió las piernas en los pantalones que ella había planchado marcándoles bien la raya. Se puso la camisa blanca de algodón con los puños abotonados, que mostraba su hermosa espalda. Se enfundó la chaqueta: estaba engordando, sin duda. No obstante, seguía siendo guapo. Debería poder encontrar una mujer.

¿Por qué no vas al dentista?, le preguntó. El la miró sorprendido.

Te podría arreglar la boca.

No me duele ninguna muela.

Te podría dejar más guapo.

¡Y también nos podría dejar a los dos más pobres!

Déjame que te vea con la gorra puesta.

Él se la puso.

Eres todavía más guapo que tu padre, dijo ella.

 

 

Cuando Félix volvió a la granja aquella noche, se sorprendió al ver un coche con los faros encendidos aparcado delante de la casa. Entró apresuradamente. El médico del pueblo de al lado estaba en la cocina lavándose las manos en el fregadero. La puerta del Cuarto de Enmedio estaba cerrada.

Si por la mañana no se ha producido ninguna mejoría, tendremos que ingresar a su madre en el hospital, dijo el médico.

Félix miró por la ventana de la cocina a la montaña que tenía enfrente, que, a la luz de la luna, tenía el color gris de los topos; pero a su alrededor no veía lo que había sucedido.

¿Qué le ha pasado?

Llamó por teléfono a sus vecinos.

No querrá ir al hospital.

No hay otra solución, dijo el médico.

¡Tiene razón; lo que cuenta es lo que ella prefiera!, dijo Félix, furioso de repente.

Aquí no la puede cuidar bien usted solo.

Ha vivido aquí durante cincuenta años.

Y si no se anda con cuidado, puede morir aquí.

El médico llevaba gafas, y esto era lo primero que observabas en su persona. Lo miraba todo como si fuera una página que estuviera leyendo. Había llegado al pueblo recién salido de la Facultad de Medicina y lleno de ideales. Para entonces, diez años después, estaba totalmente desilusionado. La gente de la montaña no atiende a razones, se quejaba; la gente de la montaña bebe demasiado, la gente de la montaña no deja de repetir lo que creen que alguna vez oyeron de niños, la gente de la montaña no es capaz de entender una explicación racional, la gente de la montaña obraba como si creyeran que la vida misma fuera una locura.

Beba algo antes de irse, doctor.

¿Está asegurada su madre?

¿De qué la prefiere, de pera o de ciruela?

De ninguna de las dos, gracias.

¿Un poco de genciana? La genciana lo cura todo, doctor.

No, no quiero alcohol, gracias.

¿Cuánto le debo?

Veinte mil francos, dijo el médico, ajustándose las gafas.

Félix sacó el monedero. Ha trabajado todos los días del año durante cincuenta años, pensó, y hoy este curandero miope me pide veinte mil. Sacó dos billetes doblados y los depositó encima de la mesa.

El médico se marchó, y Félix entró en el Cuarto de Enmedio. Estaba tan delgada, que bajo el edredón parecía que no tenía cuerpo. Era como si la hubieran decapitado y hubieran puesto su cabeza sobre la almohada.

Un gesto crispado, como el del hocico de un perro cuando le dan a oler alcohol, erizaba su rostro, y tenía los ojos cerrados. Cuando pasó el espasmo, recuperó su calma habitual, pero estaba más vieja. Envejecía de hora en hora.

Al ver al perro echado en el suelo a los pies de la cama, Félix dudó. Ella insistiría en sacarlo fuera.

¡Ni un solo ruido, Mick!

Se subió a la cama a fin de asegurarse de que la oiría respirar durante la noche. Ella se movió y, volviendo la cabeza en la almohada, pidió agua. Cuando él le dio el vaso, no pudo incorporarse; Félix tuvo que levantarle la cabeza, y parecía que no pesaba nada, que era tan liviana como una lechuga.

Estaban allí los dos acostados, despiertos y sin decirse una palabra.

¿Terminarás mañana con las patatas?, preguntó finalmente su madre.

Sí.

La primavera que viene habrá menos topos, dijo ella. No todos podrán encontrar qué comer para sobrevivir al invierno.

Se reproducen rápidamente, madre.

A la larga, todos estos problemas terminan solucionándose solos, insistió ella; si no es al año que viene, será al otro. Pero tú, tú, hijo mío, siempre recordarás el Año de los Mil Topos.

No, madre; verás como te pones buena.

Al día siguiente, mientras serraba la leña, Félix paraba cada hora y entraba en la casa para asegurarse. Cada vez, tendida en la ancha cama, con los brazos rectos, pegados al cuerpo, ella abría los ojos y le sonreía.

Ella sabía que todo estaba preparado, dispuesto, en el segundo cajón del armario. Su vestido negro con los botones madreperla, el pañuelo negro estampado con gencianas azules, las medias gris oscuro y los zapatos con cordones, que serían más fáciles de poner que las botas. ¿Cuantas veces le había prometido Marie-Louise venir a vestirla si era ella, Albertine, la primera en irse?

Aquella noche, después de que Félix hubiera venido a tumbarse junto a ella, le dijo: hace años, hijo, que no tocas el acordeón.

Ni siquiera sé dónde está.

Está en el granero, dijo ella, tocabas tan bien; no sé por qué lo dejaste.

Fue cuando volví de la mili.

Lo dejaste.

Padre había muerto, y había tanto que hacer.

Echó una mirada al retrato que colgaba encima de la cama. Su padre tenía un gran bigote, unos ojos pequeñitos, cómicos, y un cuello robusto. Cuando tenía sed, solía darse un golpe en el cuello, como si fuera un barril.

¿Tocarás algo para mí?, le pidió Albertine.

¿Con el acordeón?

Sí.

Después de tanto tiempo no conseguiré sacarle una sola nota.

Inténtalo.

Él se encogió de hombros, tomó la linterna colgada de un clavo en la pared y salió. Cuando volvió, sacó el acordeón de su estuche, se pasó una correa por encima del hombro y, metiendo la muñeca bajo la otra, empezó a sacarle el aire. Sonaba.

¿Qué quieres que toque?

«Dans tes Montagnes».

Las dos voces del acordeón, tiernas como flores recién abiertas, llenaban la habitación. Albertine tenía toda la atención puesta en él. El cuerpo de su hijo se balanceaba lentamente al son de la música. Nunca ha sido capaz de decidirse, pensó ella; es como si no se diera cuenta de que ésta es la única vida. Yo debería saberlo, porque le di a luz. Y luego, transportada por la música, vio sus vacas en los pastos y a Félix aprendiendo a caminar.

Cuando Félix dejó de tocar, Albertine estaba dormida.

 

 

Los vecinos vinieron a visitarla y le trajeron peras, vino de nuez y una tarta de manzana. Albertine les repetía que sólo necesitaba agua. Dejó de comer. Cogía todos los mensajes que querían darle, rezaba con ellos por todo lo que ellos creían necesitar, los bendecía, pero no aceptaba ni piedad ni competencia. Sería la siguiente en irse.

Al más viejo de los hombres, le susurró: intenta encontrarle una mujer.

No es como en nuestros tiempos. Hoy ya nadie quiere casarse con un campesino.

Me alegra que digas eso, dijo ella.

No estoy diciendo que Félix no hubiera podido casarse, respondió Anselme, con cierta pedantería. Sólo digo que las mujeres de su generación se casaron con hombres de la ciudad.

Me aterra la idea de dejarlo solo.

¡Yo llevo veinte años solo! Ya hace veinte años que murió Claire, y no puedo decir que esté tan mal estar solo. Se le escapó una risita.

De repente, Albertine bajó la cabeza para indicarle que ahora le tocaba darle un beso mientras ella rezaba. Obediente, Anselme la besó en la coronilla.

 

 

Tanto se había debilitado y tan delgada estaba, que Félix temía asfixiarla sin darse cuenta mientras dormía. Una noche se despertó sobresaltado. Escuchó para ver si seguía respirando. Su respiración era tan débil como una de esas brisillas intermitentes que ondulan el heno poco antes de la siega. A través del encaje de los visillos veía los ciruelos injertados por su padre. Al descender hacia el Oeste, la luz de la luna se reflejaba en el espejo colgado sobre la jofaina.

En el sueño volvía a ser un recluta. Iba caminando por una carretera tocando el acordeón. Tras él caminaba un hombre que llevaba una oveja. Era él, Félix, quien había robado aquella oveja o, mejor dicho, se la había dado una mujer a condición de que... y él la había cogido a sabiendas...

El sueño se fue haciendo cada vez más vago hasta que, ya despierto, vio otra cosa. Vio a la Muerte aproximarse a la granja. O, más bien, vio cómo oscilaba de un lado al otro la linterna de la Muerte conforme ésta cruzaba con paso pausado el lindero del bosque, allí donde las hayas tienen en octubre el color de las llamas; la vio descender la pendiente del pasto grande, el que estaba siempre encharcado por abajo; vio cómo pasaba bajo el tilo que se plagaba de avispas en agosto, cómo saltaba sobre las rodadas de la antigua carretera de St. Denis, seguía por entre los cerezos —aquéllos contra los que cada julio su madre le pedía que apoyara la escalera larga—, dejaba a un lado el canalón de la conducción del agua, en donde el manantial nunca se helaba, y la pila del estiércol a la que solía tirar él las placentas cuando nacían nuevas terneras, y, finalmente, atravesaba el establo y entraba en la cocina. Cuando la Muerte llegó al Cuarto de Enmedio —en donde los chorizos ahumados colgaban del techo encima de la cama— vio que lo que había tomado por una linterna era un blanco copo de escarcha. El copo cayó flotando sobre la cama.

De repente, Albertine se sentó en la cama y dijo: alcánzame el vestido; es hora de que me vaya.

 

 

Al día siguiente del entierro, cuando fue a llevar la leche a la central, sorprendió a todo el mundo con su buen humor.

¿Has trabajado alguna vez de carnicero?, le preguntó a Philippe, el quesero. ¿No? Pues tendrás que seguir un curso por correspondencia ¡y con dibujos! El año que viene no habrá heno, ni vacas, ni leche, ni primas por la nata, ni multas por poca higiene... Estaremos todos dedicados al negocio de la piel de topo. A eso tendremos que dedicarnos...

 

 

La ausencia de un ser querido que acaba de morir es tan precisa como lo fue antes su presencia. La ausencia de Albertine era delgada, con manos artríticas y un largo cabello gris recogido en un moño. Los ojos de su ausencia necesitaban gafas para leer. Durante su vida, habían sido muchas las vacas que la habían pisado. Todos y cada uno de los dedos de sus pies habían sido aplastados por una vaca u otra en diferentes momentos, y, así, las uñas le crecían deformes en todos ellos. Los pies de su ausencia tenían unas uñas irregulares y amarillentas como

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