Cuentos reunidos Isak Dinesen

Fragmento

Indice

Índice

Portadilla

Índice

Introducción

Siete cuentos góticos

Los caminos de los alrededores de Pisa

El viejo caballero

El mono

La inundación de Norderney

La cena en Elsinor

Los soñadores

El poeta

Cuentos de invierno

El joven del clavel

El acre del dolor

La heroína

Cuento del joven marinero

Las perlas

Los invencibles dueños de esclavos

El niño soñador

Alkmene

El pez

Peter y Rosa

Un cuento consolador

Anécdotas del destino

El buceador

El festín de Babette

Tempestades

La historia inmortal

El anillo

Últimos cuentos

Cuentos de «Albondocani»

El primer cuento del cardenal

La capa

Paseo nocturno

Acerca de los pensamientos ocultos y del cielo

Cuentos de dos viejos caballeros

El tercer cuento del cardenal

La página en blanco

Nuevos cuentos góticos

Las cariátides, cuento inacabado

Ecos

Nuevos cuentos de invierno

Un cuento rural

La temporada en Copenhague

Conversación nocturna en Copenhague

Notas

Sobre la autora

Créditos

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Las perlas del collar

Isak Dinesen encarna a la narradora por antonomasia, en el sentido que da Walter Benjamin al concepto o la categoría en su ensayo así titulado, «El narrador», sobre el ruso Leskov, o en el sentido más llano, al ser lo que hoy se conoce por una cuentacuentos o relatora oral. Si alguna figura emblemática la distingue no es otra que la de Sherezade: en las largas veladas de la sabana, en la plantación de cafetos que gestó con su marido, cuando sus acompañantes y criados ya no se tenían en pie, seguía contando sus historias al aire de la noche africana. Sin embargo, Dinesen posee ciertas particularidades que la diferencian por completo de la figura del narrador convencional. Teniendo en cuenta el momento histórico en que se mueve —la convulsión de las vanguardias—, no cabe sino decir que Isak Dinesen era una anacronía andante. Pese a tener el reconocimiento merecido de una figura mayor de la literatura del siglo XX, todavía le hacen sombra, como dice Vicente Molina Foix, «no sólo su vida errante y retirada, su mestizaje cultural y confusión de lenguas, sino, especialmente, la anomalía de su obra narrativa».

Para ella, al decir de Vargas Llosa, «contar era encantar, impedir el bostezo valiéndose de cualquier ardid: el suspense, la revelación truculenta, el suceso extraordinario, el detalle efectista, la aparición inverosímil».

«Los cuentos de Isak Dinesen —dice Vargas Llosa— son siempre engañosos, impregnados de elementos secretos e inapresables. Por lo pronto, es difícil saber dónde comienzan, cuál es realmente la historia, entre las historias engarzadas por las que va discurriendo el subyugado lector, que la autora quiere contar. Ella se va perfilando poco a poco, de manera sesgada, como de casualidad, contra el telón de fondo de una floración de aventuras disímiles que, algunas veces, figuran allí como meras damas de compañía».

Ha comentado Vicente Molina Foix que «mientras la Europa de los narradores destruía con estudiado genio los patrones vigentes de la novela en las tres grandes lenguas de la crisis —el francés analítico de Proust, el alemán alegórico de los austrohúngaros, el inglés extraterritorial de Joyce—, una danesa paciente y memoriosa se dedicaba en África a recoger los restos de un logos vapuleado para recomponerlo como mythos (en el último cuento de sus Últimos cuentos resume en una página esa heroica tarea), recuperando también, en la contracorriente de los lenguajes rotos y las vastas empresas novelescas, la unidad del cuento y el repleto escenario de una Europa romántica».

Según apunta Mario Vargas Llosa con su perspicacia lectora de costumbre, «Dinesen fue, como Maupassant, Poe, Kipling o Borges, esencialmente cuentista. Es uno de los rasgos de su singularidad. El mundo que creó fue un mundo de cuento, con las resonancias de fantasía desplegada y hechizo infantil que tiene la palabra. Cuando uno la lee, es imposible no pensar en el libro de cuentos por antonomasia: Las mil y una noches. Como en la célebre recopilación árabe, en sus cuentos la pasión más universalmente compartida por los personajes es, junto a la de disfrazarse y cambiar de identidad, la de escuchar y contar historias, evadirse de la realidad en un espejismo de ficciones».

No es de extrañar que el único escritor del que Hemingway habló siempre con una admiración sin reservas fuera Isak Dinesen: cuando se le concedió el Nobel al norteamericano, comentó de buenas a primeras que quien de veras lo merecía era ella. Y no contento con esto aún abundó en la cuestión en su discurso de recepción del Nobel: «Me habría quedado más contento si este premio se hubiese otorgado a una magnífica escritora, Isak Dinesen».

Su territorio natural es el de la ficción sin contaminar por lo real. En «El poeta», último de los relatos de Siete cuentos góticos, hallamos el siguiente pasaje:

… no es posible pintar un objeto concreto, digamos una rosa, sin que yo, o cualquier otro crítico inteligente, podamos determinar, al cabo de veinte años, en qué período fue pintado o, más o menos, en qué lugar. El artista ha pretendido plasmar una rosa en abstracto, o una rosa determinada; jamás ha tenido la intención de ofrecernos una rosa china, persa, holandesa o, según la época, rococó o puro Imperio. Si le dijese que era eso lo que había hecho, no me comprendería. Quizá se enfadaría conmigo. Diría: «He pintado una rosa». Sin embargo, no lo puede evitar; así que soy superior al artista, ya que lo puedo medir con un baremo del que no sabe nada. Pero al mismo tiempo yo no sabría pintar, y mal podría ver o concebir una rosa. Podría imitar cualquier creación suya. Podría decir: «Voy a pintar una rosa al estilo chino, holandés o rococó». Pero no tendría el valor de pintar una rosa tal cual. Porque ¿cómo es una rosa?

Igual sucede con la religión, sigue diciendo el narrador de Dinesen. (Ésta es también una observación de Robert Langbaum, que en The Gayety of Vision (1964) destapa la caja de los truenos de la apreciación crítica de Dinesen —no estará de más señalar que Langbaum es el crítico que pone poco antes en el mapa de la literatura contemporánea la poesía de la experiencia.)

«Los hebreos concebían a su Dios de una manera; los aztecas… de tal otra; los jansenistas, de otra. Si quiere saber algo sobre las diversas opiniones me complacerá dárselas, dado que dedico buena parte de mi tiempo a su estudio. Pero permítame aconsejarle que no repita esa pregunta en presencia de personas inteligentes. Al mismo tiempo… estaría en deuda con los ingenuos que han creído en la posibilidad de obtener una idea directa y absolutamente fiel de Dios, y que estaba equivocada.» La historia que relata a continuación está tomada de Kierkegaard, y nos lleva a pensar que Dinesen es una existencialista en el sentido en que lo son todos los románticos. Es dogma fundamental del romanticismo que la existencia precede a la esencia, que la experiencia es más fundamental que la idea. Como romántica tardía que es, Dinesen hace que sus personajes vistan una máscara e ingresen en una ficción fructífera. El romanticismo tardío hace hincapié en que el arte es artificio, no naturaleza.

Siguiendo a Vargas Llosa, «Dios prefiere las máscaras a la verdad, “que ya conoce”, pues la verdad es para sastres y zapateros» (y no han de faltar en estos cuentos representantes de ambos oficios, que siempre son otra cosa). Para Isak Dinesen, la verdad de la ficción era la mentira, una mentira explícita, tan diestramente fabricada, tan exótica y preciosa, tan desmedida y atractiva, que resultaba preferible a la verdad, e incluso era (es) más verdadera.

Las particularidades que distinguen a Dinesen del narrador al uso son diversas: en primer lugar, aun cuando los cuentos la hechizaran desde que era niña, su vocación primera la llevó a las artes plásticas, y su vocación literaria fue tardía: publica su primer libro con cuarenta y tantos años, a una edad a la que cualquier escritor ya ha dado, si no lo mejor de sí, obras valiosas. La vocación aventurera fue en cambio precoz. Dinesen se instaló en una plantación de café en Kenya que desde el primer momento estuvo irremisiblemente condenada a la ruina —muchos años tardaría en aceptar su sino, además de la tragedia conyugal que comportó—, y sólo se puso a escribir al final de su estancia en África, cuando, según cuenta ella, en plena época de crisis, comprendió que el fin de su experiencia africana era inevitable. Diecisiete años sin que los cafetales dieran beneficios, por culpa de un clima imprevisible y de la altitud excesiva de la granja, eran ya insostenibles. Comenzó a escribir de noche, huyendo de las angustias y trajines del día. Y así terminó los Siete cuentos góticos, el volumen con que se estrena —«una de las más fulgurantes invenciones literarias de este siglo», al decir de Vargas Llosa—, que publicó en 1934 en Nueva York y en Londres, después de habérselo rechazado varios editores. Tenía cuarenta y seis años, que no es edad de debutar. Luego, en 1937, llegaría la archiconocida —gracias al cine— Memorias de África.

Y así dio comienzo a una segunda existencia, cuyo enigma se encarna en ese primer volumen y en los sucesivos con que fue dando al mundo sus cuentos. Parsimoniosamente, desde luego. ¿Cómo contar, sin desenmascarar, la desesperación amorosa de una mujer abandonada, que jamás supo amar a quienes la amaban? ¿Cómo expresar la guerra eterna entre los sexos, las humillaciones y las derrotas, sin fallar al lema del heraldo que adornaba el escudo de armas de su amante, Dennys Finch-Hatton, y que decía «Yo responderé»?

En segundo lugar, según se desprende de este comienzo, Dinesen pertenece al selecto elenco de los extraterritoriales, los escritores que se han probado en una lengua distinta de la materna. En esto coincide con Conrad, Nabokov, Beckett e incluso Borges, al decir de George Steiner (que no la incluyó en la nómina). Escribir en lengua ajena es un movimiento de extrañamiento curiosamente del todo natural en el caso de Dinesen, aunque su inglés sea como el francés de Beckett: despojado, seco, una herramienta que no permite florituras, que la obliga a ir directa al grano.

En tercer lugar está el hecho en sí del seudónimo. La cuestión identitaria sobrevuela toda la obra de Dinesen. En tela de juicio se pone a cada paso no ya quién escribe, sino quién es quién. Isak Dinesen no es el único nom de plume que empleó, y nunca publicó un libro firmándolo con su verdadero nombre. Es como si, cambiando nominalmente de género, Isak Dinesen hubiese anulado las particularidades del individuo para hacerse depositaria y transmisora de una sabiduría ancestral, universal, ajena. En su particular caso, la literatura deja de guardar relación con el yo para ser el acervo de todos, debidamente despersonalizada.

La respuesta a las preguntas antes formuladas —hamletianas, danesas, femeninas, aunque en Dinesen salta a la vista que nada femenino es exclusivo, que lo femenino a la fuerza incluye, si es tal— acaso tome la forma de una perla añadida a un collar, según el relato así titulado, «Las perlas», incluido en el segundo de los cuatro volúmenes que configuran esta recopilación de sus cuentos, titulado Cuentos de invierno (1942). Una pareja de recién casados hace su viaje de novios a Noruega. A ella su marido ya le resulta decepcionante, y sospecha que tampoco está a la altura de las esperanzas puestas en su unión. Se le rompe el collar de perlas que su marido le ha regalado, y las cincuenta y dos perlas —como las semanas del año, como los años de casada de una abuela— caen rodando. Las recoge todas, las cuenta y las lleva a un zapatero, que las ensarta en un hilo nuevo. El zapatero acaso sea el diablo; por el camino, se encuentra con otro extraño individuo, que resulta ser Ibsen, el autor de Casa de muñecas. El jeroglífico de su destino queda abierto ante ella. Tiempo después, tras un paseo por el monte, al cabo del cual reconoce que está mejor sola que con su marido, decide por fin contar las perlas del collar, que después de la reparación siempre le ha parecido distinto de como era antes, más liviano, como si el zapatero le hubiese hurtado una. No es así, sino todo lo contrario, y ahorro al lector el desenlace: es en el cuento de Isak Dinesen donde ha de leerlo. En otro de sus cuentos, uno de los últimos —Últimos cuentos (1957) es el último volumen de relatos que publicó en vida, aunque su último libro fuera otro de memorias, Sombras en la hierba (1961), casi escrito por encargo—, el titulado «La temporada en Copenhague», cuando el destino está a punto de separar a la bella Adelaïde de su amado Ib, el narrador (¿narradora?) dirá que «la mitad vale más que el todo». Es, como muchos otros, un cuento que permite la aglutinación de los campos simbólicos, alegóricos y filosóficos, el medio perfecto para poner en tela de juicio el caos y la crueldad. La soledad es preferible antes que el falso amor.

Narradora de la ambigüedad, de la duda, de las falsas apariencias y de los juegos de máscaras, las metamorfosis y las inversiones de las situaciones esperadas constituyen el corazón de su obra. La infecundidad de los cafetos de su plantación en Kenya le inspiró una parábola sobre la escritura misma: «Si al plantar un cafeto», dice el viejo Mira, uno de los inolvidables narradores orales del que más veces se sirve, «le tuerces la raíz, al cabo de cierto tiempo ese árbol empezará a sacar multitud de delicadas raicillas cerca de la superficie. Jamás prosperará ni dará fruto; pero florecerá mucho más que los otros».

«De una historia extraía la esencia, de la esencia hacía un elixir, y con el elixir de nuevo se dedicaba a componer una historia», dice de Dinesen la novelista Eudora Welty. Y Hannah Arendt, en sus Vidas políticas, la trata de este modo: «Mientras el narrador sea fiel a la historia, a fin de cuentas el silencio empieza a hablar. Cuando traiciona la historia, el silencio no es más que el vacío». Y es mucho lo que Dinesen aún tiene que decir sobre eso que llamamos «autoficción», sobre las relaciones realmente peligrosas y complejas que los relatos que nos contamos entablan con nuestra vida. Su obra está plagada de tales referencias: en «La historia inmortal», una de las cinco perlas sin par que componen Anécdotas del destino (1958), un hombre decide hacer real una historia que se cuentan los marinos del mundo entero. Al marino al que le sucede esa historia mil veces contada nadie le cree, pero es justamente en la concha que regala al criado que ha hecho posible que la historia sea real donde resuena una voz aún más real que la historia en sí.

La contrapartida, el reverso de la moneda, la necesaria contradicción que da hechura de veracidad a lo que se ha vivido y parece inventado, la encontramos en «La cena en Elsinor», precursora a su vez de «El festín de Babette». Allí se dice lo siguiente: «¿No es terrible que exista tanta mentira y tanta falsedad en el mundo?», a lo cual responde un personaje naturalmente femenino: «Bueno, ¿y qué? Peor sería que fuese verdad todo lo que se dice».

Lo cierto es que no hay una sola perla falsa entre las treinta y cinco perlas cultivadas con verdadero esmero y con pasión por Isak Dinesen, que se reúnen en este volumen, preparado para paladares tan exquisitos —quiero decir exigentes— como el de su autora. Algunos de los relatos son muy conocidos por los lectores, aunque sólo sea por la feliz adaptación cinematográfica —El festín de Babette, a cargo de Gabriel Axel (1987), dio la vuelta al mundo; La historia inmortal, del inmortal Orson Welles (1968), sigue siendo una obra de culto—.

Desde relativamente pronto, Isak Dinesen —en realidad, Karen Blixen, aunque en verdad se trate de uno de los diversos seudónimos que empleó para publicar sus obras, mutando de género— estuvo aquejada de una grave enfermedad crónica y siempre tuvo la salud delicada. En sus últimos años no dio apenas páginas a la imprenta, seguramente insatisfecha de su calidad dudosa. Por eso han quedado fuera de esta recopilación las obras póstumas, Carnaval y Ehrengard. (Si Isak Dinesen no llegó a entregarlos a sus editores, no sólo sus razones tuvo —de exigencia consigo misma, de descontento con el resultado, de sensación de que no estaban acabados—, sino que justo es respetarlas.)

La serie de fotos en las que aparece brindando con Carson McCullers, Marilyn Monroe y Arthur Miller en 1959, lo dice todo. Devastada, decrépita, a duras penas sostenida por las anfetaminas, la narradora de las perlas en bruto compone el centro único de la imagen. En esa misma estadía neoyorquina, la baronesa Von Blixen fue solicitada por retratistas de la talla de Avedon y Beaton, rodeada como una diva por los admiradores a la salida de la ópera, festejada por Truman Capote, E. E. Cummings, Steinbeck y tantos más de tanto nombre. Una fuerza de la naturaleza que se forzó por sí sola al artificio del cuento magistral.

MIGUEL MARTÍNEZ-LAGE

Almería, enero de 2011

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Siete cuentos góticos

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Los caminos de los alrededores de Pisa

I. El pomo de perfume

El conde Augustus von Schimmelmann, joven danés de carácter melancólico que habría sido muy guapo si no fuese un poco demasiado grueso, estaba escribiendo una carta sobre una mesa hecha con una piedra de molino en el jardín de una osteria cercana a Pisa, una agradable tarde de mayo de 1823. No conseguía terminarla, así que se levantó y se fue a estirar las piernas por el camino real mientras dentro le preparaban la cena. El sol casi había llegado al horizonte. Sus rayos dorados se hundían entre los altos álamos a lo largo del camino. El aire era cálido y puro y estaba cargado de un dulce olor a hierba y a árboles, y un sinfín de golondrinas daban pasadas arriba y abajo como si quisieran aprovechar la última hora de luz.

El conde Augustus seguía con el pensamiento puesto en la carta. Iba dirigida a un amigo de Alemania, compañero de sus tiempos felices de estudiante en Ingolstadt, y única persona a la que podía abrir su corazón. Pero pensaba: ¿soy verdaderamente sincero en esta carta? Daría un año de mi vida por poder conversar con él esta noche y, mientras le hablase, observarle su expresión. Qué difícil es conocer la verdad. Me pregunto si es posible ser absolutamente veraz cuando se está solo. La verdad, como el tiempo, es una idea que emana y depende del contacto humano. ¿Cuál es la verdad de una montaña de África que no tiene nombre ni la cruza ningún sendero? La verdad de este camino es que conduce a Pisa, y la verdad de Pisa puede encontrarse en los libros que escriben y leen los seres humanos. ¿Cuál es la verdad de un hombre en una isla desierta? Y por lo que a mí respecta, soy como un hombre en una isla desierta. Cuando era estudiante, mis amigos solían reírse de mí porque tenía la costumbre de mirarme en los espejos, y de decorar con espejos mis habitaciones. Lo atribuían a mi vanidad personal. Pero en realidad no era eso. Me miraba para ver cómo era. El espejo le dice a uno la verdad sobre sí mismo. Recordó, con un estremecimiento de repugnancia, cómo de niño lo habían llevado a visitar la sala de los espejos del Panoptikon de Copenhague, donde te ves reflejado a derecha e izquierda, en el techo e incluso en el suelo, en un centenar de espejos, cada uno de los cuales deforma y pervierte tu cara y tu figura de maneras diferentes —acortándola, alargándola, ensanchándola, comprimiéndola, y conservando, no obstante, cierta semejanza—, y pensó cuán parecida a eso era la vida real. Tu propio yo, tu personalidad y existencia, se reflejan en el espíritu de cada una de las personas con las que te relacionas y convives a la manera de un retrato, de una caricatura de ti mismo que se nutre de tu verdad y, en cierto modo, pretende encarnarla. Incluso un retrato favorecedor es una caricatura y una mentira. Un espíritu amistoso y comprensivo como el de Karl, pensó, es como un espejo veraz para el alma, y eso es lo que hace tan preciosa para mí su amistad. Y el amor debería serlo aún más. Significaría, en los caminos de la vida, la compañía de otro espíritu en el que se reflejarían tus propias venturas y desventuras, probándote que no todo es ensueño. La idea del matrimonio ha sido para mí la presencia en mi vida de alguien con quien poder hablar mañana de las cosas que sucedieron ayer.

Suspiró, y sus pensamientos volvieron a la carta. En ella trataba de explicar a su amigo los motivos que le habían alejado del hogar. Había tenido la desgracia de casarse con una mujer muy celosa. No es que tenga celos de otras mujeres, pensó. En realidad, eso es lo que menos le preocupa; porque, en primer lugar, sabe que puede prevalecer frente a casi todas ellas, ya que es más encantadora y tiene más talento que ninguna; y en segundo lugar, sabe lo poco que ellas significan para mí. El propio Karl recordará que las pequeñas aventuras que tuve en Ingolstadt significaron para mí menos que la ópera, cuando venía una compañía de cantantes a representarnos Alceste o Don Giovanni; menos incluso que mis estudios. En cambio, tiene celos de mis amigos, de mis perros, del bosque de Lindenburg, de mis armas y mis libros. Tiene celos de las cosas más absurdas.

Recordó algo que había ocurrido unos seis años después de su boda. Había entrado en la habitación de su esposa a llevarle unos pendientes que había pedido a un amigo que le comprase en París, de una testamentaría del duque de Berry. Siempre había sido aficionado a las joyas, y sabía apreciar su calidad y su talla. A veces incluso le había fastidiado que no pudieran llevarlas los hombres, y una vez casado se había dado el gusto de hacer que realzasen la belleza de su joven esposa, a la que le sentaban tan bien. Estos pendientes eran muy hermosos, y se alegró tanto de conseguirlos que había querido ponérselos él, y luego le había sostenido el espejo para que se viese. Ella lo observó, y se dio cuenta de que su mirada estaba fija en los diamantes y no en su cara. Se los quitó rápidamente y se los devolvió. «Me temo —dijo con los ojos secos, más trágicos que si hubiesen estado arrasados en lágrimas— que no tengo el mismo gusto que tú por las cosas bonitas». A partir de ese día dejó de llevar joyas y adoptó un estilo de ropa austero como el de una monja; pero con tanta gracia y elegancia que produjo sensación, y dio lugar a toda una escuela de imitadoras.

¿Cómo hacer comprender a Karl, pensó Augustus, que tiene celos de sus propias joyas? Seguramente no hay nadie que pueda entender semejante insensatez. Lo que sé es que yo no la comprendo, y a menudo pienso que la hago tan infeliz como me hace ella a mí. Esperaba encontrar en mi esposa a alguien con quien poder ser absolutamente franco, con quien poder compartir cada movimiento de mi espíritu. Pero con Malvina, eso es lo más imposible de todo. Me ha obligado a mentirle veinte veces al día, a engañarla incluso con la mirada y la voz. No, estoy seguro de que no podía continuar, y que he hecho bien en dejarla; porque mientras estuviera con ella, siempre sería lo mismo.

Pero ¿qué me ocurrirá ahora? No sé qué hacer conmigo ni con mi vida. ¿Puedo confiar en que el destino me tienda la mano por una vez?

Se sacó un pequeño objeto del bolsillo del chaleco y lo miró. Era un frasquito de esencia como los que solían usar las damas de la generación anterior, en forma de corazón. Tenía pintado un paisaje con grandes árboles y un puente sobre un río. En el fondo, en lo alto de un cerro o una peña, había un castillo de color rosa con una torre, y debajo, en una franja, había escrito: Amitié sincère.

Sonrió al pensar que este frasquito había jugado un papel en su decisión de viajar a Italia. Había pertenecido a una tía soltera de su padre que fue una belleza en su tiempo, y a la que él había tenido especial afecto. De joven, esta dama había visitado Italia, y había sido huésped de ese mismo palacio de color rosa; y todos sus sueños de amor y aventura estaban ligados a él; había tenido fe en su frasquito de esencia, convencida de que la curaría de cualquier dolor de muelas o de corazón. De pequeño, Augustus había compartido estas fantasías de su tía, y se había inventado historias sobre las cosas hermosas que podía haber en dicho edificio, y la vida feliz que discurriría en él; ahora que hacía muchos años que esta tía había muerto, nadie sabía dónde se hallaba. Quizá algún día, pensó, cruce yo ese puente bajo los árboles, y vea la peña y el castillo delante de mí.

¡Qué misterioso y difícil es vivir!, pensó. ¿Y qué sentido tiene todo? ¿Por qué mi vida me parece tan terriblemente importante, más importante que nada de cuanto haya sucedido jamás? Puede que dentro de cien años la gente lea sobre mí, y sobre mi tristeza de esta noche, y le parezca meramente entretenido, si es que llega a eso.

II. El accidente

En ese momento un estrépito terrible, detrás de él, interrumpió sus pensamientos. Se volvió, y el sol poniente le dio en los ojos de manera que le deslumbró, y durante unos segundos vio el mundo como si fuese todo de plata, oro y llamas. Un coche grande venía hacia él envuelto en una nube de polvo, a tremenda velocidad, con los caballos lanzados a un galope salvaje, sacudiendo el carruaje de un borde al otro del camino. Mientras miraba, le pareció ver caer rodando dos figuras humanas. Eran, efectivamente, el cochero y el lacayo, que habían salido despedidos del pescante. Por un momento, Augustus pensó interponerse en la trayectoria de los caballos para detenerlos, pero algo del carruaje cedió antes de que llegara hasta él: primero un caballo y luego el otro se soltaron y pasaron junto a él al galope. El coche se precipitó a un lado del camino, donde se detuvo en seco, perdiendo una de las ruedas de atrás. Augustus corrió hacia allí.

Echado contra el asiento del destrozado carruaje, ahora tumbado en el polvo, había un viejo calvo de cara refinada y nariz larga. Miró a Augustus a los ojos; pero estaba tan mortalmente pálido y tan inmóvil que éste se preguntó si no habría muerto.

—Permítame que le ayude, señor —dijo Augustus—. Ha sufrido un horrible accidente, aunque espero que no esté herido de gravedad.

El anciano lo miró como antes, con ojos desconcertados.

Una muchacha que iba en el asiento de enfrente y había caído a cuatro patas entre cojines y cajas comenzaba ahora a emerger con sonoras lamentaciones. El anciano volvió los ojos hacia ella.

—Ponme el sombrero —dijo.

La doncella, como averiguó Augustus que era, tras algún forcejeo, cogió un gran sombrero con plumas de avestruz y consiguió ajustárselo al viejo en la calva. Sujetos en el interior del sombrero había abundantes rizos plateados, y en un instante el anciano quedó transformado en una elegante señora mayor de aspecto respetable. El sombrero pareció tranquilizarla. Incluso logró esbozar una vaga sonrisa de agradecimiento a Augustus.

El cochero acudió ahora corriendo, todo cubierto de polvo, mientras el lacayo seguía tendido en mitad del camino mortalmente desvanecido. También los de la osteria habían salido con los brazos en alto y profiriendo grandes exclamaciones de compasión. Uno de ellos recuperó un caballo, y a cierta distancia dos campesinos trataban de detener al otro. Entre todos sacaron a la vieja dama del destrozado carruaje y la trasladaron a la mejor habitación de la posada, adornada con una cama enorme de cortinas rojas. Todavía estaba pálida como un cadáver, y respiraba con dificultad. Al parecer se había roto el brazo derecho por encima de la muñeca; pero no sabían qué otro daño había podido sufrir. La doncella, que tenía unos ojos grandes y redondos como botones, se volvió a Augustus y le preguntó:

—¿Es usted médico?

—No —dijo la vieja dama desde la cama, con voz muy débil, jadeante de dolor—. No es ni médico ni sacerdote; ni me hace falta ninguna de las dos cosas. Es un noble, y es la única persona que ahora necesito. Salgan todos de la habitación, y déjenme a solas con él.

Cuando estuvieron solos le cambió la expresión, y cerró los ojos; luego le dijo a Augustus que se acercara más, y le preguntó cómo se llamaba.

—Conde —dijo tras un breve silencio—, ¿cree usted en Dios?

Tan directa pregunta confundió a Augustus; pero al descubrir sus pálidos ojos fijos en él, contestó:

—Ésa era precisamente la pregunta que me estaba haciendo en el instante en que se desbocaron los caballos. No lo sé.

—Existe un Dios —dijo ella—, y hasta los más jóvenes se darán cuenta algún día. Voy a morir —prosiguió—; pero no puedo, no quiero hacerlo, hasta que haya visto a mi nieta otra vez. ¿Quiere usted, como persona de noble cuna y espíritu elevado, encargarse de encontrarla y traérmela aquí? —guardó silencio, y una extraña serie de expresiones cruzaron por su semblante—. Dígale —dijo— que no puedo levantar la mano derecha, y que quiero darle mi bendición.

Augustus, tras un momento de perplejidad, le preguntó dónde podía encontrar a la joven.

—Está en Pisa —dijo la abuela—, y se llama Donna Rosina di Gampocorta. Si hubiese estado en este país hace nueve meses, le sonaría el nombre, porque entonces nadie hablaba de otra cosa.

Su voz era tan débil que Augustus tenía que mantener la cabeza muy cerca de la almohada; y por un momento pensó que todo había terminado. Entonces ella pareció hacer acopio de fuerzas; le cambió la voz y sonó alta y clara; pero Augustus no estaba seguro de que lo viese, o que supiese dónde estaba: una débil coloración sonrosada asomó a sus mejillas; sus párpados, como gruesos crespones, temblaban ligeramente. Extrañas y profundas emociones parecían sacudir todo su ser.

—Quiero contarle mi historia —dijo—, a fin de que comprenda por qué le pido que haga esto por mí.

III. La historia de la vieja dama

—Soy vieja —dijo—, y conozco el mundo. No me aferro a él porque lo conozco lo bastante para darme cuenta de que todo aquello a lo que una se aferra acaba por gobernarla o cansarse de ella. No me aferro ni siquiera a Dios por la misma razón. No pretenda compadecerme porque voy a morir: creo que es efectivamente más comme il faut estar muerta que viva.

»He tenido amantes, un marido, cientos de amigos y admiradores. He amado en mi vida a tres personas, y de las tres sólo me queda una: la joven Rosina.

»Su madre no era hija mía; fui su madrastra. Pero nos queríamos más de lo que se han querido nunca una madre y una hija. No tenía más remedio que ser así, ya que desde mi juventud le cogí verdadero terror al parto, y cuando me pidió en matrimonio un viudo cuya primera esposa había muerto al dar a luz, puse como condición no darle hijos; y él, por mi belleza y mi riqueza, aceptó: la joven Anna era tan bonita que he visto con mis ojos a la imagen de San José de la basílica volver la cabeza para mirarla, al recordarle la gracia de la Virgen en la época en que estaban prometidos. Sus pies eran como picos de cisne, y el zapatero nos hacía los zapatos con la misma horma. La eduqué en la conciencia de que la belleza de una mujer es la obra cumbre de Dios, y de que no se debe entregar; pero a los diecisiete años se enamoró de un hombre, de un soldado concretamente..., porque fue en la época de las guerras de los franceses y su horrible emperador. Se casó con él y lo siguió, y un año más tarde murió en medio de atroces sufrimientos, como su madre.

»Aunque jamás he sentido el menor interés por ningún varón, esperaba que fuese niño. Pero resultó ser niña, y fue confiada a mis cuidados, ya que el padre no podía tenerla con él, y de hecho murió con el corazón destrozado sólo unos meses más tarde, dejándola heredera de su gran fortuna, en su mayor parte botín de guerra.

»Así que, según mi nieta crecía, como comprenderá, yo no cesaba de pensar en la mejor manera de preparar un futuro para ella. ¿He dicho que la belleza de su madre era la obra cumbre del Todopoderoso? Pues no; resultó ser una prueba: la obra maestra de su arte fue Rosina. Era tan blanca que decían en Pisa que cuando bebía vino podía verse cómo le bajaba por la garganta y el pecho. Yo no quería que se casara, así que durante mucho tiempo me alegró ver que la criatura mostraba insensibilidad y desdén hacia los hombres, en especial hacia los brillantes y jóvenes galanes que la asediaban con su adoración. Pero me estaba haciendo vieja, y tampoco quería morir dejándola sola en el mundo. La mañana del día en que cumplió diecisiete años llevé a la iglesia de Santa Maria della Spina un preciado tesoro que durante muchos siglos había pertenecido a la familia de mi madre: un cinturón de castidad que uno de sus antepasados había mandado hacer en España cuando fue a luchar contra los infieles. Y como su esposa era sobrina de Fernando el Santo de Castilla, hizo que le engastaran cruces de rubíes. Lo ofrendé para que los santos me ayudaran a pensar qué debía hacer.

»Esa misma noche di un gran baile, en el que el príncipe Potenziani vio a Rosina, y pidió su mano. Y ahora, conde, le pregunto: ¿no fue una respuesta a mi plegaria? Porque el príncipe era un magnífico partido. Hoy es el hombre más rico de la región, ya que, como se sabe, su familia no deja de amasar dinero de una manera o de otra. Aunque es algo metido en años, se trata de una persona sumamente encantadora, un mecenas, un hombre de gustos refinados y muchas cualidades, y amigo mío de antiguo. Y yo sabía también que, aunque admirador de nuestro sexo, un capricho de la naturaleza le había incapacitado para ser amante o marido. Por vanidad o debilidad no le gustaba que esto se supiese, y solía rodearse de las más caras cortesanas; la gente lo temía, de manera que su secreto no trascendió. Pero yo me había llegado a enterar porque hacía años había sido uno de mis más grandes admiradores, y lo había querido mucho. Así que me sentí tan dichosa y agradecida que vi mi propia cara sonreírme en el espejo, como la cara de un espíritu bienaventurado.

»La misma Rosina acogió con agrado las proposiciones del príncipe, y durante un tiempo le tuvo gran simpatía por su ingenio y sus modales encantadores, y los costosos regalos de que la hacía objeto. Había sido anunciado ya el compromiso cuando, una noche en que me había retirado a descansar, entró Rosina en mi habitación envuelta en su bata de satén rojo. Se quedó de pie, a la luz de la vela, hermosa como un joven San Miguel al frente de las huestes celestiales, y me anunció, como si aquello fuese una feliz noticia para mí, que se había enamorado de su primo Mario, y que jamás se casaría con nadie más que con él. Ya en ese instante sentí desfallecer mi corazón. Pero dominé mi semblante, y me limité a recordarle que el príncipe era un tirador certero y que, pensara lo que pensase de su primo, debía apartarse de él si de verdad lo quería. Ella se contestó como si se hubiese enamorado de la misma muerte.

»A mí no me desagradaba Mario, porque siempre he tenido especial debilidad por la familia de mi marido, aunque todos adolecen de una especie de excentricidad, que en este joven se concretaba en una pasión por la astronomía. Pero como marido, no podía compararse con el príncipe; y, además, sólo tenía que verlos juntos, a Rosina y a él, para darme cuenta de que cualquier debilidad por mi parte en este asunto la llevaría en nueve meses a la tumba con su madre. A Rosina se le habían subido a la cabeza los halagos del príncipe: imaginaba que si quería la luna, la tendría; mucho más si se trataba de su primo. Cuando vi que persistía en su quimera la llamé ante mí y le expliqué la situación. Pero sabe Dios qué le ha pasado a la generación de mujeres nacidas después de la Revolución Francesa y de las novelas de esa tal Madame de Staël: no les basta con tener riqueza, posición social y un marido complaciente; quieren hacer el amor como recibíamos nosotras el santo Sacramento.

Aquí la vieja dama interrumpió su relato.

—¿Es usted casado? —preguntó.

—Sí, lo soy —le contestó el joven.

—Entonces —prosiguió, como satisfecha de la respuesta—, no hace falta que le explique la insensatez de esas ideas. Rosina era tan terca que no pude razonar con ella. Si al final me hubiese dicho que lo que quería era tener nueve hijos, no me habría sorprendido.

»He llegado a una edad en que no soporto bien que me lleven la contraria. Me enfurecí con ella, como me habría enfurecido con un bandido al que hubiera visto echarla sobre su caballo para llevársela a las montañas. Le dije al príncipe que debíamos acelerar la boda, y mantener a Rosina encerrada en la casa. Viví todos esos meses en un estado de desasosiego tal que apenas dormía, y cada noche era como hacer un viaje alrededor del mundo.

»Rosina tenía una amiga, Agnese della Gherardesci, a la que toda la vida quiso tanto como a mí. Una vez, estando bordando las dos, se pincharon el dedo, mezclaron sus sangres y sellaron así su hermandad. La familia de esta joven había dejado que se criase sin trabas, y se había convertido en hija de la época. Se le había metido en la cabeza la idea de que se parecía a Lord Byron, de quien se hablaba tanto, y solía vestirse y montar a caballo como un hombre, y escribir poesías. Por contentar a Rosina, hice que Agnese viniera a estar con ella la semana antes de la boda. Pero las muchachas son demonios cuando consideran que está en juego un amorío, y creo que Rosina se las ingenió para mandarle cartas a Mario.

»La mañana antes de la boda, cuando el príncipe y yo creíamos que todo iba bien, Agnese alquiló un coche, salió Rosina furtivamente de la casa, subió en él y emprendieron el camino de Pisa. Una doncella fiel me alertó, subí a mi coche y las seguí inmediatamente. Hacia mediodía alcancé el despreciable carruaje por el camino, conducido por Agnese envuelta en una capa de cochero, con los caballos a punto de reventar, mientras que los míos seguían tan frescos.

»Cuando Rosina vio que me acercaba a toda velocidad, bajó. Yo también bajé al camino al llegar a su altura, pero ninguna de las dos dijimos una sola palabra. Le mandé subir a mi coche, sin mirar siquiera a su amiga, y le dije al cochero que diese la vuelta. En ese camino hay una capilla con algunos árboles. Cuando llegamos a ella Rosina me pidió permiso para detener el coche y entrar un momento. Yo me dije: “Va a hacer algún voto”; bajé y entré con ella en la pequeña ermita. Pero en la oscuridad del recinto, con olor a incienso frío, comprendí con desaliento que el corazón de una joven es una iglesia oscura, un lugar misterioso, y que de nada le sirve a una vieja intentar penetrar en él. Rosina fue derecha al altar y cayó de rodillas. Miró a la Virgen a la cara, y salió a continuación, dejándome allí como si fuese una vieja campesina que rezaba a solas. Me sentí angustiada, ya que no conseguí formular una plegaria. Fue como si me hubiesen informado de que la Virgen y los santos se habían vuelto sordos. Cuando salí y la vi de pie junto al coche mirando hacia Pisa, le hablé. “Yo sé, aunque puede que tú no —dije—, la locura que representa permitir que el pensamiento de un hombre se interponga entre nosotras. Y ahora hago una promesa igual que tú: como espero que algún día entremos juntas en el Paraíso, juro que, mientras sea capaz de levantar la mano derecha, no daré mi bendición a tu matrimonio, a menos que sea con el príncipe”. Rosina me miró, hizo una reverencia como cuando era niña y no dijo nada. Al día siguiente se celebró la boda con gran esplendor.

»Un mes después de la boda Rosina solicitó del Papa la anulación de matrimonio alegando que no se había consumado.

»Esto causó un gran escándalo. Para empezar, el príncipe tenía amigos influyentes, mientras que ella estaba sola, y era muy joven e inexperta; pero persistió con asombroso empeño, hasta que al final se convirtió en tema único de conversación en todas partes, y la gente se puso a su favor. El príncipe no era popular, sobre todo debido a su desdichada pasión por el dinero; y las aventuras amorosas, como usted sabe, despiertan simpatía en las clases inferiores. Acabaron considerándola una especie de santa, y cuando por fin consiguió ayuda para ir a Roma, la gente allí la rodeó en las calles y la aplaudió como si se tratase de una prima donna de la ópera. El príncipe se comportó como un loco y utilizó su influencia para expulsar de Pisa a Mario, lo cual, dadas las circunstancias, fue lo más estúpido que podía haber hecho, y se burló de la Iglesia y escandalizó al pueblo.

»Rosina se arrojó a los pies del Santo Padre con certificados de todos los médicos y comadronas de Roma. El príncipe cayó desvanecido cuando se lo contaron, y estuvo tres días sin poder hablar. Tuvo que cerrar las ventanas para no oír cantar en la calle canciones sobre la Virgen de Pisa, y siguió mordiéndose las uñas al imaginar la dicha de los dos jóvenes; en lo cual creo que tenía razón, porque tan pronto como ella tuvo del Papa la carta de anulación se casaron.

»Durante ese tiempo, aunque no cesaba de oír el rumor de su nombre a mi alrededor, me había negado a verla, y trataba de no pensar en ella. Pero ¿qué le queda en el mundo a una vieja, para borrar de su cabeza cosas en las que ha pensado durante diecisiete años porque no quiere pensar más en ellas?

»Hace dos meses me dijeron que mi nieta iba a dar a luz. Aunque naturalmente yo estaba preparada, fue como el último golpe para mí. Casi me mató. Pensé en su madre y en mi promesa solemne. Dejé de creer en los santos. Día y noche tenía ante mí la imagen de Rosina tal y como la había visto en la capilla, y el corazón se me llenaba de una amargura como no está bien que soporte una mujer de mi edad. Finalmente, renuncié a pensar en el Paraíso, porque consideraba que cien años en él no merecían una semana en su casa de Italia. Durante mucho tiempo he estado demasiado enferma para viajar, pero ayer salí para Pisa.

»Ahora, amigo mío, ya ha oído toda mi historia, y le dejo que medite sobre los caminos de la Providencia.

Aquí hizo una larga pausa. Cuando, asustado, Augustus la miró a la cara, vio que la tenía hundida. Parecía haber encogido; pero bajo unos párpados de cera, sus ojos seguían fijos en él.

—Estoy preparada para dejar este mundo —dijo—, que a estas alturas debe de conocerme de memoria, como yo lo conozco a él. Ya no tenemos nada que decirnos. Me parece curioso encontrarme capaz de sentir tanto afecto y tanto interés por esta vieja Carlotta di Gampocorta que no tardará en desaparecer, al punto de que no puedo dejarla ir sin darle una oportunidad de reunir, y perdonar, a los que le han faltado. Pero ¿qué quiere usted? No es fácil cambiar de hábitos a mi edad. ¿Irá a buscarla por mí?

Su brazo izquierdo se movió sobre la sábana como tratando de alcanzar la mano de él. Augustus tocó aquellos dedos fríos: «Señora, estoy a su disposición», dijo. Ella aspiró profundamente y cerró los ojos. Él se apresuró a llamar al médico, al que habían mandado a buscar al pueblo.

Augustus ordenó a sus criados que lo preparasen todo para partir de madrugada, y como quería enviar la carta antes de salir, la reanudó para terminarla. Al releer sus reflexiones sobre la vida, pensó que su tristeza podía preocupar al buen Karl; así que cogió la pluma y añadió dos versos del Fausto de Goethe, cita favorita de su amigo con la que muchas veces, en Ingolstadt, zanjaba sus discusiones:

Un hombre bueno, aun con las aspiraciones más oscuras,

conserva el instinto del camino recto...

Y, medio sonriendo, selló la carta.

IV. Las aflicciones de la joven dama

En la siguiente posada —que era la última antes de llegar a Pisa, y tenía más casas, carruajes y gente a su alrededor, de manera que se notaba ya la cercanía de una gran ciudad—, se detuvo frente a Augustus un faetón del que bajó un joven delgado con una gran capa oscura y un viejo mayordomo que se parecía a Pantalone. Estaba anocheciendo. Habían surgido unas cuantas estrellas en el azul intenso del cielo, y soplaba una ligera brisa. Augustus tenía la sensación de estar verdaderamente en el camino donde encuentran tanta dicha los auténticos viajeros. Se había cruzado con tantos a lo largo del día —a caballo y en asno, en coche, en carreta de bueyes y en carro de mulas— que parecían seguir una dirección en la vida, y sería extraño que él no tuviese ninguna. La luz de la lámpara, los ruidos, el olor a humo de leña, a grasa y a queso que le llegaban de la casa le resultaban agradables. El aire de Italia parecía bajar de las montañas y cruzar los ríos para estrellarse blandamente en su rostro.

Esta osteria había sido en otro tiempo pabellón de una gran villa: tenía una estancia amplia y hermosa con frescos en las paredes. Al entrar, encontró al viejo posadero poniendo la mesa junto a la ventana abierta con ayuda de dos sirvientes, al tiempo que sostenía con ellos una acalorada discusión, tarea que dejó para dar la bienvenida a su huésped y asegurarle que haría lo posible por complacerle. Pero todos estos distinguidos huéspedes que estaban llegando a un tiempo a una casa tan deseosa de mantener su renommé lo tenían casi abrumado. Porque el príncipe Potenziani iba a llegar dentro de media hora, y con él su joven amigo el príncipe Giovanni Gastone. Eran personas que sabían juzgar la calidad de una comida, y habían encargado codornices; pero el cocinero se había equivocado al prepararlas. Augustus preguntó si el joven al que había visto llegar era el príncipe Giovanni. Ah, no, dijo el viejo, sin duda era otro cliente rico y exigente. Pero ¿era posible que milord no hubiese oído hablar del príncipe Nino? Era un joven como no podía encontrarse otro fuera de Toscana. De pequeño había sido tan precioso que lo habían tomado como modelo para el Niño Jesús del cuadro de la catedral. A donde iba, la gente lo adoraba. Porque era un patriota, un verdadero hijo de Toscana. Aunque su ambiciosa madre lo envió a las cortes de Viena y de San Petersburgo, había regresado decidido a no hablar otra lengua que la de los grandes poetas. Sus palazzi funcionaban a la vieja manera toscana: mantenía una orquesta que tocaba únicamente música italiana; sus caballos corrían en las carreras clásicas, y cuando terminaba la vendimia, las fiestas —en las que se bailaban viejas danzas, las vírgenes de los pueblos pisaban la uva desnudas y los improvvisatori recitaban a la antigua usanza— rememoraban antiguos tiempos felices.

Con un paño grasiento bajo el brazo y sus negros ojillos puestos en cada movimiento de los criados, el viejo tenía aún suficiente vivacidad de espíritu para entretener con gran encanto a su huésped extranjero. ¿No echó del escenario el príncipe Nino a un cantante alemán, cuando éste tuvo la osadía de aparecer en la ópera de Cimarosa Ballerina Amante, y cantó él mismo la parte entera ante un auditorio extasiado? En cuanto al bello sexo —aquí la ancha cara del posadero pareció concentrarse en un punto, tan absorto estaba en la confidencia—, milord debe de saber por sí mismo, si deciden cruzarse en el camino de un hombre, qué es lo que el príncipe puede hacer. Pero incluso en eso había demostrado ser un auténtico hijo de su país. Porque podía haberse casado con una archiduquesa, y la misma hermana del zar de Rusia se enamoró locamente de él cuando estuvo en la corte de San Petersburgo; pero él citó las palabras del exquisito Redi en su Bacco in Toscana, y dijo que sólo los barriles de vino de Toscana gemirían bajo sus caricias. También se decía que no siempre importaba su invencibilidad a los maridos de Toscana tanto como podría suponerse, ya que la mujer que había sido del príncipe Nino jamás se dignaba aceptar a otro amante, y más de una dama coqueta abandonada por él había regresado a vivir con su marido y sus recuerdos. Era una lástima que la manera en que había disipado las riquezas de su casa, e incluso las de su madre, le hubiera dejado a merced del viejo príncipe Potenziani, que le prestaba dinero. Decían que últimamente había cambiado. Se le había oído decir que se había cruzado un milagro en su camino, lo que le había hecho creer en los milagros. Algunos pensaban que se le había aparecido en sueños la reina santa Matilde, de su propia casa, y había hecho que su corazón se apartase de las cosas del mundo. Aquí uno de los camareros cometió tal torpeza al poner la mesa que el viejo, como dando un tremendo salto espiritual, dejó en suspenso la conversación. Poco después volvió sonriente, aunque en silencio, con el vino que Augustus había pedido, y lo dejó tras una profunda inclinación.

Dos viejos sacerdotes estaban sentados ante su vino, junto a las ascuas encendidas de la chimenea que hacían brillar sus sotanas grasientas, y el joven que había bajado del faetón bebía café, meditabundo, en un vaso que su viejo criado le había traído, acomodado en un banco bajo un cuadro con ángeles visitando a Abraham; su figura era tan gallarda que Augustus, eterno admirador de la belleza, al encontrar en su rostro puro y absorto cierto parecido con el de su amigo Karl cuando era adolescente, volvió su mirada errabunda hacia él. Cuando el viejo mayordomo entró a comunicarle que se había suscitado una discusión entre el lacayo del joven y el suyo propio por las mejores plazas del establo, Augustus aprovechó la ocasión para preguntarle sobre el camino de Pisa, y le rogó que tomase una copa de vino con él. El joven declinó cortésmente la invitación, diciendo que jamás bebía vino; pero al descubrir que Augustus era extranjero y desconocía el camino, se sentó con él un momento para darle la información que quería. Mientras hablaba, el joven apoyó el brazo izquierdo sobre la mesa; y Augustus, al verlo, pensó cuán claramente se notaba, al hablar con la gente de este país, que habían vivido en palacios de mármol y habían escrito sobre filosofía mientras sus propios antepasados, en los grandes bosques, andaban fabricándose armas de piedra y vistiéndose con pieles de oso cuya sangre caliente se bebían. Para formarse una mano y una muñeca como aquéllas hacía falta seguramente un milenio, pensó. En Dinamarca, todo el mundo tiene las muñecas y los tobillos gruesos; y cuanto más al norte, más gruesos.

El joven se ruborizó complacido al saber que Augustus venía de Dinamarca, y le dijo que era la primera persona del país del príncipe Hamlet con que topaba en su vida. Parecía conocer muy bien la tragedia inglesa, y habló como si Augustus acabase de llegar directamente de la corte del rey Claudius. Su cortesía italiana le impidió demorarse en los trágicos sucesos, como si Ofelia hubiese sido la prima recién fallecida del otro joven; pero recitó el monólogo con gran encanto, y dijo que había estado a menudo, con el pensamiento, en Elsinor, en la cima espantosa del acantilado que se adentra terrible en el mar. Augustus no quiso decirle que Elsinor era completamente llana; en vez de eso, le preguntó si escribía poesía.

—Ah, no —dijo el joven sacudiendo sus rizos de color castaño—; antes solía escribir, pero hace un año que lo he dejado.

—Creo que ha hecho mal —dijo Augustus, sonriendo—. La poesía es, sin duda, uno de los deleites de la vida, y nos ayuda a sobrellevar la monotonía del mundo.

El joven pareció intuir que había encontrado aquí a un hermano o amigo del desventurado príncipe danés, y esto le inclinó a abrir su corazón al extranjero.

—Me ha ocurrido algo —dijo tras un breve silencio— que me ha impedido volver a la poesía. He escrito comedias y tragedias, pero no he logrado adaptarla ni a las unas ni a las otras —y tras otra breve pausa, añadió—: Ahora voy a Pisa a estudiar astronomía.

Tenía un ademán grave y amable que atraía a Augustus, quien también había dedicado mucho tiempo, en Ingolstadt, al estudio de los astros. Hablaron un rato de esto, y Augustus contó al joven cómo el gran astrónomo danés Tycho Brahe había mandado construir un cuadrante de diecinueve pies y una esfera celeste de cinco pies de diámetro.

—Yo quiero estudiar astronomía —dijo el joven— porque ya no puedo soportar la idea del tiempo. Es como una prisión para mí, y si pudiese liberarme de ella completamente, creo que sería feliz.

—Yo también he pensado eso —dijo Augustus meditabundo—; sin embargo, creo que si nos dijesen que un simple instante de nuestra vida, incluso uno de los que nosotros consideramos más felices, iba a durar eternamente, concluiríamos que habíamos alcanzado, no la dicha eterna, sino el perpetuo sufrimiento —recordó con tristeza cómo le había vuelto esta vieja reflexión en determinado momento de su noche de bodas. El joven pareció seguir el curso de su pensamiento con simpatía.

—Mi desventura, signore —dijo un momento después, con su rostro lozano algo más pálido y los ojos más oscuros que antes—, ha sido tener siempre delante el recuerdo de una única hora en mi vida. Hasta esa hora, solía pensar con placer en el pasado y en el futuro, así como en el presente, y el tiempo era como un camino a través de un paisaje agradable por el que podía vagar a mi antojo. Pero ahora no puedo apartar el pensamiento de esa única hora: cada uno de sus segundos parece más grande que años enteros del resto de mi vida. Debo huir de ella a donde el tiempo no exista. Sé que algunas personas recomendarían la idea de infinitud moral, según enseña la religión, como el verdadero refugio; pero ya lo he intentado y no me sirve. Al contrario, el pensamiento de la omnipotencia de Dios, el libre albedrío del hombre, el Cielo y el infierno, todo me devuelve los pensamientos que deseo apartar. Quiero regresar a la infinitud del espacio, y por lo que he oído decir, parece que el curso de los planetas y las estrellas, sus elipses y sus círculos en el espacio infinito tienen el poder de orientar la mente hacia nuevos caminos. ¿Lo cree usted también así, signore?

Augustus pensó en la época, no hacía muchos años, en que consideraba las esferas como su verdadero hogar.

—Creo —dijo con tristeza— que la vida tiene su ley de gravitación espiritual, igual que física. Propiedades, mujeres... —miró por la ventana. En el cielo azul del atardecer primaveral destacaba Venus espléndido como un diamante.

El joven se volvió hacia él.

—No me habrá tomado por un hombre, ¿verdad? —dijo—. No lo soy; y con su permiso, me alegro de no serlo. Comprendo, como es natural, la gran obra que han realizado los hombres; pero creo que el mundo sería un lugar mucho más tranquilo si los hombres no viniesen tan a menudo a destruir lo que amamos.

Augustus se quedó desconcertado al descubrir que había estado tratando a una joven como si fuese un muchacho; pero no tenía por qué excusarse, puesto que no era suya la culpa. Se apresuró a presentarse, y a preguntar si podía serle de alguna ayuda en su viaje. La joven, sin embargo, no alteró lo más mínimo su ademán, y se mostró totalmente indiferente a los cambios que su información podía haber causado en él. Siguió sentada en la misma postura, con sus finas rodillas cruzadas bajo la capa, y las manos entrelazadas alrededor de una de ellas. Augustus pensó que jamás había hablado con una joven cuyo principal interés en la conversación no fuera la impresión que ella misma producía en su interlocutor, y concluyó que eso era, por lo general, lo que le hacía penoso y aburrido hablar con las mujeres. La manera en que esta joven manifestaba un interés amistoso y confiado por él, sin estar pendiente de lo que pensaba de ella, le resultó nueva y agradable, como si de pronto se hubiese dado cuenta de que había estado toda su vida buscando tal actitud en una mujer. Ahora, deseaba poder alejarse él del tono convencional de conversación entre hombre y mujer.

—Es una pena que piense tan mal de nosotros —dijo pensativo—, porque estoy seguro de que todos los hombres que ha conocido han tratado de complacerla. ¿No va a decirme por qué es así? Porque me ha ocurrido muchas veces que una dama me ha dicho que yo la estaba haciendo desgraciada, y que deseaba verme muerto, en unos momentos en que hacía todos los esfuerzos por hacerla feliz. Han pasado tantos años desde que Adán y Eva estuvieron juntos en el Paraíso —miró hacia la pared del otro lado, donde se hallaban representados—, que es una pena que no hayamos aprendido a llevarnos mejor.

—¿Y no le preguntó a ella? —dijo la joven.

—Sí —contestó—; pero al parecer era nuestro sino no abordar estas cuestiones con el ánimo sereno. En cuanto a mí, pienso que las mujeres, por alguna razón, no quieren que lo sepamos. No quieren que haya entendimiento. Quieren movilizarse para la guerra. Pero me encantaría que alguna vez, en toda la historia de los hombres y las mujeres, se entrevistasen dos embajadores con disposición amistosa, y llegasen a una comprensión mutua. Es cierto —añadió al cabo de un momento— que conocí una vez en París a una mujer, una gran cortesana, que podía haber sido esa embajadora. Pero difícilmente le habría dado usted sus cartas credenciales o aceptado sus decisiones. No sé, siquiera, si no la habría considerado una traidora a su sexo.

La joven meditó un rato lo que acababa de oír.

—Supongo —dijo a continuación— que en su país celebran también reuniones, bailes, conversazioni, ¿no?

—Sí —dijo él—; así es.

—Entonces sabrá —prosiguió ella lentamente— que el papel del invitado es distinto del de un anfitrión o anfitriona, y que la gente no desea ni espera las mismas cosas de dos cometidos distintos.

—Creo que tiene razón —dijo Augustus.

—Pues bien, Dios —dijo ella—, cuando creó a Adán y a Eva —miró también al otro lado del local, donde estaban pintados—, dispuso que el hombre asumiese en este asunto el papel de invitado, y la mujer el de anfitriona. Por tanto el hombre se toma el amor a la ligera, porque en ello no están implicadas la honra y la dignidad de su casa. Y como es evidente, uno puede ser invitado de muchas personas de las que no quiera ser nunca anfitrión. Y dígame, conde, ¿qué es lo que quiere un invitado?

—Creo que si excluimos, como creo que debemos excluir aquí, al zafio que viene a que se le regale, aprovecharse de lo que puede y marcharse —dijo Augustus después de pensar un momento—, el invitado quiere en primer lugar diversión, que lo saquen de su monotonía o su rutina. En segundo lugar, el invitado amable quiere brillar, expandirse, proyectar su personalidad en torno suyo. Y en tercer lugar, quizá, quiere encontrar alguna justificación a su existencia. Pero ya que lo ha expuesto de forma tan encantadora, signora, dígame, por favor, ¿qué quiere una anfitriona?

—La anfitriona —dijo la joven— quiere que le muestren agradecimiento.

Aquí unas voces del exterior interrumpieron la conversación.

V. La historia del matón

Primero entró el posadero de la osteria, andando hacia atrás con un candelabro de tres brazos en cada mano, con sorprendente gracia y agilidad para sus años. Siguiéndolo venía el grupo de tres caballeros para los que había sido dispuesta la mesa, los dos primeros cogidos del brazo. Su llegada transformó la estancia en un segundo, tanta luz, colores y voces traían consigo..., incluso simple materia, ya que dos de ellos eran muy voluminosos.

El que llamó la atención de Augustus, y llamaba siempre la de cuantos había a su alrededor, era un hombre de unos cincuenta años, muy alto, ancho y enormemente grueso. Iba elegantemente vestido de negro, con una camisa de un blanco resplandeciente, gruesas sortijas y, en su gran estoque, un diamante de vivos centelleos. Llevaba el cabello teñido de negro azabache, y la cara pintada y empolvada. A pesar de su gordura y su corsé, se movía con singular gracia, como dotado de un ritmo particular. En conjunto, pensó Augustus, si pudiésemos librarnos por completo de la idea convencional de cómo ha de ser el aspecto de un ser humano, sería un objeto precioso y un adorno elegante en cualquier lugar; habría sido, por ejemplo, un ídolo impresionante y poderoso. Fue este hombre quien habló con una voz atiplada y penetrante, y al mismo tiempo extrañamente agradable.

—¡Oh, fascinante, fascinante, mi querido Nino —dijo—, estar juntos otra vez! Sabrás que he oído hablar de ti hace sólo una semana, y que habías comprado una Danae de Correggio y dieciséis caballos picazos de Cascine, para aparejarlos a tu coche.

El joven al que hablaba y cuyo brazo sujetaba parecía prestarle poca atención. Viéndolo, Augustus comprendió que la gente de la comarca debía de tener en mucho su belleza. Recientemente había visitado bastantes museos de pintura, y pensó que un joven San Sebastián, un Juan Bautista alimentado de miel y langostas del desierto, un joven ángel del sepulcro abierto, que hubieran bajado de un lienzo vestidos a la moderna, habrían tenido ese aspecto. Incluso había en el intenso tono castaño de su cabello, en su cara y en sus ojos, algo de pátina de los cuadros antiguos; daba la impresión, además, de no pensar en nada, lo que debe de ser natural en el Paraíso, donde no hace falta pensar.

El tercero del grupo era un joven alto, muy ricamente vestido también, de cabello rubio y rizado, y una cara sonrosada como la de un cordero, que se le prolongaba hacia abajo hasta un cuello grueso sin signo alguno de mandíbula. Iba absorto, escuchando al viejo, y no apartaba los ojos de él. Se sentaron los tres a comer a la luz de las velas que tenían sobre ellos.

La joven dama miró unos segundos al grupo de recién llegados, se levantó a continuación y, envolviéndose en su capa, abandonó la sala. Augustus la siguió afuera, donde su viejo criado la estaba esperando con una vela.

Cuando Augustus entró nuevamente le estaban sirviendo la cena a él, y se sentó ante un capón y un pastel decorado con crema batida de color rosado. El grupo que cenaba en la mesa más grande era tan ruidoso que le impedía pensar, y de cuando en cuando alzaba la vista hacia ellos. Observó que el anciano, si bien incitaba constantemente a beber a sus invitados, sólo bebía limonada, aunque se iba animando al mismo ritmo que ellos, como si estuviese dotado de una embriaguez natural que podía hacer aflorar sin ayuda externa. A Augustus le llegó su voz una de las veces en que tomó largo rato la palabra para contar una historia a los otros.

—En Pisa —dijo—, hace bastantes años, presencié cómo nuestro glorioso poeta, Monti, sacó su pistola y disparó sobre monseñor Talbot. Ocurrió en una cena como ésta; sólo que ahora somos tres. Y todo por una disputa sobre la condenación eterna.

»Monti, que entonces acababa de terminar su Don Giovanni, llevaba tiempo sumido en profunda melancolía, y no quería beber ni hablar; monseñor Talbot le preguntó qué le pasaba, y dijo que le extrañaba que no se sintiese feliz después de dar fin a un éxito tan grande. Y Monti le preguntó si no creía que podía abrumar el espíritu de un hombre haber creado a un ser humano que iba a arder eternamente en el infierno. Talbot sonrió y declaró que eso sólo les ocurría a las personas reales. A lo cual el poeta profirió una exclamación, y le preguntó si su don Giovanni no era real; y monsignore, todavía sonriéndose de que se lo tomara tan en serio, se recostó en su silla y explicó que él se refería a seres de carne y hueso.

»—¿De carne y hueso? —gritó el poeta—. ¿Puede dudar de que era de carne y hueso cuando sólo en España pueden encontrarse mil tres damas capaces de prestar testimonio al respecto?

»Monseñor Talbot le preguntó si se creía efectivamente un creador en el mismo sentido que Dios.

»—¿Dios? —exclamó Monti—. ¿Dios? ¿No sabe que lo que realmente quiere crear Dios es a mi don Giovanni, y al Odiseo de Homero, y al caballero de Cervantes? Muy probablemente, ésas son las únicas personas para las que se hicieron el Cielo y el infierno, ya que es inconcebible que un Dios Todopoderoso esté por los siglos de los siglos, en un mundo sin fin, con mi suegra y el emperador de Austria. La humanidad, los hombres y las mujeres de este mundo son sólo la escayola de Dios; y nosotros los artistas somos sus herramientas; y una vez terminada la estatua, en mármol o en bronce, nos elimina sin más. Cuando usted muera, probablemente se apagará como una vela sin dejar rastro; pero por las regiones seguirán vagando Orlando, el Misántropo y mi doña Elvira. Ése es el plan de la obra de Dios; y si nos parece un poco lento, ¿quiénes somos nosotros para criticarlo, dado que no sabemos absolutamente nada del tiempo y la eternidad?

»Monseñor Talbot, aunque gran admirador de las artes, empezó a sentirse incómodo ante tales opiniones heréticas, y se puso a censurárselas.

»—¡Bueno, pues vaya a averiguarlo por usted mismo entonces! —exclamó Monti; y apoyando en el borde de la mesa el cañón de la pistola con que había estado jugando, disparó sobre monsignore, sentado frente a él, de manera que cayó ensangrentado. Fue un asunto muy grave, ya que monseñor Talbot tuvo que sufrir una seria operación, y estuvo mucho tiempo debatiéndose entre la vida y la muerte.

Los jóvenes, que a todo esto habían bebido ya bastante, empezaron a bromear sobre dicha idea, sugiriendo al narrador las diversas formas de inmortalidad que podía conseguir en manos de los distintos poetas. En todo esto citaron muchos nombres y términos desconocidos para Augustus; sus voces, además, eran menos claras que la del anciano, de manera que sólo empezó a prestar atención otra vez cuando éste volvió a hablar.

—No, no, hijos míos —dijo—; yo tengo otras esperanzas. Pero dado que os puede venir bien pensar un poco en el otro mundo, y disipar, de paso, esa nueva melancolía de nuestro noble Nino que tiene apenada a la región entera, os contaré otra historia.

Se arrellanó en su silla, y durante su relato no volvió a tocar la comida ni la bebida. Augustus observó que, mientras hablaba, su joven y oscuro vecino, al que había llamado «su Nino», había adoptado la misma postura, de manera que de los tres, sólo el joven de cara ovejuna siguió disfrutando de los placeres de la mesa.

—Vivía en Pisa, amigos míos —empezó el anciano—, en tiempos de mi abuelo, un noble de elevada posición y cuantiosa fortuna que sufrió una triste experiencia: un joven amigo suyo, al que había favorecido con toda suerte de beneficios, se volvió contra él, con la ingratitud propia de los jóvenes, infligiéndole una tremenda ofensa que le puso en ridículo a los ojos del mundo. El noble era filósofo, y estimaba su paz espiritual por encima de todas las cosas de la vida. Cuando comprendió que este asunto iba a privarle del sueño, y que no tendría alegría ni recobraría la paz en tanto no obtuviese la sangre de su joven enemigo, decidió hacerlo así. Ahora bien, debido a su posición social y a otras circunstancias, no veía el modo de llevarlo a cabo personalmente; así que acudió a un joven matón de la ciudad. En aquellos tiempos aún se encontraba gente así. El joven en cuestión era de carácter derrochador; había contraído fuertes deudas, y se hallaba en tan desesperada situación que no encontraba otra salida que el matrimonio. El amigo de mi abuelo le dijo:

»—Quiero que todos salgamos absolutamente satisfechos de este asunto; te pagaré por mi paz espiritual lo que creo que vale, que es muchísimo. Hazme este servicio y saldaré tus deudas; incluso rescataré el pequeño rosario de tu abuela, de cuentas de coral, que has empeñado.

»Aceptó el matón, y lo planearon todo entre los dos.

Un gato enorme que había estado deambulando por el local saltó en ese momento sobre las rodillas del anciano que contaba la historia. Sin mirarlo siquiera, empezó a acariciarlo mientras proseguía su historia:

—El reloj daba las doce de la noche cuando se fue el matón; y como el amigo de mi abuelo sabía que no podría dormir hasta estar seguro de haber quedado zanjado el asunto, permaneció en vela en su habitación, a la espera de que regresase el joven, con una exquisita cena preparada. Justo cuando el reloj dio la una, entró el joven mortalmente pálido.

»—¿Ha muerto mi enemigo? —preguntó el noble.

»—Sí —dijo el matón.

»—¿Es seguro? —dijo su jefe, al que el corazón empezó a bailarle de alegría en el pecho.

»—Sí —dijo el matón—; si es que muere un hombre cuando le hundo mi estilete tres veces en el corazón hasta el puño. Todos tenemos que salir de este asunto totalmente satisfechos, dice usted. Ahora quiero beberme una botella de champán con usted.

»Y cenaron muy gratamente los dos.

»—¿Sabe —dijo el matón— qué es una pena?; que nos hayamos vuelto tan escépticos que ya no creamos en lo que nos decían nuestros piadosos abuelos. Porque me produciría una gran alegría pensar que usted y yo nos vamos a condenar eternamente.

»El noble se quedó sorprendido, y sintió pena del joven, porque le pareció que había perdido el juicio. Se sentía favorablemente dispuesto hacia él, así que trató de consolarlo.

»—Ha sido demasiado para ti —dijo—. Te he tomado por un hombre más fuerte. En cuanto a eso de la condenación eterna, comprendo lo que quieres decir, y creo que es muy probable que tengas razón. El asesinato que has llevado a cabo esta noche lo he cometido yo muchas veces en mi corazón, y las Sagradas Escrituras dicen que eso es como cometerlo materialmente. Los sofistas pueden demostrar incluso que tu papel aquí es enteramente ilusorio, y que puedes muy bien lavar tus ropas en la sangre del Cordero y dejarlas perfectamente blancas. Sin embargo, debo decir que lo que te he pagado lo he pagado por el trabajo que te has tomado y el riesgo que has corrido frente a las leyes de Pisa y los parientes de mi mortal enemigo. No había pensado en tu alma. A cambio de ese riesgo, aunque lo considero pequeño, te daré, además de lo que ya tienes, este anillo.

»Tras estas palabras se quitó un anillo que tenía un gran rubí, piedra muy valiosa, y se lo tendió al joven, que se echó a reír como si no hubiesen estado hablando de cosas sagradas, y se fue. Nuestro noble se acostó, y durmió bien por primera vez en muchos meses, en la conciencia de haber visto cumplido al fin su deseo, y también de haberse portado con gran generosidad con su matón.

Al llegar a este punto del relato, el gato cruzó por encima de la mesa y saltó al regazo del joven príncipe. Como si fuese la imagen de su vecino en un espejo, se puso también a acariciar suavemente al animal, recostado en su silla, mientras escuchaba.

—Pero su destino quiso que perdiera la fe en los seres humanos —prosiguió el anciano—: unas semanas más tarde, mientras gozaba, como en una segunda juventud, de la compañía de sus amigos, la música y la belleza del paisaje de los alrededores de Pisa, recibió una carta de un amigo de Roma en la que le contaba que su enemigo, por cuya muerte había pagado tan elevado precio, andaba por allí más lozano que nunca, y era muy admirado en la sociedad romana y en la corte papal.

»Esta última prueba de la perfidia humana, y de lo insensato que era tener fe en los amigos y subordinados, hirió profundamente a este hombre confiado. Cayó enfermo, y durante mucho tiempo padeció dolores en los ojos y en el brazo derecho, de manera que se retiró al balneario de Pyrmont para recuperarse. Pero omitiré este penoso período. Sólo que, como era inclinado a pensar, empezó a especular sobre su propio futuro y el de su matón, según lo habían abordado durante aquella cena. ¿Es efectivamente la intención, pensaba, lo único que pesa en la balanza, y lo que nos salva o nos condena, y la acción no importa en absoluto? Cuantas más vueltas le daba a esto, más comprendía que debía de ser así. Probablemente, pensó, incluso la intención conserva su peso sólo en tanto siga siendo intención nada más. Porque la acción anula el deseo. La manera más segura de dejar de desear a la mujer de tu prójimo es, sin duda, poseerla, y podemos amar a nuestros enemigos y rezar por quienes nos utilizan maliciosamente sólo si están muertos. Recordó cuán amablemente había pensado en su joven enemigo durante el breve período en que creía que había sido asesinado.

»Por tanto, pensó, el infierno estará lleno, con toda probabilidad, de gentes que no llevaron a cabo lo que pretendían hacer. El suyo es un gusano que no muere. Así que —dijo el anciano, al tiempo que su voz se volvía súbitamente baja y suave como una caricia—, como había perdido su fe en los matones, decidió que en el futuro ejecutaría sus planes personalmente. Pero había algo que le habría gustado saber —prosiguió con la misma voz suave— antes de apartar de su pensamiento toda tragedia: ¿cuánto había sacado el matón, al que tan espléndidamente había pagado, de la otra parte?

»Ésta, mi buen Nino, es mi historia, y espero no haberte aburrido con ella. Me harías un gran favor si me dijeses qué te parece.

Hubo un silencio. El joven príncipe se inclinó hacia delante, apoyó el codo en la mesa y la barbilla en la mano, y miró al anciano. Este movimiento fue tan parecido a los del gato que tenía encima que a Augustus le produjo un sobresalto.

—Sí; con su permiso —dijo—, me he aburrido un poco; porque creo que su historia es demasiado larga, y aún no ha terminado. Pongámosle fin esta noche.

Volvió a llenar su copa con la mano izquierda y vació la mitad. Luego, con un movimiento blando, como si hubiese bebido demasiado para hacer un esfuerzo violento, arrojó la copa, desde el otro lado de la mesa, a la cara del anciano. El vino se derramó por su boca escarlata y su empolvada barbilla. La copa fue a dar en su regazo, y de allí cayó al suelo, donde se rompió.

El joven del cabello rubio y rizado profirió una exclamación. Saltó y, sacando un pañuelito de encaje, trató de limpiar el vino de la cara del otro, como si fuese sangre. Pero el grueso anciano lo apartó. Su cara siguió unos momentos completamente inmóvil, igual que una máscara. Luego empezó a encenderse, como desde dentro, con un extraño resplandor de triunfo. Era imposible decir si se le encendía realmente bajo la capa de afeites; pero súbitamente mostró el mismo efecto de primitiva y renovada vitalidad. Había parecido viejo mientras contaba su historia. Ahora daba la impresión de juventud o de niñez. Augustus vio ahora a quién se parecía realmente: tenía la suave plenitud, y debajo de ella el gran poder, de las antiguas estatuas de Baco. El aire del local se iluminó con sus rayos, como si el viejo dios se revelase de repente, coronado de pámpanos, a los mortales. Sacó un pañuelo y se dio con él unos toques delicados en la boca; luego, mirándolo, habló con voz suave y baja, como hablaría un dios a los seres humanos, consciente de que su fuerza natural es excesiva para ellos.

—Es tradición en tu familia, Nino, lo sé —dijo—, ese exquisito savoir-mourir —sorbió un poco de su limonada para quitarse el gusto del vino que le había llegado a la boca—. Qué excelente crítico eres —prosiguió—; no sólo de tus propias canciones toscanas, sino también de la prosa moderna. Ése es justamente el defecto de mi relato: que no tiene fin. Es algo fascinante, el fin. ¿Acudirás mañana, al salir el sol, a la terraza de atrás de esta casa? Conozco el lugar: es perfecto.

—Sí —dijo Nino, todavía en la misma postura, con la barbilla en la mano.

—Gracias —dijo el anciano—; gracias, querido. Y ahora —prosiguió con sosegada dignidad—, con tu permiso, me retiro. No puedo seguir en tu compañía con estas ropas —se miró la camisa manchada—. Arturo, dame tu brazo. Te lo mandaré para que se ponga de acuerdo contigo, Nino. ¡Buenas noches, que duermas bien!

Cuando se hubo ido del brazo del joven rubio, que ahora iba mortalmente pálido y parecía presa del pánico, el otro joven siguió un rato sin moverse, como si se hubiese dormido en la mesa. Luego, volviéndose, miró directamente a Augustus, de cuya presencia no parecía haberse dado cuenta hasta ese momento; se levantó, se acercó y lo saludó muy cortésmente. No se sentía muy firme sobre sus piernas; sin embargo, parecía como si, mentalmente, fuese capaz de tomar parte en un ballet.

—Signore —dijo—, ha sido usted testigo de una disputa entre mi amigo el príncipe Potenziani, a quien debo dar satisfacción, y yo. ¿Quiere, como noble, hacerme el favor de ser mi padrino mañana por la mañana? Soy Giovanni Gastone de Toscana, a su disposición.

Augustus le confesó al príncipe que nunca había intervenido en un duelo, y la idea ahora le producía inquietud.

—Me encantaría serle de alguna ayuda —dijo—; pero no puedo por menos de pensar que sería mejor arreglar esta querella amistosamente, delante de una buena cena, y que no puede tener el menor deseo de enfrentarse por una nadería con un hombre mucho más viejo que usted.

Giovanni le sonrió con amabilidad.

—Tranquilice su conciencia, conde —dijo—. El príncipe es la parte ofendida y escogerá las armas. Si viviese en Toscana, habría oído hablar de su puntería. En cuanto a lo de viejo, es cierto que ha vivido el doble de años que usted y que yo; pero, a pesar de eso, es un niño comparado con cualquiera de nosotros. Tan natural para él es vivir doscientos años como para nosotros sesenta. Las cosas que a nosotros nos desgastan, a él no le afectan en absoluto. Es asombroso.

—Lo que dice —replicó Augustus— no parece que haga su duelo más razonable. ¿Acaso no puede matarlo él a usted?

—No, no —dijo el joven—; pero ha sido mi mejor amigo durante años. Queremos averiguar cuál de los dos se encuentra en mejor relación con Dios.

Sonó el chillido bajo y claro de un pájaro en el jardín, como la voz de la misma noche.

—¿Oye el grito de la Aziola? —preguntó Giovanni—. Eso solía significar que algo afortunado me iba a suceder. No sé qué significará ahora —añadió un momento después—, a menos que Dios tenga muchísimo más poder de imaginación que yo... Es decir, a menos que se parezca más a mi amigo el príncipe que a mí. Y, por supuesto, confío en que lo sea —se quedó un rato sumido en sus pensamientos—. Esos caballos que he comprado... —dijo—, aún no les he puesto nombre. El príncipe podría encontrarles uno con toda facilidad. ¿Se le ocurre a usted alguno?

VI. Las marionetas

Cuando el joven príncipe hubo dado las buenas noches a su padrino con repetidas gracias y se hubo ido, el viejo criado que Augustus había visto en el faetón se le acercó por detrás, sigiloso como un gato, y le tocó la manga. Las voces de la casa habían estado molestando a su ama, dijo, y deseaba que el conde le explicase qué ocurría. De hecho, estaba esperándolo en la esquina, donde la luz de una ventana caía sobre un banco de piedra. El viejo criado se retiró a cierta distancia, junto a un gran árbol.

Augustus no sabía si informar del duelo a la joven dama; pero descubrió que se había enterado ya de todo, dado que su viejo mayordomo había estado escuchando en la puerta con el posadero. Lo que ella quería saber, y parecía hallarse en un estado de gran excitación, era cómo se había suscitado la disputa. Augustus pensó que podía contárselo, por si había una investigación después; así que, tras confesar que ignoraba por completo cómo había podido surgir esta pelea a vida o muerte, le repitió, hasta donde recordaba, toda la conversación del grupo durante la cena. Ella lo escuchó sin decir palabra, de pie, inmóvil como una estatua; pero a mitad de su discurso lo cogió del brazo y lo llevó al círculo de luz. Al terminar, le rogó que le contase otra vez la historia del viejo príncipe sobre el matón, interrumpiéndolo para que le repitiese ciertas palabras y expresiones.

Cuando acabó por segunda vez, la joven dama se volvió súbitamente hacia la luz, y Augustus se sobresaltó al ver en su cara, como reflejada en un espejo, la expresión del viejo príncipe al ser tan gravemente ofendido. No usaba polvos ni afeites, de manera que pudo ver cómo le subía el rubor de la sangre hasta la frente, y se le encendía la cara como por efecto de un ejercicio violento o de un vino fuerte. De forma más ligera —porque no soportaba ninguno de los pesos físicos ni morales que agobiaban al viejo príncipe—, participó en ese momento de su divina metamorfosis; y podía haber pasado muy bien, en el cortejo de Dionisos, por una joven bacante, o quizá, con la luz de sus grandes ojos, por una de sus panteras.

Aspiró profundamente.

—Desde el momento en que lo vi, signore —dijo—, supe que algo afortunado iba a sucederme. Dígame ahora, por favor: ¿sería posible, si disparasen los dos a la vez y apuntaran bien, que las dos balas les atravesaran el corazón en el mismo instante y muriesen a la vez?

Augustus pensó que, para ser estudiosa de los astros y la filosofía, esta joven tenía unas ideas más bien sanguinarias.

—Jamás he oído que ocurriera tal cosa —dijo—, aunque no puedo decir que no sea posible. Me inquieta el resultado de este duelo, y es una extraña coincidencia que ayer mismo me hablasen de la mortal puntería de este viejo príncipe.

—Todo el mundo sabe —dijo ella— que si no puede amedrentar a la gente por otros medios, lo hace con las pistolas. Pero dígame, por favor, signore —prosiguió—, ¿quién es el joven al que va a matar el viejo príncipe? No me ha dicho su nombre —Augustus se lo dijo; otra vez se quedó callada, y muy quieta—. Giovanni Gastone —repitió lentamente—; entonces tengo que verlo. El día de mi primera comunión, hace cinco años, fue a la basílica acompañando a su abuela, y la cubrió con el paraguas desde el coche a la entrada, ya que llovía bastante.

»Dejemos que se retire —dijo tras un momento—. Si ésta va a ser su última noche, que duerma. En cambio nosotros, signore, no vamos a poder dormir; ¿qué haremos, entonces? Mi criado dice que hay una compañía de marionetas en la posada y que, como los carreteros de Pisa vuelven tarde, van a dar una función dentro de una hora. Vayamos a verla.

Augustus comprendió que no iba a conciliar el sueño. De hecho, pocas veces se había sentido tan despabilado, y tan contento de estarlo. Sentía su propio cuerpo más ligero, como cuando era adolescente. Con el feliz asombro de un buscador de oro que llega a una veta de metal en la roca, pensó que había dado con una veta de acontecimientos en la vida. La compañía de la joven le agradaba también de manera especial, y pensó si no se debería, en parte, a que iba vestida con aquellos pantalones negros que le parecían la indumentaria normal de un ser humano. Los adornos y las colas con que las mujeres realzan su feminidad, pensó, hacen que hablar con ellas sea como conversar con militares de uniforme o clérigos con sotana, de los que no es probable que se saque gran cosa. La siguió al gran granero encalado donde habían montado el teatro y acababa de empezar la función.

El aire allí dentro era caliente y sofocante, aunque habían abierto una ventana del techo, bajo el azul pólvora del cielo nocturno. El edificio estaba medio lleno de gente, y escasamente iluminado con algunos faroles que colgaban del techo. Alrededor del escenario, las velas de las candilejas creaban un oasis mágico de luz, y hacían resplandecer y brillar como joyas los vestidos carmesí, naranja y verde claro de los muñecos, probablemente descoloridos a la luz del día. Sus sombras, mucho más grandes que ellos, proyectaban sus movimientos sobre el lienzo blanco del fondo.

El ejecutante interrumpió su actuación ante la llegada de los distinguidos espectadores, y les trajo dos butacas para que se sentaran cerca del escenario, delante del auditorio. Luego retomó el hilo donde lo había dejado, y siguió hablando sonoramente con las distintas voces de sus personajes.

La obra que se estaba representando era la inmortal Venganza de la verdad, la más encantadora de las comedias de marionetas. Todo el mundo recordará cómo se origina la trama al lanzar una bruja, sobre una casa en la que están juntos todos los personajes, una maldición por la que cualquier mentira que se diga dentro de ella se convertirá en verdad. Así, la joven mercenaria que trata de cazar un marido rico haciéndole creer que lo ama se enamora de él; el fanfarrón que se convierte en héroe; el hipócrita que acaba volviéndose virtuoso; el viejo avaro que dice a la gente que es pobre pierde todo su dinero. Cuando las mujeres están solas hablan en verso, pero el lenguaje de los hombres es en parte muy ordinario; sólo un muchacho, único personaje inocente de la comedia, tiene algunas canciones bonitas, acompañadas por una mandolina detrás del escenario.

La moraleja de la obra gustaba al auditorio, y sus caras cansadas y polvorientas se iluminaban cuando se reían de Mopsus, el payaso. La joven seguía el desarrollo de la trama con el espíritu de una autora. En cuanto a Augustus, en su actual estado de ánimo, notaba que algunas de las frases le llegaban extrañamente al corazón. Cuando el amante dice a la amada que un mendrugo sacia más el hambre que un tratado entero de cocina, lo tomó, en cierto modo, como un consejo dirigido a él. La confiada víctima habla a su futuro asesino sobre la belleza de la luna, y el malvado le contesta discurseando sobre el absurdo poder de Dios para deleitarnos en cosas que no son de ningún provecho para nosotros, e incluso pueden llegar a ser lo contrario; y sigue diciendo que por consiguiente Dios nos quiere de la misma manera que nosotros queremos a los perros; porque cuando él está de buen humor, nosotros estamos de buen humor; y cuando él está deprimido, nosotros estamos deprimidos; y cuando él, sintiéndose romántico, hace que oscurezca la luna, nosotros trotamos a sus talones como podemos. Esto hizo sonreír a Augustus. Pensó que le gustaría sentirse otra vez, igual que de niño, como un perro de Dios.

Al final vuelve a aparecer la bruja, y al preguntársele cuál es realmente la verdad, contesta: «La verdad, hijos míos, es que todos estamos actuando en una comedia de marionetas. Lo que importa en una comedia de marionetas, más que ninguna otra cosa, es conservar claras las ideas del autor. Ésa es la verdadera felicidad de la vida, y ahora que al fin he entrado en una obra de marionetas, no quiero salir de ella nunca más. Pero vosotros, compañeros, conservad claras las ideas del autor. Ah, y llevadlas a sus últimas consecuencias». A Augustus le pareció de repente que estas palabras encerraban una gran verdad. Sí, pensó; si mi vida fuese sólo una comedia de marionetas en la que yo tuviera un papel, y me lo supiera bien, entonces sería todo la mar de fácil. La gente de este país parecía practicar en cierto modo ese ideal. Eran tan inmunes a los terrores, crímenes y milagros de la vida en los que tomaban parte como los pequeños actores del escenario del viejo cómico. Para la gente del norte, las agitaciones del alma surgen cada vez como algo extraño; y cuando se encuentran en un estado de agitación, las palabras les salen de manera atropellada. Pero esta gente habla con fluidez bajo las más violentas pasiones, como si la vida, incluso en uno de sus arrebatos, fuese una comedia ya ensayada. Si por fin he entrado ahora, pensó, en una obra de marionetas, no volveré a salir.

Al final, cuando estaban todos los muñecos en el escenario para recibir el aplauso del público, Augustus oyó abrirse una puerta del fondo del recinto, y al volverse vio al príncipe Giovanni y su criado que entraban a echar una mirada al auditorio como si buscaran a alguien. Pensando que podía ser a él, fue a su encuentro, apartándose un poco del bullicio de los espectadores. Sintió vergüenza de haber ido a divertirse en la que quizá fuera la última noche de la vida del joven; pero Giovanni no pareció sorprenderse, y le preguntó si había estado bien la representación.

—Ha ocurrido algo desafortunado —dijo—. Al joven amigo del príncipe, que iba a ser su padrino, le ha dado un ataque. Está muy mal y no deja de gritar. He recordado haberlo visto a usted, por la tarde, en compañía de un joven que me ha parecido, por su ademán, un caballero de condición elevada, quizá de su propio país. Vengo a rogarle que interceda usted para que haga de padrino mañana por la mañana, ya que ni el príncipe ni yo queremos aplazar este asunto.

Las palabras del príncipe plantearon a Augustus un dilema. No quería revelar el secreto de la joven, y pensaba que quizá era mejor dejar que Giovanni siguiera convencido de que era realmente un joven de su propio país que, en cierto modo, estaba a su cargo.

—Creo que ese joven —dijo— es muy tierno aún para participar en asunto tan siniestro. Pero dado que está aquí conmigo, si espera un segundo iré a hablar con él.

Al volver junto a la joven, ésta seguía pendiente del escenario; pero en ese instante bajó el telón por última vez. Augustus le repitió su conversación con el príncipe y sugirió que debían encontrar algún pretexto para irse de madrugada, y sustraerse así de esta situación comprometida. Lo pensó ella un momento, se levantó y miró a Giovanni, que desde el otro extremo de la estancia miraba hacia ella y Augustus.

—Signore —dijo lenta y gravemente—, quiero saludar a su amigo el príncipe Nino, y nada me complacerá más que hacer de «padrino» en ese duelo. Nuestras familias jamás han sido amigas; pero en una cuestión de honor, es un deber prescindir de cualquier diferencia en el pasado. Tenga la bondad de decirle que me llamo Daniele della Gherardesca, y que estoy a su disposición.

Al ver el príncipe Giovanni que miraban hacia él, se acercó; y al hacer Augustus las presentaciones, los jóvenes intercambiaron un saludo con una cortesía extrema. Ella estaba de pie, de espaldas al escenario, y las candilejas del teatro creaban un halo en torno a su cabeza, de manera que con su ademán sereno y arrogante parecía un joven santo disfrazado de dandi. El público espectador, que se había ido levantando, al reconocer al príncipe se detuvo a mirarlo, apartándose un poco del grupo.

El príncipe le agradeció la cortesía que le mostraba.

—Señor —dijo la joven—, en Egipto, cuando la mujer de Putifar era una vieja dama, consiguió una audiencia con José, ya primer ministro, para pedirle la alta orden de la Estrella del Paraíso para su yerno.

»—Mucho me desagrada pedir —dijo—; sin embargo, hace tanto tiempo que no he pedido nada a vuestra excelencia que espero que atienda mi solicitud.

»—Señora —dijo el primer ministro—, en otro tiempo me tuvieron encerrado en una prisión. Allí no podía ver las estrellas, pero solía soñar con ellas. Soñaba que, al no poderlas observar, giraban locamente en los cielos, y que extraviaban a los pastores y camelleros que guiaban de noche sus ganados. Incluso soñé una vez con vos, señora; y que al descubrir que la estrella Aldebarán se había caído del cielo, la recogía yo y os la daba. Os la prendisteis en vuestro pañuelo, y dijisteis: “Un millón de gracias, José”. Me alegro de que mi sueño se convierta más o menos en realidad. La orden que pedís para vuestro yerno es suya ya.

Inmediatamente después, se despidieron.

VII. El duelo

El sol aún no había salido, pero había una maravillosa promesa de luz en el aire, y ni una nube en el cielo. El pavimento de la terraza estaba todavía mojado de rocío; un pájaro, luego otro, empezaron a cantar en los árboles del jardín, y del camino llegaban los gritos de los carreteros que, en pie muy de madrugada, marchaban junto a sus bueyes de largos cuernos.

Augustus fue el primero en salir de la casa. El fresco del aire matinal, puro como un vaso de agua, le hizo aspirar profundamente, percibiendo despacio el olor a humo, a árboles en flor y a polvo del camino. Le pareció extraño que en este aire flotara la muerte; sin embargo, no tenía duda de que los adversarios estaban decididos; y por las reglas del duelo que habían acordado la noche anterior, juzgaba muy probable que uno de los dos no viviría para ver el sol en lo alto de este cielo sin nubes.

La idea de la muerte iba cobrando fuerza en él mientras avanzaba hacia el extremo de la larga terraza. Desde allí dominó una amplia perspectiva de la carretera, con sus filas de árboles, serpeando en el paisaje. En el horizonte distinguió una raya azul, baja, quebrada, sobre la que había suspendida una nubecilla. Pensó que cuando surgiese el sol se revelaría que era Pisa. Así que ésa era la primera etapa de su viaje, ya que llevaba cartas de presentación para personas que vivían allí. Pero estas otras personas corrían a su última estación, y pensó que, en cierto sentido, habían llegado mucho más lejos que él, y habían visto más cosas en el camino, para estar dispuestas a poner fin a su viaje.

Al volverse, vio a Giovanni salir acompañado de su ayuda de cámara y detenerse a mirar el cielo como él mismo había hecho. Al ver al joven danés, éste se acercó, le dio los buenos días y pasearon por la terraza juntos, hablando de cosas sin importancia. Si el duelista estaba nervioso, debía de ser muy en el fondo, y su nerviosismo se traducía sólo en una actitud nueva de suavidad y alegría. Al mismo tiempo, Augustus tenía la sensación de que se estaba atando a la fatalidad de la siguiente hora con apasionada ternura, de manera que no habría consentido que nada en el mundo lo apartase de allí.

Salieron dos de los criados del viejo príncipe transportando un gran sillón. El príncipe era demasiado grueso para permanecer de pie en su duelo, y tenía la costumbre de practicar el tiro sentado. Preguntaron a Augustus dónde debían ponerlo, y empezaron todos a buscar un lugar donde el suelo estuviera totalmente llano. Debía haber diez pasos entre los combatientes: midieron la distancia con todo cuidado, y señalaron el sitio donde debía colocarse Giovanni. Los criados del viejo príncipe sacaron también un estuche elegantísimo con un par de pistolas, y lo pusieron, junto con un vaso de limonada y un pañuelo de seda, sobre una mesita cerca del sillón del anciano. Luego regresaron a la casa. Mientras arreglaban todo esto, salieron la joven y su viejo criado a la larga terraza. Ella estaba pálida con su amplia capa, y se quedó algo apartada de los demás. El médico al que habían mandado llamar del pueblo —un anciano que olía a hierbabuena y aún llevaba la coleta y la bolsa de la generación anterior— llegó al mismo tiempo, y se quedó de pie junto a ella, entreteniéndola con historias de duelos que había leído u oído contar, todas las cuales acababan en muerte. El joven príncipe, a cierta distancia, los miraba de cuando en cuando. El aire parecía llenarse lentamente de luz; el canto de los pájaros se volvió de repente muy claro. Se presentía que de un momento a otro iba a ocurrir algo. Por el camino pasó un gran rebaño de ovejas envuelto en una nube de polvo que ya se teñía de oro.

Estaban mirando hacia la puerta de la osteria cuando se abrió y apareció el viejo príncipe, apoyado en el brazo de su criado. Iba muy elegantemente vestido, con una casaca de color verde botella, acicalado con gran esmero, y caminaba con suma gracia y dignidad. Era evidente que estaba muy afectado. El sol surgió en ese instante sobre el horizonte, pero no cambió ni dominó la escena, como tampoco la llegada del viejo príncipe. Todos los demás reprimían o disimulaban sus sentimientos, mientras que él mostraba su angustia con la sencillez de un niño que no ha sido mimado y confía plenamente en la compasión de los que le rodean. Sus ojos oscuros estaban húmedos, pero eran francos y amables, como si todo en la vida fuese natural y amable para él, y daba la misma sensación de seguridad y dominio que el virtuoso que baja y sube escalas con su violín, hasta emocionar al mismo diablo, como si se tratase de un juego de niños. Este equilibrio de su espíritu era tan grande y sorprendente como el de su corpachón sobre sus pies pequeños y elegantes. Augustus, en el instante en que topó con su mirada, esa mañana en la terraza, tuvo el convencimiento de que el disparo de este viejo sería mortal. El mismo Júpiter con su rayo en la faltriquera no habría dado más grande impresión de ser insuperable.

Habló con cortesía y afabilidad a todos, y pareció hacer del médico su esclavo desde el primer instante: los ojos de pez de éste seguían el más leve movimiento de aquel hombre enorme. No tenía prisa; pero evidentemente no quería alargar las cosas tampoco. Desde el momento en que llegó, estuvo claro que todo se desarrollaría con la mesura y la gracia de un minué perfectamente ejecutado.

Tras algunos comentarios sobre el tiempo y los alrededores, y tras expresar su agradecimiento a los dos padrinos, todavía de pie, ofreció la elección de pistola a su amigo; y cuando Giovanni, con una de ellas en la mano, se situó en el lugar señalado para él, se libró del brazo de su criado, hizo una profunda inclinación a su adversario y una especie de amplio gesto de alivio, como si felizmente hubiese llegado el final de una existencia rutinaria, y el principio de la verdadera vida; y cogiendo la otra pistola, se sentó en el sillón, apoyando un momento el arma en su rodilla. Augustus ocupó su puesto a igual distancia de ambos duelistas, de manera que cada uno de ellos pudiese oír su señal. Una suave brisa, en ese instante, agitó las hojas de los árboles del jardín, sacudiendo las flores y difundiendo su fragancia.

En el momento en que Augustus se aclaraba la garganta para pronunciar el uno... dos... tres, la delgada figura de la joven, que estaba de cara hacia él, se acercó al viejo príncipe y, llevándose la mano a la cadera, le habló en voz baja y clara, como si un pájaro del jardín se hubiese posado en el hombro de él para cantarle.

—Permítame, príncipe —dijo—, que le hable antes de disparar. Hay algo que quiero que sepa. Si tuviese la seguridad de que va a salir airoso de este duelo, esperaría a que matase a su amigo; pero nadie sabe con certeza los designios de la Providencia, y no quiero que muera sin haber oído lo que tengo que decir —todas las caras se volvieron hacia ella, aunque ella miraba sólo a la inmóvil y afligida cara del viejo. Parecía muy joven y menuda, pero su gravedad y dominio de sí daban a su figura una terrible importancia; era como si un joven ángel de la destrucción hubiese bajado del cielo azul que tenían encima a la terraza de piedra para unirse al juicio.

»Hace un año —dijo—, Rosina, su esposa, acudió a medianoche a verse con su primo Mario, que iba a abandonar Pisa por la mañana, en casa de la vieja nodriza de ella, cerca del puerto. Era preciso decidir qué debían hacer. Rosina se daba cuenta de que sus fuerzas desfallecían, y tenía que ver otra vez a su amado; de lo contrario estaba segura de que moriría.

»Rosina, como usted sabe, tenía siempre una lámpara ardiendo en su dormitorio, y no se atrevió a apagarla esa noche por temor a que entrase usted en la habitación, o a que una de sus espías, doncellas suyas, se asomase y, al descubrir vacía la habitación, despertase a toda la casa. Así que pidió a su mejor amiga, virgen como ella, que había hecho sagrada promesa de ayudarla, que ocupase su puesto en la cama durante esa única hora. Entre las dos sobornaron a su criado negro Babá con doce yardas de terciopelo carmesí y un perrito de Bolonia propiedad de la amiga de Rosina (que era cuanto tenían en este mundo para dar), a fin de que las dejase entrar y salir de la casa. Fueron y volvieron vestidas como el ayudante del boticario, que a veces era llamado para que administrase un clister a su vieja ama de llaves. Rosina acudió a la casa de su nodriza y habló con Mario en presencia de la anciana, porque así tenía que ser. Se prometieron fidelidad eterna y ella le dio una carta para su tío abuelo, que vivía en Roma, y regresó al palazzo poco después de la una. Ésta es la historia, príncipe, que quería que supiera.

Todos estaban inmóviles, como un grupo de muñecos de madera plantados en la terraza de la posada, en medio del inmenso paisaje: Augustus y el médico porque ignoraban el significado de este discurso; el viejo príncipe y Giovanni, porque estaban demasiado impresionados para hacer un gesto.

Por último, habló el anciano:

—¿Quién le ha enviado —dijo— a contarme eso hoy, mi precioso y joven signore?

La joven le miró directamente a los ojos.

—¿No me reconoce, príncipe? —preguntó—. Soy esa joven, Agnese della Gherardesca; la que le hizo ese favor a su esposa. Usted me ha visto en su boda, donde fui dama de honor, vestida de amarillo. También, en una ocasión, entró usted en la habitación de Rosina cuando yo estaba jugando al ajedrez con el profesor Pacchiani, a quien había enviado usted para que hablase con ella sobre sus obligaciones. Ella estaba de pie junto a la ventana para que no se le notase que lloraba.

Después de estas palabras, el príncipe Giovanni no apartó ya los ojos de ella; durante todo lo que ocurrió a continuación, siguió inmóvil, como uno de los árboles del jardín.

El viejo príncipe siguió sentado en su sillón, más parecido que nunca a un antiguo ídolo, hermoso y severo, hecho en un mosaico de oro, ébano y marfil. Miraba con interés a la joven.

—Lo siento muchísimo, signora —dijo con una profunda inclinación. Luego volvió a quedarse callado—. Así que —comentó muy despacio al cabo de un rato—, si Babá me hubiese sido fiel, ¿habría podido sorprender a los dos juntos en esa casa del puerto, por la noche, y los habría tenido en mis manos?

—Sí, así es —dijo la joven—. Pero no les habría importado morir, si hubiesen muerto juntos.

—No, no —dijo el viejo príncipe—. De ninguna manera. ¿Cómo puede imaginar que yo habría matado a ninguno de los dos? Sin embargo, les habría quitado las ropas y les habría dicho que iban a tener una muerte horrible por la mañana, y los habría tenido encerrados toda esa noche. Cuando ella se asustaba o se enfurecía, su cara, todo su cuerpo, se encendía como una flor de adelfa —esto le dio motivo para meditar largo rato. Parecía ir convirtiéndose progresivamente en algo inanimado; hasta que, de repente, una súbita oleada de color inundó su vieja cara—. ¡Y la habría tenido en mis manos —exclamó con profunda emoción—, mi dulce criatura, para jugar con ella!

Hubo un largo silencio; nadie se atrevió a hablar en presencia de un dolor tan grande. De repente dirigió a todos una sonrisa dulce y afable.

—Siempre fracasamos —dijo en voz alta y clara— porque somos demasiado mezquinos. Eso es lo que le envidiaba al joven Mario; ésa ha sido una de mis pequeñas envidias. Y en mi vanidad, creí que prefería un heredero con mi nombre, si tenía que haberlo, de una casa ducal. He sido demasiado mezquino; demasiado, para los designios de Dios.

»Nino —dijo al cabo de un minuto—; Nino, amigo mío, perdóname. Dame tu mano.

Hondamente conmovido, Giovanni dejó la pistola y tomó la mano de su amigo. Pero el viejo príncipe, tras estrechar los dedos del joven, volvió a coger su pistola como en guardia contra un enemigo más grande.

Sus oscuros ojos miraron al frente. Tenía la boca ligeramente abierta, como si fuera a cantar. «Carlotta», dijo. Seguidamente, con un movimiento extraño, como de cansancio, se ladeó a la derecha y cayó al suelo de costado, junto con el sillón, golpeando su pesado cuerpo contra el pavimento de piedra, con un ruido sordo. El sillón se quedó con dos patas en el aire mientras él rodaba en el suelo, donde permaneció inmóvil. Con esto su pistola, que aún tenía en la mano, se disparó; la bala salió en una trayectoria perdida, pasando cerca de la cabeza de Augustus, que la oyó silbar como un canto de pájaro. Se quedó petrificado durante un segundo, y le trajo a la memoria la imagen de su esposa. Cuando volvió a sentirse seguro sobre sus pies, vio al médico arrodillado junto al príncipe, con los brazos levantados al cielo. La cara del anciano estaba adquiriendo un color ceniciento. La pintura de las mejillas y la boca parecía esmalte rosa y carmesí sobre plata.

El médico bajó los brazos y puso una mano en el pecho de la figura inmóvil. Un minuto después volvió la cabeza y miró a las personas que tenía detrás, con el rostro tan aterrado que carecía en absoluto de expresión. Al encontrarse con las miradas de los presentes, cambió. Se levantó, y anunció solemnemente: «Todo ha terminado».

Se quedaron todos inmóviles a su alrededor. La figura del viejo príncipe, tendida en el suelo, seguía siendo el centro del cuadro, como si hubiese ascendido lentamente a los cielos mientras ellos, sus discípulos, seguían abajo contemplándolo. Sólo Nino, como una de esas figuras incluidas en las escenas sagradas que son el retrato del hombre por cuyo encargo se pintaban, conservaba en cierto modo equilibrio propio.

El sol, elevándose en el azul del cielo matinal, confería un rubor brumoso al paño verde que cubría las voluminosas curvas del anciano tendido en la terraza de piedra.

VIII. La cautiva liberada

Cuando los criados del viejo príncipe lo levantaron y se lo llevaron a la casa, Giovanni y Agnese se quedaron solos en la terraza desierta. Sus ojos oscuros se encontraron; y ella, como si fuese la más fatal de las misiones que debía cumplir esa mañana de primavera, lo miró de frente largamente, mientras el gallo de la posadera —descendiente del gallo del sumo sacerdote Caifás, y cuyos antepasados habían traído a Pisa los cruzados— elevaba y terminaba un prolongado kikirikí. Luego se volvió para seguir a los demás. Entonces habló él, sin moverse de donde estaba.

—No se vaya —dijo. Ella se detuvo un instante, esperando, pero sin decir nada—. No se vaya —repitió él— sin permitirme que le hable.

—No creo que tenga nada que decirme —dijo ella.

Él siguió inmóvil largo rato, pálido, como si hiciese un gran esfuerzo por recobrar la voz; luego habló en un tono bajo, cambiado:

Lo spirito mio, che già cotanto

tempo era stato ch’alla sua presenza

non era di stupor tremando affranto

sanza degli occhi aver più conoscenza,

per occulta virtù che da lei mosse

d’antico amor senti la gran potenza.

Hubo un silencio largo, profundo. Ella podía haber pasado por una estatuilla de jardín, de no ser por la leve brisa matinal que jugaba con sus rizos suaves.

—Yo la había dejado —dijo él, hablando enteramente como una persona en sueños—; iba a irme, pero volví a la puerta. Usted estaba incorporada en la cama. Su cara estaba en la sombra, pero la lámpara le iluminaba los hombros y la espalda. Estaba desnuda porque yo le había arrancado la ropa. La cama tenía cortinas verdes y doradas, como mi bosque de la montaña, y era usted como mi cuadro de Dafne, convirtiéndose en laurel. Y yo estaba de pie en la oscuridad. Entonces el reloj dio la una. Durante un año —exclamó—, no he hecho otra cosa que pensar en ese instante.

Y otra vez los dos jóvenes se quedaron inmóviles. Como las marionetas de la noche anterior, estaban en manos más fuertes que las suyas, y no tenían idea de lo que iba a ocurrirles. Volvió a hablar él:

Di penter sì mi punse ivi l’ortica

che di tutt’altre cose, qual mi torse

più nel suo amor, più mi si fe’ nemica.

Tanta riconoscenza il cuor mi morse

ch’io caddi vinto...

Se detuvo porque, aunque se había repetido a sí mismo muchas veces estos versos, en ese momento no recordaba más. Era como si fuese a caer muerto como su viejo adversario.

Agnese se volvió otra vez y lo miró severamente; y, sin embargo, su rostro expresaba la claridad y la calma que el sonido de la poesía produce en sus amantes. Y le habló muy despacio, con su voz clara y dulce como la de un pájaro:

... da tema e da vergogna

voglio che tu omai ti disviluppe

e che non parli più com’ unom che sogna.

Desvió la mirada un momento, aspiró profundamente y su voz adquirió más fuerza:

Sappi che il vaso che il serpente ruppe

fu e non è, ma chi n’ha colpa creda

che vendetta di Dio non teme suppe.

Tras estas palabras se alejó, y aunque él la vio pasar tan cerca que podía haberla detenido con sólo extender la mano, no hizo ningún gesto ni intento de tocarla, sino que se quedó donde estaba como si hubiese decidido continuar allí para siempre, y la siguió con la mirada mientras se alejaba hacia la casa.

Augustus apareció en la puerta en ese momento y fue al encuentro de ella. Aunque estaba muy afectado por los sucesos de la mañana y por la reciente visión del viejo príncipe, que yacía en paz y dignidad en una amplia cama dentro de la posada, su conciencia le decía que debía hacer un esfuerzo para llevar a término el mensaje de la vieja dama de Pisa, y quería que la joven le ayudase y guiase hasta allí. Pero a la vez, ahora que sabía algo más sobre el caso que había conducido a la tragedia de la mañana, sentía vergüenza de acercarse a ella, una de sus principales figuras, para hablarle de cuestiones tan triviales como caminos y coches. Sin embargo, ella lo acogió como si fuese un viejo amigo cuya llegada la hacía feliz. Le estrechó la mano y lo miró. Había cambiado, pensó Augustus, como una estatua que cobra vida.

Escuchó con interés lo que Augustus tenía que decirle; y, naturalmente, se mostró deseosa de llevar cuanto antes el mensaje a su amiga. Sugirió hacer el viaje juntos en su faetón, que sería más rápido que el coche de él. Y dijo que conduciría ella misma.

—Amigo mío —dijo—, vámonos. Vámonos a Pisa inmediatamente. Porque soy libre, y puedo escoger adónde ir, puedo pensar en mañana. Creo que mañana va a ser un día maravilloso. Puedo recordar que tengo diecisiete años y que, con la ayuda de Dios, me quedan sesenta años más de vida. Dentro de una hora dejaré de estar encerrada. ¡Dios mío! —dijo con un súbito estremecimiento—; ahora no sería capaz de recordarlo aunque lo intentara.

Parecía un joven amigo convencido de que iba a ganar la carrera. Evidentemente, la idea de correr era en ese momento la más atractiva de todas para ella. En el momento de entrar en la casa, la joven se volvió a mirar hacia la terraza.

—Nos hemos equivocado todos —dijo—. Ese anciano era grande y podía muy bien haber sido amado. Cuando vivía, deseábamos su muerte; ahora que ha muerto, creo que todos desearíamos que volviese.

—Eso —dijo Augustus, que había estado meditando sobre su propia vida— quizá nos haga comprender que todo ser humano con el que tropezamos y llegamos a conocer es en definitiva algo para nuestro espíritu, como un árbol plantado en nuestros jardines o un mueble de nuestra casa. Puede que sea mejor guardarlos y tratar de darles algún uso que arrojarlos y quedarnos sin nada al final.

La joven se quedó pensando eso un momento.

—Entonces —dijo— el viejo príncipe será en el jardín de mi espíritu una gran fuente de mármol negro, al lado de la cual haya siempre frescura y umbría, y de la que broten y jueguen grandes cascadas de agua. Iré a sentarme junto a ella, cuando tenga cosas en las que pensar. Si yo hubiese sido Rosina no habría tratado de huir de él. Lo habría hecho feliz. Habría estado bien hacerlo feliz; es cruel hacer a alguien desgraciado.

Augustus, que creyó percibir el acento de un tardío pesar en su voz, dijo para consolarla:

—Recuerde ahora que ha salvado la vida de otro.

Ella cambió de color, y guardó silencio un momento. Luego se volvió, y lo miró con honda serenidad.

—¿Quién habría presenciado impasible —dijo— cómo era acusado tan injustamente un hombre?

En cuanto estuvo dispuesto su carruaje, salieron para Pisa a gran velocidad. Empezaba a hacer calor; el camino era polvoriento, y las sombras de los árboles se espesaban debajo. Augustus había dejado su dirección al viejo médico por si acaso había una investigación, aunque, en realidad, el viejo príncipe había fallecido de muerte natural.

IX. El regalo de despedida

El conde Augustus von Schimmelmann llevaba más de tres semanas en Pisa, y había acabado gustándole la ciudad. Había tenido un lance amoroso con una dama sueca unos años mayor que él que vivía en Pisa para estar lejos de su marido y poseía un pequeño teatro de ópera en el que aparecía ante sus amigos. Era discípula de Swedenborg, y le contó a Augustus que había tenido una visión de sí misma y de él en el otro mundo. Pero lo que más interés le suscitaba en realidad eran los esfuerzos de dos sacerdotes, uno viejo y otro joven, por convertirlo a la Iglesia de Roma. No tenía intención de abrazarla; pero le sorprendía y agradaba que alguien quisiese ocuparse tanto de su alma; y se tomaba grandes trabajos en explicar a los clérigos sus ideas y su estado de ánimo. Sin embargo, preveía que este asunto de la seducción espiritual no podía seguir indefinidamente, sino que, por desgracia, debía acabar de una manera o de otra, como todos los casos de seducción, y había empezado a dedicar gran parte de su tiempo a una sociedad política secreta en la que había sido introducido al llegar de un país más libre. En sus reuniones trabó amistad con un viejo y auténtico jacobino, un exiliado, antiguo miembro de la Montaña, que había sido amigo de Robespierre. Augustus lo visitaba a menudo en su oscuro y sucio aposento en lo alto de un viejo caserón, y discutía con él sobre la tiranía y la libertad. También recibía lecciones de pintura, y había empezado a copiar un antiguo cuadro del museo.

Un día recibió una carta de la vieja condesa di Gampocorta, que en esos días residía en su villa próxima a Pisa, pidiéndole que fuese a verla. Le escribía en términos amables y agradecidos, y le daba noticia de sí misma. La joven Rosina, al tiempo de ser informada del accidente de su abuela y de la muerte de su primer marido, había dado a luz a un niño —al que habían puesto el nombre de Carlo por su bisabuela— y lo describía como un niño maravilloso. La anciana y la joven estaban bien otra vez, aunque la vieja condesa había perdido toda esperanza de volver a utilizar su mano derecha, y estaba deseosa de expresarle su agradecimiento por el servicio que le había prestado en el momento oportuno.

Augustus salió en coche hacia la villa de la vieja dama una tarde extremadamente calurosa. Cuando se acercaba al lugar, se desató una tormenta que había estado cerniéndose sobre Pisa durante tres días. Un color y un olor extraños y sulfurosos impregnaron el aire, y los árboles grandes y oscuros que flanqueaban el camino por el que iban se inclinaban bajo las violentas ráfagas de viento. Cayeron algunos rayos a poca distancia del carruaje, seguidos del largo, tremendo rugido de los truenos. Luego empezó una lluvia de gotas gruesas y cálidas, y un momento después el paisaje entero se veló ante él, dentro de su carruaje cubierto, tras las franjas de agua luminosa y gris. Al entrar en un puente de piedra flanqueado por un antepecho bajo, vio caer la lluvia en el río oscuro como centenares de puntas de flecha. Subieron una cuesta empinada y rocosa, ahora resbaladiza a causa de la lluvia, y cuando se detuvieron al pie de una escalinata de piedra frente a la casa, un criado provisto de un gran paraguas acudió corriendo a cubrir al visitante en su subida hasta la puerta.

Desde la amplísima estancia, abierta a una larga terraza de piedra con vistas al río, el vivo golpeteo de las gruesas gotas de lluvia sobre las losas era tan claro como si cayesen dentro de la habitación. Con él entraba, por los ventanales abiertos, el olor de la súbita frescura y humedad del aire y de las losas calientes al enfriarse con el agua. La habitación olía a rosas. En el otro extremo, un viejo abbate había estado dando clase de piano a una niña; pero se habían interrumpido porque el ruido de los truenos y la lluvia impedía llevar el compás, y ahora contemplaban el valle y el río.

La vieja condesa y la joven madre, en un sofá, habían mandado traer al bebé para que lo viese. Estaba en brazos de su nodriza, una mujer joven, grande y magnífica, de color rosa y rojo como una flor de adelfa, donde parecía fantásticamente pequeño, como una manzanita asada con un sinfín de encajes y cintas. La atención de todos estaba dividida entre el niño y la tormenta, y ambos creaban un estado de júbilo, como si sus vidas hubiesen alcanzado su cenit.

La vieja dama, que había pensado levantarse para recibirlo, se sintió tan abrumada por sus sentimientos al ver a Augustus que no consiguió moverse. Sus ojos, bajo los viejos párpados que eran como crespones, se llenaron de lágrimas que de cuando en cuando, durante su conversación, le resbalaban por la cara. Besó a Augustus en ambas mejillas, y le presentó con honda emoción a su nieta, que en verdad era hermosa como las madonas que había admirado en Italia, con cierto aire de arrogancia mundana que sazonaba su perfección, y al niño. Augustus jamás había podido sentir otra cosa que temor en presencia de los niños pequeños —aunque, pensaba, quizá tenían interés como una especie de promesa—; y le sorprendió comprobar que las mujeres eran todas de la opinión de que el niño, en esta etapa, había llegado al punto máximo de perfección, y que era trágico que experimentase ningún cambio. Le pareció más fácil vivir de acuerdo con esta opinión de que el género humano llega a su culminación en el nacimiento para ir en constante declive después, que con la suya propia.

La vieja dama había cambiado desde el día en que la conoció en el camino. El amor al niño, que hasta entonces, según le confesó, había sido incapaz de sentir, había llenado su vida de una grande y dulce armonía. Así se lo dijo en el transcurso de la conversación.

—Cuando era pequeña —dijo—, me decían que no cometiese nunca la tontería de enseñar una cosa a medio terminar. Pero ¿qué otra cosa hace el Señor con nosotros a lo largo de nuestra vida? Si hubiese mostrado a este niño desde el principio, habría sido dócil y habría dejado que el Señor me llevase en la dirección que quisiera. La vida es uno de los mosaicos del Señor, que va completando trocito a trocito. Si yo hubiese visto este trocito de color, brillante como un centro de mesa, habría comprendido el diseño, no habría revuelto las piezas miles de veces, dando al buen Dios tanto trabajo para ordenarlas de nuevo.

También habló de su accidente, y de la tarde que habían pasado juntos en la posada. Hablaba con gran placer, recordando lo que da valor a cualquier suceso del pasado, por insignificante que pueda haber sido en el instante en que tuvo lugar.

Un criado trajo vino y melocotones; y entró el joven padre, y se lo presentaron al invitado; pero no desempeñaba en la escena un papel más importante que el Rey Mago más joven de la adoración, en la que la condesa había escogido para sí el de José.

Cuando cesó la lluvia, la vieja dama llevó a Augustus a una ventana para ver el paisaje.

—Amigo mío —dijo mientras estaban de pie, un poco alejados del resto—, jamás podré expresarle como es debido mi agradecimiento; pero quiero darle un pequeño recuerdo para que no me olvide cuando esté lejos. Espero que me conceda el placer de aceptarlo.

Augustus miró el paisaje de abajo. Percibió una nota vagamente familiar en él que le produjo un ligero vahído.

—Cuando nos conocimos —prosiguió ella—, le dije que había amado a tres personas en el curso de mi vida. A dos de ellas las conoce ya. La tercera, y primera en el tiempo, fue una muchacha de mi edad, amiga de un país lejano, a la que conocí durante un breve tiempo. Pero hicimos la promesa de recordarnos siempre, y su memoria me ha dado fuerzas muchas veces en las vicisitudes de la vida. Cuando nos separamos, con muchas lágrimas, nos regalamos la una a la otra un recuerdo. Porque es algo precioso para mí, y prenda de una sincera amistad, quiero que lo lleve con usted.

Tras estas palabras se sacó del bolsillo un objeto pequeño y se lo tendió.

Augustus lo miró, y se llevó inconscientemente la mano al pecho. Era un minúsculo pomo de esencia en forma de corazón. Tenía pintado un paisaje con árboles, y en el fondo una casa blanca. Al verlo comprendió que era su propio hogar de Dinamarca. Reconoció el tejado alto de Lindenburg, incluso los dos viejos robles delante de la verja, y la larga fila de tilos de la avenida, detrás de la casa. El banco de piedra bajo los robles había sido pintado con gran cuidado. Debajo, en una cinta pintada, se leían las palabras Amitié sincère.

Palpó su propio frasquito, que llevaba en el bolsillo del chaleco, y estuvo a punto de sacarlo y enseñárselo a la vieja dama. Sabía que esto habría dado origen a una historia que ella habría adorado y repetido; incluso podría ser su último pensamiento en su lecho de muerte. Pero se contuvo, consciente de que, en esta decisión del destino, había algo dirigido sólo a él: un valor, una profundidad, un recurso incluso de la vida que le pertenecía únicamente a él, y que no podía compartir con nadie más que con quien compartiese también sus sueños.

Le dio las gracias a la vieja dama muy emocionado; y al ver ella lo mucho que era apreciado, le respondió con orgullo y dignidad.

Augustus se despidió de su vieja amiga y de la joven pareja con todas las muestras de sincera amistad, y emprendió el camino de Pisa.

Había dejado de llover. El aire de la tarde era casi frío. Un sol dorado y unas sombras profundas, quietas, azules, dividían el paisaje entre ellas. El arco iris se dibujó en la parte de abajo del cielo.

Augustus sacó un espejito del bolsillo. Sosteniéndolo en la palma de la mano, se miró en él pensativo.

07_cuento02

El viejo caballero

Mi padre tenía un amigo, el viejo barón Von Brackel, que en sus tiempos había viajado y conocido muchas ciudades y hombres. En lo demás, no se parecía en absoluto a Odiseo, y menos aún podía considerársele ingenioso, ya que mostraba muy poca habilidad para ocuparse de sus propios intereses. Y probablemente porque tenía conciencia de su ineptitud a este respecto, se cuidaba mucho de hablar de cuestiones prácticas con una generación más joven y eficiente, orgullosa de sus carreras y sus éxitos en la vida. En cambio, tocante a teología, ópera, problemas acerca del bien y el mal moral y otras cuestiones improductivas, era un agradable conversador.

De joven había sido muy guapo, una especie de ideal; y aunque ahora no quedaba en su rostro

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