Honrarás a tu padre

Fragmento

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Índice

Portadilla

Índice

Dedicatoria

Glosario del autor

Árbol genealógico

Primera parte. La desaparición

  Capítulo 1

  Capítulo 2

  Capítulo 3

  Capítulo 4

  Capítulo 5

  Capítulo 6

  Capítulo 7

  Capítulo 8

  Capítulo 9

  Capítulo 10

  Capítulo 11

Segunda parte. La guerra

  Capítulo 12

  Capítulo 13

  Capítulo 14

  Capítulo 15

  Capítulo 16

  Capítulo 17

Tercera parte. La familia

  Capítulo 18

  Capítulo 19

  Capítulo 20

  Capítulo 21

  Capítulo 22

  Capítulo 23

  Capítulo 24

  Capítulo 25

Cuarta parte. El juicio

  Capítulo 26

  Capítulo 27

  Capítulo 28

  Capítulo 29

  Capítulo 30

  Capítulo 31

  Capítulo 32

Epílogo

Notas

Álbum de fotos

Sobre el autor

Créditos

03_dedicatoria

Para
Charles, Joseph, Tory y Felippa,
con la esperanza de que entiendan más a su padre
y lo sigan queriendo...

04_glosario

Glosario del autor

JOSEPH BONANNO: Patriarca de la familia. Nacido en 1905, en Castellammare del Golfo, un pueblo al oeste de Sicilia. En sus épocas de estudiante fue un antifascista radical y, después de que Mussolini llegara al poder, en 1922, Bonanno huyó de Sicilia y entró a los Estados Unidos, durante la Prohibición. Décadas más tarde, y convertido ya en millonario, Bonanno fue identificado por el gobierno norteamericano como uno de los máximos jefes de la Mafia norteamericana.

FAY BONANNO: Esposa de Joseph Bonanno. Su nombre de soltera era Fay Labruzzo y nació en Túnez, hija de padres sicilianos que emigraron después a los Estados Unidos y se establecieron en Brooklyn. Allí se casó, en 1931, con Joseph Bonanno.

SALVATORE (BILL) BONANNO: Hijo mayor de Joseph y Fay Bonanno, nacido en 1932.

CATHERINE BONANNO: Hija de Joseph y Fay Bonanno, nacida en 1934.

JOSEPH BONANNO JR.: Hijo menor de Joseph y Fay Bonanno, nacido en 1945.

ROSALIE BONANNO: Esposa de Bill Bonanno, con quien se casó en 1956. Su nombre de soltera era Rosalie Profaci y nació en 1936; sobrina de Joseph Profaci.

JOSEPH PROFACI: Millonario importador de aceite de oliva y pasta de tomate. Hasta su muerte, ocurrida en 1962 a causa de un cáncer, fue el jefe de la organización de Brooklyn, con estrechos lazos con la organización encabezada por Joseph Bonanno. Nacido en Villabate, Sicilia, en 1897.

JOSEPH MAGLIOCCO: Su hermana se casó con Joseph Profaci; después de la muerte de Profaci, Magliocco, su asistente de muchos años, lo reemplazó en la cabeza de la organización Profaci. Sufrió un ataque cardíaco mortal en diciembre de 1963.

JOSEPH COLOMBO: Sucedió a Magliocco; negoció una paz incierta entre las distintas facciones de la organización Profaci, luego de la sublevación de los hermanos Gallo en 1960, pero la organización nunca volvió a tener el poder que ostentó durante los años cuarenta y cincuenta, bajo la conducción de Profaci. En 1970 Colombo puso en marcha la Liga Italoamericana para la Defensa de los Derechos Civiles; en 1971, durante una manifestación de la Liga al aire libre, Colombo fue asesinado por un hombre negro que se hizo pasar por fotógrafo.

STEFANO MAGADDINO: Jefe de la zona de Búfalo. Oriundo de Castellammare del Golfo y primo lejano de Joseph Bonanno, pero enemigo de Bonanno a partir de los años sesenta.

GASPAR DI GREGORIO: Cuñado de Magaddino, miembro fiel de la organización de Joseph Bonanno durante años, hasta que en 1964, molesto por la promoción que le hicieron en la organización a Bill Bonanno, que por entonces tenía treinta y dos años, dirigió una revuelta interna que condujo a mediados de los años sesenta a la llamada guerra de los Banana. Magaddino fue uno de los que respaldaron la causa de Di Gregorio.

FRANK LABRUZZO: Hermano de Fay Bonanno y fiel miembro de la organización de Joseph Bonanno.

JOSEPH NOTARO: Fiel capitán de la organización Bonanno.

JOHN BONVENTRE: Primo de Joseph Bonanno y miembro antiguo de la organización; regresó en los años cincuenta a su Sicilia natal para retirarse. En 1971, bajo la campaña antimafia del gobierno italiano, Bonventre fue identificado como cabecilla y desterrado, junto con otros supuestos mafiosos, a una pequeña isla al noreste de la costa de Sicilia.

FRANK GAROFALO: Lugarteniente leal a Bonanno; en los años cincuenta regresó a disfrutar de un retiro tranquilo en Sicilia, donde murió de muerte natural.

PAUL SCIACCA: Miembro de la organización Bonanno, la cual abandona durante la disputa de 1964 para unirse a la facción de Di Gregorio.

FRANK MARI: Miembro de la organización Bonanno que se alió con Di Gregorio y llegó a ser identificado como sicario principal de los opositores a Bonanno durante la guerra de los Banana, a mediados de los años sesenta.

PETER MAGADDINO: Primo hermano de Stefano Magaddino, el jefe de la zona de Búfalo. Durante el enfrentamiento con la facción de Di Gregorio, Peter Magaddino abandonó Búfalo y apoyó a Joseph Bonanno, quien fuera su amigo de infancia en Sicilia.

SALVATORE MARANZANO: Antiguo jefe siciliano de Castellammare del Golfo; amigo del padre de Joseph Bonanno. En 1930, Maranzano organizó a un grupo de inmigrantes de Castellammare en Brooklyn, para hacerle frente a la organización de Nueva York encabezada por Joe Masseria, un italiano del sur que quería eliminar al clan siciliano. Esta disputa, que se extendió entre 1928 y 1931, llegó a ser conocida como la guerra de los Castellammarenses y se alude a ella en el capítulo 12.

* * *

LA MAFIA: Ha sido denominada de distintas maneras —nunca como Mafia por parte de sus miembros— y su origen se remonta a la historia antigua de Sicilia. En los Estados Unidos se organizó al modo de un negocio moderno después del fin de la guerra de los Castellammarenses, en 1931. En esa época se constituyó como una hermandad nacional compuesta aproximadamente por cinco mil hombres que pertenecían a veinticuatro organizaciones separadas («familias»), localizadas en las principales ciudades de cada región de los Estados Unidos. En la ciudad de Nueva York, donde residían cerca de dos mil de los cinco mil miembros, había cinco «familias» establecidas, cada una liderada por un jefe de familia o don. En 1931, a los veintiséis años, Joseph Bonanno se convirtió en el don más joven de la hermandad.

LA COMISIÓN: De los veinticuatro jefes, nueve se turnan para prestar sus servicios como miembros de la comisión, cuyo objetivo es mantener la paz en el mundo del hampa; pero se supone que la comisión debe evitar interferir en los asuntos internos de cualquiera de los jefes. Hay ocasiones en las que no puede resistirse a intervenir y entonces surgen los problemas, como sucedió con el conflicto de los Bonanno a mediados de los años sesenta. Antes del conflicto de los Bonanno, sin embargo, los miembros de la comisión mantenían a raya sus diferencias y conservaron la junta de nueve hombres intacta. La comisión incluía a los siguientes hombres:

JOSEPH BONANNO: Nueva York.

JOSEPH PROFACI: Nueva York.

VITO GENOVESE: Obtuvo el liderazgo de la organización con base en Nueva York que una vez encabezó Lucky Luciano, quien, después de ser sentenciado en 1936 a una larga condena, fue deportado a Italia en 1946. Frank Costello, quien intentó liderar la organización de Luciano, abandonó sus propósitos cuando una bala le rozó el cráneo en 1957.

THOMAS LUCCHESE: Nueva York. Asumió el liderazgo de la organización encabezada por Gaetano Gagliano, quien murió de muerte natural en 1953.

CARLO GAMBINO: Nueva York. Cercano a Lucchese, los hijos de cada uno se casaron entre sí para unir a las familias. Gambino dirigía la organización que antiguamente controlaba Albert Anastasia, quien recibió un tiro mortal en una barbería de Manhattan, en 1957.

STEFANO MAGADDINO: Búfalo. Nacido en 1891 en Castellammare del Golfo, era un alto miembro de la comisión.

ANGELO BRUNO: Jefe de la organización radicada en Filadelfia.

SAM GIANCANA: Jefe de la organización radicada en Chicago.

JOSEPH ZERILLI: Jefe de la organización en Detroit.

* * *

CRIMEN ORGANIZADO: Los lectores de prensa suelen asumir que la Mafia constituye todo el crimen organizado en los Estados Unidos, cuando en realidad la Mafia sólo representa una pequeña parte de la industria del crimen organizado. Se calcula que cerca de cinco mil mafiosos pertenecen a veinticuatro «familias»; pero los investigadores federales consideran que hay más de cien mil gánsteres organizados que trabajan a tiempo completo en la industria del crimen, dedicados a manejar loterías ilegales, apuestas, usura, estupefacientes, prostitución, robo de vehículos, operaciones de protección, cobro de deudas y otras actividades. Estas bandas, que pueden trabajar en cooperación con pandillas de la Mafia o ser totalmente independientes, están compuestas por judíos, irlandeses, negros, wasps[1], latinoamericanos y todos los otros tipos étnicos o raciales del país.

Debido a que la Mafia, compuesta casi enteramente por sicilianos e italianos del sur, ha sido, desde las épocas de la Prohibición, una banda más hermética y cohesionada, étnicamente hablando, su influencia y mala reputación en los círculos del crimen organizado ha sido considerable. Sin embargo, durante los años sesenta, cuando los antiguos jefes de la Mafia comenzaron a envejecer y se vio que sus hijos carecían de interés o talento para reemplazarlos, al tiempo que tenían mejores opciones para desarrollarse en una sociedad más amplia, la estructura de la Mafia empezó a desintegrarse, tal como les sucedió a las grandes bandas irlandesas a finales del siglo XIX y a las grandes pandillas judías de los años veinte (de las cuales el único que conserva todavía su supremacía es Meyer Lansky). Los negros y los latinoamericanos han empezado a surgir desde los años sesenta como la fuerza dominante que quizás acabe con los últimos vestigios del dominio blanco en los negocios ilegales de los guetos.

Este libro es un estudio del surgimiento y la caída de la organización Bonanno, una historia personal de cambios étnicos y tradiciones en vías de extinción.

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Árbol genealógico

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Primera parte

La desaparición

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1.

Conscientes de que a veces es posible ver demasiado, la mayor parte de los porteros de Nueva York han desarrollado un extraordinario sentido de visión selectiva: saben qué ver y qué pasar por alto, cuándo ser curiosos y cuándo ser indolentes; suelen estar adentro, distraídos, cuando hay accidentes o discusiones frente a sus edificios; y generalmente en la calle, buscando un taxi, cuando hay ladrones escapando por la entrada del edificio. Aunque un portero puede no estar de acuerdo con prácticas como el soborno y el adulterio, invariablemente está mirando para otro lado cuando el administrador del edificio le está pasando dinero al inspector de los bomberos, o cuando un inquilino cuya esposa está de viaje se sube al ascensor acompañado de una jovencita; lo cual no implica acusar al portero de hipocresía o cobardía, sino sugerir, simplemente, que lo guía un poderoso instinto que lo ayuda a evitar involucrarse en lo que no le atañe y aventurar que tal vez los porteros han aprendido a través de la experiencia que no se gana nada siendo testigos oculares de las situaciones poco decorosas de la vida o de la locura de la ciudad. Así las cosas, no resulta sorprendente que, en la noche en que el jefe de la Mafia, Joseph Bonanno, fue capturado por dos hombres armados en frente de un lujoso edificio de apartamentos de Park Avenue, cerca de la calle 36, poco después de la medianoche, en medio de la lluvia, un martes de octubre, el portero estuviera en la recepción del edificio hablando con el ascensorista y no viera nada.

Todo sucedió de manera súbita y con dramática rapidez. Bonanno, que regresaba de un restaurante, se bajó de un taxi detrás de su abogado, William P. Maloney, quien corrió bajo la lluvia para protegerse bajo el toldo del edificio. Luego, saltando de la oscuridad, aparecieron unos matones que tomaron a Bonanno de los brazos y lo empujaron hacia un automóvil que los estaba esperando. Bonanno forcejeó para zafarse, pero no lo logró. Entonces miró a los hombres con indignación, obviamente enfurecido y asombrado; desde la Prohibición nadie lo había tratado con tanta brusquedad, y en esa época los únicos que lo trataban así eran los policías, cuando se negaba a responder a sus preguntas. Pero quienes ahora lo empujaban eran hombres de su propio mundo, dos hombres fornidos, que medían cerca de un metro ochenta e iban vestidos con abrigos negros y sombreros, uno de los cuales dijo:

—Andando, Joe, mi jefe quiere verte.

Bonanno, un hombre canoso y atractivo de cincuenta y nueve años, no dijo nada. Había salido esa noche sin guardaespaldas y desarmado, e incluso si la avenida hubiera estado llena de gente, no habría pedido ayuda pues consideraba que esto era un asunto privado. Mientras trataba de recuperar la compostura y pensar con claridad, los hombres lo seguían empujando por la acera, agarrándolo con tanta fuerza de los brazos que Bonanno comenzó a sentirlos dormidos. De pronto se estremeció al sentir cómo la lluvia fría y el viento se colaban por su traje de seda gris. Lo único que podía ver a través de la bruma que rodeaba Park Avenue eran las luces traseras de su taxi, que ya desaparecía rumbo al norte, y lo único que alcanzaba a oír era la pesada respiración de los hombres que lo arrastraban hacia delante. Luego, súbitamente, Bonanno oyó los pasos de alguien que corría tras ellos y la voz de Maloney gritando:

—Oigan, ¿qué demonios sucede aquí?

Uno de los matones se dio la vuelta y gritó con tono de advertencia:

—¡No se meta, atrás!

—¡Lárguense de aquí! —contestó Maloney, un hombre canoso de sesenta años, mientras agitaba los brazos al aire y seguía corriendo hacia ellos—. ¡Ése es mi cliente!

A los pies de Maloney aterrizó una bala disparada por un arma automática. El abogado se detuvo y comenzó a retroceder, hasta que finalmente se refugió en la entrada de su edificio. Los hombres metieron a Bonanno en el asiento trasero de un sedán beige estacionado en la esquina de la 36, con el motor encendido. Bonanno se tendió en el suelo, tal como se lo ordenaron, y el auto arrancó rápidamente hacia la avenida Lexington. Luego el portero se reunió con Maloney en la acera, pero llegó demasiado tarde para alcanzar a ver nada y después afirmó no haber escuchado ningún disparo.

Bill Bonanno, un hombre alto y pesado, de pelo negro y treinta y un años, cuyo corte militar y camisa de botones recordaban al estudiante universitario que había sido en los años cincuenta, pero cuyo bigote de reciente aparición buscaba esconder su identidad, estaba sentado en un apartamento escasamente amoblado en Queens, escuchando con atención el timbre del teléfono. Sin embargo, no contestó.

El teléfono sonó tres veces, se interrumpió, volvió a sonar y se interrumpió de nuevo; luego sonó otras cuantas veces y paró. Era la señal de Labruzzo, que estaba en una cabina telefónica avisando de que iba camino del apartamento. Al llegar al edificio de apartamentos, Labruzzo repetiría la señal desde el timbre de afuera y entonces el joven Bonanno oprimiría el botón que abría la puerta del edificio. Luego Bonanno esperaría, con el arma en la mano, mirando por la mirilla de la puerta, para asegurarse de que fuera Labruzzo quien salía del ascensor. El apartamento amoblado que los dos hombres compartían estaba en el último piso de un edificio de ladrillo, en un barrio de clase media, y como la puerta de su apartamento estaba al final del corredor, les era posible observar a todo el que entraba y salía del único ascensor que tenía el edificio y que funcionaba sin ascensorista.

Bill Bonanno y Frank Labruzzo no eran los únicos que estaban tomando tantas precauciones, también lo hacían docenas de miembros de la organización de Joseph Bonanno, quienes llevaban varias semanas escondiéndose en edificios parecidos, ubicados en Queens, Brooklyn y el Bronx. Era una época muy tensa para todos ellos, pues sabían que en cualquier momento cabía esperar un enfrentamiento con bandas rivales que intentarían matarlos, o con agentes del gobierno que intentarían arrestarlos e interrogarlos acerca de los rumores que por entonces circulaban en los bajos fondos y que aludían a conspiraciones violentas y vendettas. Valiéndose principalmente de información obtenida a través de la interceptación de líneas telefónicas y la instalación de micrófonos clandestinos, en los últimos días el gobierno había concluido que este conflicto interno involucraba incluso a los máximos jefes de la Mafia y que Joseph Bonanno, un poderoso don durante treinta años, estaba en el centro de la polémica. La sospecha que tenían otros jefes mafiosos era que Bonanno, impulsado por un exceso de ambición, buscaba expandir la influencia que ya tenía en varias partes de Nueva York, Canadá y el Suroeste, a costa de ellos y, tal vez, por encima de sus cadáveres. El reciente ascenso de su hijo Bill a la tercera posición dentro de la organización Bonanno también era visto con alarma y escepticismo por unos cuantos líderes de otras bandas, así como por algunos miembros de la propia banda de Bonanno, compuesta por una pandilla de cerca de trescientos hombres que operaban en Brooklyn.

El joven Bonanno era considerado un personaje raro dentro del mundo del hampa, producto, como en efecto era, de una educación privilegiada en colegios y universidades, cuya actitud y métodos, aunque no carentes de valor, transmitían algo del espíritu temerario de un activista estudiantil. El sistema parecía causarle impaciencia y no se veía muy impresionado con los circunloquios y sutilezas del Viejo Mundo que hacían parte de la tradición de la Mafia. Decía lo que pensaba, sin que su tono se alterara al dirigirse a un mafioso de un rango más alto, y nunca perdía ese sentido de convicción juvenil, ni siquiera cuando hablaba el antiguo dialecto siciliano que había aprendido de su abuelo en Brooklyn, cuando era niño. El hecho de que midiera uno ochenta y cinco, pesara más de noventa kilos, caminara siempre derecho y tuviera una mente ágil contribuía a su imponente presencia y respaldaba la buena opinión que tenía de sí mismo, la cual, a su vez, lo hacía sentirse igual o superior a todo hombre con quien tratara, excepto tal vez uno: su padre. Cuando estaba en compañía de su padre, Bill Bonanno parecía perder parte de su natural desenvoltura y seguridad en sí mismo y se transformaba en un tipo más callado y vacilante, como si su padre estuviera juzgando severamente cada uno de sus pensamientos y palabras. Bill Bonanno parecía mostrar ante su padre una actitud distante y formal y no se tomaba más libertades de las que se tomaría delante de un desconocido. Pero también vivía pendiente de las necesidades de su padre y parecía sentir gran placer al satisfacerlo. Era obvio que veneraba a su padre y, aunque sin duda le había tenido miedo y tal vez todavía lo temía, también lo adoraba.

Durante las últimas semanas no se había separado del lado de Joseph Bonanno, pero anoche, como sabía que su padre deseaba cenar a solas con sus abogados y planeaba pasar la noche en la casa de Maloney, Bill Bonanno pasó una velada tranquila en el apartamento con Labruzzo, viendo la televisión, leyendo periódicos y esperando noticias. Sin saber exactamente por qué, estaba un poco inquieto. Tal vez una razón para ello era la historia que había leído en The Daily News, según la cual la vida en los bajos fondos se estaba volviendo cada vez más peligrosa y se afirmaba que Bonanno padre había planeado recientemente el asesinato de dos jefes rivales: Carlo Gambino y Thomas Lucchese (Tres Dedos Brown), conspiración que supuestamente había fallado porque uno de los pistoleros había traicionado a Bonanno y había advertido a una de las supuestas víctimas. Aun en el caso de que la noticia fuera puro invento, basado posiblemente en las interceptaciones que hacía el FBI a los teléfonos de personajes de bajo nivel dentro de la Mafia, al joven Bonanno le preocupaba la publicidad que se le estaba dando a este asunto porque sabía que eso podía intensificar las sospechas que ya existían entre las distintas bandas que dirigían los negocios ilegales (los cuales incluían loterías clandestinas, apuestas, usura, prostitución, contrabando y extorsiones por protección). La publicidad también podía despertar el clamor de los políticos, provocar una persecución más vigilante por parte de la policía y producir más citaciones para presentarse ante los tribunales.

En los bajos fondos ahora se les temía a las citaciones más que nunca debido a una nueva ley federal que exigía que, cuando un sospechoso era detenido para ser interrogado, debía o bien testificar si el tribunal le ofrecía inmunidad, o bien enfrentar una sentencia por desacato. Así las cosas, era imperativo que los hombres de la Mafia trataran de pasar inadvertidos si querían evitar recibir una citación cada vez que aparecían noticias sobre la Mafia en los periódicos. La ley también impedía que los líderes de la Mafia dirigieran a sus hombres en la calle, dado que estos mismos hombres, obligados a guardar suma cautela, con frecuencia sufrían demoras debido a las precauciones que tomaban y a su deseo de evadir a las autoridades, y por tanto no siempre estaban donde se suponía que debían estar a la hora señalada para hacer un trabajo y frecuentemente tampoco estaban disponibles para recibir, en las cabinas telefónicas determinadas y a horas específicas, las llamadas previamente concertadas con sus cuarteles para rendir informe sobre lo que había sucedido. En una sociedad secreta en la cual la precisión era importante, el nuevo problema de las comunicaciones estaba acabando de exasperar los nervios, ya bastante alterados, de muchos mafiosos importantes.

La organización Bonanno, más avanzada que muchas otras debido en parte a los modernos métodos empresariales introducidos por Bonanno hijo, había resuelto hasta cierto punto el problema de las comunicaciones por medio de su sistema de códigos con el timbre y también mediante el uso de un servicio de recepción de mensajes telefónicos. Tal vez fue la primera banda de la Mafia en contar con un servicio de mensajería telefónica. El servicio estaba registrado a nombre de un supuesto señor Baxter, que era el nombre en clave de Bonanno hijo, y estaba conectado al teléfono de la casa de la tía soltera de uno de los miembros de la organización, que apenas hablaba inglés y tenía problemas de audición. A lo largo del día, varios hombres clave de la organización llamaban al servicio y se identificaban mediante nombres ficticios previamente concertados y dejaban mensajes crípticos en los cuales confirmaban que estaban a salvo y que los negocios progresaban normalmente. Si un mensaje contenía las iniciales «IBM» —«sugiero que compres más IBM»—, significaba que quien se estaba comunicando era Frank Labruzzo, que había trabajado una vez para IBM. Si en el mensaje aparecía la palabra «monje», ésta identificaba a otro miembro de la organización, un hombre con la cabeza tonsurada que a menudo ocultaba su identidad en sitios públicos bajo el hábito de un monje. Cualquier referencia a un «vendedor» indicaba la identidad de uno de los lugartenientes de Bonanno que vendía joyas en los ratos libres, y «flor» aludía a un pistolero cuyo padre era florista en Sicilia. Un tal «señor Boyd» era un miembro cuya madre vivía en la calle Boyd, en Long Island, y una referencia a un «cigarro» identificaba a cierto cabecilla al que nunca se veía sin un cigarro en la boca. En el servicio de mensajería, Joseph Bonanno era conocido como «el señor Shepherd»[2].

Una de las razones por las cuales Frank Labruzzo había salido del apartamento que compartía con Bill Bonanno era para llamar al servicio de mensajería desde una cabina telefónica del barrio, y también para comprar la primera edición de los periódicos vespertinos, para ver si había alguna noticia de interés especial. Como siempre, Labruzzo iba acompañado del perro con el que compartían el apartamento. Fue Bill Bonanno quien sugirió que todos los miembros de la banda que vivían en la clandestinidad tuvieran perros en sus apartamentos, y aunque esto había dificultado inicialmente la consecución de alojamiento, pues algunos propietarios se oponían a las mascotas, después de un tiempo los hombres estuvieron de acuerdo con Bonanno en que un perro no sólo los ayudaba a estar más alerta a los sonidos que provenían de fuera de sus puertas, sino que también era un compañero muy útil cuando salían a dar un paseo: un hombre con un perro despertaba menos sospechas en la calle.

Casualmente, a Bonanno y a Labruzzo les gustaban los perros, y aunque ésa sólo era una de las muchas cosas que tenían en común, el hecho de que compartieran el gusto por los perros contribuía a la buena convivencia en el pequeño apartamento. Frank Labruzzo era un hombre más bien de baja estatura y fornido, tranquilo y de trato fácil; tenía cincuenta y tres años, lentes y cabello oscuro, aunque empezaba a ponerse cano. Era un miembro veterano de la organización Bonanno y también hacía parte de la familia inmediata: Fay, la hermana de Labruzzo, era la esposa de Joseph y madre de Bill Bonanno, y, además, Labruzzo tenía con su sobrino un vínculo más cercano del que Bonanno tenía con su propio padre. Entre ellos no había ninguna tensión, ni había sentimientos de competitividad ni problemas de vanidades o egos. Labruzzo, que no era un hombre terriblemente ambicioso, ni tan impulsivo como Joseph o tan inquieto como el hijo, vivía contento con su posición secundaria y se daba cuenta de que el mundo era un lugar mucho más grande de lo que cualquiera de los dos Bonanno parecía creer.

Labruzzo había ido a la universidad y había tenido una serie de empleos, sin perseverar mucho tiempo en ninguno. Además de trabajar para IBM, regentó una tienda de telas, vendió seguros y trabajó en una funeraria. Una vez fundó, en sociedad con Joseph Bonanno, un servicio de pompas fúnebres en Brooklyn, cerca de la calle donde nació, en el centro de un barrio en el que se habían establecido miles de inmigrantes sicilianos al comienzo del siglo. Fue en ese vecindario donde Bonanno padre cortejó a Fay Labruzzo, la hija de un próspero carnicero que producía vino durante la Prohibición. El carnicero estaba orgulloso de tener a Bonanno como yerno, aunque la fecha de la boda, en 1930, tuvo que aplazarse durante trece meses debido a una guerra interna que se desató en el mundo del hampa y que involucraba a cientos de sicilianos e italianos recién llegados, entre ellos Bonanno, hombres que continuaban una disputa provincial que habían trasplantado a los Estados Unidos, pero que se remontaba a las antiguas aldeas montañosas que habían dejado atrás física pero no espiritualmente. Estos hombres trajeron al Nuevo Mundo sus antiguos conflictos y costumbres, sus amistades, temores y sospechas tradicionales y no sólo se dejaron consumir por estas cosas sino que también influenciaron a sus hijos y a veces incluso a los hijos de sus hijos. Entre los herederos había hombres como Frank Labruzzo y Bill Bonanno, dos individuos que ahora, a mediados de los años sesenta, en plena era del espacio y los cohetes, aún estaban librando una guerra feudal.

A los dos hombres les resultaba absurdo y curioso el hecho de no haber podido escapar nunca al provincianismo insular del mundo de sus padres, un tema que solían discutir durante las largas horas de confinamiento, hablando por lo general en tono jocoso y despreocupado, aunque a veces se notaba un poco de decepción, incluso amargura. «Sí —dijo una vez Bonanno dejando salir un suspiro— estamos metidos en un negocio de carreteros», y Labruzzo estuvo de acuerdo: aunque eran hombres modernos, estaban perdidos en el tiempo, haciendo rechinar viejos ejes. Este hecho era particularmente sorprendente en el caso de Bill Bonanno: Bill salió de Brooklyn siendo muy pequeño a estudiar en internados de Arizona, donde se crió lejos de la familia, aprendió a montar a caballo y a marcar ganado, salió con chicas rubias cuyos padres eran dueños de ranchos y, más tarde, siendo estudiante de la Universidad de Arizona, dirigió un escuadrón de cadetes del Cuerpo de Entrenamiento de Oficiales de la Reserva, que recorría la cancha de fútbol antes de cada partido para ayudar a izar la bandera de los Estados Unidos antes de que sonara el himno nacional. El hecho de que él pudiera haber pasado súbitamente de este paisaje universitario del Suroeste al arriesgado mundo de su padre en Nueva York se debió a una serie de circunstancias extrañas que tal vez estaban más allá de su control, o tal vez no. Sin duda, su matrimonio fue un paso en dirección a su padre. Bill se casó en 1956 con Rosalie Profaci, la hermosa sobrina de ojos negros de Joseph Profaci, el millonario importador que también era miembro de la comisión nacional de la Mafia.

Bill Bonanno conoció a Rosalie Profaci cuando ella estudiaba en un colegio de monjas en el norte del estado de Nueva York con la hermana de Bill. En esa época él tenía una novia en Arizona, una muchacha sencilla de origen norteamericano que amaba la libertad; Rosalie, por su parte, aunque atractiva, también era una niña recatada y sobreprotegida. El hecho de que la joven pareja se encontrara una y otra vez durante los meses de verano y vacaciones se debió principalmente a sus padres, que tenían una estrecha relación y cuya aprobación se hacía patente de manera sutil pero contagiosa cada vez que Rosalie y Bill conversaban o simplemente se sentaban cerca en salones llenos de gente. Durante un gran encuentro familiar que tuvo lugar meses antes del compromiso, Joseph Bonanno llamó aparte a su hija Catherine, de veinte años, y le preguntó en privado qué pensaba de la posibilidad de que Bill se casara con Rosalie. Catherine Bonanno, una chica de ideas independientes, lo pensó por un momento y luego dijo que, aunque sentía un gran aprecio por Rosalie en lo personal, no creía que ella fuera la mujer adecuada para Bill. A Rosalie le faltaba la fuerza de carácter para aceptar a Bill por lo que era y por lo que podía llegar a ser, dijo Catherine; estaba a punto de decir algo más cuando sintió, de repente, una fuerte bofetada que le cruzó la cara y cayó hacia atrás, desconcertada y confundida, antes de estallar en lágrimas y salir corriendo: nunca había visto a su padre tan iracundo..., los ojos centelleantes y fieros. Más tarde, Joseph Bonanno trataría de consolarla y disculparse a su manera, pero ella se mantuvo distante durante días, aunque entendió a cabalidad, cosa que no había entendido antes, que su padre deseaba ardientemente ese matrimonio. Un deseo que también compartían el padre y el tío de Rosalie y que se cumpliría al año siguiente, en una ceremonia que Catherine Bonanno calificaría de un matrimonio entre padres.

La boda, el 18 de agosto de 1956, fue extraordinaria. Más de tres mil invitados asistieron a la recepción que se ofreció en el salón de baile del hotel Astor, en Nueva York, después de la ceremonia religiosa realizada en Brooklyn, y no se escatimaron gastos para la ocasión. Se contrataron orquestas famosas para que dirigieran el baile y también hubo actuaciones de The Four Lads y de Tony Bennett. Un distribuidor de Brooklyn envió de regalo un camión lleno de champaña y vino y a través de la aerolínea Pan American se hicieron gestiones para traer miles de margaritas desde California, porque la flor no se conseguía en Nueva York y era la favorita de Rosalie. Además de hombres de negocios que desempeñaban actividades lícitas y políticos y sacerdotes, la lista de invitados incluía a todos los máximos cabecillas de los bajos fondos. Vito Genovese y Frank Costello estaban allí, sentados en mesas discretas ubicadas contra la pared, en atención a su solicitud. También estaba Albert Anastasia (faltaba un año para que lo asesinaran en la barbería del hotel Park-Sheraton), lo mismo que Joseph Barbara, quien, tres semanas después del asesinato, organizaría una parrillada para casi setenta mafiosos en su casa en Apalachin, Nueva York, que sería descubierta por la policía y produciría una gran publicidad nacional e innumerables investigaciones. Joseph Zerilli se hizo presente con sus hombres de Detroit, al igual que la delegación de Chicago, liderada por Sam Giancana y Tony Accardo. A Stefano Magaddino, el imponente don de Búfalo por muchos años, primo de Joseph Bonanno, le dieron una mesa de honor frente a la tarima y cerca de él había otros parientes o amigos cercanos de los Bonanno y los Profaci. Estaba representada cada una de las veinticuatro organizaciones semiindependientes que conformaban la gran unión nacional, lo cual significaba que había hombres que habían venido desde Nueva Inglaterra hasta Nuevo México... Sólo el grupo de Los Ángeles sumaba casi ochenta invitados.

Mientras sonreía al lado de la novia en la tarima y brindaba con los invitados en respuesta a los brindis que ellos le ofrecían, Bill Bonanno se preguntó varias veces durante la velada qué habría hecho el FBI si hubiera podido echarle mano a la lista de invitados. Pero no había muchas posibilidades de que eso ocurriera, pues la lista, escrita en clave, permaneció siempre bajo la cuidadosa custodia de Frank Labruzzo y sus hombres, que estaban apostados en la puerta para recibir a los invitados y escoltarlos hasta sus mesas. Esa noche no había intrusos y la Mafia tampoco despertaba mucho interés entre el público en 1956. Las audiencias Kefauver[3] de 1951 ya habían pasado al olvido y todavía faltaba un año para que ocurriera el fiasco de Apalachin. Así que la boda y la recepción transcurrieron tranquilamente y sin incidentes, con Catherine Bonanno como dama de honor y Joseph Bonanno, muy elegante con su frac, presidiendo la reunión como un duque medieval, saludando con una venia a todos sus colegas de la Mafia y bailando con las mujeres, de manera galante y orgullosa.

Después de la recepción, durante la cual los novios recibieron de regalo sobres con cerca de cien mil dólares en efectivo, Bill Bonanno y su esposa volaron a Europa para su luna de miel. Se hospedaron durante algunos días en el hotel Ritz de París y, luego, en el Excelsior de Roma; recibieron atención especial en los dos lugares y les agilizaron el trámite de la aduana en el aeropuerto. Después volaron a Sicilia y, mientras el avión carreteaba lentamente hacia la terminal de Palermo, Bill Bonanno observó que había una multitud apostada detrás de la puerta, entre ellos varios carabinieri que estaban muy cerca del tío de Bonanno, John Bonventre, un hombre viejo y calvo que parecía más bien serio y tenso. Lo primero que Bonanno pensó fue que Bonventre, quien se había desempeñado en los Estados Unidos como segundo de la organización Bonanno, estaba a punto de ser deportado de Sicilia, su tierra natal, adonde había viajado el año anterior para retirarse, motivo por el cual se llevó con él desde los Estados Unidos una provisión de papel higiénico para el resto de la vida, pues prefería el papel norteamericano a las burdas marcas que se producían en Sicilia. Después de que el avión se detuvo, pero antes de abrir la puerta, una azafata preguntó por el señor y la señora Bonanno y les pidió que se identificaran. Bill Bonanno levantó lentamente la mano. Entonces la azafata les pidió que fueran los primeros pasajeros en bajarse del avión.

Mientras bajaban por la escalerilla hacia el ardiente sol siciliano y las montañas que se alzaban a lo lejos, detrás de aldeas aferradas a las laderas y compuestas de casas de piedra calcinada, Bonanno sintió que la multitud lo observaba fijamente y comenzaba a moverse y a murmurar a medida que él se acercaba. Las mujeres mayores estaban vestidas de negro, los hombres jóvenes tenían expresiones adustas y sombrías, había niños por todas partes y los imponentes carabinieri, vestidos de manera llamativa y ostentando brillantes espadas de plata, parecían más altos que el resto de la gente. Luego el tío, Bonventre, esbozó una gran sonrisa al reconocerlos, emprendió una carrera hacia los recién casados con los brazos abiertos seguido por la multitud y, de repente, los Bonanno se vieron rodeados por una muchedumbre de desconocidos que los tocaban y los besaban, mientras Rosalie, con la cara encendida, trataba infructuosamente de esconder la sensación de incomodidad que le causaba estar en medio de esa multitudinaria y avasalladora demostración de afecto. Su esposo, sin embargo, parecía estar disfrutando todo intensamente y estiraba sus largos brazos para tocar a todos los que podía, y se agachaba para dejarse abrazar de mujeres y niños, regodeándose con la adoración y los saludos de la multitud. Los carabinieri observaron de manera imperturbable durante unos momentos y luego se hicieron a un lado para despejar un camino que conducía a una fila de automóviles, estacionados ilegalmente, que esperaba a la pareja para llevarla a la primera de una serie de celebraciones que culminarían con una visita, al día siguiente, a Castellammare del Golfo, el pueblo al oeste de Sicilia donde había nacido Joseph Bonanno y donde los primeros Bonanno habían dominado durante mucho tiempo como uomini rispettati, hombres respetables.

Rosalie tenía la esperanza de que visitaran también el lugar de nacimiento de su padre, un pueblo al este de Palermo que se llamaba Villabate, pero su marido, sin explicarle nunca por qué, le dijo que eso era imposible. Momentos después de que aterrizaran en Palermo, su tío le había susurrado un mensaje que acababan de recibir de los Estados Unidos, de Bonanno padre, insistiendo en que la pareja evitara ir a Villabate. Una serie de amigos y parientes lejanos de los Profaci, que todavía vivían en Villabate, estaban engarzados en una pelea con una banda rival por el control de ciertas operaciones y ya había habido siete asesinatos en los últimos diez días. Se temía que los enemigos de los amigos de los Profaci en Villabate buscaran vengar a sus muertos atacando a Bill Bonanno o a su mujer y, aunque Rosalie insistió en su deseo de ver Villabate, su marido logró evitar el viaje después de inventar un sinnúmero de excusas y ofrecerle un agitado itinerario de agradables distracciones. Bonanno también se sintió aliviado al ver que Rosalie no había cuestionado, ni parecía haber notado siquiera, el silencioso grupo de hombres que los siguieron a todas partes durante su primer día de turismo en Palermo. Estos hombres, que sin duda estaban armados, hacían las veces de guardaespaldas de la pareja e incluso se sentaron afuera de la puerta de su hotel durante la noche para garantizar que no les sucediera nada malo en Sicilia.

El viaje a Castellammare del Golfo, ubicado casi cien kilómetros al oeste de Palermo, fue el punto culminante de la visita a Sicilia para Bill Bonanno. Cuando niño, había visto en las paredes de su casa fotografías enmarcadas del pueblo de su padre; más tarde encontró alusiones al pueblo en libros de historia y guías turísticas..., aunque, la verdad sea dicha, las alusiones eran muy breves y superficiales, como si los escritores, con contadas excepciones, hubieran pasado rápidamente por el pueblo sin detenerse, tal vez intimidados por un reportaje que afirmaba que el ochenta por ciento de los hombres adultos de Castellammare habían pasado un tiempo en prisión.

No obstante, esto no representaba estigma social alguno, pues la mayor parte de los ciudadanos consideraban que la ley era corrupta y representaba la voluntad de invasores que desde hacía mucho tiempo buscaban controlar a los habitantes de la isla y explotar la tierra imponiendo la ley de los conquistadores. Como sucedía con la mayor parte de Sicilia, la historia de Castellammare había sido turbulenta desde hacía siglos, y Bonanno recordó haber leído que la isla fue conquistada y reconquistada no menos de dieciséis veces: por griegos, sarracenos y normandos; por españoles, alemanes e ingleses; por todo tipo de combinaciones de credos, confesiones e ideologías, desde los cruzados hasta los fascistas. Todos habían llegado a Sicilia y habían hecho lo que los hombres hacen cuando están lejos de casa, así que la historia de Sicilia era una letanía de pecados de marineros.

Cuando la caravana de autos llegó a Castellammare, después de conducir dos horas por estrechas carreteras de montaña que se alzaban por encima del mar, Bill Bonanno tuvo una súbita sensación de familiaridad con el paisaje que iba mucho más allá del simple reconocimiento de lo que había visto en fotografías. Se sintió unido a todo lo que había imaginado durante años, a todo eso que había oído cuando era niño, en medio de las reminiscencias de los hombres que se sentaban a la mesa con su padre en las tardes de los domingos. El pueblo era realmente muy hermoso, una tranquila aldea de pescadores construida al pie de una montaña y, en la cima del terreno, sobre un escarpado acantilado rocoso bañado por las olas, se levantaba el viejo castillo de piedra que le daba nombre al pueblo. El castillo, construido hacía muchos siglos por los sarracenos o los aragoneses —nadie estaba absolutamente seguro—, había servido como atalaya del pueblo para detectar naves invasoras, pero ahora no era más que una estructura en ruinas que no tenía ningún propósito, y Bonanno padre y los otros hombres solían recordar haber jugado en él cuando estaban creciendo.

Cerca del castillo, a lo largo de la pequeña playa, estaban los pescadores, con caras rubicundas curtidas por el clima y boinas negras; recogían las redes cuando pasó la comitiva de los Bonanno, pero estaban demasiado ocupados en lo suyo para fijarse en la fila de autos. En la plaza del pueblo, cerca de una iglesia construida hacía cuatrocientos años, había muchos hombres que caminaban lentamente, tomados del brazo, gesticulando con las manos. Las casas de piedra, la mayor parte de las cuales tenían dos o tres pisos, con balcones al frente, estaban organizadas en filas apretadas que bordeaban las estrechas calles adoquinadas sobre las que se oía el golpeteo de los cascos de los burros arrastrando carretas pintadas de colores y avanzando por entre los automóviles. Aquí y allá había grupos de mujeres que se asoleaban frente a sus puertas y las solteras se veían sentadas dándole la espalda a la calle, siguiendo, tal vez, una moda heredada hacía mil años, cuando los árabes ocuparon Sicilia.

Frente a una casa particularmente bien construida en Corso Garibaldi, se había reunido un grupo de gente. Cuando avistaron la procesión de automóviles, la gente se subió a la acera, a la espera. Había cerca de treinta personas, todas vestidas de negro excepto los niños, uno de los cuales tenía en los brazos un ramo de flores. Estaban frente a la casa en la que había nacido Joseph Bonanno y la llegada de su hijo era vista como un evento de proporciones históricas. Un indicio del estatus de la familia Bonanno en Castellammare era el hecho de que la ceremonia que se celebró a propósito del bautismo de Joseph Bonanno, en 1905, marcó el fin de una guerra entre los mafiosos locales y los de la aldea vecina de Alcamo; y cuando el padre de Joseph Bonanno, Salvatore Bonanno, murió en 1915, fue enterrado en el lugar más destacado, al pie de la montaña.

Después de que la pareja recibiera los saludos de la multitud y lograra zafarse de sus abrazos, tomaron café y pasteles con sus primos y compari y luego fueron al cementerio. Allí, frente a una lápida inmensa que ostentaba una orgullosa foto de un hombre con mostacho daliniano, Bill Bonanno entendió algo más acerca de la relación de su propio padre con el pasado. Los ojos que lo observaban desde la lápida eran penetrantes y oscuros, y Bill Bonanno pudo corroborar lo que había oído acerca del poder de persuasión de su abuelo, aunque le costaba trabajo creer que esa imagen tan autoritaria fuera la de un hombre que había muerto a los treinta y siete años. Su abuelo parecía ser un hombre alto, alto y delgado, dos rasgos que lo diferenciaban de los sicilianos. Tal vez eso se debía a que los Bonanno no eran originalmente sicilianos. Según Joseph Bonanno, cientos de años atrás habían vivido en Pisa y se marcharon con cierta premura después de una disputa con la familia dominante. Joseph Bonanno, quien tenía un escudo de armas familiar colgado en su casa de los Estados Unidos, un escudo decorado con una pantera, había compilado una historia de sus ancestros que afirmaba que estaban emparentados con Charles Bonanno, el ingeniero de la Torre inclinada de Pisa.

Después de regresar de su luna de miel en septiembre de 1956, Bill Bonanno instó a su padre a que visitara Castellammare. Y un año después Bonanno padre viajó al pueblo. Pero los recuerdos de las placenteras experiencias de ese viaje se vieron anulados de alguna forma por ciertos incidentes ocurridos en 1957 y otros sucesos posteriores. Entre otros, la publicidad que generó el asesinato de Anastasia y la reunión en Apalachin; además, en 1963 presentó testimonio ante el Senado Joseph Valachi, el desertor de la Mafia que identificó a Joseph Bonanno como su padrino y patrocinador y como líder de una de las cinco «familias» de Nueva York, así como miembro de la comisión nacional de nueve hombres. En 1963 también se produjo la crisis dentro de la organización Bonanno, una serie de diferencias internas entre varios viejos amigos que habían salido de Castellammare cuarenta años atrás. Y ahora, en octubre de 1964, escondido en el apartamento, Bill Bonanno, el hijo, era parte de toda esa tensión e intriga.

Bill Bonanno estaba cansado de todo eso, pero no era mucho lo que podía hacer. Llevaba varios días sin ver a Rosalie ni a sus cuatro pequeños hijos y se preguntaba por su bienestar, al tiempo que deseaba que la relación con sus parientes políticos, los Profaci, no se hubiera deteriorado tanto como lo había hecho en los últimos años. Él y Rosalie ya llevaban ocho años de casados y habían sucedido muchas cosas desde su luna de miel, demasiadas, aunque Bill esperaba poder reparar el daño. Lo que se necesitaba, en su opinión, era un nuevo comienzo, un segundo intento en otra dirección, y había pensado que avanzaban en ese sentido a comienzos del año, en febrero, cuando se mudaron a su nueva casa, una casa estilo rancho californiano situada en una tranquila calle bordeada de árboles en East Meadow, Long Island. Por fin se habían marchado de Arizona, un lugar que Rosalie había llegado a odiar por varias razones, entre las cuales se destacaba cierta mujer de Phoenix, y se habían venido al Este, a vivir durante unos cuantos meses en la mansión del tío de Rosalie, Joe Magliocco, en East Islip, Long Island, mientras conseguían su propia casa. El tiempo que pasaron en casa de Magliocco fue una época agitada, no sólo para ellos sino también para sus hijos.

La mansión estaba ubicada en una inmensa propiedad protegida por altos muros y árboles y vigilada por perros y hombres armados. Después de la muerte de Joseph Profaci en 1962, Joe Magliocco, un hombre gordo y fornido que pesaba más de ciento treinta kilos, se había hecho cargo de la operación Profaci, lo que incluía el control sobre la lotería italiana de Brooklyn. (A estas alturas, el padre de Rosalie, Salvatore Profaci, también estaba muerto; murió antes de la boda a causa de una explosión que él mismo provocó mientras trabajaba en un motor en su bote.) Magliocco, un hombre impulsivo que carecía de capacidad organizativa, también heredó muchos problemas cuando tomó el control de la operación, el peor de los cuales era la rebelión interna de algunos miembros jóvenes dirigidos por los hermanos Gallo. La crisis causada por la facción de los Gallo todavía estaba sin resolver cuando Rosalie y Bill Bonanno se mudaron a la casa de Magliocco en 1963, y ellos percibieron que las cosas estaban llegando casi al límite para Magliocco a finales del verano y comienzos del otoño de ese año: había hombres que entraban y salían a horas extrañas, los perros permanecían en constante alerta y rara vez se veía a Magliocco sin su guardaespaldas, que lo acompañaba incluso cuando caminaba distancias cortas dentro de la propiedad.

Una mañana de diciembre, mientras gateaba por el comedor, el hijo de dos años de Bill Bonanno, Joseph, metió la mano en el espacio que había entre el mueble donde se guardaba la vajilla y la pared y apretó el gatillo de un rifle que habían dejado apoyado allí. El disparo del rifle abrió un hueco en el techo y penetró en el piso superior, no lejos de donde estaba dormido Magliocco. El gordo saltó enseguida de la cama, gritando, y Rosalie, que estaba dándole de comer a su recién nacido en otra parte de la casa, comenzó a dar alaridos. De repente toda la casa comenzó a vibrar con el ajetreo de cuerpos humanos que corrían en pánico, buscando y gritando, hasta que descubrieron al niño abajo, sentado en la alfombra con su pijama rojo, aturdido pero a salvo, con un rifle humeante a los pies. Dos semanas después, Joe Magliocco murió de un ataque cardíaco.

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2.

Al oír que Frank Labruzzo tocaba el timbre de abajo, Bill Bonanno presionó el interruptor que abría la puerta de afuera y luego observó por la mirilla de la puerta del apartamento. Vio a Labruzzo salir del ascensor con periódicos debajo del brazo y, a juzgar por la pálida expresión de la cara de Labruzzo, se dio cuenta de que algo había ocurrido.

Labruzzo no dijo nada cuando entró al apartamento. Le entregó los periódicos a Bonanno. En la primera página de cada uno, en un titular inmenso que llenaba la parte de arriba, estaba la noticia:

JOE BANANAS – DENLO POR MUERTO

JOE BONANNO SECUESTRADO POR DOS MATONES EN NUEVA YORK

LA MAFIA SECUESTRA A JOE BANANAS

FBI SE UNE A LA BÚSQUEDA DE LOS SECUESTRADORES

Bill Bonanno sintió calentura y mareo. Se dejó caer en una silla, aturdido en medio de la confusión y la incredulidad. Los titulares, letras enormes que cubrían toda la página, más prominentes que las noticias sobre la guerra en Vietnam y la revolución social que se estaba llevando a cabo en los Estados Unidos, parecían gritarle y exigirle una respuesta, y él quería reaccionar rápidamente, correr hacia algún lado y hacer algo violento, pues odiaba la sensación de impotencia y sentirse atrapado. Sin embargo, se obligó a sentarse y leer cada párrafo. La mayoría de los artículos sugerían que Joseph Bonanno ya estaba muerto, posiblemente metido en un bloque de cemento en el lecho de un río. Otras especulaciones hablaban de la posibilidad de que lo tuvieran como rehén hasta que hiciera ciertas concesiones, e incluso había una teoría según la cual el secuestro era una treta arreglada por el mismo Joseph Bonanno para evitar presentarse ante una reunión del gran jurado federal en Manhattan[4], al final de la semana.

Bonanno hijo descartó esa última hipótesis por absurda. Estaba convencido de que su padre tenía la intención de presentarse ante el gran jurado, tal como había hecho en otras ocasiones en el pasado: sin revelar nada, claro, pero cumpliendo con el deber de presentarse y declarar su inocencia, o refugiándose en sus derechos constitucionales. Bill Bonanno tampoco creía que su padre hubiera intentado una maniobra tan complicada como un secuestro fingido sin consultar primero con Labruzzo y con él mismo.

Bonanno observó a Labruzzo, que se paseaba de un lado a otro de la habitación como un animal enjaulado. Labruzzo todavía no había dicho nada. Aunque normalmente era un hombre calmado, en este momento parecía nervioso y asustado. Consciente de que estaba bajo observación, Labruzzo se volvió y dijo de manera casual, como si estuviera tratando de restablecer su posición de hombre que mantenía la serenidad bajo presión:

—Mira, si es cierto que está muerto, no hay nada que podamos hacer al respecto.

—Si eso es cierto —respondió Bonanno—, entonces ahora vendrán por nosotros.

Labruzzo volvió a callar. Bonanno se levantó y encendió la televisión y la radio para oír las últimas noticias. Se preguntó si alguna persona ajena a la organización conocería la ubicación del apartamento en que se encontraban, y también intentó imaginar qué hombres de su propia organización podrían haber colaborado en el secuestro de su padre, pues estaba seguro de que era una operación que había sido manejada en parte desde dentro. ¿De qué otra forma podrían haber sabido que Joseph Bonanno había planeado pasar la noche en casa de Maloney? Todo se había efectuado de manera impecable: los dos matones aparecieron en Park Avenue exactamente cuando Bonanno padre se bajaba de un taxi, y además Maloney se bajó primero y salió corriendo para refugiarse de la lluvia, de modo que sólo después vio lo que estaba sucediendo. Maloney podía haber hecho parte del complot, pensó Bonanno. Maloney o alguno de los abogados de su firma que conocían los planes de Joseph Bonanno.

Al igual que su padre, Bill Bonanno sospechaba de casi todos los abogados. Los abogados eran sirvientes de los tribunales, parte del sistema, lo que significaba que nunca se podía confiar totalmente en ellos, o de lo contrario eran partidarios de la Mafia, hombres a los que les gustaba vivir en la periferia del mundo de los gánsteres y que sentían una indudable fascinación por los ocasionales atisbos que lograban entrever dentro de esa sociedad secreta. A veces, incluso se involucraban en intrigas de la Mafia y aconsejaban a un don o al otro, cambiando de bando según cambiaba la suerte; era una especie de juego de azar con ellos. E independientemente de la facción que ganara o perdiera, los abogados sobrevivían. Vivían para acompañar a sus clientes a presentarse ante los tribunales y después hacían declaraciones ante la prensa; eran una camarilla privilegiada, que recibía mucha publicidad y altos salarios, hombres turbios a menudo, a los que sin embargo casi nunca atrapaban, eran los intocables. Bonanno recordaba haber oído hacía muchos años cómo se quejaban entre ellos algunos jefes de la Mafia por las tarifas tan exorbitantes que les cobraron ciertos abogados después de que la policía allanara la reunión en Apalachin. Unos cuantos afirmaban haber pagado cerca de cincuenta mil dólares cada uno por su defensa y, como gran parte de la suma se pagaba en efectivo, tal como solicitaban los abogados, los mafiosos apenas si podían adivinar cuánto de ese dinero entraba sin pagar impuestos. Aunque Bonanno no conocía a Maloney ni a sus socios personal ni profesionalmente, de todas maneras sospechaba lo peor hasta que se demostrara lo contrario; después de todo, se trataba de abogados, gente que vivía de las desgracias de los demás.

En cuanto a los autores materiales del secuestro, Bonanno suponía que contaban con la aprobación de la comisión nacional de la Mafia, la cual había suspendido recientemente la membresía de Joseph Bonanno. También suponía que habían actuado bajo la dirección personal del jefe de la Mafia en Búfalo, Stefano Magaddino, miembro veterano de la comisión, un hombre de setenta y tres años, primo de su padre y antiguo amigo de Castellammare. La aparente amargura de Magaddino hacia Bonanno padre era tema de discusión frecuente en la organización Bonanno en 1963 y 1964. Se creía que estaba basada en parte en el hecho de que Magaddino, cuyo territorio se extendía desde el oeste del estado de Nueva York hacia el valle del Ohio e incluía vínculos con los canadienses que manejaban loterías ilegales en Toronto, se sentía amenazado por las ambiciones que Joseph Bonanno tenía en Canadá. Durante décadas, la organización Bonanno había trabajado en sociedad con un grupo de mafiosos en Montreal, con quienes participaba de manera muy provechosa en la importación de alcohol libre de impuestos, así como en el negocio del juego y otras actividades ilegales, que incluían el control del comercio de la pizza y varios servicios de protección en la inmensa comunidad italiana de Montreal. En 1963, cuando Joseph Bonanno solicitó la ciudadanía canadiense, Magaddino interpretó ese gesto como una prueba más de que los intereses canadienses de Bonanno se iban a extender hasta su territorio y un día se le oyó quejarse de Bonanno con estas palabras: «¡Está clavando banderas por todo el mundo!».

Aunque la solicitud de Bonanno para obtener la ciudadanía canadiense fue negada y después lo expulsaron, las sospechas de Magaddino persistieron. Los hombres de Bonanno creían que la desconfianza no se basaba en ningún asunto en particular, sino que era producto de una combinación de miedo y celos. Todos recordaban el mal humor de Magaddino la noche de la fiesta de bodas de Bill Bonanno en 1956, cómo se había acercado a la tarima para observar esa inmensa reunión de mafiosos que habían venido de todas partes del país en muestra de respeto por Joseph Bonanno y cómo le había comentado en voz alta a un hombre que estaba en su mesa: «Miren ese gentío. ¿Quién diablos va a poder hablar ahora con mi primo? Esto se le va a subir a la cabeza».

Bill Bonanno también percibía que Magaddino no lo tenía en muy buena estima y lo molesto que se puso el jefe de Búfalo cuando Bonanno padre autorizó su ascenso a la tercera posición en importancia dentro de la organización Bonanno, pasando por alto a un miembro que Magaddino consideraba más digno de promoción: su propio cuñado, Gaspar Di Gregorio. Di Gregorio era miembro de la organización Bonanno desde hacía treinta años y Bill Bonanno lo había considerado como uno de los seguidores más leales de su padre hasta sólo unos pocos meses antes. Era un hombre canoso de cincuenta y nueve años, callado y sin pretensiones, que dirigía una fábrica de abrigos en Brooklyn y a quien el FBI desconocía por completo. Nacido en Castellammare, peleó junto a Bonanno padre en la famosa guerra de pandillas de Brooklyn en 1930 y un año después fue padrino en la boda de Joseph Bonanno y Fay Labruzzo. También era el padrino de Bill Bonanno, amigo y consejero durante sus años de adolescencia y estudiante, y era difícil para Bonanno entender cuándo y por qué Di Gregorio había decidido alejarse de la organización Bonanno y llevarse a otros con él. Di Gregorio siempre había sido un segundón, no un líder, y Bill Bonanno sólo podía concluir que, después de años de intentarlo, Magaddino finalmente había logrado usar a Di Gregorio para provocar una división dentro de la organización Bonanno. Di Gregorio se habría llevado consigo a veinte o treinta hombres, tal vez más; Bill Bonanno no estaba seguro, pues a estas alturas no había forma de saber quién estaba con quién. En el último mes, quizá cincuenta de los trescientos hombres de la familia Bonanno habían desertado, influenciados por la decisión de la comisión de sacar a Bonanno de su seno y alentados por Magaddino, quien les aseguró que la comisión los protegería de las represalias de los partidarios de Bonanno.

Independientemente de cuál fuera la situación, Bill Bonanno sabía que lo único que podía hacer era esperar. Con su padre desaparecido, tal vez muerto, era importante que él permaneciera con vida para hacer lo que hubiera que hacer. Aventurarse a la calle en ese momento sería una tontería y tal vez un suicidio. Si no lo encontraba la policía, podrían encontrarlo los hombres de Magaddino. Así que Bonanno trató de suprimir la furia y el desespero que sentía y resignarse a una larga espera con Labruzzo. Ahora el teléfono estaba sonando, era la tercera llamada en clave que entraba en los últimos cinco minutos: los lugartenientes estaban comunicándose desde otros apartamentos, listos a recibir cualquier mensaje que él quisiera dejar en el servicio de mensajería. En unos pocos momentos él mismo llamaría para dar noticias suyas y avisarlos de que estaba bien.

Era mediodía. A través de las persianas podía ver que el día estaba oscuro y triste. Labruzzo estaba sentado en la mesa de la cocina tomando café, con el perro a sus pies. La despensa estaba bien provista de comida enlatada y cajas de pasta y había mucha carne y salsa en el refrigerador. Bonanno, que era un cocinero apenas aceptable, tendría ahora la oportunidad de ganar mucha experiencia. Podían subsistir fácilmente allí durante varios días. El perro sería el único al que le haría falta salir a la calle.

Bonanno y Labruzzo pasaron casi una semana recluidos, durmiendo por turnos con el arma sujeta al pecho. Por las noches recibían la visita de los pocos hombres en los que confiaban. Uno de ellos era un lugarteniente de nombre Joe Notaro. Notaro llevaba años al lado de los Bonanno y era respetado por su buen juicio y su prudencia. Pero en su primera visita al apartamento Notaro admitió, con tono arrepentido y avergonzado, que era probable que él hubiera sido indirectamente responsable del secuestro de Bonanno padre.

Notaro recordó que el día del secuestro estaba en su auto hablando con otro subalterno acerca de los planes que tenía Joseph Bonanno para esa noche, en voz suficientemente alta como para que el conductor alcanzara a oírlos. El conductor de Notaro era un hombrecillo sumiso que llevaba varios años en la organización y nunca había sido tomado en serio por sus miembros. Pero tal como descubriría después Notaro para su sorpresa, en ese momento el conductor trabajaba como informante para la facción dirigida por Di Gregorio. Aparentemente, el hombre estaba resentido con la organización desde que uno de los lugartenientes huyó con su novia, y Joseph Bonanno estaba demasiado preocupado en ese momento con otros asuntos como para interceder en su favor. El hecho de que quien lo había ofendido fuera condenado después a cumplir una larga sentencia en la cárcel, acusado de conspiración en un caso de narcóticos, no logró aliviar la herida narcisista del conductor. Después del secuestro de Bonanno, el hombre desapareció y Notaro acababa de enterarse de que ahora trabajaba como conductor para el grupo de Di Gregorio.

Algunos datos más recogidos por Notaro y sus compinches entre sus informantes en la ciudad —que incluían corredores de apuestas y agiotistas, hombres que trabajaban en clubes nocturnos y en negocios afines vinculados socialmente a los bajos fondos— señalaban que Joseph Bonanno todavía no estaba muerto y que permanecía retenido por los hombres de Magaddino en una granja ubicada en algún lugar de las montañas Catskill, al norte del estado de Nueva York. Se decía que el FBI y la policía estaban concentrando sus esfuerzos en esa área y que también habían registrado la casa de Bonanno en Tucson y mantenían vigilancia sobre la mansión del difunto Joe Magliocco, pues la consideraban un escondite ideal por las murallas que la rodeaban y el muelle privado. En cuanto a la situación de la organización, los lugartenientes de Bonanno creían que todavía había más de doscientos hombres que se mantenían fieles y con la moral en alto. La mayoría permanecían encerrados, dijeron los jefes, y dormían por turnos y cocinaban sus propios alimentos en sus apartamentos y habitaciones alquiladas. A Bonanno y a Labruzzo les contaron que, en uno de los apartamentos, los hombres se habían quejado durante la cena de la noche anterior porque los espaguetis tenían un sabor metálico; más tarde se enteraron de que, mientras batía vigorosamente la salsa de carne, al cocinero se le había caído accidentalmente la pistola dentro de la olla.

En cada visita los distintos jefes traían los últimos diarios y Bonanno y Labruzzo podían ver que el secuestro seguía recibiendo una enorme cobertura. En varios periódicos había fotografías de Bonanno hijo y se especulaba acerca de que él también había sido capturado por los enemigos de su padre, o que se estaba escondiendo en Nueva York o Arizona, o que estaba bajo la protección de agentes federales. Cuando un periodista llamó a los cuarteles del FBI para verificar esa información, un vocero de la agencia se negó a hacer comentarios.

Para Bonanno era evidente que los encargados de redactar los titulares de prensa se estaban divirtiendo con la historia —«SÍ, NOS QUEDAMOS SIN BANANAS»— y que también los periodistas vigilaban de cerca a su esposa y a sus hijos, en su casa de East Meadow, Long Island. Un diario decía que Rosalie se había asomado a la ventana para responderle a un periodista, con «voz temblorosa», que ella no sabía nada sobre el paradero de su esposo, y se decía que tenía los ojos «rojos», como si hubiera estado llorando. Otro periódico la describía como una mujer hermosa y tímida y decía que Rosalie había pasado la tarde en un salón de belleza. Un tercer periódico informaba de que, mientras jugaba en la acera frente a su casa, Charles, el hijo de siete años de Bonanno, había sido abordado por un detective para hacerle preguntas sobre su padre, pero el chico había contestado que no sabía nada. Bill Bonanno estaba muy complacido.

Había entrenado bien a sus hijos, pensó. Al igual que había hecho su padre con él, Bonanno les había enseñado que debían tener cuidado cuando hablaban con desconocidos. Aunque no quería que sus hijos fueran groseros o irrespetuosos con nadie, incluida la policía, sí les había advertido que se mantuvieran alerta cuando les hicieran preguntas acerca de asuntos relacionados con su casa o sus padres, sus parientes o los amigos de sus parientes. También les había inculcado a sus hijos la censura hacia los delatores. Si los niños veían a sus hermanos, hermanas o primos haciendo algo inadecuado, les había dicho, no estaba bien que fueran a delatarlos con los adultos y agregó que nadie respetaba a los soplones, ni siquiera los que se beneficiaban de la información.

Sentado en silencio en el apartamento, después de que Notaro se marchara y mientras Labruzzo dormía, Bonanno recordó un incidente que había ocurrido hacía unos meses, cuando ese consejo que les dio a sus hijos pareció salirle por la culata. La familia pasaba el día en casa de unos parientes en Brooklyn y, por la tarde, una de las tías se quejó de que alguien había tomado la carretilla que mantenía en el jardín de atrás para llevar la ropa limpia y que los niños, que habían estado jugando con ella antes, afirmaban no saber quién la había sacado del jardín. Bonanno se acercó a sus hijos y los hizo formar para interrogarlos, pero cuando vio que ninguno soltó información alguna acerca de la carretilla, dijo con tono autoritario que iba a dar una vuelta a la manzana y cuando regresara quería ver la carretilla en el jardín. No le importaba quién la había tomado, no habría ningún castigo; sólo quería la carretilla de vuelta. Después de su paseo, Bonanno regresó al jardín. No había ningún niño a la vista, pero la carretilla había aparecido.

Aunque Bonanno no estaba muy preocupado por el bienestar de sus hijos durante su ausencia, pues sabía que Rosalie era una madre capaz, sí le preocupaban la soledad y la angustia que ella indudablemente debía de experimentar cada noche, después de que sus cuatro hijos se fueran a acostar. Estaba seguro de que la madre de Rosalie, que vivía a cuarenta y cinco minutos, en Brooklyn, debía de ir de visita de vez en cuando; pero la señora Profaci no sabía conducir y no debía de ser fácil para ella encontrar transporte. Y los parientes de Rosalie, al igual que la mayoría de los parientes por el lado Bonanno, tenían muchas reservas sobre la prudencia de aparecerse en la casa de Bill Bonanno, pues temían la publicidad y la investigación policíaca que eso podría generar. Catherine, la hermana de Bonanno, que no les tenía miedo a la publicidad ni a la policía, habría sido un gran consuelo para Rosalie, pero Catherine vivía en California con su marido y sus hijos pequeños. La madre de Bonanno probablemente estaba en Arizona, o escondida en cualquier otro lugar con amigos. Y su hermano de dieciocho años, Joseph hijo, estaba estudiando en el Phoenix College; aunque, conociendo a Joseph, Bill no creía que asistiera con mucha frecuencia a clases. Joseph era la oveja negra de la familia, aficionado a las carreras de bólidos y jinete de potros salvajes, un rebelde tan absolutamente indisciplinado que nunca llegaría a hacer parte de la organización, Bill estaba seguro de es

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