El día de hoy
Siete y veinte
Abrí los ojos, he abierto los ojos y se me ha ocurrido que los días tienen su música. El despertador aún no ha sonado, bloqueo la alarma. Tengo un cuarto de hora. Una música que hay que escuchar por detrás de los ruidos, aunque los ruidos no están ahí para esconderla, sino para hacerla sonar. Depende del ruido. Ahora sólo se oye lejos un zumbido de autopista, lo demás, en calma. Con tanto silencio no hay música. Escucha. Ahí va un motor subiendo la cuesta, tres o cuatro verderones están piando en el alero de la Nunciatura, unas suelas estriadas chirrían en los adoquines de la travesía, la pareja de arriba ha empezado a hablar y suenan a cañería. Escucha. Como hacia el parque de Atenas. Ahí. Un silbido que sale de un metal, ciñe las esquinas, entra en un portal o por una ventana que acaban de abrir, da la espalda. No es una canción. A lo mejor es una canción, pero todavía sin hacer. ¿La escucho de verdad? El motor ha llegado al alto, las pisadas se han ido, los verderones y la pareja han callado. El silencio la ha aspirado de golpe, quizá vuelva.
Dentro de poco Goro estará en pie, sacudiendo puertas hasta la cocina y si tardo sonará la tele y los dibujos animados de Futurama. No puede encontrarme aquí, hoy menos que nunca. Pero también el cuerpo pesa como nunca y se hunde en la cama como en un río, toda el agua por encima, un pez de plomo con los ojos abiertos, todo ojos, cayendo. Esta oscuridad no es completa. Si miras bien aparecen esas figuras que cuentan cosas. Pegado al techo hay un patinador que no arranca, sus piernas están desapareciendo, los patines se hacen cada vez más grandes..., una mujer se mira las manos bajando la cabeza hasta tocarlas con la frente, las arrugas de la cara caen en las palmas y luego vuelven a la cara agarrándola como tentáculos..., un enano juega con una pelota al lado de la puerta y la pelota salta detrás y delante del enano, pero el enano no se mueve, sólo abre mucho la boca hasta que no es más que una boca en donde antes había cuerpo. La mujer que nos alquiló la casa dijo que no eran habitaciones, que eran alcobas. Mientras nos la enseña, desaparece en la cocina. La oímos llorar. Vuelve exagerando una sonrisa y se pone a mirar por el balcón que da a la travesía. Luego, se sienta en una caja y fuma sin dejar la sonrisa. Hubiera podido ser una de esas figuras en la oscuridad cuando murmura que su marido y su único hijo se mataron el mes pasado en un accidente de coche. Sigue sentada en la caja, ya no volverá a hablar. Goro pregunta con la mirada cuándo nos vamos, no le interesa la mujer, ni la historia de la mujer, y mucho menos el consuelo. Tampoco le interesa la casa. Le he dicho que a partir de ahora viviremos en el centro de Madrid, y hemos venido hasta aquí desde nuestro pueblo de la sierra para que vea el sitio, para que no se escabulla. Pero le da igual esta casa que otra, y también le da igual esta mujer que otra. Quiere irse pronto y que todo haya pasado, que lo que aún no ha pasado haya pasado de una vez. En cambio yo no puedo moverme y me quedo pegado a la mujer. Sentado en otra caja. Goro sigue de pie en mitad del salón, la luz de los balcones le da de lleno y le borra un poco el mal gesto.
Entonces había cumplido doce en marzo. Muy delgado, creciendo por instantes. En la luz de esa tarde de julio se le ve aún más delgado. La mujer y yo sentados en las cajas como si no fuéramos a irnos. Hasta que la mujer coge las llaves y señala la puerta, fatigada de emociones.
¿Ha sido un portazo? Salto de la cama y enciendo la luz. Es temprano para los dos. Ni siquiera el despertador habría sonado. Una nube ha pasado por la cabeza y deja el cuerpo planeando. La noche de duermevela, infinitas trenzas. Querría caer otra vez en la cama, aunque empujo la corredera del armario y busco los pantalones de mahón y la camisa blanca de lino. Quería vestirme como si fuera a hacer algo. Lo tengo todo previsto, creo que lo he pensado bien. No un día especial, nada de eso, sino ropa por la que pudieran salir las palabras que hay que decir, esas palabras que no podrían salir raídas, ni arrugadas, ni demasiado usadas, ni en tufo. Noto el frescor de las prendas limpias, la capa de brisa entre el paño y la piel, el aire estanco de la alcoba.
Goro talona, descalzo, como si dijera que ya está ahí, que de un momento a otro estará listo para que le atiendan, que necesita público para el espectáculo de incorporarse a la mala vida de los que se levantan con sueño, se duchan y van a clases donde hay viejos diciendo cosas viejas. Yo debería estar duchado y en la cocina, para que cuando él cruce hacia el baño me vea atareado y en plena forma preparando el desayuno. El ambiente de actividad le habría seguido hasta el chorro que caerá sobre su cabeza y que anunciará su segundo despertar, de modo que su último sueño habría sido ese padre madrugador y ocupado. Pero ¿por qué ha madrugado?
Hay que salir de la alcoba. Alcoba. La diferencia entre una habitación y una alcoba, dijo la mujer rota, es que la luz de la alcoba es prestada. La nuestra viene de los dos balconcillos del salón, sobre el tejado de la Nunciatura y un parking descubierto con dos almendros tísicos en su alcorque. Goro también necesita luz prestada. No como las plantas, para vivir, sino simplemente para verse. Vivir es otro grado.
Cuando salgo, la sensación de que la casa también necesita despertar, ser despertada, sacudida hasta que abra los ojos de par en par, carraspee, se active. Goro está a punto de entrar en el baño, ladea la cabeza al escucharme, pero no termina de volverse y cierra la puerta. Hay mañanas en que saluda y otras en que no. Me he acostumbrado. He necesitado acostumbrarme. La psicóloga dice que lo importante es no romper la comunicación, que Goro hace casi todo por impulsos, sin pensar, indiferente a las consecuencias. Goro tiene un TDAH, me repito muchas veces al día. Es una enfermedad, me repito muchas veces al día, y no tengo que juzgarle, sino cuidarle. Le hicieron muchas pruebas. Estoy sentado ante la psicóloga, una mesa de roble entre los dos, un aparador, las paredes desnudas, un rodapié marrón oscuro. Es una especialista importante. Tardé en encontrarla y también tardé en saber que debía encontrarla. Tiene el aire de una misionera seglar, recta, escuálida, caminando con sandalias por la sabana. Pero las manos son nerviosas. Doscientos cincuenta euros la consulta. Enciende un pitillo y hojea los informes médicos, el taco de páginas del test. Habla deprisa. A ratos levanta la vista para ver si entiendo. Da la impresión de que lo que yo entienda no es importante, sólo es importante que ella lo compruebe. No estoy asustado, pero quiero salir de ese despacho y llevarme a Goro de la salita en la que espera con su mp3 aislándole del mundo.
Y Jefe no está en su colchoneta. Tampoco en el puf de Goro, en el que se enrosca a la menor oportunidad y a pesar de las regañinas. Se oye la ducha y tuerzo hacia la otra alcoba. Me he golpeado el hombro izquierdo al doblar por el pasillo. Luego, al entrar en la habitación de Goro, la esquina de la mesa se clava en el muslo. Pausa para el dolor. Allí aparece Jefe, respirando un sueño profundo, la cabeza en la almohada. ¿Se lo ha traído para dormir con él? No suele hacerlo. No le gusta el perro. Eso dice. Anoche el perro se quedó como siempre en la cocina y oí cómo cerraba su puerta. ¿Se levantó más tarde y se lo llevó? ¿Por qué? Uno de esos insomnios, la casa en silencio, un recuerdo de otro tiempo, otras personas, y esa herida que no sabe de dónde viene, que no puede saberlo, doliendo de pronto como duele un costado frío, nada importante, pero lo malo es que duele todo el rato y zancadillea al sueño...
Al girar he dado con la mano en el picaporte y he vuelto a doblar mal en el pasillo. Otra pausa. Qué hay. Una humareda que sube por las piernas. Miedo a dar otro paso. ¿No conozco mi casa? ¿Aún no sé dónde están las esquinas y los muebles? ¿O es lo contrario, una casa conocida en la que yo soy un extraño, la casa en la que vivo y de la que me he marchado? Estoy aquí porque el cuerpo se resiente de los golpes y de la extrañeza. Poco a poco, vuelvo a pisar suelo. Ahora, mejor. Pero pronto dejaré de escuchar el ruido de la ducha.
Acelerar. Platos sucios de la noche anterior. Siempre lo mismo. Jurar dejarlo todo limpio para empezar de cero mañana. Jurarlo y pensar: ¿Qué es mañana? ¿Mañana está aquí? Quizá la palabra mañana tenga peso, un peso que cae en los párpados, un cuerpo que no puede más y se marcha a la cama arrastrando esos párpados de alas de piedra. Di mañana y caerá sobre tus ojos. Ya puedes olvidarte de los platos.
No queda tiempo. Todo va saliendo mal. Al revés, para ser preciso. Busco el exprimidor, porque sé lo que contestará, y sé lo único que podré conseguir. Cualquier costumbre pequeña funciona, mientras que cualquier novedad, cualquier variación diminuta se empedrará primero y luego se encrespará como una colina. El exprimidor está sobre una fuente de cristal, todo encajonado a presión en el hueco del armarito, bajo los fogones. Así que no es buena idea llevarse el exprimidor sin la fuente. Pero es lo que hago. Empiezo a tirar y la balda superior se encabrita. Un tintineo de vasos que se tocan, un baile que da los primeros pasos. El último tirón..., y cada cosa brinca despavorida por su lado..., aunque he cazado el exprimidor, disgregado en piezas. Pero la fuente ha caído de plano, se queda en el suelo con un dibujo de estrella de mar y una dentellada. Luego, se desploma un vaso, a destiempo, como si hubiera esperado su momento de gloria. Es raro que el golpe lo haya pulverizado de esa manera, una constelación en las baldosas rojas. Y ahora me gustaría saber por qué vienen tantas ganas de llorar, por qué a veces cuesta tanto llorar en la desgracia y hay que esperar a que se rompa un vaso o una fuente para que uno también pueda saltar en añicos.
Le he visto por el rabillo. Se ha parado cuando cruzaba y me observa rodilla en tierra, las piezas del exprimidor abrazadas, en medio de una estampida de cristales.
—Y aquí qué ha pasado —pregunta con ese tono neutro.
—Salió todo volando. No cabe nada en estos armarios. Se arregla con una escoba. ¿Qué quieres desayunar? —trato de que las cosas sean claras, con una voz a la que agarro del cuello para que deje de temblar, hoy menos que nunca...
—Nada.
—Tienes que desayunar. No puedes aguantar en el instituto con el estómago vacío. Además está la pastilla.
—Luego voy con la tripa petada. Lo sabes de sobra. Los desayunos me sientan mal.
—También me has contado que en clase te mareas. Es cuestión de acostumbrarse a comer algo sólido, aunque sea poco.
—No quiero desayunar.
—Por lo menos, un zumo.
—Pero sólo el zumo.
Ni más ni menos que lo de siempre. Ha enchufado el televisor y se escuchan los dibujos de Futurama. Yo enchufo el exprimidor, pisando cristales. Debería haberlos barrido primero. Acabarán repartidos por toda la casa. Se sacan las naranjas del frigorífico. Se parten en mitades sobre la encimera. Acordarse de los cristales. La escoba está en el armario de la despensa, en las antípodas. Exprimo la primera mitad. No hay vaso y la encimera se encharca. Traigo uno del escurridor y lo coloco. Entonces voy a por la escoba. Las suelas crujen por el camino. Paso por delante de Goro, tumbado en el puf, ido. En el camino de vuelta la escoba empuja algún rastro de esquirlas. No me mira, una simbiosis con la televisión. Al llegar a la cocina regreso a por el recogedor. Ahí van los restos del vaso. Después quito la fuente del suelo y la dejo sobre los fogones. Agarro el zumo para llevárselo a Goro. El vaso está vacío. Vuelvo a colocarlo. Vierto lo del recogedor en el cubo de la basura. Observando la fuente me pregunto si no debería echarla también en el cubo. Quizá pese demasiado y rompa la bolsa. Agarro el zumo para llevárselo a Goro. Claro que sigue vacío. Exprimo las otras mitades. Mientras lo hago me fijo en que la pernera derecha del pantalón ha caído por dentro del calcetín, que hace de presa. Sucede a menudo. Siempre me irrita, pero nunca pienso en el porqué. Ahora pienso: Hay más posibilidades de que suceda si los calcetines los pongo después de los pantalones. Aunque no estoy seguro de que yo me ponga los calcetines después de los pantalones. Sin embargo, ninguna pernera se introduce espontáneamente en un calcetín. Coloco el exprimidor bajo el grifo antes de que se incruste todo, y un surtidor en ola, con lenguas, va a parar certeramente a la pechera. Retrocedo de golpe, como si así pudiera evitar lo que ya ha pasado, como si previera lo que no he previsto, como si estuviera en aquel presente y no en este futuro sin remedio. La camisa de lino se ha empapado. No veo restos naranjas. Quizá sólo agua. No tengo más camisas de lino. Y tiene que ser ésta. Era el plan. Quiero mi plan, no importa que no sirva, que no salga, que esté mal pensado, que cosas como las que tienen que ocurrir hoy funcionen con independencia de los planes, porque yo quiero mi plan porque es mío. Ni los golpes, ni el vértigo, ni los cristales, ni la camisa manchada, ni siquiera Goro van a robarme lo que es mío... Goro menos que nadie. Al coger el vaso de zumo para llevárselo, puede verse que está sólo semilleno. Aún faltaban mitades de naranja. No, tampoco esta desorientación rara, estos otros cristales, lenguas y golpes de la cabeza van a frustrar mi plan.
Jefe ha aparecido en la salita. Está sentado sobre las patas traseras y atento a Goro. Goro atrapa el vaso que le tiendo sin apartar la vista de la pantalla, monstruos y robots. Lo bebe de un trago y lo devuelve con un brazo tieso, sin apreciar que el zumo era escaso. Puede que se haya dado cuenta, aunque nunca es fácil saber de qué se ha dado cuenta.
—¿Has tomado la pastilla?
—Ahora.
Recaigo en una de las sillas, junto a las dos mesitas de terraza, pegadas a la pared. Es el ritual de cada mañana. Veo la televisión con él y cruzamos palabras. A veces simplemente nos quedamos ahí. Pero yo espero las palabras como si fueran mágicas, como si controlasen el futuro del día. Jefe se aproxima y mete la cabeza entre las piernas. Suspira, cierra los ojos. Más que un perro, parece un vigilante emocional, pendiente de los frágiles vínculos entre las personas, siempre alerta a la soledad que pueda presentarse sin aviso. Es un golden retriever, lanudo y canela, falto de agresividad, seleccionado por la naturaleza y los criadores de perros para cuidar de cuanto le pongan cerca. Es el perro de los ciegos, de los bomberos y de los niños, lo más semejante a una madre pidiendo su porción de ternura a cambio de desvelos.
Ella dijo: «El perro se lo regalé a Goro. Debes quedarte con él». Jefe tenía entonces cuatro meses. Pensé que hubiera debido ser más previsora y no haber regalado un perro cuando calculaba marcharse. Cuando además calculaba marcharse sin el hijo. Yo contesté: «No creo que el niño quiera un perro ahora. Yo tampoco quiero un perro. Sólo podremos cuidar de nosotros». Ella dijo: «Ahora yo tampoco puedo cuidar de él», y no me atreví a preguntar a quién se refería. Pensé: Lo poco que separa a una persona amada de un completo extraño. Basta que tenga un plan que no te incluya para que se convierta en desconocida. Mismo rictus, misma piel, mismo movimiento de labios, misma carne resabida, y basta que diga que se dará un paseo, y que tú no puedes ir con ella, para que ya no puedas alcanzarla, para que sientas que se ha ido hace mucho tiempo. Era tuya, en cambio ya no queda nada que puedas hacer con esa que está ahí, para la que además has desaparecido. Tú miras a una extraña, ella no mira a nadie.
—¿No desayunas? —pregunta sin apartar la vista del televisor.
Contrapié. Es verdad. Siempre traigo el café e interpretamos nuestra versión de desayuno en familia. Él mira la televisión y yo pongo la familia. Lo que pasa es que hoy no he tocado la cafetera. El día del plan perfecto es el día en que los planes son accidentes de tren. ¿Cómo se ha dado cuenta? ¿Tiene sensores y ojos occipitales como sus monigotes de Futurama?
—Voy a esperar un poco. El estómago anda algo revuelto.
—Como el mío por las mañanas.
—A mí sólo me pasa de tarde en tarde.
—Y por qué.
—¿Por qué, qué?
—Por qué te pasa de tarde en tarde.
Mala conversación. Ha notado una alteración en el ambiente, el radar se ha puesto en marcha. También Jefe aparta la cabeza y me mira esperando respuestas.
—Supongo que cené demasiado.
Buena contestación. Él tendría que hacer memoria y recordar lo que cené anoche. Además pude haber comido sin que me viera. Mucha tela para ese sastre.
—¿Supones?
Tac, tac, tac, tac, el radar ha detectado un objeto no identificado, el volumen aumenta, el barrido se acelera. Las naves espaciales del televisor rugen. Jefe, alerta.
—No sé qué quieres que diga, no soy médico.
—Este capítulo es una mierda.
Uf. Jefe vuelve a la entrepierna.
—A mí me hace gracia —enhebro.
Los robots celebran el Día de la Madre. Y se da la circunstancia de que todos los robots tienen la misma madre. La Madre, que odia el Día de la Madre, convence a todos sus hijos robot para que odien el Día de la Madre. A los robots se les parte el alma en un dilema: celebrar el Día de la Madre por amor a su Madre, y obedecer a su Madre, lo que no deja de ser una forma de celebrar el Día de la Madre, que es precisamente lo que su Madre no quiere que hagan. Los robots van enloqueciendo con el dilema hasta que Lila, la bella mujer con un ojo grande en la frente, descubre que la Madre en realidad pretende dominar el mundo apoderándose de la voluntad de sus hijos. Una vez descubierta y derrotada, la Madre lo niega todo.
¿Hacía falta decir que me hacía gracia? Daría cualquier cosa por una de esas conversaciones corrientes, de seguido, anodinas, en las que no hay nada que temer. En las que se dice, hablando de cualquier cosa, que todo está bien, que el jersey ha dado de sí y eso que era bueno, que la fruta no sabe como la de antes, que podríamos comprar una pecera con peces del Caribe, que cuando conoces un camino se hace más corto, que en Madrid casi no hay moscas...
Pues sí, este capítulo de Futurama tiene gracia. Te mueres de la gracia. Se ha oído el chasquido de la compuerta de acero de la cápsula. Dentro han quedado Goro y su silencio automático, volando a otro planeta. Madre, el Día de la Madre. Ha dicho: Este capítulo es una mierda. Fácil. Bastaba con haberle escuchado. Este capítulo es una mierda. Fácil. Pero la bandeja se ha estrellado en el suelo, he ido chocando con los salientes, olvidado el café, tengo mojada la pechera de mi única camisa de lino en la que ya aflora un cerco ámbar...
—La pastilla, Goro.
—Ahora.
Ocho y cinco
Los obreros polacos trepan por el andamio del patio. Suben con risas que suenan a choque de rocas. Están aprendiendo a decir tacos españoles. Le han cogido gusto a gilipollas. Dicen gilipollas y se parten de risa. Empieza uno: Eh, gilipollas. Contesta otro: Gilipollas, tú. Otro más: Karol, gilipollas, eh. Hasta que uno remata: Todos gilipollas. Y a troncharse. Son voces que suenan por senderos de bosque. Así que gilipollas se oye distinto, no ese golpe de boca español que se amartilla en el paladar y luego escupe el perdigón. En los polacos tiene un fondo y un rumor, aunque no pierde dureza, la dureza de una maldición druida que expulsa a la gente de su tierra para que pique y enfosque los patios de un remoto país taurino. Todos gilipollas, todos malditos. Más vale que te rías.
—¿Cuándo coño van a tapar el agujero? —Goro ha regresado del planeta No Me Hables Más.
Siempre la misma maniobra de regreso, un reproche, algo que vaya mal.
—Esta semana.
—Eso dijiste la semana pasada. ¿Por qué no les hablas?
—Anda tú a entenderte con ellos.
—Va.
Hay que traducir Va como una afirmación resignada, tipo De acuerdo, si tú lo dices o también Es así, porque no hay más remedio. Dependiendo del tono y de la longitud de onda puede ampliarse a Sí, está bien y a Te digo lo que quieras con tal de que me dejes en paz. En circunstancias especiales, pronunciada con desaliento y sacada del buche con fuerzas de flaqueza, llega a significar Lo haré porque tienes toda la razón, aunque en este caso se confunde fácilmente con Eso ya lo sabía yo. Como es lógico, el oído no siempre presta la debida atención y pierde o confunde los matices.
Picaron junto al ventanuco que hay a la espalda de Goro, encima y a la derecha del puf, y tres palmos de pared con forma de Sudamérica se desplomaron sobre la balda de debajo, en la que están los libros de jardinería y esos chismes desarraigados a los que atrae el espacio vacío de las casas, y luego rebotaron en el suelo, salpicando de cáscara y polvo de yeso el sagrado puf de Goro. Encontramos el panorama cuando volvimos a la hora de comer, hace quince o veinte días. No dijo nada. Se quedó un minuto mirándolo mochila al hombro y a continuación se volvió hacia mí en busca de la clave del enigma. El agujero y el yeso no le parecían suficientes. Su puf mullía entre cascotes, la tierra se abría bajo los pies, la intemperie batía contra el office, ¿todo eso lo hacía la piqueta de un polaco? Al final, sólo dijo: Sí, ¿no? Del mismo modo en que Va debe interpretarse como una afirmación resignada, la traducción de Sí, ¿no? es una negación rabiosa. En contados casos, dependiendo del tono y de la longitud de onda, vale por una invitación a que los demás se explayen durante contados segundos, siempre y cuando no intenten suavizar el mal ambiente con alguna justificación o esperanza tonta. En otros, la expresión soterra una ironía punzante, como cuando un tipo anima desde la orilla a otro que quiere caminar sobre las aguas. Ya aparte, se confunde con Va en coyunturas de rechazo.
Fue su regalo por venir a esta casa, algo para que la hiciera suya. Un saco de piel de veinte kilos cosido a mano por un artesano de Lavapiés, gris marengo, relleno de millares de bolitas que se acomodan al cuerpo, ciento sesenta euros. Tuvimos que cargarlo hasta casa, quizá dos kilómetros, y lo hicimos juntos. Hacía calor, yo sudaba a chorros. De vez en cuando Goro miraba, mira hacia atrás y pregunta qué tal voy. No está seguro de que aguante. Tampoco está seguro de por qué no hemos llamado a un taxi. Le propuse que lo cargáramos entre los dos y le pareció bien, o sea, va. Eligió ir delante. Al cabo de la cuesta en la que hay una corrala y un parque, me ofrece cambiar de posición. Contesto que no hace falta. Pero me ha mirado hondo, toda esa pupila parda que se redondea en meteorito, en un semblante opaco. Siento que nunca me ha mirado tanto, de esa forma. En Ribera de Curtidores tengo que hacer un alto. El calor más la asfixia del esfuerzo. Uso el puf como asiento. Se coloca a mi lado. No dice nada. Los que pasan nos echan vistazos. Al rato, dice: Deberías dejar de fumar. Ahora el sudor hace que el cuero resbale de las manos. Por la estación de La Latina le digo que voy a llevarlo en bandeja y que él lo cargue al hombro. Aquí hay mucha más gente, marchamos sorteándola. Entonces, al torcer a Segovia, hacia Puerta Cerrada, vuelve a mirarme de esa manera y me doy cuenta de que le respondo en silencio, con una voz fuerte que va del estómago a la cabeza: Yo no voy a fallarte.
En su momento, bajé a discutir con los polacos. Los encontré comiendo, sentados en el terrazo del patio, un loro a todo volumen del que salía una samba brasileña que les hacía cabecear, masticar siguiendo el ritmo. Antes de que pudiera hablar, uno levantó el dedo y señaló la ventana. Luego, se dio un par de golpes en el pecho y dijo con la boca llena: No preocupa, jefe. Pregunté cuándo pensaban arreglarlo. Contestó: Ahora o mañana. Otro dijo: No un año. Y siguieron cabeceando con la boca llena. Quise averiguar dónde o cuándo podía encontrar al capataz de la obra. Contestó el que había hablado primero: No preocupa, jefe, nosotros tienen moto. Lo de la moto no servía. Insistí. Entonces pareció enfadarse: Soy en esto dos años y medio años, en Polonia muchos años y más años.
Cuando regresaba al piso topé en la escalera con el presidente de la comunidad y le conté el asunto. Es un anciano amable y vigoroso, que vive solo. Sale a la calle con un sombrero tirolés, sea invierno o verano, comprado en la víspera de su vuelta a España después de treinta años de emigrante en Suiza. Solemos hablar mientras él toma aire en los rellanos de la casa sin ascensor.
—Ya les advertí —comentó— que ese enfoscado tenía más de un siglo y que no hacía falta picarlo a fondo. Déjelo de mi cuenta, hablaré con el administrador para que llame a la constructora. Éstos sólo saben decir «años» y «jefe», pobre gente. Que nosotros no volvamos a vernos así.
—También saben decir «moto».
—No me pareció que aprendieran tan deprisa —y echó una risita con resuello.
Ocho y dieciocho
—Supongo que esperas a que yo te traiga la pastilla.
—Exacto.
—A qué hora tienes el examen.
—A segunda.
—Y cómo lo llevas.
—No he sobado en toda la noche.
—¿Por eso llamaste al perro?
—El perro ha ido porque ha querido.
—¿Ahora tienes sueño?
—Estoy matao.
—Te he dicho que cierres los ojos, aunque no duermas. Así, por lo menos descansas.
—No puedo. Me pongo a pensar en dormir porque mañana tengo un examen y me entra el nervio. Y luego tengo hambre y me levanto a papear.
—Sacarás el curso. No te angusties. Todo ha ido bien hasta ahora y no hay razón para que cambie.
—No voy a sacarlo. No soy inteligente. Ando pinzado todo el rato. Tú no lo entiendes, padre.
Esas conversaciones repetidas, sin embargo sensación de primera vez. Aunque nunca hubo primera vez, porque se confunde con todas las veces iguales. El cielo desciende y se aplasta contra la tierra, los pájaros y los edificios se empastan, se respira por resquicios, de abajo viene una fuerza que chupa por los pies, el cuerpo tiene pulmones exprimidos y ojos nublados. No hay luz ni oscuridad. No hay más que aire plomo, ningún lugar al que ir.
—El único problema es que estás creciendo. También tu cerebro está creciendo. Crecerás y todo se arreglará. Lo dijeron los médicos y lo dicen tus profesores. No toda la gente crece igual. Y lo de la inteligencia es una tontería que te inventas. Tienes un cociente de 124 y eso es inteligencia alta según los test, tú puedes decir lo que quieras.
—Entonces, por qué me duermo en clase.
—Porque no duermes por las noches.
—Y por qué no tengo memoria.
—Porque te duermes en clase y no atiendes.
—Y por qué no sobo por las noches.
—Porque crees que te estás durmiendo en clase.
Necesita respuestas tranquilizadoras y son tranquilizadoras cuando no dudan, no importa que sean circulares, quizá mejor si son circulares, así no puede escapar de ellas. Ni yo tampoco.
Hace días lo encontré dándose de cabezazos en la mesa contra el libro de Sociales. Y como una letanía: Soy cabeza borradora, soy cabeza borradora, soy cabeza borradora... Cuando alza la cara, tiene la frente escarnecida, los ojos vidriados.
—Es hora de irse —anuncio.
—Todavía son y veintidós.
Voy hacia la balda de chismes en la que está el Rubifen. Es una cajita corriente como de aspirinas, ya recomida, que comienza a destartalarse hacia la tercera semana, de las nueve que dura. Nadie imaginaría que guarda lo que el médico llama psicotropo. En la farmacia piden el carnet de identidad y miran la receta con lupa. Y tienen un protocolo invariable de preguntas: ¿Es para usted? Y también: ¿Sabe lo que es esto? Y también: ¿Desde cuándo lo toma? No sé de qué vale tanta cuestión cuando todo está en regla delante de sus narices. Creo que utilizan el tiempo de preguntar para mirarte a los ojos, comprobar que no bajas los tuyos, como ante la policía. Rubifen suena a antigripal, a fiebres recidivas. Pero psicotropo suena a viaje lejano, a cielo torrencial, a ida sin vuelta.
Estoy a punto de abrir la caja y apretar uno de los botones con píldora. Luego, dársela. Sí, claro, me he acostumbrado a cubrirle los flancos, a recogerle en las caídas, a poner parches cuando se le escapa el aire. Es malo para él, pero lo otro no es fácil para mí. Un error que parece pequeño encadena una catástrofe..., sobre todo ahora que empieza a ir bien. Si permito que no tome la pastilla, se dormirá en clase, suspenderá los exámenes, confirmará que es estúpido, dejará de estudiar, perderá las pocas esperanzas, se esconderá para el resto de su vida en un cuarto oscuro mirando el resplandor de las rendijas, en vela. Acabar de una maldita vez, acabar del todo. Lo desea más que los aprobados y mucho más que ser feliz. Y por eso busca el error, que es su forma de resistir, con la única voluntad que tiene, la de negar. Dormir, vestirse, desayunar, tomar la pastilla, llegar a tiempo al instituto, cada pequeña cosa es una trinchera, uñas y dientes contra el enemigo que viene a sacarle de ella y que con distinto careto, su padre, sus profesores, incluso sus contados amigos, no es más que uno solo: el mundo, ese mundo que durante catorce años le ha zarandeado sin contemplaciones y sin motivo que valga. ¿Por qué no acabar de una vez? ¿Alguien tiene una buena razón?
—Si no quieres tomar la pastilla, no la tomes. Yo me marcho a sacar al chucho —digo, de pronto.
—Pesado, ya voy.
Y entonces se incorpora con uno de esos saltos de acróbata, pies al aire, curvando el cuerpo y aterrizando con dos plantillazos, completamente erguido. Es muy delgado, pero los músculos se aprietan como sogas. Una contradicción con su falta de energía, con el desmayo ante la realidad.
—¿Curras hoy? —pregunta, mirando por el rabillo mientras traga la pastilla.
—Trabajo todos los días.
—Entonces no estarás a la hora del recreo.
—Pues no.
—Pero siempre estás.
No digo nada. Disfruta con los contrasentidos ajenos.
—¿Vas vestido de marica por algo?
¿He pensado que era invisible? Para él suelo serlo. Tenía un plan, tengo un plan. ¿El plan está volviéndose visible?
—Un pantalón y una camisa. ¿Qué tiene de raro?
Ya no sigue la conversación. Carga la mochila, cojo la correa del perro. Aunque es verdad, ¿por qué me he puesto el mejor pantalón y la mejor camisa? No recuerdo qué parte del plan era ésa.
Nos hemos atascado en la puerta, tras los dos metros de pasillo saliendo del office. Por lo que sea, el pomo no gira. La mano resbala en la alcachofa de metal, rígida como si la hubieran soldado. Jefe no para con el rabo, culea entre las piernas, jadea con esa ansiedad de loco que se desata al empuñar la correa y que no cesa hasta la vuelta.
—Hoy ves al tutor, ¿no? —pregunta como si estuviéramos en la cola del cine y no atascados en la salida de casa.
—Sí, a la una y media.
—Qué le vas a decir.
—Me lo dirá él a mí. Me dirá que todo va igual de bien y que aprobarás el curso.
—Sí, ¿no?
Jefe se ha colado entre mi cuerpo y la puerta. Trata de encaramarse, pero le falta sitio. Las pezuñas se escurren por el paño de madera.
—Quieto —le digo, amenazando con la mano.
Ahora gimotea. Es el gimoteo de reproche. Tiene otro para recibir a las visitas. Y otro más, que sólo le he escuchado una vez en que metió la pata en la rejilla de un canal, para el dolor.
—De los últimos tres exámenes, he suspendido todos —continúa Goro.
—Todavía no te han dado las notas.
—Pero eso se sabe.
—Cuando dices que vas a sacar un sobresaliente, suspendes. Y cuando dices que suspendes, sacas notable. Siempre te parece que suspendes cuando esperas un diez. Así que de momento son buenas noticias.
—Te vas de la olla, padre.
—Será que no es verdad. ¿Puedes quitarme al perro de encima?
Goro sujeta a Jefe por el collar. Pero eso no abre la puerta. Atenazo la alcachofa con dos manos y suena un chasquido. Quizá han intentado atracarnos por la noche y la han bloqueado, o algún gracioso ha metido palillos en el agujero de la cerradura, o ésta no es nuestra puerta igual que antes, con los choques, yo pensaba que ésta no era mi casa.
—Los exámenes finales no son como los otros, son todo el libro y además es el primer año que me los hacen. A mí no me habían preparado para tragarme asignaturas enteras.
—Quién no te había preparado, ¿la vida?
—Podrían advertirlo. O que dejasen de tocar los huevos con parciales.
Resoplo de rabia. Pero él parece tranquilo, incluso conversador, todos allí amontonados. Esas situaciones escasean. Y entonces siento que las cosas van bien, que cómo podrían ir de otra manera, que tenemos conversación aunque sea en este trance. El aliento de su voz pasa una mano por mi pelo, su cercanía es una charla en un sofá, el pasillo es un saloncito en el que pasan las horas, la luz hace charcos.
—Y hablando de todo un poco, ¿te has dado cuenta de que esto no se abre?
—Normal que lo hagan en el bachillerato o en la universidad, pero no en la ESO —ha dado un paso adelante, desliza una mano carterista por mi costado y alcanza el pomo—. En dos meses pasan de tratarte como a un niño a tratarte como en la carrera, esa banda no es normal —lo gira al lado contrario y el artilugio cede con la mayor naturalidad.
Jefe sale a trompicones escalera abajo y desaparece de la vista. No da tiempo a engancharle de la correa. Algún día rebotará contra los ancianos y habrá una desgracia. Pienso en esa desgracia y en lo que ha pasado con el pomo, cruzando las imágenes igual que si estuviera despertando cuando desperté, las figuras oscuras cambiando de forma y de un monstruo a otro.
—No son normales. Pero tú siempre los defiendes.
—A quién estoy defendiendo, si se puede saber.
—Es tu obligación de padre. Pero yo soy un adolescente y tengo que meterme con ellos.
—Si eres un adolescente no puedes hablar como un experto en adolescencia.
—Va, podrías explicarme lo que te pasaba con la puerta.
Jefe suena en el portal. Sus jadeos de ansiedad suben por el ojo de esta escalera de roble entero, barandilla forjada, zócalo pintado, todo recién restaurado por la tropa polaca. Eso, junto con las puertas marrones con postigos de carcelera, da impresión de convento o de posada vieja, y al padre con el hijo y el golden los vuelve visitas extrañas. La mayoría de inquilinos son ancianos. Mientras que lo extraño de ellos es que sin excepción son educados y simpáticos, como brotados por el inmueble. Sorprende que adoren a Jefe cuando deberían odiarlo. El perro se acelera y baja la escalera rebotando, de morros. Los viejos se pegan a la pared, lo ven pasar tras un regate milagroso y se quedan temblequeando. Pero no paran de adularlo y de acariciarlo, cuando se deja. Es guapo el can, bien guapo, dice la pareja del segundo, que se cae a trozos sin perder una sonrisa inmutable. Menos el presidente, todos los viejos son matrimonio. Juraría que