Índice
Portadilla
Índice
Dedicatoria
En el valle del Chautauqua
Prólogo
Chautauqua Falls, Nueva York
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Milburn, Nueva York
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
Capítulo 22
Capítulo 23
Capítulo 24
Capítulo 25
Capítulo 26
Capítulo 27
Capítulo 28
Capítulo 29
Capítulo 30
Capítulo 31
Capítulo 32
Capítulo 33
Capítulo 34
Capítulo 35
Capítulo 36
Capítulo 37
Capítulo 38
Capítulo 39
Capítulo 40
Capítulo 41
Capítulo 42
Capítulo 43
Capítulo 44
Capítulo 45
En el mundo
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
Capítulo 22
Capítulo 23
Capítulo 24
Capítulo 25
Capítulo 26
Capítulo 27
Capítulo 28
Capítulo 29
Más allá
Capítulo 1
Capítulo 2
Epílogo
Notas del traductor
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Sobre la autora
Créditos
para mi abuela Blanche Morgenstern,
la «hija del sepulturero»
IN MEMORIAN
y para David Ebershoff,
por un camino tortuoso
I
EN EL VALLE DEL CHAUTAQUA
Prólogo
«En la vida animal a los débiles se los elimina pronto.»
Lleva diez años muerto. Diez años enterrado con la cabeza destrozada. Diez años sin que nadie lo llore. Cualquiera pensaría que su hija, esposa ya y madre, se habría librado de él a estas alturas. ¡Como si no lo hubiera intentado, maldita sea! Lo detestaba. Sus ojos de color queroseno, su rostro de una tonalidad como de tomate hervido. Rebecca se mordía los labios hasta dejárselos en carne viva de puro odio. Donde era más vulnerable, en el trabajo. Le oía incluso en la cadena de montaje de Niagara Fiber Tubing, donde el ruido la adormecía hasta hacerla caer en trance. Le oía mientras le castañeteaban los dientes por las vibraciones de la cinta transportadora. Le oía mientras la boca le sabía a boñiga seca de vaca. ¡Hasta qué punto lo detestaba! Se agachaba incluso si se le ocurría que podía ser una trampa, una broma de mal gusto, uno de sus estúpidos colegas que le gritaba al oído. Como si se tratara de los dedos de algún tipo palpándole los pechos a través del mono o metiéndole la mano en la entrepierna y ella paralizada, incapaz de apartar su atención de los trozos de tubería sobre la cinta de caucho avanzando a saltos y siempre más deprisa de lo que se quiere. Las condenadas gafas protectoras empañadas y haciéndole daño en la cara. Con los ojos cerrados y respirando por la boca el nauseabundo aire polvoriento, aunque sabía de sobra que no debía hacerlo. Un instante de vergüenza, que abrasa el alma, qué más da vivir o morir, que se apoderaba de ella a veces en momentos de agotamiento o de pesar y entonces buscaba a tientas el objeto sobre la correa que en aquel instante carecía de nombre, de identidad, de propósito, arriesgándose a que la troqueladora le enganchara la mano y le aplastase la mitad de los dedos antes de que ella, agitando la cabeza, pudiera librarse de su padre, que le hablaba calmosamente, sabiendo que se le oiría por encima del traqueteo de la máquina. «Por lo tanto, Rebecca, has de ocultar tus debilidades.» El rostro de Jacob tan pegado al suyo como si fuesen conspiradores. No lo eran, no tenían nada en común. No se parecían ni por lo más remoto. Rebecca detestaba el olor agrio de su boca. La cara que era un tomate hervido y estallado. Había visto explotar aquel rostro, convertido en sangre, cartílago, cerebro. Se había limpiado los restos de los antebrazos desnudos. ¡Se había limpiado aquella cara de la suya, maldita sea! Se había sacado fragmentos de entre el pelo. Diez años atrás. Diez años y casi cuatro meses. Pero Rebecca no olvidaría nunca aquel día. Rebecca no era de su padre. Nunca había sido suya. Tampoco era de su madre. No se advertía parecido alguno entre ellas. Rebecca era ya una mujer de veintitrés años, algo que la asombraba: haber vivido tanto tiempo. Haber sobrevivido a su padre y a su madre. Ya no era una niña aterrorizada. Era la esposa de alguien que era un hombre de verdad y no un cobarde llorica y asesino; un hombre que le había dado un hijo: un hijo que él, su padre muerto, no vería nunca. Qué placer le proporcionaba aquello: que su padre no viera nunca a su nieto. Que no pudiera verter palabras venenosas en los oídos del niño. Pero, de todos modos, se acercaba a Rebecca. Sabía cuáles eran sus puntos débiles. Cuándo estaba agotada, cuándo el alma se le reducía al tamaño de una pasa. En aquel lugar estruendoso donde sus palabras habían adquirido un ritmo de máquina poderosa y una autoridad que la golpeaba una y otra vez hasta lograr una aturdida sumisión.
«En la vida animal a los débiles se los elimina pronto. Has de ocultar tus debilidades. No nos queda otro remedio.»
CHAUTAUQUA FALLS, NUEVA YORK
1
Una tarde de septiembre de 1959, una joven trabajadora regresaba a casa por el camino de sirga del canal de barcazas del lago Erie, al este de una pequeña población, Chautauqua Falls, cuando empezó a notar que un hombre tocado con un panamá la seguía a una distancia como de diez metros.
¡Un sombrero panamá! Y extraña ropa de colores claros, de una clase poco vista en la zona.
La joven se llamaba Rebecca Tignor. Estaba casada y terriblemente orgullosa del apellido de su esposo.
«Tignor.»
Muy enamorada y muy infantil en su vanidad, aunque no fuese ya una jovencita, sino esposa, y madre por añadidura. Aún repetía «Tignor» una docena de veces al día.
Y que ya empezaba a pensar, mientras caminaba más deprisa: Será mejor que no me siga, a Tignor no le gustaría.
Para desanimar al individuo del panamá y para que renunciara a alcanzarla e intentase hablar con ella como los hombres hacían a veces, no a menudo pero sí a veces, Rebecca hundió en el camino los tacones de los zapatos que se ponía para trabajar, de la manera más desgarbada posible. De todos modos ya estaba nerviosa, irritable como un caballo atormentado por las moscas.
Casi se había destrozado la mano con una troqueladora. ¡Tan trastornada estaba, maldita sea!
Y ahora aquello otro. ¡Aquel tipo! Le mandó una mirada de indignación por encima del hombro, todo menos darle ánimos.
¿Alguien que conocía?
No parecía de la zona.
En Chautauqua Falls los hombres la seguían a veces. Al menos, con los ojos. Rebecca trataba casi siempre de no darse por enterada. Había vivido con hermanos, conocía a los «hombres». No era una niñita tímida y asustadiza. Era una mujer fuerte, sólida. Si quería, estaba convencida de que podía cuidar de sí misma.
Pero hoy, por alguna razón, tenía una sensación distinta. Uno de esos días calurosos y pálidos, de color sepia. Uno de esos días que hacen que tengas ganas de llorar, Dios sabe por qué.
Aunque Rebecca Tignor no lloraba. Nunca.
Y el camino de sirga estaba desierto. Si gritaba pidiendo ayuda...
Aquel tramo Rebecca lo conocía como la palma de la mano. Un paseo hasta su casa de cuarenta minutos, algo menos de tres kilómetros. Cinco días a la semana recorría el camino de sirga hasta Chautauqua Falls y esos mismos cinco días regresaba a casa por el mismo camino. Todo lo deprisa que se lo permitía el condenado calzado que usaba para trabajar.
Algunas veces una barcaza la adelantaba por el canal. Eso animaba un poco las cosas. Intercambio de saludos, bromas con los tipos que iban a bordo. Había llegado a conocer a unos cuantos.
Pero ahora el canal estaba vacío, en ambas direcciones.
¡Sí que estaba nerviosa, maldita sea! Le sudaba la nuca. Y dentro de la ropa, las axilas inundadas. Y el corazón latiéndole de una manera que dolía, como si tuviera algo cortante entre las costillas.
—Tignor. Dónde demonios estás.
No lo culpaba en realidad. Aunque sí, demonios, claro que lo culpaba.
Tignor la había llevado a vivir allí. A finales del verano de 1956. Lo primero que Rebecca leyó en el periódico de Chautauqua Falls era tan horrible que no se lo podía creer. Un individuo de la localidad había asesinado a su mujer: le había dado una paliza, luego la arrojó al canal en algún sitio en aquel mismo tramo desierto, y le tiró piedras hasta que se ahogó. ¡Piedras! Había necesitado quizá diez minutos, le dijo el culpable a la policía. No había alardeado de lo que había hecho, pero tampoco se avergonzaba.
La muy zorra trataba de dejarme, dijo.
Quería llevarse a mi hijo.
Una historia tan horrible que Rebecca querría no haberla leído. Lo peor era que todos los hombres que se enteraban, Tignor incluido, movían la cabeza y dejaban escapar una risita.
Rebecca le preguntó a Tignor qué demonios significaba: ¿por qué se reía?
«Con su pan se lo coma.»
Eso era lo que había dicho Tignor.
La teoría de Rebecca era que todas las mujeres del valle del Chautauqua conocían aquella historia o alguna similar. Qué hacer si un hombre te tira al canal. (Podía ser el río, también. El mismo problema.) De manera que cuando empezó a trabajar en Chautauqua Falls y a utilizar el camino de sirga, a Rebecca se le ocurrió una manera de salvarse cuando llegara la ocasión, si es que llegaba.
Sus imágenes eran tan luminosas y vívidas que muy pronto llegó a pensar que ya le había sucedido, o casi. Alguien (sin rostro, ni nombre, un individuo más grande que ella) la empujaba a unas aguas de aspecto turbio y Rebecca tenía que luchar para salvarse. De inmediato sácate el zapato izquierdo con la punta del derecho y luego el otro, ¡deprisa! Y a continuación... Sólo disponía de pocos segundos, los pesados zapatos del trabajo la hundirían como piedras de molino. Librada de ellos tendría por lo menos una posibilidad, arrancándose la chaqueta, sacándosela antes de que se empapara por completo. Los condenados pantalones del trabajo sería difícil quitárselos, con bragueta, y botones, y las perneras muy apretadas en los muslos, y además, maldición, tendría que nadar al mismo tiempo, en dirección opuesta a donde estaba su asesino...
¡Dios santo! Rebecca empezaba a asustarse. El tipo que venía detrás, el tipo con el panamá, probablemente sólo era una coincidencia. No la estaba siguiendo, sólo estaba detrás de ella.
No de manera deliberada sino sólo por casualidad.
Sin embargo el muy cabrón tenía que saber que Rebecca había notado su presencia, que la estaba asustando. Un hombre que seguía a una mujer en un lugar solitario como aquél.
¡Maldita sea, cómo detestaba que la siguieran! Le molestaba incluso cualquier hombre que no le quitara los ojos de encima.
Su madre la había asustado muchísimo, años atrás. ¡No querrás que te suceda nada, Rebecca! Una chica sola, los hombres la siguen. Incluso muchachos que conoces, no te fíes de ellos.
Incluso su hermano mayor, Herschel, a su madre le preocupaba que pudiera hacerle algo. ¡Pobre mamá!
A Rebecca no le había sucedido nada, pese a que su madre se preocupara tanto.
Al menos, nada que ella recordase.
Su madre se había equivocado acerca de tantas cosas...
Rebecca sonrió al pensar en su antigua vida cuando era una adolescente en Milburn. Todavía soltera. Virgen. Nunca pensaba ya en ello; todo había quedado atrás. Niles Tignor la había rescatado. Niles Tignor se había convertido en su héroe. Se la llevó de Milburn en su coche, se fugaron a Niagara Falls. Sus amigas la envidiaron. Todas las chicas de Milburn adoraban desde lejos a Niles Tignor. Que luego había llevado a Rebecca, su esposa, a vivir en el campo hacia el este y un poco al norte de Chautauqua Falls. Four Corners era como se llamaba el sitio.
Su hijo, que también se llamaba Niles Tignor, había nacido allí. Niley cumpliría tres años a finales de noviembre.
A Rebecca le llenaba de orgullo ser la señora Tignor y también ser madre. Quería gritarle al hombre del panamá ¡No tiene derecho a seguirme! Sé defenderme.
Era cierto. Rebecca llevaba un trozo bien afilado de metal en el bolsillo de la chaqueta. A escondidas, lo tocaba llena de nerviosismo.
Aunque sea lo último que haga, LO VOY A DEJAR MARCADO.
En Milburn, en la escuela, había tenido que pelear a veces. Era la hija del sepulturero local y los otros chicos la hostigaban. Trató de no hacerles caso lo mejor que supo. Ése había sido el consejo de su madre. Pero no debes descender a su nivel, Rebecca. Lo había hecho, sin embargo. Peleas con frenético agitar de brazos y con puntapiés, había tenido que defenderse. Y un día el maldito cabrón del director la había expulsado.
Por supuesto nunca había atacado a nadie. Nunca había hecho daño a ninguno de sus compañeros, ni siquiera a los que se lo merecían. Pero no le cabía la menor duda de que si estaba suficientemente desesperada, defendiendo su vida, podría hacer daño a otra persona, de verdad.
¡Ah! La punta del trozo de acero era tan afilada como la de una piqueta para partir hielo. Tendría que clavárselo a fondo en el pecho o en la garganta a aquel hombre...
¿Piensas que no lo haría, imbécil? Ya lo creo que sí.
Rebecca se preguntó si el hombre del panamá, desconocido para ella, podría ser alguien a quien Tignor conocía. Alguien que conocía a Tignor.
Su marido trabajaba en el negocio de la cerveza. Con frecuencia estaba de viaje durante días, incluso semanas. De ordinario parecía irle bien, aunque en ocasiones se quejaba de que andaba mal de dinero en efectivo. Describía la fabricación, comercialización y entrega de las distintas clases de cerveza a los minoristas por todo el Estado de Nueva York como un trabajo en el que la competencia era feroz. Tignor hablaba con tanta pasión que te hacía pensar en una ferocidad traducida en gargantas cortadas chorreando sangre. Y también te hacía creer que la competencia feroz era una cosa buena.
Había rivalidades en el negocio de la cerveza. Había sindicatos, había huelgas y despidos y conflictos laborales y piquetes. El negocio empleaba a hombres como Niles Tignor, que sabían manejarse en situaciones difíciles. Tignor le había dicho a Rebecca que tenía enemigos que nunca se atreverían a ir directamente contra él: «Pero tratándose de una mujer, ya sería distinto».
El hombre del panamá, quería creer Rebecca, no parecía realmente alguien que estuviera en el negocio de la cerveza. Su sombrero de paja más bien deportivo, gafas de sol y pantalones de color crema parecían más apropiados para la orilla del lago en verano que para la zona industrial de Chautauqua Falls en otoño. Camisa blanca de manga larga, probablemente algodón de primera calidad o incluso lino. Y corbata de lazo. ¡Corbata de lazo! Nadie llevaba corbata de lazo en Chautauqua Falls, y desde luego ningún conocido de Tignor.
Era como ver a Bing Crosby por la calle, o a aquel otro asombroso bailarín tan ágil: Fred Astaire. El hombre del panamá era de ese tipo. Una persona que no daba la sensación de que pudiera sudar, una persona que podía sonreír si veía algo hermoso, un individuo no del todo real.
No parecía un hombre que siguiera a una mujer hasta un sitio desierto para abordarla.
(¿No lo era?)
A Rebecca le hubiera gustado que el anochecer no estuviese tan próximo. A plena luz del día no se hubiera sentido tan intranquila.
Ahora en septiembre, cada día que pasaba llegaba antes el crepúsculo. Uno se daba cuenta de cómo se acortaban los días cuando pasaba la Fiesta del Trabajo. El tiempo parecía acelerarse. De la maleza a la orilla del canal las sombras se alzaban de manera más visible, y el agua oscura, con brillo de reptil, era como ciertos pensamientos que uno trata de rechazar, sin conseguirlo, en los momentos de debilidad. En el cielo se amontonaban nubes semejantes a una sustancia fibrosa que se hubiese apretado para después soltarla. Había una extraña y estremecida vitalidad malevolente en todo ello. A través de la masa de nubes, el sol se presentaba como un feroz ojo enloquecido, que, al brillar, daba nitidez a cada uno de los tallos de hierba junto al camino. Lo veías todo con demasiada claridad, te sentías deslumbrado. Y luego el sol desaparecía. Lo que había sido nítido se volvía confuso, difuminado.
Masas de nubes de tormenta procedentes del lago Ontario. Mucha humedad, mosquitos que picaban. Al sentirlos zumbar junto a su cabeza, Rebecca lanzaba breves exclamaciones de repugnancia y alarma y trataba de apartarlos.
En Niagara Tubing el calor había sido tan sofocante como en pleno verano, con unos agobiantes cuarenta y tres grados centígrados. Las ventanas, opacas a causa de la suciedad, sólo estaban ligeramente abiertas en ángulo y la mitad de los ventiladores rotos o moviéndose con tal lentitud que no servían para nada.
Su trabajo en Niagara Tubing era algo provisional. Rebecca podría soportarlo unos cuantos meses más...
Por la mañana entraba a las 8.58. Y salía a las 5.02. Ocho horas. Cinco días a la semana. Había que usar gafas y guantes de seguridad. A veces, también un delantal protector, pesadísimo, que daba mucho calor. Y zapatos especiales con punteras reforzadas. El capataz los inspeccionaba a veces. Los de las mujeres.
Rebecca había trabajado antes de camarera en un hotel. Tenía que llevar uniforme y no le gustaba nada.
Por aquellas ocho horas Rebecca ganaba 16 dólares con 80 centavos. Y a eso había que restarle los impuestos.
—Es por Niley. Lo hago por Niley.
No llevaba reloj, nunca se lo ponía para ir a Niagara Tubing. El polvo, muy fino, se metía entre los engranajes de la maquinaria y lo estropeaba. Pero sabía que no faltaba mucho para las seis. Recogería a Niley en casa de su vecina muy poco después de las seis. Ningún malnacido que la siguiera por el camino de sirga se lo iba a impedir.
Se preparó para correr. Si de repente. En el caso de que el otro, el que venía tras ella. Sabía de un sitio donde esconderse un poco más adelante, al otro lado del terraplén del canal, invisible desde el camino, una alcantarilla maloliente, hecha con láminas onduladas de metal, un túnel de unos tres metros de profundidad, metro y medio de diámetro, podía agacharse y atravesarlo y salir a un campo, a no ser que fuese un pantano, el hombre del panamá no vería de inmediato dónde se había ido y, si lo descubría, quizá no quisiera seguirla...
Ya incluso mientras pensaba en aquella posibilidad de escape, la desechó: la alcantarilla desembocaba en un pantano maloliente, un desagüe al aire libre de aguas residuales; si corría por allí, tropezaría, se caería...
El camino de sirga era un sitio ideal para seguir la pista a una víctima, supuso Rebecca. No se veía nada más allá de los terraplenes. El horizonte quedaba anormalmente limitado. Si se quería ver el cielo había que mirar hacia lo alto. Había que levantar la cabeza, torcer el cuello. Por su cuenta, los ojos no encontraban el cielo de manera natural.
Rebecca sintió la injusticia de que aquel hombre la hubiera seguido hasta allí. A un lugar donde siempre se sentía aliviada, contenta de haber salido de la fábrica. Siempre admiraba el paisaje, aunque estaba descuidado, era un desierto. Siempre pensaba en su hijo, que la esperaba impaciente.
Pero sabía lo que tenía que hacer: no flaquear. No tenía que dejar traslucir su miedo.
Se volvería y se enfrentaría con su perseguidor, el hombre con el panamá. Se volvería, las manos en las caderas y, al estilo de Tignor, lo miraría fijamente hasta apabullarlo.
Articuló las palabras que le diría: «¡Usted! ¿Es que me está siguiendo?».
O, con el corazón acelerado por el odio: «Maldita sea, ¿quién es usted para seguirme?».
No era una joven tímida, ni tampoco débil. Ni por su cuerpo, ni por sus instintos. No era una mujer muy femenina. No había nada suave, resignado, enternecedor en ella; Rebecca se creía más bien fuerte, nervuda. Su rostro era llamativo, grandes ojos hundidos y muy oscuros, con cejas igualmente oscuras y densas como las de un hombre, y algo de la postura de un varón al enfrentarse con otras personas. En esencia, despreciaba lo femenino. La excepción era su apego a Tignor. No quería ser Tignor; tan sólo que Tignor la quisiera. Tignor, de todos modos, no era un hombre corriente, a juicio de Rebecca. Por lo demás despreciaba la debilidad en la mujer, en lo más hondo de su alma. Se avergonzaba y se enfurecía. Porque se trataba de la debilidad antigua de las mujeres, la debilidad de Anna Schwart, su madre. La debilidad de una raza vencida.
En la fábrica, de ordinario, los hombres la dejaban en paz. Sabían que estaba casada. Y advertían que no daba señal alguna de apreciar su interés. Nunca los miraba a los ojos. Si tenían alguna idea acerca de ella, Rebecca no les prestaba atención.
Una semana antes, sin embargo, había tenido que enfrentarse a un imbécil con una sonrisita de suficiencia que siempre pasaba por detrás, cerca de ella, mientras estaba en la cadena de montaje, un individuo que la miraba de arriba abajo para avergonzarla; Rebecca le había dicho que la dejara tranquila, maldita sea, se quejaría al capataz, pero a mitad de la cascada de palabras había tragado saliva de repente, se había atragantado y el cretino, con su aire de superioridad, se había limitado a sonreír. «Mmm, ¡muñeca! ¡Cómo me gustas!»
No se iría de la fábrica en cualquier caso. Ni muchísimo menos.
Llevaba desde marzo trabajando en Niagara Tubing. Cadena de montaje, trabajo no especializado. De todos modos las fábricas pagaban más que la mayoría de los restantes trabajos para mujeres: camareras, mujeres de la limpieza, vendedoras. No tenías necesidad de sonreír a los clientes, de ser «simpática». El trabajo era provisional, le había dicho a su amiga Rita, que también trabajaba en la cadena de montaje de Niagara Tubing, y Rita se había reído diciendo, claro, Niagara Tubing también era trabajo provisional para ella. «Casi siete años.»
Aquel horizonte tan reducido te ponía nerviosa porque no se podía preparar una vía de escape. ¿Por la maleza? Había brezo, rosas silvestres, matas de ortigas. ¿En los árboles? ¿A un sitio invisible desde el camino de sirga, donde cualquier cosa podía suceder?
El puente en Poor Farm Road estaba todavía a kilómetro y medio. ¿Cuántos minutos? No era capaz de calcularlo: ¿veinte? Y correr estaba descartado. Se preguntó qué sucedería durante aquellos veinte minutos.
La superficie del canal se ondulaba como la piel de un gran animal adormilado cuya cabeza no se llegaba a ver. Sólo su longitud, que se extendía hasta el horizonte.
Aunque por delante, en realidad, no había horizonte. El canal se desvanecía en una neblina imprecisa a lo lejos. Como vías de tren en donde los ojos te engañan y te hacen creer que se estrechan, que se encogen sobre sí mismas y desaparecen como si se escaparan del tiempo presente a un futuro que no se puede ver.
Oculta tus debilidades. No puedes seguir siendo una niña para siempre.
Difícil que nadie la viera como una niña. Era una mujer casada y madre por añadidura. Y trabajaba en Niagara Fiber Tubing de Chautauqua Falls, Nueva York.
No era una menor que dependiera de la caridad de las personas mayores. No estaba bajo tutela judicial, ni vivía en Milburn. Ya no era la hija del sepulturero, tan digna de piedad.
Eran tiempos de bonanza para la industria de posguerra en los Estados Unidos. Eso era lo que se decía. Eso era lo que parecía. En Chautauqua Falls, como en otras ciudades y pueblos del norte del Estado de Nueva York, donde la ciudad más poblada y más próspera era Buffalo, las fábricas trabajaban a pleno rendimiento. Durante todo el día el cielo del valle del Chautauqua estaba manchado por dos clases de nubes: las naturales, que eran horizontales, y las columnas del humo de las fábricas, que eran verticales. Las tonalidades siempre iguales, por alzarse de chimeneas idénticas. Siempre se reconocía el humo, como de polvo de acero y olor a caucho, que brotaba de Niagara Fiber Tubing.
En el trabajo Rebecca llevaba el pelo, largo y espeso, recogido en trenzas sujetas alrededor de la cabeza y cubiertas con un pañuelo. Sin embargo cuando se lo soltaba y cepillaba olía de todos modos a la fábrica. Su cabello, que había tenido un hermoso color negro resplandeciente, pelo de gitana lo llamaba Tignor, se estaba volviendo seco y quebradizo y se corroía como el hierro. ¡Tan sólo veintitrés años y ya se tropezaba con cabellos grises! Y le habían aparecido callos en los dedos, y las uñas habían perdido color, pese a que llevaba guantes de trabajo en la fábrica. Las pesadas gafas protectoras le dejaban una huella blanca en el rostro y depresiones a los lados de la nariz.
Si era una mujer casada, ¿por qué le sucedía una cosa así?
Hubo un momento en que Tignor estaba loco por ella. Rebecca no quería aceptar que aquel tiempo hubiera pasado.
No le había gustado que se quedara embarazada. Vientre muy hinchado y tirante como un tambor. Venas de color azul pálido visibles en su cuerpo y la sensación de que podrían estallar. Pies y tobillos hinchados. Se quedaba sin aliento. El calor de su piel era un extraño calor sexual, una fiebre que repelía a un hombre.
Era alta, medía un metro setenta, y pesaba unos cincuenta y dos kilos. Embarazada de Niley había llegado a los sesenta y tres. Fuerte como un caballo, había dicho de ella Tignor.
El hombre que venía tras ella tendría la sensación de que era una mujer dura, pensó Rebecca. La clase de mujer que se defiende.
Se preguntó si la conocería de algo. Y en ese caso quizá supiera que vivía sola con su hijo. Que vivía en una vieja granja aislada en medio del campo. Pero si sabía todo eso quizá supiera también que los días laborables una vecina cuidaba de su hijo; y que si Rebecca se retrasaba, si Rebecca no se presentaba a por Niley, la señora Meltzer se imaginaría que le había sucedido algo.
Pero ¿cuánto tiempo pasaría antes de que llamara a la policía?
No era probable que los Meltzer llamaran a la policía si podían evitarlo. Como tampoco lo haría Tignor. Lo que harían sería salir a buscarla. Y sólo si no la encontraban, decidirían qué hacer a continuación.
¿Cuánto tiempo se necesitaría? Horas, quizá.
Si hubiera traído de casa el cuchillo del pan. Por la mañana. El camino de sirga era un lugar desierto. Si Tignor supiera que su mujer caminaba por la orilla del canal como una cualquiera. A veces había vagabundos en la cochera del ferrocarril. Pescadores en el puente sobre el canal. Solitarios.
Si el canal no fuese tan hermoso, Rebecca no se sentiría atraída. Por la mañana lo normal era que el cielo estuviese despejado y la superficie del canal pareciese transparente. Cuando el cielo estaba pesado y cargado de nubes, la superficie del canal se hacía opaca. Como si se pudiera caminar por encima.
Rebecca no sabía cuál era exactamente su profundidad. Pero era hondo. Más de la altura de un hombre. ¿Seis metros? Sin esperanza de salvarse vadeándolo. Las orillas eran abruptas y, empapado, habría que salir sin más apoyo que la fuerza de tus brazos; y si alguien te daba patadas, estabas perdido.
¡Pero Rebecca nadaba bien! Aunque desde el nacimiento de su hijo no había vuelto a nadar. Temía descubrir que su cuerpo había perdido su capacidad de adolescente para flotar. Su juventud. Se hundiría ignominiosamente como una piedra. Temía la prueba a la que uno se enfrenta cuando el agua le cubre la cabeza y ha de esforzarse, con los brazos y los pies, por mantenerse a flote.
Se volvió de pronto y vio al hombre del panamá, aproximadamente a la misma distancia tras ella. Al menos no trataba de alcanzarla. Aunque sí parecía, desde luego, que la estaba siguiendo. Y que la vigilaba.
—¡Usted! Más le vale dejarme en paz.
La voz de Rebecca sonó cortante, demasiado aguda. En absoluto como su propia voz.
Se volvió y caminó más deprisa. ¿Había sonreído de verdad? ¿Le había sonreído a ella?
Una sonrisa puede ser provocadora. Una sonrisa como la de su difunto padre. Falso entusiasmo. Falsa ternura.
Cabrón. No tiene derecho...
Rebecca recordaba ahora: lo había visto el día anterior.
En aquel momento apenas había reparado en él. Salía de la fábrica al terminar su turno, las cinco de la tarde, con otros muchos trabajadores. Aunque hubiera reparado en el hombre del panamá, no tenía ningún motivo para pensar que se interesara por ella.
Hoy, el hecho de que la siguiera quizá fuese casual. No podía saber su nombre, ¿o sí?
La cabeza le trabajaba deprisa, con desesperación. Cabía que el desconocido hubiera elegido al azar una mujer a la que seguir. Se había situado en los alrededores de la fábrica como un cazador a la espera de su presa, atento a cualquier posibilidad. O lo que era igualmente verosímil: esperaba a otra persona pero no había aparecido o, si lo había hecho, no le había resultado práctico seguirla en aquel momento.
El corazón le latía desbocado. Pero estaba asustada.
Mi marido lo matará...
No quería pensar que aquel hombre pudiera conocer a Tignor. Que tuviera una cuenta pendiente con Tignor. «Uno de esos tipos que creen que me conocen.»
Nunca se sabía, con Tignor, lo que significaba semejante observación. Que tenía verdaderos enemigos, o que había personas, no identificadas, poco razonables, que creían ser enemigos suyos.
«Uno de esos tipos, les gustaría cortarme las pelotas.»
Tignor se reía cuando decía cosas así. Era un hombre que tenía buena opinión de sí mismo y que reía con facilidad y aplomo.
Inútil que Rebecca preguntase qué quería decir. Tignor nunca contestaba directamente a una pregunta y, sobre todo, si se la hacía una mujer.
¡No hay derecho! ¡No tiene derecho a seguirme! Cabrón.
Con la mano en el bolsillo acariciaba el trozo de acero.
Tenía la impresión de que aquel hombre, el desconocido, había hecho un gesto como de quitarse el sombrero.
¿De verdad había sonreído?
Las dudas la paralizaron, de repente. Porque no había hecho ningún gesto amenazador, ni la había llamado como podría hacer otro hombre, para ponerla nerviosa. No había hecho ningún intento de alcanzarla. Quizá se estuviera inventando el peligro. Pensaba en su hijito que la esperaba y en los inmensos deseos que sentía de estar con él para consolarlo y consolarse ella. Sobre la hilera de árboles un sol semejante a un ojo enloquecido apareció brevemente entre las nubes amontonadas y pensó, con el ansia con que una mujer que se ahoga podría tratar de alcanzar algo que la saque del agua: Su ropa.
Pantalones de una extraña tela de color crema. Una camisa blanca, de manga larga, y una corbata de lazo.
Le pareció que el aspecto del hombre del panamá era delicado, indeciso, que tenía un algo esperanzador, en absoluto el aspecto reconcentrado, cruel, de un hombre que quiere humillar sexualmente o hacer daño a una mujer.
Quizá viva por aquí. Sólo está volviendo a casa, como yo.
El camino de sirga era un sitio público. Cabía que estuviera utilizando el mismo atajo que Rebecca. Sólo que ella no lo había visto nunca. En paralelo con el canal discurría Stuyvesant Road, que estaba asfaltada, y a menos de un kilómetro, Poor Farm Road, que era de grava y cruzaba el canal sobre un puente de madera con un único carril. En la unión de las carreteras había un poblado mínimo, llamado Four Corners: un almacén, con un gran anuncio de Sealtest en el escaparate, que también albergaba la oficina de Correos, la gasolinera y el taller mecánico de Meltzer, un granero en funcionamiento, una vieja iglesia de piedra y un cementerio. El marido de Rebecca había alquilado allí una granja destartalada, para su segundo embarazo.
Habían perdido a su primer hijo. Aborto espontáneo.
«El modo que tiene la naturaleza de corregir un error», le había dicho a Rebecca el médico, para sugerir, quizá, que no había sido una mala cosa...
«Mala suerte.»
Rebecca estaba pensando que se debería haber quitado la chaqueta nada más salir del trabajo. Ahora ya era demasiado tarde. No podía hacer ningún movimiento como aquél, quitarse una prenda con aquel malnacido tras ella vigilándola. Lo interpretaría como una señal. Seguro. Sentía cómo el otro le miraba el culo, las caderas, las piernas mientras Rebecca caminaba deprisa y adivinaba además que tenía muchas ganas de echar a correr pero que no se atrevía.
Era como un perro: dale la espalda, empieza a correr y se te echa encima.
El miedo huele. Los depredadores lo notan.
Cuando vio a aquel hombre el día anterior no llevaba sombrero. Estaba al otro lado de la calle, delante de la puerta de la fábrica, recostado en una pared debajo de un toldo. En aquella manzana, muy breve, había un café, un zapatero remendón, una carnicería y una tienda pequeña de ultramarinos. El individuo del panamá estaba sin hacer nada entre el café y el zapatero remendón. Había mucha gente alrededor, era un momento del día con mucha gente en la calle. Rebecca no le hubiera prestado la menor atención, si bien ahora no le quedaba otro remedio que hacerlo.
Recordar hacia atrás es lo fácil. Si se pudiera recordar hacia adelante, sería posible salvarse...
Siempre había atascos a las cinco de la tarde, cuando los obreros salían de las fábricas. Niagara Tubing, Empire Paper Products, Arcadia Canning Goods, Chautauqua Sheet Metal. Una manzana más allá, Union Carbide Steel, la empresa más importante de la ciudad. Cientos de hombres y de mujeres del turno de día salían en tropel a la calle, como si los sacaran del infierno.
Como si los persiguiera el demonio era una expresión adecuada.
Siempre que salía de Niagara Tubing, Rebecca buscaba a Tignor en la calle. Cuando su marido llevaba una temporada fuera, Rebecca vivía en un estado que podría definirse como «a la espera de Tignor» y, de manera involuntaria, sin saber lo que hacía, buscaba su figura alta y robusta en cualquier sitio público. Tenía la esperanza de verlo, pero también lo temía, porque nunca sabía qué emociones sentiría ella ni tampoco era capaz de adivinar los sentimientos de Tignor. Desde el mes de marzo había vuelto a entrar dos veces en su vida de aquella manera: aparentando no darle ninguna importancia, estacionó su coche, un Pontiac verde plata de 1959, junto a la acera, esperándola como si su ausencia, dejarlos solos a ella y a su hijo —días, semanas, lo más reciente cinco semanas seguidas— no fuera más que algo que Rebecca se hubiera inventado. Tignor la llamaba:
—Eh, nena: aquí.
Le hacía señas para que se acercara. Y ella obedecía.
Dos veces. Era vergonzoso, pero era así. Ver a Tignor sonriéndole, llamándola con gestos, bastaba para que se apresurase. Cualquiera pensaría al verlos que se trataba de un marido que recogía a su mujer después del trabajo, como tantas esposas recogían a sus maridos.
—Vamos, muñeca, cálmate. La gente nos está mirando.
O podía decir:
—Dame un beso, nena. Te he echado de menos.
Pero Tignor no había aparecido. Ni ayer ni hoy.
Vagamente Rebecca esperaba una llamada telefónica suya el domingo. O al menos eso se decía. Según las últimas noticias que había tenido, Tignor estaba en Port au Roche, en la frontera canadiense del lago Champlain, donde era propietario o copropietario de un hotel, o una taberna; quizás un puerto deportivo. Rebecca no había visto nunca Port au Roche, pero tenía entendido que era una ciudad turística, mucho más hermosa que Chautauqua Falls en aquella época del año, y siempre unos cuantos grados menos calurosa. No era razonable reprocharle a un hombre que prefiriese el lago Champlain a Chautauqua Falls.
Rita le había dado un codazo no para que reparase en Tignor sino en otra persona.
—Mira ese personaje. ¿Quién es?
Un desconocido, entre los treinta y los cuarenta, apoyado en la pared bajo el toldo, al otro lado de la calle. No llevaba entonces los pantalones de color crema pero iba bien vestido, de una manera extravagante. Chaqueta deportiva a rayas, pantalones beis. Cabellos rubios tirando a grises que parecían ondulados, y gafas de sol que le daban un aire de actor de cine.
Pese a las ocho horas en la cadena de montaje Rita aún sentía, o quería dar la sensación de que aún sentía, un ávido aunque burlón interés sexual por un desconocido atractivo.
—¿No lo has visto nunca?
—No.
Rebecca no había hecho más que mirarlo de pasada. No le interesaba nadie, fuera quien fuese.
Si no es Tignor, nadie.
Aquella tarde había salido sola de la fábrica. No quería buscar a Tignor en la calle porque sabía que no iba a estar allí, pero había mirado de todos modos, una rápida ojeada alrededor, descubriendo fantasmales figuras masculinas. Casi fue alivio lo que sintió al no verlo.
Porque había llegado a odiarlo, tanto le había desgarrado el corazón.
También su orgullo. Consciente de que debería dejar a Tignor, coger al niño y marcharse, sencillamente. Pero le faltaba la fortaleza.
¡Amor! La debilidad suprema. Y ahora el hijo que ya era, para siempre, el vínculo entre ellos.
Se había quitado la maldita pañoleta, guardándosela en el bolsillo. Unas gotas de sudor cayéndole por la nuca como un insecto reptando. Se alejó deprisa. Los gases de la fábrica la enfermaban.
Una manzana más allá se hallaban las cocheras del ferrocarril Buffalo & Chautauqua por las que atajaba para llegar al canal. Se sabía el camino tan bien que apenas necesitaba ya alzar los ojos. No se dio cuenta de que llevaba un hombre detrás hasta que estuvo en medio de las cocheras y entonces fue por pura casualidad.
Fuera de lugar, con su ropa ciudadana. Y el panamá en la cabeza. Avanzando con mucho cuidado por las vías, entre furgones que olían a ganado y a abonos químicos.
¡Quién es! ¡Y por qué está aquí!
Pocas veces, pero algunas, de todos modos, se veía a un hombre o a varios bien trajeados en las cocheras del ferrocarril o por las calles cercanas a las fábricas. Rebecca nunca sabía quiénes eran excepto que se trataba de mandamases, que habían llegado en automóviles último modelo, que de ordinario inspeccionaban algo o conversaban animadamente entre sí, y que no se quedarían mucho tiempo al aire libre.
Aunque el del sombrero panamá parecía distinto. No daba la sensación de saber dónde iba exactamente. Cruzaba la zona llena de malas hierbas como si le hicieran daño los zapatos.
Rebecca caminaba delante y sabía dónde iba. Entre malas hierbas con manchas de aceite, bloques de cemento rotos como trozos irregulares de hielo. Con pies tan firmes como una cabra montés.
En Niagara Tubing todos los días eran como el primero: difíciles, estruendosos, sofocantes. Aire inmóvil que apestaba a fibras quemadas. Llegabas a acostumbrarte al ruido insensibilizándote contra él, como quien tiene una extremidad paralizada. Soledad, cero. Privacidad, cero, excepto en el lavabo, y allí no te podías quedar mucho rato, los olores eran aún más intolerables. Rebecca llevaba muchos días fichando, desde el primero de marzo, y semana tras semana ahorraba todo lo que podía, unos pocos dólares, un puñado de monedas, guardadas en un escondite secreto de la casa, para ella y el niño si alguna vez llegaba a presentarse una emergencia.
Si lo malo llega a ser insoportable, era la expresión. Una mujer casada ahorra en secreto, no en un banco, sino en algún lugar de su casa, para la hora de la verdad, si lo malo llega a ser insoportable.
Rebecca saltó por encima de una zanja de desagüe. Pasó a través de una valla de tela metálica que estaba rasgada. Siempre en aquel punto, al acercarse al canal y a las afueras del pueblo, empezaba a sentirse mejor. El camino de sirga estaba de ordinario desierto, el aire sería más fresco. El olor del canal y el de las hojas, olor a tierra y a podrido. Rebecca era una campesina, había crecido recorriendo los campos, los bosques, los caminos rurales de Milburn, ciento cincuenta kilómetros hacia el este, y siempre se había sentido jubilosa en aquellos momentos. Llegaba a casa de la señora Meltzer y allí estaba Niley esperándola, gritando ¡Mamá! y corriendo hacia ella con una mirada tal de amor dolorido que Rebecca apenas era capaz de soportarlo.
Fue en aquel momento, por casualidad, cuando lo vio: cómo el hombre de aspecto peculiar, con su panamá, parecía dirigirse en la misma dirección que ella. Rebecca no tenía motivo alguno para pensar que la estuviera siguiendo, o incluso que hubiera advertido su presencia. Pero fue en aquel momento cuando lo vio.
Lo vio y decidió no hacer caso.
Cruzó otra zanja que emitía un olor nauseabundo, como a azufre. Cerca, en las cocheras del ferrocarril, estaban desenganchando vagones de mercancías: el ruido llegaba como cortantes golpes de cimitarra. Rebecca pensaba, de esa manera que no llega a ser del todo pensar, sin deliberación ni finalidad, que el tipo del panamá, vestido como estaba, no tardaría mucho en darse la vuelta. No era una persona para caminar por allí, por aquellas sendas utilizadas sobre todo por muchachos y marginados.
A Tignor tampoco le gustaría que Rebecca frecuentara sitios como aquél. Como no le hubiera gustado a su madre años atrás. Pero Tignor no lo sabía, igual que Anna Schwart no había sabido todo lo que hacía Rebecca.
Más tarde recordaría cómo había entendido a medias, en aquel momento, que era arriesgado seguir caminando por allí, aunque lo había hecho de todos modos. Una vez que descendiera el terraplén y empezase su recorrido por el camino de sirga, probablemente se quedaría sola; y si el hombre del panamá de verdad la estaba siguiendo, preferiría no estar sola. De manera que tenía la posibilidad de elegir: podía darse la vuelta bruscamente y correr hacia una próxima calle lateral donde había niños jugando; o podía seguir por el camino de sirga.
No se volvió. Siguió adelante.
Sin pensar siquiera: No es necesario que tenga miedo de un hombre así; no es un hombre que deba asustarme.
Si bien, dada su capacidad de inventiva y su astucia, porque no en vano era, después de todo, la hija del sepulturero, cogió de un barril de trozos de metal una tira de acero de unos veinte centímetros de largo y dos y medio de ancho, y se la guardó en el bolsillo derecho de su chaqueta de color caqui. Tan deprisa que tuvo el convencimiento de que el hombre del panamá no la había visto hacerlo.
El trozo de acero era cortante, desde luego. Aunque le faltaba el mango, se parecía a un punzón para romper hielo.
Si tenía que usarlo, Rebecca se cortaría la mano. Pero sonrió al pensar: Al menos le haré daño. Si me toca lo lamentará.
Ahora el cielo se había oscurecido, casi anochecía. Un crepúsculo sombrío, malhumorado. No había ya belleza alguna en el canal. Sólo quedaba en el horizonte un sol apenas visible, como una llama entre cenizas humeantes.
Faltaba medio kilómetro para Poor Farm Road: Rebecca veía ya el puente de tablas. El corazón le golpeaba el pecho con fuerza. Se moría por llegar al puente, por trepar terraplén arriba y llegar a la carretera y ponerse a salvo. Correría por el centro de la carretera hasta la casa de los Meltzer, a algo más de medio kilómetro...
Entonces el hombre del panamá tomó la iniciativa.
Rebecca oyó tras ella, inesperadamente próximo, un ruido como de cristales rotos: pasos sobre hojas secas. Al instante se dejó llevar por el pánico. No miró para atrás, sino que corrió a ciegas terraplén arriba. Se agarró a los brezos, a los cardos, a las hierbas altas para que la ayudaran a subir. Se moría de miedo, estaba aterrada. En un fogonazo le llegaron recuerdos de cuando había tratado de subirse a vallas, a tejados, como hacían sus hermanos con tanta facilidad y a ella le resultaba imposible. Oyó hablar al hombre tras ella, la estaba llamando, Rebecca empezó a caer, la pendiente era demasiado pronunciada. Se le torció un tobillo, cayó pesadamente. El dolor fue terrible, espantoso. Había reducido en parte la caída con el borde carnoso de la mano derecha.
Pero ahora estaba en el suelo, indefensa. En aquel instante se le oscureció la vista, como si hubiera un eclipse de sol. Por supuesto era una mujer, y aquel hombre la buscaba como mujer. Se abalanzaría de inmediato sobre ella.
—¡Señorita, espere! ¡Discúlpeme! ¡Por favor! No voy a hacerle daño.
Rebecca estaba en cuclillas, jadeando. El hombre del panamá se le acercó, con expresión dolorida. De manera cautelosa, como uno se acerca a un perro que gruñe.
—¡No! ¡No se acerque más! ¡Váyase!
Rebecca intentó buscar el trozo de acero que llevaba en el bolsillo. La mano le sangraba y estaba insensible. No pudo meterla en el bolsillo.
El hombre del panamá, al ver la expresión en el rostro de Rebecca, se detuvo en seco. Preocupado, se quitó las gafas de sol, para mirarla. Había una cosa extraña en su fisonomía que Rebecca recordaría mucho tiempo: sus extraños ojos que miraban fijamente y parecían desnudos. Ojos de asombro, de cálculo, de ansia. Daban la sensación de no tener pestañas. Algo en el ojo derecho hacía que pareciese dañado, como un filamento quemado en una bombilla. Las córneas de los dos ojos eran amarillentas, del color del marfil viejo. Era un viejo joven, con un comportamiento juvenil y un rostro arrugado, vagamente bien parecido, pero con un algo borroso, sin solidez. Rebecca vio que un hombre así no podía ser un peligro a no ser que tuviese un arma. Y, si así fuera, ya la habría sacado para entonces.
Una sensación de alivio la inundó, ¡qué tonta había sido al equivocarse tanto con aquel desconocido!
—Por favor, perdóneme —decía el otro, torpemente—. No pretendía asustarla. Nada más lejos de mi intención, se lo aseguro. ¿Se ha hecho daño, querida?
¡Querida! Rebecca advirtió un componente de desprecio.
—No. No me he hecho daño.
—Pero ¿me permite ayudarla? Creo que se ha torcido el tobillo.
Se ofreció a darle la mano para que se pusiera en pie, pero Rebecca le indicó con un gesto que no se acercara.
—No necesito su ayuda. Váyase.
Se había puesto en pie, tambaleante. El corazón todavía desbocado. Se le había subido la sangre a la cabeza y estaba furiosa con aquel hombre por haberla asustado, por haberla humillado. Pero todavía más furiosa consigo misma. Si alguien que la conociera la viese encogerse de aquella manera... Le desagradaba muchísimo la forma en que el desconocido la miraba con sus extraños ojos sin pestañas.
El otro dijo de repente, aunque casi con nostalgia:
—Eres Hazel, ¿no es eso? ¿Hazel Jones?
Rebecca se quedó mirándolo, sin saber qué era lo que había oído.
—Eres Hazel, ¿verdad que sí?
—¿Hazel? ¿Quién?
—Hazel Jones.
—No.
—¡Pero es que te pareces tanto! Tienes que ser Hazel...
—Ya le he dicho que no. Quienquiera que sea esa persona, no soy yo.
El hombre del panamá había sonreído, con timidez. Estaba al menos tan nervioso como Rebecca, y sudoroso. La corbata de lazo a cuadros se le había torcido, y llevaba empapada la camisa de manga larga, mostrando el relieve, nada favorecedor, de la camiseta que llevaba debajo. Y aquellos dientes tan perfectos tenían que ser postizos.
—Querida mía, te pareces mucho a ella, a Hazel Jones. No me puedo creer que haya dos jóvenes, muy atractivas las dos, que se parezcan tanto y que vivan en la misma zona...
Rebecca había vuelto cojeando al camino de sirga. Probó a poner todo su peso sobre el tobillo dañado, calculando si podía andar con él, o correr. Tenía la cara colorada de vergüenza. Se sacudió la ropa, que había recogido tierra y abrojos. ¡Qué enfadada estaba! Y el hombre del panamá la seguía mirando, convencido de que era alguien que no era.
Vio que se había quitado el sombrero y que le daba vueltas, nervioso, entre las manos. El cabello, que parecía ondulado, de color rubio gris, daba la sensación de ser el pelo de un maniquí, moldeado, apenas perturbado por el sombrero.
—Me tengo que ir ya, perdone. No me siga más.
—Pero... ¡espera! Hazel...
Ahora el desconocido parecía hacerle un reproche sutil. Como si él supiera, y ella también, que Rebecca lo estaba engañando y no pudiera entender el porqué. Resultaba evidente que se trataba de una persona bienintencionada, de un caballero, poco acostumbrado a que se le tratara con grosería, y sin saber por qué. Diciendo, cortésmente, con su aire de exasperante tenacidad:
—Tus ojos son iguales que los de Hazel y el pelo se te ha vuelto un poco más oscuro, creo yo. Y tu manera de andar es un poco más brusca, aunque de eso —añadió precipitadamente— tengo yo la culpa por haberte asustado. Es sólo que no se me ocurría ninguna manera de abordarte, querida. Te vi ayer por la calle, quiero decir que creí que eras tú a quien había visto, Hazel Jones, después de tantos años, y ahora, hoy..., no me quedaba otro remedio que seguirte.
Rebecca se lo quedó mirando, mientras reflexionaba. Le parecía que aquel hombre tan serio decía la verdad: la verdad tal como él la veía. Estaba equivocado, pero no parecía trastornado. Hablaba con relativa calma y su razonamiento, dadas las circunstancias, era lógico.
Cree que soy ella y que estoy mintiendo.
Rebecca se echó a reír, ¡era una cosa tan inesperada! Tan extraña.
Deseó poder contárselo a Tignor cuando la llamara. Podrían haberse reído juntos. Excepto que Tignor tendía a ser celoso, y a un hombre así no se le cuenta que te ha seguido otro varón, dispuesto a creer que eres una persona muy querida por él.
—Lo siento, perdone. No soy ella, eso es todo.
—Pero...
Se le estaba acercando, despacio. Aunque le había dicho, le había advertido, que mantuviera las distancias. Daba la sensación de no saber lo que hacía, y Rebecca tampoco era del todo consciente. Parecía inofensivo. Apenas más alto que Rebecca, con zapatos marrones de diseño clásico cubiertos de polvo. También las vueltas de los pantalones de color crema estaban manchadas. A Rebecca le llegaba un agradable olor a colonia o a loción para después del afeitado. Del mismo modo que un joven viejo, también era un débil fuerte. Un hombre con el que te equivocas si lo juzgas débil, porque de hecho es fuerte. Su voluntad era la de una joven víbora cabeza de cobre enroscada sobre sí misma. Se podría pensar que está paralizada por el miedo, temerosa de que la maten, pero no es cierto; espera sencillamente su oportunidad, preparándose para el ataque. Mucho tiempo atrás Jacob Schwart, padre de Rebecca, el sepulturero de Milburn, había sido un hombre débil fuerte, aunque sólo su familia estaba al tanto de su terrible fortaleza, de su voluntad de reptil, bajo un exterior en apariencia sumiso. Rebecca sentía una doblez similar aquí, en aquel hombre. Se disculpaba, pero no era humilde. Ni una pizca de humildad en el alma. Tenía, era obvio, muy buena opinión de sí mismo. Conocía a Hazel Jones, había seguido a Hazel Jones, no renunciaría a Hazel Jones, al menos no con facilidad.
Tignor se haría una opinión errónea de un hombre así, porque Tignor era afablemente categórico en sus opiniones, y nunca las revisaba. Pero aquel individuo era una persona con dinero y con educación. Casi con toda seguridad, miembro de una familia acomodada. Tenía aspecto de soltero, pero al mismo tiempo de alguien bien atendido. Su ropa era de buena calidad aunque ahora estuviese un tanto arrugada, descuidada.
En la mano derecha lucía un sello de oro con una piedra negra.
—No me explico por qué reniegas de mí, Hazel. Qué es lo que he hecho para que te hayas alejado tanto de mí. Soy el hijo del doctor Hendricks..., tienes que reconocerme.
Hablaba con tono medio nostálgico, de quien desea congraciarse.
Rebecca rió, no conocía a nadie llamado Hendricks. Dijo, sin embargo, como para darle pie:
—¿Hijo del doctor Hendricks?
—Mi padre falleció en noviembre pasado. Tenía ochenta y cuatro años.
—Lo siento mucho. Pero...
—Soy Byron. Tienes que acordarte de Byron.
—Mucho me temo que no. Ya se lo he dicho.
—¡No tenías más de doce o trece años! Una chica tan joven. Yo acababa de terminar mis estudios de medicina. Me veías como una persona adulta. Nos separaba el abismo de una generación. Ahora el abismo no es tan hondo, ¿verdad que no? Tienes que haberte preguntado qué había sido de nosotros, Hazel. Soy médico en la actualidad, siguiendo el ejemplo de mi padre. Pero en Port Oriskany, no en el Valle. Dos veces al año regreso a Chautauqua Falls para ver a algunos parientes, ocuparme de propiedades familiares, y para cuidar de la tumba de mi padre.
Rebecca guardó silencio. ¡A buenas horas iba ella a responder a una cosa así!
Rápidamente Byron Hendricks continuó:
—Si consideras que se te maltrató, Hazel... Tú y tu madre...
—¡Ya le he dicho que no! Ni siquiera soy de Chautauqua Falls. Mi marido me trajo a vivir aquí. Estoy casada.
Rebecca habló con calor, impaciente. Le hubiera gustado llevar el anillo de casada para metérselo a aquel hombre por los ojos. Pero nunca se lo ponía para ir a Niagara Tubing.
Byron Hendricks suspiró.
—¡Casada! —no había considerado aquella posibilidad, al parecer—. Hay algo para ti, Hazel —dijo—. Durante su larga y a veces difícil vida mi padre nunca se olvidó de ti. Me doy cuenta de que es demasiado tarde para tu pobre madre, pero... ¿Aceptarás mi tarjeta, al menos, querida? Por si alguna vez quisieras ponerte en contacto conmigo.
Le entregó una tarjeta profesional. Las letras negras, cuidadosamente impresas, le parecieron a Rebecca una reprimenda de algún tipo.
Dr. Byron Hendricks
Medicina general y familiar
Edificio Wigner, local 414
1630 Owego Avenue
Port Oriskany, Nueva York
Teléfono 693-4661
—¿Por qué demonios tendría que acudir a usted? —dijo Rebecca, furiosa.
Luego se echó a reír, rompió la tarjeta en trozos pequeños y los arrojó al camino de sirga. El otro se la quedó mirando, consternado. Le temblaron las pestañas de sus ojos de miope.
Rebecca se dio la vuelta y echó andar, alejándose. Quizás fuera una equivocación: dar la espalda a aquel individuo. La estaba llamando:
—¡Siento mucho haberte ofendido! Debes de tener muy buenas razones, querida, para tratarme con tanta grosería. No juzgo a los demás, Hazel. Soy un hombre de ciencia y de razón. No te juzgo a ti. Esa nueva manera tan dura de comportarte, esa... aspereza. Pero no te juzgo.
Rebecca no dijo nada. No iba a volverse a mirar.
¡Maldita sea, cómo la había asustado! Aún estaba temblando.
La seguía de nuevo, a poca distancia. Persistente.
—Creo que lo entiendo, Hazel. Se te hizo daño, o te dijeron que te lo habían hecho. De manera que quieres hacer daño, a tu vez. Como te he dicho, querida, hay algo para ti. Mi padre no te olvidó en su testamento.
Rebecca quería taparse los oídos con las manos. ¡No, no!
—¿Me llamarás algún día, Hazel? ¿A Port Oriskany? O... ¿vendrás a verme? Dime que estamos perdonados. Y acepta de mí lo que el doctor Hendricks te ha dejado, el legado que te corresponde.
Pero Rebecca estaba ya subiendo por el terraplén a la carretera. Un caminito estrecho y empinado que conocía bien. Aunque sin forzar el tobillo, porque no tenía intención de caerse. Detrás quedaba Byron Hendricks, mirándola. Estaría sujetando su ridículo panamá con las dos manos, en actitud suplicante. Y sin embargo Rebecca había sentido la fuerza de voluntad de aquel hombre, se estremecía al pensar en ello. Tuvo necesidad de pasar tan cerca de él que hubiera podido extender un brazo y sujetarla. La manera en que se le había acercado por detrás, cuando sólo el crujir de las hojas secas le había advertido de su presencia, lo recordaría durante mucho tiempo.
En su testamento.
Legado.
Era una mentira, tenía que serlo. Un truco. No creía una sola palabra. Rebecca casi deseaba que Hendricks hubiese tratado de tocarla. Le hubiera gustado apuñalarlo con aquel trozo de acero, o haberlo intentado al menos.
2
—¡Mamaíta!
El niño corrió hacia ella tan pronto como entró en la cocina de los Meltzer, y le abrazó las piernas. Su veloz cuerpecillo estaba lleno de una energía casi eléctrica, lleno de entusiasmo. Sus ojos eran los de un animalito salvaje, brillantes y encendidos. Rebecca se agachó para abrazarlo, riéndose. Y, sin embargo, también temblaba. Su llanto le llegaba al corazón: se sentía muy culpable por estar lejos de él.
—Niley, ¿no pensarías que mamaíta no iba a volver, verdad que no? Siempre vuelvo.
El alivio que le producía la reaparición de su madre era absurdo, hiriente. Quería castigarla, pensó Rebecca. Y por la ausencia de Tignor; también quería castigarla por eso. Era así con frecuencia. ¡Cómo sentía ella la injusticia! ¡Que la castigaran doblemente tanto el hijo como el padre!
—Niley, sabes que mamaíta tiene que trabajar, ¿no es cierto?
Niley agitó la cabeza, testarudo. No.
Rebecca lo besó. Su rostro enfebrecido.
Y a continuación le quedaba soportar que Edna Meltzer le explicara cómo Niley había estado inquieto todo el día, cómo pedía escuchar la radio y cómo después había empezado a ir sin descanso de ventana en ventana tan pronto como el sol descendió por detrás de las copas de los árboles, esperando a su mamaíta.
—No le gusta que los días se acorten, se da cuenta de que se hace de noche más deprisa. Este invierno no sé cómo lo llevará —la señora Meltzer fruncía el ceño, inquieta. Entre Rebecca y ella había un ambiente de muda tensión, como el zumbido de un teléfono—. Ese niño saldría a la carretera si no lo vigilara cada minuto —rió—. Si lo dejara, trotaría por la orilla del canal para reunirse contigo como un cachorrito locamente enamorado.
¡Cachorrito locamente enamorado! Rebecca detestaba aquel lenguaje tan florido.
Escondió la cara en el tibio cuello del niño y lo estrechó con fuerza contra su pecho. A ella le latía el corazón tras el alivio sentido al ver que no le había sucedido nada en el camino de sirga y que nadie lo sabría nunca.
Le preguntó a Niley si había sido bueno o si se había portado mal. Le dijo que si había sido malo la Gran Araña lo atraparía. El niño rió a gritos mientras le hacía cosquillas para que no le apretase las piernas con tanta fuerza.
—Estás de buen humor esta noche, Rebecca —observó Edna Meltzer.
La señora Meltzer era una mujer robusta, sólida, de pechos péndulos y rostro de budín demasiado dulce. Sus modales eran benévolos, maternales, aunque siempre sutilmente acusadores.
¿No tendría que estar de buen humor? Vivo.
—He salido de ese agujero infernal hasta mañana. Ésa es la razón.
Rebecca olía decididamente a sudor femenino, su piel pegajosa y pálida, febril. Los ojos inyectados en sangre. Le asustaba que la señora Meltzer la examinase tan de cerca. Quizá se preguntaba si Rebecca había estado bebiendo. ¿Una copa apresurada con los compañeros de trabajo en lugar de venir directamente a casa? Porque parecía nerviosa, trastornada. Su risa era más bien desaforada.
—¡Vaya! ¿Qué te ha pasado, corazón, te has caído?
Antes de que Rebecca se pudiera apartar, Edna Meltzer le había cogido la mano derecha y la había alzado hacia la luz. El borde carnoso de la mano había quedado en carne viva por la tierra, y la sangre brotaba ahora en lentas gotas que brillaban como joyas. Había también cortes más finos en los dedos, que apenas habían sangrado, causados por el afilado trozo de acero que Rebecca empuñaba en el bolsillo.
Rebecca liberó la mano del escrutinio de la mujer de más edad. Murmuró que no era nada, que no sabía cómo se lo había hecho; no, no; no se había caído. Se hubiera limpiado la mano en el mono, pero Edna se lo impidió.
—Más vale que te lo laves, corazón. No querrás pillar..., cómo es..., el títanos.
Niley gritó para saber qué era el títanos. Edna Meltzer le explicó que era algo muy malo que te sucedía si te cortabas en el campo y no te lavabas la herida muy bien con un buen jabón muy fuerte.
Rebecca se lavó las manos en el fregadero ante la insistencia de la señora Meltzer. Estaba roja de indignación porque detestaba que le dijeran lo que tenía que hacer. ¡Y delante de Niley! Tener que lavarse las malditas manos como una niña pequeña con una pastilla de jabón gris y granuloso, 20 Mule Team era la marca, un jabón para jornaleros, útil si se quería eliminar la suciedad incrustada en la piel, la peor clase de suciedad y mugre. Edna Meltzer estaba casada con Howie Meltzer, propietario de la gasolinera Esso.
El padre de Rebecca había utilizado un jabón igual de áspero para limpiarse la tierra del cementerio. Excepto, por supuesto, que no es posible quitarse por completo la tierra de las tumbas.
Muy emocionado, Niley estaba gritando «¡Títanos! ¡Títanos!» y empujaba a Rebecca, deseoso de lavarse también las manos. Tenía una edad en la que las palabras nuevas lo emocionaban como si fuesen pájaros de alegre plumaje que le volasen sobre la cabeza.
Los cristales de la ventana sobre el fregadero se habían oscurecido. En ellos Rebecca veía a la señora Meltzer observándola. A Tignor le desagradaban los Meltzer sin otro motivo que su actitud amistosa con su mujer durante sus ausencias. Rebecca no estaba segura de sentir afecto por Edna Meltzer, una mujer de la edad que habría tenido su madre si no hubiera muerto joven, o si lo que le sucedía era que más bien la detestaba. ¡Siempre tan recta, tan maternal! Siempre diciéndole a Rebecca, la joven madre sin experiencia, lo que tenía que hacer.
La señora Meltzer había tenido cinco hijos. Cinco bebés salidos de aquel compacto cuerpo tan carnoso. La simple idea mareaba a Rebecca. Todos los hijos de los Meltzer eran mayores y se habían marchado de casa. Rebecca se preguntaba cómo Edna Meltzer podía soportarlo: tener hijos, quererlos con tanta ternura y ferocidad, aguantar tanto por ellos, y luego perderlos por el simple paso del tiempo. Era como mirar al sol para quedarte después ciego; y es que Rebecca no entendía que pudiera llegar un tiempo en el que Niley creciese y acabara por separarse de ella. Aquel niñito que la adoraba y que se pegaba a su cuerpo.
—¡Mamaíta! ¡Te quiero!
—Mamaíta también te quiere, cariño. ¡Pero no grites tanto!
—Ha estado así todo el día, Rebecca. No ha querido tumbarse y echar la siesta. Apenas ha comido. Estábamos en el jardín, y no quería más que oír la radio en la barandilla del porche, subiendo el volumen para oírla mejor —la señora Meltzer movió la cabeza, riéndose.
El niño creía que determinados locutores de radio podían ser su padre, dado que sus voces sonaban como la voz de Tignor. Rebecca había tratado de explicarle que aquello no era cierto, pero Niley se aferraba a sus propias ideas.
—Lo siento —dijo Rebecca, avergonzada. Estaba confusa y no sabía qué decir.
—Bah, no tiene importancia —respondió presurosa la señora Meltzer—. Ya se sabe cómo son los niños, esas cosas en las que dicen que «creen», aunque en realidad no es así. Igual que nosotros, los mayores.
Mientras se preparaba para llevarse a Niley a casa, Rebecca se oyó preguntando a la señora Meltzer, como por azar, si había oído alguna vez el nombre de una persona llamada Hazel Jones.
—¿Alguien que vive por los alrededores? ¿Es eso?
—Vive en Chautauqua Falls, según creo.
¿Pero era cierto? Lo que el hombre del panamá había dicho, posiblemente, era que, de niña, Hazel Jones había vivido en Chautauqua Falls.
—¿Por qué lo preguntas? ¿Quién es?
—Oh, alguien me preguntó si me llamaba yo así.
Pero también aquello era falso. El hijo del doctor Hendricks había preguntado si Rebecca era Hazel Jones. Había una diferencia importante.
—¿Te preguntó si te llamabas así? ¿Por qué haría nadie semejante pregunta?
Edna Meltzer arrugó su cara ancha y más bien gruesa y se echó a reír.
Era la respuesta a cualquier cosa que, según las normas locales, se salía de lo ordinario: una risa desdeñosa.
Niley abandonó corriendo la casa y no evitó el golpe de la puerta con red metálica. Rebecca lo habría seguido si la señora Meltzer no le hubiese tocado el brazo, para hablar con ella en voz baja. La mujer más joven sintió una punzada de repugnancia por aquel contacto, y por la forzada intimidad entre las dos.
—¿Se espera que Tignor vuelva pronto a casa, Rebecca? Ha pasado ya bastante tiempo fuera.
Rebecca sintió que el rostro le latía con fuerza por el calor.
—¿Bastante tiempo?
Pero la señora Meltzer insistió:
—Me parece que sí, desde luego. Semanas. Y el niño...
Rebecca dijo, con su manera despreocupada, llena de vida, para cortar por lo sano semejante intimidad:
—Mi marido es un hombre de negocios, Edna. Viaja, pasa mucho tiempo en la carretera. Tiene propiedades.
Rebecca empujó la puerta mosquitera a ciegas, y dejó que se cerrara sola. Niley corría por la hierba, agitando los brazos y lanzando chillidos de entusiasmo infantil. ¡Qué sano estaba el niño, tan parecido a un animalito a gusto con su cuerpo! A Rebecca le molestaba que aquella mujer hablara con ella, la madre del niño, utilizando semejante tono. Dentro de la cocina la señora Meltzer estaba diciendo con su voz paciente, insistente, exasperante:
—Niley no se cansa de preguntar por «papaíto», y no sé qué decirle.
—Es cierto, Edna —dijo Rebecca con frialdad—. Usted no lo sabe. Buenas noches.
De nuevo en su casa, la pequeña granja de dos pisos que Tignor alquilaba para ellos al fondo de un camino de tierra que salía de Poor Farm Road, Rebecca escribió con letra de imprenta la nueva palabra para Niley: T É T A N O S.
Antes de cambiarse la ropa sudada y de quitarse del cuerpo y del pelo enmarañado la suciedad de Niagara Tubing, miró la palabra en su diccionario. Era un viejo y gastado Webster, de los tiempos en que vivía en Milburn e iba al instituto de allí; lo había ganado en un concurso de ortografía, patrocinado por un periódico local. A Niley le fascinaba el ex libris:
CAMPEONA DE ORTOGRAFÍA DEL TERCER DISTRITO DE MILBURN
***1946***
REBECCA ESHTER SCHWART
Porque en aquel lugar y en aquella época había sido la hija de sus padres, y llevaba el apellido que su padre había adoptado en el Nuevo Mundo: Schwart.
(Rebecca no había querido corregir la falta de ortografía en «Esther». No había querido profanar la bonita letra de imprenta del ex libris.)
Desde que Niley cumplió los dos años, Rebecca empezó a mirar palabras en el diccionario para deletreárselas. A ella no la habían animado a deletrear, a leer, ni siquiera a pensar hasta que fue mucho mayor, pero no se proponía imitar a sus padres a la hora de criar a su hijo. En primer lugar, Rebecca escribía con cuidado en letra de imprenta la palabra en una cartulina. Luego Niley trataba de imitar lo que ella había hecho, para lo que sujetaba un lápiz de color con sus rechonchos dedos de niño, y lo movía por el papel con una concentración a toda prueba. A Rebecca le admiraba la profunda vergüenza del niño cuando su palabra laboriosamente trabajada no conseguía parecerse a la de su mamá; como también se avergonzaba lo indecible de otros percances que le sucedían: tirar la comida, hacerse pis en la cama. Unas veces rompía a llorar y otras se enfurecía, entre patadas y gemidos. Con sus puños de bebé golpeaba a su mamaíta. Y también se golpeaba la cara.
En casos así Rebecca lo abrazaba. Se lo apretaba mucho contra el pecho.
Lo amaba con pasión, como amaba a su padre. Pero temía por él, porque estaba desarrollando algo de su genio. Deseaba aprender, sin embargo, con avidez, y en eso se diferenciaba de Tignor. En los últimos meses Niley la había asombrado al ver lo mucho que lo fascinaban las letras del alfabeto y la manera en que se enlazaban para formar «palabras», que tenían como finalidad representar «cosas».
Rebecca apenas se había educado. Nunca terminó la enseñanza secundaria, su vida había quedado interrumpida. A veces sentía el desfallecimiento de la vergüenza al pensar en todo lo que no sabía, en todo lo que no estaba en su mano aprender y en cómo ni siquiera era capaz de medir su falta de conocimientos porque la amplitud misma de su ignorancia desbordaba su capacidad de imaginar. Se veía hundida en una ciénaga, con arenas movedizas hasta los tobillos, hasta las rodillas.
Este país es un estercolero. ¡Ignorancia! ¡Estupidez! ¡Crueldad! ¡Confusión! Y locura por encima de todo, ten la seguridad.
Rebecca se estremeció al recordar. La voz de su padre. La frivolidad regocijada de su amargura.
—¿Mamaíta? Mira.
Niley había dibujado, con terrible lentitud, T É T A N O S en un papel. Alzó la vista, los ojos entrecerrados, lleno de ansiedad. No se parecía a su padre y, desde luego, nada al padre de Rebecca. Tenía cabellos delicados, de color castaño claro; también la piel era muy blanca, propensa a los sarpullidos; sus facciones más bien pequeñas, muy juntas. Y los ojos como los de Rebecca, hundidos y apasionados.
Quedarse sin espacio en la hoja de papel podía, sin embargo, desencadenar un berrinche. Rápidamente Rebecca le quitaba el papel y le proporcionaba otro.
—De acuerdo, tesoro. Vamos a hacer los dos «tétanos» de nuevo.
Niley empuñó con avidez el lápiz rojo. Esta vez lo haría mejor.
Rebecca se juró que no cometería equivocaciones con su hijo en aquella etapa de su vida. Tan joven, antes de empezar la escuela. Cuando un niño está casi exclusivamente a merced de sus padres. Ésa era la razón de que Rebecca buscara palabras en el diccionario. Y tenía también libros de texto de secundaria. Para que las cosas estuvieran bien. Para que estuvieran bien las cosas posibles, entre tantas otras imposibles.
3
Una voz, áspera y apremiante, junto al oído de Rebecca:
—¡Dios bendito, ten cuidado!
Salió de su ensoñación. Rió nerviosa. Su mano derecha, abultada por el guante protector, se estaba acercando peligrosamente a la troqueladora.
Dio las gracias a quien fuese que le había hecho la advertencia. Se ruborizó de vergüenza e indignación. Llevaba así la mayor parte de la mañana; la cabeza se le iba, perdía la concentración. Corría riesgos, como si fuese una novata y no supiera aún los peligros de aquel trabajo.
Máquinas ruidosas. Aire viciado. Calor que sabía a goma chamuscada. Sudor dentro de la ropa de trabajo. Y, mezclado con el ruido, un nuevo sonido apremiante que no lograba descifrar: ¿era esperanzador, atrayente, burlón? HAZEL JONES HAZEL JONES HAZEL JONES.
El capataz se acercó. No para hablar con Rebecca sino para dejarse ver: para hacer notar su presencia. Hijo de puta, lo veía.
Nadie sabía mucho de ella en Niagara Falls. Ni siquiera Rita, que era su amiga. Sabían quizá que estaba casada, y algunas personas con quién: el nombre Niles Tignor era conocido en ciertos sectores de Chautauqua Falls. En realidad todo lo que sabían de Rebecca era que hacía vida aparte. Terca por naturaleza, tenía cierta dignidad obstinada. No toleraba sandeces por parte de nadie.
Incluso cuando estaba cansada hasta el límite de su resistencia. Cuando apenas era capaz de sostenerse y necesitaba usar el servicio para rociarse la cara con agua tibia. No sólo se mareaban las pocas mujeres que trabajaban en Niagara Tubing: también les pasaba a los varones. A veteranos de muchos años en la cinta transportadora.
Durante la primera semana en la sala de montaje, a Rebecca le producía náuseas el olor, la rapidez del ritmo, el ruido. Ruido ruido ruido. Con tantos decibelios, el ruido no es sólo sonido, sino algo físico, visceral, como una corriente eléctrica que atraviesa el cuerpo. Asusta, corta la respiración, cada vez con más fuerza. El corazón se acelera para mantener el paso. El cerebro echa a correr, pero sin ir a ningún sitio. No es posible pensar de manera coherente. Los pensamientos se derraman como las cuentas de una sarta rota...
Estaba aterrada, podría haberse vuelto loca. El cerebro se le iba a desintegrar. Había que gritar para hacerse oír, había que gritarle a alguien al oído y la gente te gritaba al oído, a pocos centímetros de distancia. Era una vida salvaje, acelerada, primitiva. No había personalidades allí, ni sutilezas espirituales. Supondría la destrucción del alma delicada de un niño como Niley. En las máquinas, el lugar más horrible de la fábrica, había una extraña vida primitiva que imitaba la cadencia de la vida natural. Y el corazón y el cerebro de los seres vivos quedaban dominados por aquella pseudovida. Las máquinas tenían su ritmo, su compás. Sus ruidos se superponían a los ruidos de otras máquinas y suprimían todo sonido natural. Y aquel ruido abrumaba. Había caos en su interior, pese a la repetición mecánica, un pseudoorden, un ritmo, la imitación de un latido normal. Y algunas de las máquinas, las más complicadas, imitaban un tipo rudimentario de pensamiento humano.
Rebecca se había dicho que no podría soportarlo.
Para luego, con más calma, decirse que no tenía elección.
Tignor le había prometido que no necesitaría trabajar cuando fuera su esposa. Era un hombre orgulloso que se ofendía fácilmente. No le parecía bien que su mujer trabajara en una fábrica, pero no le pasaba dinero suficiente, de manera que no tenía elección.
Desde el verano Rebecca se había ido acoplando mejor. Pero, Dios del cielo, nunca se acostumbraría del todo.
Era sólo un trabajo temporal, por supuesto. Hasta que...
¡La había mirado con tanta seguridad! HAZEL JONES.
Parecía conocerla. No a Rebecca con su ropa de faena, tiesa de suciedad, sino a otra persona, debajo.
Había visto en su corazón. HAZEL JONES HAZEL ¿ERES HAZEL JONES? ERES HAZEL JONES ¿ERES HAZEL JONES? En las largas horas de trabajo HAZEL JONES HAZEL JONES, un sonido arrullador, atractivo como una voz que susurrase en el oído de Rebecca, aunque por la tarde HAZEL JONES HAZEL JONES se convertía en un ruido burlón.
—No. No lo soy. Y déjeme en paz, maldita sea.
El otro se quitaba las gafas. Gafas de sol muy tradicionales. De modo que pudo verle los ojos. Lo sincero que era y cómo le suplicaba. El iris dañado de uno de ellos, como algo quemado. Posiblemente no veía con él. Sonriendo a Rebecca, esperanzado.
—Como si yo fuese alguien especial. «Hazel Jones.»
No tenía ningún deseo de pensar en Hazel Jones. Menos todavía en el hombre del panamá. Le hubiese gustado gritarle en la cara. Aún veía su consternación cuando rompió la tarjeta. Aquel gesto, había hecho lo correcto.
Pero por qué: ¿por qué lo detestaba?
Tenía que admitirlo, era un hombre civilizado. Un caballero. Un hombre que había recibido una buena educación, que tenía dinero. Como nadie que Rebecca conociera o que hubiese conocido. Y un hombre así le había dirigido una súplica como aquélla.
Una persona de buen corazón, con deseos de hacer bien las cosas.
—¿Era sólo porque soy «Hazel Jones» o, tal vez, se trataba de mí?
Se acordó de ti. En su testamento.
Legado.
—¿Ve? No soy ella. La que usted piensa que soy.
Tienes que acordarte de mí, el hijo del doctor Hendricks.
—Ya le he dicho que no.
Maldita sea, le había dicho no, había sido sincera desde el primer momento. Pero él seguía, dale que dale, como un niño de tres años insistiendo en que era lo que no era. Había seguido hablándole como si hubiera oído sí cuando Rebecca decía no. Como si estuviera mirando dentro de su alma, como si la conociera de una manera que ella misma no se conocía.
—Oiga, ya se lo he dicho. No soy ella.
Tan cansada. A última hora de la tarde se está más expuesto a los accidentes. Incluso entre los más veteranos. Uno se descuida por la fatiga. ¡LO PRIMERO ES LA SEGURIDAD! Carteles a los que nadie miraba ya, tan familiares. 10 RECORDATORIOS PARA LA SEGURIDAD. Uno de ellos era: NUNCA APARTES LOS OJOS DE TU TRABAJO.
Cuando, dentro de las gafas protectoras, la visión de Rebecca empezaba a vacilar, y veía las cosas como si estuvieran bajo el agua, era como si saltara la alarma: se dormía de pie. Pero era tan... arrullador. Como cuando a Niley se le cerraban los ojos. Un motivo de asombro, comprobar cómo los seres humanos se dormían igual que los animales. Qué es la persona en personalidad y dónde va cuando te duermes. Tignor, el padre de Niley, dormía muy profundamente, y a veces su respiración tenía extrañas oleadas erráticas que a Rebecca le hacían temer que pudiera dejar de respirar, que su gran corazón dejara de bombear la sangre y entonces, ¿qué pasaría? Se había casado con ella en una ceremonia civil en Niagara Falls. Rebecca tenía diecisiete años por entonces. En algún lugar, perdido entre las cosas de Tignor, estaba el certificado de matrimonio.
—Lo soy. Soy la señora de Niles Tignor. La boda fue de verdad.
Rebecca dio un respingo y alzó la cabeza. ¿Dónde había estado?...
Metió los dedos dentro de las gafas para secarse los ojos. Pero antes tuvo que quitarse los guantes de seguridad. ¡Tan incómodo! Quería llorar de frustración... Se te hizo daño, o te dijeron que te lo habían hecho. No juzgo. La estaba observando desde la puerta, hablaba de ella con uno de los jefes. Lo vio con el rabillo del ojo; no miraría directamente para que no supieran que estaba al tanto de su conversación. Llevaba prendas de color crema y el panamá. Otros trabajadores lo mirarían burlonamente. Sin duda era uno de los propietarios. Inversores. No uno de los gerentes, no vestía para trabajar en un despacho. Y sin embargo también era médico...
¡Por qué habría roto Rebecca su tarjeta! ¡Qué mezquina, a semejanza de su padre, el sepulturero! Se avergonzaba al pensar en la consternación del hombre del panamá, en lo dolido que estaba.
Y, sin embargo: había dicho que no juzgaba.
—Despierta. Mujer, será mejor que te despiertes.
De nuevo Rebecca casi se había dormido. Casi dejó que la máquina le destrozara la mano, la izquierda esta vez.
Sonrió, al pensar, de la manera más absurda, que no echaría tanto de menos los dedos de la mano izquierda. Era diestra.
Supo entonces que el hombre del panamá no estaba en la fábrica. Debía de haber visto —cuando se mira por el rabillo del ojo las imágenes no son precisas— al jefe de planta. Un hombre más o menos de la misma edad y altura que llevaba una camisa blanca de manga corta la mayor parte de los días. Nada de corbata de lazo y mucho menos sombrero panamá.
Al salir del trabajo casi volvió a verlo. En la acera de enfrente, bajo el toldo del zapatero remendón. Rápidamente se dio la vuelta y se alejó sin mirar atrás.
—No está ahí. No está Tignor, y él tampoco.
No la vio nadie: se aseguró antes.
Buscó los trozos de la tarjeta de Hendricks que había roto. En el camino de sirga encontró unos cuantos pedacitos de papel. Sin ninguna seguridad de que fueran lo que quería. Si tenían algo impreso, se había borrado, estaba perdido.
—Mejor. No quiero saberlo.
Esta vez, enfadada consigo misma, hizo una bolita con los trozos y la tiró al canal, donde cabeceó y flotó en el agua oscura como un bicho acuático.
Pasó el domingo y Tignor no llamó por teléfono.
Para distraer a su hijo, intranquilo, empezó a contarle la historia del hombre en el camino de sirga. El hombre del sombrero panamá.
—Niley, ese hombre, ese hombre extraño, me siguió por el camino de sirga y ¿sabes qué me dijo?
La voz de mamaíta era luminosa, vibrante. Si fueras a pintarla con lápices de colores sería un llamativo amarillo soleado con un toque de rojo.
Niley escuchaba con avidez, con la duda de si debería sonreír: si era una historia alegre o una historia que le haría preocuparse.
—Mamaíta, ¿qué hombre?
—Nada más que un hombre. Nadie que conozcamos: un desconocido. Pero...
—«Deconocido»...
—«Desconocido». Quiero decir alguien a quien no conocemos. ¿Te das cuenta?
Niley buscó, ansioso, por la habitación. (El chiribitil que era su dormitorio, de techo inclinado, que daba a la alcoba de su madre.) Parpadeaba muy deprisa, mirando hacia la ventana. Era de noche, y la única ventana reflejaba sólo el borroso interior submarino de la habitación.
—No está aquí ahora, Niley. No tengas miedo. Se ha marchado. Te hablo de un hombre simpático y amable, creo yo. Una persona amable. Quiere ser mi amigo. Nuestro amigo. Tenía un mensaje especial para mí.
Pero Niley seguía inquieto, mirando a su alrededor. Para retener su atención mamaíta tuvo que agarrarlo por los hombros y mantenerlo quieto.
Una anguilita que se retorcía, eso era Niley. Rebecca quería zarandearlo. Quería estrecharlo con toda el alma contra su pecho y protegerlo.
—¿Mamaíta? ¿Dónde?
—En el camino del canal, tesoro. Cuando volvía a casa del trabajo, cuando regresaba para recogerte en casa de la señora Meltzer.
—¿Hoy, mamaíta?
—Hoy no, Niley. El otro día.
Era más tarde que de costumbre y el niño no se había acostado aún. Las diez de la noche y Rebecca sólo había conseguido ponerle el pijama convirtiéndolo en un juego. Tirándole de la ropa, quitándole los zapatos, con él tumbado en actitud pasiva y sin resistirse del todo. Había sido un día difícil, Edna Meltzer se había quejado. En la delicada unión de huesos en la frente del niño, su madre vio un nervio que latía.
Lo besó. Continuó con su historia. La dominaba el cansancio.
El niño de tres años estaba demasiado irritable para meterlo en la bañera, y mamaíta tuvo que luchar a brazo partido para lavarlo con una toallita húmeda y no muy bien. También estaba demasiado irritable para leerle nada. Sólo la radio lo consolaba, la maldita radio que a Rebecca le hubiera gustado tirar por la ventana.
—Un hombre, un hombre muy agradable. Un hombre con un sombrero panamá...
—¿Qué, mamaíta? ¿Un sombrero banana?
Niley rió incrédulo. También Rebecca se echó a reír.
Por qué demonios había empezado a contar aquella historia era algo que no conseguía entender. ¿Para impresionar a un niño de tres años? De la caja de lápices seleccionó uno negro para dibujar un monigote y en la ridícula cabeza redonda del monigote Rebecca dibujó un sombrero banana. La banana era demasiado grande para la cabeza del monigote, y vertical. Niley rió, nervioso, movió las piernas y se retorció, complacido. Se apoderó de los lápices para dibujar su monigote con un sombrero banana inclinado.
—Para papaíto. Sombrero banana.
—Papaíto no usa sombrero, corazón.
—¿Por qué no? ¿Por qué no usa sombrero?
—Bueno, podemos conseguirle un sombrero a tu papá. Un sombrero banana. Podemos hacer un sombrero banana para papaíto...
Rieron juntos, planeando el sombrero banana para Tignor. Rebecca cedió al capricho infantil, pensando que sería inofensivo. ¡Las cosas que imagina este niño! La señora Meltzer movía la cabeza, y no podía saber si le parecía divertido o la asustaba. Rebecca sonrió y también movió la cabeza. Le preocupaba que Niley no se desarrollase como otros niños. Su cerebro parecía funcionar como una cinta transportadora que avanzase a saltos. Sus periodos de atención eran intensos pero breves. No se podía esperar que siguiera de cabo a rabo una línea de pensamiento o de discurso. No ten