La plata de Britania (Serie Marco Didio Falco 1)

Fragmento

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PRÓLOGO DE LA AUTORA A LA REEDICIÓN DE 2000

Todos los autores seguramente atesoran su primer libro publicado. Hoy, rememorando, me resulta difícil recordar cuán difícil era persuadir a los editores de los años ochenta de que aceptaran la idea de la ficción popular ambientada en el Imperio romano. Consideraban que, de algún modo, resultaba «demasiado difícil». Solo cierto tipo de clásico literario podía tratar del mundo antiguo, y las nuevas novelas sobre el pasado remoto eran vistas como poco aconsejables para ganarse al lector moderno. Hoy en día ello parece una actitud esnob y estúpida desde un punto de vista comercial, pero en aquel entonces yo corría un riesgo considerable. Al igual que numerosos autores nuevos e inocentes, me negaba a desistir.

Finalmente, di con Heather Jeeves, una agente literaria atrapada durante seis semanas en Nueva Zelanda con una pierna fracturada, que disponía de mucho tiempo para pensar cuál sería la mejor manera de colocar un manuscrito tan «difícil». Como numerosos libros un tanto inusuales, el mío tuvo el mérito de ser rechazado por los editores. Tras oír hablar de uno de quien se rumoreaba que era un clasicista (lo cual, de hecho, no era verdad), Heather le llevó La plata de Britania a Oliver Johnson, que hacía poco había recibido el encargo de crear una colección de ficción para Sidgwick & Jackson, una editorial que acababa de ser adquirida como subsidiaria de Macmillan. Más astuto que los demás, Oliver compró los dos primeros libros y en el mismo contrato le concedió los derechos sobre la edición de bolsillo a otro joven y perspicaz editor: Bill Scott-Kerr, de Pan Books. La venta a Estados Unidos de ambos títulos no tardó en producirse.

Prácticamente en cuanto los libros fueron publicados en Gran Bretaña, esa fuerza misteriosa conocida como «el boca a boca» comenzó a demostrar que todos teníamos razón. Los libros de la serie nunca han dejado de reeditarse. Ese es el mejor tributo posible a quienes tuvieron fe desde el principio. Sin ellos, y sin los oportunos golpes de suerte que nos reunieron a todos, puede que los dos primeros títulos jamás hubieran sido publicados y que el resto ni siquiera hubiese sido escrito. Así como siempre le estaré agradecido a Sidgwick y a Pan por arriesgarse a publicar las rarezas de una autora por entonces desconocida, me complace que ahora La plata de Britania y su secuela, La estatua de bronce, sean reeditados por la misma editorial que el resto de los títulos que conforman la serie protagonizada por Marco Didio Falco, que Oliver, hoy una presencia magistral en Random House, sigue editando. Por primera vez, todos los libros protagonizados por Falco estarán juntos, y me emociona la perspectiva de ver una versión completamente nueva de mi primer libro. ¡Y esta vez también me han dejado escribir el prólogo!

Siempre he leído novelas históricas, y cuando me inicié como autora los temas históricos eran los que más me gustaban. Creía que había un público entusiasta esperando novelas con buenos argumentos ambientadas en un período interesante. Las obras de ficción que intencionadamente pretenden obligar a las personas a «tragar» historia son horribles, y algo muy distinto. Evitad los libros de esos autores, dedicaos a leer cosas apropiadas. Mis corresponsales, que son personas de todas las edades, tendencias y orígenes, confirman que tienen un gran apetito por el pasado. A algunos les gusta aprender desde cero y de un modo entretenido, otros sienten nostalgia por los clásicos que leyeron en su juventud. También hay grupos entusiastas de la reconstrucción deseosos de cualquier cosa que los conecte con su período elegido, junto con muchos jóvenes que estudian historia antigua, arqueología o lenguas clásicas y que disfrutan de una perspectiva más relajada sobre aquello que estudian. Todos los entusiastas de Falco están buscando el proverbial «buen libro». Los lectores de ficción ansían el escapismo, y una manera de lograrlo es trasladarse a un mundo diferente, ya sea mediante la fantasía, un viaje o la vuelta al pasado, y con esta serie me di cuenta, desde el principio, que podía entusiasmar a estas tres categorías.

Al ser, supuestamente, una novelista romántica, empecé por abordar el período romano con una novela cien por cien histórica (al menos, tan lisa y llanamente como podía serlo algo escrito por mí) acerca de una larga aventura amorosa entre Antonia Caenis y Vespasiano.

Esta aparecería muchos años después con el título de La carrera del honor, aunque, tras terminarla, comencé a pensar que solo mis amigos más íntimos y mi familia llegarían a verla.

Necesitaba emprender otro camino, en una dirección distinta. Lo que me dio la idea fueron mis investigaciones sobre la Roma de los césares, en parte como una broma, desde luego: la de situar a un detective privado típico —como los del género moderno— entre los elegantes pórticos y las peligrosas callejuelas de la Ciudad Dorada de hace dos mil años. Parecía un entorno excitante en el que personajes tan dudosos como atractivos podían cometer toda clase de timos. La era post-Claudio, cuando empezaban los años más gloriosos del imperio, proporcionaba una sociedad aparentemente respetable y bien organizada en la que numerosas personas estarían intentando sacar tajada de forma legal... o no. Al igual que los detectives clásicos, un «informador» (un delator) tendría que ser un listillo espabilado que vivía del ingenio y de sus puños, despreciado por la profesión elegida.

La arqueología hasta le permite poseer la clase correcta de despacho en un piso alto de un edificio; las viviendas de la antigua Roma eran lugares sórdidos que, según nos informan los autores satíricos latinos, sufrían un peligroso abandono por parte de caseros deshonestos. Consistían en edificios de apartamentos estrechos, atestados y ruinosos en los que los más pobres ocupaban los pisos superiores. Allí acudía toda clase torvos personajes con ofertas de trabajo, tan dudosas como mal pagadas, para Falco. Los vigiles, los guardias nocturnos que hacían las veces de bomberos y policías, podían proporcionar a nuestro héroe un amigo entre los funcionarios públicos, un contacto entre los miembros de la burocracia, algo imprescindible para el éxito de un detective privado.

Al mismo tiempo, y dado que era imposible que mi personaje hubiese tenido ocasión de leer los libros acerca de sus modernos compañeros de profesión, no conocería las reglas y, por lo tanto, no se vería obligado a respetarlas. Por ejemplo, aunque a Falco le gustan las mujeres, nadie le ha dicho que se supone que debe amarlas y abandonarlas, tontear con una maravillosa criatura distinta en cada una de sus aventuras y nunca verse obligado a enfrentarse a un padre furibundo y ni siquiera arriesgarse a una demanda de paternidad. No quiero estropear la historia, así que no diré lo que hace en cambio. El resultado ni siquiera fue el que yo había planeado, por no hablar del que él mismo hubiese esperado...

Veía una gran oportunidad de saltarme los clichés, sobre todo cuando hacerlo podía interpretarse como una broma. El detective privado clásico es un solitario, un hombre de un pasado muy impreciso —un veterano de guerra, por ejemplo— en el que quizá se comportara como un héroe, de manera que podamos creer que es capaz de ganar sus batallas. Esta figura dura y cínica suele destacarse por no tener una familia. En el mejor de los casos está acosado por un divorcio tormentoso, pero jamás ostenta padres ni hermanos, una ciudad natal o una escuela a la que asistió siendo niño. Al respecto, en el caso de Falco me parecía que debía proporcionarle una vida absolutamente antitética, empezando por una familia italiana típica al frente de la cual se halla una matriarca furibundamente libre en una sociedad supuestamente patriarcal. La responsabilidad para con la familia constituía un deber para el varón romano, y yo quería que Falco tuviera los problemas correctos..., aun cuando se esfuerza por evitarlos. ¿Cómo iba yo a saber que eso se volvería tan popular? Tanto los parientes preocupados y problemáticos de mi héroe, sus leales amigos y sus astutos adversarios, como sus vecinos de las calurosas callejuelas en torno al patio de la fuente del Aventino, se han convertido, para muchos lectores, en el aspecto más interesante de mis libros. Me divierte enormemente hacer el catálogo de un reparto cada vez mayor de personajes e imaginar sus extrañas vidas. Los habituales —a muchos de los cuales los nuevos lectores conocerán aquí, en La plata de Britania— han adquirido apasionados seguidores que a menudo apoyan a los peores réprobos. Incluso las mascotas ya tienen sus devotos, y recibo tremendas críticas si omito las más populares.

Escribir sobre un período histórico ha supuesto ventajas considerables. Los detalles exóticos, ambientes y situaciones sociales proporcionan mayor profundidad a una novela y la hacen más animada. Investigar esos aspectos constituye un placer, ya se trate de libros, museos, lugares arqueológicos o viajes. Al escribir la serie he ubicado la trama en diversos lugares, como Italia, España, Alemania, Siria y Libia, por no hablar de zonas de Gran Bretaña que jamás había visitado. También hay responsabilidades. No creo que tenga sentido escribir sobre cierto periodo del pasado a menos que se intente volverlo tan auténtico como puede serlo nuestra percepción actual del mismo; de lo contrario, también podrías crear tu propio lugar y época en una novela de ciencia ficción o fantástica. De modo que procuro ser precisa. Pero esto es ficción, una ficción que me apresuro a escribir para cumplir con las firmes exigencias de los lectores y, a veces, intentar hacerlo de un modo innovador. En La plata de Britania puede que haya cometido errores; hay algunos cabos sueltos y palabras escogidas de forma descuidada debido a la falta de experiencia. En esta nueva edición hemos corregido algunas de la manera lo más discreta posible (¡no, no pienso enumerarlas!).

Desde que empecé, hace ya doce años, he aprendido algunas cosas, y confío en seguir mejorando. Mi propio conocimiento del periodo ha mejorado. Antaño los arqueólogos británicos denominaban pigs a los lingotes de plomo. Actualmente (tal vez a causa del interés que ha despertado esta novela) existe un debate acerca de la manera en que se fabricaban: si el metal fundido se enfriaba demasiado rápido como para fluir en canales, por ejemplo, y si los lingotes debían mostrar marcas allí donde se separaban del canal principal. Pensándolo bien, parece probable que los lingotes de plata o plomo que vemos en los museos se fabricasen en moldes individuales. Así que es posible que Falco se equivoque cuando le describe el procedimiento a Petronio. Bueno, no es infalible, y además siempre me ha gustado mucho esa escena. Muestra muy bien la relación entre ambos. Lo menciono porque constituye un ejemplo de los problemas a los que puede enfrentarse un autor para mantenerse al día incluso después de ser publicado, pero, tras reflexionar, decidí no cambiar la escena. Otra cosa que me parece que no podemos hacer es cambiar el título del libro, ¡y no solo porque The Silver Moulds [Los moldes de plata] sonaría a platos para servir crema!

Siempre reconozco los errores que cometo y, si puedo, los corrijo más adelante. Publicando este libro me he puesto a tiro de las personas «serviciales» que se sentirían impulsadas a señalar mis errores. Antaño ello me mortificaba, pero hoy me limito a considerar que, como autora de novelas policiacas, resulta útil observar los motivos más oscuros que mueven a personas, por otra parte agradables, a hacer lo que hacen.

Me parece que en la ficción, que nunca debe tomarse demasiado en serio, lo único que importa, en última instancia, es el sentido narrativo. ¿Es que los lectores creen en el mundo de Falco y en sus actos? Para algunos el esfuerzo de imaginación resulta difícil, pero en general sí: creen en él. Ningún autor puede complacer a todo el mundo. Me siento capaz de prescindir de los escépticos y quisquillosos a cambio de la apasionada fe de los convencidos, que, por fortuna, son muchos. En cuanto se publicó La plata de Britania empecé a encontrarme con lectores absolutamente encantados con ella, a muchos de los cuales les urgía darme las gracias. Para mí supone una gran alegría el que a menudo sientan que le están escribiendo a un amigo, lo que les hace empezar por decir: «Nunca antes le había escrito a un autor...» Este primer libro de la serie supuso recibir mi primera carta de mi «fan principal» oficial. Él es Nigel Alefounder, un lector devoto, aunque típicamente tímido respecto del importante papel que desempeña. Él estableció la pauta: alegre, curioso, fascinado por los romanos pero siempre muy sensato con respecto a lo que esta clase de ficción realmente intenta hacer.

He de decir que los lectores de las novelas de Falco constituyen el grupo de personas más llamativamente agradables. Escribir para ellos es un placer y también una fuente de inspiración y, aunque no puedo obedecer a aquellos que me instan a «¡escribir más rápido!». Al menos por el momento prometo que no me detendré. Realmente espero que para algunos de quienes esto leen, Falco y Helena constituyan una novedad, y que tras su lectura se sumen a los conversos. Os brindo una afectuosa bienvenida. En cuanto a los viejos amigos, sed otra vez bienvenidos... y como siempre, gracias por vuestra lealtad.

Lindsey Davis

Londres, marzo de 2000

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PRÓLOGO DE LA AUTORA A LA EDICIÓN ESPECIAL ANIVERSARIO DE 2010

Resulta difícil de creer que hayan pasado diez años desde que redacté el prólogo de la reedición realizada por Century y Arrow. En esa época debía de estar escribiendo Oda a un banquero, que a pesar del título trata sobre todo del oficio de escribir y publicar. ¡De cuánta diversión satírica disfruté aquel año!

Ahora, mientras celebramos el vigésimo aniversario de la serie protagonizada por Falco, acabo de revisar toda mi obra y he reflexionado al respecto desde otro punto de vista para Falco: the Official Companion). Oliver ha pasado a editar en otro ámbito, Heather debe de estar deseando que pare para que pueda dejar de hacer de agente de estas cosas, y yo estoy oficialmente jubilada. El único que sigue, aunque de forma más lenta, es Falco. Con veinte libros publicados hasta la fecha, ha madurado, adquirido responsabilidades y ventajas e incluso puede que se haya vuelto más apacible en algunos sentidos. Pero sigue siendo el cínico inconformista en las escaleras del Templo de Saturno, siempre con buen ojo para reconocer a un bombón —sobre todo uno en apuros—, siempre dispuesto a encargarse de los tontos y, al mismo tiempo, a tener presente a aquellos a quienes parece haber abandonado la suerte.

Ni él ni yo hemos olvidado nuestros orígenes. Siempre es bueno recodar aquellos días en que ambos partimos desde humildes pisos de alquiler poco prometedoras en barrios de mala muerte hacia lo que podría pasar por fama y fortuna. Estoy encantado de que Century haya optado por celebrar el vigésimo aniversario con una edición especial de bolsillo. Los fieles lectores cuyos viejos ejemplares están hechos trizas se alegrarán de disfrutar de la oportunidad de hacerse con uno flamante, y espero asimismo que seduzca a nuevos lectores y estos se unan al redil.

¡Ansío saber adónde iremos a parar todos nosotros en los próximos diez años, adonde quiera que sea!

Lindsey Davis

Londres, marzo de 2010

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PERSONAJES

EN EL PALACIO IMPERIAL

Vespasiano Augusto: Individuo jovial y entrado en años, que ha surgido de la nada y se ha convertido en emperador de Roma.

Tito César: Treinta años. Hijo mayor de Vespasiano, hombre popular y brillante.

Domiciano César: Veinte años. Hijo pequeño de Vespasiano, ni tan brillante ni tan popular.

EN LA REGIÓN I (SECTOR DE LA PUERTA CAPENA)

Décimo Camilo Vero: Un senador millonario.

Julia Justa: Noble esposa del senador.

Helena Justina: Hija del senador. Veintitrés años y recientemente divorciada: una joven sensata.

Publio Camilo Meto: Hermano pequeño del senador, dedicado al comercio de importación y exportación.

Sosia Camilina: Hija de Meto. Dieciséis años. Rubia, hermosa y, por consiguiente, sin la obligación de ser sensata.

Naisa: Doncella de Helena Justina que siempre tiene los ojos muy abiertos.

Gneo Atio Pertinax: Funcionario de poca categoría con rango de edil (interés específico: la disciplina).

EN LA REGIÓN XIII (SECTOR AVENTINO)

Marco Didio Falco: Investigador privado. Republicano.

Madre de Falco: Una madre con opiniones sobre lo divino y lo humano.

Didio Festo: Hermano de Falco. Héroe nacional (difunto).

Marcia: Tres años. Hija del hermano de Falco.

Petronio Longo: Capitán de la patrulla de la guardia del Aventino.

Lenia: Lavandera.

Esmaracto: Especulador inmobiliario y propietario de una escuela de formación de gladiadores.

EN OTROS SECTORES DE ROMA

Astia: Mujer de un transportista, algo ligera de cascos.

Julio Frontino: Capitán de la guardia pretoriana.

Glauco: Cilicio propietario de un gimnasio respetable: un personaje insólito.

Escanciador de vino caliente: (Apestoso.)

Vigilante: (Borracho.)

Caballo del jardinero: (Propensiones desconocidas.)

EN BRITANIA

Gayo Flavio Hilaris: Procurador imperial a cargo de las finanzas; sus responsabilidades incluyen las minas de plata.

Elia Camila: Esposa del procurador y hermana más joven del senador Camilo Vero y de su hermano Publio.

Rufrio Vitalis: Excenturión de la Segunda Legión Augusta que vive retirado en Isca Dumnonioro.

T. Claudio Trifero: Britano. Contratista que administra la mina imperial de plata en Vebioduno, en las colinas de Mendip.

Cornix: Sádico. Capataz a cargo de los esclavos en la mina imperial de plata.

Simplex: Oficial médico de la Segunda Legión Augusta en Glevo (interés específico: la cirugía).

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INTRODUCCIÓN

Roma: año 70 de nuestra era

Una ciudad presa de la confusión, pues la muerte de Nerón puso fin a la dinastía gobernante fundada por Augusto.

Una ciudad que rigió un inmenso imperio: la mayor parte de Europa, el norte de África y zonas de Oriente Medio. El emperador Claudio (con la ayuda de un general joven y desconocido que respondía al nombre de Vespasiano) incluso ocupó posiciones en un lugar salvaje que los romanos consideraron con absoluto horror: ¡Britania! Treinta años después Vespasiano triunfó en la lucha por el poder acaecida a la muerte de Nerón. Todo esto costó a Roma una encarnizada guerra civil. El imperio quedó dominado por el caos. El erario estaba en bancarrota. Vespasiano se enfrentó a la necesidad apremiante de convencer a sus críticos de que tanto él como sus dos hijos —Tito y Domiciano— representaban la mayor esperanza de buen gobierno y de paz.

Simultáneamente, en Britania, que sin prisa pero sin pausa se recuperaba de la rebelión de la reina Boadicea, la relajada administración de Nerón se había cobrado su precio. Se cedieron a contratistas locales importantes derechos de explotación de minerales, incluida la administración de la principal mina imperial de plata en las colinas de Mendip. Las minas no estaban correctamente controladas: cuatro lingotes robados, que en el primer siglo de nuestra era fueron franqueados desde Charterhouse, han aparecido ocultos bajo un montón de piedras.

¿Quién los robó y los escondió tan bien, y luego no regresó a recogerlos? ¿De qué manera este fraude perpetrado a tanta distancia afectó al nuevo emperador Vespasiano, que luchaba en Roma por mantener su posición?

Marco Didio Falco —que estaba en contra de los emperadores aunque de manera privada servía al estado— sabía la verdad...

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PRIMERA PARTE

 

ROMA

 

Verano-otoño, año 70 d. C.

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I

Me di cuenta de que la muchacha llevaba demasiada ropa cuando la vi subir corriendo los escalones. El verano tocaba a su fin. Roma se freía como una tortita sobre una plancha. La gente se desataba los zapatos pero se los dejaba puestos; ni siquiera un elefante podría cruzar la calle descalzo. La gente se dejaba caer sobre taburetes en portales a la sombra, con las rodillas descubiertas separadas y desnuda hasta la cintura... y en las callejuelas del Sector Aventino, donde yo vivía, la gente quería decir las mujeres.

Me encontraba en el Foro. La muchacha corría. Estaba demasiado vestida y peligrosamente acalorada, aunque la insolación o el ahogo aún no habían podido con ella. Estaba brillante y pegajosa como una trenza de pasta glaseada y cuando se precipitó por la escalinata del templo de Saturno en dirección a mí no hice el menor ademán de apartarme. No chocó conmigo por los pelos. Algunos hombres nacen con estrella y otros se llaman Didio Falco.

Cuando la vi de cerca seguí pensando que estaría mejor sin tantas túnicas. No quiero que se me entienda mal. Las mujeres me gustan con unos pocos vestigios de tela: me permiten abrigar la esperanza de quitárselos. Si desde el principio no llevan nada suelo deprimirme porque, o acaban de desnudarse para otro o, dado mi oficio, están muertas. Esta estaba trepidantemente viva.

Es posible que en una mansión fina con revestimientos de mármol, fuentes, patios ajardinados y arbolados, una damisela ociosa pudiera mantenerse fresca, incluso envuelta en galas bordadas y con ajorcas de azabache y de ámbar del codo a la muñeca. Si echaba a correr deprisa se arrepentiría en el acto. El vaho producido por el calor la derretiría. Esas vestimentas ligeras se pegarían a las líneas de su esbelta figura. Ese pelo limpio se adheriría a su cuello formando atormentadores zarcillos. Sus pies resbalarían sobre las suelas húmedas de las sandalias, los arroyuelos de sudor descenderían por su tibio escote hacia oquedades inquietantes bajo el corpiño elegante...

—Discúlpeme —jadeó la joven.

—¡Discúlpeme!

Giró hacia mí y, amablemente, me hice a un lado. Me esquivó, la eludí. Había ido al Foro a visitar a mi banquero y estaba taciturno. Recibí esa vibrante aparición con el entusiasmo de quien necesita quitarse problemas de encima.

Era una muchacha menuda. Me gustaban altas, pero estaba dispuesto a transigir. Era terriblemente joven. Por aquel entonces me apetecían mujeres mayores..., pero esta crecería y yo estaba decidido a esperar. Mientras zigzagueábamos en los escalones, la chica miró hacia atrás presa del pánico. Admiré su hombro bien formado y eché una mirada por encima de él. Entonces me llevé una buena sorpresa.

Eran dos: un par de tipos desagradables, bestias de baja estofa, con cerebros de mosquito y tan anchos como altos se abrían paso hacia ella en medio del gentío, a unos diez pasos. Evidentemente, la muchacha estaba aterrorizada.

—¡Apártese de mi camino! —suplicó. Pensé qué actitud debía adoptar.

—¡Qué modales! —la reprendí pensativo mientras los energúmenos reducían la distancia en cinco pasos.

—¡Señor, apártese de mi camino! —chilló.

¡Era deliciosa!

En el Foro ocurría lo de siempre. Sobre nuestras cabezas, a la izquierda, se encontraban el Archivo Nacional y la colina Capitolina; a la derecha se alzaban los tribunales y más abajo, por la vía Sagrada, el templo de Cástor. Enfrente, más allá de la tribuna de mármol blanco, estaba el Senado. Los pórticos estaban atiborrados de carniceros y banqueros y los espacios abiertos aparecían llenos de muchedumbres sudorosas, formadas sobre todo por hombres. En la plaza resonaban las maldiciones de las filas de esclavos, entrecruzadas como un desfile militar mal organizado. En el aire bullía el tufo a ajo y a pomada para el pelo.

La muchacha dio un salto a un costado y me deslicé en la misma dirección.

—Jovencita, ¿necesita que le muestre el camino? —inquirí servicialmente. Estaba tan desesperada que no pudo disimular.

—Necesito un magistrado de distrito.

Tres pasos: las opciones se redujeron a toda velocidad... El rostro de la muchacha se demudó.

—¡Ay, ayúdeme!

—¡Será un placer!

Asumí la situación. La aparté por un brazo cuando el primer cerebro de mosquito se abalanzó. A corta distancia parecían aún más corpulentos y el Foro no era una zona en la que pudiera contar con ayuda. Planté la suela de la bota en el esternón del primer bruto y enderecé enérgicamente la rodilla. Oí cómo crujía mi pierna, pero el buey de tiro chocó con su perverso amigo y los dos retrocedieron como acróbatas titubeantes. Miré frenético a mi alrededor en busca de algo con lo que provocar una diversión.

Como de costumbre, los escalones estaban atiborrados de corredores ilegales y de puestos de mercado donde te cobraban un ojo de la cara. Pensé en volcar algunos melones, pero la fruta machucada significaba reducir los ingresos del hortelano. Como yo también tenía ingresos reducidos, me decanté por los elegantes cacharros de cobre. Empujé el tenderete con el hombro y tiré al suelo un puesto entero. El grito ahogado del feriante se perdió a medida que jarras, aguamaniles y urnas rebotaban velozmente, a paso de abolladura, por los escalones del templo, seguidos del desesperado propietario y de una serie de honrados transeúntes... que albergaban la esperanza de volver a casa con una bonita y nueva frutera acanalada bajo el brazo.

Aferré a la muchacha y volamos escaleras del templo arriba. Sin detenerme a admirar la solemne belleza del pórtico jónico la obligué a atravesar las seis columnas y a introducirse en el santuario interior. La joven protestó y yo seguí avanzando a gran velocidad. Estaba lo bastante fresco para que tiritáramos y lo bastante oscuro para provocarme sudores. Olía a viejo, a viejísimo. Nuestras pisadas resonaron rápidas y agudas en el antiguo suelo de piedra.

—¿Puedo entrar aquí?

—¡Ponga cara de piadosa, estamos en camino!

—¡Pero si no podemos salir!

Si sabéis algo de templos, convendréis en que tienen una entrada única e imponente en la fachada. Si sabéis algo de sacerdotes, habréis notado que generalmente disponen de una portezuela discreta en la parte posterior. Los sacerdotes de Saturno no nos decepcionaron.

Salimos por el lado del hipódromo y pusimos rumbo sur. La pobrecilla había salido del circo para meterse en el foso de los leones. La hice correr por callejones oscuros y por callejuelas malolientes hasta llegar a territorio conocido.

—¿Dónde estamos?

—En el Sector Aventino, distrito decimotercero, al sur del Circo Máximo, en dirección a la vía de Ostia.

Mi respuesta fue tan tranquilizadora como la sonrisa de un tiburón ante una anchoa.

Tendrían que haberle advertido de la existencia de lugares como este. Si sus queridas y viejas niñeras hubiesen sabido lo que hacían, la habrían puesto en guardia sobre la existencia de individuos como yo.

En cuanto cruzamos la vía Aureliana aflojé el paso, en parte porque me encontraba en territorio seguro y conocido y, parcialmente, porque la muchacha estaba a punto de desfallecer.

—¿Adónde vamos?

—A mi despacho.

Puso cara de alivio. Pero no le duró mucho: mi despacho se componía de dos habitaciones en la sexta planta de una húmeda casa de vecindad en la que solo la mugre y las chinches muertas mantenían pegadas las paredes. Antes de que los vecinos pudieran tasar el precio de su vestimenta la llevé por la pista de tierra que cumplía las funciones de atajo y la hice entrar en la cochambrosa lavandería de Lenia.

Salimos por piernas en cuanto oímos la voz de Esmaracto, mi casero.

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II

Afortunadamente, Esmaracto estaba a punto de irse. Oculté a la chica en el pórtico de un tejedor de cestas mientras me agachaba detrás de ella y me anudaba las tiras de la bota izquierda.

—¿Quién es? —murmuró la joven.

—Solo una mancha de barro local —repliqué.

Le ahorré mi perorata sobre los magnates de la propiedad en tanto parásitos de los pobres, pero me entendió.

—¡Es su casero! ¡Qué percepción!

—¿Se ha largado?

La joven confirmó la partida de mi casero. Como no estaba dispuesto a correr riesgos añadí:

—Cinco o seis gladiadores enjutos le pisaban los talones.

—Llenos de ojos morados y vendas sucias.

—¡Entonces, adelante!

Nos abrimos paso entre las prendas mojadas que Lenia había puesto a secar en la calle, apartamos las caras cuando aletearon sobre nosotros y entramos.

La lavandería de Lenia. El vapor nos aplastó. Los críos lavanderos golpeaban la ropa con los pies, sumergidos en tinas de agua caliente hasta sus rodillas pequeñas y agrietadas. Se oía un ruido ensordecedor —palmear la ropa blanca, golpearla y aporrearla, los calderos que entrechocaban— en medio de una atmósfera cerrada y retumbante. La lavandería ocupaba toda la planta baja y se desbordaba hasta el patio del fondo.

La negligente propietaria nos recibió con expresión de mofa. Probablemente Lenia era más joven que yo, pero aparentaba cuarenta años, con su cara demacrada y el vientre fláccido que se derramaba sobre el borde de la cesta que portaba. Mechones de pelo rizado escapaban de la cinta incolora que rodeaba su cabeza. Al ver a mi bella acompañante lanzó una estridente carcajada.

—¡Falco! ¿Tu madre te permite jugar con niñitas?

—Es muy decorativa, ¿no te parece? —Adopté una expresión cordial—. Es una ganga que conseguí en el Foro.

—¡No melles su bonito barniz! —Lenia se burló de mí—. Esmaracto te dejó un mensaje: o pagas, o sus pescadores te meterán los tridentes en las zonas sensibles.

—Si quiere estrujarme la bolsa tendrá que presentarme un informe por escrito. Dile...

—¡Díselo tú mismo!

Lenia, que instintivamente estaba dispuesta a favorecerme, se mantenía al margen de mi batalla con el casero. Esmaracto le dedicaba ciertas atenciones que de momento rechazaba porque prefería mantener su independencia, si bien no se cerraba ninguna puerta porque Lenia era una buena mujer de negocios. Esmaracto era un mal bicho. A mi juicio, Lenia estaba chalada. Le había dado mi opinión y me había replicado que yo ya sabía de los asuntos de quién debía ocuparme. Volvió a dirigir su mirada inquieta a mi acompañante.

—Es una nueva clienta —me jacté.

—¡No me lo puedo creer! ¿Te paga por tu experiencia o le pagas por sus encantos? Ambos nos volvimos para examinar a mi damisela.

Lucía una fina túnica interior blanca sujeta a lo largo de las mangas con broches de esmalte azul y por encima un vestido sin mangas tan generosamente largo que lo había recogido sobre el cinto de hilos de oro entrelazados. Además de las anchas bandas de bordados de dibujos en el cuello y el dobladillo y las anchas tiras que cubrían la parte delantera, cuando Lenia entrecerró sus ojos llorosos me di cuenta de que admirábamos una tela de calidad. Mi diosa lucía en cada orejilla aretes de alambre adornados con minúsculas cuentas de cristal, un par de cadenas al cuello, tres brazaletes en el brazo izquierdo, cuatro en el derecho y diversos anillos con forma de nudos, serpientes o aves con los largos picos cruzados. Podríamos haber vendido sus galas juveniles por una cifra superior a la que yo había ganado el año pasado. Era mejor no pensar cuánto pagaría el dueño de un lupanar por esa moza tan guapa. Era rubia. Mejor dicho, ese mes era rubia y, puesto que no provenía de Macedonia ni de Germania, debió de contar con la ayuda del tinte. Era un buen trabajo. Por mí mismo no me habría enterado, pero Lenia me lo explicó más tarde.

Llevaba el pelo rizado en tres bucles sedosos y gruesos, agrupados y atados a la nuca con una cinta. La tentación de deshacer ese lazo me acució como una picadura de avispón. Llevaba afeites. Era algo a lo que yo estaba acostumbrado porque mis hermanas se pintarrajeaban como estatuas recién doradas. Mis hermanas son sorprendentes, aunque como obras de arte dejan mucho que desear. Lo de la joven era mucho más sutil, estaba logrado de una manera invisible, aunque la carrera bajo el calor había manchado tenuemente un ojo. Los tenía pardos, separados y tiernamente cándidos. Lenia se hartó de mirarla mucho antes que yo.

—¡Corruptor de menores! —me espetó Lenia sin rodeos—. ¡Deja tu colaboración en el cubo antes de subir con la chica!

No se trataba de la petición de una muestra médica por el hecho de que Lenia me considerara enfermo en virtud de la corrupción de menores, sino de una invitación claramente hospitalaria y con alusiones comerciales.

He de dar una explicación sobre el cubo y la cuba de blanqueo. Mucho después le describí la situación a una mujer que conocía a fondo y hablamos de lo que utilizan los lavanderos para blanquear la ropa.

—¿Ceniza de madera destilada? —preguntó dubitativa mi amiga.

Utilizan ceniza. Y también emplean carbonato de sosa, tierra de batán y blanco de Hispania para las túnicas brillantes de los candidatos a las elecciones. Pero las prístinas togas de nuestro imperio magnífico son eficazmente blanqueadas con orina que se obtiene de las letrinas públicas. Siempre presto a aprovechar formas nuevas y fáciles de obtener dinero, el emperador Vespasiano impuso una tasa a ese antiguo comercio con desperdicios humanos. Aunque Lenia pagaba dicha tasa, por principio siempre que podía incrementaba sus existencias a cambio de nada. La mujer a la que se lo había contado comentó con tono frío:

—Supongo que en la época de las ensaladas, cuando todo el mundo come remolacha, la mitad de las togas del Foro adquieren un delicado tono rosa. ¿O las aclaran?

Me encogí de hombros deliberadamente. Habría pasado por alto este detalle desagradable pero, como luego se verá, la cuba de blanqueo de Lenia fue decisiva para el caso.

Como moraba en la sexta planta de un bloque que no estaba mejor equipado que otros tugurios de Roma, hacía mucho tiempo que el cubo de Lenia se había convertido en un amigo. Con amabilidad Lenia dijo a mi acompañante:

—Querida, las muchachitas lo hacen detrás de las barras de carda.

—¡Lenia, no incomodes a mi delicada clienta! Me ruboricé en su nombre.

—A decir verdad, salí de casa deprisa y corriendo...

Delicada pero desesperada, mi clienta salió disparada tras las barras donde colgaban la ropa seca de los hombros, atravesada por postes, para rascarla con cardas que peinaban la pelusa. Mientras esperaba, llené mi cubo habitual y hablé con Lenia del calor, como suele hacerse. Cinco minutos después el tema estaba agotado.

—¡Falco, piérdete! —gritó una cardadora mientras miraba entre las barras. Ni señales de mi clienta.

De haber sido menos atractiva, lo habría dejado estar. Pero era muy atractiva... y yo no tenía motivos para ceder a otro ese tipo de inocencia. Lancé una maldición, pasé torpemente junto a la gigantesca escurridora y

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