San Leibowitz y la mujer Caballo Salvaje

Fragmento

Presentación

Presentación

CÁNTICO POR LEIBOWITZ es una de las novelas legendarias y míticas de la ciencia ficción. Fue premio Hugo en 1961 y sobre ella se han escrito infinidad de comentarios y alabanzas. Es uno de los pocos títulos de esa ciencia ficción «humanística» que, por su calidad literaria e interés general, ha sido también leída y extraordinariamente apreciada fuera del género de la ciencia ficción.

La novela está formada por tres narraciones cortas cuya publicación se inició en 1955 en las páginas del Magazine of Fantasy and Science Fiction. Trata el tema ya clásico de un mundo devastado tras la Tercera Guerra Mundial y su hecatombe nuclear, pero visto esta vez desde la óptica de un creyente católico.

La obra defiende en cierta forma el papel de la institución eclesial católica a la que Miller atribuye, en una edad media futura, el mismo papel de conservación y transmisión del patrimonio cultural que ya tuvo en el pasado.

El primero de esos tres relatos (Fiat homo) se inicia 600 años después de la Tercera Guerra Mundial. El hermano Francis descubre un viejo manuscrito del legendario fundador de su orden, I.E. Leibowitz. Es una muestra de los pocos restos que han sobrevivido a la Era de la Simplificación que arrasó la cultura con una quema general de libros. En el segundo relato (Fiat lux) han transcurrido de nuevo 600 años, ha llegado el nuevo renacimiento y la Orden de San Leibowitz se enfrenta al nuevo despertar de la ciencia, con los riesgos y el potencial que conlleva. En el tercer relato (Fiat voluntas tua), tras otros 600 años, de nuevo la humanidad está en disposición de fabricar armas nucleares y otra vez la guerra total y exterminadora constituye una amenaza real.

Pero no hay forma humana de que una sinopsis haga justicia al contenido de esta novela que defiende con brillantez la tesis de una historia cíclica y el continuado papel en ella de la Iglesia católica. En palabras de Neil Barron en su voluminosa ANATOMY OF WONDER: A CRITICAL GUIDE TO SCIENCE FICTION:

Ningún comentario breve puede hacer justicia a su excelencia. Muchos la consideran la mejor novela de ciencia ficción del período moderno.

En los últimos años, se venía comentando que Miller estaba escribiendo una continuación de CÁNTICO POR LEIBOWITZ. Dan Congdon, el agente del escritor, recibió en 1978 un adelanto de 60 páginas que, años más tarde, en 1989, llevó a Lou Aronica de la editorial Bantam a pedir más. Uno o dos meses después, Bantam recibía 120 páginas más de esa tan demorada obra que había de ser un relato paralelo a CÁNTICO POR LEIBOWITZ, no una continuación. Se firmó el contrato y Miller siguió trabajando en el libro. En 1990 la novela tenía ya 250 páginas, pero los achaques de Miller le impedían trabajar asiduamente en ella. Sea como fuere, hacia finales de 1995 había ya 592 páginas escritas. Sin embargo, un evidente «bloqueo literario» y la poca disposición de Miller a finalizar la obra (su mujer Anne había fallecido pocos meses antes, lo que le sumió en una profunda depresión que agravó sus enfermedades) llevaron a Dan Congdon a buscar otras salidas. Con el conocimiento y el beneplácito del propio Miller y de la editorial, Congdon encargó al escritor Terry Bisson la finalización de la obra, trabajo que se hizo en cinco meses y que supuso tan sólo añadir algo más de medio centenar de páginas a una obra que, según reconoce Bisson, estaba prácticamente terminada e inesperadamente bien ordenada. Además, le entusiasmó.

Mientras tanto, el 10 o el 11 de enero de 1996, Walter M. Miller Jr. puso fin a su vida. Tras la muerte de su esposa Anne, había escrito a sus amigos Joe y Gay Haldeman: «El bloqueo del escritor se ha convertido en algo literal. Mi arteria carótida izquierda está completamente bloqueada, y la de la derecha obstruida en un 65%. Sigo siendo racional pero no creativo, y posiblemente uno de estos días seguiré el camino que ha emprendido Anne, a menos que antes haga algo». Los Haldeman pensaron que «hacer algo» se refería a ser intervenido quirúrgicamente. En realidad se trató de un disparo de pistola.

Con estos antecedentes, cuando supe que la nueva novela se iba a publicar en noviembre de 1997 en Estados Unidos, me faltó tiempo para pedir un ejemplar a fin de estudiar su inclusión en NOVA. En julio de 1992 habíamos publicado la reedición de CÁNTICO POR LEIBOWITZ, aunque eso no significaba que su continuación apareciera automáticamente en NOVA. Aun conociendo las opiniones de otros especialistas, me gusta juzgar por mí mismo y, en el fondo, deseaba comprobar cuánto de Miller o de Bisson quedaba en la novela. Y no quería engañarme: difícilmente una continuación supera las expectativas que despierta una primera entrega de gran éxito.

Mientras esperaba las galeradas que los agentes suelen enviar incluso antes de la aparición de la novela, dio la casualidad que Orson Scott Card intervino en la convención española MATARÓ 97 como invitado de honor. Miller es un autor que trata temas de religión y Scott Card es un autor que nunca ha ocultado su filiación religiosa y su interés por el tema. Desde mi personal óptica de agnóstico irremediable, me interesaba la opinión de Scott y, evidentemente, se la pedí. Por otra parte, Scott es uno de los pocos autores que, a mi entender, superó EL JUEGO DE ENDER con su segunda novela en la serie de Ender, LA VOZ DE LOS MUERTOS (sé que esta opinión puede ser discutida pero, aunque EL JUEGO DE ENDER sea sin duda una obra mucho más popular, estoy convencido de que LA VOZ DE LOS MUERTOS posee mayor calidad literaria).

Scott Card no había leído todavía SAN LEIBOWITZ Y LA MUJER CABALLO SALVAJE, pero justo un día después de su retorno a Greensboro, recibí un correo electrónico suyo diciéndome que había leído la nueva novela de Miller en el vuelo de retorno a casa, que le gustaba y que había escrito una reseña para un periódico local. Me la enviaba en ese «emilio».

Me atrevo a entresacar de esa reseña algunos párrafos que, en lo básico, coinciden con mi propia opinión. Tras comentar la dificultad de las segundas entregas, Card decía de SAN LEIBOWITZ Y LA MUJER CABALLO SALVAJE:

Es como la primera novela, pero sólo en apariencia: el mismo autor, la palabra «Leibowitz» en el título, poderosos elementos religiosos en la trama y el desarrollo, un extraño «judío errante» inmortal que vaga sin propósito fijo por la historia.

También muestra puntos en común con la obra maestra de Clavell, SHOGUN: un mundo tan cuidadosa y honestamente creado que uno empieza a pensar que es más real que el nuestro.

Una historia llena de vida, vista a través de los ojos de un personaje que se mueve en la periferia de los acontecimientos narrados y cuya existencia, a pesar de ello, abarca todo el significado del relato.

Es HAMLET tal como sería si el fantasma hubiera sido el héroe, obligado a contemplar la amarga carnicería que él mismo ha desencadenado.

Tal vez sea el PARAÍSO PERDIDO de nuestro tiempo: un grito de fe sin esperanza, o quizá de esperanza sin fe, aunque conduzca al mismo tipo de redención.

[...]

Y al final uno encuentra que es un creyente. No en la religión de los personajes, sino en la fe del autor: que sean como fueren las grandes fuerzas que juegan con las vidas de los seres humanos, la única esperanza que nos queda como individuos es esforzarnos al máximo para lograr aquello que consideramos bueno.

Ésa es la idea. Aunque no se trata de una continuación de CÁNTICO POR LEIBOWITZ ni se parece a ella, sigue siendo una gran novela. Y aunque distinta a la primera entrega, tampoco deja indiferente.

Ya he dicho que no se trata de una continuación sino, en cierta forma, de una novela paralela. SAN LEIBOWITZ Y LA MUJER CABALLO SALVAJE está ambientada en el período del renacimiento narrado en el segundo episodio, Fiat lux, de CÁNTICO POR LEIBOWITZ (de hecho, allí gobierna Hannegan II, mientras que en esta historia, ambientada unos setenta años después, el gobernante es Hannegan VII).

Mientras que Fiat lux mostraba, básicamente, el despertar del nuevo enfrentamiento entre la Iglesia y la ciencia, en SAN LEIBOWITZ Y LA MUJER CABALLO SALVAJE se trata más bien de la oposición entre la Iglesia y el poder secular representado por el emperador de Texark, cuyas tropas avanzan hacia el norte para conquistar las tierras de los nómadas.

Esos nómadas son los nativos norteamericanos, con una cultura hija de la de los pieles rojas y cuya religiosidad se compara al catolicismo restaurado. San Leibowitz se enfrenta (o tal vez colabora...) con la Mujer Caballo Salvaje en las visiones del protagonista, el hermano Dientenegro, obligado a viajar por un continente dividido por la naturaleza, la política, la guerra y la religión. Dientenegro participa casi involuntariamente en las intrigas y conspiraciones del cardenal Ponymarrón, para ser testigo de rebeliones, asesinatos y sacrificios humanos y, también, para conocer el pecado, que hasta entonces la vida monacal había mantenido a raya.

Una novela sobre el hecho religioso que ha interesado (y mucho) incluso a un agnóstico como yo, que no tiene empacho en compartir la sagaz frase de Card sobre la «religión» de Miller: «Sean como fueren las grandes fuerzas que juegan con las vidas de los seres humanos, la única esperanza que nos queda como individuos es esforzarnos al máximo para lograr aquello que consideramos bueno».

Antes de terminar, me gustaría añadir aquí algún comentario de Terry Bisson, el esforzado autor de la versión final. Lo extraigo de un artículo suyo aparecido en LOCUS de diciembre de 1997, que me llegó cuando yo ya conocía la opinión de Card (y otras varias...) y, además, después de haber leído la novela. Bisson explicaba con bastantes detalles la génesis de todo el asunto, recordaba que había hecho trabajos parecidos y que, en este caso, las 592 páginas que recibió a finales de 1995 eran perfectas y que sólo faltaba una conclusión cuya línea estaba perfectamente marcada en cartas de Miller a su agente y en borradores previos. Uno de mis interrogantes mayores, la disparidad entre Miller y Bisson como escritores, venía implícitamente contestado en ese artículo. Decía Bisson:

Mientras hacía el trabajo, me enamoré del libro y, de forma bastante extraña, del mismo Miller. No puedo imaginar dos escritores más distintos. Yo soy claramente un estilista (al menos me gusta pensar que lo soy) y mi ideario político es materialista, marxista y soy partidario de la modernidad. Miller cree en la historia cíclica (nada mejora con el tiempo) y sus héroes son locos místicos. Miller espera muy poco de las personas, aunque las ama y las perdona una y otra vez (que debe ser de lo que trata el cristianismo, imagino).

[...]

Miller siempre insistió en que no era un «estilista», pero eso no significa que escribiera como Ian Flemming. Era un escritor preciso y cuidadoso, con un agudo sentido del humor. Buscaba la claridad, que no es lo mismo que ser directo. Me costó un poco adaptarme a su voz, pero cuando lo logré me resultó completamente natural. Estaba empapado del entorno y de los personajes.

Como editor y «médico» de libros, sé quedarme al margen para que mi labor resulte transparente. Habitualmente lo consigo intentando «escribir peor», ¡cuánto más satisfactorio resultaba tener que «escribir mejor», emulando a un maestro! Como dicen en la NBA, eso subió el nivel de mi juego...

Nada más. Bisson ha realizado un buen trabajo (en realidad no se nota su participación) a partir de un trabajo igualmente bueno de un hombre extraño y atormentado por el hecho religioso y, posiblemente, interesado también en la reivindicación de la cultura de los nativos norteamericanos. El resultado final, ustedes lo podrán ver, es una obra descollante que resulta muy distinta a lo que suele ofrecer hoy la ciencia ficción. Una lectura que vale la pena.

Picaresca y apasionada, magnífica, sombría y asombrosamente real, SAN LEIBOWITZ Y LA MUJER CABALLO SALVAJE es un relato brutal, brillante y cautivador, lleno de misterio, misticismo y arrebato divino: un nuevo clásico que perdurará en la memoria del lector. Que ustedes lo disfruten.

MIQUEL BARCELÓ

A David, y a todos aquellos
que navegaron contra el Apocalipsis.

Los herederos de Walter M. Miller Jr. quieren agradecer a Terry Bisson su contribución editorial a San Leibowitz y la Mujer Caballo Salvaje.

Nota

Nota

La Regla de san Leibowitz que aparece en la narración es una adaptación de la Regla benedictina para la vida en el Desierto Suroeste tras el colapso de la Gran Civilización, pero es cierto que los monjes de ficción de la Abadía de San Leibowitz no siempre la cumplen tan escrupulosamente como los monjes de san Benito.

La traducción de la Regla se hace a partir de la traducción al inglés de Leonard J. Doyle, y se cita con el permiso de Liturgical Press, Collegeville, Minnesota. Copyright 1948 de la Orden de san Benito.

Capítulo 1

1

Escucha, hijo mío, los preceptos de tu maestro, y abre el oído de tu corazón.

El primer párrafo de la Regla

Seas quien seas, por tanto, tú que te apresuras hacia la patria celestial, cumple con la ayuda de Cristo esta mínima Regla que hemos escrito para los principiantes; y luego, bajo la protección de Dios, alcanzarás las alturas superiores de doctrina y virtud que hemos mencionado anteriormente.

El último párrafo de la Regla

Entre estas dos líneas, escritas hacia el año 529 de Nuestro Señor, en una era oscura, se encuentran las prescripciones de san Benito para una forma de vida monástica que ha prevalecido incluso a la sombra de la Magna Civitas.

Mientras temblaba sentado en el oscuro corredor ante la sala de reuniones a la espera de que el tribunal terminara de decidir su caso, el hermano Dientenegro San Jorge, A. O. L., recordó la ocasión en que su tío jefe le había llevado a ver a la Mujer Caballo Salvaje en una ceremonia tribal de los nómadas de las Llanuras y cómo el diácono («Mestizo») Ponymarrón, que en ese momento se hallaba en misión diplomática en las Llanuras, trató de exorcizar a los sacerdotes con agua bendita y expulsar el espíritu de la Mujer de la casa del consejo. Se produjo un tumulto, y el joven diácono, que todavía no era cardenal, resultó atacado por unos chamanes («médicos brujos») que fueron ejecutados sumarísimamente por el recién bautizado sharf nómada. Dientenegro tenía entonces siete años y no había llegado a ver a la Mujer, pero su tío jefe insistía en que había estado allí, ante el humo de la hoguera, hasta que empezaron los problemas. Creía a su tío jefe, como tal vez no habría creído a su padre. Más tarde, antes de huir de casa, la llegó a ver dos veces; una de día, montando a pelo y desnuda a lo largo de la cima de unas colinas, y otra a la luz de las hogueras, cuando rondaba como la Bruja Nocturna a través de la oscuridad, más allá del círculo del campamento. Con toda seguridad, recordaba haberla visto. Hoy sus lazos con el cristianismo exigían que recordara esas visiones como alucinaciones infantiles. Una de las acusaciones menos plausibles en su contra era que la había confundido con la Madre de Dios.

El tribunal se estaba tomando su tiempo. No había ningún reloj en el salón, pero como mínimo había pasado una hora desde que Dientenegro testificó en su propia defensa y fue invitado a abandonar la sala de reuniones, que era en realidad el refectorio de la abadía. Trató de no especular sobre la causa del retraso, o sobre el hecho de que la casualidad hubiera puesto al diácono, ahora cardenal («Diácono Rojo») Ponymarrón, en el papel de amicus curiae[1] en la vista. El cardenal había llegado de la Santa Sede hacía tan sólo una semana, y era bien sabido, aunque no anunciado, que su propósito al venir aquí era discutir con el abad cardenal Jarad la elección papal (la tercera en cuatro años) que sería convocada a la muerte del actual Papa.

Dientenegro no acababa de decidir si la participación del eminente Mestizo en el juicio era favorable o desfavorable para su causa. Igual que recordaba la noche del exorcismo, también recordaba que en aquellos días Ponymarrón no era amigo de los nómadas de las Llanuras, fueran salvajes o mansos. El cardenal había sido criado por monjas en territorio conquistado por Texark. Le habían dicho que su madre, una nómada, había sido violada por un jinete texarkano, y luego había abandonado al bebé al cuidado de las hermanas. Pero en los últimos años, el cardenal había aprendido a hablar la lengua nómada, y pasaba mucho tiempo y esfuerzos forjando una alianza entre los salvajes de las Llanuras y el papado exiliado en su refugio de Valana, en las montañas Rocosas. El propio Dientenegro era de pura sangre nómada, aunque sus difuntos padres habían sido reubicados en granjas. Su madre no poseía ninguna yegua, y por tanto él no tenía ningún estatus entre las tribus salvajes. Su etnia no había sido ningún impedimento durante su vida como monje; los hermanos eran tolerantes con las faltas, excepto en asuntos de fe. Pero en el llamado mundo civilizado del exterior, ser un nómada le resultaría peligroso a no ser que viviera en las Llanuras.

Había oído voces altas en el refectorio, pero no pudo distinguir las palabras. De un modo u otro, para él ya se había acabado todo y sólo quedaba la ruptura definitiva, y eso estaba resultando lo más difícil.

A unos pasos del banco donde debía esperar había un hueco en el pasillo, y en él se encontraba una estatua de san Leibowitz. El hermano Dientenegro se levantó y se dirigió allí a rezar, desobedeciendo así la última orden que le habían dado: «Siéntate aquí, quédate aquí». Romper su voto de obediencia empezaba a ser un hábito. Incluso un perro se sentaría y esperaría, le recordó su demonio.

Sancte Isaac Eduarde, ora pro me!

El reclinatorio estaba demasiado cerca de la imagen para poder mirar a la cara del santo, así que rezó a sus pies descalzos, que se alzaban sobre un haz de leña. De todas formas, conocía perfectamente el viejo rostro arrugado.

Recordó que cuando llegó por primera vez a la abadía, el abad de entonces, Dom Gido Graneden, ya había ordenado que sacaran la estatua de su despacho, su tradicional lugar de reposo, y que la colocaran en el pasillo donde estaba ahora. El predecesor de Graneden había cometido el sacrilegio de hacer pintar la hermosa talla de madera antigua con «colores naturales», y Graneden, que la amaba en su estado original, no soportaba verla con la sonrisita pintada y los ojos vueltos hacia arriba de manera imposible, ni aguantaba el olor y el ruido que implicaba hacer su restauración en su lugar original. Dientenegro nunca había visto la estatua pintada. A su llegada, la cabeza y los hombros de un hombre de madera surgían de lo que parecía ser el pecho de un santo de escayola. La iban tratando por pequeñas áreas con un compuesto de fosfato preparado por el hermano farmacéutico y el hermano portero. En cuanto la pintura empezaba a hacer ampollas, la limpiaban escrupulosamente, tratando de evitar cualquier abrasión de la madera. El proceso era muy lento, y para cuando se acabó la restauración, él ya llevaba más de un año en la abadía. Para entonces, un archivador había ocupado su lugar en el despacho del abad, así que aquí seguía.

Aún ahora la restauración distaba mucho de ser completa, al menos para aquellos que recordaban su estado original. De vez en cuando el hermano carpintero se paraba a mirarla con el ceño fruncido, y luego se ponía a trabajar en las grietas alrededor de los ojos con un palillo, o a hurgar entre los dedos con papel de lija fino. Le preocupaba lo que el disolvente pudiera haberle hecho a la madera, así que con frecuencia la untaba con aceite y la pulía amorosamente. La talla había sido realizada hacía casi seiscientos años por un escultor llamado Fingo, a quien el beato Leibowitz (aún por canonizar) se le había aparecido en una visión. El enorme parecido entre la estatua y una máscara mortuoria que Fingo no había visto nunca se empleó como argumento para la canonización, porque parecía confirmar que la visión de Fingo era cierta.

San Leibowitz era el santo favorito de Dientenegro, después de la Santa Virgen, pero ahora era hora de marcharse. Se persignó, se levantó y regresó como un perro al banco donde debía esperar. Nadie le había visto rezar excepto su demonio, que lo llamó hipócrita.

Dientenegro recordaba con claridad la primera vez que pidió que lo liberaran de sus votos perpetuos como monje de la Orden de San Leibowitz. Muchas cosas habían sucedido ese año. Fue el año en que llegó la noticia de la muerte de su madre. También fue el año en que el abad Jarad recibió el solideo rojo enviado por el Papa en Valana y el año en que Filpeo Harq fue coronado séptimo Hannegan de Texark por su tío Urion, el arzobispo de esa ciudad imperial. Pero quizá lo más importante, fue el tercer año de trabajo de Dientenegro (trabajo que le había sido asignado por el propio Dom Jarad) en la traducción de los siete volúmenes del Liber Originum del Venerable Boedullus; aquel intento erudito pero enormemente especulativo de reconstruir, a partir de la evidencia de acontecimientos posteriores, una historia plausible del más sombrío de todos los siglos, el veintiuno. Debía traducirlo del viejo neolatín monástico del autor al más impensable de los idiomas, la propia lengua materna del hermano Dientenegro, el dialecto saltamontes de los nómadas de las Llanuras, para el que ni siquiera existía un alfabeto fonético adecuado con anterioridad a las conquistas (3174 y 3175 A.D.) del Hannegan II en lo que antiguamente se llamó Texas.

Dientenegro había pedido varias veces que lo liberaran de esta tarea antes de solicitar lo que realmente temía: que lo liberaran de sus votos; pero Dom Jarad encontró su actitud peculiarmente testaruda, obtusa y desagradecida. El abad había concebido la idea de una pequeña biblioteca nómada que quería crear como donación de la alta cultura de la Memorabilia de la civilización cristiana monástica a las tribus que todavía vagaban por las Llanuras del norte; pastores trashumantes que un día serían alfabetizados por misioneros antaño comestibles, que ya tenían mucho trabajo, y considerados no comestibles desde el Tratado de la Yegua Sagrada acordado entre las hordas y los estados agrarios adyacentes. Como la tasa de alfabetismo entre las tribus libres de las Hordas Saltamontes y Perro Salvaje que deambulaban con su velludo ganado al norte del río Nady Ann era aún de menos del cinco por ciento, la utilidad de tal biblioteca era algo sólo tenuemente entrevisto, incluso por el señor abad hasta que el hermano Dientenegro, en su ansia inicial por complacer a su maestro, explicó a Dom Jarad que los tres principales dialectos de los nómadas diferían menos para el lector que para el oyente, y que por medio de una ortografía híbrida y evitando giros idiomáticos especiales de cada tribu, la traducción podría ser comprendida incluso por un ex nómada instruido, súbdito de Hannegan VI en el sur, donde el dialecto conejo seguía hablándose en las chozas, los campos y los establos, mientras que la lengua ol’zark de la clase gobernante se hablaba en las mansiones, los tribunales y los barracones policiales. Allí la tasa de alfabetización de la mal nutrida nueva generación de conquistados se había elevado a uno de cada cuatro, y cuando Dom Jarad imaginó a semejantes paletos recibiendo iluminación de gente como el gran Boedullus y otros notables de la Orden, no hubo quien lo disuadiera del proyecto.

Que el proyecto era vano y fútil era una opinión que el hermano Dientenegro no se atrevía a expresar, así que durante tres años protestó por lo inadecuado de su talento para tal tarea y recalcó la pobreza intelectual de su propio trabajo. Suponía que el abad no tenía forma de demostrar lo contrario, pues aparte de él, sólo los hermanos Aguilucho Santa María y Vaca Cantora Santa Marta, sus antiguos compañeros, comprendían el nómada lo suficientemente bien para leerlo, y sabía que Dom Jarad no les pediría que lo hicieran. Pero Jarad le había obligado a hacer una copia extra de un capítulo y la envió a un amigo en Valana, un miembro del Sacro Colegio que hablaba un excelente conejo. El amigo estuvo encantado y expresó su deseo de leer los siete volúmenes cuando el trabajo estuviera terminado. El amigo era nada menos que el Diácono Rojo, el cardenal Ponymarrón. El abad llamó al traductor a su despacho y le leyó su carta de alabanza.

—Y el cardenal diácono Ponymarrón ha estado implicado personalmente en la conversión al cristianismo de varias prominentes familias nómadas. Y por eso, ya ves... —Hizo una pausa cuando el traductor empezó a llorar—. Dientenegro, hijo mío, no comprendo. Ahora eres un hombre educado, un erudito. Naturalmente eso es secundario a tu vocación de monje, pero no sabía que te importara tan poco lo que has aprendido aquí.

Dientenegro se secó los ojos con la manga de su túnica y trató de expresar su gratitud, pero Dom Jarad continuó:

—Recuerda lo que eras cuando viniste aquí, hijo. Vosotros tres, con quince años y sin saber hablar una palabra civilizada. No sabías escribir tu nombre. Nunca habías oído hablar de Dios, aunque parecías saber suficiente sobre duendes y brujas de la noche. Pensabas que el borde del mundo estaba al sur de aquí, ¿no?

—Sí, Domme.

—Muy bien, ahora piensa en los cientos, en los millares de jóvenes salvajes que son como tú eras entonces. Tus parientes, tus amigos. Bueno, quiero que sepas: ¿qué podría ser mejor para ti, qué podría causarte más satisfacción, que transmitir a tu pueblo parte de la religión, la civilización, la cultura que has encontrado aquí en la Abadía de San Leibowitz?

—Quizás el padre abad lo ha olvidado —dijo el monje, que se había convertido en un hombre de treinta años, flaco y de rostro triste, cuyos furiosos antepasados no se reflejaban en absoluto en su suave aspecto y sus modales educados—. Yo no nací libre, ni salvaje. Mis padres no nacieron libres, ni salvajes. Mi familia no poseía caballos desde la época de mis bisabuelas. Hablábamos nómada, pero éramos granjeros, ex nómadas. Los auténticos nómadas nos llamaban comedores de hierba y nos escupían a la cara.

—¡Ésa no es la historia que contaste al llegar aquí! —acusó Jarad—. El abad Graneden creyó que erais nómadas salvajes.

Dientenegro bajó la mirada. Dom Graneden lo habría enviado a casa de haberlo sabido.

—Así que los auténticos nómadas os habrían escupido a la cara, ¿no? —resumió pensativo Dom Jarad—. ¿Es ése el motivo? ¿Prefieres no lanzar semejantes perlas a los cerdos?

El hermano Dientenegro abrió la boca y la cerró. Se puso rojo, se enderezó, se cruzó de brazos, se cruzó de piernas, las descruzó deliberadamente, cerró los ojos, empezó a fruncir el ceño, inspiró profundamente, y se puso a gruñir entre dientes.

—No perlas...

El abad Jarad lo interrumpió para impedir una explosión.

—Eres pesimista respecto a las tribus reubicadas. Piensas que no tienen ningún futuro. Bueno, pues yo pienso que sí, y el trabajo va a hacerse, y tú eres el único que puede hacerlo. ¿Recuerdas la obediencia? Olvida el propósito del trabajo, si no puedes creer en él, y encuentra tu propósito en el propio trabajo. Ya conoces el dicho: «Trabajar es rezar». Piensa en san Leibowitz, piensa en san Benito. Piensa en tu vocación.

Dientenegro recuperó el control de sí mismo.

—Sí, mi vocación —dijo amargamente—. Una vez pensé que había sido llamado al mundo de la oración... de la oración contemplativa. O eso me dijeron, padre abad.

—Bien, ¿quién te dijo que los monjes contemplativos no trabajan, eh?

—Nadie. No he dicho...

—Entonces debes pensar que la erudición es un tipo de trabajo equivocado para un contemplativo, ¿no? ¿Piensas que frotar suelos de piedra o sacar paletadas de mierda de los retretes te acercaría más a Dios que traducir al Venerable Boedullus? Escucha, hijo mío, si la erudición es incompatible con la vida contemplativa, ¿para qué sirvió la vida de san Leibowitz? ¿Qué hemos estado haciendo en el desierto del suroeste durante doce siglos y medio? ¿Qué hay de los monjes que han sido elevados a la santidad en el mismo scriptorium donde tú trabajas ahora?

—Pero no es lo mismo.

Dientenegro se rindió. Había caído en la trampa del abad y para escapar de ella tendría que obligar a Jarad a reconocer una distinción que sabía que evitaba deliberadamente. Había un tipo de «erudición» que había llegado a ser una forma de práctica religiosa contemplativa peculiar de la Orden, pero no era el agotador trabajo de traducir a los venerables historiadores. Sabía que Jarad se refería al trabajo, aún practicado como ritual, de preservar la Memorabilia Leibowitziana, los registros fragmentarios y raramente comprensibles de la Magna Civitas, la Gran Civilización, registros salvados de las hogueras de la Simplificación por los primeros seguidores de Isaac Edward Leibowitz, el santo favorito de Dientenegro después de la Virgen. Los últimos seguidores de Leibowitz, hijos de una época de oscuridad, habían emprendido la abnegada y relativamente mecánica tarea de copiar y recopiar aquellos misteriosos registros, memorizándolos e incluso cantándolos en el coro. Un trabajo tan tedioso requería una atención total y carente de pensamiento, para que la imaginación no añadiera algo que tuviera significado para el copista entre un ininteligible en tramado de líneas en un diagrama de un proyecto perdido del siglo veinte. Exigía una inmersión del yo en el trabajo que era la oración. Cuando el hombre y la oración estaban completamente unidos, un sonido, o una palabra, o el tañido de la campana del monasterio, podían hacer que el hombre alzara asombrado la cabeza del scriptorium para descubrir que el mundo cotidiano que lo rodeaba estaba misteriosamente transformado, y brillaba con la inmanencia divina. Quizá miles de cansados copistas habían entrado de puntillas en el paraíso a través de aquella iluminada puerta de piel de oveja, pero ese trabajo no se parecía al agotador trabajo intelectual de llevar Boedullus a los nómadas. Pero Dientenegro decidió no discutir.

—Quiero regresar al mundo, Domme —anunció con firmeza.

Un silencio mortal fue la respuesta. Los ojos del abad se convirtieron en dos rendijas resplandecientes. Dientenegro parpadeó y desvió la mirada. Un insecto entró zumbando por la ventana abierta, revoloteó dos veces por la habitación, y se posó en el cuello de Jarad; allí, se paseó un instante, echó a volar de nuevo y salió por la misma ventana por la que había entrado.

A través de la puerta cerrada de la habitación adyacente, la débil voz de un novicio o un postulante recitando su Memorabilium penetró en el silencio sin disminuirlo:

—... y la curva del vector de intensidad del campo magnético es igual al factor temporal de variación del vector de densidad del flujo eléctrico, aumentado a cuatro pi veces el vector de densidad de la corriente. Pero la tercera ley declara que la divergencia del vector de densidad del flujo eléctrico sea...

La voz era suave, casi femenina, y rápida como un monje recitando el rosario, la mente reflexionando sobre uno de los Misterios. La voz era familiar, pero Dientenegro no podía situar a su propietario.

Dom Jarad suspiró por fin y habló.

—No, hermano Dientenegro, no deshonrarás tus votos. Tienes treinta años, pero fuera de estos muros, ¿qué sigues siendo? Un fugitivo de catorce años sin sitio adonde ir. ¡Bah! Las buenas gentes del mundo te desplumarían como a un pollo. Tus padres están muertos, ¿no? Y la tierra que araban no les pertenecía, ¿verdad?

—¿Cómo puedo ser liberado, padre abad?

—Testarudo, testarudo. ¿Qué tienes contra Boedullus?

—Bueno, para empezar, desprecia a los mismos nómadas...

Dientenegro se detuvo. Había caído en otra trampa. No tenía nada contra Boedullus. Le gustaba. Para ser un santo de la edad oscura, Boedullus era racional, inquisitivo, lleno de inventiva... e intolerante. Era la intolerancia del civilizado hacia el bárbaro, del dueño de la plantación hacia el pastor trashumante, de Caín hacia Abel. Era la misma intolerancia de Jarad. Pero el ligero desprecio de Boedullus hacia los nómadas no tenía nada que ver con el tema. Dientenegro odiaba todo el proyecto. Pero al otro lado de la mesa, frente a él, estaba sentado su creador, dirigiéndole miradas dolidas. Dom Jarad siempre era el superior monástico de Dientenegro, pero ahora era más que eso. Además del anillo de abad, ahora llevaba el solideo rojo. Siendo el Eminentísimo y Reverendísimo Jarad Cardenal Kendemin, un príncipe de la Iglesia, bien podría ostentar el título de «Vencedor de Todas las Discusiones».

—¿Hay algún modo de que pueda salir, mi señor? —volvió a preguntar.

Jarad dio un respingo.

—¡No! Tómate tres semanas libres para despejar tu cabeza, si quieres. Pero no vuelvas a preguntarme eso. No intentes chantajearme con alusiones como ésa.

—No es una alusión, ni un chantaje.

—¿Ah, no? Si no te asigno otra misión, saltarás el muro, ¿no?

—No he dicho eso.

—¡Bien! Entonces escucha, hijo mío. Con tu voto de obediencia, sacrificas tu voluntad personal. Prometiste obedecer, y no sólo cuando te apeteciera. Tu trabajo te resulta una cruz, ¿verdad? Entonces da gracias a Dios y cárgala. ¡Ofrécesela, ofrécesela!

Dientenegro suspiró, miró al suelo, y lentamente asintió con la cabeza. Dom Jarad sintió la victoria y continuó:

—No quiero volver a oír nada más sobre este tema, no hasta que hayas terminado los siete volúmenes.

Se levantó. Dientenegro se levantó también. El abad despidió al copista, riéndose como si todo hubiera sido una broma.

El hermano Dientenegro se cruzó con el hermano Vaca Cantora en el pasillo, camino de vísperas. La regla de silencio imperaba y ninguno de los dos habló. Vaca Cantora sonrió. Dientenegro frunció el ceño. Sus dos amigos fugados de las plantaciones de trigo sabían por qué había ido a ver a Dom Jarad, y ninguno mostraba compasión alguna. Ambos pensaban que su trabajo era cómodo. Vaca Cantora trabajaba en la nueva imprenta. Aguilucho trabajaba en la cocina como segundo cocinero.

Esa noche en el refectorio vio a Aguilucho. El segundo cocinero estaba al final de la cola, sirviendo puré en los platos con una gran cuchara de madera. Al pasar, cada hombre murmuraba «Deo gratias» y Aguilucho asentía, como diciendo «No hay de qué».

Cuando Dientenegro se acercó, Aguilucho ya tenía una gran masa de gachas en la cuchara. Dientenegro se arrimó el plato al pecho e indicó demasiado con los dedos, pero Aguilucho se volvió para dar instrucciones «necesarias» a un pinche. Cuando Dientenegro acercó el plato, Aguilucho lo llenó hasta arriba.

—¡Quita la mitad! —susurró Dientenegro, rompiendo el silencio—. ¡Dolor de cabeza!

Aguilucho se llevó el índice a los labios, negó con la cabeza, señaló un cartel —NORMAS SANITARIAS— tras el mostrador, luego señaló el cartel de la salida, donde un monitor de basura comprobaba si había desperdicios.

Dientenegro dejó la bandeja sobre la marmita. Con la mano derecha cogió el montón de gachas, con la mano izquierda agarró la parte delantera de la túnica de Aguilucho. Le frotó las gachas en la cara hasta que Aguilucho le mordió el pulgar.

El prior llevó la noticia directamente a la celda de Dientenegro: Dom Jarad le había liberado de su trabajo en el scriptorium durante tres semanas, para que pudiera rezar la oración de frotar el suelo de piedra para los cocineros, en la cocina y la zona del comedor. Durante veintiún días, Dientenegro soportó el perdón burlón de Aguilucho mientras permanecía arrodillado sobre las piedras cubiertas de jabón. Más de un año pasó antes de que volviera a plantear la cuestión de su trabajo, su vocación, y sus votos.

Durante este año, Dientenegro sintió que el resto de la comunidad había empezado a vigilarlo con atención, y notó un cambio. Fuera éste producido por la actitud de los demás, o se debiera por completo a él, su efecto fue la soledad. De vez en cuando se notaba aislado. En el coro, se atragantaba con las palabras «Un pan y un cuerpo, aunque muchos, somos». Su unidad con la congregación ya no parecía tan firme. Había pronunciado las palabras «Quiero marcharme», quizás antes de creerlas realmente; pero no sólo había murmurado semejante cosa al abad, había permitido que sus amigos se enteraran del incidente. Entre los profesos, entre aquellos que a través de votos solemnes se habían entregado irrevocablemente a Dios y al Modo de la Orden, un monje que lo lamentaba era una anomalía, una fuente de inquietud, un portento, algo que suscitaba piedad. Algunos lo evitaban. Algunos lo miraban de forma extraña. Otros eran excesivamente amables.

Encontró nuevos amigos entre los miembros más jóvenes de la comunidad, novicios y postulantes aún no comprometidos del todo con el Modo. Uno de ellos era Torrildo, un joven de encanto élfico quien en su primer año en la abadía ya se había destacado por su capacidad de meterse en líos. Cuando enviaron a Dientenegro durante tres semanas a las cocinas para que cumpliera su penitencia fregando suelos, encontró a Torrildo ya allí frotando como castigo por alguna infracción no hecha pública, y pronto se enteró de que Torrildo era aquella voz apagada que recitaba un Memorabilium en la habitación adyacente al despacho de Dom Jarad durante la desgraciada entrevista del monje profeso. Diferían enormemente en intereses, origen, carácter y edad, pero el castigo común los acercó lo suficiente para que se formara entre ellos un lazo de unión.

Torrildo se alegró de encontrar un monje de más edad que no fuera impecable. Dientenegro, aunque no llegaba a admitir que envidiaba la relativa libertad del postulante para marcharse, empezó a imaginarse a sí mismo en la situación de Torrildo, con sus problemas, su encanto, sus talentos (que a muchos les pasaban desapercibidos). Empezó a darle consejos, y se sintió halagado cuando Vaca Cantora le dijo agriamente que Torrildo estaba copiando sus gestos y empezaba a hablar igual que él. Se convirtió en algo parecido a una relación de padre e hijo, pero lo apartó aún más de las filas de los profesos, quienes parecían no mirar con buenos ojos la relación.

Empezó a tener problemas para distinguir el desagrado de la comunidad del desagrado de su propia conciencia. Una noche soñó que se arrodillaba en la capilla para tomar la comunión.

—Que el Cuerpo de Jesucristo te conduzca a la vida eterna —repetía el sacerdote a cada comulgante, pero cuando se acercó, Dientenegro vio que era Torrildo, quien, al colocar la hostia en su lengua, se inclinaba y susurraba:

—Uno de los que come pan aquí conmigo me traicionará.

Dientenegro se despertó atragantándose y ahogándose. Trataba de escupir un sapo vivo.

Capítulo 2

2

El primer grado de humildad es la obediencia inmediata. Ésta es la virtud de aquellos para quienes Cristo es lo más amado; quienes, por el santo servicio que han profesado, y el temor al infierno, y la gloria de la vida eterna, en cuanto el Superior ordena algo, lo reciben como una orden divina y no se permiten ningúna demora en su ejecución.

Regla de san Benito, capítulo 5

Cuando el hermano Dientenegro traducía el undécimo capítulo del séptimo y último volumen de Boedullus, y mientras trabajaba febrilmente para llegar al final, un mensajero especial de Valana, en el Estado Libre de Denver, llegó a la abadía con trágicas noticias. El papa Linus VI, el más astuto si no el más santo de los últimos papas, y el hombre responsable de sanar el cisma posconquista, había muerto de un ataque al corazón mientras estaba metido hasta las rodillas en un helado río truchero y agitaba su caña de pesca ante la delegación de la Curia de la orilla. Afirmaba enfáticamente que el Señor nunca le había dicho a Pedro que dejara de pescar peces cuando le encargó pescar hombres. El papa Pedro había llevado consigo a cinco apóstoles en su barca justo después de la Resurrección, recalcó Linus. Entonces se detuvo, se puso blanco, soltó la caña, y se llevó las manos al pecho. Casi desafiante, susurró: «Voy a pescar», y se desplomó en las aguas heladas. Más tarde se dieron cuenta de que estas últimas palabras procedían de Juan, 21:3.

En cuanto llegó el mensaje, el Eminentísimo y Reverendísimo Cardenal Abad empezó a hacer sus maletas. Notificó a la Estación Papal de Sanly Bowitts que necesitaría una escolta armada para el viaje y encargó al hermano cochero que preparara el par de caballos más veloces y el carruaje más ligero, como si planeara un viaje rápido. Mezcló las lágrimas con un sudor nervioso, mientras alternaba ataques de pena con arrebatos de excitación durante los preparativos del viaje. El Papa muerto lo había nombrado cardenal. Iba a ser su primera elección papal. La comunidad comprendía sus contradictorios sentimientos y se apartaba de su camino.

La noche antes de su partida, después de hacer un panegírico de Linus y ofrecer una misa por el difunto, se dirigió a la asamblea de monjes, en el refectorio después de la cena.

—El prior Olshuen realizará las tareas de abad mientras estoy fuera. ¿Me prometéis ofrecerle la misma obediencia en Cristo que me dais a mí?

La congregación murmuró su afirmación.

—¿Se retracta alguien de esta promesa?

Se produjo el silencio, pero Dientenegro sintió que la gente lo miraba.

—Mis queridos hijos, no es propio de este monasterio discutir los asuntos del Sacro Colegio, o la política de la Iglesia y el Estado. —Hizo una pausa, mientras pasaba la vista por el pequeño lago de rostros iluminados por las lámparas—. Sin embargo, tenéis derecho a saber que tal vez mi ausencia sea larga. Todos sabéis que un resultado del cisma fue el nombramiento por parte de los dos rivales pretendientes al papado de un número sin precedentes de cardenales. Y que uno de los términos del acuerdo que acabó con el cisma fue que el nuevo Papa, ahora de santa memoria, ratificaría la elevación de todos esos cardenales, sin importar qué pretendiente hubiera hecho los nombramientos. Así se hizo, y ahora hay seiscientos dieciocho cardenales en el continente, algunos de ellos ni siquiera obispos, unos pocos ni siquiera sacerdotes. Como están casi igualmente divididos entre este y oeste, puede que sea difícil llegar a la mayoría de dos tercios más uno necesaria para elegir Papa. El cónclave puede durar bastante tiempo. Espero que no más de unos cuantos meses, pero no puedo predecirlo de ninguna forma.

»Me temo que de vez en cuando oiréis rumores traídos por los viajeros que pasan por aquí. Mientras continúe el exilio papal de Nueva Roma, rodeada como está por fuerzas de Texark, los enemigos del papado en Valana esperan que vuelva a producirse el cisma, y mantendrán vivos todos los rumores posibles. No hagáis caso a ninguno, os lo suplico.

»La fuerza del Estado ha aminorado. El séptimo Hannegan no es el mismo tirano que el segundo Hannegan, quien, como sabéis, usó la traición y una plaga de ganado para capturar un imperio a los nómadas, introduciendo ganado enfermo entre los rebaños nómadas. Envió su infantería al oeste hasta el río Bahía Fantasma y su caballería persiguió a los fugitivos justo hasta nuestras puertas. Mató al representante del Papa, y cuando el papa Benedicto lanzó un interdicto sobre Texarkana, Hannegan se apoderó de todas las iglesias, tribunales y escuelas. Ocupó las tierras adyacentes a Nueva Roma, forzando a Su Santidad a huir y pedir asilo al caduco Imperio de Denver. Reunió suficientes obispos del este para elegir un anti... o debería decir un Papa rival para que se sentara en Nueva Roma. Y así siguieron sesenta y cinco años de cisma.

»Pero Filpeo Harq es ahora el séptimo Hannegan. En efecto, es heredero del conquistador, pero hay una diferencia. Su predecesor fue un astuto semibárbaro inculto. El monarca actual fue criado y educado para el poder, y algunos de sus maestros fueron educados por nosotros. Así que tengamos esperanza, hijos míos, y recemos.

»Si el Hannegan adecuado se sienta con el Papa adecuado, con la ayuda de Dios, sin duda podrán llegar a un acuerdo y acabar con el exilio. Recemos para que el Papa que elijamos pueda regresar a una Nueva Roma libre de la hegemonía de Texark. En todas partes la gente siente resentimiento por la ocupación, pero no nos servirá de nada discutir dentro del Sacro Colegio si las tropas de Texark deben retirarse o no antes de que el Papa regrese a casa. Ésa será una decisión que tendrá que tomar el propio Papa cuando sea elegido.

»Rezad por la elección, pero no por ninguna candidatura. Rezad para que el Espíritu Santo guíe nuestra decisión. La Iglesia necesita ahora un Papa sabio y santo. No un Papa del este o un Papa del oeste, sino un Papa digno de ese antiguo título de “Siervo de los siervos de Dios”.

En voz baja, Dom Jarad añadió:

—Rezad también por mí, hermanos míos. Que tan sólo soy un viejo monje de campo, a quien el papa Linus, quizás en un momento de debilidad, otorgó un solideo rojo. Si alguien en el Colegio tiene un rango inferior al mío, debe ser la mujer... er, Su Eminencia la abadesa de N’Ork, o bien mi joven amigo el diácono Ponymarrón, que sigue siendo seglar. Que vuestras oraciones me aparten de toda locura. Tampoco es que me vaya a vivir entre lobos, ¿no?

Unas risitas apenas audibles hicieron que Jarad frunciera el ceño.

—Para demostrar que no soy enemigo del Imperio, cruzaré el Bahía Fantasma y tomaré la ruta a través de la Provincia. Pero voy a cambiar la misa de mañana. Hoy es día de fiesta de todas formas, así que cantaremos la vieja Misa para la Eliminación del Cisma antes de mi partida.

Extendió los brazos como para abarcar a la multitud, trazó una gran cruz en el aire sobre ella, bajó del podio y abandonó la sala.

Dientenegro se sintió enormemente ansioso. Pidió permiso para hablar con Dom Jarad antes de su partida, pero le fue denegado. Casi dominado por el pánico, encontró al prior Olshuen antes del amanecer, en el claustro, camino a sus maitines, y le tiró de la manga.

—¿Quién es? —preguntó Olshuen, irritado—. Llegamos tarde.

Se detuvo entre las sombras de las columnas que proyectaba una única antorcha.

—Oh, hermano Dientenegro, eres tú. Habla, pues, ¿qué ocurre?

—Dom Jarad dijo que me escucharía cuando terminara con Boedullus. Casi he terminado, pero ahora se marcha.

—¿Dijo que te escucharía? Si no bajas la voz, lo hará ahora. ¿Te escucharía respecto a qué?

—Sobre cambiar de trabajo. O abandonar la Orden. Y ahora estará fuera meses y meses.

—Eso no lo sabes. De cualquier manera, ¿qué puedo hacer yo? ¿Y qué quieres decir con abandonar la Orden?

—Antes de que se marche, ¿le recordarás lo mío?

—¿Recordarle el qué?

—No puedo seguir así.

—Ni siquiera preguntaré «¿Cómo?». Llegamos tarde.

Empezó a caminar hacia la iglesia, con Dientenegro pegado a su lado.

—Si Dom Jarad tiene un momento libre esta mañana, y si menciono tu obvia agitación, ¿sabrá de qué se trata?

—¡Oh, estoy seguro que sí, estoy seguro!

—¿Qué era eso de abandonar la Orden? No importa, vamos a cantar maitines. Ven a mi despacho dentro de un par de días, si quieres. O te mandaré llamar. Ahora cálmate. No estará fuera mucho tiempo.

Después de celebrar la Misa por la Eliminación del Cisma, el abad Jarad anunció desde el púlpito su deseo de que se cantara una misa votiva por la elección de un Papa, el día fijado para la apertura del cónclave, y otra misa similar el primer día después de que llegaran a la abadía noticias de Valana, a menos que las noticias informaran de la proclamación de un nuevo Papa. Después, se marchó hacia el río Bahía Fantasma.

Dos docenas o más de monjes, incluyendo a Dientenegro y Torrildo, cubrieron el parapeto de la muralla este y contemplaron la columna de polvo hasta que se perdió en el horizonte.

—Para demostrar que no es enemigo del Imperio, cogerá el camino a través de la Provincia. —Dientenegro repitió amargamente las palabras de su maestro—. Pero lleva guardias armados. ¿Por qué guardias armados?

—¿Eso te desagrada? —preguntó Torrildo, quien normalmente se preocupaba por los sentimientos de Dientenegro y rara vez por sus pensamientos.

—Si fuera un enemigo del Imperio, las cosas podrían ser diferentes para mí, Torrildo.

—¿Cómo?

—Las cosas podrían ser diferentes para todo el mundo, si nadie hubiera hecho concesiones jamás. Y se atrevió a hablarme de perlas a los cerdos.

—No te entiendo, hermano.

—No espero que lo hagas. Si mis propios primos Aguilucho y Vaca Cantora no comprenden, ¿cómo podrías hacerlo tú? —Colocó su mano, tranquilizadora, sobre la de Torrildo, que se hallaba en el parapeto—. Es suficiente con que te preocupes.

—Me preocupo, de verdad que sí. —El postulante lo miraba con aquellos ojos verdigrises que tanto le recordaban la mirada suave y escrutadora de su madre. Había algo femenino en ellos. Cohibido por la intensidad del momento, Dientenegro retiró la mano.

—Claro que sí. Olvidémoslo. ¿Cómo te va con ese difícil Memorabilium?

—Las ecuaciones de Maxwell, se llaman. Puedo decirlas al derecho y al revés, pero no sé qué son ni qué significan.

—Ni yo, pero se supone que no hay que saberlo. Pero puedo decirte una cosa: su significado ha sido desentrañado en los últimos siglos. Se supone que está entre las notas que Thon Taddeo Pfardentrott se llevó consigo a Texark hace unos setenta años. Las ecuaciones de Maxwell se cuentan entre las más grandes Memorabilia, según he oído.

—¿Pfardentrott? ¿No inventó el telégrafo? ¿Y la dinamita?

—Eso creo.

—Bueno, si el significado ya ha sido desentrañado, ¿por qué tengo que seguir memorizándolo?

—Tradición, supongo. No, es más que eso. Sigue repasando las palabras en tu mente, como una oración. Sigue así el tiempo suficiente y Dios te iluminará, eso dicen los mayores.

—Si alguien ha desentrañado el significado, tal vez yo pudiera saberlo.

—Eso podría estropearlo todo, hermano. Pero puedes intentarlo, si quieres. Puedes leer lo que escribió el hermano Kornhoer sobre el tema después de la marcha de Pfardentrott, pero no creo que lo comprendas.

—¿El hermano quién?

—Kornhoer. Inventó esa vieja máquina eléctrica de la cripta.

—Y que no funciona.

—Oh, funcionaba cuando la construyó, pero no era muy útil aquí. Y por algún motivo, su abad nunca le dejó enseñar a nadie cómo arreglarla. ¿Has visto alguna vez una luz eléctrica?

—No.

—Ni yo tampoco. Pero el Palacio de los Hannegans de Texark está lleno de ellas. Y tienen algunas en la universidad. El hermano Kornhoer y Pfardentrott se hicieron amigos, que yo recuerde, pero el abad Jerome no lo aprobaba. Oye, ¿por qué no lees ese cartel que cuelga sobre la máquina de Kornhoer?

—Lo he visto, pero nunca lo he leído. Es una lata limpiar la máquina. Tantas rendijas y piezas para quitar el polvo. —Torrildo era portero del sótano y empleado del almacén—. Nunca me hablas de tu Memorabilium, Dientenegro.

—Bueno, es uno religioso. Creo que no tiene ningún valor científico secreto. Lo llaman «Lista de la compra de san Leibowitz». —Trató de reprimir el arrebato de orgullo por haber recibido el Memorabilium del Fundador, pero Torrildo ni lo advirtió.

—¿Sucede algo especial cuando lo recitas?

—Yo no diría ni que sí ni que no. Tal vez nunca lo he trabajado lo suficiente. Como el propio san Leibowitz solía decir: «Lo que ves es lo que obtienes, tontorrón».

—¿Dónde está recogido ese dicho? ¿Qué significa?

Dientenegro, a quien encantaban los crípticos «Dichos de san Leibowitz» se ahorró la respuesta ya que la campana sonó dando la hora sexta, que marcaba la continuación de la regla de silencio, suspendida por el abad para la mañana de su partida. Los monjes del parapeto empezaron a marcharse.

—Ven a verme al sótano, si tienes una oportunidad —susurró Torrildo, violando la regla.

Los antepasados nómadas de Dientenegro siempre habían dado gran valor a las experiencias religiosas o a los éxtasis mágicos, y esta herencia, aunque pagana, no se contradecía con la tradicional búsqueda mística que tan atractiva y natural encontraba en medio de la vida del monasterio. Pero a medida que su sensación de unidad con sus hermanos profesos se desvanecía gradualmente, se fue sintiendo menos cautivado por los rituales de la comunidad. Las procesiones y los cánticos de los salmos ya no elevaban su espíritu ni lo hacían arder por dentro. Incluso la recepción de la Eucaristía durante la misa no animaba su corazón. Sentía todo esto como una pérdida evidente, a pesar de las dudas sobre su vocación hacia la Orden. Trató de recuperar practicando sus devociones en solitario lo que perdía de los rituales públicos.

Los monjes pasaban a solas en sus celdas tan sólo siete horas cada noche, de las cuales al menos una hora y media se debía pasar en oración meditativa, afectiva o contemplativa. Parte de este tiempo de oración se dedicaba a la lectura de aquellas secciones del divino oficio que su trabajo diario en la abadía les impedía cantar en el coro a horas regulares, pero Dientenegro rara vez necesitaba más de veinte minutos para terminar su breviario y el resto del tiempo lo ofrecía a Jesús y la Virgen. Sin embargo, mientras dormía, sus sueños se teñían a menudo con los mitos de su infancia y con la Mujer Caballo Salvaje a quien había visto.

Más de una vez, su consejero espiritual y confesor le había advertido seriamente contra tomar en serio cualquier manifestación aparentemente sobrenatural que le ocurriera durante el período contemplativo, como una visión o una voz, pues tales cosas solían ser obra del Diablo o bien simplemente los espúreos efectos secundarios de la intensa concentración exigida por la oración meditativa o contemplativa. Cuando las visiones empezaron a presentársele una noche en su celda, las atribuyó a la fiebre, pues había caído enfermo el día anterior y fue excusado del scriptorium.

Aquella vez estaba arrodillado junto a su camastro, sobre una plancha de madera ligeramente acolchada, y miraba sin parpadear una pequeña imagen del Inmaculado Corazón que colgaba de la pared. Cuando su mente divagaba, o surgía un pensamiento, devolvía su atención a la imagen. La pintura era corriente, sin detalles, poco más que un símbolo. La oración era una fijación, sin palabras o pensamientos, de la mente en la imagen y el corazón de la Virgen. Se sentía un poco mareado por la fiebre, y el aturdimiento se apoderó de él mientras permanecía arrodillado allí. De vez en cuando su campo de visión se oscurecía. El corazón empezó a latir y luego a expandirse. Ya no podía concentrar la mirada en él. Su mente parecía zambullirse en un oscuro pasillo hacia el vacío.

Y entonces allí estaba: un corazón vivo suspendido ante él en la negrura del espacio, latiendo al ritmo de su propio pulso. Estaba completo hasta en los últimos detalles. Un agujerito en el ventrículo izquierdo dejaba escapar pequeños borbotones de sangre. Durante un rato no sintió temor ni sorpresa, sino que continuó mirando completamente absorto. Sabía, más allá de las palabras, que no era el corazón de María, pero fue sólo más tarde, reflexionando, que esto le hizo sentir confuso y perplejo. Simplemente aceptó lo que le sucedía, en el momento en que ocurría.

Un golpe en la puerta disolvió el trance. La piel se le erizó ante el brusco cambio en su conciencia.

Benedicamus domino —respondió tras un instante.

Deo gratias —respondió una voz apagada desde el pasillo. Era el hermano Jonan, que despertaba a todo el mundo para maitines. Las pisadas se apagaron.

Dientenegro se levantó y se preparó para su rutina habitual, pero continuó sintiendo, durante todo ese día y el siguiente, el hechizo de la visión. Resultaba desconcertante, incluso después de que las fiebres pasaran.

Puesto que tres días después de la partida de Dom Jarad, el prior Olshuen no lo había mandado llamar, Dientenegro fue a buscarlo. Olshuen era un viejo amigo; había sido su maestro y confesor antes de su nombramiento como prior, pero en ese instante la aparición de su antiguo estudiante en la puerta de su despacho no provocó ninguna sonrisa de bienvenida.

—Oh, bueno, te dije que vinieras a verme, ¿no? —dijo Olshuen—. Bien, puedes sentarte.

Regresó a su silla, apoyó los codos sobre la mesa, unió las yemas de los dedos, y por fin sonrió débilmente a Dientenegro. Esperó.

Dientenegro estaba sentado en el borde de la silla, las cejas alzadas. Esperaba también. El prior empezó a separar los dedos, una pareja cada vez, y a volver a unirlos. Dientenegro siempre encontraba fascinante esta costumbre. Su coordinación era perfecta.

—He venido a preguntar...

—Dom Jarad me dijo que te echara de la sala si venías a pedirme algo más que una bendición, a menos que hubieras acabado con Boedullus, y sé que no lo has hecho. No te echo porque te había invitado.

Fue recalcando cada frase con un movimiento de dedos. Sólo lo hacía cuando estaba nervioso.

—¿Entonces, qué es lo que quieres, hijo mío?

—Una bendición.

Fácilmente desarmado, el amable Olshuen bajó las manos, se inclinó hacia delante y se echó a reír, aliviado.

—Sobre mi petición de ser liberado de mis votos.

La sonrisa desapareció. Se echó hacia atrás, unió de nuevo las yemas de los dedos, y dijo con tono suave:

—Dientenegro, hijo mío. ¡Qué sucio y rastrero niño nómada eres!

—Obviamente has hablado de mí con Dom Jarad, padre prior. —Dientenegro se arriesgó a mostrar una triste sonrisa.

—No dijo nada que quieras oír, y unas cuantas cosas que será mejor que no oigas. Pasó por lo menos medio minuto en el tema, hablando rápido. Entonces me dijo que te echara, y se marchó.

Dientenegro se levantó.

—Antes de echarme, ¿te importaría decirme cómo puedo averiguar el procedimiento?

—¿El procedimiento para qué, para abandonar tus votos?

Olshuen esperó a que Dientenegro asintiera, y luego continuó:

—Bueno, gira a la derecha cuando salgas por la puerta. Recorre el pasillo hasta la escalera y luego baja al claustro. Ve a la entrada principal y sal al patio. Al otro lado del patio está la puerta principal, y al otro lado, el camino. A partir de ahí, haz lo que quieras. El camino de tu nuevo futuro está abierto ante ti.

No le pareció necesario añadir que Dientenegro quedaría excomulgado, que no podrían darle trabajo en muchos sitios, que estaría privado de todo derecho para recurrir a los tribunales eclesiásticos, apartado de los sacramentos, que sería repudiado por el clero y los piadosos de entre los seglares, y que sería fácil víctima de todo aquel que se diera cuenta de que no podía presentar ninguna demanda ante los tribunales.

—Me refería a salir legalmente, por supuesto.

—Hay libros sobre ley canónica en la biblioteca.

—Gracias, padre prior.

Dientenegro empezó a marcharse.

—Espera —dijo el prior, deteniéndolo—. Dime, hijo mío... Después de que hayas acabado con Boedullus... esto es hipotético, ¿entiendes? Si entonces te dan la opción de elegir tu trabajo, ¿qué pensarías de lo otro?

El monje vaciló.

—Probablemente me lo pensaría otra vez.

—¿Cuánto te falta para terminar?

—Diez capítulos.

Olshuen suspiró.

—Vuelve a sentarte.

Rebuscó entre los papeles de su mesa hasta encontrar un sobre sellado. Dientenegro pudo ver su propio nombre en él, escrito con la letra de Dom Jarad. El prior lo abrió, desplegó la hoja que contenía, la leyó despacio y miró a Dientenegro. Unió otra vez las yemas de sus dedos, y empezó a unirlas y desunirlas por parejas, como antes.

—¿Una elección de trabajo?

—Sí... te dejó elegir. Cuando termines El libro de los orígenes puedes hacer Huellas de las primeras civilizaciones, del mismo autor. A menos que estés cansado y harto del Venerable Boedullus.

—Estoy cansado y harto del Venerable.

—Entonces se te encomendará la traducción de las Ideas perennes de las sectas regionales, de Yogen Duren.

—¿Al nómada?

—Por supuesto.

—Gracias, padre prior.

Dientenegro recorrió el pasillo hasta la escalera, descendió al claustro, salió por la entrada principal, cruzó el patio y salió al camino tras atravesar la puerta principal. Permaneció allí durante un rato, contemplando inseguro el árido paisaje. Sendero abajo se hallaba la aldea de Sanly Bowitts, y varios kilómetros más allá de la aldea se alzaba la colina plana llamada la Meseta del Último Refugio. Había montañas a lo lejos, con unas cuantas colinas antes. La tierra estaba cubierta aquí y allá de cactos y yucas, con hierbas dispersas y mesquites creciendo en las partes bajas. Había antílopes en la distancia, y pudo oír al hermano pastor conduciendo su rebaño a través del paso, mientras su perro ladraba a los talones de una oveja retrasada.

Una carreta tirada por una mula de carga se detuvo, envolviendo a Dientenegro en una fina nube de polvo.

—¿Vas al pueblo, hermano? —preguntó su hirsuto conductor desde el pescante en lo alto de un montón de sacos de grano.

Dientenegro se sintió tentado a dejar atrás el poblado y llegar hasta el Último Refugio. Se decía que estaba encantado, un lugar donde los monjes iban a veces solos (con permiso) para tener una especie de prueba espiritual en el desierto. Pero tras una breve pausa, s

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