1. Rocamadour
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Rocamadour
La tormenta no había hecho más que empezar.
—Aalis, hija mía. —El nombre murió en los labios agrietados de dame Françoise.
—Descansad, señora. Estáis delirando —musitó la hermana Simone, mientras limpiaba con un paño húmedo los brazos y el cuello, anegados en sudor, de la enferma. Escurrió el trapo en la vasija de barro cocido que le tendió Fátima y volvió a sumergirlo en la tisana de tila y romero que había preparado para aliviarle la fiebre.
—No... No puedo descansar. —La dama giró la cabeza a duras penas, ocultando sus lágrimas a la hermana. Miró la severa pared de piedra y recordó su pecado: dejar atrás su carne y su sangre, abandonar a su única hija, ceder su puesto sin luchar. Lo había hecho por orgullo. Creía que su esposo iría a buscarla al monasterio, arrepentido. En sueños, expulsaba a la campesina que un día horrible había aparecido en su castillo para arrebatarle su lugar al lado de Philippe de Sainte-Noire. Desde entonces, habían pasado diez años. Noche tras noche, las montañas que la rodeaban le devolvían el eco de su error. Una oleada de furia, rabia y disgusto agitó sus miembros. Exhausta, cerró los ojos.
—¡Señora! —conminó su cuidadora, asustada. Françoise no respondió. La novicia miró a la dama con infinita pena. Simone ordenó:
—Que tenga la frente y el cuello lo más frescos posible. Hay que bajar la fiebre. ¡No tardaré!
Y salió de la celda sin perder un instante.
Los jinetes esperaron. El jefe de la partida, con el rostro oculto por el almófar que le protegía cabeza y pecho, levantó el brazo. Guantes de cuero repujado le cubrían las manos hasta el codo, y como sus hombres, un largo alquicel de terciopelo caía sobre la grupa ancha y los amplios costados de su caballo, un ejemplar de cuello largo y brillante pelaje gris. Ceñida a su cintura, asomaba por entre los pliegues una larga vaina curva, coronada por un puño de plata labrado de tracerías. En sus labios se dibujó una mueca de satisfacción.
—¡A la cima de la montaña! —rugió el cabecilla.
Los cascos de los caballos atacaron el camino que escalaba la inmensidad de piedra retumbando en el valle como una marcha de combate.
La tormenta descargaba una pesada lluvia sobre las rocas, como si los cielos quisieran volver a esculpir el perfil de Rocamadour. La hermana Simone subió trabajosamente los doscientos peldaños de la gran escalera que conducía al claustro, obligándose a no prestar atención al vertiginoso precipicio que asomaba a su derecha. Durante el día, la mera existencia de la iglesia excavada en el imponente macizo de piedra arrancaba innumerables exclamaciones de todos los peregrinos que visitaban por vez primera la abadía y su monasterio. Incluso ella solía detenerse a veces, maravillada ante la divina voluntad que había hecho brotar una ciudad fuerte de la Virgen en la cima de las montañas de Quercy. Pero no esa noche. Sus pasos eran cortos y apresurados, y la congoja anudaba su garganta. Cruzó el patio y avanzó por los pasadizos de la residencia abacial. Se detuvo frente a la celda de la madre Ermengarde, se limpió con la manga la ligera capa de sudor y lluvia que se mezclaba en su frente, y golpeó la puerta. Al cabo de un rato que se le hizo interminable, oyó unos ruidos al otro lado y una voz le dio paso:
—Adelante.
Ermengarde estaba en camisola, envuelta en un manto de lana, y tenía las manos extendidas sobre el brasero, en el que crepitaban leños de madera seca, al pie de su camastro. La inesperada llegada de la hermana no había interrumpido su descanso: las noches en los claustros que coronaban la cima de Rocamadour solían ser cortas de sueño, pues no era fácil dormir con el aliento de la roca metido en los huesos. Además, llevaba dos días sin conciliar bien el sueño, desde que llegara la misiva del señor D’Arcs reclamando el regreso de su pupila, la novicia Fátima. Sería una lástima perder la generosa donación con la que, cada mes, la madre Ermengarde cubría el coste de alimentar y vestir a la joven, y con lo restante se permitía más de una extravagancia, como el relicario que descansaba en la capilla o el replantado de la huerta después de la gran helada del invierno pasado. Pero, sobre todo, la madre Ermengarde abrigaba grandes planes para la joven, y si ahora abandonaba Rocamadour, todo sería en vano.
Simone, agotada por la empinada subida y las horas pasadas velando a la enferma, se dejó caer en el borde de la cama. Ermengarde esperó a que la regordeta hermana recuperara el resuello. Por fin, Simone balbuceó:
—Dame Françoise está mucho peor.
Ermengarde se mordió el labio, disgustada.
—¿Cuáles son los síntomas?
—Fiebre muy alta. También tiene los brazos hinchados. Le he palpado las axilas, y he creído notar... —Simone miró a la madre significativamente. Ambas habían rezado para que el repentino mal que aquejaba a la huésped de Rocamadour no fuera más que un enfriamiento de los humores que la estación invernal solía traer. De ser así, caldos calientes de aves y legumbres habrían bastado para fortalecer el cuerpo. Pero cuando el hervor maligno consumía las fuerzas de un enfermo, quería decir que la mortífera plaga se había incrustado en su cuerpo y en su alma. Nadie se recuperaba de la peste, y menos una mujer de constitución frágil como Françoise, que yacía encamada y delirante desde hacía dos domingos. Sin tiempo para lamentarse, Ermengarde repasó lo que había de hacerse: proteger a la congregación de cualquier posible contagio y procurar por la administración de los últimos sacramentos.
—El capellán tardará aún unos días en llegar —se limitó a decir.
—Dame Françoise no durará mucho —repuso Simone.
—¡No seas agorera! El asunto está en manos de Dios —cortó Ermengarde, momentáneamente exasperada por el pesimismo atávico de la hermana—. Da orden de que nadie más entre en su celda. Eso es lo más importante. Y trata de dormir unas horas antes de que toquen primas. —Al instante, se arrepintió de su exabrupto al ver el semblante compungido de la buena hermana—. Simone, has hecho un buen trabajo cuidando de dame Françoise. Me maravilla la entereza que has demostrado.
Simone se ruborizó.
—Tuve siete hijos y dos maridos, madre. A todos los perdí por causa de las fiebres. No sé por qué, pero el Señor jamás ha querido que la plaga me llevara.
—Tu compasión y tu caridad sin duda brillaron a sus ojos —respondió piadosamente Ermengarde—. ¡Muchas hermanas se han negado a compartir la carga de cuidar a dame Françoise! Es admirable que hayas podido cuidarla tan bien, tú sola.
La hermana tragó saliva y confesó:
—Bueno, lo cierto es que alguien sí me ha ayudado.
Ermengarde enarcó las cejas:
—¿Quién ha sido? —preguntó, pensando: «tan generosa o tan estúpida». Una cosa era que la hermana Simone, veterana en más de una enfermedad y a prueba de todo mal, pasara largas horas a la vera de una moribunda de plaga, y otra muy distinta que sus jóvenes monjas pusieran en riesgo sus tiernas vidas simplemente para paliar el dolor de la que se extinguía.
—Fátima —repuso Simone.
La madre Ermengarde abrió los ojos, y sintió un torrente de ira subiéndole por la garganta. Exclamó, furiosa:
—¿Qué dices, insensata? ¿Has puesto en peligro a Fátima? ¡Si no llevaras aquí más años que las piedras, ahora mismo te echaba montaña abajo!
—No pude evitarlo, madre Ermengarde —exclamó Simone—. Ya sabéis que esa niña siempre anda detrás de cualquier animal herido para... bueno, para cuidarlo. —Las dos monjas se miraron, sabedoras de que ninguna se atrevería a decirlo en voz alta—. Aquel gato cojo del despensero que sanó tan rápido, y esa vez que llegó un águila con el ala rota a la cima del monasterio. ¡Y cómo volaba luego! Y aquella vez, cuando el leñero casi pierde tres dedos porque el hacha se le resbaló. Está en la naturaleza de Fátima: se enteró de que había una enferma grave y se interesó por ella. Pensé que nada malo le pasaría a la niña, y que quizá...
La madre Ermengarde intentó tranquilizarse. Interrumpió a Simone:
—Está bien, está bien. ¿Dices que ha estado a su lado? ¿Y que Françoise sigue peor?
La hermana Simone afirmó con la cabeza. La madre la miró, con una sombra de decepción en los ojos de ambas.
—Ya es un milagro que siga viva —aventuró Simone.
—Claro. Pero eso no es suficiente —dijo Ermengarde, sin darse cuenta.
Pasó pronto el momento de confianza entre las dos mujeres y la madre Ermengarde declaró:
—El guardián de Fátima ha pedido que la mandemos a Barcelona. Por eso me ha alarmado tanto que compartiera celda con dame Françoise. Tenemos que devolvérsela al señor D’Arcs en perfecto estado de salud. —Se contuvo para no añadir: «por mucho que me pese que se vaya de Rocamadour»—. La semana pasada llegó un grupo de soldados que vuelve a casa desde Jerusalén, y nos han bendecido con su visita. Viajan hasta Gerona, y les pediré que la acompañen, para que así no haga el viaje sola y sin protección.
La hermana Simone guardó silencio. Llevaba casi diez años en Rocamadour y Fátima siempre había estado allí, en el monasterio. Por supuesto que todas las monjas sabían que era distinta, pero eso saltaba a la vista. También recordaba la letanía que había aprendido, entre pasadizos y rumores, desde su primer día en Rocamadour, acerca de la futura marcha de Fátima. Empezó a musitar lo que debía hacer: despedir a la novicia, rezar por su alma.
—¿Qué dices? —espetó Ermengarde—. Es igual, atiende bien. Despiértame en cuanto haya novedades con... en fin, con Françoise. Y Simone, dile a Fátima que empiece a prepararse. Pero eso sí —añadió la madre superiora gravemente—, me temo que tendrás que cuidar de dame Françoise tú sola, hasta que le llegue su final. ¿Está claro?
La hermana asintió, sobrecogida. Ermengarde se dio la vuelta y oyó los pasos de Simone alejándose. La Virgen de la Roca sin duda les enviaba un tiempo de pruebas y dificultades. Por de pronto, habría que resolver la cuestión de Fátima. Y por si fuera poco, justo cuando menos le convenía, una de las inquilinas más apacibles y, por qué negarlo, rica patrona de Rocamadour, se encaminaba irremisiblemente al encuentro del Señor. Como administradora de la congregación, Ermengarde velaría para que dame Françoise pudiera confesarse en cuanto llegara el capellán. Quizás incluso mandaría erigir una cruz de piedra en memoria de la dama y de sus buenos pagos. Una hermosa cruz labrada, con el nombre de la benefactora inscrito en la base, sería lo más apropiado. Reconfortada por la idea, se tendió en el camastro y se dejó mecer por la lluvia hasta conciliar el sueño.
—¡Vamos! Ya casi es tuyo, Aalis. —Hazim, doblándose de risa, soltó una carcajada que resonó por todo el valle de Padirac. Las paredes montañosas acogieron con un eco solemne tanto la algarabía del joven árabe como los desgarbados chapoteos de Aalis, que a duras penas se mantenía en pie en el lecho del brazo del río. Tenía las piernas heladas, y mil piedrecillas puntiagudas le aguijoneaban las plantas. Sostenía firmemente una rudimentaria lanza, con la punta ennegrecida y afilada, y trataba de no perder de vista a su adversario. Este se deslizó a un lado, luego al otro, y en un burlón desafío acarició sus tobillos.
—¡Maldito diablillo! —exclamó, disponiéndose a descargar la lanza con todas sus fuerzas—. Cuando te alcance, sabrás lo que es bueno.
—Me gustaría saber quién te ha enseñado a renegar como un soldado —dijo Auxerre sin levantar la cabeza, ocupado en mantener vivo el fuego.
—Las malas compañías. Disculpa si mis modales te han ofendido —replicó Aalis, apartándose un mechón de la frente—. Sucede que me hallo en medio de una escaramuza con un temible enemigo.
El esquivo contrincante se hundió en el río. Aalis dobló las rodillas hasta casi rozar el agua con sus faldones recogidos, apuntó de nuevo con la lanza y la clavó. Hubo un forcejeo, y al instante la joven se irguió, triunfante, con la presa ensartada.
—¿Salmón o trucha? —preguntó Hazim, levantándose como una saeta.
—No me dirás que te importa después de dos días a base de pan seco y nueces mezcladas con moras, a cual más amarga. —Auxerre se acercó a Aalis, le dio un beso y se hizo con el trofeo. Los tres se acomodaron frente a las brasas, que pronto empezaron a despedir el apetitoso olor del pescado fresco a medida que se cocía. Aalis sacó su pelliza de piel de cabra, que el abad de Montfroid le había regalado antes de partir de Sainte-Noire, y extrajo con cuidado una bolsita no mayor que el puño de un recién nacido. Desatando el cordel, tomó un poco de sal con la punta de los dedos y la esparció encima del pez. Guardó la preciada sustancia, y echó una ojeada a los fardos que contenían sus provisiones. De los diez bultos con los que habían salido de Chartres, solo quedaban tres.
—Pronto tendremos que buscar el amparo de una villa —dijo Aalis, ligeramente preocupada.
—O podrías aprender a pescar más y mejor —apuntó Auxerre—. He visto niños que no medían más de cinco palmos habérselas con peces mayores que ellos, y feos como mil demonios, además.
—Veamos, ¿por qué motivo te has abstenido de sumarte a la partida pesquera, dejándome a mí la tarea de proveeros a vosotros, gañanes, de alimentos frescos? —preguntó ella, recuperado el buen humor.
—Obviamente, no tengo ninguna gana de mojarme los pies —replicó Auxerre, serio aún pero con un brillo risueño en la mirada.
Estallaron los tres en risas, con la complicidad que confiere el haber cruzado ríos con las manos unidas para vencer la corriente, compartir tres pedazos de pan, y aun el tercero enmohecido, y ver que las mañanas tienen los cielos más claros cuando el día anterior ha diluviado sobre los caminantes. Aalis observó disimuladamente a sus compañeros de viaje. Hazim, el joven árabe con el que había vivido una gran aventura en la corte de los condes de Champaña, sabía reír, comer y conversar a la vez. A pesar de que habían recorrido media Francia, y en buena parte de las aldeas y villas las gentes se detenían a escudriñar sin ambages su rostro moreno, el muchacho conservaba la misma despreocupación que cuando le conoció, sirviente y esclavo. Su ancha sonrisa blanca contrastaba con su piel oscura. En cambio, Auxerre no reía cuando Aalis se volvió a estudiar su rostro. Después de comer apenas la mitad de la ración del escaso botín de pesca que le correspondía, se había recostado y cerrado los ojos. Propio de él, pensó la joven. Pocas preguntas y menos palabras, un hombre que solo conocía el lenguaje de la espada y con ella se ganaba la vida. ¿Cómo era en realidad el capitán de la mesnada de su padre? Quizá su padre había pecado al quererla casada con un señor de mayor rango contra su voluntad, pero lo cierto era que Philippe de Sainte-Noire solo había tratado de buscar para su hija un matrimonio seguro, una vida tranquila. En cambio, el hombre que caminaba a su lado era un capitán sin sueldo ni caballo. Confiada, Aalis esbozó una media sonrisa. Algún día descubriría los secretos que Auxerre guardaba con labios sellados.
Las gotas de lluvia que empezaron a caer sobre su rostro traían el sabor de la piedra de las cumbres. Levantó la cabeza y trató de distinguir el perfil de Rocamadour. Pensó en su madre, retirada en una celda de la iglesia de las rocas. Sintió ganas de abrazarla.
—¡En marcha! —dijo Auxerre, de pie frente a ella y envuelto en su capa. El capitán se había movido en silencio y con eficiencia, sin que Aalis se diera cuenta. Como si supiera que había llegado el momento de seguir avanzando.
La novicia estaba sentada en el borde del camastro, limpiando la frente de dame Françoise, cuando regresó la hermana Simone a la celda. La cara de Fátima estaba alumbrada por el resplandor del brasero, y alzó la vista con ojos profundos y verdes. Tenía el rostro mojado de lágrimas. Simone le acarició la suave mejilla.
—No llores, criatura —dijo.
—Es que nada se puede hacer —respondió la joven, señalando a la enferma.
Su voz desprendía dulzura, y una serenidad indefinible. Simone no le preguntó cómo lo sabía. En lugar de eso, se sentó en el taburete frente a Fátima y dijo, suavemente:
—Niña, préstame atención un momento.
La novicia se volvió a mirarla, intrigada. Simone prosiguió hablando, cautelosa:
—Sé que hace ya diez años te trajeron a Rocamadour. La madre Ermengarde aceptó cuidarte y convertirte en una buena cristiana hasta que llegara el momento en que te ordenaras monja, o volvieras con tu patrono. Pero eso quizá ya lo sabes —aventuró Simone al ver la expresión de Fátima.
—Las hermanas hablan —dijo la joven.
—Eres una niña obediente, y una alumna despierta, y tu corazón es bondadoso. Muchas veces le he pedido al Señor la gracia de estar a tu lado por mucho tiempo, porque de todas las novicias has sido la más aplicada en la enfermería del monasterio. Pero este día había de llegar, ya que así se dispuso. Dejarás el monasterio, y pronto partirás para Barcelona. —Un inmenso abatimiento hizo mella en el ánimo de Simone, como si la estancia estuviera inundada de tristeza—. Ojalá que Nuestra Señora de la Roca ilumine tus pasos. Anda, ve a prepararte, que ya cuidaré yo de dame Françoise.
—Por favor, hermana Simone. Dejad que me quede un rato más. Hasta que... —La novicia inclinó la cabeza, apenada. La hermana contempló las pupilas bañadas en lágrimas de Fátima e, incapaz de resistirse al dulce pesar de la novicia, asintió. La muchacha se arrodilló y abrazó su cintura, agradecida. Cuando levantó su rostro de ángel, enmarcado en la prístina tela blanca, la piel morena y los labios oscuros conformaron la viva imagen de una virgen negra.
—¿Es que no tiene fin este camino de mulas?
La escalada hacia Rocamadour se le antojaba interminable a Hazim. Delante de él, Auxerre encabezaba la marcha, acarreando los bultos, con un fardo en bandolera y los otros dos atados con un nudo, colgados del hombro; la espada, siempre a la cintura. Aalis le seguía, la cabeza gacha y enfundada en un capuchón de lana, anudado bajo el mentón con finas tiras de cuero. La muchacha se dio la vuelta e hizo un gesto burlón; Hazim se enfurruñó, pero su paso se hizo más ágil. Aalis se adelantó hasta alcanzar a Auxerre.
—¿Crees que tardaremos mucho?
El capitán tenía la cara empapada, y las gotas de lluvia le aplastaban el pelo contra el cráneo. Le brillaban los ojos de puro cansancio, y su capa desprendía una mezcla de hedor a suciedad, barro y madera. Se rascó la mejilla con las uñas ennegrecidas de tierra y repuso:
—No. ¿Ves aquel peñasco? El monasterio está al otro lado.
Pareció que iba a añadir algo, pero guardó silencio. Transcurrieron diez pasos, con las sandalias y los escarpes hundidos en la tierra húmeda, quebrando las ramas y deslizándose por entre las resbaladizas piedras mojadas.
—Pareces preocupado —aventuró Aalis.
—Este es un camino de peregrinos —dijo pensativamente Auxerre.
—¿Qué quieres decir con eso?
—Hace menos de dos horas, un grupo de jinetes ha subido por este mismo sendero. Cuatro monturas, quizá más —dijo el capitán—. Animales de raza, pertrechados para la guerra. Sus huellas se hunden en el fango.
—Muchos señores de rango abrazan el camino de la penitencia y deciden convertirse en peregrinos —repuso Aalis.
—Estos jinetes no cargaban arcones de piel y lana. —Auxerre frunció el ceño—. Ni sus caballos suelen verse al norte del Guadalquivir.
—¿Qué lugar es ese? —preguntó Aalis, curiosa—. ¿Es allí donde te hiciste con esa capa? —Y señaló la rica vestimenta de terciopelo negro, cuyos bordes estaban cubiertos con arabescos plateados, que caía por los hombros de Auxerre. Sin embargo, la puerta que el capitán acababa de entreabrir se había cerrado de golpe. Su respuesta fue resuelta y jovial.
—Llevo demasiado tiempo trajinando nuestros fardos bajo la lluvia y tengo los sesos reblandecidos. Será como dices, la caravana de un rico señor y sus criados. ¡Esperemos que no acaben con las provisiones del hospedero del monasterio!
Aalis esbozó una sonrisa cortés. Nada se desprendía de la expresión de Auxerre. Hazim tosía y resoplaba a sus espaldas. La lluvia era el cuarto compañero de los caminantes, que prosiguieron su marcha en silencio. Al girar por el recodo, Rocamadour saludó a sus nuevos peregrinos desde la cima de la montaña.
En la solitaria celda, la oscuridad era completa, excepto por la lámpara de aceite, un sencillo cuenco de barro sostenido en un gancho por una cuerdecilla trenzada. Al lado de la puerta, recostada contra la pared, Simone dormitaba apenas, mientras que Fátima se había acuclillado al lado del gran arcón al pie del camastro donde seguía dame Françoise, devorada por la fiebre. La noche no había sido parca en emociones, y el espíritu de la hermana estaba agitado. Mil dudas aguijoneaban su mente: pronto partiría la novicia, pues así lo había ordenado la madre Ermengarde. Al escuchar su orden, había sentido azoramiento y también, por qué negarlo, rebeldía ante la idea de perder a Fátima, pues era la novicia que más piedad y generosidad demostraba con los enfermos, los desgraciados y los tullidos. La hermana Simone veía muchas novicias acercarse a la enfermería para prestar servicio de caridad, y también las veía marcharse a toda prisa cuando descubrían que ese servicio comportaba limpiar profundas heridas, lavar orinales sucios, poner cataplasmas en abyectas carnes desgarradas y, en general, darse cuenta de cuán terrible, y a veces indigna, era la muerte. A Fátima jamás le había temblado el pulso, aunque lo cierto es que Simone se había dado cuenta de que casi todos los enfermos a cargo de la novicia terminaban por sanar o por mejorar su estado. Así se lo había contado a la madre Ermengarde cuando esta sugirió trasladar a la novicia a un lugar más adecuado a las generosas contribuciones de su benefactor D’Arcs. Al escuchar a la monja, la madre se había quedado callada reflexionando un buen rato. Más tarde, Simone comprendió que fue a partir de ese momento cuando la madre Ermengarde empezó a albergar designios para Fátima y Rocamadour.
—¡Aalis, hija mía! ¿Eres tú? —Dame Françoise había abierto los ojos y miraba desesperadamente la figura acurrucada de Fátima, con la cabeza oculta por la capucha del hábito. Simone se acercó rápidamente a la cama, susurrando:
—Señora, por Dios. —Y puso su mano en la frente de la dama, que cayó de nuevo en el sopor de la fiebre. Dame Françoise estaba, en efecto, irremisiblemente condenada. Pero aun con la cruel enfermedad royéndole el cuerpo, la mujer resistía los embates de la sangre envenenada con todas sus fuerzas. Quizá la Virgen de la Roca se apiadaría de su sufrimiento. Simone observó la otrora dulce faz, ahora surcada por el dolor. La madre Ermengarde tenía razón: ninguna otra hermana del monasterio se habría prestado a compartir su puesto en la cabecera de la cama de dame Françoise, excepto la novicia. Todas tenían un miedo cerval a la plaga, aunque ninguna la había visto tan de cerca como ella. Los hedores de las pústulas, la sangre podrida manando por axilas, ojos y orificios, el terrible sufrimiento de los estertores finales. Siete veces en las carnes de sus hijos, y otras dos en las de su primer y su segundo marido, había tenido que contemplar los estragos de la voluntad de Dios. Después de diecisiete días, con todas sus noches, velando y rezando al lado de la dama, Simone se arrodilló agotada.
—Os juro que no os abandonaré —dijo en voz alta. Aun si le costaba la expulsión del monasterio, pensó. Un trueno descargó toda su furia sobre la montaña, y hasta los goznes de la puerta de la celda temblaron. El fuerte viento arrojó la lámpara al suelo, ululando como una serpiente por entre las rendijas de las contraventanas de madera. La vasija repleta de grasa estaba intacta, aunque se había derramado un poco de sebo ardiente en el suelo. Simone se alzó apresuradamente para sofocarlo con el trapo mojado con el que tantas veces había aliviado a dame Françoise. De rodillas, limpió con cuidado el suelo. El humo acre se extendió por la celda. Justo cuando se disponía a incorporarse y colocar la lámpara en su lugar, oyó un ruido desacostumbrado. Acuclillada, Simone aguzó el oído. La piedra del pasillo no se mecía al ligero y ajetreado ritmo de las suelas de esparto y cuero de las hermanas y los monjes. Unos pasos más pesados, lentos y furtivos, recorrían los corredores de Rocamadour. Pasos de hombres altos, fuertes y bien alimentados. Quizá los huéspedes que había mencionado la madre Ermengarde, pensó Simone intranquila. Entonces, oyó que alguien profería una orden en lengua árabe. Sin tiempo para pensar, de un salto se plantó al lado de la novicia y la despertó entre susurros:
—Niña, métete aquí dentro. —Abrió el arcón con sigilo y la muchacha, medio dormida, se deslizó al interior. Simone cerró la tapa. Por experiencia sabía que las muchachas vírgenes era lo primero que había que esconder. Otro relámpago pintó el cielo y su resplandor se hincó en cada rincón de la celda. Un brazo enfundado en cuero empujó la puerta, y Simone vislumbró una silueta ancha y amenazadora. Encogida sobre sus talones, rezó un avemaria sin despegar los labios.
—¿Dónde está la novicia? —dijo una voz imperiosa—. ¡Hablad!
—¡Señor, apiadaos de mí! —Simone no sabía si estaba rogándole a Dios o al demonio, pues ese aspecto tenía el hombre que se erguía frente a ella. Alto como un roble, de facciones duras como esculpidas en piedra, negra e hirsuta barba y negra su sonrisa de hiena, con su zarpa atenazó el cuello de Simone, y empezó a apretar, firme y lentamente. Una larga cicatriz le recorría la mejilla desde la sien hasta la quijada. Entre lastimeros quejidos y bocanadas de aire desesperadas, vio la mujer a tres soldados más guardándole las espaldas al primero; armados con espadas de curvas hojas que ella jamás había visto, tocados con turbantes y embozados, de forma que solo sus ojos de carbón brillaban en la celda. Así es como voy a encontrarme con el Señor, se dijo Simone, cerrando los ojos con fuerza.
—¡Maldita! —La increpación sobresaltó a Simone, pues se daba por muerta y comprendió que no lo estaba. Yacía arrodillada en el suelo, libre del mortífero abrazo del misterioso asaltante, y le faltaba resuello y claridad de pensamiento. Un tumulto de voces hombrunas, de forcejeos y un chillido de mujer arrancaron su ánimo de la confusión y el embotamiento. Afinó la vista; se santiguó y, cuando dio en ver lo que sus ojos veían, se abalanzó sin dudarlo sobre el primer atacante, que la rechazó con un bofetón sin contemplaciones. La encamada se había levantado, como insuflada del hálito benigno de los más celebrados prodigios de la Virgen. Dame Françoise había cobrado conciencia, y al ver a Simone en peligro había reunido todas las fuerzas de su débil cuerpo para gritar y pedir socorro.
—¡Tapadle la boca! ¡Hacedla callar! —ordenaba el más alto. Los otros tres se acercaron a la enferma amenazadoramente, cuando de repente uno señaló el hombro desnudo de dame Françoise. Se había deslizado la camisola a un lado, y asomaba una pústula palpitante, enrojecida, señal inequívoca de la plaga. Ninguno de los soldados dio un paso más.
—Mahoma estaría orgulloso de vosotros —escupió el jefe.
Desnudó su cimitarra, y cuidadosamente apuntó el extremo de la hoja contra la garganta de dame Françoise. Temblorosa, por la fiebre y por el terror, la dama se encogió, en señal de sumisión. El hombre mostró los dientes y se acercó a la cama.
—He vivido y he muerto varias veces ya —dijo él— y no hay plaga que no haya corroído mis entrañas. Pero mis hombres son harina de otro costal.
Simone se había arrastrado hasta los pies del camastro y aferraba con sus manos la pierna de dame Françoise, en un mudo intento de protegerla.
—¿Cómo os atrevéis a violar la noche de un monasterio? —musitó dame Françoise, agotada. Se sostenía con un esfuerzo inusitado, y el dolor en sus miembros asolados por la enfermedad era implacable. Tenía que conservar la claridad de pensamiento a toda costa. Su maltrecha vida ya no importaba, pero Simone yacía, temblando, a sus pies.
La lámpara de aceite crepitaba, colgada de su gancho al lado de la cama. El hombre se acercó, una risotada de hiel saliendo de su garganta.
—Cierto. No es cortés nuestra visita. —Súbitamente se detuvo como si una orden divina hubiera paralizado su lengua, o así quiso pensarlo Simone. Los ojos profundos y cansados del soldado no se apartaban de la figura frágil que, anclada en la cama, estaba henchida de dignidad. Pero la mano del Señor nada tendría que ver con el silencio del soldado, ya que apenas pasados dos latidos prosiguió—: He venido a por una novicia de este monasterio.
Simone se mordió los labios como si quisiera tragarse la lengua. Se concentró con todas sus fuerzas en no mirar hacia el arcón, y rezando para que la Virgen de Rocamadour las asistiera, reunió todo su valor para exclamar, desafiante:
—¡Malditos perros! ¡Marchaos antes de que caiga sobre vosotros la ira del Señor!
—¡Ah! —dijo el cabecilla—. Veo que tienes la lengua más larga que la otra. Pero siento desilusionarte, ama: el Señor casi nunca desata su ira cuando los fieles lo precisan. Insisto, vieja. Dime dónde para la novicia que llaman Fátima.
—Nada sé, nada puedo deciros —contestó aterrada Simone.
—Es una pena —respondió el hombre, como si realmente sintiera pesadumbre, solo que sus ojos seguían brillando como ascuas crueles—. No me quedará más remedio que recorrer el monasterio, y cortar los cuellos de los que se crucen en mi camino.
—¡No! —gritó Simone, horrorizada. Musitó—: Por el amor de Dios.
Dame Françoise tosió, y una lluvia de gotas cayó como un rocío rojo sobre su camisola. Desesperada, Simone se encaró con el soldado. Quizá ni los ángeles ni la Virgen podrían vencer al mismísimo demonio. Este la observaba, con una sonrisa de hiena, oscura y repugnante.
—Sabes cuál es la que busco, ¿verdad, hermana? Es distinta de todas las demás. —Se acercó a Simone y susurró—: Tiene la piel tan oscura como mi alma. —Alzó la voz, meticulosamente—: Si no hablas, cortaré uno por uno los dedos de esa pobre dama, y luego sus brazos y sus piernas, hasta que no le queden más que la cabeza y el tronco y la garganta para lamentarse. Y después, aún tendré sus orejas, su lengua y sus pechos —añadió, con expresión endemoniada.
—¡No! Esperad, esperad. —Simone tragó saliva y siguió hablando—: Sé a quién buscáis, pero ya no está aquí. —Las palabras salieron de la boca de Simone como un torrente. El hombre escrutó su rostro durante unos instantes y decretó:
—Mientes. Bien y rápido, pero mientes.
—¡No! Os lo juro. Por la Virgen de la Roca, os lo juro. —Simone se persignó, resuelta.
—Si eso es cierto, sabrás adónde se dirige la cautiva. O sigues mintiendo...
—¡Por el alma de mis siete hijos muertos, os juro que no miento! —gritó frenética Simone—. Sé adónde ha de ir. A Barcelona, donde su patrón, el señor D’Arcs. Tened compasión, dejadnos vivir. No puedo abandonar a dame Françoise —dijo, mirando con cariño arrasado en lágrimas a la enferma. Françoise esbozó una sonrisa de gratitud, su cara la estampa del sufrimiento—. Miradla, está moribunda. Tened piedad, os lo suplico, gran señor —rogó Simone.
El viento golpeaba puertas y ventanales, se agitaba la llama de la lámpara como un pájaro debilitado por el crudo invierno. Los mil sonidos de la noche en tempestad rodeaban a las dos mujeres y los cuatro hombres. No había luna en el cielo, solo tormenta.
—Has llamado a la puerta equivocada —exclamó el hombre, y ordenó—: ¡Registrad el monasterio! Matad a todas las cristianas y buscad a la mora. Aseguraos de que no está aquí. —Y se volvió, balanceando su cimitarra en dirección a Simone. La pobre mujer se colocó frente a la cama; su cuerpo, una frontera entre la hoja asesina y dame Françoise.
Un chillido de dolor cruzó la celda, pero para sorpresa de Simone, lo había proferido uno de los hombres embozados. Por su cara corría un reguero de aceite caliente, humeante líquido dorado. El soldado se arrancó el almófar, descubriendo sus rizos negros y la carne enrojecida, y se abalanzó sobre la vasija de agua para limpiarse las heridas. Sus lamentos en lengua extraña llenaron la celda de aires de batalla. Simone buscó el origen del ataque. Una joven, esbelta y de fiero porte, sostenía la lámpara vacía en su mano derecha. A su lado, un hombre de brazo firme, con la espada en alto. En el umbral de la puerta que se había abierto repentinamente, un moro joven cerraba el paso con una larga lanza de punta afilada. Simone oyó una exclamación a sus espaldas, y vio que el cuerpo de la enferma revivía con fuerza inusitada. Miró a Françoise.
—¿Hija...? ¿Eres tú, hija...? —La voz quebrada de la dama se abrió paso entre las espadas. La recién llegada tenía el rostro anegado en lágrimas, pero ni una sola vez se apartó su mirada de la del cabecilla de los soldados. Ni cuando respondió:
—Madre, soy yo. No desfallezcáis. He venido a buscaros.
—¡Aalis, hija mía! ¡Mi niña! —exclamó Françoise, loca de alegría. Su instinto de madre se impuso: no podía permitir que Aalis corriera ningún peligro. Después de tantos años soñando con su pequeña, cada noche un regreso a Sainte-Noire y cada amanecer un amargo despertar, no dejaría que nadie le hiciese daño—. ¡Huye, hija! ¡Vete de aquí!
—Jamás —dijo Aalis, pálida como una muerta.
Hubo un silencio, cargado de negros presagios. Nadie se movió, mientras en el exterior la tormenta azotaba sin piedad árboles, piedras y caminos. En la celda se olía la muerte, la carne enferma y la piel quemada, las espadas engrasadas, el sudor de los que saben que van a cruzar hierros. El jefe de la cuadrilla no había despegado los labios, observando la escena sin perder detalle. Miró a Françoise, a Auxerre y a Aalis. La joven le sostuvo la mirada y tuvo que reprimir un escalofrío, pues en sus ojos no había nada sino vacío. Finalmente, el soldado agitó la cabeza como si acabara de llegar a una conclusión y se echó a reír. Señaló su arma.
—Más trabajo para mi cimitarra.
—Aún estáis a tiempo de iros en paz —se limitó a decir Auxerre.
—¡No sois quién para darme órdenes! —exclamó ferozmente el jefe.
Y con un grito aterrador, él y sus tres secuaces se lanzaron sobre el capitán y Aalis. La joven arrojó la lámpara a la cara de uno de los atacantes, mientras Auxerre descargaba su hoja contra la cimitarra del jefe. Hazim hundió su lanza en el muslo de un oponente; este cayó de rodillas, desmadejado como un ovillo de lana. Aalis se hizo rápidamente con la espada del caído y cargó contra las figuras amenazadoras que se movían con destreza en el silencio del combate. Las armas, chocando en la oscuridad sin luna, eran la única luz siniestra en la celda de piedra. El silbido de las hojas pugnando por cortar carne y cercenar vida, el jadeante golpear de puños y patadas, los sordos ruidos de la muerte, en fin, rodeaban a los tres compañeros. El primer soldado, media faz en carne viva, se abalanzó sobre Aalis, ciego de rabia. La venganza le daba fuerzas, aun malherido como estaba: pulgada a pulgada hizo retroceder a la muchacha hasta arrinconarla. Al otro lado de la celda, Auxerre repelía no sin dificultad las hábiles fintas del moro al mando. Tenía una herida en la frente que sangraba con abundancia, y su atención estaba dividida entre su adversario y el peligro al que se enfrentaba Aalis. Estaba llegando al límite de sus fuerzas, y la muchacha también daba señales de agotamiento. El cabecilla sonrió artero:
—Pronto morirás. —Y susurró—: Y yo sabré enseñarle a ser mi djaria.
Auxerre apretó los dientes. Los ojos de su contrincante brillaban con un odio singular, un odio que los cuerdos reservan solo para quienes les han afrentado. Pasó por la mente de Auxerre que quizá luchaba contra un loco. Rugieron los dos hombres con el esfuerzo enconado de las hojas interpuestas, chillando los metales como serpientes enroscadas. Ganó la partida el moro, sacando de su braza de cuero una daga de misericordia y clavándosela en el hombro derecho a Auxerre. El caballero pasó la espada a su izquierda, y siguió forcejeando, pálido como un fantasma, sabedor de que haría falta un milagro para no caer bajo el cuchillo del otro. En el centro de la celda, el ama y Françoise permanecían agazapadas, tiritando una de miedo y la otra de fiebre en la cama, como si sus confines hubieran de protegerlas, mientras a sus pies el tercer soldado y Hazim estaban enzarzados en un desigual combate: muchacho contra mercenario, lanza contra cimitarra. A pesar del peligro, Françoise solo tenía ojos para su hija: Aalis empuñaba la espada curva, deteniendo los embates del soldado cada vez más débilmente. La dama sentía pavor y orgullo, dolor y alegría: por reencontrarse con su hija, crecida y valiente como una guerrera, y por verla empuñando un arma y arriesgando su vida. De repente, una de las acometidas abrió un fino hilo rojo en la manga del sayo blanco de Aalis, arrancándole un quejido. Cayó al suelo, y aún con la cimitarra en alto se arrastró hacia la cama, instintivamente. Hazim arremetió con saña contra su oponente, para auxiliar a Aalis, pero este propinó un certero golpe contra la lanza partiéndola en dos. Estaban acorralados. El soldado malherido empuñó su cimitarra con gesto decidido y la sostuvo frente a la joven. Simone se llevó las manos a la boca para sofocar un grito de espanto. Aalis se izó hasta su madre, tomando sus manos, besándolas y cubriéndola de lágrimas. Esta acarició el pelo de su hija, cariñosamente. Cuando Aalis levantó la mirada, la expresión de Françoise irradiaba amor y paz, como si la mismísima Virgen de la Roca se hubiera encarnado en su cuerpo enfermo.
—Gracias por venir a buscarme, hija. Te querré siempre. —Y tras pronunciar esas palabras, arrojó su cuerpo contra la espada del asesino.
Françoise no sintió dolor. La fría curva de hierro se hincó en su cuerpo, que llevaba semanas consumido por el calor, casi como una caricia. Con ambas manos agarró la hoja y la sujetó contra su pecho. Luego algo se quebró en su interior, y todos los huesos entumecidos, los humores y la sangre viciados, los órganos ahogados, hasta su corazón cargado de pena y arrepentimiento, entonaron un suspiro de alivio. Abrió mucho los ojos, como si quisiera ver a su hija de nuevo, por última vez. Cayó hacia atrás, cayó sin saber dónde quedaba el final, con una sola palabra en los labios que se quedó grabada en el aire.
—Aalis...
Durante un momento, todas las ánimas que había en la celda guardaron silencio, tanta era la reverencia que causaba la muerte de la dama. Fue el grito de Aalis, enloquecida de rabia, y sus llantos abrazados al cuerpo sin vida de dame Françoise, lo que hizo que reaccionaran. Auxerre se tambaleó hacia la joven y su madre y cayó, arrodillado al lado de Aalis. El jefe de la cuadrilla juró por lo bajo. Observó con desprecio al soldado que había soltado la empuñadura, aún clavada la hoja en el pecho de la dama. Su cara era un amasijo de piel y carne enrojecidas, y tenía una mueca de satisfacción y temor, como si aún no estuviera seguro de lo que había hecho. El cabecilla se le acercó, mirándole fijamente. Echó un vistazo al cadáver, a las facciones tranquilas, en paz, de dame Françoise. Los lamentos de Simone y las respiraciones alteradas eran el único ruido en la celda. Aalis se había erguido, sostenida por el dolor, en su mano aún empuñando la espada inútil. Auxerre la había alcanzado, y pese a la herida en el hombro, su izquierda empuñaba la espada como si se aprestara al combate. El jefe de la cuadrilla miró largamente a Aalis. Sus ojos velado