Muerte de un extraño (Detective William Monk 13)

Fragmento

Prologo

Prólogo

Prólogo

Monk contemplaba desde la orilla los reflejos de la luz en las turbias aguas del Támesis mientras la ciudad se sumía en la penumbra del atardecer. Había resuelto su último caso a plena satisfacción del cliente y llevaba la nada despreciable suma de veinte guineas en el bolsillo. Tras él, los carruajes surcaban el ocaso primaveral y las risas puntuaban el chacoloteo de cascos y el tintineo de jaeces.

Estaba demasiado lejos de Fitzroy Street para ir a pie a casa y, por otra parte, un coche de punto constituía un gasto innecesario. En ómnibus iría la mar de bien. No tenía prisa, ya que Hester no lo estaría esperando. Aquélla era una de las noches en las que trabajaba en la casa de socorro de Coldbath Square que se había abierto con dinero de Callandra Daviot con el propósito de ofrecer asistencia médica a las mujeres de la calle que hubiesen resultado heridas o caído enfermas, las más de las veces en el desempeño de su oficio.

Se sentía orgulloso del trabajo que hacía Hester, a pesar de que echaba en falta su compañía por la noche. Aún lo invadía un cierto temor cada vez que percibía hasta qué punto, desde la boda, se había acostumbrado a hacerla partícipe de sus pensamientos, así como a su risa, a sus ideas o, simplemente, a levantar la vista y verla en la misma habitación. Reinaba una calidez en la casa que desaparecía cuando ella no estaba.

¡Qué poco encajaba aquello con su antigua forma de ser! En el pasado jamás hubiese compartido su intimidad con otra persona, como tampoco habría permitido que nadie le resultara tan importante como para que su estado de ánimo llegase a depender de su presencia. Se sorprendió al constatar lo mucho que prefería al hombre en el que se había convertido.

Pensar en asistencia médica y en la ayuda de Callandra llevó el hilo de sus pensamientos hacia el último asesinato del que se había ocupado, y hacia Kristian Beck, cuya vida había quedado destrozada por éste. Kristian había descubierto cosas sobre sí mismo y su esposa que habían invalidado sus creencias e incluso los cimientos de su propia identidad. Toda su herencia había resultado ser algo ajeno a lo que siempre había supuesto, así como su cultura, su fe y la esencia de su ser.

Monk comprendía como nadie el susto que se había llevado y la abrumadora confusión que se había apoderado de él. Un accidente de carruaje acaecido seis años atrás, en 1856, lo había desposeído de todo recuerdo anterior a esa fecha, obligándolo sin remedio a crear de nuevo su propia identidad. Monk había deducido muchas cosas acerca de sí mismo partiendo de pruebas irrefutables y, si bien algunas le parecían admirables, también abundaban las que le disgustaban y ensombrecían lo que aún le quedaba por descubrir.

A pesar de su felicidad actual, esas vastas extensiones de ignorancia seguían turbándolo de vez en cuando. Los demoledores descubrimientos de Kristian habían despertado nuevas dudas en el fuero interno de Monk, así como una dolorosa conciencia de no saber prácticamente nada sobre sus raíces ni sobre las personas y creencias entre los que había crecido.

Monk era oriundo de Northumberland, de un pueblecito costero donde seguía viviendo su hermana Beth. Había perdido contacto con ella y la culpa era sólo de él; en parte por temor a lo que pudiera contarle sobre su persona, en parte por mera enajenación de un pasado que ya no podía recordar. No se sentía en absoluto vinculado con cuanto a aquella vida concernía.

Seguro que Beth le habría hablado de sus padres y posiblemente hasta de sus abuelos, pero prefirió no preguntar.

¿Acaso ahora que las circunstancias apremiaban debería intentar tender un puente hacia su hermana para enterarse de cuanto ella pudiera revelarle? ¿O tal vez descubriría, como Kristian, que su herencia no tenía nada que ver con su ser actual y que lo habían apartado de los suyos? Quizás averiguaría, como había hecho Kristian, que las creencias y la moralidad de aquéllos eran contrarias a las suyas.

En cuanto a Kristian, le habían arrancado de las manos el pasado en el que creía y que le había otorgado una identidad, demostrando ser una invención fruto del instinto de supervivencia, muy comprensible, aunque no admirable, y tremendamente difícil de poseer.

Si Monk por fin se conociera a sí mismo tal como a la mayoría de las personas les ocurre de forma espontánea —los vínculos religiosos, las lealtades, los amores y odios familiares—, ¿acaso descubriría también dentro de sí a un desconocido que, para postre, no sería de su agrado?

Dejó de contemplar el río y anduvo por la acera hacia el lugar más cercano donde cruzar la calle entre el tráfico y tomar el ómnibus para regresar a casa.

Quizá volviese a escribir a Beth, aunque no de inmediato. Precisaba saber más. La experiencia de Kristian pesaba sobre su conciencia y no lo dejaría en paz. Pero también tenía miedo, pues las posibilidades eran muchas y todas inquietantes, y valoraba demasiado lo que con tanto esfuerzo había creado como para correr el riesgo de echarlo a perder.

Tripa

Capítulo 1

1

Se oyó un ruido fuera de la casa de socorro para mujeres de Coldbath Square. Hester hacía el turno de noche. Se volvió del hornillo, con una cuchara de palo en la mano, al tiempo que la puerta de la calle se abría. Tres mujeres ocupaban la entrada, como apoyándose la una en la otra. Sus ropas baratas estaban rasgadas y manchadas de sangre, igual que los rostros, amarillentos a la luz de la lámpara de gas que había en la pared. Una de ellas, con un moño de pelo rubio medio deshecho, levantó la mano izquierda como si temiera tener la muñeca rota.

La mujer del medio era más alta, llevaba la melena morena suelta y jadeaba; le costaba trabajo respirar. La sangre manchaba la pechera de su ajado vestido de raso, así como sus altos pómulos.

La tercera mujer era de más edad, rayaba los cuarenta, y presentaba moretones en los brazos, el cuello y la mandíbula.

—¡Eh, señora! —dijo mientras empujaba a las demás para que entraran en la cálida y amplia habitación, que tenía el suelo de entarimado reluciente y las paredes encaladas—. Señora Monk, tendrá que echarnos una mano otra vez. Ésta es Kitty, y está hecha un desastre. Igual que yo. Y para mí que tiene la muñeca rota.

Hester dejó la cuchara y se acercó a ellas, no sin antes volver la vista atrás para asegurarse de que Margaret estuviera preparando agua caliente, paños, vendas y la infusión de hierbas, lo cual haría la limpieza de las heridas más fácil y menos dolorosa. La función de aquel lugar era atender a las mujeres de la calle que estuvieran heridas o enfermas, pues no tenían dinero para pagar a un médico ni se las admitía en otras instituciones benéficas más respetables. La idea de abrir la casa de socorro había sido de su amiga Callandra Daviot, quien había aportado los fondos iniciales antes de que las circunstancias de su vida personal la reclamaran lejos de Londres. También gracias a ella Hester había conocido a Margaret Ballinger, desesperada por librarse de una proposición matrimonial muy decente pero nada interesante. Que emprendiera una labor como aquélla inquietó hasta tal punto al caballero en cuestión que en el último momento eludió declararse, para gran alivio de Margaret y mayor disgusto de su madre.

Hester condujo a la primera mujer hasta una silla junto a la mesa que ocupaba el centro de la habitación.

—Acérquese, Nell —la instó—. Siéntese.

La mujer negó con la cabeza.

—¿Willie ha vuelto a pegarle? No me diga que no podría buscar un hombre mejor. —Miró los moretones de los brazos de Nell, a todas luces resultado de haber sido agarrada con fuerza.

—¿A mi edad? —respondió Nell con amargura a la vez que se acomodaba en la silla—. ¡Venga, señora Monk! Ya sé que lo dice con buena intención, pero no tiene los pies sobre la tierra. A no ser que me esté ofreciendo a su apuesto hombre. —Le lanzó una mirada lasciva en broma—. Entonces tal vez aceptara. Tiene algo que lo hace distinto. Entre malo y divertido, no sé si me entiende. —Soltó una risotada que se convirtió en una tos convulsiva y se inclinó hacia delante presa del paroxismo.

Sin esperar a que se lo pidieran, Margaret sirvió un poco de whisky de una botella, volvió a ponerle el corcho, y agregó agua caliente del hervidor. Sostuvo el tazón sin mediar palabra hasta que Nell se recobró lo bastante como para sostenerlo. Aún le corrían las lágrimas por el rostro y respiraba con dificultad. Tomó unos sorbos de whisky y le sobrevino una arcada, pero se repuso y lo terminó de un trago.

Hester se volvió hacia la mujer llamada Kitty y la encontró mirando horripilada, con los ojos muy abiertos, el cuerpo rígido, los músculos tan tensos que los hombros casi desgarraban la tela gastada de su canesú.

—Señora Monk... —susurró con voz ronca—. Su marido...

—No está aquí —aseguró Hester—. Aquí nadie va a hacerle daño. ¿Dónde está herida?

Kitty no contestó. Temblaba tanto que los dientes le castañeteaban.

—¡Mira que eres burra! —exclamó Lizzie con impaciencia—. No va a hacerte ningún daño y no contará nada a nadie. Nell sólo da la tabarra porque le gusta su hombre. Todo un caballero, por cierto. Viste como si el sastre le debiera algo y no al revés, como suele pasar. —Se tocó la muñeca e hizo una mueca de dolor—. Termina de una vez. Tal vez tú tengas toda la noche, pero yo no.

Kitty echó un vistazo a las camas de hierro, cinco a lo largo de cada lado de la habitación, a los fregaderos de piedra del extremo más alejado y a los cubos y aguamaniles que se llenaban en el pozo del rincón de la plaza. Luego miró a Hester, e hizo un gran esfuerzo por dominarse.

—Me metí en una pelea —murmuró—. No estoy tan mal. Más que nada ha sido el susto.

Su voz sorprendió a Hester: era grave y un poco ronca, pero de dicción muy clara, lo que indicaba que en el pasado seguramente había recibido cierta educación. Avivó una punzada de pena tan aguda en Hester que por un instante fue incapaz de pensar en otra cosa. Procuró no dejarlo traslucir en su expresión. Lo último que deseaba aquella mujer era la compasión de una intrusa. Sin duda era lo bastante consciente de su desgracia como para no necesitar que nadie se la recordara.

—Tiene unos cardenales muy feos en el cuello. —Hester los miró más de cerca. La forma de las señales daba a entender que la habían agarrado por la garganta, y un rasguño profundo le cruzaba la clavícula, como si una uña gruesa la hubiese cortado adrede—. ¿Es suya esta sangre? —preguntó, señalando las manchas que salpicaban su canesú.

Kitty se estremeció.

—No. ¡No! Yo... Creo que le di en la nariz cuando le devolví el golpe. No es mía. Me pondré bien. Nell está sangrando. Mejor la atiende a ella. Y Lizzie se ha roto la muñeca o, mejor dicho, alguien se la ha roto.

Hablaba con generosidad, pero seguía temblando y Hester tuvo claro que no estaba ni mucho menos en condiciones de marcharse. Le habría gustado saber qué otros cardenales ocultaba bajo la ropa, o qué palizas había soportado en el pasado, pero no le preguntó nada. Una de las reglas que habían acordado por unanimidad era la de no pedir información de carácter personal, como tampoco repetir lo que dedujesen u oyeran sin querer. El único objetivo de la casa de socorro era tan simple como proporcionar ayuda médica hasta donde alcanzaban sus conocimientos o los del señor Lockhart, que pasaba por allí de vez en cuando y a quien era fácil localizar si se presentaba un caso urgente. Lockhart había suspendido unos exámenes cruciales poco antes de terminar la carrera de medicina debido a su debilidad por la bebida más que por ignorancia o incompetencia. Estaba encantado de poder prestar sus servicios a cambio de compañía, un poco de amabilidad y la sensación de pertenecer a algún lugar.

Le gustaba conversar, solía compartir los alimentos que sus escasos clientes le daban a modo de honorarios y, cuando tenía los bolsillos vacíos, dormía en una de las camas de la casa de socorro.

Margaret ofreció a Kitty un tazón de whisky con agua caliente y Hester se volvió para examinar el corte de Nell.

—Eso habrá que coserlo —dictaminó.

Nell torció el gesto. Ya conocía la labor de aguja de Hester de una ocasión anterior.

—De lo contrario tardará mucho tiempo en cicatrizar —advirtió Hester.

Nell puso mala cara.

—Si todavía lo hace como cuando me cosió a mí, la echarían a patadas del más miserable taller de confección —espetó de buen talante—. ¡Sólo me faltan unos botones! —Inspiró entre los dientes cuando Hester retiró la tela de la herida y ésta comenzó a sangrar de nuevo—. ¡Caray! —exclamó, muy pálida—. Vaya con cuidado, ¿quiere? ¡Tiene manos de peón!

Hester estaba habituada a ser blanco de según qué improperios, pues le constaba que ése era el único recurso de Nell para disimular su miedo y su dolor. Aquélla era la cuarta vez que iba a la casa de socorro en el mes y medio que ésta llevaba abierta.

—Sabiendo que cuidó a los soldados en Crimea con Florence Nightingale y todo eso, pues me dije: seguro que es la mar de fina, ¿sabe usted? —prosiguió Nell—. Y ahora que la conozco me juego lo que sea a que acabó con tantos de los nuestros como la mismísima guerra. ¿Quién le pagaba entonces? ¿Los rusos?

Miró la aguja enhebrada con hilo de tripa que Margaret tendía a Hester. Se le ensombreció el semblante y apartó la vista para no ver cómo la aguja le atravesaba la carne.

—Siga mirando hacia la puerta —recomendó Hester—. Iré tan deprisa como pueda.

—¿Cree que así me sentiré mejor? —preguntó Nell—. Aquí tiene otra vez a ese cerdo entrometido.

—¿Cómo dice?

—¡Jessop! —exclamó Nell con marcado desdén.

En ese preciso instante, la puerta de la calle volvía a cerrarse tras un hombre alto y corpulento con levita y chaleco de brocado que golpeaba el suelo con los pies como para sacudirse el agua, aunque en realidad aquella noche no caía una gota de lluvia.

—Buenas noches, señora Monk —saludó con afectación—. Señorita Ballinger...

Pestañeó al mirar a las otras tres mujeres, con una leve mueca de desprecio. No hizo comentario alguno, pero su rostro dejaba patente su superioridad, su condición acomodada, la curiosidad que ellas le suscitaban por más que lo hubiese negado rotundamente. Miró a Hester de arriba abajo.

—Resulta muy complicado dar con usted, señora —prosiguió—. No me gusta tener que andar por la calle a estas horas de la noche con tal de verla. Se lo digo con absoluta sinceridad.

Hester empezó a coser con sumo cuidado la herida que Nell tenía en el brazo.

—No espero otra cosa de usted, señor Jessop —respondió Hester fríamente y sin mirarlo.

Nell se movió un poco y rió por lo bajo, pero acabó soltando un chillido al notar que el hilo de tripa le atravesaba la carne.

—¡Por el amor de Dios, cállese, mujer! —dijo Jessop, cuyos ojos seguían con fascinación el movimiento de la aguja—. ¡Debería agradecer que la estén atendiendo! Hay muy poca gente respetable dispuesta a hacerlo. —Se obligó a apartar la vista—. Veamos, señora Monk, me desagrada sobremanera tener que discutir mis asuntos delante de estas desgraciadas, pero no puedo esperar a que usted disponga de tiempo libre. —Metió los pulgares en los bolsillos del chaleco—. Como sin duda ya sabe, es la una menos cuarto de la mañana, y tengo un hogar donde me esperan. Es preciso que reconsideremos nuestros acuerdos. —Levantó una mano y con un ademán abarcó la estancia—. Éste no es el mejor uso que cabe dar a esta propiedad, compréndalo. Estoy haciéndole un gran favor al permitirle alquilar este local por un precio tan bajo. —Se balanceó levemente hacia delante y hacia atrás sobre las puntas de los pies—. Como he dicho, debemos reconsiderar nuestro acuerdo.

Hester sostuvo la aguja inmóvil y lo miró.

—No, señor Jessop, bien al contrario, es preciso que nos atengamos a lo dispuesto en el contrato. Nuestros abogados lo redactaron y dieron fe, de modo que es válido.

—Tengo que pensar en mi reputación —prosiguió Jessop; desvió la vista hacia una de las mujeres y después volvió a posarla en Hester.

—Tener fama de caritativo no es malo para nadie —replicó Hester, y prosiguió cosiendo con cuidado. Esta vez Nell no emitió sonido alguno.

—Sí..., pero hay caridades y caridades. —Jessop apretó los labios y reanudó su leve balanceo, volviendo a meter los pulgares en los bolsillos del chaleco—. Hay personas más merecedoras que otras... No sé si capta lo que quiero decir.

—No me interesan nada los méritos, señor Jessop —respondió Hester—. Lo único que me importa es la necesidad. Y esa mujer —señaló a Lizzie— tiene huesos rotos que hay que recomponer. No podemos pagarle más de lo que le pagamos, y tampoco tenemos por qué. —Anudó el último punto y levantó la vista para mirarlo a los ojos. Le pasó por la cabeza que parecían caramelos hervidos, concretamente de los de menta a rayas blancas y negras—. La reputación que uno gana por no mantener la palabra es mala para un hombre de negocios —agregó—. De hecho, para cualquier hombre. Y resulta conveniente, sobre todo en un terreno como éste, contar con la confianza de los demás.

El rostro de Jessop se endureció hasta perder el más superficial matiz de benevolencia. Tenía los labios muy apretados y las mejillas cubiertas de manchas.

—¿Me está amenazando, señora Monk? Sería una insensatez por su parte, se lo aseguro. Usted también necesita amigos. —Imitó su tono de voz—. Sobre todo en un terreno como éste.

Antes de que Hester tuviera ocasión de contestar, Nell levantó la vista, airada, hacia Jessop.

—Cuidado con esa lengua, señor. Quizá pueda maltratar a furcias como nosotras —empleó la palabra con malicia, tal como él lo hubiese hecho—, pero la señora Monk es una dama, y no sólo eso, sino que su marido estuvo en la policía y ahora es investigador privado; vamos, que trabaja por encargo. Aunque eso no significa que no tenga amigos en sitios que cuentan. —Sus ojos brillaban de admiración y cruel satisfacción—. Y es todo lo duro que hay que ser cuando toca serlo. Si la toma con usted, ¡querrá no haber nacido! Pregunte a sus amigos ladrones si les gustaría toparse con William Monk. ¿A que no se atreve? ¡Se mearía encima sólo de pensarlo!

Jessop se puso blanco de ira, pero no respondió. Miró a Hester echando chispas.

—¡Espere a la renovación del contrato, señora Monk! Más le vale ir buscando otro sitio, aunque ya me encargaré de advertir a otros propietarios sobre la clase de arrendataria que es usted. En cuanto al señor Monk... —Esta vez escupió las palabras—: ¡Que hable con cuantos policías quiera! Yo también tengo amistades, ¡y algunas duras de pelar!

—¡Caray! —exclamó Nell fingiendo asombro—. ¡Y nosotras que pensábamos que se refería a Su Majestad!

Jessop se volvió y, tras lanzar a Hester una mirada glacial, abrió la puerta. El aire frío de la plaza adoquinada, húmedo en aquella noche de principios de primavera, se coló en la estancia. El rocío hacía resbaladizas las piedras y brillaba bajo la farola de gas que quedaba a unos veinte metros, mostrando la esquina de la última casa, mugrienta, con los aleros oscuros y los canalones torcidos y goteantes.

Dejó la puerta abierta a sus espaldas y bajó a paso vivo por Bath Street en dirección a Farringdon Road.

—¡Cabrón! —masculló Nell con asco, antes de mirarse el brazo—. Cada vez lo hace mejor —añadió a regañadientes.

—Gracias —dijo Hester con una sonrisa.

—¡Todo irá bien, ya lo verá! —exclamó una sonriente Nell—. Si ese gordo de mierda quiere ponérselo difícil, cuente con nosotros. Puede que Billy me sacuda un poco de vez en cuando, y eso no está bien, pero sabrá darle una buena paliza a ese cerdo empalagoso o a quien convenga.

—Gracias —repitió Hester, con actitud seria—. Lo tendré presente. ¿Quiere un poco más de té?

—¡Pues sí! Y mejor con un chorrito de vidilla. —Nell levantó la taza.

—Más vale que esta vez pongamos menos vidilla —indicó Hester mientras Margaret, que disimulaba una sonrisa, obedecía.

Hester dirigió su atención a Lizzie, quien se mostraba cada vez más inquieta a medida que se acercaba su turno. Recomponer un hueso roto iba a resultar muy doloroso. Hacía ya varios años que se disponía de anestesia para las operaciones más graves. Con ella era posible efectuar toda suerte de incisiones profundas, como las precisas para quitar piedras de la vejiga o extirpar un apéndice inflamado. Ahora bien, en caso de lesiones como la suya, así como para las personas que no podían o no querían ir al hospital, no había más paliativos que una generosa dosis de licor e infusiones de hierbas que embotaban los sentidos y mitigaban el dolor.

Hester hablaba sin cesar de lo que fuera —el tiempo, los mercachifles del barrio y lo que éstos vendían—, con el propósito de distraer la atención de Lizzie en la medida de lo posible. Trabajó deprisa. Estaba acostumbrada a las terribles heridas del campo de batalla, donde no había anestesia y a veces ni siquiera brandy, salvo para limpiar el bisturí. La celeridad era la única clemencia posible. En esa ocasión la piel no se había desgarrado, lo único que se veía era el brazo torcido y el dolor reflejado en el rostro de Lizzie. Lo tocó suavemente y ésta soltó un grito ahogado; luego le dieron arcadas al oír que rozaban los extremos rotos del hueso. Hester los juntó con un gesto rápido y decidido, y los sujetó mientras Margaret, que apretaba los dientes, le vendaba la muñeca con toda la firmeza de que era capaz sin llegar a impedir que la sangre le llegara a la mano.

Lizzie hizo arcadas de nuevo. Hester le dio whisky con agua caliente, mezclado esta vez con una infusión de hierbas. Tenía un sabor amargo, pero el licor y el calor la aliviarían y, pasado un rato, las hierbas reconfortarían su estómago y la ayudarían a dormir.

—Quédese a pasar la noche —propuso Hester con amabilidad, al tiempo que se levantaba y rodeaba a Lizzie con el brazo para ayudarla a sostenerse de pie—. Tenemos que comprobar que el vendaje esté bien. Si se le hincha mucho la mano habrá que aflojarlo —agregó, guiándola lentamente hacia la cama más cercana mientras Margaret apartaba el cobertor.

Lizzie miró a Hester horrorizada, pálida como la cera.

—El hueso se curará —aseguró Hester—. Lo único que debe hacer es procurar que no reciba ningún golpe.

Mientras hablaba ayudó a Lizzie a sentarse en la cama, se agachó para quitarle los zapatos y le levantó las piernas hasta dejarla recostada sobre las almohadas. Margaret la tapó con el cobertor.

—Descanse aquí un rato —le recomendó Hester—. Si luego quiere meterse en la cama, le prestaremos un camisón.

Lizzie asintió con la cabeza.

—Gracias, señora —dijo con profunda sinceridad. Buscó algo más que añadir y, al final, se limitó a sonreír.

Hester regresó hacia el lugar donde Kitty aguardaba pacientemente su turno. Tenía un rostro interesante: facciones marcadas, una boca ancha y sensual; no hermoso en el sentido convencional, pero sí bien proporcionado. No llevaba en las calles el tiempo suficiente como para tener la piel ajada o cetrina por la escasez de comida y el exceso de alcohol. Hester se preguntó por un momento qué tragedia familiar la habría conducido por ese camino.

Examinó sus heridas. En su mayor parte se trataba de cardenales que se oscurecían por momentos, como si se hubiese peleado con alguien, aunque no lo bastante como para sufrir las lesiones que presentaban Nell y Lizzie. Sería preciso limpiar el profundo rasguño de la clavícula, pero no sería necesario darle puntos. No sangraba mucho y bastaría con aplicar un ungüento que lo ayudara a cicatrizar. El dolor de los moretones se iba a prolongar, pero un poco de árnica lo aliviaría.

Margaret se presentó con más agua caliente y paños limpios, y Hester comenzó a trabajar poniendo todo el cuidado de que fue capaz. Kitty apenas hizo una mueca cuando le tocó el rasguño para limpiar la sangre, que se había secado, y dejar al descubierto la carne viva desgarrada. Como de costumbre, no preguntó qué había ocurrido. Los proxenetas solían castigar a sus mujeres si pensaban que no trabajaban lo suficiente o que se apropiaban de una parte demasiado grande de sus ganancias. Las peleas con saña entre mujeres eran harto frecuentes, casi siempre por motivos de territorio. Lo mejor era no mostrarse curiosa pues, en cualquier caso, conocer esos detalles no le serviría de nada. Todas las pacientes recibían el mismo trato, sin que importara el origen de sus lesiones.

Hester hizo cuanto estaba en su mano por Kitty y, así, tras aceptar una taza de té fuerte con azúcar y un chorrito de whisky, Kitty le dio las gracias y volvió a salir a la noche, envuelta en su chal. La vieron cruzar la plaza hacia el norte con la cabeza muy alta hasta que la sombra negra de la prisión la engulló.

—Ay, no sé... —Nell sacudió la cabeza—. No tendría que hacer la calle. Eso no es para ella, la pobre.

No había nada apropiado que decir. Una infinidad de circunstancias llevaba a las mujeres a la prostitución, como, lo que ocurría a menudo, complementar un salario demasiado exiguo percibido por otras tareas. Aunque todo emanaba de la eterna lucha por el dinero.

Nell miró a Hester.

—No suelta palabra, ¿eh? Gracias, señora. Volveremos a vernos pronto, espero. —Entornó los ojos, y observó a Hester con sardónica amabilidad—. Si alguna vez puedo ayudarla... —Dejó la frase sin terminar, y se encogió levemente de hombros. Saludó a Margaret con una inclinación de la cabeza y salió a su vez, cerrando la puerta tras ella sin hacer ruido.

Hester se fijó en Margaret y percibió el destello de humor y piedad de su expresión. Las palabras estaban de más; ya habían dicho cuanto había que comentar al respecto. Estaban allí para curar, no para sermonear a unas mujeres cuyas vidas sólo comprendían en parte. Al principio Margaret había querido cambiar las cosas, exponer lo que consideraba verdad, guiada por sus propias creencias. De manera gradual se fue dando cuenta de lo poco que sabía sobre sus propias ansias, salvo que verse atada en un matrimonio de conveniencia en el que la emoción no fuese más que respeto mutuo y cortesía supondría una negación de cuanto albergaba en su fuero interno. Quizá pareciera cómodo al principio, pero cuando, con el paso del tiempo, reprimiera sus sueños más íntimos, acabaría por ver a su marido como su carcelero, para luego despreciarse a causa de su propia falta de honradez. La elección era suya; no habría nadie a quien culpar.

La había tomado, poniendo un pie en lo desconocido, consciente de estar cerrando puertas que más adelante quizás echaría en falta y que después de aquello jamás podría volver a abrir. No solía preguntarse a qué había renunciado, pero en algunas largas noches con pocas pacientes ella y Hester habían conversado con franqueza, comentando incluso el precio de las distintas clases de soledades, aquellas que los demás percibían y las que quedaban disimuladas por el matrimonio y la familia. Toda opción presentaba un riesgo, aunque para Margaret, igual que para Hester, acomodarse a las medias verdades resultaba imposible.

—¡No puedo hacerlo, por su propio bien! —había dicho Margaret con una tímida sonrisa—. El pobre merece algo mejor. Terminaría por despreciarme por esto, y a sí mismo por haberlo permitido.

Acto seguido fue por un cubo de agua para fregar el suelo, tal como hacía en ese momento. Juntas pusieron orden y guardaron los ungüentos y vendas que no habían utilizado, antes de hacer turnos para dar una cabezada.

Antes del alba llegaron otras dos mujeres. La primera precisaba dos puntos en la pierna, y Hester se los dio con presteza y eficiencia. La segunda estaba muerta de frío, enfadada y presentaba unos moretones terribles. Tras tomar un tazón de té caliente, mezclado con coñac y tintura de árnica, se encontró en condiciones de regresar a su habitación y enfrentarse al nuevo día, durante el cual, probablemente, no haría más que dormir.

El amanecer llegó despejado y bastante templado. A eso de las ocho, mientras Hester desayunaba una tostada y una taza de té recién preparado, la puerta de la calle se abrió y la silueta de un agente de policía se recortó contra la luz del sol. Sin pedir permiso, entró.

—¿Señora Monk?

Su voz sonó grave y un tanto áspera. La policía casi nunca se presentaba en la casa. Su presencia no era grata, y así se lo habían hecho saber de modo inequívoco. Por lo general respetaban la labor que se realizaba en ese lugar, y cuando querían hablar con alguna de las mujeres se contentaban con aguardar y hacerlo en otro lugar. ¿Qué le había llevado hasta allí esa mañana, y además a las ocho?

Hester dejó la taza de té y se levantó.

—Usted dirá, agente Hart. —Lo había visto varias veces por la calle—. ¿Qué sucede?

El policía cerró la puerta y se quitó el casco. A la luz su rostro se veía cansado, no sólo por haber pasado la noche en vela de servicio, sino también por un indefinible hastío. Algo lo había herido, trastornándolo.

—¿Ha venido esta noche alguna mujer que presentara golpes, quizá cortes, y magulladuras? —preguntó. Echó un vistazo a la tetera que había sobre la mesa, tragó saliva y volvió a mirar a Hester.

—Vienen casi todas las noches —respondió ésta—. Con cuchilladas, huesos rotos o magulladuras; enfermas... Cuando hace mal tiempo, las hay que tan sólo tienen frío. ¡Pero eso ya lo sabe!

El agente Hart inspiró profundamente y suspiró, al tiempo que se atusaba la cabellera.

—Me refiero a alguna que se hubiese visto envuelta en una pelea de verdad, señora Monk. No estaría aquí preguntando si no me viera obligado a hacerlo. Limítese a contestarme, ¿de acuerdo?

—¿Le apetece una taza de té? —preguntó Hester, posponiendo la respuesta unos instantes—. ¿O una tostada?

Hart titubeó. Su agotamiento saltaba a la vista.

—Sí..., gracias —respondió, y se sentó frente a ella.

Hester alcanzó la tetera y sirvió un segundo tazón.

—¿Una tostada?

El agente asintió con la cabeza.

—¿Mermelada? —ofreció Hester.

Hart bajó la vista hacia la mesa. Su expresión se relajó y esbozó una sonrisa tímida.

—¡Caramba, grosella negra! —dijo en voz baja.

—¿Quiere un poco?

La pregunta no precisaba contestación, pues ésta era obvia. Margaret aún dormía, y preparar la tostada le daría un poco más de tiempo para pensar, de modo que estuvo encantada de hacerlo.

Regresó a la mesa con dos rebanadas que untó con mantequilla, una para ella y otra para él, y luego le acercó el tarro de mermelada. Hart llenó una cucharada bien colmada, la extendió por la tostada y se la comió con fruición.

—Vino alguien —sentenció, transcurridos unos instantes, mirándola casi como quien se disculpa.

—Vinieron tres —contestó Hester—. Hacia la una menos cuarto, poco más o menos. Y otra más tarde, a eso de las tres; y la última una hora después.

—¿Todas con señales de pelea?

—Lo parecían. No pregunté. Nunca lo hago. ¿Por qué?

Hart apuró el tazón de té.

Hester aguardó, observándolo. Tenía unas ojeras profundas, como si hubiese pasado demasiadas noches sin dormir, y llevaba las mangas manchadas de polvo y de algo que parecía sangre. Al fijarse en este detalle, reparó que tenía más salpicaduras en las perneras del pantalón. La mano con que sostenía el tazón estaba cubierta de arañazos y tenía una uña rota. S

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