El último don

Fragmento

QUOGUE, 1965

El Domingo de Ramos, un año después de la gran guerra contra los Santadio, Don Domenico Clericuzio celebró el bautismo de dos bebés de su propia sangre y tomó la decisión más trascendental de su vida. Invitó a los jefes de las «familias» más importantes de Norteamérica y también a Alfred Gronevelt, propietario del hotel Xanadu de Las Vegas, y a David Redfellow, creador de un vasto imperio de la droga en Estados Unidos.

Ahora Don Clericuzio, jefe de la más poderosa familia mafiosa de Norteamérica, tenía previsto abandonar ese poder, al menos oficialmente. Ya era hora de cambiar de estrategia porque el poder visible era demasiado peligroso, aunque el abandono del poder también resultaba peligroso en sí mismo. Tendría que hacerlo con la máxima benevolencia, con buena voluntad personal y en las condiciones que él mismo pusiera.

Quogue tenía una superficie de ocho hectáreas y estaba cercada por un muro de ladrillo rojo de tres metros de altura, protegido a su vez por una alambrada de espino y unos sensores electrónicos. Además de la mansión principal, la finca albergaba las residencias de sus tres hijos y veinte casitas para empleados de confianza de la familia.

Antes de la llegada de los invitados, el Don y sus hijos tomaron asiento alrededor de una blanca mesa de hierro forjado, en el jardín de plantas trepadoras de la parte posterior de la mansión. Giorgio, el mayor, tenía veintisiete años, era muy taciturno y poseía una inteligencia un tanto especial y un rostro impenetrable. El Don informó a Giorgio de que tendría que matricularse en la Escuela de Estudios Empresariales de Wharton. Allí aprendería todas las triquiñuelas necesarias para robar dinero sin rebasar el ámbito de la legalidad.

Giorgio no discutió con su padre, no merecía la pena, eran demasiado parecidos. Era un joven de elevada estatura y cuerpo tan desgarbado como el de un caballero inglés, que él adornaba con trajes confeccionados a la medida y un bigotito sobre el labio superior. Asintió con la cabeza en gesto de obediencia.

El Don se dirigió después a su sobrino Joseph de Lena, llamado Pippi. El Don amaba a Pippi tanto como a sus hijos, pues además de los vínculos de sangre (Pippi era hijo de su difunta hermana), el joven era el gran general que había conquistado a los salvajes Santadio.

—Te irás a vivir permanentemente a Las Vegas —le dijo—. Cuidarás de nuestros intereses en el hotel Xanadu. Ahora que nuestra familia se está retirando de las operaciones, aquí no habrá demasiado trabajo. No obstante seguirás siendo el Martillo de la familia. —Vio que Pippi no parecía muy contento y comprendió que tendría que darle alguna explicación—. Tu mujer, Nalene, no puede vivir en el ambiente de la familia, no puede vivir en el Enclave del Bronx. Es muy diferente. Ellos no la aceptan. Tienes que construir tu vida lejos de nosotros.

Eso era cierto, aunque el Don tuviera otro motivo. Pippi era el gran héroe de la familia Clericuzio, y si seguía ocupando su puesto de «alcalde» del Enclave del Bronx acabaría siendo demasiado poderoso para los hijos del Don cuando éste muriera.

—Serás mi bruglione en el Oeste —le dijo a Pippi—. Te harás muy rico, aunque hay trabajo muy importante que hacer.

El Don se volvió hacia Vincent, su hijo menor, de veinticinco años. Era el más bajito de los tres, pero más sólido que una puerta de acero. Parco en palabras y con un corazón sensible. Había aprendido a cocinar todos los clásicos platos campesinos italianos en el regazo de su madre, y era el que más amargamente había llorado la prematura muerte de ésta. El Don lo miró sonriendo.

—Estoy a punto de decidir tu destino y de encaminarte por la verdadera senda —le dijo—. Inaugurarás el mejor restaurante de Nueva York. No repares en gastos. Quiero que les enseñes a los franceses en qué consiste la auténtica comida.

Pippi y los otros hijos se rieron, y hasta Vincent sonrió.

—Asistirás durante un año a la mejor escuela de cocina de Europa —añadió el Don.

Vincent soltó un gruñido, a pesar de que estaba contento.

—¿Y qué me van a enseñar a mí?

El Don le miró con severidad.

—Tu repostería deja mucho que desear —dijo—. Pero tu principal propósito consistirá en aprender la gestión económica de este tipo de negocio. Quién sabe, puede que algún día llegues a ser propietario de una cadena de restaurantes. Giorgio te dará el dinero.

El Don se dirigió finalmente a Petie, su segundo hijo, el más alegre de los tres. Era un afable muchacho de apenas veintiséis años, pero el Don sabía que era la encarnación de un típico Clericuzio siciliano.

—Petie —le dijo—, ahora que Pippi se va al Oeste, tú serás el alcalde del Enclave del Bronx y te encargarás de proporcionar todos los soldados a la familia. Pero además te he comprado una empresa inmobiliaria muy grande. Rehabilitarás los rascacielos de Nueva York, construirás cuarteles para la policía estatal y pavimentarás las calles de la ciudad. El negocio está asegurado, pero yo confío en que lo conviertas en una gran empresa. Tus soldados podrán tener puestos de trabajo legales, y tú ganarás mucho dinero. Primero trabajarás como aprendiz a las órdenes del propietario. Pero recuerda que tu principal misión será proporcionar soldados a la familia y ostentar el mando.

El Don se dirigió a Giorgio.

—Giorgio —le dijo—, tú serás mi sucesor. Tú y Vinnie ya no intervendréis en esa inevitable parte de las actividades de la familia que suponen un riesgo, salvo en los casos en que ello sea estrictamente necesario. Tenemos que mirar hacia delante. Tus hijos, mis hijos y los pequeños Dante y Croccifixio jamás deberán crecer en este mundo. Somos ricos y ya no tenemos que arriesgar nuestras vidas para ganarnos el pan de cada día. Ahora nuestra familia sólo prestará asesoría financiera a las demás familias. Les ofreceremos apoyo político y mediaremos en sus disputas. Pero para poder hacerlo necesitaremos cartas con las que jugar. Necesitaremos un ejército. Deberemos proteger el dinero de todos. A cambio, ellos nos permitirán participar en las ganancias. —El Don hizo una pausa—. Dentro de veinte o treinta años nos perderemos en el mundo legal y disfrutaremos de nuestra riqueza sin temor. Esos niños que hoy bautizamos nunca tendrán que cometer nuestros pecados y correr nuestros riesgos.

—Entonces, ¿por qué conservar el Enclave del Bronx? —preguntó Giorgio.

—Algún día seremos santos —le contestó el Don—, pero no mártires.

Una hora después, Don Clericuzio se encontraba en la terraza de su residencia contemplando la fiesta de abajo.

La enorme extensión de césped estaba sembrada de mesas de jardín bajo unos parasoles verdes y rectangulares a cuyo alrededor se sentaban doscientos invitados, muchos de ellos soldados del Enclave del Bronx. Los bautizos solían ser unos acontecimientos muy alegres pero los de aquel día parecían un poco apagados.

La victoria sobre los Santadio les había costado muy cara a los Clericuzio pues el Don había perdido a Silvio, el más querido de sus hijos, y su hija Rose Marie había perdido a su marido.

Ahora el Don estaba contemplando a los invitados que se apretujaban alrededor de una serie de mesas alargadas, sobre las que se habían dispuesto jarras de cristal llenas de vino tinto, relucientes soperas blancas, bandejas con pastas de todas clases, fuentes con tajadas de carne de todo tipo, lonchas de queso de distintas variedades y panes recién hechos de toda suerte de tamaños y formas. La suave música de la pequeña orquesta situada al fondo serenó su espíritu.

En el centro mismo de la zona ocupada por las mesas de jardín vio los dos cochecitos de bebé con sus mantas azules. Qué valientes habían sido los dos niños al no hacer la menor mueca en el momento de ser rociados con el agua bendita. A su lado estaban las dos madres, Rose Marie y Nalene, la mujer de Pippi. Desde la terraza, el Don distinguía los rostros de los dos niños, Dante Clericuzio y Croccifixio de Lena, no marcados todavía por la vida. Él debería cuidar de que aquellas dos criaturas jamás tuvieran que sufrir para ganarse el sustento. Si lo conseguía, los niños formarían parte de la sociedad normal. Era curioso, pensó, que ninguno de los hombres presentes en la fiesta les rindiera homenaje.

Vio a Vincent, con su habitual expresión malhumorada y su rostro más duro que el granito, dando de comer a unos chiquillos desde un carrito de perritos calientes que había construido para la fiesta. Se parecía a los que había en las calles de Nueva York, pero era más grande y tenía una sombrilla más vistosa, y además Vincent repartía comida de mejor calidad. El joven llevaba un mandil blanco impecablemente limpio, y aderezaba los perritos calientes con col amarga y mostaza, cebollas rojas y salsa picante. Vincent era el más sensible de sus hijos, a pesar de su aspecto adusto.

En la cancha de bochas vio a Petie jugando con Pippi de Lena, Virginio Ballazzo y Alfred Gronevelt. Petie tenía la mala costumbre de gastar bromas pesadas, cosa que él no se cansaba de reprocharle, pues siempre le había parecido una diversión peligrosa. En aquellos momentos Petie estaba desbaratando el juego con sus payasadas, a propósito de una bocha que había volado en pedazos tras el primer golpe.

Virginio Ballazzo era el segundo comandante del Don, un alto ejecutivo de la familia Clericuzio, un hombre de talante jovial que ahora estaba simulando perseguir a Petie, quien fingía correr para escapar de él. Al Don le hizo gracia la escena. Sabía que su hijo Petie era un asesino nato, y que el juguetón Virginio Ballazzo también se había ganado cierta fama por méritos propios, aunque ninguno de los dos podía competir con su sobrino Pippi.

El Don se percató de cómo miraban a su sobrino las invitadas, excepto las dos madres, Rose Marie y Nalene. Pippi era un hombre extraordinariamente apuesto, tan alto como el propio Don, con un fuerte y vigoroso cuerpo y un rostro brutalmente atractivo. También lo miraban muchos hombres, algunos de ellos soldados de su Enclave del Bronx. Observaban su aire autoritario y la elasticidad de su cuerpo en acción. Conocían su leyenda, sabían que era el Martillo, el mejor de los «hombres cualificados».

David Redfellow, un joven de rostro sonrosado, el más poderoso traficante de drogas de Norteamérica, estaba pellizcando en ese momento las mejillas de los dos niños en sus cochecitos. Alfred Gronevelt, todavía con chaqueta y corbata, participaba con visible incomodidad en aquel extraño juego. Gronevelt tenía la misma edad que el Don, casi sesenta años.

Aquel día Don Clericuzio cambiaría todas sus vidas, esperaba que para mejor.

Giorgio salió a la terraza para convocarle a la primera reunión del día. Los diez jefes de la Mafia se estaban dirigiendo en ese momento al estudio de la casa. Giorgio ya les había informado de la propuesta del Don. El bautizo era una excelente tapadera para la reunión, pero ellos no tenían ningún auténtico vínculo social con los Clericuzio y querían marcharse cuanto antes.

El estudio de los Clericuzio era una estancia sin ventanas, decorada con pesados muebles y un minibar. Los diez hombres se sentaron con semblante sombrío alrededor de la gran mesa de reuniones de mármol oscuro. Uno a uno fueron saludando a Don Clericuzio y aguardaron en actitud expectante lo que éste les iba a decir.

Don Clericuzio mandó llamar a sus dos hijos menores, Vincent y Petie, a su segundo comandante, Ballazzo, y a Pippi de Lena para que también se incorporaran a la reunión. Giorgio, frío y sarcástico, hizo un breve comentario inicial.

Don Clericuzio estudió los rostros de los hombres que tenía delante, los hombres más poderosos de la ilegal sociedad destinada a aportar soluciones a las verdaderas necesidades de la gente.

—Mi hijo Giorgio ya os ha comunicado cómo funcionará todo —dijo—. Mi proposición es la siguiente. Me retiro de todos mis negocios, a excepción del juego. Cedo mis actividades de Nueva York a mi viejo amigo Virginio Ballazzo. Él formará su propia familia y no dependerá de los Clericuzio. En el resto del país, cedo todos mis intereses en los sindicatos, el transporte, el alcohol, el tabaco y las drogas a vuestras familias. Todo mi acceso a la ley estará a vuestra disposición. A cambio pido que me permitáis gestionar vuestras ganancias. Estarán bien guardadas y a vuestra disposición. No tendréis que preocuparos por la posibilidad de que el Gobierno localice el dinero. Sólo pido por ello un cinco por ciento de comisión.

Para los diez hombres era el trato soñado, y se alegraron de que los Clericuzio hubieran decidido retirarse en lugar de seguir controlando o destruyendo sus imperios.

Vincent rodeó la mesa para servir vino a todos los presentes, y los hombres levantaron sus copas y brindaron por el retiro del Don.

Después de la ceremoniosa despedida de los jefes de la Mafia, Petie escoltó a David Redfellow al estudio, donde se sentó en un sillón de cuero delante del Don, y Vincent le sirvió una copa de vino. El Don tenía contraída una gran deuda de gratitud con David Redfellow por haberle demostrado que las autoridades legales se podían sobornar con droga.

—David —dijo Don Clericuzio—, te vas a retirar del negocio de la droga. Tengo cosas mejores para ti.

David Redfellow no protestó.

—¿Por qué ahora? —le preguntó al Don.

—El Gobierno está dedicando demasiado tiempo y esfuerzo al negocio —dijo el Don—. Tendrías que pasarte el resto de la vida con el corazón en un puño. Mi hijo Petie y sus soldados te han servido como guardaespaldas, pero eso ya no puedo permitirlo. Los colombianos son demasiado salvajes, demasiado temerarios y violentos. Que se queden ellos con el negocio de la droga. Tú te retirarás a Europa. Ya me encargaré yo de organizarte la protección allí. Podrías comprar un banco en Italia y vivir en Roma. Haremos muy buenos negocios allí.

—Estupendo —dijo David Redfellow—. No hablo italiano y no sé nada de negocios bancarios.

—Aprenderás las dos cosas —dijo Don Clericuzio—, y vivirás muy feliz en Roma. También puedes quedarte aquí si quieres, pero en tal caso no contarás con mi apoyo, y Petie ya no te protegerá la vida. Elige lo que prefieras.

—¿Quién se hará cargo de mi negocio? —preguntó Redfellow—. ¿Recibiré una compensación?

—Los colombianos se harán cargo de tu negocio —contestó el Don—. Es inevitable, así es el curso de la historia. Pero el Gobierno les hará la vida imposible. Bueno, ¿sí o no?

Redfellow lo pensó un momento y soltó una carcajada.

—Dígame cómo tengo que empezar.

—Giorgio te acompañará a Roma y te presentará a mi gente de allí —contestó el Don—, y él será tu asesor a lo largo de los años.

Redfellow se distinguía de todo el mundo no sólo por el cabello largo sino también porque lucía una sortija de brillantes y una chaqueta de dril con unos pantalones vaqueros impecablemente planchados. Por sus venas corría sangre escandinava. Era rubio, de ojos azul claro, y siempre mostraba un semblante risueño y hacía gala de un fino sentido del humor.

El Don lo abrazó.

—Gracias por escuchar mi consejo. Seguiremos siendo socios en Europa, y puedes estar seguro de que la vida te será muy grata.

Cuando David Redfellow se hubo retirado, el Don envió a Giorgio en busca de Alfred Gronevelt. En su calidad de propietario del hotel Xanadu de Las Vegas, Gronevelt había estado bajo la protección de la ya desaparecida familia Santadio.

—Señor Gronevelt —le dijo el Don—, seguirá usted regentando el hotel bajo mi protección. No debe abrigar ningún temor ni por usted ni por su propiedad. Conservará el cincuenta y uno por ciento del hotel y yo seré propietario del cuarenta y nueve restante, antes en manos de los Santadio, y estaré representado por la misma identidad jurídica. ¿Está usted de acuerdo?

Gronevelt era un hombre de gran dignidad y prestancia física, a pesar de su edad.

—Si me quedo —dijo cautelosamente—, tengo que dirigir el hotel con la misma autoridad. En caso contrario prefiero venderle mi porcentaje.

—¿Vender una mina de oro? —preguntó el Don con incredulidad—. No, no. No tema. Por encima de todo, yo soy un hombre de negocios. Si los Santadio hubieran sido más moderados, jamás hubieran ocurrido todas esas cosas tan terribles. Ahora ellos ya no existen. Pero usted y yo somos hombres razonables. Mis delegados ocuparán los puestos de los Santadio. Y Joseph de Lena, Pippi, recibirá la debida consideración. Será mi bruglione en el Oeste, con un sueldo de cien mil dólares al año, pagado por su hotel en la forma que usted estime conveniente. Si tuviera cualquier problema con alguien, acuda a él. En este negocio siempre surgen problemas.

Gronevelt, un hombre alto y delgado, parecía muy tranquilo.

—¿Por qué me dispensa este trato de favor? Usted tiene otras opciones más rentables.

—Porque es usted un genio en lo que hace —contestó Don Domenico—. Todo el mundo en Las Vegas lo dice. Y para demostrarle mi aprecio, le daré algo a cambio.

Gronevelt sonrió al oír sus palabras.

—Ya me ha dado suficiente. Mi hotel. ¿Qué otra cosa puede ser más importante?

El Don lo miró con benevolencia pues aunque siempre era un hombre muy serio, se complacía en sorprender a la gente con su poder.

—Puede usted sugerir el próximo nombramiento para la Comisión del Juego de Nevada —dijo el Don—. Hay una vacante.

Por una vez en su vida, Gronevelt pareció sorprendido e incluso impresionado, pero sobre todo contento pues veía un futuro para su hotel con el que jamás había soñado.

—Si usted es capaz de hacer eso —dijo—, todos nos haremos muy ricos en los próximos años.

—Ya está hecho —dijo el Don—. Ahora ya puede ir a divertirse.

—Regresaré a Las Vegas —dijo Gronevelt—. No considero prudente que todo el mundo sepa que estoy aquí como invitado.

El Don asintió con la cabeza.

—Petie, manda que alguien acompañe en coche al señor Gronevelt a Nueva York.

Aparte del Don y sus hijos, ahora sólo quedaban en la estancia Pippi de Lena y Virginio Ballazzo. Todos estaban ligeramente aturdidos. No tenían ni idea de los planes del Don. Sólo Giorgio había sido informado.

Ballazzo era muy joven para ser un bruglione, ya que sólo le llevaba unos cuantos años a Pippi. Controlaba los sindicatos, el transporte de los grandes centros de la confección y algunas drogas. Don Domenico le dijo que a partir de aquel momento tendría que hacer sus negocios independientemente de los Clericuzio. Sólo tendría que pagar un tributo del diez por ciento. Por lo demás, controlaría totalmente sus actividades.

Virginio Ballazzo se sintió abrumado por tanta generosidad. Generalmente era un hombre exuberante que solía manifestar su gratitud o sus quejas con vehemencia, pero ahora su gratitud era tan grande que lo único que pudo hacer fue abrazar al Don.

—De este diez por ciento reservaré la mitad para tu vejez o una posible desgracia —le dijo el Don—. Y ahora perdóname, pero la gente cambia y tiene mala memoria y el agradecimiento por los pasados gestos de generosidad se desvanece. Permíteme recordarte la necesidad de que seas cuidadoso con las cuentas. —El Don hizo una breve pausa—. Al fin y al cabo yo no soy un representante del fisco y no puedo cobrarte esos tremendos intereses y multas que ellos imponen.

Ballazzo lo comprendió. El castigo de Don Domenico era siempre rápido y seguro. Ni siquiera se enviaba un aviso. Y el castigo era siempre la muerte. A fin de cuentas, ¿de qué otra forma se podía tratar a un enemigo?

Don Clericuzio despidió a Ballazzo, pero cuando acompañó a Pippi a la puerta se detuvo un instante, lo atrajo hacia sí y le susurró al oído:

—Recuerda, tú y yo tenemos un secreto. Debes guardarlo para siempre. Yo jamás te di la orden.

En el jardín de la mansión, Rose Marie Clericuzio estaba esperando para hablar con Pippi de Lena. Era una viuda muy joven y guapa, pero el negro no le sentaba muy bien. El luto por su esposo y su hermano había borrado la natural viveza tan necesaria en una persona con un aspecto apagado como el suyo. Sus grandes ojos castaños eran demasiado oscuros y su piel aceitunada demasiado cetrina. Sólo su hijo Dante, recién bautizado, con sus lacitos azules, aportaba una nota de color mientras descansaba en sus brazos. A lo largo de todo aquel día se había mantenido curiosamente apartada de su padre Don Clericuzio y de sus tres hermanos Giorgio, Vincent y Petie. Pero ahora estaba esperando para enfrentarse con Pippi de Lena.

Ambos eran primos, Pippi le llevaba diez años, y en su adolescencia ella había estado locamente enamorada de él, pero Pippi siempre se había mostrado paternal y había procurado por todos los medios quitársela de encima. A pesar de ser famoso por la debilidad de su carne, el joven había sido lo suficientemente prudente como para no caer en semejante tentación, con la hija de su Don.

—Hola, Pippi —le dijo—. Felicidades.

Pippi sonrió con un encanto que confirió un especial atractivo a los rudos rasgos de su rostro. Se inclinó para besar la frente del niño, observando con asombro que para ser tan pequeño tenía mucho pelo, y que aún conservaba el leve perfume del incienso de la iglesia.

—Dante Clericuzio, un nombre precioso —dijo.

No era un comentario tan inocente como parecía. Rose había recuperado su apellido de soltera para sí y para su hijo huérfano. El Don había utilizado una lógica aplastante para convencerla, pero aun así ella sentía un cierto remordimiento.

Ese remordimiento la indujo a preguntar:

—¿Cómo convenciste a tu mujer de que aceptara un nombre tan religioso?

Pippi la miró sonriendo.

—Mi mujer me quiere y desea complacerme.

Y era cierto, pensó Rose Marie. La mujer de Pippi le quería porque no lo conocía, al menos no como ella lo había conocido y amado en otros tiempos.

—Le has puesto a tu hijo el nombre de Croccifixio —dijo—. Hubieras podido complacer a tu mujer poniéndole un nombre americano.

—Le he puesto el nombre de tu abuelo para complacer a tu padre —dijo Pippi.

—Tal como todos debemos hacer —dijo Rose Marie. Su sonrisa enmascaró la amargura que sentía, pues tal como eran sus rasgos la sonrisa se dibujaba con toda naturalidad en su rostro, confiriéndole una dulzura capaz de suavizar la dureza de cualquier cosa que dijera. Hizo una pausa y añadió con cierta reticencia—: Gracias por salvarme la vida.

Pippi la miró momentáneamente desconcertado y sorprendido. Después le dijo en un leve susurro mientras le rodeaba los hombros con su brazo:

—Jamás corriste el menor peligro. Créeme, no pienses en estas cosas. Olvídalo todo. Tenemos unas vidas muy felices por delante. Procura olvidar el pasado.

Rose Marie se inclinó para besar al niño, pero en realidad lo hizo para ocultar su rostro a los ojos de Pippi.

—Lo comprendo todo —dijo, sabiendo que Pippi les repetiría aquella conversación a su padre y a sus hermanos—. Ya me he reconciliado con él.

Deseaba que los miembros de su familia supieran que todavía los quería y se alegraba de que su hijo hubiera sido recibido en el seno de la familia, ya santificado por el agua bendita, y se hubiera salvado del fuego eterno del infierno.

En aquel momento Virginio Ballazzo se acercó a ellos y los acompañó al centro del césped. Don Domenico Clericuzio salió de la mansión seguido por sus tres hijos.

La familia Clericuzio, hombres de esmoquin, mujeres con modelos de fiesta y niños vestidos de raso, formó un semicírculo para el fotógrafo. Los invitados aplaudieron y les felicitaron a gritos, y el momento quedó inmortalizado: un momento de paz, de victoria y de amor.

Más tarde ampliaron y enmarcaron la fotografía para colgarla en el estudio del Don, al lado de la última imagen de su hijo Silvio, muerto en la guerra contra los Santadio.

El Don contempló el resto de la fiesta desde la terraza de su dormitorio.

Rose Marie pasó por delante de los jugadores de bochas empujando el cochecito de su hijo, y Nalene, la mujer de Pippi, alta, esbelta y elegante, se acercó a ella llevando en brazos a su hijo Croccifixio. Nalene colocó al niño en el mismo cochecito de Dante, y ambas mujeres miraron amorosamente a sus retoños.

El Don experimentó una oleada de felicidad al pensar que aquellos dos niños crecerían protegidos y seguros, y jamás conocerían el precio que se había tenido que pagar por su feliz destino.

Después el Don observó cómo Petie deslizaba un biberón de leche en el cochecito y todo el mundo se reía mientras los dos bebés se lo disputaban. Rose Marie levantó a su hijo Dante del cochecito, y el Don la recordó tal como era unos años atrás. El Don lanzó un suspiro. No hay nada más hermoso que una mujer enamorada, ni nada tan doloroso como contemplarla cuando se queda viuda, pensó con tristeza.

Rose Marie, la hija a la que tanto había amado, era un ser radiante y lleno de alegría. Pero Rose Marie había cambiado. La pérdida de su hermano y de su marido había sido demasiado grande. Sin embargo, según la experiencia del Don, los verdaderos amantes siempre volvían a amar, y las viudas se cansaban de llevar luto. Y ahora Rose Marie tenía un hijo al que querer.

El Don repasó su vida y se felicitó por haberla llevado a buen término. Cierto que había tomado unas decisiones monstruosas para alcanzar el poder y la riqueza, pero apenas se arrepentía de ellas. Todo había sido necesario y acertado. Que otros hombres lloraran sus pecados, Don Clericuzio los aceptaba y depositaba sus esperanzas en el Dios en cuyo perdón confiaba.

Ahora Pippi estaba jugando a las bochas con tres soldados del Enclave del Bronx, propietarios de unas prósperas tiendas del Enclave que, a pesar de llevarle varios años, sentían un temor reverencial ante su presencia. Con su habitual buen humor y habilidad, Pippi seguía siendo el centro de la atención de todo el mundo. Era una leyenda, había jugado a las bochas contra los Santadio.

Pippi lanzó un grito de júbilo cuando su bola chocó contra la contraria y la desvió de la bola del blanco. Pippi era todo un hombre, pensó el Don. Un fiel soldado, un compañero cordial. Fuerte y rápido, astuto y reservado.

Su querido amigo Virginio Ballazzo, el único que podía rivalizar en habilidad con Pippi, se acercó a la cancha. Ballazzo arrojó la bola con efecto y se oyeron unos entusiastas vítores cuando dio en el blanco. Ballazzo levantó la mano hacia la terraza en gesto de triunfo, y el Don aplaudió. Se enorgullecía de que semejantes hombres florecieran y prosperaran bajo su mando, como había sucedido con todos los hombres reunidos en Quogue aquel Domingo de Ramos, y que su previsión los protegiera en los difíciles años que se avecinaban.

Lo que el Don no podía prever eran las semillas del mal que anidaban en unas mentes humanas todavía no formadas.

LIBRO I. HOLLYWOOD/LAS VEGAS, 1990

LIBRO I

HOLLYWOOD / LAS VEGAS, 1990

1

La roja mata de cabello de Boz Skannet brillaba bajo el sol amarillo limón de la primavera californiana, y su cuerpo musculoso y de carnes prietas vibraba ante la inminencia de la gran batalla. Todo su ser se encendía de emoción al pensar que su hazaña sería contemplada por más de mil millones de personas de todo el mundo.

Boz guardaba en la cinturilla elástica de sus pantalones de tenis una pequeña pistola oculta por la chaqueta con cremallera que le llegaba hasta la entrepierna. Una chaqueta blanca estampada con un dibujo de rojos relámpagos verticales. Un pañuelo rojo a topos azules le ceñía la frente y le sujetaba el cabello.

En la mano derecha sostenía una enorme botella plateada de agua de Evian. Boz Skannet encajaba perfectamente con el mundo del espectáculo en el que estaba a punto de entrar.

Aquel mundo era una inmensa multitud congregada delante del Dorothy Chandler Pavilion de Los Ángeles, una multitud que aguardaba la llegada de los astros cinematográficos para asistir a la ceremonia de entrega de los premios de la Academia. El público se apretujaba en un tribuna especialmente levantada para la ocasión, y la calle propiamente dicha estaba llena de cámaras de televisión y de reporteros que enviarían las imágenes del esperado acontecimiento a todo el mundo. Aquella noche la gente vería a las grandes estrellas del cine en carne y hueso, despojadas de sus míticas pieles artificiales, sometidas a los triunfos y fracasos de la vida real.

Unos guardias de seguridad uniformados, con unas relucientes porras de color marrón impecablemente guardadas en sus fundas, habían formado un cordón para mantener a raya al público.

Boz Skannet no estaba preocupado por su presencia. Él era más alto, más rápido y más fuerte que ellos, y además contaba con el factor sorpresa. Le inspiraban más recelo los reporteros y cámaras de televisión que marcaban intrépidamente el territorio en su afán por cerrar el paso a las celebridades; aunque estarían más interesados en grabar que en prevenir.

Una limusina de color blanco se acercó a la entrada del Pavilion, y Boz Skannet vio a Athena Aquitane, «la mujer más bella del mundo». Mientras ésta descendía del vehículo, la multitud se apretujó contra las barreras, llamándola a gritos por su nombre. Las cámaras la rodearon y transmitieron su belleza a los más apartados rincones de la Tierra. Ella saludó con la mano.

Boz saltó por encima de la valla de la tribuna, corrió en zigzag a través de las barreras de la circulación y vio la consabida escena de las camisas marrones de los guardias de seguridad convergiendo en un punto. No estaban situados en el ángulo adecuado. Se deslizó por delante de ellos con la misma facilidad con que años atrás se deslizaba por delante de los defensas en el campo de fútbol, y llegó justo en el preciso instante. Athena estaba hablando por el micrófono, con la cabeza ladeada para mostrar su perfil más favorable a las cámaras. Tres hombres permanecían de pie a su lado. Skannet se aseguró de que la cámara lo estuviera enfocando, y entonces arrojó el líquido de la botella contra el rostro de Athena.

—¡Ahí va un poco de ácido, perra! —le gritó. Después miró directamente a la cámara con semblante sereno, majestuoso y tranquilo—. Se lo tiene merecido —añadió.

Inmediatamente se vio envuelto por una marea de hombres con camisas marrones y las porras en ristre y cayó de rodillas al suelo.

Athena Aquitane le había visto la cara en el último momento, había oído su grito al girar la cabeza y el líquido le había alcanzado la mejilla y la oreja.

Mil millones de personas lo vieron todo en la pantalla del televisor. El encantador rostro de Athena, el líquido plateado sobre su mejilla, el sobresalto, el horror y la señal de reconocimiento al ver a su agresor; una mirada tan auténticamente aterrorizada que por un segundo destruyó toda su soberana belleza.

Mil millones de personas de todo el mundo vieron que la policía se llevaba a Boz Skannet a rastras. Boz Skannet parecía una estrella de cine cuando levantó las manos esposadas saludando con el signo de la victoria antes de desplomarse en el suelo a consecuencia del golpe seco y devastador que un enfurecido oficial de la policía le propinó en los riñones al descubrir la pistola que guardaba en la cinturilla del pantalón.

Athena Aquitane, todavía aturdida por la impresión, se secó automáticamente el líquido de la mejilla con la mano. No sentía el más mínimo escozor. Las gotas de líquido de su mano empezaron a disolverse. La gente se arremolinó a su alrededor para protegerla y sacarla de allí.

Ella se soltó y dijo tranquilamente:

—Sólo es agua. —Se lamió las gotas de la mano para asegurarse de que efectivamente así era. Después trató de sonreír—. Típico de mi marido —añadió.

Haciendo gala del extraordinario valor que la había convertido en una leyenda, Athena entró rápidamente en el Dorothy Chandler Pavilion. Cuando ganó el Oscar a la mejor actriz, el público, puesto en pie, le tributó una interminable salva de aplausos.

En la refrigerada suite del último piso del hotel casino Xanadu de Las Vegas se estaba muriendo el propietario del establecimiento, un hombre de ochenta y cinco años, pero aquel día primaveral creyó escuchar el rumor —que provenía de dieciséis pisos más abajo— de una bolita de marfil pasando a través de las casillas rojas y negras de las ruedas de la ruleta, el distante oleaje de los jugadores dirigiendo roncas súplicas a los dados del cubilete, y el zumbido de millares de máquinas tragaperras devorando plateadas monedas.

Alfred Gronevelt era todo lo feliz que podía ser un hombre en la hora de la muerte. Se había pasado casi noventa años ganándose ilegalmente la vida como proxeneta aficionado, jugador, cómplice de asesinatos, sobornador de políticos y severo pero bondadoso amo y señor del hotel casino Xanadu. Por temor a ser traicionado, jamás en su vida había amado plenamente a nadie, aunque había sido generoso con mucha gente. No se arrepentía de nada. Ahora sólo aspiraba a disfrutar de los pequeños placeres que aún le quedaban en la vida, como por ejemplo su recorrido de aquella tarde por todo el casino.

Croccifixio Cross de Lena, su mano derecha durante los últimos cinco años, entró en el dormitorio y le preguntó:

—¿Preparado, Alfred?

Gronevelt lo miró, sonriente, y asintió con la cabeza.

Cross lo sentó en la silla de ruedas, la enfermera lo cubrió con unas mantas y un sirviente se situó detrás de la silla para empujarla. La enfermera le entregó a Cross una cajita de píldoras y abrió la puerta del último piso. Ella se quedaría allí. Gronevelt no podía soportar su presencia durante sus excursiones vespertinas.

La silla de ruedas se deslizó suavemente por el verde césped artificial del jardín de la última planta del edificio y entró en el ascensor ultrarrápido especial que bajaba al casino situado dieciséis pisos más abajo.

Desde su silla, con la espalda muy erguida, Gronevelt miró a derecha e izquierda. Era su mayor placer, contemplar a los hombres y mujeres que batallaban contra él, sabiendo que la ventaja siempre estaba de su parte. La silla de ruedas efectuó un pausado recorrido por la zona del blackjack y la ruleta, el foso del bacará y la jungla de las mesas de craps. Los jugadores apenas prestaban atención al anciano de la silla de ruedas, a sus ojos siempre alerta o a la absorta sonrisa de su esquelético rostro. Los jugadores en silla de ruedas eran un espectáculo habitual en Las Vegas. Creían que el destino estaba en deuda con ellos por su mala suerte.

La silla entró finalmente en la cafetería restaurante. El sirviente los acompañó a su reservado y se retiró a otra mesa, donde esperaría la señal para marcharse.

A través de la pared de cristal, Gronevelt veía la enorme piscina, el agua azul calentada por el ardiente sol de Nevada y toda una serie de mujeres jóvenes con sus hijos pequeños, constelando la superficie como si fueran juguetes multicolores. Experimentó una fugaz oleada de placer al pensar que todo aquello era obra suya.

—Come algo, Alfred —le dijo Cross de Lena.

Gronevelt lo miró sonriente. Le gustaba el físico de Cross. Su apostura atraía tanto a hombres como a mujeres y era una de las pocas personas en quienes Gronevelt casi se había atrevido a confiar a lo largo de su vida.

—Me encanta este negocio —dijo Gronevelt—. Cross, tú heredarás mi participación en el hotel y sé que tendrás que habértelas con nuestros socios de Nueva York, pero nunca dejes el Xanadu.

Cross le dio al viejo una palmada en la mano, toda cartílago bajo la piel.

—Nunca lo dejaré —dijo.

Gronevelt sintió que la luz del sol le penetraba en la sangre a través de la pared de cristal.

—Cross —dijo—, te lo he enseñado todo. Hemos hecho cosas muy duras, francamente duras. Nunca mires hacia atrás. Tú sabes que los porcentajes funcionan de distintas maneras. Procura hacer todas las buenas obras que puedas, eso también es rentable. No te estoy hablando del amor ni del odio. Son cuotas de porcentajes muy perjudiciales.

Tomaron café juntos. Gronevelt sólo comió un pastelillo de hojaldre. Cross se bebió un zumo de naranja para acompañar el café.

—Otra cosa —añadió Gronevelt—. Nunca le cedas una villa a nadie que no reporta a la casa unas ganancias de un millón de dólares. Nunca lo olvides. Las villas son una leyenda. Son muy importantes.

Cross le dio a Gronevelt una palmada en la mano y después se la cubrió con la suya. Su afecto era sincero. En cierto modo amaba a Gronevelt más que a su padre.

—No te preocupes —dijo—. Las villas son sagradas. ¿Alguna otra cosa?

Gronevelt tenía los ojos empañados. Las cataratas habían apagado su fuego de antaño.

—Ten cuidado —dijo—. Ten siempre mucho cuidado.

—Lo tendré —dijo Cross. Después, para distraer la atención del anciano de su inminente muerte, añadió—: ¿Cuándo me vas a contar la gran guerra contra los Santadio? Tú trabajaste con ellos. Nadie habla jamás de eso.

Gronevelt lanzó un suspiro de viejo, casi un murmullo sin apenas emoción.

—Sé que ya no queda mucho tiempo —dijo—, pero todavía no te lo puedo contar. Pregúntaselo a tu padre.

—Se lo he preguntado a Pippi —dijo Cross—, pero no quiere hablar. Ningún Clericuzio quiere decir nada. Incluso traté de sonsacarle algo a tía Rose Marie pero no hubo manera, y eso que me quiere mucho a pesar del odio que siente por mi padre. Otro misterio.

—El pasado es pasado —dijo Gronevelt—. Nunca vuelvas atrás, ni para buscar pretextos ni para buscar justificaciones o felicidad. Eres lo que eres y el mundo es lo que es.

De vuelta en la última planta, la enfermera le dio a Gronevelt su baño vespertino y le tomó las constantes vitales. Al verla fruncir el ceño, Gronevelt le dijo:

—Es sólo una cuestión de porcentajes.

Aquella noche el anciano tuvo un sueño muy agitado, y al rayar el alba le pidió a la enfermera que lo llevara a la terraza. La enfermera lo sentó en la enorme silla y lo cubrió con unas mantas. Después se acomodó a su lado y le tomó la mano para controlarle el pulso. Cuando fue a retirar la mano, Gronevelt se la retuvo. Ella se lo permitió, y ambos contemplaron la salida del sol sobre el desierto.

La roja bola del sol convirtió el color negro azulado del aire en anaranjado oscuro. Gronevelt vio las pistas de tenis, el campo de golf, la piscina y las siete villas fulgurando como el palacio de Versalles, todas con las banderas del hotel Xanadu ondeando al viento, el verde campo con sus palomas blancas y, más allá, el desierto de arena interminable.

«Yo he creado todo eso —pensó Gronevelt—. Construí templos del placer en un erial y me forjé una vida feliz, de la nada. He procurado ser todo lo bueno que se puede ser en este mundo. ¿Debo ser juzgado?» Regresó con la mente a su infancia, cuando él y sus compañeros, filósofos de catorce años, hablaban de Dios y de los valores morales, como solían hacer los chicos por aquel entonces.

«Si pudierais ganar un millón de dólares apretando un botón y matando a un millón de chinos —dijo su amigo, mirándoles con aire de triunfo, como si les hubiera planteado un gran enigma moral de imposible solución—, ¿lo haríais?»

Tras un prolongado debate, todos llegaron a la conclusión de que no. Todos menos Gronevelt.

Ahora pensó que no se había equivocado, no por los éxitos de su vida sino porque aquel gran enigma ni siquiera se podía plantear. Ya no era un dilema. Sólo se podía plantear de una manera: «¿Pulsaríais un botón para matar a un millón de chinos (¿y por qué chinos, por cierto?) por mil dólares?» Ésa era ahora la cuestión.

La luz del sol estaba tiñendo la tierra de carmesí, y Gronevelt apretó la mano de la enfermera para no perder el equilibrio. Miraba directamente al sol porque sus cataratas eran como un escudo. Pensó medio adormilado en ciertas mujeres a las que había conocido y amado, y en ciertas acciones que había emprendido. Pensó también en los hombres a los que había tenido que derrotar sin piedad y en la clemencia que a veces había mostrado. Cross era como un hijo para él. Le compadecía y compadecía a todos los Santadio y los Clericuzio, y se alegraba de poder dejar todo aquello. Al fin y al cabo, ¿era mejor vivir una existencia feliz o una existencia conforme a los valores morales? ¿Y tenía uno que ser chino para poder decidirlo?

Esta última confusión destrozó por entero su mente. La enfermera notó que la mano del anciano se iba enfriando poco a poco y que los músculos se contraían. Se inclinó hacia delante para controlar las constantes vitales. No cabía duda de que ya se había ido.

Cross de Lena, el heredero y sucesor, organizó el solemne funeral. Tendrían que comunicar la noticia e invitar a todas las celebridades de Las Vegas, los grandes jugadores, las amigas de Gronevelt y el personal del hotel. Alfred Gronevelt había sido el genio indiscutible del juego en Las Vegas.

Había aportado fondos para la construcción de iglesias de todas las creencias pues, tal como a menudo decía, «la gente que cree en la religión y el juego se merece una recompensa por su fe». Había prohibido la construcción de barriadas humildes, pero había levantado magníficos hospitales y escuelas. Siempre aseguraba que lo hacía en su propio interés. Despreciaba Atlantic City, donde bajo los auspicios del Estado se embolsaban todo el dinero y no hacían nada para mejorar la infraestructura social.

Gronevelt había abierto el camino, convenciendo al público de que el juego no era un sórdido vicio sino una fuente de diversión para la clase media, tan normal como el golf o el béisbol. Había convertido el juego en una industria respetable en Estados Unidos. Todo Las Vegas querría rendirle homenaje.

Cross apartó a un lado sus emociones personales. Experimentaba una profunda sensación de pérdida pues durante toda su vida se había sentido unido al difunto por un sincero vínculo de afecto. Y ahora era propietario del cincuenta por ciento del hotel Xanadu, valorado en más de quinientos millones de dólares.

Sabía que su vida tendría que cambiar. Al ser tan rico y poderoso correría más peligro. El hecho de ser socio de Don Clericuzio y su familia en una gigantesca empresa haría que sus relaciones con ellos fueran más delicadas.

La primera llamada que hizo Cross fue a Quogue, donde habló con Giorgio, quien le dio ciertas instrucciones. Le dijo que nadie de la familia asistiría al entierro a excepción de Pippi. Por otra parte, Dante saldría en el primer vuelo para completar la misión que ya habían discutido anteriormente pero no asistiría al funeral. No hizo la menor mención al hecho de que ahora Cross fuera el propietario de la mitad del hotel.

Encontró un mensaje de su hermana Claudia, pero le contestó la centralita cuando llamó. Otro mensaje era de Ernest Vail. Le caía bien Vail y tenía anotada una deuda de cincuenta mil dólares en sus marcadores, pero Vail tendría que esperar hasta después del entierro.

Había otro mensaje de su padre Pippi, que había sido amigo de toda la vida de Gronevelt, y cuyo consejo necesitaba para encauzar su vida en el futuro. ¿Cuál sería la reacción de su padre ante su nueva situación y su recién adquirida riqueza? Sería un problema tan peliagudo como el de los Clericuzio, los cuales tendrían que adaptarse al hecho de que su bruglione del Oeste se hubiera convertido de pronto en un personaje rico y poderoso por derecho propio.

Cross no dudaba de que el Don sería justo con él, y daba casi por sentado que su padre lo apoyaría. Pero ¿cómo reaccionarían los hijos del Don, Giorgio, Vincent y Petie, y su nieto Dante? Él y Dante eran enemigos desde el día en que los habían bautizado juntos en la capilla privada del Don, y tal circunstancia se había convertido en una broma habitual dentro de la familia.

Ahora Dante viajaría a Las Vegas para cargarse a Big Tim, el Buscavidas. Cross estaba un poco disgustado porque sentía un perverso cariño por Big Tim, pero su destino lo había decidido el Don en persona. Cross estaba preocupado por la forma en que Dante cumpliría su misión.

El funeral de Alfred Gronevelt fue el más impresionante que jamás se había visto en Las Vegas, un auténtico tributo a su genio. Su cuerpo yacía con gran pompa en la iglesia protestante construida con su dinero y en la que el arquitecto había combinado la grandeza de las catedrales europeas con los pardos muros inclinados propios de la cultura nativa norteamericana. Haciendo gala del célebre sentido práctico de Las Vegas, el templo disponía de un aparcamiento decorado con elementos nativos norteamericanos en lugar de temas religiosos europeos.

El coro que cantó las alabanzas del Señor y encomendó a Gronevelt a la misericordia divina pertenecía a la universidad, de la que éste había financiado tres cátedras de Letras.

Centenares de universitarios que se habían licenciado gracias a las becas fundadas por Gronevelt lloraban sinceramente su muerte. Entre los asistentes figuraban muchos jugadores que habían perdido verdaderas fortunas en favor del hotel y que ahora parecían alegrarse en cierto modo de haber triunfado al final sobre Gronevelt. Muchas mujeres solas, algunas de ellas de mediana edad, lloraban en silencio. También había representantes de las iglesias católicas y de la sinagoga judía, que él había contribuido a construir.

Cerrar el casino hubiera sido una medida totalmente contraria a todo aquello en lo que Gronevelt creía, pero asistieron los directores y los crupieres que no trabajaban en el turno de día. Incluso hicieron acto de presencia algunos de los beneficiarios de las villas, a quienes Cross y Pippi hicieron objeto de especiales muestras de respeto.

Walter Wavven, el gobernador del estado de Nevada, asistió al funeral escoltado por el alcalde. El Strip fue acordonado para que la larga procesión de limusinas negras y asistentes a pie, encabezada por el plateado coche fúnebre, pudiera acompañar los restos mortales hasta el cementerio y Alfred Gronevelt pudiera inspeccionar por última vez el mundo que él había creado.

Aquella noche los visitantes de Las Vegas le rindieron el tributo que él más hubiera apreciado. Jugaron con un frenesí que estableció un nuevo récord de ganancias para la casa, salvo la Nochevieja, por supuesto. En señal de respeto, el dinero fue enterrado junto al cadáver.

Al término de aquella jornada, Cross de Lena se preparó para iniciar su nueva vida.

Aquella noche, sola en su casa de la playa de la Colonia Malibú, Athena Aquitane trató de tomar una decisión. La brisa del océano que penetraba a través de la puerta abierta le provocó un estremecimiento mientras permanecía sentada en el sofá, pensando.

Es difícil imaginar cómo era en su infancia una estrella de cine mundialmente famosa. Es difícil imaginar el proceso de transformación hasta convertirse en mujer. El carisma de las estrellas del cine es tan poderoso que parece como si sus imágenes adultas de héroes o beldades sin par hubiera brotado de golpe de la cabeza de Zeus. Ellos nunca mojaban la cama, nunca habían padecido acné, nunca habían tenido una cara inicialmente fea, nunca habían sufrido la timidez de los adolescentes poco agraciados, nunca se masturbaban, nunca habían suplicado amor y nunca habían estado a merced del destino. Ahora era por tanto muy difícil, incluso para Athena Aquitane, recordar a semejante persona.

Athena se consideraba una de las criaturas más afortunadas que jamás hubieran nacido en este mundo. Lo había tenido todo sin el menor esfuerzo. Tenía un padre maravilloso y una madre que había sabido reconocer y cultivar sus cualidades. Aunque sus padres adoraban su belleza física, habían hecho todo lo posible por educar su mente. Su padre la instruyó en la práctica de los deportes, y su madre en la literatura y el arte. No recordaba ni una sola ocasión de su infancia en que se hubiera sentido desdichada, hasta los diecisiete años, cuando se enamoró.

Se enamoró de Boz Skannet, que le llevaba cuatro años y era una estrella del fútbol regional en el centro universitario donde estudiaba. La familia de Boz era propietaria del banco más importante de Tejas. Boz era casi tan guapo como Athena, y además era divertido y encantador y estaba loco por ella. Sus cuerpos perfectos se atraían como imanes, las terminaciones nerviosas experimentaban descargas de alta tensión y la carne era toda seda y miel. Entraron en un cielo especial y se casaron para asegurarse la felicidad eterna.

Athena quedó embarazada a los pocos meses, pero gracias a la exquisita perfección de su cuerpo engordó muy poco, nunca sufrió mareos y le encantaba la idea de tener un hijo. Siguió por tanto yendo a clase, estudiando arte dramático y jugando al golf y al tenis. Boz la ganaba al tenis, pero ella lo derrotaba sin el menor esfuerzo en el golf.

Boz empezó a trabajar en el banco de su padre. Tras el nacimiento del bebé, una niña a la que puso el nombre de Bethany, Athena siguió yendo a clase pues Boz tenía dinero más que suficiente para pagarle una niñera y una criada. El matrimonio aumentó el ansia de saber de Athena, que leía vorazmente todo tipo de libros y muy especialmente obras de teatro. Le encantaba Pirandello, Strindberg la ponía muy triste y Tennessee Williams la hacía llorar. Rebosaba de vitalidad y su inteligencia enmarcaba su físico, confiriéndole una dignidad que raras veces acompaña a la belleza. No era de extrañar que muchos hombres tanto jóvenes como ancianos se enamoraran de ella. Los amigos de Boz Skannet le envidiaban su suerte.

Boz Skannet comentaba en broma que su mujer era como un Rolls que tuviera que dejar aparcado todas las noches en la calle. Era lo bastante inteligente como para comprender que su mujer estaba destinada a cosas más grandes, y estaba convencido de que era extraordinaria. También veía con toda claridad que estaba destinado a perderla, como había perdido sus propios sueños. Aunque no había podido demostrar su valor en una guerra, sabía que era valiente y q

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