El príncipe encantado

Fragmento

Capítulo 1

1

La virtud es audaz y la bondad nunca teme.

WILLIAM SHAKESPEARE,

Medida por medida

Londres, Inglaterra, 1868

Los buitres se estaban reuniendo en el vestíbulo. El salón ya estaba totalmente colmado, al igual que el comedor y la biblioteca de arriba. Había más de esas negras aves de rapiña a lo largo de la escalera curva. De vez en cuando, dos o tres daban un cabezazo al mismo tiempo para tragar el champán de sus copas. Estaban a la expectativa, vigilantes, esperanzados. Eran detestables e infames.

Eran los familiares.

También se habían hecho presentes unos cuantos amigos del conde de Havensmound. Estaban allí para expresar apoyo y compasión por la infortunada tragedia que se produciría en breve.

La celebración vendría después.

Durante un breve rato, todos trataron de comportarse de una manera digna, adecuada a la solemne ocasión. Sin embargo, el licor les aflojó pronto los pensamientos y las sonrisas; no pasó mucho tiempo sin que se oyeran rotundas carcajadas por encima del tintineo de las copas de cristal. La matriarca agonizaba, por fin. En el último año se habían producido dos falsas alarmas, pero muchos creían que este tercer ataque resultaría ser el de la buena suerte. Era demasiado vieja, la condenada, para seguir desilusionando a todos. Caramba, si ya tenía más de sesenta años.

Lady Esther Stapleton había pasado la vida acumulando una fortuna y ya era sobradamente hora de que muriera, para que sus parientes pudieran comenzar a gastarla. Después de todo, se decía que era una de las mujeres más ricas de Inglaterra. También se decía que su único hijo sobreviviente era uno de los más pobres. No era justo; cuanto menos, eso decían los comprensivos acreedores del conde, cuando ese libertino los tenía al alcance del oído. Malcolm era el conde de Havensmound, Dios bendito, y debía tener autorización para gastar cuanto quisiera y cuando quisiera. Claro que el hombre era un derrochón declarado y, además, un calavera cuyo apetito sexual se dirigía a las muy jovencitas, pero esos no eran defectos que los prestamistas miraran con malos ojos; todo lo contrario, en realidad. Si bien hacía ya tiempo que los banqueros más respetables se negaban a prestar más dinero al licencioso conde, los usureros lo hacían con mucho gusto. Estaban en la gloria. Disfrutaban plenamente del libertinaje de su cliente. Cada uno le había cobrado intereses exorbitantes por sacarlo de su último fiasco en el juego, por no hablar de las pasmosas cantidades que debían facilitarle para acallar a los padres de las damiselas seducidas y abandonadas por el conde. Las deudas se habían amontonado, sí, pero los pacientes acreedores recibirían muy pronto su rica recompensa.

Al menos, eso creían todos.

Thomas, el joven auxiliar del mayordomo enfermo, sacó a empujones a otro acreedor y se permitió el gran placer de cerrar con un portazo. La conducta de esa gente lo tenía horrorizado. Simplemente, nada les importaba.

Thomas había vivido en esa casa desde los doce años y, en todo ese tiempo, no creía haber visto nunca algo tan vergonzoso. Allí arriba, su querida Señora luchaba por resistir hasta que todos sus asuntos estuvieran debidamente arreglados, esperando que llegara Taylor, su nieta predilecta, para poder despedirse de ella; abajo, mientras tanto, el hijo de la moribunda recibía a sus cortesanos, riendo y comportándose como bruto insensible que era. Su hija Jane no se apartaba de su lado, con expresión muy ufana. Thomas supuso que, si parecía tan satisfecha, era por la seguridad de que su padre compartiría con ella su fortuna.

«Dos manzanas podridas en el mismo canasto», se dijo Thomas. Oh, sí: padre e hija eran muy parecidos, tanto en carácter como en apetito. El mayordomo no se consideraba desleal a su ama por albergar tan pobre opinión de sus familiares: ella pensaba lo mismo. Caramba, si en varias ocasiones había oído decir a lady Esther que Jane era una víbora. Y lo era, sí. Thomas, en secreto, opinaba de ella cosas mucho peores. Era una joven cruel, llena de mañas; él no recordaba haberla visto sonreír sino después de destrozar deliberadamente el amor propio de alguien. Los enterados decían que Jane manejaba a la aristocracia con mano maliciosa; por eso los más jóvenes, los que comenzaban a ocupar sus puestos dentro de la sociedad, le tenían miedo, aunque se cuidaban de admitirlo. Thomas ignoraba si esos chismorreos eran veraces o no, pero de una cosa estaba seguro: Jane era una destructora de sueños.

Pero la última vez había llegado demasiado lejos al atreverse a atacar lo que más apreciaba lady Esther: había tratado de destruir a lady Taylor.

El mayordomo dejó escapar un fuerte gruñido de satisfacción. Muy pronto esa muchacha y su mal afamado padre se verían obligados a apreciar las ramificaciones de sus actos traicioneros.

La querida lady Esther, afligida por su mala salud y por las pérdidas familiares, no había notado lo que estaba pasando. Su declinación comenzó cuando Marian, la hermana mayor de Taylor, se estableció en Boston con sus bebés gemelas. Desde entonces venía decayendo. En opinión de Thomas, si no se había entregado por completo era porque estaba decidida a ver casada y establecida a la niña que había criado como propia.

La boda de Taylor se había cancelado gracias a las interferencias de Jane. Sin embargo, de esa horrible humillación surgió algo bueno: que lady Esther abrió los ojos, por fin. Hasta ese último escándalo había sido una mujer dada a perdonar; ahora se mostraba simplemente vengativa.

En el nombre de Dios, ¿dónde estaba Taylor? Thomas rogó que llegara a tiempo para firmar los papeles y despedirse de su abuela.

El mayordomo se paseó durante varios minutos más, nervioso y preocupado. Luego se dedicó a hacer que los invitados, que holgazaneaban con tanta insolencia en los peldaños, pasaran al solario de la parte trasera, ya atestado. Usó el ofrecimiento de comida y más licores como incentivo para obtener su colaboración. Después de amontonar allí a la última de aquellas viles criaturas, cerró la puerta y volvió apresuradamente al vestíbulo.

Una conmoción, allí afuera, atrajo su atención, haciendo que corriera a mirar por la ventana del costado. Al reconocer el escudo de armas del carruaje negro que se estaba deteniendo en el centro del camino circular, lanzó un suspiro de alivio y pronunció una breve plegaria de agradecimiento: Taylor acababa de llegar, por fin.

Thomas echó una mirada al salón, para asegurarse de que el conde y su hija siguieran entretenidos con sus amigos. Como ambos estaban de espaldas a la entrada, corrió a cerrar las puertas del salón. Si la suerte lo acompañaba podría llevar a Taylor a través del vestíbulo y escaleras arriba sin que su prima ni su tío lo notaran.

Cuando abrió la puerta, Taylor iba atravesando la multitud de oportunistas instalados en el camino. Lo complació notar que la muchacha ignoraba por completo a esos pillastres que trataban de llamarle la atención. Varios llegaron a ponerle sus tarjetas en la mano, jactándose a voz en grito de ser los mejores expertos en inversiones de toda Inglaterra, capaces de triplicar el dinero que ella obtendría muy pronto; no tenía más que entregarles su herencia. Thomas sintió asco de tanto histrionismo. Si hubiera tenido una escoba a mano, la habría emprendido contra la turba.

—¡Fuera, fuera! ¡Alejaos de ella! —ordenó a gritos, adelantándose a la carrera. Sujetó el codo de Taylor en un gesto protector y, echando una mirada fulminante a los transgresores por encima del hombro, la escoltó hasta adentro.

—Criminales todos ellos, si se me pide opinión —murmuró.

Taylor estaba plenamente de acuerdo con esa declaración.

—Estabas dispuesto a arrojarte contra ellos, ¿verdad, Thomas?

El sirviente sonrió.

—Cecil me daría de coscorrones si me rebajara a la altura de esa chusma —comentó—. Para seguir sus pasos debo evitar toda conducta grosera. Un mayordomo siempre debe mantener su dignidad, milady.

—Sí, por supuesto —concordó Taylor—. ¿Cómo está nuestro Cecil? La semana pasada le envié una nota, pero aún no he tenido respuesta. ¿Hay motivos para preocuparse?

—No, milady. Cecil, anciano como es, sigue fuerte como un roble. Abandonó su lecho de enfermo para despedirse de lady Esther. Su abuela ya le ha otorgado una pensión, ¿lo sabía usted? Lo ha provisto estupendamente, lady Taylor. Cecil no carecerá de nada por el resto de sus días.

—Ha sido su leal mayordomo durante casi treinta años —señaló Taylor—. Es justo que reciba una buena pensión. ¿Y tú, Tom? ¿Qué harás? Dudo que tío Malcolm te permita seguir aquí.

—Su abuela ya me ha asignado una función, lady Taylor. Quiere que cuide de su hermano Andrew. Tendré que mudarme a Escocia, pero eso no importa. Por complacer a lady Esther iría al fin del mundo. Ella ha apartado para mí una parcela y una asignación mensual, pero supongo que usted ya lo sabía. Fue idea suya, ¿verdad? Usted siempre ha cuidado de Tom, aunque el mayor soy yo.

Taylor sonrió. Había sido idea de ella, pero estaba segura de que a la Señora se le hubiera ocurrido la misma idea, de no estar tan atareada con otros asuntos.

—¿Mayor, Tom? —bromeó—. Apenas me llevas dos años.

—Aun así soy mayor —contraatacó él—. Permítame su abrigo. Me complace ver que se ha vestido de blanco, tal como lo pidió su abuela. Es un vestido muy bonito. Si me permite la audacia de decirlo, hoy está usted mucho mejor.

Thomas se arrepintió de inmediato de haber agregado ese cumplido, pues no quería hacerla pensar en la última vez que se habían visto. Taylor no podría olvidar jamás esa ocasión, por supuesto; aun así no era caballeresco recordarle esa humillación.

Parecía estar mejor, sí. Nadie la había visto desde aquella tarde, seis semanas atrás, en que su abuela se había sentado con ella en el salón para darle la noticia sobre su prometido. Thomas montaba guardia dentro, con la espalda apoyada contra el pomo de la puerta, a fin de que nadie se atreviera a interrumpir. Por eso vio lo destrozada que había quedado Taylor ante el anuncio. Era preciso reconocer que la muchacha no lloró ni hizo ninguna escena. Semejante conducta no habría sido adecuada para una señorita. Mantuvo una expresión dominada, pero aun así, el dolor sufrido era obvio: le temblaba la mano con que se echaba el pelo atrás y su tez estaba blanca como nieve recién caída. Sus ojos azules, tan límpidos y encantadores, perdieron por completo su brillo, y también su voz al pronunciar, cuando la abuela terminó de leerle la sucia carta recibida:

—Gracias por decírmelo, Señora. Sé lo difícil que ha sido para usted.

—Creo que deberías salir de Londres por un tiempo, Taylor, hasta que pase este pequeño escándalo. Tío Andrew se alegrará de contar con tu compañía.

—Como usted mande, Señora.

Un momento después Taylor se disculpó. Subió a su alcoba, ayudó a preparar sus propias maletas y, menos de una hora después, partió hacia la finca que su abuela tenía en Escocia.

Durante la ausencia de su nieta, lady Esther no estuvo ociosa: pasó ese tiempo con sus abogados.

—Su abuela se alegrará mucho de verla, lady Taylor —anunció Thomas—. Desde que recibió esa carta misteriosa, el otro día, se muestra quejosa e impaciente. Según creo, cuenta con que usted sepa lo que se debe hacer.

Su voz denotaba una profunda preocupación. Al notar que la muchacha seguía estrujando las tarjetas con la mano, las depositó en el cesto para papeles y la siguió hasta la escalera.

—¿Cómo está, Thomas? ¿Se ha producido alguna mejoría?

El sirviente le tomó la mano para darle una palmadita afectuosa, notando el miedo en su voz. Habría querido mentirle, pero no se atrevió. Ella merecía la verdad.

—Se está apagando, milady. Esta vez no habrá recuperación. Ha llegado el momento de que usted le diga adiós. Está muy ansiosa por dejar todo arreglado. No podemos permitir que siga tan nerviosa, ¿verdad?

Taylor sacudió la cabeza.

—No, claro que no.

Los ojos se le llenaron de lágrimas que ella trató de dominar a fuerza de voluntad. A su abuela le haría mal verla llorar. Y, de cualquier modo, con llorar no cambiarían las cosas.

—Usted se está arrepintiendo de haber aceptado los grandes planes que su abuela ha trazado para usted, ¿verdad, lady Taylor? Si ella creyera que la ha obligado a... —Thomas no acabó de expresar su preocupación.

Taylor dijo, forzando una sonrisa:

—No me estoy arrepintiendo. A estas alturas deberías saber que soy capaz de cualquier cosa por complacer a mi abuela. Ella quiere atar todos los cabos sueltos antes de morir. Y, como yo vengo a ser el último de sus cabos sueltos, a mí me corresponde ayudarla. No voy a rehuir esa obligación, Thomas.

Desde el salón les llegó un estallido de risas. Taylor se volvió hacia el ruido, irritada, y divisó a dos desconocidos vestidos de negro, cómodamente instalados en el fondo del pasillo que conducía a la escalera. Notó que los dos tenían copas de champán en la mano. De pronto cayó en la cuenta de que la casa estaba llena de invitados.

—¿Qué hace aquí toda esta gente?

—Se preparan para celebrar con su tío Malcolm y su prima Jane, milady —informó Thomas. Recibió con un gesto afirmativo la expresión enfurecida de Taylor y se apresuró a añadir—: Su tío invitó a unos cuantos amigos...

Taylor no le permitió completar la explicación.

—Ese hombre detestable no tiene una sola cualidad que lo redima, ¿no?

La furia de su voz inflamó la del mayordomo.

—Se diría que no, milady. El padre de usted, que Dios lo tenga en su gloria, parece haber heredado todas las buenas cualidades, mientras que lord Malcolm y su prole... —Thomas se interrumpió con un suspiro fatigado. Notando que Taylor estaba a punto de abrir las puertas del salón, se apresuró a sacudir la cabeza—. Ahí adentro están Malcolm y Jane, milady. Si la ven tendremos una escena. Sé que usted querría expulsar a todos de aquí, pero la verdad es que no hay tiempo. Su abuela espera.

Taylor comprendió que él tenía razón. Su abuela estaba primero. Volvió a cruzar el vestíbulo a paso rápido y, aceptando el brazo del mayordomo, comenzó a subir.

Cuando llegaron al descansillo se volvió hacia él.

—¿Qué dice el médico sobre el estado de la Señora? ¿No cabe la posibilidad de que vuelva a sorprendernos? Podría mejorar, ¿verdad?

Thomas movió la cabeza en un gesto negativo.

—Sir Elliott opina que es sólo cuestión de tiempo —dijo—. Simplemente, el corazón de lady Esther está agotado. Fue Elliott quien lo notificó a su tío Malcolm; por eso se han reunido todos aquí. Su abuela perdió los estribos cuando lo supo; creo que a ese médico aún le arden los oídos por la azotaina verbal que ella le aplicó. Lo que me asombra es que a él mismo no se le haya parado el corazón, en ese mismo instante.

Al imaginar a su abuela regañando a un gigante como Elliott, Taylor no pudo menos que sonreír.

—La Señora es una mujer asombrosa, ¿no?

—Ya lo creo —replicó Thomas—. Es capaz de hacer que hombres hechos y derechos se estremezcan de miedo. Yo mismo debí obligarme a recordar que a mí no me intimidaba.

—A ti nunca te ha intimidado —observó Taylor, desechando la idea.

Thomas sonrió de oreja a oreja.

—Porque usted no me lo permitía. ¿Se acuerda, milady? Mientras me arrastraba de regreso a casa, me explicó que lo de la Señora era puro aspaviento.

Taylor asintió.

—Me acuerdo, sí. La Señora no levantó la voz al regañar a Elliott, ¿o sí?

—No, por Dios —aseguró Thomas—. Ante todo y como sea, la Señora es una dama. Pero Elliott se encogía como si ella estuviera gritando. ¡Si usted le hubiera visto la cara cuando ella amenazó con no dejarle dinero para su nuevo laboratorio!

Taylor echó a andar por el largo pasillo, con Thomas a su lado.

—¿Sir Elliott está ahora con ella?

—No. Ha pasado toda la noche aquí y se ha ido hace un rato, para cambiarse de ropa. Ha dicho que tardaría alrededor de una hora. Eso nos da tiempo suficiente. Los invitados de su abuela están en el recibidor contiguo a sus habitaciones. Ella me sugirió que los hiciera subir por la escalera de servicio, para que nadie los viera. Su tío Malcolm no tendrá idea de lo que va a pasar: cuando se entere será demasiado tarde.

—Eso significa que la Señora sigue insistiendo en que llevemos a cabo ese plan.

—Sí, por supuesto —respondió Thomas—. Una palabra de advertencia, querida, si me lo permite. Su abuela se inquietará si le ve lágrimas en los ojos.

—No me verá llorar —prometió Taylor.

Las habitaciones de lady Esther estaban al final del pasillo. Taylor no vaciló ante el umbral del dormitorio. En cuanto Thomas le hubo abierto la puerta, entró precipitadamente.

Dentro reinaba una oscuridad de medianoche. Taylor entornó los ojos, tratando de orientarse.

La alcoba era gigantesca como una plaza. A un lado, sobre una plataforma cuadrada, se alzaba el lecho con su dosel. En el lado opuesto, tres poltronas y dos mesitas laterales formaban un ángulo frente a los densos cortinajes de las ventanas. A Taylor siempre le había encantado esa habitación. Cuando era pequeña solía brincar en la cama, cruzar las gruesas alfombras orientales a saltos y hacer ruido suficiente para despertar a los muertos; al menos, eso decía su abuela con frecuencia.

Dentro de la alcoba no había restricciones. Cuando la abuela estaba de buen humor, le permitía ataviarse con sus maravillosos vestidos de seda y sus zapatos de satén. Taylor se ponía un sombrero de ala ancha, adornado con manojos de flores y plumas arriba; colgaba de su cuello montones de joyas preciosas y se enfundaba un par de guantes blancos que le llegaban hasta los hombros. Una vez así acicalada, servía el té a su abuela, inventando absurdas descripciones de las imaginarias fiestas a las que había asistido. La abuela nunca se reía de ella. Le seguía el juego, agitando el abanico pintado frente a la cara; susurraba «Vaya, vaya» en los momentos adecuados y hasta lanzaba fingidas exclamaciones de horror ante los escándalos que Taylor conjuraba. En casi todos figuraban uno o dos gitanos y damas de compañía. De vez en cuando, la misma Señora ideaba unos cuantos relatos ridículos.

Taylor amaba ese cuarto y todos los recuerdos que encerraba, casi tanto como amaba a la anciana que allí vivía.

—Has tardado demasiado tiempo en llegar aquí, jovencita. Ahora tendrás que disculparte por haberme hecho esperar.

La voz ronca de su abuela resonó en toda la alcoba. Taylor giró para avanzar hacia allí y estuvo a punto de tropezar con un escabel. Recuperó el equilibrio antes de caer de rodillas, esquivando cautelosamente el obstáculo.

—Disculpe usted, Señora —dijo.

—No digas tonterías, Taylor. Siéntate. Tenemos mucho de que hablar.

—Es que no encuentro los sillones, Señora.

—Enciende una sola vela, Janet. Eso es todo lo que voy a permitir —ordenó lady Esther a su doncella—. Luego retírate. Quiero estar sola con mi nieta.

Por fin Taylor localizó las poltronas y ocupó la del centro. Después de acomodar los pliegues de su vestido, cruzó las manos en el regazo. No llegaba a ver a su abuela. La distancia y la oscuridad se lo hacían imposible. Aún conservaba su postura muy recta, con la espalda rígida como una enagua almidonada. La abuela detestaba ver a la gente con los hombros caídos; como esa anciana tenía la vista de un gato (al menos, eso pensaba Taylor), no se atrevió a relajarse.

La luz de la vela encendida en la mesa de noche se convirtió en un faro en medio de la oscuridad. Más que verla, Taylor percibió a la doncella que pasaba frente a sí. Esperó a oír el chasquido de la puerta al cerrarse antes de preguntar:

—¿Por qué está todo tan oscuro, Señora? ¿Hoy no quiere ver el sol?

—No deseo verlo —respondió su abuela—. Me estoy muriendo, Taylor. Yo lo sé, Dios lo sabe y también lo sabe el diablo. No voy a armar bulla. No sería digno de una dama. Pero tampoco voy a ser complaciente. La muerte tendrá que acecharme en la oscuridad. Si la suerte me acompaña, no me hallará antes de que todos mis asuntos hayan sido resueltos a mi satisfacción. La luz podría darle una ventaja. Temo que estés mal preparada para las tareas que tienes ante ti.

El cambio de tema tomó a Taylor por sorpresa, pero se recuperó de inmediato.

—Permítame disentir, Señora. Usted me ha educado bien. Estoy preparada para cualquier eventualidad.

Lady Esther resopló.

—Al educarte omití unas cuantas cosas, ¿verdad? No sabes nada del matrimonio ni de lo que hace falta para ser buena esposa. Creo que mi incapacidad de tratar esos temas íntimos se debe a la época, Taylor. Vivimos en una sociedad muy restrictiva. Todos debemos mostrarnos muy decorosos y pacatos. No sé de dónde te vino, pero tienes mucho amor y compasión dentro de ti. Y debo reconocer que agradezco no haber podido borrarte esas cualidades. Nunca has podido entender que debías ser rígida, ¿cierto? No importa —continuó lady Esther—. Ya es demasiado tarde para cambiar. Eres una soñadora sin remedio, Taylor, como lo demuestra tu afición a esas novelas baratas y tu cariño por los canallas.

Taylor sonrió.

—Se los llama montañeses, Señora —corrigió—. Y creo que a usted le gustaba escucharme leer esos relatos.

—No niego que disfrutara de ellos —murmuró lady Esther—. Pero eso no viene al caso. Las historias de Daniel Crockett y Davy Boone seducirían a cualquiera, hasta a las ancianas rígidas.

Había mezclado los nombres; a Taylor le pareció que lo hacía a propósito, para dar a entender que no la fascinaban los montañeses tanto como a ella. No volvió a corregirla.

—Sí, Señora —dijo, suponiendo que su abuela esperaba su asentimiento.

—Me pregunto si conoceré a esos montañeses en el más allá.

—Creo que sí —respondió Taylor.

—Vas a tener que poner los pies en la tierra —le advirtió su abuela.

—Lo haré, Señora.

—Hice mal en no dedicar algún tiempo a enseñarte cómo se doma a un hombre para que sea un marido bueno y afectuoso.

—Tío Andrew me explicó todo lo que necesito saber.

Lady Esther volvió a resoplar.

—¿Y qué puede saber mi hermano de ese tema? Se ha pasado todos estos años viviendo en Escocia como un ermitaño. Para saber de qué se trata, Taylor, hay que casarse. No prestes ninguna atención a lo que él te haya dicho; seguramente está equivocado.

Taylor negó con la cabeza.

—Me dio buenos consejos, Señora. ¿Por qué tío Andrew nunca se ha casado?

—Probablemente porque nadie lo ha querido —especuló la Señora—. Él sólo se interesaba por sus gigantescos caballos.

—Y por sus armas de fuego —le recordó Taylor—. Todavía trabaja en las patentes.

—Sus armas de fuego, sí —coincidió la Señora—. Despiertas mi curiosidad, Taylor. ¿Qué te dijo sobre el matrimonio?

—Si quiero convertir a un pillo en buen esposo, debo tratarlo como a un caballo al que tratara de adiestrar: aplicar mano firme, nunca demostrarle miedo y dosificar el afecto. Tío Andrew predijo que en seis meses lo tendría comiendo en la palma de mi mano. Que habría aprendido a valorarme y me trataría como a una princesa.

—¿Y si él no te valora?

Taylor sonrió.

—En ese caso debería dispararle con una de sus bonitas pistolas.

La sonrisa de la Señora se llenó de ternura.

—Una o dos veces me habría gustado disparar contra tu abuelo, hija, pero sólo una o dos veces.

Su humor pasó de la jovialidad a la melancolía en el curso de un segundo. Con voz trémula de emoción, dijo:

—Las niñas te van a necesitar. Dios mío, tú misma eres casi una niña. ¿Cómo te las vas a arreglar?

Taylor se apresuró a tranquilizarla.

—Me las arreglaré muy bien —aseguró—. Para usted sigo siendo una niña, pero ya soy una mujer adulta. No se preocupe, Señora; usted me ha preparado bien.

Lady Esther dejó escapar un fuerte suspiro.

—De acuerdo, no voy a preocuparme —prometió—. Me has dado tu amor y tu devoción durante todos estos años, mientras que yo... ¿Te das cuenta de que ni una sola vez te he dicho que te quiero?

—Me doy cuenta, Señora.

Al asentimiento de Taylor siguió un momento de silencio. Luego lady Esther volvió a cambiar de tema.

—No permití que me dijeras a qué se debía la desesperación de tu hermana por abandonar Inglaterra. Ahora te confieso que lo hice porque tenía miedo de lo que pudiera oír. Marian se fue a causa de mi hijo, ¿verdad? ¿Qué le hizo Malcolm? Estoy dispuesta a escuchar, Taylor. Ahora puedes contármelo, si quieres.

De inmediato a Taylor se le anudó el estómago. Aspiró profundamente antes de responder.

—Preferiría no hacerlo, Señora. Sucedió hace mucho tiempo.

—Aún tienes miedo, ¿no? Te tiembla la voz con sólo mencionarlo.

—No, ya no tengo miedo.

—Te di toda mi confianza y ayudé a la partida de Marian y ese inútil de su esposo, ¿no es cierto?

—Sí, Señora.

—No me fue fácil, sabiendo que jamás volvería a verlos. No podía confiar en el criterio de Marian, desde luego. Fíjate con quién se casó. George era apenas mejor que un mendigo. No la amaba, naturalmente; se casó con ella por su dinero. Pero ella no quiso escuchar razones. Los desheredé a ambos. Ahora comprendo que actué por rencor.

—George no era un inútil, Señora. Es que no tenía cabeza para los negocios. Puede que se haya casado con mi hermana sólo por su dinero, pero no la abandonó cuando usted la dejó sin herencia. Creo que aprendió a amarla, aunque fuera un poquito. Siempre la trató bien. Y por todas las cartas que nos envió, también creo que era un padre estupendo.

Lady Esther asintió con la cabeza.

—Sí, yo también pienso que era buen padre —admitió de mala gana—. Fuiste tú quien me convenció de que les diera algo de dinero, para que pudieran salir de Inglaterra. Hice lo correcto, ¿no?

—Sí, Señora, usted hizo lo correcto.

—¿Marian quería contarme lo que ocurrió? Por Dios, hace dieciocho meses que murió y apenas ahora puedo hacerte esta pregunta.

—Marian no se lo habría contado —insistió Taylor, con voz urgente.

—Pero contigo habló francamente, ¿no?

—Sí, pero sólo porque deseaba protegerme —Taylor volvió a aspirar profundamente, tratando de mantener la compostura. El tema la afligía tanto que empezaban a temblarle las manos. Para evitar que su abuela notara su nerviosismo, trató de dominar lo trémulo de su voz—. Usted le demostró su amor protegiéndola sin exigir explicaciones. La ayudó a partir. Ella y George fueron felices en Boston y estoy segura de que Marian murió en paz.

—Si te ordenara ahora que traigas a sus hijas a Inglaterra, ¿estarían a salvo?

—No. —La respuesta de la muchacha fue inmediata y enérgica, pero suavizó el tono para agregar—: Esas niñas deben criarse en el país de su padre. Es lo que deseaban George y Marian. —«Y no bajo la custodia de Malcolm», agregó para sus adentros.

—¿Crees que el cólera puede haberse llevado también a las pequeñas? A estas horas ya lo sabríamos, ¿cierto?

—Sí, ya nos habríamos enterado. Están sanas y salvas —aseguró, dando a su voz todo el énfasis posible y rogando que fuera verdad. La señora Bartlesmith, la niñera de las niñas, había escrito para darles la trágica noticia. No estaba en absoluto segura de que fuera el cólera lo que había matado a George y nadie podía saberlo, porque después de su muerte el médico se había negado a exponerse al contagio visitando la casa. La niñera había mantenido a las pequeñas lejos del padre durante su enfermedad, protegiéndolas tanto como pudo. Dios ya se había llevado a Marian; ahora, a George. No podía ser tan implacable como para llevarse también a esas criaturas de dos años. La sola idea la inquietaba demasiado.

—Confío en ti, Taylor. —La voz de la Señora sonaba fatigada.

—Gracias, Señora.

—¿Te protegí bien durante tu infancia?

—Oh, sí —exclamó Taylor—. Me ha protegido bien durante todos estos años.

Pasaron varios minutos en silencio. Por fin lady Esther preguntó:

—¿Estás lista para abandonar Inglaterra?

—Sí.

—Boston está al otro lado del mundo. Cuenta a esas pequeñas cosas buenas de mí, aunque debas inventarlas. Quiero que me recuerden con cariño.

—Sí, Señora.

Taylor se esforzaba desesperadamente por no llorar. Con la vista clavada en las manos, aspiró profundamente varias veces.

Lady Esther, sin reparar en la inquietud de su nieta, volvió a explicarle detalladamente lo del dinero que había transferido al banco de Boston. Cuando acabó de darle instrucciones, su voz sonaba débil por la fatiga.

—En cuanto regrese sir Elliott, él anunciará que he tenido otra recuperación milagrosa. Por imbécil que sea, sabe muy bien quién le llena los bolsillos. Esta noche tú asistirás al baile y actuarás como si todo estuviera perfectamente bien. Debes reír. Debes mostrarte alegre. Debes celebrar mi buena salud. Te quedarás hasta que el reloj haga sonar las campanadas de medianoche. Nadie debe saber que partes al rayar el día. Absolutamente nadie.

—Pero, Señora, yo había pensado quedarme con usted, ahora que está tan enferma.

—Nada de eso —le respondió su abuela—. Debes alejarte de Inglaterra antes de que yo muera. No estaré sola. Me hará compañía Andrew, mi hermano. A Malcolm y a los otros se les informará de tu partida una vez que te hayas hecho a la mar. Accede, Taylor. Tu deber es permitir que esta anciana muera contenta.

—Sí, Señora. —La muchacha ahogó un sollozo.

—¿Estás llorando?

—No, Señora.

—No soporto las lágrimas.

—Lo sé, Señora.

La anciana suspiró de satisfacción.

—Me tomé muchas molestias para hallar al adecuado. Lo sabes, ¿verdad, Taylor? —preguntó—. Por supuesto que sí. Bien, sólo queda un documento más que firmar y certificar. Una última ceremonia que debo cumplir. Luego estaré en paz.

—No quiero que usted muera, Señora.

—No siempre es posible obtener lo que se desea, jovencita. No lo olvides.

—No, Señora.

—Di a Thomas que haga pasar a los visitantes que ha escondido en el recibidor. Luego ven y ponte junto a mí. Quiero verte firmar el documento antes de agregar mi firma como testigo.

Taylor se levantó.

—¿No va a cambiar de idea, Señora?

—No —le aseguró la abuela—. ¿Lo harás tú?

Había un desafío en su tono seco, decidido. Taylor se las compuso para sonreír.

—No, no cambiaré —respondió, con la misma energía.

—Date prisa, pues. El tiempo se nos va, Taylor. Y el tiempo es mi enemigo.

Taylor echó a andar hacia la puerta que comunicaba la alcoba con el recibidor adyacente, pero se detuvo a medio camino.

—Señora...

—¿Qué pasa?

—Antes de que Thomas haga pasar a los otros... no volveremos a estar solas y... ¿Me permitiría...?

No dijo más. No hacía falta. Su abuela comprendió lo que pedía.

Un fuerte suspiro llenó la alcoba.

—Si es preciso... —gruñó la abuela.

—Gracias.

—Dilo de una vez, Taylor.

—Muy bien. La amo con todo mi corazón, Señora.

No podía creer lo que había hecho. Por todos los diablos, casi le había sido imposible llevarlo a cabo. Sacudió la cabeza, disgustado. ¿Qué clase de hombre puede exigir a un hermano que compre la libertad de otro hermano? Sólo un verdadero cretino, se decía, un verdadero hijo de...

Lucas Michael Ross se obligó a apartar de su mente esos iracundos pensamientos. A lo hecho, pecho. El muchacho ya estaba libre y dispuesto a iniciar una vida nueva. Eso era lo único que importaba. Tarde o temprano, ese maldito heredero de la fortuna familiar recibiría su merecido. Por lo que a Lucas concernía, su medio hermano mayor podía pudrirse o prosperar en Inglaterra.

Su furia no cedía. Lucas se reclinó contra la columna del majestuoso salón de baile, observando a las parejas que giraban por el suelo de mármol. Lo flanqueaban Morris y Hampton, dos amigos de sus hermanos. Ambos tenían títulos nobiliarios, pero Lucas no recordaba cuáles. Los dos estaban en medio de un acalorado debate sobre los méritos y los peligros del capitalismo en Norteamérica y por qué jamás podría funcionar. Lucas fingía interés y asentía con la cabeza cuando juzgaba que era adecuado; por lo demás, ignoraba prácticamente a sus compañeros y su discusión.

Era su última noche en Inglaterra. No quería saborear la velada, sino ponerle fin. Ese lúgubre país no le inspiraba ningún cariño; en realidad, no entendía que alguien quisiera establecer su hogar allí. Después de haber vivido en los páramos de Norteamérica, Lucas no lograba imaginar un motivo por el que escoger deliberadamente Inglaterra. En su opinión, la mayoría de los habitantes eran tan pretenciosos y altaneros como sus líderes y sus movimientos, y tan sofocantes como el aire que respiraban. Detestaba la falta de espacio, las infinitas chimeneas, la película negruzca y grisácea que pendía sobre la ciudad, la chabacanería de las mujeres, la afectación de los hombres. En Londres se sentía acorralado, enjaulado. Súbitamente le vino a la memoria la imagen de un oso bailarín que había visto cierta vez, siendo niño, en una feria de las afueras de Cincinnati. El animal estaba vestido con pantalones de hombre y bailoteaba erguido sobre las patas traseras, describiendo círculos alrededor del propietario, que lo dominaba sujetando una larga y pesada cadena ceñida al cuello del oso.

Los hombres y las mujeres que giraban en la pista de baile se parecían a ese oso amaestrado. Sus movimientos eran espasmódicos y controlados, bien ensayados, ciertamente. Los vestidos de las mujeres diferían en cuanto a su color, pero por lo demás eran idénticos tanto en su corte como en su estilo. Los hombres le parecían igualmente tontos, vestidos con el formal uniforme negro. Caramba, si hasta los zapatos eran todos idénticos. Las normas de la restrictiva sociedad en la que habitaban eran sus cadenas; Lucas descubrió que le inspiraban un poco de lástima. Jamás conocerían la verdadera aventura, la libertad, los espacios abiertos. Iban a vivir y a morir sin saber jamás lo que se habían perdido.

—¿Por qué estás tan ceñudo, Lucas?

Era Morris, el mayor de los dos ingleses, quien hacía la pregunta, mirando a Lucas.

Éste señaló la pista de baile con la cabeza.

—Pensaba que no hay ahí un solo caballo salvaje —respondió, con esa suave entonación de Kentucky que tanto parecía divertir a sus compañeros.

Obviamente Morris no entendió lo que significaba ese comentario, pues sacudió la cabeza, confundido. Hampton, más astuto, asintió con la cabeza.

—Se refiere a las parejas de bailarines —explicó.

—¿Y...? —insistió Morris, aún sin comprender.

—¿No te has dado cuenta de que todas las mujeres se parecen? Todas tienen el pelo bien tirante y recogido en la nuca; la mayoría se adorna con esas plumas ridículas asomadas en distintos ángulos. Y los vestidos también son casi idénticos —añadió—. Con esos artefactos de alambre escondidos bajo las faldas, que dan a sus traseros una forma tan extraña. De los hombres no se puede decir nada mejor. Ellos también visten todos igual. —Hampton se volvió hacia Lucas—. La buena crianza y la educación nos han robado la individualidad.

—Lucas también viste formalmente, como nosotros —barbotó Morris, como si la idea acabara de ocurrírsele. Era un hombre bajo y rollizo, de gafas gruesas, calvicie incipiente y firmes opiniones sobre todos los temas posibles. Consideraba que su única obligación era hacer de abogado del diablo y discutir contra cualquier punto de vista que expresara su mejor amigo—. La ropa que tan súbitamente te ofende es el atuendo adecuado para ir a un baile, Hampton. ¿Qué preferirías usar? ¿Botas y piel de venado?

—Sería un cambio refrescante —le espetó Hampton. Antes de que Morris pudiera idear una réplica, se volvió hacia Lucas y cambió de tema—. ¿Estás ansioso por volver a tu valle?

—Sí —reconoció Lucas, esbozando su primera sonrisa.

—¿Ya has terminado con todos tus asuntos?

—Con casi todos.

—Zarpas mañana, ¿no?

—Sí.

—¿Cómo podrás terminar lo que te falta en tan poco tiempo? —preguntó Hampton.

Lucas se encogió de hombros.

—Sólo me queda por cumplir una pequeña tarea —explicó.

—¿Te llevarás a Kelsey? —preguntó Hampton.

—Fue por él por lo que vine a Londres. El muchacho ya va rumbo a Boston con sus hermanos. Partieron anteayer.

Kelsey era el menor de los tres medio hermanos de Lucas. Los dos mayores, Jordan y Douglas, ya eran aguerridos pioneros que labraban su tierra en el valle. En ocasión del viaje anterior de Lucas, Kelsey no tenía edad suficiente; por eso lo había dejado por dos años más con sus preceptores. Ahora tenía casi doce años y estaba bien nutrido en el plano intelectual, porque Lucas se había encargado de eso; en lo emocional, en cambio, había sido descuidado hasta la inanición. De eso se encargó el maldito heredero de la fortuna familiar.

Ya no importaba que Kelsey fuera demasiado niño para la dura vida de los páramos. Si se lo dejaba por más tiempo en Inglaterra, moriría.

—Es una pena que Jordan y Douglas no hayan pasado algo más de tiempo en Londres —comentó Morris—. Habrían disfrutado de este baile. Muchos de sus amigos están aquí.

—Querían adelantarse con Kelsey —explicó Lucas.

Estaban decididos a sacar a su hermano de Inglaterra con toda la prisa posible. Reservaron pasajes en cuanto el maldito heredero hubo firmado los documentos de la custodia. Temían que él pudiera cambiar de idea o aumentar la suma que deseaba a cambio de su propio hermano.

Comenzaba a enfurecerse otra vez. ¡Cómo deseaba verse lejos de Inglaterra! Durante la guerra con el Sur había sido encarcelado en un calabozo no más grande que un armario para escobas; temía enloquecer de claustrofobia hasta que logró escapar. Pero sus tormentos no habían terminado allí; tuvo que soportar otra atrocidad que aún no podía recordar sin cubrirse de sudor frío. La guerra lo había cambiado, sí. Ahora no soportaba los lugares cerrados. Se le cerraba la garganta y le era difícil respirar profundamente. La sensación comenzaba a crecer otra vez dentro de él. En su mente, Londres se estaba convirtiendo rápidamente en una prisión, sólo podía pensar en liberarse.

Sacó su reloj y lo abrió. Faltaban veinte minutos para la medianoche. Podría resistirlos, se dijo. Había prometido permanecer allí hasta la medianoche; veinte minutos más no lo matarían.

—Cuánto me gustaría ir con vosotros a ese valle —barbotó súbitamente Hampton.

Morris, aparentemente horrorizado, entornó los ojos para mirar a su amigo tras las gruesas gafas.

—¡No hablas en serio! Tienes responsabilidades que cumplir aquí. ¿Tan poco te importan el título y las tierras? No puedo creer que pienses así, hombre. Nadie en su sano juicio renunciaría a Inglaterra, con todo lo que tiene que ofrecer.

Gravemente ofendido por lo que, a su modo de ver, era una grave deslealtad hacia su patria, se lanzó en un sermón destinado a avergonzar a su amigo Hampton. Lucas no prestaba atención: acababa de ver al maldito heredero al otro lado del salón.

William Merritt III era el legítimo primogénito. Lucas, el bastardo, tenía tres años menos. El padre de ambos había viajado a Norteamérica en su juventud y, durante su estancia allí, conquistó a una inocente campesina, a la que llevó a su lecho. Le hizo juramentos de amor y se acostó con ella las treinta noches que pasó en Kentucky, pero omitió mencionar que tenía una esposa y un hijo esperándolo en Inglaterra. Ese hijo salió igual al padre: un demonio vicioso, que sólo pensaba en sus propios placeres. La lealtad y los valores familiares significaban muy poco para él. Por ser el privilegiado primogénito, heredó las tierras, el título nobiliario y los escasos fondos restantes. El padre no se había molestado en hacer provisiones para sus otros hijos legítimos y el primogénito no estaba dispuesto a compartir la fortuna. Jordan, Douglas y Kelsey fueron arrojados a la calle.

Jordan fue el primero en buscar a Lucas y pedirle ayuda. Quería ir a Norteamérica e iniciar una nueva vida. Pero Lucas no quería involucrarse en el asunto. Para él, Jordan y sus hermanos eran perfectos desconocidos. Él no tenía ninguna relación con el mundo de privilegios en que ellos habitaban. Aunque fueran hijos del mismo padre, no sentía ningún parentesco con sus medio hermanos. Para él, la familia era un concepto completamente desconocido.

No obstante, la lealtad era otra cosa.

No pudo volver la espalda a Jordan, aunque no quiso perder tiempo averiguando por qué. Cuando llegó Douglas ya era demasiado tarde para echarse atrás. Durante su viaje a Inglaterra, al ver el trato que recibía Kelsey, comprendió que su misión no estaría cumplida mientras no hallara el modo de liberar al menor de su servidumbre.

El precio que Lucas debió pagar bien valía su propia libertad.

El vals terminó con un crescendo, justo cuando Morris ponía fin a su espontáneo sermón. Los de la orquesta se levantaron para hacer una reverencia formal, ante los atronadores aplausos.

El aplauso se cortó de pronto inexplicablemente. Las parejas que aún rondaban la pista de baile se volvieron hacia la entrada. Se hizo el silencio entre los invitados. Lucas, intrigado por el comportamiento de la multitud, se volvió para ver qué atracción había hechizado a todos de esa manera. En ese momento Morris le dio un codazo.

—No todo está echado a perder en Inglaterra —anunció—. Echa un vistazo, Lucas. Ahí, en la entrada, tienes la prueba de la superioridad inglesa.

Por el entusiasmo que expresaba su voz, a Lucas no lo habría sorprendido ver allí a la reina de Inglaterra.

—Apártate para que él vea, Hampton —ordenó Morris.

—Lucas nos lleva una buena cabeza a todos —murmuró el otro—. Puede ver perfectamente. Además, no puedo apartar mis ojos de esa visión; ni siquiera podría dar un paso. Ha venido, Dios la bendiga —agregó en un susurro, con inconfundible adoración en la voz—. Eso es tener valor, digo yo. Mucho valor, sí.

—Ahí tienes a tu caballo salvaje, Lucas —anunció Morris, con voz llena de orgullo.

La joven a la que se referían estaba de pie en lo alto de los peldaños que descendían al salón de baile. Los ingleses no exageraban: era, en verdad, una mujer increíblemente hermosa. Lucía un vestido de fiesta azul real, con un escote que no revelaba ni ocultaba demasiado. Aunque el corpiño no se ceñía a su figura, resultaba imposible no reparar en sus suaves curvas redondeadas y su cutis blanco y sedoso.

Estaba completamente sola; a juzgar por su leve sonrisa, el alboroto que estaba provocando no la molestaba en absoluto. Tampoco parecía preocuparla el hecho de que su ropa no respondiera a la moda. Sus faldas no se inflaban aquí y allá en ángulos ridículos y era evidente que no llevaba debajo ningún adminículo de alambre. Tampoco se había trenzado el pelo: los rizos largos y dorados caían en suaves ondas en torno de sus hombros esbeltos.

No, no vestía el uniforme de las otras mujeres presentes; tal vez ése era uno de los motivos por los que atraía la extasiada atención de todos los hombres. Constituía una refrescante variación dentro de lo perfecto.

Lucas se sintió afectado por su encanto. Parpadeó por instinto, pero ella no desapareció. No llegaba a ver el color de sus ojos, pero estaba seguro de que eran azules, como la luz de un cirio. No podía ser de otro modo.

De pronto tuvo dificultad para respirar. Sentía una opresión dentro del pecho y su corazón había empezado a marcar un ritmo salvaje. Por Dios, se estaba comportando como un colegial. Era humillante.

—Es un potro salvaje, sí —concordó Hampton—. Mira al marqués, ¿quieres? Está al otro lado del salón. Aun desde aquí puedo ver la lascivia en sus ojos. Y supongo que su flamante esposa también la ve. Fíjate cómo lo fulmina con la mirada. Dios mío, esto es magnífico. Ahora sí creo que se está haciendo justicia con ese perverso; ahora está recibiendo su castigo. Oh, perdona, Lucas. Hago mal en hablar de tu medio hermano con tanta falta de respeto.

—No lo considero pariente mío —replicó Lucas, con voz dura e inflexible—. Hace años nos rechazó a todos. Y tienes razón, Hampton —agregó—. Se ha hecho justicia en más aspectos de los que tú crees.

Hampton lo miró con extrañeza.

—Me despiertas una gran curiosidad, Lucas. ¿Sabes algo que nosotros ignoremos?

—Probablemente está enterado de la humillación —aventuró Morris.

Sin aguardar a que Lucas confirmara o desmintiera esa afirmación, se apresuró a brindarle un informe completo, por si acaso no conocía todos los detalles.

—Esa bella aparición de azul que tan dulcemente sonríe estuvo comprometida con tu medio hermano, pero sin duda ya sabes esa parte —comenzó—. William habría podido tenerlo todo. La cortejó con mucha habilidad y ella, tan joven e inocente, sin duda lo consideró atractivo. Y entonces, dos semanas antes de la fecha fijada para la boda, William se fugó con Jane, la prima de su novia. Había más de quinientas personas invitadas a las celebraciones; por supuesto, fue preciso notificar a todos que no habría boda. Iba a ser la sensación de la temporada, sí. ¿Te imaginas la vergüenza de cancelarla a esa altura?

Hampton asintió.

—¿Ves cómo se aferra Jane a William, ahora? Oh, esto es impagable, de veras. Y William no trata siquiera de disimular sus lascivos pensamientos. No me sorprendería que empezara a babear. Jane es una pálida sombra junto a lo que él se perdió, ¿no te parece?

Lucas no parecía divertido.

—Es un idiota —murmuró.

Hampton asintió con la cabeza.

—¡Cómo desprecio a William Merritt! Es deshonesto y manipulador. Estafó a mi padre y luego se jactó públicamente de su astucia. Mi padre quedó humillado.

—Y mira lo que hizo con sus propios hermanos —añadió Morris.

—Estuvo en un tris de aniquilar a Jordan y a Douglas, ¿no? —preguntó Hampton.

—En efecto —respondió Morris—. William está recibiendo su merecido, sí. Va a ser desdichado por el resto de su vida, porque Jane es tan malvada como él. ¿No son una pareja pavorosa? Corren rumores de que ella está encinta. Dios se apiade de esa criatura, si es cierto.

—Bien podría estar encinta —dijo Hampton—. Esos dos se veían descaradamente aun estando él comprometido. Pero Jane también se va a arrepentir. Está convencida de que William dispone de una gran herencia.

—¿Y no es así? —preguntó Lucas.

Hampton sacudió la cabeza.

—Saldrá a relucir muy pronto. Él ha quedado más pobre que las ratas. El muy tonto perdió en especulaciones hasta su última libra. Ahora sus tierras pertenecen a los banqueros. Probablemente cuenta con que Jane reciba una gruesa herencia cuando muera la anciana lady Stapleton. Estaba muy enferma, pero tengo entendido que ha vuelto a recuperarse milagrosamente.

Recomenzó la música y la multitud tuvo que abandonar su boquiabierta contemplación. Taylor recogió el borde de su vestido para bajar los peldaños. Lucas no podía apartar los ojos de ella. Dio un paso para acercársele, pero se detuvo a consultar otra vez su reloj.

Faltaban diez minutos. Podía resistir. Sólo diez minutos más y quedaría libre. Dejó escapar un fuerte suspiro de satisfacción, sonriendo por la expectativa.

También lady Taylor sonreía, siguiendo al pie de la letra las instrucciones de su abuela. Se había impuesto esa sonrisa en cuanto cruzó el umbral y nadie podía hacer ni decir algo que la obligara a arrugar el entrecejo.

Sonreiría. Celebraría. Era un tormento, una burla tal que se sentía enferma, con fuego en el estómago.

Taylor no se permitió ceder a la desesperación. Debía pensar con optimismo en el futuro, se dijo, repitiéndose las palabras de su abuela. Las pequeñas la necesitaban.

Los jóvenes solteros acudieron en tropel. Taylor los ignoró a todos. Paseó la mirada por el salón de baile, tratando de hallar a su acompañante. Divisó a su prima Jane y luego a William, pero no quiso fijar la vista en ellos. El corazón empezaba a palpitarle. Por Dios, ¿qué haría si se le acercaban? ¿Qué decirles? ¿Debía felicitarlos? Oh, Señor, no podría hacerlo sin vomitar o morir. No había tenido en cuenta la posibilidad de que ellos asistieran al baile. Preocupada como estaba por su abuela, en su mente no había tenido sitio para asuntos de menor importancia. Lo irónico era que, esa tarde, la Señora había experimentado una considerable mejoría. Al despedirse de ella, Taylor lo hizo con la esperanza de que en verdad tuviera otra recuperación.

Un joven anhelante al que ella conocía, aunque no recordaba cuándo ni dónde le había sido presentado, suplicó el honor de acompañarla a la pista de baile. Taylor se negó con amabilidad. Apenas se hubo apartado, oyó la característica risa aguda de Jane. Al volverse en esa dirección vio la sonrisa maliciosa de su prima y, de inmediato, a una jovencita que iba apresuradamente hacia la salida. Taylor la reconoció: era lady Catherine, la menor de los hijos de sir Connan, que apenas tenía quince años.

Por lo visto, el matrimonio no había mejorado el carácter de Jane. Catherine acababa de convertirse en su última víctima, a juzgar por la expresión de tristeza de la pobrecita.

De pronto, Taylor se sintió abrumada por la melancolía. La crueldad era un deporte que divertía mucho a algunos de sus parientes. La enfermaba esa perversidad y, en su estado de ánimo actual, ya no sabía combatirla. Se sentía inútil, inepta. Nunca se había sentido a sus anchas entre la aristocracia inglesa; tal vez por eso tenía siempre la cabeza en las nubes y la nariz metida en novelas baratas. Sí, era una soñadora, tal como su abuela decía, pero a Taylor no le parecía tan terrible. La realidad suele ser bastante fea y sería insoportable por completo si una no pudiera soñar despierta de vez en cuando. Era escapismo, puro y simple.

Lo que más le gustaba eran las historias románticas. Por desgracia, los únicos héroes que conocía eran esos deslumbrantes personajes de sus libros. Sus favoritos eran Daniel Boone y Davy Crockett. Aunque habían muerto mucho tiempo antes, las leyendas que rodeaban la vida de ambos aún encantaban a lectores y escritores por igual.

La Señora quería que fuera más realista, todo porque no creía que existiera ya héroe alguno.

Lady Catherine, en su desesperación, estuvo muy cerca de derribar a Taylor en su huida hacia los peldaños. Sólo pensaba en escapar de la crueldad. Taylor sujetó a la afligida muchacha.

—Espera un poco, Catherine.

—Déjeme pasar, por favor —suplicó ella.

Ya tenía la cara bañada en lágrimas. Taylor se negó a soltarle el brazo.

—Deja de llorar —ordenó—. No te irás. Si sales de aquí, te será mucho más difícil volver a mostrarte en público. No puedes permitir que Jane tenga semejante poder sobre ti.

—Pero usted no sabe lo que ha pasado —gimió la jovencita—. Ha dicho... está diciendo a todo el mundo que yo...

Taylor le apretó un poco el brazo para tranquilizarla.

—No importa qué vilezas esté diciendo. Si finges no prestarle atención, si ignoras sus calumnias, nadie la creerá.

Catherine sacó un pañuelo de la manga para limpiarse la cara.

—Estoy tan mortificada... —susurró—. No sé por qué se ha vuelto de ese modo contra mí.

—Eres joven y muy bonita —explicó Taylor—. Por eso te ataca. Tu error fue acercarte demasiado a ella. Pero sobrevivirás, Catherine, igual que yo. Sin duda Jane ya está buscando a algún otro a quien martirizar. La divierte ser cruel. Es repugnante, ¿no?

Catherine logró esbozar una débil sonrisa.

—Oh, sí, lady Taylor. Es realmente repugnante. ¡Y lo que ha dicho de usted! Que esos zafiros que usted lleva deberían ser de ella.

—¿De veras?

Catherine asintió.

—Dice que lady Esther está trastornada y...

Taylor la interrumpió.

—No me interesa nada de lo que Jane diga sobre mi querida abuela.

Catherine espió por encima de su hombro.

—Nos está observando —susurró.

Taylor no quiso volverse. Sólo un poquito más y podría abandonar ese lugar horrible.

—¿Me harías un favor enorme, Catherine?

—Lo que sea —prometió la muchacha, con fervor.

—Ponte mis zafiros.

—¿Qué dice usted?

Taylor levantó los brazos hasta el broche del collar. Luego se quitó los pendientes. Catherine la miraba boquiabierta, con una expresión bastante cómica, que la hizo sonreír.

—No lo dirá usted en serio, lady Taylor. Deben de valer una fortuna. Jane pondrá el grito en el cielo si me los ve puestos.

—Se pondrá nerviosa, ¿no? —musitó la pregunta, sonriendo otra vez.

La jovencita estalló en una carcajada. Su risa resonó en todo el salón. Era un sonido purificante, sincero, jubiloso. De pronto Taylor se sintió mucho mejor.

Ayudó a Catherine a ponerse las joyas antes de hablar otra vez.

—Nunca te dejes dominar por las posesiones. Y nunca jamás pienses que la riqueza es más importante que tu amor propio y tu dignidad. De lo contrario terminarás como Jane —advirtió—. Y eso no te gustaría, ¿cierto?

—¡Cielo Santo, no! —barbotó Catherine, horrorizada ante la mera idea—. Prometo no dejarme dominar por las posesiones. Al menos lo intentaré. Con este collar me siento como una princesa. ¿Eso está bien?

Taylor se echó a reír.

—Sí, por supuesto. Me alegro de que te brinden tanto gozo.

—Cuidaré de que papá los esconda en lugar seguro. Y mañana se los devolveré personalmente, lady Taylor.

Ella sacudió la cabeza.

—Mañana no me harán falta —explicó—. Son tuyos. Nunca más necesitaré joyas como ésas.

Catherine estuvo a punto de caer redonda.

—Pero... —empezó, obviamente atónita—. Pero...

—Te los regalo.

La jovencita estalló en lágrimas, abrumada por tanta generosidad.

—No era mi intención hacerte llorar —dijo Taylor—. Eres hermosa, Catherine, con zafiros o sin ellos. Sécate esas lágrimas mientras te busco un compañero de baile adecuado.

Su mirada se cruzó con la de Milton Thompson. Taylor le hizo una señal y el joven acudió a la carrera. Un escaso minuto después acompañaba a Catherine a la pista de baile.

La muchacha iba radiante, riendo y coqueteando. Una vez más actuaba como una niña de quince años.

Taylor estaba contenta. Pero la satisfacción no le duró mucho. ¿Dónde estaba su compañero? Decidió dar una vuelta por todo el salón, cuidando mucho de evitar a su prima, por supuesto; si no lo hallaba se retiraría, simplemente. Había llegado elegantemente tarde y se iría elegantemente temprano. Ya eran suficientes sonrisas para una velada; si pasaba allí quince o veinte minutos escasos, la abuela no se enteraría. Sí, la Señora aprobaría su manera de actuar.

La aparición de tres amigas bien intencionadas le impidió ir a alguna parte. Alison, Jennifer y Constance habían asistido con ella a la Escuela de Elegancia y Actividades Académicas de la señorita Lorrison; desde entonces las cuatro eran grandes amigas. Alison, sólo por ser un año mayor que las demás, se creía mucho más sofisticada.

Era ella quien encabezaba la procesión. Alison era alta, algo desgarbada, de pelo rubio oscuro y ojos color avellana.

—Querida Taylor, hoy estás divina —anunció—. Francamente a tu lado me siento deslucida.

Taylor sonrió. Alison llamaba «querida» a todo el mundo, convencida de que eso la hacía parecer más sofisticada.

—Deslucida tú, nunca —aseguró, sabiendo por intuición que eso era lo que su amiga buscaba.

—Estoy preciosa, ¿no? El vestido es nuevo. Ha costado una fortuna, pero mi padre está decidido a casarme esta misma temporada, aunque eso lo lleve a la quiebra.

La sinceridad de Alison era reconfortante.

—No dudo que tienes para escoger entre todos estos caballeros.

—El único que me interesa no me ha mirado, siquiera —confesó Alison.

—Ha hecho todo lo posible por llamarle la atención —intervino Jennifer, enhebrando un mechón de pelo castaño a su trenza—. Podría tratar de desmayarse delante de él.

—Lo más probable es que la dejara caer —aseveró Constance—. Deja ese pelo en paz, Jennifer, que estás haciendo un desastre de tu peinado. Y ponte las gafas, si no quieres terminar con patas de gallo de tanto bizquear.

Jennifer no prestó atención alguna a las sugerencias de su amiga.

—Si ese hombre cortejara a Alison, a su padre le darían palpitaciones.

Constance asintió, haciendo rebotar sus rizos cortos.

—No es buen muchacho —informó a Taylor.

—¿Muchacho? Es un hombre hecho y derecho, querida —corrigió Alison.

—Un hombre con muy mala reputación —apuntó Constance—. Dime, Taylor, ¿el rosa no me hace parecer descolorida? Jennifer dice que ningún matiz de rosa es adecuado para una pelirroja pecosa como yo, pero esta tela me gustaba tanto...

—Estás hermosa —aseguró Taylor.

—Es cierto que él tiene mala reputación —admitió Alison—. Y eso es justamente lo que me intriga.

—Melinda me dijo que, sólo en esta última semana, se ha acostado todas las noches con una mujer diferente —interpuso Constance—. ¿Os imagináis? Puede escoger a la que guste. Es muy...

—¿Seductor? —sugirió Alison.

Constance se ruborizó inmediatamente.

—Admito que tiene cierto encanto brutal. Es tan... enorme... Y sus ojos son divinos, simplemente. Pardos y muy oscuros.

—¿De quién estamos hablando? —inquirió Taylor, ya picada su curiosidad.

—No hemos podido averiguar cómo se llama —explicó Alison—. Pero lo tenemos aquí y no se ir

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