Me llamo Jess Conover, y quisiera dejar bien claro desde el principio que no fui yo quien inventó el escepticismo. Como suele ocurrir, yo también pasé por alto los avisos que intentaban llamar mi atención desde hacía mucho tiempo. No me lo reprocho, aunque me alegro de haber captado aquella señal cuando lo hice. Se cruzó en mi camino como una luciérnaga en la espesa hierba estival, y me incitó a perseguirla. Si me hubiese descuidado, no habría visto nada.
Cuando todo esto comenzó, yo vivía en un estudio en el South End. Los azulejos marrones del baño, la ausencia de bichos y, sobre todo, un gran ventanal que proporcionaba la suficiente luz para levantar el ánimo, hizo que me decidiese a alquilarlo. Vivía solo desde que mi novia, Renee, se marchó. Pensaba que habíamos sido felices hasta el día en que se fue. Me dio un beso, me dijo que ninguno de los dos tenía la culpa y se largó con una caja de libros bajo el brazo. Al día siguiente vino su hermano con la camioneta y le ayudé a cargar el resto de sus cosas.
Creo que este incidente fue una de las señales que no capté. No le pedí ninguna explicación y ella tampoco me la dio, pero después de que nos separáramos, tuve la impresión de que Renee me apreciaba más. Solíamos hablar a menudo y me visitaba con frecuencia, respetando siempre unos límites. Pero al cabo de unos cuatro meses empecé a ponerme nervioso por cualquier cosa.
Cumplí veintiocho años en septiembre. Me ganaba la vida como redactor o, para ser más exactos, como corrector de estilo: los periodistas me entregaban sus borradores y yo los convertía en artículos listos para ser publicados. Trabajaba para uno de esos periódicos gratuitos que se pueden encontrar en muchas tiendas de los alrededores de Boston. Trabajar de corrector de estilo es como ser un verdadero redactor, sólo que no lo suficiente, del mismo modo que recalentar unos espaguetis no llega a ser como cocinar.
Un domingo de noviembre por la mañana me acomodé junto al ventanal para leer el periódico. Lo ideal habría sido que la mañana fuese soleada, pero un banco de nubes procedente del mar se había instalado sobre Boston.
Mis ojos se detuvieron en un anuncio. Era con diferencia el anuncio más pequeño de la página, una simple línea en un recuadro con mucho espacio en blanco alrededor. Sentí un escalofrío.
«El amor te ha encontrado. No se lo digas a nadie, simplemente ven.»
Aquel mensaje de trece palabras (las conté) parecía hallarse en un lugar que no le correspondía. El resto de la página estaba lleno de anuncios de quiebras o de subastas públicas; asuntos oficiales, no amorosos. Y, sin embargo, yo había tropezado con la pasión. Lo encontré muy extraño. Más que eso: me sentí inquieto.
Aquella mañana me había levantado a eso de las ocho, había ido a la cafetería de la esquina a tomarme un café al estilo europeo y había tonteado con la camarera, que llevaba un tatuaje, mientras pagaba la cuenta. En el último momento compré el Globe en vez del New York Times, porque tenía la vaga intención de buscar una bici de segunda mano. Normalmente no me entretengo leyendo los anuncios clasificados. Así que ya ves: el universo se tomó muchas molestias para mostrarme que tenía sentido del humor.
Decidí llamar a Renee, que vivía en su antigua casa en el Fenway. El teléfono sonó seis veces antes de que descolgase.
—Tengo que leerte una cosa —le dije.
—Espera un momento. —Oí unos bostezos ahogados al otro extremo de la línea.
—Pensé que ya estarías despierta —dije sin mucha convicción, mirando el reloj. Las nueve menos cuarto.
La voz de Renee me llegó apagada. Aún estaba medio dormida.
—No, todavía me levanto después de las diez. Como cada domingo, ¿no?
—Es verdad. —Me la imaginé abriendo sus claros ojos azules, lentamente y sin ganas, y con sus largos mechones rubios alrededor del cuello.
Cuando vivíamos juntos jamás habíamos tenido el mismo horario. A las ocho de la mañana yo ya rebosaba energía, y en cambio ella empezaba a funcionar. Mientras yo ya me encontraba junto a la puerta, ansioso por pisar la calle, ella daba vueltas por el apartamento con un pedazo de tarta de arándanos en una mano y el cepillo de dientes en la otra.
—¿Qué sucede? —Renee había salido de la cama y había cambiado de teléfono.
Leí en voz alta: «El amor te ha encontrado. No se lo digas a nadie, simplemente ven.»
—Muy bien. Pero antes tengo que vestirme. —Para estar medio dormida, su sentido del humor era rápido. Le dije que era un anuncio del periódico—. No cuelgues —añadió.
Oí el ruido del grifo y supe que se estaba echando agua fría sobre la nuca. Lo hace para poder aceptar que ya no va a volver a la cama.
—¿Qué? —seguí, intentando engatusarla—. ¿No crees que es muy raro? ¿Un alma solitaria que pide una cita secreta en las páginas de un periódico para que todo el mundo lo lea?
—A nadie le importará, salvo al interesado —observó Renee—. ¿Quién lo firma?
—Nadie. Espera, hay un número debajo. No me explico cómo no lo vi antes. —La verdad era que al leer el anuncio por primera vez sólo había visto una línea de caracteres rodeada por un espacio en blanco—. El número es de Nueva Hampshire —deduje al observar el código del área: 603—. Y hay unas iniciales: J. C.
—Entonces adelante. Alguien ha lanzado un mensaje en una botella y ha encontrado a la persona adecuada —dijo Renee.
—¿Qué quieres decir?
—Son tus iniciales. Y de todos modos la has fastidiado. Me lo has dicho a mí, y el anuncio dice que no hay que decírselo a nadie. ¿Tan difíciles eran las instrucciones?
Me estaba enfadando.
—¿No sientes nada al respecto? —insistí—. Sé que estas cosas te gustan.
—Paso, tío.
Renee tenía veintisiete años, un año menos que yo. Pero cuando echaba mano de expresiones de la adolescencia, significaba que no se estaba divirtiendo.
—Está bien —dije, dando marcha atrás—. Me imagino que es una broma. Un Romeo que intenta presumir.
—Un Romeo un poquito engreído —contestó Renee al instante.
Había abierto una ventana, porque de pronto me llegó el rugido del tráfico. Recordé que a menudo tenía que pedirle que bajara la calefacción por la noche: me despertaba sudando y tenía que destaparme para poder respirar.
—Entonces, ¿qué? ¿Vas a llamar? —me preguntó.
—¿Crees que debería hacerlo?
—Si lo haces, con toda probabilidad te meterás en alguna historia rara. ¿No estarás viendo en esto material para un artículo?
Hacía mucho tiempo que no iba detrás de nuevas historias. Pero ése no era el caso ahora. En primer lugar no me gustan esta clase de noticias. Se parecen demasiado a abrir ostras: te sirves de un tosco cuchillo para abrir la concha de alguien y sacar a la luz sus estremecidas miserias.
—Mira —dije—, cómete la tarta y cepíllate los dientes. Y perdona que te haya sacado de la cama.
—Llévate algo de abrigo. En Nueva Hampshire hace un frío que pela.
—Ni siquiera he llamado.
Hubo una pausa en el otro extremo.
—Ya, pero te conozco y conozco ese tono de voz.
Me oí a mí mismo soltar una de esas risas nerviosas que me dan cuando siento que me han descubierto.
—Deberías venir conmigo. Tal vez nos metamos en una aventura —dije en un último intento.
—Esta conversación ya ha sido suficiente aventura, cariño. Te llamaré.
—Vale, está bien.
Colgué y pensé qué era lo más sensato. Para ser sincero, la conversación con Renee me había puesto aún más nervioso. Por lo general podía descargar la tensión haciendo deporte. De hecho, con un poco de ejercicio había conseguido un físico robusto. Renee lo llamaba mi muro. Cuando llevábamos un tiempo saliendo, me dijo que había tenido suerte de conocerla en una cita a ciegas: «Tu cuerpo no parecía el de una persona sensible», me dijo, como si la sensibilidad tuviese un límite de peso y yo lo hubiese superado. No es que sea enorme, pero puedo dar la impresión de que voy a remar al río antes de ir al trabajo. Con la ropa adecuada puedo pasar por un deportista universitario. A mí, personalmente, me gustaba eso del muro. Tenía sus ventajas.
Miré por la ventana y vi que estaba empezando a nevar. Aún no caía con fuerza, justo lo suficiente para emborronar la visión de la calle. Los coches patinaban al doblar la esquina. Me puse mi chándal gris y unas Nike bastante hechas polvo. La nevada había hecho que el viento amainase. Corrí a un buen ritmo, disfrutando del aire helado que penetraba en mis pulmones. La nieve que cubría las calles parecía azúcar en polvo, y tenía un aspecto aparentemente inocente, hasta que resbalé en una placa de hielo sucio de la avenida Massachusetts. Caí de bruces y apenas tuve tiempo de poner las manos, que me pelé por completo. Un coche pasó a pocos centímetros de mi cara, haciendo sonar el claxon frenéticamente. No me asusté por la caída, pero me molestó el bocinazo. Ahora estaba aún más alterado. Durante todo el camino a casa sentí que la sangre me latía en los oídos.
Cuando entré en el apartamento todavía estaba deslumbrado por el brillo de la nieve. Lo primero que vi cuando se me aclaró la vista fue el periódico doblado que había dejado en la silla, junto al ventanal. Me acerqué distraído y lo cogí de nuevo. El anuncio de trece palabras estaba ahí, en la parte inferior derecha de la página. Me limpié el sudor de la cara con la camiseta del chándal y descolgué el teléfono.
Sonó muchas veces (dejé de contar después del décimo tono). En el último momento, justo antes de que colgase, oí una voz.
—¿Diga?
Esta palabra, débil y temblorosa, que llegaba del otro lado me dejó perplejo. Jamás hubiese pensado que aquel mensaje amoroso pudiese venir de una anciana, pero no cabía duda, a juzgar por la voz de la mujer.
—Llamo por lo del anuncio del periódico —dije, titubeando.
—Lo has visto. Bien. Ahora tienes que venir aquí —repuso la voz temblorosa.
—Quizá no me haya entendido. No estoy respondiendo al anuncio —dije.
—Sí que lo estás haciendo.
La voz parecía de más edad que la de mi abuela, que había muerto a los ochenta y tres años. Contemplé la nevada, ahora más copiosa, con grandes copos blancos que caían de forma uniforme.
—¿Es usted quien puso el anuncio? —pregunté.
—Eso no es importante, ¿no crees? —contestó—. Lo importante es que lo has visto. Es mejor que vengas ahora mismo. Dicen que dentro de poco la tormenta empeorará. —Hubo un silencio y luego añadió—: Eres tú, ¿verdad?
—¿Quién cree que soy? —pregunté con cautela.
—Alguien que quiere que el mensaje sea para él —respondió—. Y también alguien que teme que el mensaje sea para él.
Fue un momento irreal, un momento crucial. No espero que me entiendas, todavía no. Lo lógico hubiese sido decirle que no iba a emprender un viaje a otro estado con ese frío sólo porque una desconocida me lo pidiese.
—Mi coche es demasiado viejo. Me quedaré tirado —dije, percatándome al instante de lo mala que era aquella excusa.
La anciana soltó una carcajada corta, casi un ladrido.
—Dite a ti mismo que es una historia de interés humano. Soy humana, aunque eso no sea ni mucho menos la parte más interesante. —Empezó a indicarme la manera de llegar a su casa, sin explicarme cómo sabía que yo escribía.
—Espere, creo que se está precipitando —dije, poniéndome más nervioso.
—¿Por qué discutes? —preguntó—. Esta historia tiene que suceder, ¿no crees?
A pesar de su insistencia tendría que haber cortado la conversación entonces. No debería haberle hecho caso a aquella provocación. Porque era más que probable que mi coche acabara en la cuneta de alguna carretera secundaria mal iluminada. Pero la anciana interrumpió mis pensamientos.
—Aquella noche, en torno a la hoguera había cuatro hombres calentándose las manos. Sólo uno de ellos sabía que era un ángel.
Al cabo de quince minutos me dirigía al norte, hacia Nueva Hampshire. Para explicar por qué, tengo que retroceder en el tiempo.
El peor año de mi vida fue cuando cumplí los dieciséis: crecí ocho centímetros y mi esqueleto se alargó mucho más deprisa que mis músculos. Tanto en las canchas como en las pistas, fuese cual fuese el deporte que practicara, me movía con torpeza y sin coordinación. Pero no fue ésa la razón.
Para comprender por qué aquel año fue el peor tienes que saber que en aquella época mi vida estaba en la cuerda floja. Yo era el chico nuevo de un aburrido pueblo del Sur profundo. Nos marchamos de Ohio porque mi padre había aceptado un inesperado traslado. Los obreros, en su mayoría negros, de una fábrica textil de la compañía de mi padre, habían sufrido una serie de graves accidentes y necesitaban un nuevo director. Pese a que el nuevo empleo significaba sacarnos de la escuela a mi hermana Linny y a mí, mi padre se avino. Hicimos el viaje a Georgia en coche. Me pasé todo el trayecto con la cabeza entre los brazos y sin pronunciar una palabra. Tampoco comí ni salí a estirar las piernas.
En el condado había un único comercio, un Wal-Mart, como decían los lugareños. Cuarenta años atrás la autopista interestatal había olvidado al pueblo. En un abrir y cerrar de ojos me había convertido en un forastero. Los chicos negros, cuya única salida eran los deportes, me daban unas tremendas palizas al baloncesto. Intenté encontrar otra manera de levantar cabeza, y como en el fútbol no me fue mejor, acabé por dedicarme a correr, lo que nadie consideraba un verdadero deporte. Entre los que nos habíamos refugiado en el atletismo había poca comunicación. Pero mi aislamiento tomó un giro inesperado.
Mientras corría por aquellos caminos rurales cubiertos por robles y pinos, comencé a dejar volar la imaginación. Lo hice porque de lo contrario el demonio de la desesperación se habría adueñado de mí. Al principio me inventaba escenas eróticas en las que yo aparecía con una inalcanzable chica rubia, mayor que yo, que se rendía a mis encantos. Sin embargo, gradualmente comencé a pensar en otras cosas. Nada de muslos, sostenes ni fantasías parecidas. Durante mis largas carreras solitarias el paisaje siempre me había parecido desierto. Ahora podía poblarlo. Descubrí historias en las granjas que el paso del tiempo había arruinado y en los fragantes bosques de helechos. Evoqué las siluetas de soldados de otras épocas, disparé cañones y sobreviví a la inundación que cien años atrás arruinó mis campos de algodón. Y cuando llegaba a casa escribía lo que el paisaje me había contado.
Al tiempo que llenaba los desérticos paisajes con historias ficticias, mi interior también se enriquecía. Me llevó dos meses escribir mi relato más extenso y ambicioso. Se llamaba El amor más grande del mundo. El argumento no es ninguna maravilla, aunque todavía podría repetirlo de memoria. Y eso es lo que hice durante el trayecto hacia Nueva Hampshire en plena tormenta de nieve. Mientras los limpiaparabrisas barrían los copos de nieve y yo me esforzaba por ver algo, aquel primer relato me volvió a la mente tan fresco como el día en que lo escribí.
Había una vez un hombre olvidado que vivía en el sótano de una iglesia. Parecía un gnomo y prácticamente no se dejaba ver. Su trabajo consistía en ocuparse de la caldera y barrer la iglesia cuando la misa había acabado. Un día sufrió un ataque al corazón. Cuando los de la ambulancia entraron en su habitación vieron que las paredes estaban cubiertas de fotografías de mujeres y una suerte de altar rudimentario donde ardían cabos de velas que se habían usado en los oficios. Se lo llevaron en una camilla, respirando aún pero a las puertas de la muerte.
Los responsables de la iglesia se enojaron, y cuando el hombre se recuperó le dijeron que estaba despedido. Se encontró de patitas en la calle y nadie volvió a pensar en él. Pero sucedió que el sacerdote más joven, cuando procedió a arrancar las ofensivas fotografías de las paredes, reparó en algo que nadie, escandalizados como estaban, había observado. Todas las fotografías eran de madres solteras, mujeres sin hogar, víctimas de maltratos y otras tragedias. A regañadientes las autoridades eclesiásticas tuvieron que admitir que su gnomo invisible era inocente. Comenzaron entonces a buscarlo con el fin de devolverle su hogar. Pero aquel hombre olvidado había desaparecido de la faz de la Tierra.
Decidí que mi cuento era lo bastante bueno como para enseñárselo a alguien, así que un día lo leí en la clase de lengua. Cuando terminé se hizo el silencio, y por un momento me sorprendió que mis compañeros estuviesen conmovidos por mis palabras. Entonces, procedente de las filas de atrás, se oyó una risita ahogada, y otro chico hizo ver que sollozaba y se sorbía los mocos, haciendo reír a las chicas.
Me invadió el terror. Acababa de ofrecerles la prueba indiscutible de que yo era un blandengue. Comparado con aquello, lo de las carreras de fondo carecía de importancia. Así que me tragué la vergüenza hasta que mi peso estuvo acorde con mi altura y pude partirles la cara a varios de ellos. «Tienes suerte de que no crean que eres maricón», me dijo el entrenador tras parar una de esas peleas. No me importaba. Había encontrado la vocación de mi vida, aunque a decir verdad tuve mis dudas cuando me trasladé al norte y descubrí lo que los buenos periodistas son capaces de hacer.
Y aquí quería llegar. En el último párrafo de mi historia había una coda. El hombre que parecía un gnomo terminaba en un descampado en el que se reunían los indigentes, demasiado débil como para hacer otra cosa que no fuese permanecer tumbado en el suelo semiinconsciente. En su imaginación creía que algunas de las mujeres de las fotos habían formado un círculo a su alrededor para protegerlo.
Cerca había cuatro yonquis junto a un bidón de petróleo, calentándose las manos en un fuego hecho con papeles de periódico y trapos empapados en queroseno. No se daban cuenta de que, a sus espaldas, el gnomo del sótano de la iglesia se moría.
Entonces, una luz cegadora los hizo caer de rodillas, llenos de espanto. Un ángel había descendido para llevarse al moribundo, o al menos eso dijeron. Sin embargo, la gente que pasaba por allí sólo recordaba haber visto el foco de un helicóptero iluminando la zona. Cuando un periodista los entrevistó, uno de los yonquis había desaparecido y sólo quedaban tres para dar testimonio de lo sucedido. Aquella historia se olvidó, y el gnomo no volvió a ser visto. Lloré cuando escribí la última frase de mi historia:
«Aquella noche, en torno a la hoguera había cuatro hombres calentándose las manos. Sólo uno de ellos sabía que era un ángel.»
La tormenta arreció a la media hora de dejar la ciudad. Tenía que concentrarme en el volante para evitar que mi coche, un Camry del 89, se saliese de la calzada. Las autopistas que llevan a Nueva Hampshire se fueron estrechando y aparecieron curvas. La anciana, que se había identificado como señora Feathering, me había dado las indicaciones adecuadas. Incluso sin la tormenta, la casa, a las afueras de Keen, hubiese sido difícil de encontrar, oculta como se hallaba tras unos arces descuidados y unos sombríos pinos. Aquellos grandes troncos, diseminados por el jardín, protegían como una pequeña fortaleza la casa, una simple caja con unos cuantos ventanucos: cuatro en la parte delantera y dos a los lados.
Dejé el coche bajo los árboles y caminé sobre la nieve que se había amontonado en el sendero y llegué a la puerta, que estaba pintada de rojo. La pintura blanca de los viejos listones de madera estaba muy deteriorada, pero el barniz escarlata de la puerta era reciente. Quienquiera que viviese allí había rechazado el discreto marrón rojizo, más frecuente en las granjas de la región, y había elegido un color tan llamativo como el rojo encendido de un pintalabios.
La señora Feathering debía de estar esperándome, porque la puerta se abrió en cuanto llamé.
—Ya estás aquí —dijo—. En realidad creí que no llegarías a venir. ¿Por qué eres tan joven?
—No lo sé —respondí.
Me pilló por sorpresa. La señora Feathering resultó ser muy menuda e incluso mayor de lo que denotaba su voz temblorosa. Aun sin haberme subido al porche le sacaba una cabeza.
—Si no sabes eso, ¿cómo vas a entender el resto?
La espalda encorvada de la señora Feathering formaba una chepa. Su rizado cabello blanco no lograba ocultar una pequeña calva. Sin embargo, sus ojos desmentían la fragilidad de su cuerpo, y no mostraban el embotamiento de la edad ni el frágil vacío de las muñecas de porcelana carentes de vida. Me observó con detenimiento y en su mirada se reflejó la frustración. No se molestó en ocultarlo.
—La tormenta está empeorando. No tengo mucho tiempo —dije—. ¿Paso?
—¿Puedo pasar? —me corrigió la anciana, pero se apartó con una leve inclinación de su encorvada espalda—. Mi humilde morada es tuya —anunció con gran cortesía.
A mi paso entró una bocanada de aire frío. La señora Feathering se estremeció y se protegió del viento helado arrebujándose en la gastada bata de ir por casa. Me encontré en un vestíbulo vacío, con una escalera enfrente y una habitación a cada lado. Era la simetría de la vieja Nueva Inglaterra: la izquierda se correspondía con la derecha, habitación con habitación, ventana con ventana. La anciana hizo un gesto para indicarme el salón, que quedaba a la izquierda, y la seguí.
—¿Vive aquí con su familia